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Pocas personas fuera
de los círculos del Gobierno habían oído hablar de Consejo del
Exoprotectorado de la Federación. Se había formado durante los
primeros días de la Federación Intersolar, uno de esos grupos de
emergencia que les encantan a los burócratas. Por aquel entonces el
TEC seguía abriendo agujeros de gusano en planetas nuevos y cada
vez más alejados de la Tierra y el pueblo todavía estaba
preocupado, y con razón, por la posibilidad de encontrarse con
alienígenas hostiles. Era el Consejo del Exoprotectorado de la
Federación el que tenía la tarea de examinar a cada especie
alienígena inteligente descubierta por el TEC y evaluar el nivel de
amenaza que suponía para la sociedad humana. Dado lo grave que
podría llegar a ser la situación si se diera el peor de los casos
posibles, todos sus miembros eran extremadamente poderosos en
términos políticos. Sin embargo, dado que la probabilidad de que se
produjera tal encuentro era bajísima, los miembros del Consejo
siempre delegaban esa obligación en su personal. Y de esa forma
algo más diluida el Consejo seguía reuniéndose con regularidad
todos los años y cada año confirmaba con una declaración solemne el
statu quo galáctico. Cada año, sus delegados se iban por ahí a
disfrutar de un almuerzo decente a cargo de las dietas. Porque,
como empezaba a descubrir la Federación, las especies alienígenas
inteligentes eran una materia prima bastante escasa en esa zona de
la galaxia.
Sin embargo, lo
ocurrido con Dyson Alfa lo había cambiado todo. Nigel Sheldon no
recordaba haber asistido jamás a una reunión del Consejo, aunque
suponía que debía de haberlo hecho cuando se descubrieron los
silfen y el Ángel Supremo. Ese tipo de reminiscencias ya no
formaban parte de sus recuerdos. Como era obvio, las había retirado
y guardado en un lugar seguro varios rejuvenecimientos antes.
Carencia de recuerdos
directos que habían rectificado con gran efectividad los informes
proporcionados por su personal durante el trayecto que lo había
llevado desde Cressat, donde vivían él y el resto de los miembros
de más rango de la familia Sheldon, hasta allí. Por decisión del
TEC, su tren privado había pasado por Augusta para llegar
directamente a la estación del TEC de Nueva York, en Newark; desde
donde no se tardaba mucho en llegar a Grand Central.
A Nigel siempre le
encantaba ir a Manhattan en primavera, cuando desaparecía la nieve
y en los árboles comenzaban a brotar las hojas nuevas de ese color
verde vibrante que ningún artista lograba capturar nunca del todo.
Una flota de limusinas aguardaba en la estación Grand Central para
llevarlo a él y a su séquito a las Oficinas de Desarrollo y
Exploración de la Federación, sitas en la Quinta Avenida, a muy
poca distancia de la estación. El rascacielos tenía más de ciento
cincuenta años y con doscientos setenta y ocho pisos, ya no era el
más alto de aquella antigua isla metropolitana, pero seguía
acercándose.
Había llegado
temprano, antes que los demás miembros del Consejo. El nervioso
personal habitual lo había acompañado, a él y a su séquito, a la
sala de conferencias principal, en el piso doscientos veinticinco.
No estaban acostumbrados a recibir delegaciones tan importantes y
se notaba en los agitados preparativos que llevaban a cabo para que
la sala estuviera en perfecto estado de revista cuando comenzara la
reunión. Así que desechó con un gesto todas sus preguntas y les
dijo que siguieran con lo que estaban haciendo, él esperaría
tranquilamente a que llegaran los demás miembros. Momento que
aprovechó su séquito para rodearlo con un movimiento fluido y
protector.
Desde la sala de
conferencias podía asomarse a Central Park por encima de los
edificios vecinos. La pátina de flora terrestre era tranquilizadora
y brillaba bajo el sol vespertino. En los últimos tiempos casi no
quedaban árboles alienígenas en el parque. Durante las ocho últimas
décadas, los Comisionados para la Protección del Medioambiente de
las Naciones Federales Unificadas habían impuesto cada vez con más
severidad las leyes de protección de las especies autóctonas de la
Tierra. Aunque allí estaba el brillante árbol de ma-hon, que
resplandecía en el centro del parque, dominándolo todo; cada una de
sus hojas tenía forma de espiral y reflejaba los prismas de luz en
su pulida superficie plateada. Llevaba allí más de trescientos años
y era uno de los únicos ocho árboles que se habían conseguido
transplantar tras sacarlos de su extraño planeta nativo. Llevaba
los últimos cien años ostentando el título de monumento de la
ciudad. Un concepto que a Nigel le gustaba. Cuando los neoyorquinos
tomaban una decisión, ni siquiera el bloque defensor del
medioambiente de las NFU podía hacerlos cambiar de opinión, y de
ninguna de las maneras pensaban renunciar a su ma-hon, un ejemplar
tan valioso como único.
El ayudante ejecutivo
de Nigel, Daniel Alster, le llevó un café que se tomó mientras
contemplaba la ciudad. Mentalmente intentaba esbozar los cambios
que había visto en el perfil de la ciudad a lo largo de los siglos.
Los edificios de Manhattan parecían mucho más esbeltos, pero eso
era en realidad porque eran mucho más altos. También había cierta
tendencia hacia una arquitectura más elaborada o artística. A veces
el resultado era espléndido, como ocurría con el gótico
contemporáneo de cristal del edificio Stoet; otras veces, bastante
más prosaico, como en el caso del retorcido Illeva. Lo cierto era
que a él los fracasos no le molestaban demasiado, al menos con eso
la ciudad entera era diferente, al contrario que la mayor parte de
las monótonas extensiones urbanas de los mundos colonizados.
Rafael Columbia, el
jefe de la Junta Directiva Intersolar de Crímenes Graves, fue el
segundo miembro del Consejo en llegar. Nigel había oído hablar de
él, por supuesto, aunque los dos hombres nunca se habían visto en
persona.
-Es un placer
conocerlo al fin -dijo Nigel cuando se estrecharon la mano-. Su
nombre no deja de surgir en los informes que nos manda la división
de seguridad.
Rafael Columbia lanzó
una risita.
-En un contexto
positivo, espero. -Tenía algo más de doscientos años y el aspecto
físico de un hombre de cincuenta y tantos. Al contrario que Nigel,
que rejuvenecía cada quince años, Rafael Columbia pensaba que una
apariencia de madurez era esencial para su cargo. Su edad aparente
le daba unos hombros amplios y un torso inmenso que necesitaba
mucho ejercicio para mantenerse en forma. Tenía una espesa mata de
cabello plateado que llevaba corto y peinado con elegancia,
acentuando la expresión un poco amarga que lucía de forma
permanente su rostro plano. Unas cejas pobladas y unos ojos
brillantes de color verde grisáceo lo identificaban como miembro de
la familia Halgarth. Sin esos contactos, jamás habría obtenido el
cargo que ostentaba en esos momentos dentro de la administración de
la Federación. Los Halgarth habían fundado Edenburg, uno de los
planetas industriales pertenecientes a los Quince Grandes que los
había convertido en una importante dinastía intersolar, y que les
había proporcionado casi tanta influencia como la que tenía la
familia de Nigel dentro de la Federación.
-Oh, sí -dijo Nigel-.
La incidencia de crímenes graves parece haber bajado en los últimos
tiempos, al menos los cometidos contra el TEC. Se lo
agradezco.
-Hago lo que puedo
-dijo Rafael-. Son esos grupos pertenecientes al Nuevo Nacionalismo
que no dejan de aparecer para hostigar a los gobiernos planetarios
los que presentan la mayor fuente de problemas. Cuantos más los
frustramos, más agresivos se hacen sus partidarios más acérrimos.
Si no tenemos cuidado, vamos a ver otra de esas desagradables
oleadas de ataques terroristas contra la Federación, como en el
veintidós.
-¿De verdad cree que
se llegará a eso?
-Espero que no. El
Departamento de Diplomacia Internacional cree que los grupos
actuales solo reclaman un estatus político para justificar sus
actividades; en realidad su base es más delictiva que otra cosa. En
cuyo caso, deberían cumplir su ciclo natural y extinguirse.
-Gracias a Dios. No
quiero retirar las salidas de ningún otro planeta, ya hay
suficientes mundos aislados tal y como están las cosas. Creía que
el único planeta problemático de verdad que quedaba era Tierra
Lejana. Y no es que eso se vaya a curar jamás.
Rafael Columbia
asintió con gesto grave.
-Creo que, con el
tiempo, hasta Tierra Lejana se podrá civilizar. Cuando el TEC
comience la fase cuatro, ese planeta quedará totalmente incorporado
a la Federación.
-Estoy seguro de que
tiene razón -dijo Nigel, no muy convencido-. Pero va a pasar mucho
tiempo hasta que empecemos a pensar en la fase cuatro.
La vicepresidenta de
la Federación, Elaine Doi, entró en la sala de conferencias
charlando con Thompson Burnelli, el senador de la Federación que
presidía la Comisión Científica. Sus respectivos ayudantes los
seguían a pocos pasos, murmurando en voz baja entre ellos. Elaine
Doi saludó a Nigel con tono educado y neutro, con cuidado de
mantener su actitud en un plano profesional. Sheldon le devolvió el
cumplido con gesto impasible. La vicepresidenta era una política de
carrera que había dedicado ciento ochenta años de su vida a escalar
los puestos que la habían llevado al cargo que ostentaba en ese
momento. Hasta sus rejuvenecimientos se orientaban a la tarea de
lograr el ascenso; el tono de su piel se había ido profundizando
poco a poco hasta adquirir el color del ébano más oscuro, lo que
enfatizaba su procedencia étnica. De hecho, durante ese mismo
período, su rostro había abandonado sus rasgos femeninos más
atractivos para adquirir un aspecto bien parecido pero más severo.
Nigel tenía que tratar con ese tipo de políticos de forma casi
constante y los despreciaba a todos y cada uno de ellos. En su
lejana e idealista juventud, cuando había construido el primer
generador de agujeros de gusano, había soñado con dejarlos a todos
atrás, en la Tierra; quería que los nuevos planetas se
desarrollaran con una libertad absoluta y se convirtieran en
refugios del libre albedrío. En los últimos tiempos había aceptado
que dominara el gobierno humano, era el precio que debía pagar una
sociedad civilizada, después de todo, alguien tenía que mantener el
orden. Pero eso no significaba que le tuviera que gustar aquel
eterno comportamiento narcisista e interesado. Y consideraba que
Doi era uno de los especímenes más censurables, siempre lista para
ascender a costa de otros. Con la siguiente elección presidencial a
punto de producirse, en solo tres años, la vicepresidenta había
comenzado la última etapa de su campaña, que ya duraba un siglo. El
apoyo de Nigel garantizaría el acceso de la dama al palacio
presidencial de Nuevo Río. De momento no se lo había dado.
Thompson Burnelli fue
menos efusivo; era un hombre sin pelos en la lengua y el delegado
norteamericano de las NFU en el Senado de la Federación y como tal
representaba a un gigantesco conglomerado de viejos y poderosos
intereses creados por algunas de las grandes familias más ricas del
planeta. Y le sentaba bien el cargo, era un hombre atractivo
vestido con un traje caro de seda gris; estaba claro que había sido
uno de los héroes deportivos de alguna de las mejores universidades
del noroeste de los Estados Unidos. Ese aire de confianza no era
algo que pudiera adquirirse con implantes de memoria y retoques
bioneuronales, eso solo se conseguía criándose en ciertos ambientes
y no había duda de que aquel hombre pertenecía a una de las
principales familias aristocráticas de la Tierra. En la facultad,
Nigel había odiado aquella arrogancia de niño rico, casi tanto como
odiaba a los políticos. Pero si le daban a elegir, prefería tratar
con Burnelli.
-Nigel, me imagino
que todo esto debe de ser un tanto mortificante para usted -dijo
Thompson Burnelli con un tono ligero que se acercaba mucho a la
burla.
-¿Y eso? -preguntó
Nigel.
-Un contacto
alienígena con el que su división de exploraciones no ha tenido
nada que ver. Un astrónomo académico de quinta categoría hace el
descubrimiento más importante de los últimos doscientos años y con
lo único que cuenta es con un telescopio igual de decrépito que él
que seguro que se puede comprar por mil pavos en cualquier tienda
de objetos usados. ¿Cuánto se gasta el TEC en astronomía cada
año?
-Un par de miles de
millones, la última vez que miramos -respondió Nigel con aire
cansado. Tenía que admitir que el senador tenía parte de razón. Y
no era el único que lo decía. Los medios de comunicación de la
unisfera se referían al TEC con una especie de sarcasmo malicioso
desde que Dudley Bose anunciara su descubrimiento.
-No importa -dijo
Thompson Burnelli con tono alegre-. Ya habrá mejor suerte la
próxima vez, ¿no?
-Gracias. ¿Qué tal le
fue al equipo de su continente en la Copa?
El senador frunció el
ceño.
-Oh, ¿se refiere a
eso del fútbol? No estoy seguro.
-Perdieron, ¿no? Pero
bueno, solo eran los octavos de final. No creo que se sufra tanto
cuando te eliminan estando en el último puesto. Ya habrá mejor
suerte la próxima vez. -Nigel esbozó una sonrisa fría cuando el
senador se dio la vuelta para saludar a Rafael Columbia.
Comenzaban a llegar
los demás miembros del Consejo y Nigel se acercó a saludarlos, al
menos podrían hablar de fútbol. Crispin Goldreich, el senador que
presidía la Comisión de Presupuestos de la Federación; Brewster
Kumar, el asesor científico del presidente; Gabrielle Else, la
directora de la Comisión de Industria y Comercio de la Federación;
el senador Lee Ki, director de la Junta Política y Económica de la
Fase Dos, y Eugene Cinzoul, Fiscal General de la Comisión Legal de
la Federación.
Elaine Doi alzó la
voz por encima del rumor de la conversación general.
-Creo que ya podemos
dar comienzo a esta reunión -dijo.
Todo el mundo miró a
su alrededor y asintió, después empezaron a buscar sus respectivos
asientos. Nigel le lanzó una mirada penetrante a la única silla
vacía y se sentó a la izquierda de la vicepresidenta, que era la
que presidía la reunión. Según el protocolo, él era el
vicepresidente del Consejo del Exoprotectorado. Los ayudantes
comenzaron a instalarse detrás de sus jefes.
La vicepresidenta se
giró y se dirigió a su jefa de personal, Patricia Kantil.
-Podría pedirle a la
IS que se conectara, por favor.
Fue entonces cuando
Ozzie Fernández Isaacs decidió hacer su entrada. Nigel aplastó la
sonrisa que se estaba formando en sus labios y todos los demás lo
miraron igual de sorprendidos. Deberían haberlo sabido. En los
viejos tiempos, cuando Nigel y Ozzie elaboraron las matemáticas que
hicieron posibles los generadores de agujeros de gusano, aquel
muchacho era un excéntrico en estado puro; durante todos sus años
de facultad los momentos de genio puro y duro pugnaron con la
estupidez de surfero por el dominio de la personalidad del joven.
Una época que Nigel se había pasado enfermando de preocupación por
los días que Ozzie se pasaba haciendo chifladuras para luego
sacudir la cabeza maravillado cuando su amigo descifraba los
problemas que él había considerado insolubles. Habían formado un
gran equipo, lo bastante bueno como para comprimir el espacio y
permitir que Nigel se encontrara en Marte a tiempo de ver el
aterrizaje de la nave espacial de la NASA. Después de eso, domar a
la bestia que habían creado fue siempre trabajo de Nigel, fue él el
que transformó el temperamental prototipo de equipo físico de alta
energía en el medio de transporte definitivo, y él el que, en el
proceso, diseñó la corporación más grande que había conocido jamás
la raza humana. La gestión, las finanzas y la influencia política
no eran cosas que interesaran a Ozzie. Él solo lo quería para salir
por ahí y ver las maravillas que le ofrecía la galaxia.
Lo que lo había
convertido en una leyenda, en el salvaje de la Federación, el gurú
definitivo del estilo de vida alternativo, era el tiempo que pasaba
en la civilización, entre incursión e incursión por estrellas
vírgenes. Las chicas, los vicios viejos y los magníficos
estimulantes narcóticos nuevos, químicos y bioneuronales, de los
que él era pionero; el Mundo de Ozzie, el planeta congruente con la
vida humana en el que se suponía que vivía él solo, en un palacio
del tamaño de una ciudad; décadas pasadas como vagabundo-poeta
recorriendo los mundos para presenciar desde abajo el surgimiento
de las nuevas culturas planetarias; los cientos de hijos concebidos
de forma natural; rejuvenecimientos estrafalarios para poder pasar
años en cuerpos de animales: un león, un águila, un delfín, un
nooso de Karruc; el proyecto de síntesis del ADN de dinosaurio, un
intento que costó miles de millones antes de que lo secuestraran
los barsoomianos; tenía una red secreta de agujeros de gusano que
unían los planetas de la Federación, una red que solo él podía
usar; sus rutinas de pensamiento se habían tomado como base para la
IS. Fueras donde fueras, los habitantes de la Federación, hablaban
de cuando Ozzie había pasado por allí (de incógnito y disfrazado,
por supuesto) y había enriquecido las vidas de sus ancestros con
alguna hazaña: había organizado la construcción de un puente sobre
un río traicionero, había llevado a un niño enfermo al hospital a
través de una tormenta, había sido el primero en escalar la montaña
más alta del planeta, había matado (en combate singular) al jefe
del crimen organizado de la zona. Y también había convertido el
agua en vino, si había que creer al lado más sensacionalista de la
unisfera, pensó Nigel. Después de todo, no cabía duda de que Nigel
era todo un experto en el proceso inverso.
-Siento llegar tarde,
tío -dijo Ozzie. Le dedicó a la vicepresidenta un amigable saludo
al acercarse a la última silla vacía. Al pasar por detrás de Nigel,
le dio unas palmaditas en la espalda-. Me alegro de verte, Nige,
cuánto tiempo.
-Hola, Ozzie -dijo
Nigel con tono despreocupado, aquel tío no iba a ser más que él. Lo
cierto era que habían pasado diecisiete años desde la última vez
que se habían visto en persona.
Ozzie llegó por fin a
su silla y se despatarró sobre ella con un suspiro de
felicidad.
-Alguien tiene un
poco de café. Tengo una resaca del carajo.
Nigel dio un rápido
capirotazo con el dedo y Daniel Alster pidió una taza. Varios
miembros del Consejo hacían auténticos esfuerzos para no censurar
la irrespetuosa actitud de la leyenda. Que era, como bien sabía
Nigel, lo que Ozzie estaba deseando. Había veces que le parecía que
no tenía ningún sentido que Ozzie se sometiera a más
rejuvenecimientos, aquel hombre podía ser pura juventud sin ayuda
de las hormonas que invaden cualquier cuerpo adolescente. Pero la
aceptación y la adoración que le ofrecía toda la Federación debían
de llenar de contento al fin a ese mismo chaval afrolatino. Dos
culturas que no se mezclaban, ni siquiera en el políticamente
correcto siglo XXI, al menos no en las calles de San Diego de dónde
procedía él. En ese caso, Ozzie había sido el que se había reído el
último.
-¿Está usted aquí de
forma oficial, señor Isaacs? -preguntó Crispin Goldreich con un
marcado acento de la clase alta inglesa que hedía a censura.
-Pues claro, tío, soy
el representante del TEC en este bolo. -Con su informal camisa de
color verde lima y los arrugados pantalones ocres de escalada, no
podía parecer más fuera de lugar en aquella mesa rodeada de
autoridades de primera fila. Tampoco ayudaba mucho que todavía
luciera su gran peinado afro; más de tres siglos de discusiones,
ruegos y burlas a las claras y Nigel no había conseguido
persuadirlo todavía para que se lo cortara. Era la única moda
humana que nunca, jamás, había vuelto a las pasarelas. Pero Ozzie
no perdía la esperanza.
-A mí no me miren
-dijo Nigel-. Yo solo soy el que gestiona el TEC; Ozzie es el
asesor técnico de este Consejo.
Ozzie le dedicó a
Crispin Goldreich una amplia sonrisa y le guiñó un ojo.
-Muy bien -dijo
Elaine Doi-. Si podemos empezar...
El gran portal
montado en la pared que presidía la mesa cobró vida con un
burbujeo, líneas de color mandarina y turquesa que se retrasaban a
toda velocidad hacia un punto central que iba desvaneciéndose, como
uno de los antiguos salvapantallas.
-Buenas tardes,
señoras y caballeros -dijo la Inteligencia Sensible con tono
suave-. Es un placer para nosotros asistir a lo que con toda
seguridad será una reunión histórica.
-Gracias -dijo la
vicepresidenta-. Muy bien, Brewster. Si tienes la bondad, por
favor.
El asesor científico
de la presidencia miró a todos los presentes en la mesa.
-En realidad, no hay
mucho que pueda añadir a las noticias dadas por la unisfera, salvo
confirmar que es real. A petición nuestra, el TEC ha abierto un
agujero de gusano de exploración en el espacio interestelar, más
allá de Tanyata y ha utilizado sus instrumentos para confirmar el
cerco.
-Nuestro equipo es
bastante más sofisticado que los telescopios utilizados por Dudley
Bose -dijo Nigel, que no hizo caso de la risita desdeñosa de
Thompson Burnelli-. Aun así, hay muy pocos datos puros disponibles.
El proceso entero tarda unos dos tercios de segundo. No creemos que
la barrera pueda ser un caparazón físico, debe de ser algún tipo de
campo de fuerza.
-¿Un campo que aísla
el espectro visual? -preguntó Lee Ki.
-Solo en lo que a
magnitud se refiere, esa tecnología está muy por encima de todo lo
que tenemos nosotros -dijo Brewster Kumar-. Ese puñetero trasto
tiene un diámetro de treinta UA. Yo ni siquiera esperaría que fuera
algo parecido a nuestros escudos de cadenas moleculares, ni
siquiera un campo cuántico.
-¿Hay alguna teoría
realista sobre lo que es esa barrera?
-Hay dos docenas en
cada departamento de física de todas las universidades de la
Federación. Pero no se trata de eso, lo interesante de verdad es lo
que hace. Es un emisor de infrarrojos, lo que significa que está
preservando el sistema solar que hay en el interior.
-¿Y cómo es eso? -le
preguntó Gabrielle Else.
-En esencia, no hay
acumulación de energía dentro de la barrera. Cuando la producción
electromagnética de la estrella choca contra la barrera, la
atraviesa y la barrera la emite en forma de calor. Si no fuera así,
si la barrera la retuviese, bueno, el efecto sería como si hubiese
una olla a presión allí dentro. Creemos que la barrera también
irradia el viento solar en forma de energía infrarroja, aunque a
esta distancia es difícil decirlo.
-En otras palabras
-dijo Nigel-. No sabemos quién puso esas barreras alrededor del Par
Dyson, pero siguen viviendo dentro tan tranquilos. Las condiciones
del interior no han cambiado.
-Lo que nos lleva a
la siguiente consideración -dijo Brewster Kumar-. ¿Esas barreras
las levantaron los alienígenas que viven en las estrellas o se las
impusieron? En ninguno de los casos sería demasiado positivo para
nosotros.
-¿Cómo puede ser
perjudicial para nosotros el aislacionismo? -preguntó Rafael
Columbia.
-En nuestra historia,
el aislacionismo, por tradición, es una actitud que se adopta en
épocas de hostilidad -dijo Nigel-. Una situación que debió de darse
en el Par Dyson cuando se produjo el cerco. Si fueron las
civilizaciones alienígenas de estos dos sistemas estelares las que
erigieron las barreras, tenemos que considerar la posibilidad de
que sus motivos fueran defensivos. En ese caso, el arma contra la
que se estaban protegiendo debía de ser temible. La alternativa es
igual de mala, que alguna otra especie alienígena los temiera tanto
que los quisiera encerrados. En cualquiera de los casos, bien
podría haber dos especies alienígenas por ahí, ambas con unas armas
y una tecnología tan superiores a las nuestras que lo mismo podrían
ser mágicas.
-Gracias, Sir Arturo
-murmuró Ozzie.
Nigel le sonrió a su
viejo amigo, dudaba que cualquiera de los presentes hubiera
entendido la referencia. Todos eran demasiado jóvenes, les faltaba
como mínimo un siglo para entenderlo.
-Creo que se equivoca
al asignarles motivos humanos -dijo Gabrielle Else-. ¿No podría ser
un simple caso de paren el mundo que yo me bajo? Después de todo,
los silfen son bastante insulares.
-¿Insulares dice?
-exclamó Rafael Columbia-. Están tan extendidos por la galaxia que
ni siquiera sabemos en cuántos planetas se han asentado.
-El propósito de este
Consejo es examinar el peor de los casos posibles -dijo la
vicepresidenta-. Y no cabe duda de que un cuadro hostil en la zona
es algo plausible.
-Hablando de los
silfen -dijo Ozzie-. ¿Por qué no les preguntamos lo que está
pasando por ahí abajo y ya está?
-Lo hemos hecho -dijo
la vicepresidenta-. Dicen que no lo saben muy bien.
-Coño, eso lo dicen
sobre todo. Les preguntas si mañana va a salir el sol y seguro que
se rascan el culo y te preguntan qué quieres decir con «mañana». No
se les puede preguntar directamente algo así. Son unos puñeteros
místicos y unos gandules, hay que perseguirlos y engañarlos para
que te den una respuesta.
-Sí, gracias, señor
Isaacs, soy consciente de ello. Entre nuestro personal tenemos un
buen número de personas especializadas en la cultura silfen, todas
las cuales están explorando esa vía con la máxima urgencia. Con un
poco de suerte, conseguirán persuadir a los silfen para que nos den
una respuesta más coherente. Hasta que eso ocurra, solo nos queda
confiar en nuestros propios medios. De ahí la necesidad de celebrar
esta reunión del Consejo.
Ozzie le lanzó una
mirada furiosa y después se acurrucó en la silla para enfurruñarse
a gusto.
-Yo no creo que una
agencia externa pudiera haberle impuesto la barrera a esas
estrellas -dijo Lee Ki-. No es lógico. Si temes tanto a alguien y
tienes la capacidad de encerrar estrellas enteras, no levantarías
una barrera permeable. La utilizarías como una olla a presión o
incluso algo peor. No, yo apuesto a que era defensiva. Algo muy
desagradable se dirigía hacia el Par Dyson y este decidió cerrarle
la puerta en la cara.
-En cuyo caso, ¿dónde
está ahora? -preguntó Thompson Burnelli.
-Exacto -dijo
Brewster Kumar.
-Ya no existe -dijo
Ozzie-. Y todos vosotros sois unos paranoicos.
-¿Tendría la bondad
de matizar eso? -dijo Thompson Burnelli sin inmutarse.
-Vamos, tío; el Par
Dyson está a más de doce mil años luz de Tanyata. Todo eso ocurrió
cuando el puto Imperio romano gobernaba la Tierra. La astronomía es
historia.
-Más bien por la
época de Genghis Khan que por la de los romanos -dijo Brewster
Kumar-. Y ninguna cultura tan poderosa y avanzada como la del Par
Dyson o la de su agresor va a desvanecerse en un único milenio.
Desde luego nosotros no lo hicimos, y todavía no nos acercamos ni
de lejos a ese nivel tecnológico. No podemos enterrar la cabeza en
la arena y esperar que todo esto hubiera desaparecido hace un
montón de años.
-Estoy de acuerdo
-dijo la vicepresidenta-. Tierra Lejana está a solo quinientos
cincuenta años luz del Par Dyson y en sus observaciones la barrera
sigue intacta.
-Otra información que
el TEC no ha hecho pública todavía -dijo Nigel-. También utilizamos
el agujero de gusano de exploración para rastrear el momento del
cerco de Dyson Beta. Por desgracia, nuestra primera suposición era
correcta.
Rafael Columbia
comenzó de repente a prestar más atención.
-¿Quiere decir que
son iguales?
-Sí. Como se ve desde
Tanyata, el Par tiene una distancia de separación lineal de dos
años luz. Abrimos un agujero de gusano dos años luz más cerca de
Beta tras dejar el lugar desde donde hicimos la observación del
cerco de Alfa. Vimos el cerco de Beta, que es idéntico al de Alfa.
Hay una diferencia de tres minutos entre uno y otro.
-Es defensivo -dijo
Eugene Cinzoul-. Tiene que serlo. Un agresor se acercó a una
civilización que habita dos sistemas estelares.
-Curiosa coincidencia
-dijo Ozzie.
-¿Cuál? -preguntó la
vicepresidenta.
-Algo agresivo e
inmensamente poderoso rodea a la única civilización de esa parte de
la galaxia que era lo bastante inteligente, si hablamos en términos
tecnológicos, para protegerse del enemigo. No me lo creo, tío. La
escala de tiempo galáctico no lo permite. Nosotros solo coexistimos
con los silfen porque ellos llevan existiendo millones de
años.
La vicepresidenta le
lanzó una mirada inquieta al portal de la IS.
-¿Cuál es su
interpretación de todo esto?
-El señor Isaacs
tiene razón cuando afirma que un conflicto así entre dos poderes
equilibrados es extremadamente improbable -dijo la IS -. Sabemos
las escasas posibilidades que hay de que evolucione la inteligencia
en un planeta capaz de contener vida y, como consecuencia, las
civilizaciones tecnológicas pocas veces coexisten en la misma
galaxia, aunque el Ángel Supremo es un caso excepcional. Sin
embargo, no se puede excluir la proposición solo por eso. También
compartimos la observación del señor Kumar, cualquier civilización
capaz de lograr semejante hazaña no desaparece con facilidad de la
galaxia.
-Puede evolucionar
-se apresuró a decir Ozzie-. Pueden desprenderse de todos sus
instintos primitivos. Después de todo, nosotros también dejamos
atrás mucha de nuestra mierda.
-También generan una
gran cantidad de «mierda» nueva -dijo la IS -. Toda la cual es
deprimentemente parecida a la «mierda» vieja. Y ninguna cultura
primitiva podría levantar esas barreras alrededor del Par Dyson.
Pero, una vez más, admitimos la observación. El mecanismo de la
barrera quizá no sea más que un antiguo artefacto que se ha quedado
ahí solo porque sus creadores han seguido adelante, sin más razón
que esa. Son infinitas las especulaciones que se pueden hacer a
partir de los datos que hemos recogido hasta el momento. Ninguna de
las cuales se puede clarificar mientras los datos sigan siendo tan
escasos y antiguos.
-¿Qué está
sugiriendo? -preguntó la vicepresidenta.
-Es obvio, ¿no le
parece? Este Consejo se creó para dar una respuesta a las amenazas
que se perciban contra la Federación. No se puede dar una respuesta
coherente al Par Dyson con los datos que tenemos disponibles en la
actualidad. Hay que obtener más información. Deben visitar el Par
Dyson para determinar su nivel actual, y la razón que se oculta
tras los cercos.
-El coste... -exclamó
la vicepresidenta. Después le lanzó a Nigel una mirada
culpable.
Sheldon hizo caso
omiso, la IS le había simplificado mucho las cosas.
-Sí, costaría mucho
llegar al Par Dyson por métodos convencionales -dijo-. Tendríamos
que localizar al menos siete planetas congruentes con la vida
humana entre la Federación y el Par Dyson, y después construir
generadores de agujeros de gusano de tamaño comercial en cada uno.
Llevaría décadas y no habría muchos beneficios económicos.
-La Secretaría de
Hacienda no puede permitirse subvencionar al TEC -dijo Crispin
Goldreich.
-Lo hicieron en el
caso de Tierra Lejana -dijo Nigel con suavidad-. Ese fue nuestro
último contacto con alienígenas.
-¡Una estación en
Medio Camino! -dijo el senador con pasión-. Y si acaso, eso me
convenció de que jamás deberíamos volver a hacer algo así. Tierra
Lejana ha sido una pérdida total de tiempo y esfuerzo.
Nigel contuvo el
impulso de hablar con franqueza. Los Halgarth tenían aliados
directos en la mesa, además de Rafael, y esa familia era la
principal beneficiaria de Tierra Lejana. Aunque, como ellos mismos
serían los primeros en admitir, no era que hubiera muchos
beneficios.
-Me gustaría proponer
algo un poco más práctico que agujeros de gusano consecutivos -dijo
Nigel. Todos los presentes lo miraron con expectación, incluido
Ozzie, lo que no dejaba de ser un logro. La expresión de interés de
la vicepresidenta se tensó ante aquella sencilla demostración de
auténtico poder político.
»Estoy de acuerdo por
completo con la IS, necesitamos saber con exactitud qué ha ocurrido
en el Par Dyson -continuó Nigel-. Y no podemos permitirnos ni el
coste ni el tiempo que supone construir una cadena de agujeros de
gusano que nos lleve hasta allí. Así que sugiero que, en su lugar,
construyamos una nave estelar.
La idea fue recibida
con varias sonrisas nerviosas. Ozzie solo se echó a reír.
-¿Se refiere a una
nave más rápida que la luz? -preguntó Brewster Kumar. Había una
nota de emoción en su voz-. ¿De veras podemos hacer eso?
-Pues claro. Es una
adaptación relativamente sencilla del actual sistema de generadores
de agujeros de gusano que tenemos; en lugar de un agujero de gusano
fijo y estable a través del que se viaja, se produce un agujero de
gusano permanente y ligero y se viaja en su interior.
-Ah, tío -dijo
Ozzie-. Qué bonito. Qué te parece, así que al fin han ganado los
cadetes del espacio. Apretamos el botón rojo y salimos disparados
al hiperespacio.
-No es el
hiperespacio -respondió Nigel, quizá demasiado deprisa-. Eso no es
más que un nombre que le dan los periódicos sensacionalistas a una
manipulación de la energía muy compleja, y lo sabes.
-Hiperespacio -dijo
Ozzie con satisfacción-. Fue para evitar eso para lo que
construimos nuestro agujero de gusano.
-Salvo en casos como
este, cuando tiene sentido -dijo Nigel-. Lo más seguro es que
podamos construir esa nave en menos de un año. Un equipo de
exploración de primera puede ir hasta allí, echar un vistazo y
decirnos lo que está pasando. Es rápido y barato.
-¿Barato? -interpuso
Crispin Goldreich.
-En general,
sí.
Las propuestas de
construcción de una nave estelar llevaban más de un siglo durmiendo
en los archivos personales de Nigel. Siempre había sido una simple
ilusión, algo que no había conseguido arrinconar del todo. Jamás
había conseguido olvidar (ni borrar) la sensación de admiración que
lo había invadido cuando había visto al Águila II salir volando con
elegancia del horizonte marciano para posarse en Arabia Terra.
Había algo noble en una nave espacial que viajaba por un vacío
inmenso y hostil, llevando con ellos la cúspide del espíritu
humano, todo lo que la raza tenía de bueno y digno. Y él quizá
fuera el último ser humano vivo que lo recordaba. No, se corrigió,
el último no.
-La corporación TEC y
el Tesoro Público de Augusta estarían dispuestos a financiar hasta
un treinta por ciento de los costes de equipamiento.
-A cambio de la
exclusividad -dijo Thompson Burnelli con tono mordaz. Nigel le
dedicó una sonrisa suave.
-Creo que ese
precedente se estableció durante la empresa de Tierra Lejana.
-Muy bien -dijo la
vicepresidenta-. A menos que haya una alternativa, vamos a votar la
propuesta. No había nadie en contra. Pero eso Nigel ya lo sabía,
hasta Burnelli levantó la mano para dar su aprobación. El Consejo
del Exoprotectorado no era más que el sello de aprobación para las
exploraciones del TEC y su estrategia de encuentros. Con la
bendición de Nigel, el TEC había comenzado el trabajo práctico del
diseño tres días antes. Todo lo que quedaba por hacer era
solucionar los miles de detalles interminables del proyecto, la
financiación y dirección. Detalles que todos delegarían en sus
ayudantes. Esa reunión era solo política.
-¿Así que va a
capitanear usted esta misión? -preguntó Rafael Columbia cuando se
levantaron para irse.
-No -dijo Nigel-. Por
mucho que me apeteciera, ese cargo requiere unas cualidades y una
experiencia que me temo que yo no poseo, ni siquiera rebuscando en
el depósito seguro de mi clínica de rejuvenecimiento. Pero conozco
al hombre que sí las tiene.
Oaktier fue uno de
los primeros planetas de la fase uno, colonizado en el 2089. Su
longevidad había producido una economía de primera clase que
funcionaba sin contratiempos en conjunción con un legado cultural
tan rico como impresionante. Los rascacielos de cristal y las
condopirámides de mármol que formaban el centro de la capital,
Ciudad Lago Oscuro, se lo dejaban patente a cualquier observador de
Seattle recién llegado a la estación planetaria del TEC.
La mayor parte de los
colonos habían llegado de Canadá y Hong Kong, con una agradable
proporción de residentes de Seattle uniéndose a ellos después. Por
tanto, las influencias del planeta era ilustres y variadas,
tendencias ultramodernas que compartían espacio con tradiciones
antiguas mantenidas con esmero. Con aquellas raíces, la formalidad
y el trabajo duro se habían ido filtrando a lo largo de los siglos
en el genoma de la población. Como pueblo, prosperaron y se
expandieron; doscientos cuarenta años después de la colonización,
la población superaba ya los mil millones y se extendía por ocho
continentes. La inmensa mayoría trabajaba con diligencia y vivía
bien.
Con el legado de
Seattle ejerciendo, quizá, cierto peso en la decisión, Ciudad Lago
Oscuro se había establecido en una zona de colinas por debajo del
trópico. Con sus laderas de suelo fértil, el calor constante y agua
en abundancia procedente de ríos y lagos, la zona era perfecta para
el cultivo de café. La orilla del lago que conformaba el borde
sureste de la ciudad se extendía a lo largo de treinta y cinco
kilómetros e incorporaba puertos deportivos, parques municipales,
edificios de apartamentos de lujo, astilleros, centros de ocio y
muelles comerciales. Por la noche era un arco iris de neón
estridente, de colores y anuncios holográficos que cubrían las
calles como nubes de tormenta luminiscentes mientras los edificios
competían entre sí por enfatizar sus rasgos con energía fotónica
pura. Los bares, los restaurantes y los clubes utilizaban la
música, los espectáculos en vivo y los emisores semilegales de
cosquilleos de placer para atraer a los amantes de la fiesta y
sacarlos de las calles.
Unos cuarenta años
antes de que Dudley Bose hiciera su vital descubrimiento, la noche
que debían asesinarla, Tara Jennifer Shaheef podía verlo todo
desplegado a sus pies desde el balcón del salón del apartamento que
tenía en la planta vigésimo quinta de un edificio del centro de la
ciudad. La costa era como el borde resplandeciente de la galaxia y
se hundía en una negrura absoluta algo más allá. Allí era donde
terminaba la vida y la civilización. Lo único que había allí era
unos cuantos cruceros centelleantes que se deslizaban por las aguas
profundas como grupos de estrellas solitarias perdidas en la
profundidad de la noche.
Una suave brisa
nocturna le agitó el cabello y la bata, y la mujer se apoyó en la
barandilla del balcón. Había un aroma azucarado a flores en el aire
que ella saboreó al inhalar. Oaktier había prohibido mucho tiempo
atrás los motores de combustión y las centrales de energía fósil;
los políticos locales se jactaban de que su atmósfera era más
limpia que la de la Tierra. Así que la mujer respiró con gesto
satisfecho. No se oía ni un solo ruido. Aquella altura la aislaba
del zumbido sordo de los vehículos eléctricos que pasaban por las
calles y la ajetreada costa estaba a tres kilómetros de distancia,
demasiado lejos para que le llegara su estrépito.
Si giraba la cabeza
hacia la izquierda, podía ver la red brillante de luces urbanas que
se adentraba en las colinas. Una luz pálida arrojada por la curva
azul grisácea de la luna baja de Oaktier era, apenas, lo bastante
intensa como para revelar tras ella las montañas que formaban un
muro bajo que cruzaba el cielo nocturno. Durante el día se veían
las largas filas de terrazas que dividían las laderas y donde
crecían las plantas del café. Plantaciones con sus casas blancas
acurrucadas en exuberantes arboledas, apartadas de las estrechas
carreteras que serpenteaban hasta las cumbres.
Dos rejuvenecimientos
antes, Tara había hecho allí su vida, lejos del frenesí de la
existencia urbana. A veces soñaba con volver atrás, regresar al
campo y llevar una existencia más tranquila, menos acelerada. Una
existencia lejos de su intenso y dinámico marido, Morton. Después
de un par de rejuvenecimientos más, probablemente lo hiciera,
aunque solo fuera para recargar las pilas. Pero todavía no, aún
disfrutaba con la vida rápida de la ciudad.
Volvió a entrar en el
apartamento y las puertas del balcón se cerraron tras ella. Sus
pies descalzos recorrieron sin ruido el suelo duro de teca, hasta
el baño.
En el sótano de la
torre de apartamentos, su asesino entró en el cuarto del
transformador. Quitó la tapa de uno de los armarios de las matrices
que gestionaban el edificio y sacó una matriz de mano del bolsillo.
La unidad extendió un trozo de cable de fibra óptica con un enchufe
estándar en forma de uve en un extremo que el hombre conectó a la
toma de corriente de mantenimiento que había quedado expuesta en el
armario. Se descargaron varios programas nuevos que enseguida se
adentraron e invadieron los programas existentes. Una vez hecho
eso, el hombre lo desenchufó todo y volvió a colocar la tapa con la
llave adecuada.
El suelo y las
paredes del baño de Tara Jennifer Shaheef estaba decorado con
grandes losas de mármol marrones, mientras que el techo era un
único espejo gigante. La iluminación oculta que rodeaba el borde de
la bañera arrojaba un cálido fulgor rosado por toda la habitación,
con un parpadeo que imitaba a la luz de las velas. La bañera era un
gran trasto hundido en el que cabían dos personas, Tara la había
llenado hasta el borde y le había echado una amplia variedad de
sales. Cuando se metió, se conectaron los grifos de espato y
empezaron a agitar el agua contra su piel. La mujer se hundió en el
asiento esculpido y posó la cabeza en el cojín. Su mayordomo
electrónico le pidió un poco de música a la matriz de la casa. Tara
escuchó la melodía sumida en un agradable sopor.
Morton iba a pasar
una semana fuera, en Talansee, al otro lado del planeta, para
asistir a una conferencia con un grupo urbanístico con el que
estaba intentando negociar un contrato. AquaState, la compañía que
habían levantado juntos, fabricaba hojas semiorgánicas de
extracción de humedad que podían proporcionar agua a los edificios
más remotos y por fin empezaba a despegar. Morton estaba impaciente
por capitalizar su creciente éxito y sacar la compañía a bolsa, lo
que les proporcionaría una inmensa cantidad de dinero que les
permitiría seguir expandiéndose. Pero esa devoción al trabajo
significaba que durante siete días enteros su mujer no tendría que
inventarse excusa alguna sobre dónde había estado o qué había
estado haciendo. Podía pasarse todo el tiempo con Wyobie Cotal, un
joven delicioso que se había procurado. Le gustaba sobre todo por
lo que le hacía en la cama, pero también recorrían la ciudad y
disfrutaban de sus lugares y eventos. Eso era lo que convertía
aquella aventura en algo tan especial. Wyobie le prestaba atención
a todas esas cosas que Morton o bien pasaba por alto o
sencillamente había olvidado en su eterna obsesión por el progreso
de la compañía de ambos. Esos siete días iban a ser un respiro
maravilloso, estaba decidida. Y quizá después... Después de todo,
llevaban casados trece años. ¿Qué más quería Morton? Al final, los
matrimonios siempre se anquilosaban. Te dabas un apretón de manos y
seguías adelante.
Su asesino cruzó el
vestíbulo de la planta baja y su mayordomo electrónico pidió que un
ascensor lo llevara al piso veinticinco. Se quedó debajo del
discreto sensor de seguridad que había sobre las puertas mientras
esperaba. No le importaba. Después de todo, la que llevaba no era
su cara.
Tara seguía
deliberando sobre lo que iba a ponerse esa noche cuando el
inolvidable y poderoso coro de la orquesta se desvaneció de
repente. Las luces del baño se apagaron. Los chorros de espato se
cerraron y Tara abrió los ojos resentida. Un corte de luz era lo
más aburrido del mundo. Se suponía que el apartamento era inmune a
ese tipo de cosas, pensó. Desde luego no le había pasado
jamás.
Después de unos
segundos las luces todavía no habían vuelto. Le dijo a su mayordomo
electrónico que le preguntara a la matriz de la casa qué estaba
pasando. El aparato le dijo que no conseguía obtener respuesta, no
parecía funcionar nada. Frunció el ceño, molesta. Eso sí que no era
posible, para eso había copias de seguridad y sistemas
duplicados.
Esperó un rato más.
La bañera era un lugar muy tranquilo y ella quería que esa noche su
piel estuviera perfecta para su amante. Pero por mucho que lo
deseara y maldijera, la luz siguió sin volver. Al final se puso en
pie con cierto esfuerzo y salió del agua. Fue entonces cuando se
dio cuenta de lo oscuro que era el apartamento. Ni siquiera veía la
mano que tenía delante. Utilizó la irritación para ahogar cualquier
brote de preocupación auténtica y decidió no buscar a tientas una
toalla. En lugar de eso, salió con cuidado al pasillo. Por lo menos
allí había un reflejo de luz. Salía del amplio arco que llevaba al
salón.
Tara atravesó a toda
prisa la gran habitación, solo ligeramente preocupada por el efecto
que pudieran tener sus pies empapados sobre el suelo de madera. La
luz de la ciudad iluminada entraba por las ventanas del balcón. Le
daba a la habitación un ambiente oscuro y monocromo. Apretó los
labios, molesta, al ver el parpadeo de todas aquellas luces. El
suyo era el único apartamento que parecía estar sufriendo el
apagón.
Algo se movió en el
pasillo. Grande. Silencioso. Tara se dio la vuelta.
-Qué...
El asesino disparó un
haz paralizante con la pistola adaptada. Durante un segundo, todos
los músculos del cuerpo de Tara se bloquearon por completo. El haz
sobrecargó la mayor parte de las conexiones neuronales de su
cerebro y la muerte fue instantánea. La mujer no sintió nada. Los
músculos se relajaron y el cadáver se derrumbó.
El hombre se acercó y
la miró un momento. Después sacó un pulsador electromagnético y se
lo colocó en la nuca, donde se encontraba el implante de memoria.
El aparato se descargó. El asesino lo disparó otras tres veces para
asegurarse de que el implante quedaba totalmente rayado y era
imposible de arreglar. Por muy bueno que fuera el clon que
produjera el proceso de renacimiento, la última parte de la vida de
Tara Jennifer Shaheef se había perdido para siempre.
El mayordomo
electrónico del asesino le envió una orden a la matriz del
apartamento, que volvió a encender las luces. El hombre se sentó en
el gran sofá, delante de la puerta, y esperó.
Wyobie Cotal llegó
cuarenta y seis minutos más tarde. Cuando entró en el salón había
una sonrisa de anticipación un tanto engreída en el rostro de aquel
joven que todavía disfrutaba de su primera vida. Una expresión que
se convirtió en otra de absoluta conmoción cuando vio el cuerpo
desnudo en el suelo. Apenas había advertido la presencia del hombre
sentado en el sofá de enfrente cuando la pistola paralizante volvió
a disparar.
El asesino repitió el
procedimiento con el pulsador electromagnético y borró los
recuerdos duplicados de los últimos meses de la vida de Wyobie
Cotal almacenados con tanto cuidado en el implante de su célula de
memoria. Después entró en el cuarto de invitados y sacó tres
maletas grandes y un gran baúl del armario donde estaban guardados.
Para cuando los metió en el dormitorio principal ya habían llegado
tres carritos robot de la zona de carga de la torre, con varias
cajas de embalaje de plástico.
La primera tarea del
asesino fue meter los cuerpos en las dos cajas más grandes y
sellarlas. Después se pasó las dos horas y media siguientes
recogiendo todos los objetos de Tara que había en el apartamento y
llenando poco a poco las cajas restantes con ellos. La ropa la
metió en las maletas y en el baúl.
Cuando terminó, los
carritos cargaron otra vez las cajas y se las llevaron por el
ascensor de servicio hasta la zona de carga, donde aguardaban dos
camiones de alquiler. Las cajas que contenían los cuerpos entraron
en un camión mientras que todo lo demás fue a parar al otro.
Arriba, el asesino
vació la bañera y luego les ordenó a las doncellas robot que le
hicieran al apartamento una limpieza de primera clase. Dejó a las
maquinitas muy atareadas, fregando suelos y paredes, quitando
suciedad y polvo, y de camino a la puerta fue apagando todas y cada
una de las luces.