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    Adam Elvin salió de la estación planetaria del TEC en Tokat, la capital de Velaines. Se tomó su tiempo para pasar por los sensores empotrados en las columnas estriadas de mármol que revestían la explanada. Si lo iban a arrestar, prefería que lo hicieran en ese momento, antes de que quedara expuesto el resto de la misión.
    El ciudadano medio de la Federación no tenía ni idea de que existía ese tipo de sistemas de vigilancia. Adam llevaba la mayor parte de su vida adulta enfrentándose a ellos. El TEC, comprensiblemente paranoico con el sabotaje, los utilizaba para controlar a todo aquel que usara sus instalaciones. Las grandes matrices procesadoras de los sensores iban cargadas con programas de reconocimiento visual de características que comparaban a cada pasajero con una larga lista de reincidentes conocidos o sospechosos.
    Adam había utilizado el perfilamiento celular para cambiar su aspecto (incluyendo la altura) más veces de las que quería recordar; al menos una vez al año, y con frecuencia dos y hasta tres. El tratamiento no podía curar el proceso de envejecimiento que estaba empezando a escarcharle las articulaciones y los órganos, pero sí que eliminaba el tejido cicatrizal, del que él había ido adquiriendo a lo largo de las décadas una cantidad nada desdeñable. También le daba la oportunidad de elegir entre un amplio abanico de rasgos. Siempre había tenido la sensación de que intentar disimular sus setenta y cinco años era una vanidad absurda. Era patético ver a una persona anciana luciendo el rostro de un adolescente. El resto del cuerpo los delataba, demasiado voluminoso, demasiado lento. En seguida se distinguía en ellos a los perdedores que eran; demasiado pobres para permitirse el rejuvenecimiento, se sumergían en la fantasía barata de una juventud superficial.
    Llegó a la parada del exterior de la terminal de pasajeros de la estación y utilizó a su mayordomo electrónico para pedir un taxi. No había saltado ninguna alarma. O al menos nada detectable, se dijo. Cuando te enfrentabas a aquella mujer, nunca se sabía. Era muy lista y a medida que pasaban los años se iba acercando cada vez más. Si le había preparado una trampa en Velaines, no iba a saltar ese día, el instante que él hubiera preferido.
    De momento era libre de continuar con su misión. Era una persona nueva, un desconocido para la Federación. Según su expediente de ciudadanía, se llamaba Huw North, nativo de Pelcan, un hombre de sesenta y siete años en su primera vida, empleado de la compañía de ingeniería Bournewell. De aspecto era un hombre grueso, demasiado grueso, dado lo en serio que se tomaban su salud los ciudadanos de la Federación en aquellos tiempos; pesaba alrededor de ciento quince kilos. Todo ello acompañado de un rostro redondo y caído que sudaba mucho. El cabello cano y ralo lo llevaba peinado sobre la frente, con un estilo más bien pasado de moda. Vestía una gabardina marrón y ancha con grandes solapas. La llevaba abierta por delante, dejando entrever un arrugado traje gris, un hombre grande con una vida pequeña, alguien al que nadie prestaba atención. El perfilamiento celular era un tratamiento cosmético para pobres y vanidosos, no un método para añadir grasa y darle a la piel un tono pálido y pastoso. Como método de distracción, nunca fallaba.
    Lo que significaba que quizá había llegado el momento de ir cambiándolo, pensó Adam mientras metía su descomunal volumen en el taxi que lo llevó al hotel Westpool. Se registró y pagó dos semanas por adelantado. Su habitación era una doble en el octavo piso, con las ventanas selladas y el aire acondicionado demasiado alto. Cosa que odiaba, tenía el sueño ligero y el ruido del aire acondicionado lo mantendría despierto durante horas. Como siempre.
    Sacó toda la ropa de la maleta y luego cogió la pequeña bandolera que contenía su equipo de emergencia, dos mudas de ropa, una de las cuales era varias tallas más pequeña, un botiquín, dinero en metálico, un billete de ida y vuelta del TEC entre Edenburg y Velaines con la sección de ida ya usada, un par de matrices de mano muy sofisticadas que contenían unos cuantos programas bien protegidos para provocar el caos, y una pistola paralizante de iones, un arma legal con una ampliación oculta que le permitía disparar una ráfaga letal a corta distancia.
    Una hora más tarde, Adam dejó el hotel y caminó cinco manzanas bajo el cálido sol vespertino, quería familiarizarse con la capital. El tráfico que subía y bajaba por las amplias calles era muy denso, los taxis y las furgonetas comerciales dominaban todos los carriles. Observó que ninguno utilizaba motores de combustión, todos iban impulsados por baterías superconductoras. Esa parte de la ciudad seguía siendo respetable, cerca de los distritos comerciales y financieros del centro, aunque quince manzanas más allá la calidad de los edificios se iba deteriorando de forma apreciable. A su alrededor se encontró con tiendas y oficinas, junto con algunas pequeñas calles laterales de apartamentos adosados, ninguno de los cuales superaba los cuatro o cinco pisos de altura. Edificios públicos construidos en un estilo ruso imperial tardío bordeaban las pulcras plazas. A lo lejos, siguiendo las calles rectas y perfectas, se veían las torres que marcaban el corazón de la ciudad. Cada pocas manzanas, Adam pasaba por debajo de las vías elevadas que serpenteaban por la red de calles de la ciudad, gruesas arterias de hormigón sobre puntales elevados por las que entraban y salían de la estación planetaria las líneas principales de ferrocarril.
    Velaines pertenecía a la fase uno y solo estaba a unos cincuenta años luz de la Tierra. La colonización había comenzado en el 2090 y desde entonces su economía e industria había madurado siendo un modelo digno de seguir. En esos momentos tenía una población de más de dos mil millones de personas con un nivel de vida proporcionalmente alto, la clase de mundo en el que aspiraban a convertirse los planetas de las fases dos y tres. Dada su larga historia, era inevitable que algunas hebras de decadencia se colaran en su sociedad. En el acelerado modelo de economía de mercado capitalista que seguía Velaines, no todo el mundo podía enriquecerse lo suficiente como para disfrutar de múltiples rejuvenecimientos y las zonas en las que vivían reflejaban su estado financiero; las superficies de las calles estaban agrietadas y eran irregulares, mientras que la eficiente red urbana de tranvías que les daba servicio tenía menos paradas de lo habitual y utilizaba vagones antiguos. Allí era donde se instalaba la verdadera podredumbre, la desesperación y los callejones sin salida, donde se desperdiciaban las vidas humanas y se sacrificaban en el altar del dios de la economía. Era escandaloso que en aquellos tiempos pasara algo así. Ese era justo el entorno que Adam se había comprometido a erradicar mucho tiempo atrás y también el lugar que más necesitaba para llevar a cabo sus demás actividades.
    Encontró un hotel A+A al final de la calle 53 y se registró allí utilizando su identidad de Quentin Kelleher. El A+A era una franquicia de hoteles baratos totalmente automatizados en los que el gerente era también el jefe de mantenimiento. La matriz de recepción aceptó la transferencia de la cuenta de dólares de Augusta que le proporcionó su tatuaje de crédito y le dio un código para la habitación 421: un sencillo cuadrado de tres por tres con un hueco para la ducha y el aseo, y un mecanismo dispensador. Había una cama con colchón de gel, una silla y un estante plegable. Sin embargo, la habitación estaba en la esquina del edificio, lo que significaba que tenía dos ventanas.
    Le pidió a la pequeña matriz del dispensador un saco de dormir, tres comidas envasadas, dos litros de agua embotellada y un neceser, y que lo apuntara todo en su cuenta. El mecanismo zumbó con suavidad un minuto después y los objetos aparecieron en la rejilla. Después de eso puso una de sus matrices de mano en modo centinela y la dejó examinando la habitación. Si entraba alguien, se lo notificaría a su mayordomo electrónico de inmediato con un mensaje codificado de una dirección de un solo uso de la unisfera. Pero no había muchas probabilidades de que ocurriera. Velaines se enorgullecía de su índice de criminalidad relativamente bajo y, además, cualquiera que se alojase en un A+A no tendría nada de valor. A él con eso le bastaba.
    Esa tarde Adam cogió un tranvía que cruzó la ciudad y lo llevó a otro distrito bastante desvencijado. Entre las tiendas cerradas y los bares abiertos encontró una puerta con un pequeño cartel encima:
    Partido Socialista Intersolar Velaines, capítulo 7
    Su mayordomo electrónico le dio a la puerta el código de miembro del partido de Huw North y el cerrojo zumbó. El interior era lo que se esperaba, en general, un tramo de escaleras de madera que subían al piso de arriba, a un par de salas con unas ventanas altas que alguien había tapado con tablones mucho tiempo atrás. En una de las habitaciones había un bar que servía cerveza barata de microfábricas y unos licores de aspecto letal en botellas de cerámica. Un portal de juegos ocupaba la mayor parte de la segunda habitación, con sillas para los espectadores apiladas junto a las paredes.
    Había varios hombres sentados junto a la barra, en taburetes. Se quedaron callados cuando se acercó Adam. Nadie que llevara un traje, aunque fuera tan barato como el suyo, tenía sitio en aquella habitación.
    -Cerveza, por favor -le dijo Adam al barman. Puso un par de dólares terrestres en el mostrador, una moneda que se aceptaba sin hacer preguntas en la mayor parte de los mundos.
    Colocaron la botella delante de él. Todo el mundo lo observó cuando tomó un trago.
    -No está mal. -Adam incluso se las arregló para no perder la compostura. Comprendía que un club socialista no les comprara a las grandes corporaciones cerveceras, pero seguro que podían encontrar alguna más pequeña que produjera cerveza que se pudiera beber.
    -¿Nuevo en la ciudad, camarada? -preguntó el barman.
    -Acabo de llegar.
    -¿Se queda mucho tiempo?
    -Una temporada, sí. Estoy buscando a un camarada llamado Murphy, Nigel Murphy.
    El hombre que estaba al otro extremo de la barra se levantó.
    -Pues ese soy yo. -Era delgado, más alto que Adam, con una cara estrecha a la que no le costaba expresar suspicacia. Adam supuso que estaba en su primera vida, estaba casi calvo por completo, con una simple tonsura de cabello cano y ralo. La ropa que vestía eran la de cualquier trabajador: vaqueros, camisa de cuadros y un forro polar abierto por delante con un gorro de lana metido en uno de los bolsillos. Lo llevaba todo manchado, como si hubiera llegado directamente de la fábrica o el taller. Pero el modo que tuvo de mirar a Adam, la forma de medirlo con una sola mirada, lo distinguía como el líder que era.
    -Huw North -dijo Adam cuando se estrecharon la mano-. Uno de mis colegas pasó por aquí la semana pasada.
    -No sé si me acuerdo -dijo Nigel Murphy.
    -Dijo que usted era el hombre con el que debía hablar.
    -Eso depende del tema... camarada.
    Adam contuvo un suspiro. A lo largo de los años había soportado aquel mismo ritual muchas veces. A esas alturas ya debería saber cómo burlar las chorradas de siempre e ir directamente al grano. Pero era inevitable, siempre tenía que pasar por lo mismo. El tipo del barrio tenía que demostrar quién mandaba allí porque sus amigos estaban delante.
    -Hay unos cuantos temas -dijo Adam-. ¿Puedo invitarlo a una copa?
    -Es usted muy generoso, camarada -dijo uno de los que estaban sentados detrás de Nigel Murphy-. ¿Qué pasa? ¿Que tiene mucho dinero? ¿Se cree que puede comprar nuestra amistad?
    Adam le dedicó una sonrisa fría al parroquiano.
    -No quiero su amistad y desde luego ustedes no quieren ser amigos míos.
    El hombre les sonrió a sus amigos, aparentaba unos treinta y tantos años, con esa temeridad que sugería que esa era su edad real, que aquella era su primera vida.
    -¿Y eso?
    -¿Quién es usted?
    -Sabbah. ¿Y a usted qué le importa?
    -Bueno, Sabbah. Si fuera amigo mío, lo acecharían por toda la Federación y cuando lo atraparan, moriría. De forma permanente.
    Ya no sonreía ninguno de los presentes en el bar. Adam se alegró de contar con el pequeño y pesado bulto que le deformaba la americana, producido por la pistola de iones.
    -¿Alguno de ustedes recuerda el 21 de noviembre de 2344? -Adam miró a su alrededor con expresión desafiante.
    -Estación de Abadan -dijo Nigel Murphy en voz baja.
    -¿Fue usted? -preguntó Sabbah.
    -Digamos solo que andaba por allí en aquel momento.
    -Cuatrocientos ochenta muertos -dijo Murphy-. Una tercera parte de los cuales fueron muertes totales. Niños que eran demasiado pequeños para tener implantes de células de memoria.
    -El tren se retrasó -dijo Adam. Se le secó la garganta al recordar los acontecimientos. Todavía los veía con una claridad terrible. Jamás se había sometido a una revisión de memoria, jamás había optado por el camino fácil. Vive con las consecuencias de tus actos. Así que cada noche soñaba con la explosión y el descarrilamiento justo delante de la salida, vagones que se desplomaban sobre los cruces y las vías paralelas en la zona más concurrida de la estación. Quince trenes sacudidos, volcados, trenes que se estrellaron, estallaron y explotaron, trenes que vomitaron sus piezas radiactivas. Y cuerpos-. Estaba en la parte que no debía de las vías en el momento más inoportuno. Mi capítulo iba a por el tren del grano de Kilburn.
    -¿Querían impedir que la gente comiera? -preguntó Sabbah con desdén.
    -¿Qué es esto, un garito o un capítulo socialista? ¿Es que no sabe nada del partido al que apoya? ¿La razón por la que existimos? Hay ciertos tipos de trenes de grano que están especialmente diseñados para atravesar salidas con extremos nulos. El TEC no le habla a la gente de esos trenes, del mismo modo que no dice nada sobre los extremos nulos. La compañía se gastó millones en el diseño de vagones que pudieran funcionar en caída libre y en el vacío. Millones de dólares para desarrollar una maquinaria cuyo único trabajo es tirar su contenido al espacio. Atraviesan una salida con un extremo nulo, sobre una vía que pende ahí, sin más, en medio del espacio interestelar. Nadie sabe dónde. No importa, solo existen para que podamos tirar sin riesgos cualquier cosa que sea dañina, lejos de los planetas congruentes con la vida humana. Así que mandan los trenes con sus vagones especiales y abren las escotillas para expulsar el contenido. Salvo que no hay nada que represente un peligro físico en ese grano. No son más que decenas de toneladas de grano en perfecto estado que se lanza al vacío. Hay otro ingenioso mecanismo incorporado a los vagones para asegurarse de que se cae. En caída libre, el grano se queda allí, sin hacer nada, hay que empujarlo por la fuerza. ¿Y saben por qué lo hacen?
    -El mercado -dijo Nigel Murphy con un toque de hastío.
    -Exacto, maldita sea, el mercado. Si se produce un exceso de alimentos, los precios bajan. El comercio de materias primas no puede permitirlo, porque así no sacan el beneficio suficiente para pagar la apuesta que han hecho con el trabajo de otros, así que el mercado exige que haya menos alimentos para repartir. Los trenes del grano atraviesan las salidas con extremos nulos y el pueblo paga precios más altos por una comida básica. Algo le pasa a una sociedad que permite algo así. Y el grano no es más que una parte diminuta del abuso al que está sometido el pueblo gracias a la economía de mercado capitalista. -Adam se quedó mirando con dureza a Sabbah, sabía que, una vez más, estaba yendo demasiado lejos, dándole demasiada importancia a su propio compromiso. Le daba igual, a eso era a lo que había consagrado su vida; incluso en ese momento, a pesar de todas sus demás prioridades, la gran causa humana seguía siendo lo que lo impulsaba en realidad-. Por eso me uní a este partido, para poner fin a esa clase de monstruosa injusticia. Por eso le he dedicado mi vida a este partido. Y por eso moriré, una muerte total, siendo miembro de este partido. Porque creo que la raza humana se merece algo mejor que esos cabrones de plutócratas que nos dirigen como si fuéramos una especie de feudo privado. ¿Y usted, joven? ¿En qué cree usted?
    -Gracias por aclarárnoslo -dijo Nigel Murphy a toda prisa mientras se interponía entre Adam y Sabbah-. Todos los que estamos aquí somos buenos miembros del partido, Huw. Quizá nos hayamos afiliado por razones diferentes, pero todos tenemos los mismos objetivos. -Les hizo un gesto a Sabbah y a los otros para que se quedaran en la barra y con el otro brazo apretó un poco el hombro de Adam y se lo llevó hacia una puerta pequeña-. Vamos a hablar.
    La habitación de atrás se utilizaba para almacenar barriles de cerveza y los demás cachivaches que va generando un bar a lo largo de los años. Habían clavado al techo una única banda polifotónica que proporcionaba la única iluminación del lugar. Cuando se cerró la puerta, el mayordomo electrónico de Adam le informó que habían cortado su acceso a la ciberesfera.
    -Tendrá que disculparnos -dijo Nigel Murphy cuando sacaron un par de barriles de cerveza vacíos para sentarse-. Los camaradas no están acostumbrados a tener caras nuevas por aquí.
    -¿Quiere decir que el partido es una causa perdida en Velaines?
    Nigel Murphy asintió de mala gana.
    -Por lo menos es lo que parece algunos días. Ahora apenas arañamos un dos por ciento en las elecciones y muchos de esos votos son solo votos de castigo contra los partidos principales. Cualquier medida que tomemos contra las compañías es... No sé. ¿Pueril? Es como si estuviéramos golpeando un planeta con un martillo de goma, no provocamos ningún daño. Y siempre se corre el riesgo de cometer otro error como el de Abadan. Después de todo, el socialismo no pretende matar a la gente. Se supone que se trata de alcanzar la justicia.
    -Lo sé. Es duro, créame. Yo llevo trabajando para la causa mucho más tiempo que usted. Pero hay que creer que algún día todo esto va a cambiar. La Federación de hoy está basada en la pura expansión imperialista. Siempre es el momento más favorable para la economía de mercado porque siempre se están abriendo nuevos mercados. Pero eso se va a terminar. La expansión de la tercera fase no es tan rápida ni tan agresiva como lo fueron la primera y la segunda, en absoluto. El proceso entero se está ralentizando. Al final esta locura terminará deteniéndose y podremos empezar a concentrar nuestros recursos en un auténtico crecimiento social en lugar de físico.
    -Esperemos. -Nigel Murphy levantó la botella de cerveza-. Bueno, ¿qué puedo hacer por usted?
    -Necesito hablar con algunas personas. Quiero comprar armamento.
    -¿Todavía se dedica a reventar trenes de grano?
    -Sí. -Adam forzó una sonrisa-. Todavía reventando trenes de grano. ¿Puede organizármelo?
    -Puedo intentarlo. Yo también he comprado unas cuantas piezas pequeñas a lo largo de los años.
    -No estoy buscando piezas pequeñas.
    -La traficante que uso quizá pueda ayudarle. Se lo preguntaré.
    -Gracias.
    -¿De qué clase de equipo estamos hablando, con exactitud?
    Adam le entregó una copia impresa de la lista.
    -El trato es este, puede añadir cualquier cosa que necesite este capítulo hasta alcanzar un diez por ciento del precio total. Piense en ello como una especie de comisión.
    -Este equipo no es ninguna tontería.
    -Represento a un capítulo que no se anda con tonterías.
    -De acuerdo. -Nigel Murphy seguía sin conseguir hacer desaparecer la expresión inquieta de su rostro mientras leía la lista-. Déme el código de acceso de su mayordomo electrónico. Le llamaré cuando haya organizado la reunión.
    -Bien. Una cosa, ¿se ha afiliado algún miembro nuevo hace poco? ¿En el último par de meses o así?
    -No. Por desgracia hace ya nueve meses que no se afilia nadie. Ya se lo he dicho, no estamos de moda en estos momentos. Vamos a montar otra campaña de reclutamiento en los sindicatos. Pero para eso todavía faltan semanas. ¿Por qué?
    -Una simple comprobación.
    Sabbah se odiaba por lo que estaba haciendo. Era obvio que el camarada tenía buenas conexiones dentro del partido, muy probablemente en el cuadro ejecutivo. Lo que significaba que creía de verdad en lo que estaba haciendo, sobre todo si decía la verdad sobre el tren del grano.
    No era que Sabbah no creyera en su causa, para nada. No soportaba el modo en el que a todos los demás parecían irles las cosas mejor que a él, que el ambiente en el que había nacido y crecido lo hubiera condenado a una sola vida y encima mal vivida. La forma en que estaba estructurada la sociedad le impedía mejorar. Eso era lo que le había atraído en un principio de los socialistas, que trabajaran para cambiar las cosas, para que las personas como él tuvieran la oportunidad de tener una vida decente en un mundo global.
    Todo lo cual no hacía más que empeorar las cosas. El camarada estaba trabajando de forma activa para acabar con las compañías y el estado plutocrático que las apoyaba. Que era mucho más de lo que parecía hacer Sabbah. Lo único que hacía el séptimo capítulo era celebrar reuniones interminables en las que discutían entre sí durante lo que parecían horas. Y luego estaban las salidas para solicitar votos, pasarse días soportando que te injuriaran, te insultaran y te trataran con un desprecio absoluto las mismas personas a las que estaban intentando ayudar. Y, por supuesto, las manifestaciones delante de las oficinas de las compañías y las fábricas, emboscando a los políticos. Sabbah había perdido la cuenta de las veces en las que se había encontrado con el extremo, un extremo muy doloroso por cierto, del látigo de descargas de un policía. Solo seguía yendo por el resto del capítulo. Fuera de él ya no le quedaban muchos amigos.
    Pero es que no le quedaba más remedio. No le había dado elección.
    Había conocido a aquella mujer nueve años atrás. El trabajo de esa noche era tan fácil que habría sido un crimen no hacerlo. Había acompañado a un par de viejos colegas que conocía de sus años de pandillero, cuando entre todos habían sacado un camión de la academia del correccional para recorrer las calles. Un camión de reparto que hacía el servicio nocturno entre la estación planetaria del TEC y varios almacenes de mayoristas de la ciudad. Llevaba cajas de electrodomésticos procedentes de Augusta, todo de gran calidad. Y la camioneta era vieja, la alarma era de chiste.
    Gracias a un programa provocador de caos bastante decente comprado a un contacto se las habían arreglado para interceptar la furgoneta y llevarse la carga limpia en menos de diez minutos. Sabbah incluso se llevó un par de robots doncella con él cuando se fue a casa, además de la tajada que le correspondía.
    La mujer lo estaba esperando cuando atravesó la puerta; una mujer madura con unos rasgos levemente asiáticos, el cabello lo llevaba por los hombros y era de color negro con algunas hebras grises, vestía un elegante traje de chaqueta. Sentada en su salón, parecía estar más cómoda en aquel lóbrego apartamento de dos habitaciones de lo que lo había estado él jamás.
    -Ahora puedes elegir -le dijo cuando a él se le abrió la boca de la sorpresa-. O bien te disparo en legítima defensa, porque estabas asaltando a una funcionaria del gobierno en el cumplimiento de su deber, o bien hacemos un trato y dejo que conserves el pito.
    -¿Qui...? -Sabbah miró su puerta con el ceño fruncido y maldijo en silencio a su circuito de alarma por no advertirle que aquella mujer había forzado la entrada.
    -¿Es que crees que el plan del seguro médico público de Velaines te va a pagar un pito nuevo, Sabbah? Porque te estoy apuntando ahí, por si no te habías dado cuenta. Sabbah vio horrorizado que la mujer tenía una especie de tubo de metal negro y pequeño en la mano, y era cierto que lo mantenía a la altura de su entrepierna. Cambió de posición las cajas que contenían las doncellas robot y las fue bajando poco a poco hasta que le cubrieron las caderas y el valiosísimo órgano personal que había situado por allí.
    -Si es usted de la policía, no...
    El violento chasquido que produjo el arma de la mujer lo hizo encogerse. Varios trozos de embalaje de espuma flotaron por el aire mientras los restos de la doncella robot caían al suelo. Los electromúsculos de los miembros de la maquinita, parecidos a cangrejos, sufrieron unos cuantos espasmos antes de derrumbarse, inertes. Sabbah se los quedó mirando.
    -¡Ay, Cristo de las cadenas! -susurró. Después sujetó con más fuerza todavía la caja que le quedaba.
    -¿Sabemos ya dónde estamos? -preguntó la policía.
    -Sí, señora.
    -Todo lo que quiero es que me hagas un favor. Una cosa de nada. ¿Lo harás?
    -¿Qué?
    -Un día va a aparecer alguien en tu capítulo y yo quiero enterarme. No puedo darte el nombre porque cada vez es distinto. Pero querrá comprar algo, armas con toda probabilidad, o programas para provocar el caos, o muestras de enfermedades, o componentes con las especificaciones erróneas que terminarán cargándose aquello en lo que se instalen. Así es él. Un individuo muy desagradable. Dirá que es miembro del partido, que hace lo que hace por una causa noble. Pero miente. Es un terrorista. Un anarquista. Un asesino. Así que quiero que me avises cuando os visite. ¿De acuerdo?
    Sabbah prefirió no pensar en la alternativa. La mujer seguía con el arma en la mano, apuntando a sus bajos.
    -Sí, claro. Lo haré.
    -Bien.
    -¿Cuándo va a venir?
    -No lo sé. Podría ser mañana. Podría ser dentro de treinta años. Quizá nunca. O quizá lo atrape antes de que llegue a entrar en Velaines.
    -Eh, bueno, vale.
    -Ahora date la vuelta.
    -¿Qué?
    -Ya me has oído. -La mujer se levantó, seguía apuntándolo con la pequeña pistola. Sabbah se dio la vuelta de mala gana hacia la puerta. La mujer le agarró las manos y lo obligó a tirar la caja de la doncella robot. Una banda fría de malmetal se le enroscó alrededor de las muñecas y se las inmovilizó.
    -Pero qué diablos...
    -Estás arrestado por robo.
    -¡No me joda, tiene que estar de coña! Ya he dicho que la ayudaría. Ese era el trato. -Volvió la cabeza para intentar mirar a la mujer. El arma se le clavó en la mandíbula.
    -No hay ningún trato. Tú elegiste.
    -¡Ese era el trato! -chilló él, furioso-. Yo la ayudo y usted me saca de esto. ¡Por Dios!
    -Te equivocas -dijo la mujer, implacable-. Yo no dije eso. Has cometido un delito y debes enfrentarte a las consecuencias. Hay que llevarte ante la justicia.
    -Que te jodan, zorra. Que te jodan. Espero que ese terrorista reviente un centenar de hospitales y escuelas. Espero que borre del mapa todo tu planeta.
    -No lo hará. Solo le interesa un planeta. Y, con tu ayuda, podemos evitar que le haga más daño.
    -¿Mi ayuda? -La palabra le salió como un chillido, se había quedado estupefacto-. Serás estúpida, so zorra, no te ayudaría ni aunque me la chuparas. Teníamos un trato.
    -Muy bien. Interpondré una súplica ante el juez para rogarle que sea indulgente.
    -¿Eh? -Aquello era tan raro que le daba vueltas la cabeza. Aquella mujer lo había atemorizado desde el principio. Ya ni siquiera estaba seguro de que fuera policía. Parecía más bien una asesina en serie.
    -Le diré que has prestado toda tu colaboración y que has accedido a ser mi informador. El expediente no se codificará cuando se incluya en tu archivo judicial. ¿Crees que tus amigos accederán a él cuando vean que recibes una sentencia muy leve? ¿Se alegrarán al ver lo que dice? Mis colegas ya los han arrestado por el robo de esta noche, por cierto. Supongo que sentirán curiosidad por saber cómo nos enteramos.
    -Oh, maldita sea. -Sabbah estaba a punto de echarse a llorar. Quería que aquella pesadilla terminase de una vez-. No puede hacerme eso. Me matarán, una muerte total. No sabe cómo son.
    -Creo que sí que lo sé. Bueno, ¿vas a avisarme cuando aparezca mi objetivo?
    Así que, apretando los dientes, había dicho:
    -Sí.
    Y así habían quedado las cosas durante nueve años. Lo habían dejado en libertad condicional tras el juicio y lo habían condenado a realizar doscientas horas de servicio a la ciudadanía. Fue la última vez que hizo uno de esos trabajitos; por lo menos cosas importantes, solo alguna que otra estafa de vez en cuando.
    Y cada tres semanas se encontraba con un mensaje en el buzón de su mayordomo electrónico que le preguntaba si había llegado el hombre. Cada vez respondía que no.
    Nueve años y la superzorra todavía no había soltado a su presa.
    -El tiempo -le había dicho de camino a la comisaría- no cura nada. -Nunca había dicho lo que le pasaría si no la avisaba. Claro que, tampoco era algo que le apeteciera averiguar.
    Así que Sabbah recorrió varias manzanas al salir de la sede del capítulo. De ese modo su mayordomo electrónico estaría operando a través de un nodo de la ciberesfera que no estuviera cerca del edificio. El capítulo tenía varios tipos aficionados a la tecnología; con grandes ideales sobre el acceso total, todos pisaban un terreno que se acercaba mucho a las creencias anarquistas y creían que la información tendría que ser libre. También fumaban cosas que no deberían y jugaban a juegos de inmersión sensorial durante la mayor parte del tiempo que permanecían despiertos. Pero también tenían la desconcertante costumbre de cumplir con su trabajo cuando se trataba de forzar los bancos de datos por la causa. A Sabbah no le habría extrañado que el cuadro dirigente del partido hubiera montado una sencilla operación de vigilancia alrededor del edificio del capítulo, la red local seguro que estaba comprometida.
    Su mayordomo electrónico introdujo el código que le había dado la mujer. La conexión se realizó casi de inmediato, lo que fue desconcertante, aunque no del todo sorprendente. Sabbah respiró hondo.
    -Está aquí.
    
    Adam Elvin se tomó su tiempo en el vestíbulo del club Traje Marcado mientras la camarera se ocupaba de su abrigo. Sus implantes de retina se adaptaron a las luces bajas con bastante facilidad y surgió un haz de infrarrojos que hizo desaparecer las sombras. Pero necesitaba un momento para asimilar la escena entera. En lo que a clubes se refería, aquel era bastante normal; reservados junto a las paredes, cada uno con una cortina electrónica para preservar la intimidad de sus ocupantes, mesas y sillas en la pista principal, una larga barra con un extenso número de botellas en los estantes y un pequeño escenario donde bailaban los chicos, las chicas y los jóvenes afeminados de la compañía Ángeles del Atardecer. La iluminación era baja, con puntos de color topacio y morado arrojando sus sombríos haces sobre la madera oscura del mobiliario. La música estaba alta, un monótono sintetizador informático que mantenía un ritmo constante para que los artistas se quitaran la ropa a su compás. Allí había más dinero del que debería, pensó Elvin. Que era lo que lo protegía.
    A la una de la mañana todas las mesas estaban ocupadas y la multitud de facinerosos que rodeaba el escenario agitaba billetes con entusiasmo delante de la cara y la entrepierna de los dos bailarines. Varios de los reservados estaban ocluidos por campos de fuerza resplandecientes. A Adam no le hacía gracia, pero era de esperar. Mientras él miraba, el gerente se llevó a uno de los Ángeles del Atardecer a un reservado. El campo de fuerza chispeó y les permitió entrar. La matriz de mano de Adam podía atravesar el sello electrónico, pero podrían detectar la sonda.
    Había muchos escondites y eso planteaba un riesgo muy alto, pero, una vez más, era un riesgo al que él estaba acostumbrado. Y en un garito protegido no les haría gracia ver entrar a la policía.
    -Disculpe -dijo el portero. Pretendía ser amable, aunque tampoco era que importara mucho, el perfilamiento celular le había dado el mismo volumen que a Adam, salvo que en el suyo no había grasa.
    -Claro.
    El portero deslizó las manos por la americana y los pantalones de Adam. Unas manos repletas de tatuajes CO cuyos circuitos resplandecieron con una luz fluorescente de color burdeos escanearon el cuerpo de Adam en busca de cualquier cosa peligrosa.
    -Estoy aquí para ver a la señora Lancier -le dijo Adam a la camarera cuando el portero le dio el visto bueno. La joven rodeó con él la sala principal y lo llevó a un reservado a dos mesas de distancia de la barra. Nigel Murphy ya estaba allí.
    Para ser una traficante de armas, Rachael Lancier no parecía tener interés en pasar desapercibida. Lucía un vestido de color escarlata brillante con un gran escote. Su largo cabello castaño estaba peinado en una elaborada onda con estrellitas luminiscentes resplandeciendo entre los mechones. El rejuvenecimiento la había devuelto a los veintipocos años, cuando era una mujer muy atractiva. Adam sabía que era un rejuvenecimiento, quizá incluso el segundo o el tercero. Su actitud la delataba. Ninguna joven de veintidós años poseía esa confianza que lindaba con lo glacial.
    Su guardaespaldas era un hombre pequeño y delgado con una sonrisa agradable, tan discreto como ella descarada, que activó el sello electrónico en cuanto llegó la cerveza de Adam; la cortina envolvió el lado abierto del reservado con un apagado velo de platino. Ellos podían ver el club pero ante los clientes aparecía un escudo vacío.
    -Menuda lista me ha pasado -dijo Rachael.
    Adam hizo una pequeña pausa para ver si iba a preguntarle para qué era, pero la mujer no era tan poco profesional.
    -¿Hay algún problema?
    -Puedo conseguírselo todo, pero debo decirle que la armadura de combate llevará algún tiempo. Es un sistema que distribuye la policía; yo suelo proporcionarles armas pequeñas a personas con aspiraciones un tanto más humildes que las suyas.
    -¿Cuánto tiempo?
    -Para la armadura, diez días, quizá dos semanas. Antes tengo que adquirir un certificado de usuario autorizado.
    -No lo necesito.
    La traficante levantó el cóctel y tomó un sorbo mientras lo miraba por encima del borde.
    -Eso a mí no me sirve de nada porque yo sí que lo necesito. Mire, el resto de su lista está o bien almacenado o flotando por el mercado negro. Puedo reunirlo en los próximos días. Pero esa armadura, eso tienen que dármelo proveedores legítimos y ellos tienen que tener el certificado antes de dejar salir nada de la fábrica.
    -¿Puede conseguir el certificado?
    -Sí.
    -¿Cuánto? -le preguntó Elvin antes de que la mujer pudiera soltar su discurso.
    -En dólares de Velaines, cien mil. Hay un cierto número de personas implicadas y ninguna sale barata.
    -Le pagaré ochenta.
    -Lo siento, esto no es ningún puesto del mercado. No estoy regateando. El precio es ese.
    -Le pagaré ochenta y también le pagaré para que embale el resto de la lista como yo exija.
    La mujer frunció el ceño.
    -¿Qué clase de embalaje?
    Adam le pasó un cristal de memoria.
    -Cada arma debe desmontarse para que queden solo las piezas. Estas deben instalarse en varios equipos civiles y agrícolas que tengo esperando en un almacén. Del modo que los distribuiremos, los componentes no podrán identificarse por mucho que los escaneen o examinen. Todas las instrucciones están aquí.
    -Dado el tamaño de su lista, es mucho trabajo.
    -Quince mil. No es negociable.
    La mujer se humedeció los labios.
    -¿Cómo va a pagar?
    -Dólares terrestres, en metálico, nada de cuentas.
    -¿En metálico?
    -¿Es un problema?
    -Su lista le va a costar setecientos veinte mil. Eso es mucho dinero para llevarlo encima.
    -Depende de a lo que esté acostumbrada. -Metió la mano en la americana y sacó un grueso fajo de billetes-. Aquí hay cincuenta mil. Suficiente para que empiece y demostrar que hablo en serio. Cuando haya reunido la lista, déme la ubicación del almacén seguro al que puedo enviar mi maquinaria. Cuando llegue allí, le pagaré un tercio del dinero restante. Cuando lo haya instalado todo, le pagaré el resto.
    El aplomo de Rachael Lancier vaciló un poco. Le lanzó a su guardaespaldas una mirada y el empleado recogió los billetes.
    -Es un placer hacer negocios con usted, Huw -dijo.
    -Quiero actualizaciones diarias del estado de cosas.
    -Las tendrá.
    
    La investigadora jefe Paula Myo dejó su oficina de París tres minutos después de recibir la llamada de Sabbah. Le llevó dieciocho minutos cruzar la ciudad para llegar a la estación del TEC. Solo tuvo que esperar ocho minutos en el andén a que llegara el siguiente tren expreso. Llegó a Velaines en menos de cuarenta minutos.
    Dos detectives veteranos, Don Mares y Maggie Lidsey, de la policía metropolitana de Tokat, la esperaban cuando el taxi la dejó en su cuartel general. Dado el nivel de petición de cooperación que había hecho la Junta Directiva Intersolar de Crímenes Graves, los dos detectives no tuvieron problemas para solicitar una sala de conferencias y tiempo para consultar las matrices del departamento. Su capitán también les había dejado muy claro que esperaba que le brindaran toda su ayuda a la investigadora jefe.
    -Hará un informe sobre nuestra capacidad operativa cuando todo esto termine -dijo-. Y la Junta Directiva tiene mucha influencia política, así que espero que seáis amables y útiles.
    Con Don Mares sentado a su lado y sin dejar de moverse, Maggie Lidsey utilizó su mayordomo electrónico para pedir el expediente de la investigadora jefe. Unas amplias columnas de texto verde traslúcido comenzaron a fluir por la visión virtual generada por sus implantes de retina. La detective leyó por encima la información, quería refrescarse la memoria más que hacer una valoración detallada. Todos los agentes de la ley habían oído hablar de Paula Myo.
    La matriz del cuartel general informó a los dos detectives que su invitada había llegado. Maggie se centró en las puertas del ascensor cuando se abrieron, después de hacer desaparecer las espectrales cintas de texto. La sala de conferencias del octavo piso del cuartel general de la policía metropolitana tenía paredes de cristal, al igual que todos los demás cubículos de ese piso. Desde donde estaba, Maggie podía ver toda la planta. Al principio nadie le prestó mucha atención a Paula Myo cuando bajó por el pasillo principal, seguida por dos colegas de la Junta Directiva de Crímenes Graves. Con una blusa blanca, traje de chaqueta formal y zapatos negros y prácticos, encajaba a la perfección en aquel afanoso entorno compartimentado de trabajo. Era un poco baja para los estándares del momento, el ochenta por ciento de la población se había sometido a algún tipo de modificación genética. No era que careciera de estatura física, y era obvio que se ceñía con decisión a una rutina de ejercicios que mantenían su nivel de forma física muy por encima de lo que la policía metropolitana le exigía a sus agentes. Aunque Maggie sospechaba que era más bien una obsesión personal. La investigadora jefe se había cepillado el espeso cabello de color azabache y lo llevaba liso, de modo que le llegaba muy por debajo de los omóplatos. La mujer siempre permitía que le cayera por la cara y le ocultara parcialmente los rasgos. Dada su reputación, era comprensible. Pero cuando le daba por utilizar una mano para apartarse esos mechones, los hombres levantaban los ojos de la mesa y se la quedaban mirando, y no solo porque era toda una leyenda. La Fundación para la Estructura Humana del Refugio de Huxley, que eran los que habían desarrollado con todo cuidado su genoma, había seleccionado una mezcla de genes filipinos y europeos como punto de referencia, lo que le había proporcionado una belleza natural de lo más seductora. Cinco años atrás se había sometido a un rejuvenecimiento que la hacía aparentar veintipocos años.
    Aunque sabía que jamás debía juzgar a nadie por su aspecto físico, Maggie Lidsey tuvo problemas para tomarse a aquella chica en serio cuando estrechó su mano y la de Don. Con su altura y su lozano aspecto, era muy fácil confundir a Paula Myo con una simple adolescente. Lo que la delataba era su sonrisa. Parecía carecer de ella.
    Los otros dos investigadores de la Junta Directiva se presentaron como Tarlo, un californiano alto y rubio, y Renne Kempasa, una latinoamericana de Valdivia que estaba a medio camino de su cuarto rejuvenecimiento.
    Los cinco se sentaron alrededor de la mesa y las paredes se oscurecieron.
    -Gracias por responder tan rápido -dijo Paula-. Estamos aquí porque he recibido un chivatazo, Adam Elvin ha llegado a Velaines.
    -¿Un chivatazo de quién? -preguntó Don.
    -Un contacto. No es el más fiable, pero desde luego hay que investigarlo.
    -¿Un contacto? ¿Y ya está?
    -No le hace falta saber más, detective Mares.
    -Usted estuvo aquí hace nueve años -dijo Maggie-. Al menos ese es el apunte oficial que hay en nuestros archivos. Así que yo diría que su hombre es Sabbah. Es miembro del Partido Socialista, como lo era Elvin.
    -Muy bien, detective.
    -De acuerdo, estamos aquí para ayudar -dijo Maggie. Tenía la sensación de haber aprobado una especie de examen-. ¿Qué necesita?
    -Para empezar, dos operaciones de vigilancia. Elvin ha entrado en contacto con un hombre llamado Nigel Murphy, del capítulo séptimo del Partido Socialista de la ciudad. Necesitamos mantenerlo vigilado en todo momento, tanto de forma virtual como física. Elvin está aquí para adquirir armas para el grupo terrorista de Bradley Johansson. Ese tal Murphy será su enlace con algún traficante del mercado negro, así que podrá llevarnos hasta los dos. Una vez que tengamos la conexión, podemos interceptar a Elvin y al traficante en el intercambio.
    -Todo eso parece muy fácil, rutinario casi -dijo Maggie.
    -No lo será -dijo Tarlo-. Elvin es muy bueno. Una vez que lo hayamos identificado, voy a necesitar un equipo de detectives que nos ayude a rastrear todos sus movimientos, desde el momento en que llegó. Es un hijo de puta muy tramposo. Lo primero que habrá hecho es establecer una ruta de escape por si el trato le estalla en la cara. Tenemos que encontrarla y bloquearla.
    -¿Con que ya lo saben todo, eh? -dijo Don Mares-. Lo que está haciendo, dónde está. Me sorprende que nos necesiten siquiera.
    Paula lo miró durante un instante y luego volvió a dirigirse a Maggie.
    -¿Hay algún problema?
    -Agradeceríamos contar con un poco más de información -dijo Maggie-. Por ejemplo, ¿están seguros de que está aquí para ponerse en contacto con un traficante de armas?
    -Eso es lo que hace. De hecho, en los últimos tiempos es lo único que hace. Casi ha renunciado al partido por completo. Bueno, al capítulo local le lanzará un hueso o dos para que colaboren con él, pero lo cierto es que no ha tomado parte en ninguna acción del movimiento desde Abadan. El cuadro ejecutivo del partido prácticamente lo repudió, a él y toda su célula de resistencia, después de aquel fiasco. Fue entonces cuando se enroló en el movimiento de Bradley Johansson. Nadie más quería acercársele, era una patata demasiado caliente. Desde entonces ha sido el intendente de los Guardianes del Ser. Los actos que cometen en Tierra Lejana hacen que Abadan parezca un juego de niños.
    Don Mares esbozó una amplia sonrisa.
    -¿Ya se las han arreglado para recuperar parte del dinero?
    Tarlo y Renne le lanzaron miradas hostiles. Paula Myo lo miró sin decir nada. Don les devolvió la mirada sin inmutarse.
    -¿Puede estar armado? -preguntó Maggie. Miró furiosa a Don. En sus mejores días era un gilipollas, pero ese día concreto parecía estar deseando demostrarlo.
    -Es muy probable que Elvin lleve consigo un arma pequeña -dijo Renne Kempasa-. Pero su armamento principal es la experiencia y la astucia. Si surge algún tipo de problema físico, no será él el que lo provoque. Tendremos que investigar bien al traficante de armas, suelen inclinarse por la violencia.
    -Así que nada del dinero -insistió Don-. Nada después de... ¿cuánto hace ya? ¿Ciento treinta años?
    -También necesito que su oficina intente rastrear la ruta de exportación de Elvin -dijo Paula-. La división de seguridad del TEC cooperara por completo con ellos.
    -Nosotros serviremos de enlace con nuestro capitán para la asignación de agentes -dijo Maggie-. Ya le hemos dispuesto un despacho y acceso a la matriz del departamento.
    -Gracias. Me gustaría informar a los equipos de observación dentro de dos horas.
    -Un programa apretado, pero creo que podremos organizarlo.
    -Gracias. -Paula no había apartado los ojos de Maggie-. No, todavía no he recuperado nada del dinero. La mayor parte se invierte en operaciones de tráfico de armas como esta, lo que hace que sea especialmente difícil rastrearlo y recuperarlo. Y hace veinte años que no me acerco tanto a él. Así que me sentiré muy decepcionada si algún individuo falla. Creo que eso destruiría su carrera.
    Don Mares intentó quitarle importancia a la amenaza con una risita desdeñosa, pero no terminó de conseguirlo. Maggie pensó que era porque había comprendido lo mismo que ella. Paula Myo no sonreía jamás porque no tenía sentido del humor.
    Adam estaba terminando un desayuno bastante espléndido a primera hora de la mañana, en el hotel Westpool, cuando su mayordomo electrónico le informó de que había llegado un mensaje sin firma a su buzón. Venía de una dirección de un solo uso de la unisfera y el texto que contenía estaba codificado con una clave que identificó al remitente de inmediato: Bradley Johansson.
    Por fuera, Adam siguió bebiéndose su café con tranquilidad, mientras los camareros se afanaban por el restaurante atendiendo a los otros huéspedes. En su visión virtual preparó el mensaje para la decodificación. Llevaba la matriz de muñeca en el brazo izquierdo, una sencilla banda de malmetal sin brillo que se flexionaba y expandía de forma constante para mantener siempre el contacto con la piel. Su superficie interna contenía un punto-i que estaba conectado con sus tatuajes CO que, a su vez, se comunicaban por medio de cables con los nervios de la mano. La interfaz estaba representado en su visión virtual por una mano fantasma que él había personalizado de un tono azul pálido con puntiagudas uñas de color violeta. Por cada diminuto movimiento que hacía con la mano de carne y hueso, la virtual hacía un movimiento ampliado que le permitía seleccionar y manipular los iconos. Era un sistema que venía de serie en toda la Federación y le proporcionaba a cualquiera que pudiera permitirse un tatuaje CO conexión directa con la ciberesfera planetaria.
    Supuso que la mayor parte de los hombres y mujeres de negocios que desayunaban a su alrededor estaban comunicándose en silencio con las matrices de sus oficinas. Tenían ese aspecto soñador tan típico.
    Sacó la clave apropiada del almacén que tenía en la matriz de la muñeca, representada por el icono de un cubo de Rubik que tuvo que hacer girar hasta que colocó todos los cuadrados en su sitio. El cubo se abrió y Adam dejó caer dentro el icono del mensaje. Una única línea de texto negro se deslizó por su visión virtual: «Paula Myo está en Velaines».
    Adam estuvo a punto de tirar su taza de café.
    -¡Mierda! Varios huéspedes cercanos lo miraron. Adam crispó los labios en una sonrisa de disculpa. La matriz ya había borrado el mensaje, que en ese momento soportaba un elaborado procedimiento de sobreimpresión cruzada por si alguna vez lo examinaba un sistema de recuperación forense.
    Adam nunca sabía de dónde sacaba Bradley la mitad de la información que tenía, pero siempre había sido fiable al cien por cien. Debería abandonar la misión de inmediato.
    Salvo... que le había llevado dieciocho meses planearla y organizarla. Se habían establecido empresas fantasma en una docena diferente de mundos para gestionar las exportaciones de maquinaria disfrazada que llegaría a Tierra Lejana, habían fijado los itinerarios una y otra vez para que no hubiera sospechas y no se dejara ningún rastro. Se había invertido muchísimo dinero en los preparativos. Y los Guardianes no recibirían otro envío de armas hasta que él pudiera organizarlo. Pero antes de poder hacerlo, tenía que saber qué era lo que había salido mal esta vez.
    Y además estaban muy cerca. La última llamada de Rachael Lancier confirmaba que había reunido unos dos tercios de la lista. Tan cerca...
    El coche de Maggie Lidsey la condujo al aparcamiento subterráneo del cuartel general de la policía una hora antes de empezar el turno. Había estado haciendo horas extra desde que había comenzado aquel caso. Y no era solo para quedar bien con Paula Myo, estaba aprendiendo mucho de la investigadora jefe. La atención que le prestaba aquella mujer a los detalles era increíble. Maggie estaba convencida de que debía de tener implantes de matrices, junto con células de memoria suplementarias. No había ningún aspecto de la operación demasiado pequeño para ella, mostraba interés por todo. La leyenda urbana no había exagerado su dedicación, desde luego.
    El ascensor del vestíbulo la escaneó para confirmar su identidad y solo entonces descendió al quinto nivel del sótano, donde estaba situado el centro de operaciones. El equipo dedicado a Elvin había recibido el nombre en código, «Redada», y les habían asignado la sala 5A5. A Maggie la escanearon otra vez antes de que la plancha de metal de la puerta se deslizara hacia un lado para dejarla pasar. El interior era sombrío, ocupado por tres filas de paneles con altos portales holográficos que se curvaban alrededor del operador. Cada uno de ellos repleto de imágenes y cintas de datos. Una luz láser brotaba de ellos, envolviéndolos en una bruma pálida e iridiscente. Un rápido vistazo al más cercano a la puerta le mostró a Maggie las conocidas imágenes del edificio que utilizaba Rachael Lancier para dirigir su concesionario, junto con fotos tomadas por los dos coches del equipo que seguían a Adam Elvin y que mostraban el taxi que había cogido por todo el centro de la ciudad.
    Maggie pidió una actualización y asimiló a toda prisa los datos llegados durante la noche. Lo único que sobresalía era el mensaje codificado entregado al mayordomo electrónico de Elvin a través del nodo del hotel Westpool. La detective vio a Paula Myo sentada ante su mesa, al otro extremo de la habitación. La investigadora jefe parecía arreglárselas con un máximo de dos horas de sueño al día. Había hecho que le instalaran un catre en su despacho y jamás lo utilizaba hasta una hora después de que los dos objetivos principales se hubieran ido a dormir. Y siempre estaba en pie una hora antes de que esos dos salieran de la cama. El turno de noche tenía órdenes permanentes de despertarla si ocurría algo fuera de lo habitual.
    Maggie se acercó a preguntarle por el mensaje.
    -Procedía de una dirección de un solo uso de la unisfera -dijo Paula-. El programa forense de la Junta Directiva ha rastreado su punto de carga hasta un nodo público de la ciberesfera de Dampier. Tarlo está hablando con la policía de allí para que lo compruebe, pero no espero ningún milagro.
    -¿Podéis rastrear una dirección de un solo uso? -preguntó Maggie. Siempre había pensado que era imposible.
    -Hasta cierto punto. No ayuda mucho. El mensaje se envió con demora. Quienquiera que lo cargase ya estaba muy lejos cuando se envió.
    -¿Se puede forzar el código del mensaje? -preguntó Maggie.
    -En realidad no, el remitente utilizó una codificación geométrica plegada. He enviado una solicitud a la IS, pero ha dicho que no tiene los recursos disponibles para descodificarlo.
    -¿Ha hablado con la IS? -preguntó Maggie. Estaba impresionada. La Inteligencia Sensible no solía establecer comunicación alguna con simples individuos.
    -Sí. No le iba a decir nada más.
    -Ah -dijo Maggie-. Bien.
    -Era un mensaje muy corto -dijo Paula-. Lo que restringe el posible contenido. Yo apuesto por una advertencia, una autorización o una suspensión.
    -Aquí no se ha producido ninguna filtración -dijo Maggie-. Estoy segura. Y tampoco nos han visto.
    -Lo sé. Solo con el origen ya podemos descartar cualquier error por parte de sus agentes.
    -El Partido Socialista tiene un buen número de cibercabezas de cierta calidad. Es posible que hayan captado los programas de escrutinio que tenemos siguiendo al mayordomo electrónico de Murphy.
    Paula Myo se pasó una mano por la frente y presionó lo suficiente como para arrugarse la piel.
    -Es posible -admitió-. Aunque tengo que tomar otros factores en consideración.
    -¿Ah, sí? -la alentó Maggie.
    -Información clasificada, lo siento -dijo Paula. Aunque estaba cansada, no pensaba confiarle sus preocupaciones a nadie. Aunque si Maggie valía algo como detective, debería ser capaz de resolverlo sola.
    Como Mares había dicho, ciento treinta y cuatro años sin un arresto era un periodo de tiempo inquietante. De hecho, era imposible que no se hubiera arrestado a nadie dados los recursos que Paula podía desplegar contra Bradley Johansson. Alguien había estado ayudando a Johansson y sus cómplices a lo largo de todas esas décadas, alguien que los había ayudado mucho. Pocas personas sabían de sus actividades diarias así que, lógicamente, era alguien que no pertenecía a la Junta Directiva. Sin embargo, la administración ejecutiva había cambiado diecisiete veces desde que le habían dado el mando del caso. No todas ellas podían albergar simpatizantes secretos de la causa de Johansson. Lo que la dejaba con el campo mucho más turbio de las grandes familias y las dinastías intersolares, esa clase de traficantes de poder que siempre andaban por el medio.
    Ella había hecho todo lo que había podido, por supuesto: había puesto trampas, había dirigido emboscadas de identificación, había filtrado información falsa de forma deliberada, había establecido canales de comunicación no oficiales, había construido una extensa red de contactos entre las clases políticas, se había ganado aliados en el corazón del gobierno de la Federación. Pero hasta ese momento los resultados habían sido mínimos. Cosa que tampoco la inquietaba demasiado, creía en su capacidad para llevar el caso hasta su conclusión. Lo que la preocupaba más que nada era la razón para que alguien, y no digamos ya alguien con una riqueza y poder auténticos, quisiera proteger a un terrorista como Johansson.
    -Tiene sentido -dijo Maggie con un vestigio de reticencia. Sabía que había una historia tremenda tras el silencio de la investigadora jefe-. ¿Entonces qué medida quiere tomar con respecto al mensaje?
    -De momento, ninguna -dijo Paula-. Nos limitaremos a esperar y ver lo que hace Elvin.
    -Podemos arrestarlos a todos ahora. Hay suficientes armas almacenadas en el concesionario de Lancier para empezar una guerra.
    -No. Todavía no tengo motivos para arrestar a Elvin. Quiero esperar hasta que la operación haya llegado a la etapa de contrabando activo.
    -Tomó parte en lo de Abadan. He comprobado el expediente de la Junta Directiva, hay grabados testimonios suficientes para demostrar su implicación, por muy buen abogado que tenga. ¿Qué más necesita para arrestarlo?
    -Necesito que envíen las armas. Necesito su ruta y su destino. Con eso dejaremos al descubierto a toda la red de los Guardianes. Elvin es importante sobre todo porque puede llevarme hasta Johansson.
    -Arréstelo y haga que le extraigan los recuerdos. Estoy segura de que cualquier juez le concedería la orden a la Junta Directiva.
    -No espero tener esa opción. Sabe lo que ocurrirá en cuanto lo tenga bajo custodia. O bien se suicidará o un implante le borrará todos los recuerdos.
    -No puede saberlo.
    -Es un fanático. No nos permitirá tener acceso a sus recuerdos.
    -¿De verdad lo cree?
    -Es lo que yo haría -dijo Paula sin más.
    Paula informó a los equipos de vigilancia antes del cambio de turno y les explicó sus sospechas sobre el mensaje codificado.
    -Cambia un poco nuestras prioridades -dijo-. Si era una cancelación, Elvin se largará a la estación del TEC. Necesito un destacamento de agentes que esté allí de servicio permanente para arrestarlo si intenta irse. Detective Mares, quiere organizarlo, por favor.
    -Iré a ver al capitán para pedirle más personal, claro. -Durante la semana que había durado la operación, Don Mares había modificado un poco su actitud. No discutía ni contradecía a Paula, pero tampoco hacía ningún esfuerzo extra. La investigadora jefe podía vivir con eso, la ley del mínimo esfuerzo era una deprimente constante en los organismos encargados de velar por la ley de toda la Federación.
    -Nuestra segunda opción -dijo Paula- es que le hayan dado luz verde. En cuyo caso tenemos que estar listos para movernos. No habrá cambios en su misión, pero estén listos para ponerse en marcha de inmediato. La tercera opción no es tan buena: le han advertido sobre nuestra vigilancia.
    -De eso nada -dijo Don Mares-. No somos tan torpes. -Hubo un gruñido de asentimiento entre los oficiales del equipo.
    Tarlo le lanzó a Renne una sonrisa rápida. La jefa siempre generaba un gran nivel de profesionalidad, fuera cual fuera la fuerza policial con la que trabajaba. Nadie quería ser el que había fallado a la investigadora jefe.
    -Por improbable que parezca, tenemos que tenerlo en cuenta -insistió Paula-. Tengan mucho cuidado y no se arriesguen a quedar al descubierto. Es muy listo. Lleva cuarenta años haciendo esto. Si ve a uno de ustedes dos veces en la misma semana, va a saber que lo están siguiendo. No dejen que les vea. No dejen que vea el coche que están utilizando. Vamos a conseguir un parque de vehículos mayor para poder rotarlos más a menudo. No podemos permitirnos ningún error. -Les dirigió un gesto brusco con la cabeza-. Hoy me uniré al primer equipo. Eso es todo.
    Don Mares y Maggie Lidsey se acercaron a ella cuando los demás agentes fueron saliendo del centro de operaciones.
    -Si la ve aunque solo sea un momento, entonces sí que se acabó el juego -dijo Don Mares.
    -Lo sé -dijo Paula-. Pero necesito estar cerca. Hay algunas cosas que no se pueden hacer aquí sentada. Me gustaría que hoy se hiciera cargo como coordinador general.
    -¿Yo?
    -Sí, tiene la preparación necesaria y no es la primera vez que toma el mando de un asalto.
    -Bien. -Mares intentaba contener la sonrisa.
    -Maggie, usted se viene conmigo.
    Alcanzaron a Adam Elvin cuando estaba dando un lento paseo, al parecer sin rumbo fijo, por el parque Burghal. Hacía algo parecido la mayor parte de las mañanas, vagaba por un amplio espacio abierto donde al equipo le resultaba difícil seguirle a pie sin dejarse ver.
    Paula y Maggie esperaban en la parte de atrás de un coche de diez plazas que estaba aparcado en el extremo norte del parque Burghal. El equipo tenía el resto de sus vehículos repartidos por todo el perímetro; tres agentes a pie utilizaban sus implantes de retina para rastrear la posición de Elvin sin acercarse nunca a menos de quinientos metros y sin dejar nunca de rodearlo. El Burghal era una zona inmensa en medio de la ciudad, con pequeños lagos, canchas de juego, pistas para correr y largas zonas verdes de árboles traídos de más de setenta planetas diferentes.
    -Ya son dos las veces que ha vuelto sobre sus pasos -dijo Maggie. Observaban las imágenes transmitidas por los implantes de retina en una pequeña pantalla que tenía el coche.
    -Lo habitual en él -dijo Paula-. Es un animal de costumbres. Quizá sean buenas costumbres, pero cualquier rutina termina traicionándote.
    -¿Así es como lo ha encontrado?
    -Ajá. Nunca utiliza el mismo planeta dos veces. Y casi siempre utiliza al Partido Socialista Intersolar para organizar la primera reunión con el traficante local.
    -Así que convirtió a Sabbah en su informador y se puso a esperar.
    -Sí.
    -Durante nueve años. Joder. ¿Cuántos informadores tiene y en cuántos planetas?
    -Información clasificada.
    -Pero según la forma que tiene usted de operar, siempre los arresta por sus delitos. Lo que no contribuye a conseguir informadores que cooperen de buena gana. Corre un riesgo muy grande en un caso tan importante como este.
    -Infringieron la ley. Deben ser juzgados y responsabilizarse de su delito.
    -Mierda, usted está convencida de lo que hace, ¿verdad?
    -Ha accedido a mi expediente oficial. Tres veces ya desde que comenzó este caso.
    Maggie sabía que se estaba sonrojando.
    
    Ese día, Adam Elvin puso fin a su paseo por el parque Burghal y cogió un taxi hasta un pequeño restaurante italiano de la orilla este del río Guhal que serpenteaba por los distritos orientales de la ciudad. Mientras disfrutaba sin prisas de un gran almuerzo, llamó a Rachael Lancier, una llamada que la policía metropolitana no tuvo problemas para interceptar.
    ELVIN: Ha surgido algo. Necesito hablar de nuevo con usted.
    LANCIER: El vehículo que quería ya casi está listo para que lo recoja, señor North. Espero que no haya ningún problema por su parte.
    ELVIN: No, no hay ningún problema con el vehículo. Solo necesito comentar los detalles con usted.
    LANCIER: Los detalles ya se han acordado. Al igual que el precio.
    ELVIN: No pretendo alterar ninguna de las dos cosas. Solo necesito hablar con usted en persona para aclarar unos detalles.
    LANCIER: No estoy segura de que eso sea una buena idea.
    ELVIN: Me temo que es esencial.
    LANCIER: Muy bien. Ya sabe cuál es mi lugar favorito. Estaré allí hoy a la hora de siempre.
    ELVIN: Gracias.
    LANCIER: Y será mejor que sea tan importante como dice.
    Paula sacudió la cabeza.
    -Rutina -dijo con tono de desaprobación.
    Dieciocho agentes de policía convergieron en el club Traje Marcado. Don Mares despachó a los tres primeros a los dos minutos de oír la conversación. El club no estaba abierto, por supuesto, pero tenían que encontrar tres puntos de observación y atrincherarse allí.
    Dos de los hombres de Lancier llegaron a las ocho de esa noche y realizaron sus propias comprobaciones de seguridad antes de llamar a su jefa.
    Cuando al fin llegó Adam Elvin, a la una en punto de la mañana, ya había diez agentes dentro. Como siempre, se las habían arreglado para fundirse con la multitud lo suficiente como para evitar que los identificaran como lo que eran. Algunos habían asumido el papel de hombres de negocios en busca de un poco de acción después de un largo día en la oficina. Tres de ellos rondaban el escenario, idénticos a los demás perdedores que agitaban con frenesí sus mugrientos dólares ante los cuerpos gloriosos de los Ángeles del Atardecer. Uno incluso había conseguido un trabajo, estaba en periodo de prueba como camarero y estaba consiguiendo unas propinas bastante razonables. Renne Kempasa permanecía sentada en uno de los reservados, la bruma del sello electrónico la ocultaba de los demás clientes.
    El resto del equipo estaba fuera, listo para continuar con las tareas de seguimiento una vez terminada la reunión. Paula, Maggie y Tarlo estaban aparcados a una calle de distancia, en una furgoneta vieja y desvencijada con el logotipo de una compañía de servicios domésticos en el costado. Las dos pantallas que habían instalado en la parte de atrás mostraban imágenes tomadas por los agentes en el interior del club. Rachael Lancier ya se encontraba en su reservado, uno diferente esa vez. Su flaquísimo guardaespaldas estaba con ella. El cuartel general lo había identificado como Simon Kavanagh, un hombre con una larga lista de pequeños delitos que se remontaban a tres décadas atrás, casi todos ellos relacionados con la violencia. Al llegar había barrido el reservado dos veces y lo había escaneado en busca de cualquier aparato electrónico oculto o de algún circuito bioneuronal. Los sensores pasivos que llevaban los agentes más cercanos estuvieron a punto de dispararse. El guardaespaldas utilizaba un equipo muy sofisticado, como era de esperar en alguien que trabajaba para una traficante de armas.
    Paula observó a Lancier y Elvin, que se estrecharon las manos con gesto vacilante. La traficante le lanzó a su comprador una mirada inhóspita, después se conectó el sello electrónico que rodeaba el reservado. La protección que ofrecía el sello quedó reforzada de inmediato por las unidades que activó Kavanagh. Una de ellas era un pulso tintinante de intensidad ilegal capaz de freír los ganglios cerebrales de cualquier insecto que hubiera en un radio de cuatro metros.
    -Muy bien -dijo Paula-.Vamos a averiguar qué es eso tan importante que tiene que decir el señor Elvin.
    Un metro por encima de la mesa del reservado, una moscahuso bratatiana se aferraba a la peluda tela plástica de la estera de la pared. Entre las fibras artificiales de color morado y verde, su cuerpo traslúcido, de dos milímetros de longitud, era totalmente invisible. Además de un cuerpo que funcionaba como el de un camaleón, la evolución sufrida en su planeta le había proporcionado una fibra neuronal única que utilizaba una molécula fotoluminiscente como transmisor primario que la hacía inmune al pulso tintinante ordinario. Solo tenía la mitad de la esperanza de vida de una moscahuso normal ya que su código genético había sido alterado por una pequeña empresa especializada que tenía un contrato con la Junta Directiva; le habían sustituido la mitad del saco digestivo por una estructura orgánica más compleja de células receptoras. En el abdomen tenía una glándula secretora inflamada que expulsaba una hebra de una telaraña muy fina. Había entrado en ese reservado desde el que había al lado y había arrastrado la hebra con ella. Unos impulsos nerviosos muy suaves de las células receptoras flotaban en esos momentos por el hilo rumbo a un procesador semiorgánico más estándar, que Renne llevaba en el bolsillo de la chaqueta.
    En la pantalla de Paula se formó una imagen granulada gris y blanca. La investigadora jefe estaba contemplando las cabezas de las tres personas que estaban sentadas alrededor de la mesa del reservado.
    -¿Se puede saber qué demonios ha pasado? -preguntó Rachael Lancier-. No esperaba verlo hasta la conclusión del trato, Huw. Esto no me gusta. Me pone nerviosa.
    -Tengo nuevas instrucciones -dijo Elvin-. ¿Cómo se supone que iba a dárselas?
    -De acuerdo, ¿qué clase de instrucciones?
    -Hay que añadir un par de cosas a la lista. Es importante.
    -Sigue sin gustarme. Estoy a un paso de cancelarlo todo.
    -No, no va a hacerlo. Le pagamos mucho por las molestias.
    -No sé. Ya son muchas las putas molestias, joder. Solo hace falta que un policía suspicaz entre en mi concesionario y me joden viva. Hay mucho equipo amontonado allí dentro. Equipo muy caro.
    Elvin suspiró y metió la mano en el bolsillo.
    -Por todas las molestias. -Puso un fajo de billetes del tamaño de un ladrillo en la mesa y lo empujó hacia Simon Kavanagh.
    El guardaespaldas miró a Lancier, que le dio permiso con un asentimiento. Después se metió los billetes en el bolsillo de la chaqueta.
    -De acuerdo, Huw, ¿qué clase de cacharros quiere ahora?
    Elvin levantó el disco pequeño y negro de un cristal de memoria que la traficante le quitó de la mano.
    -Es la última vez -dijo-. Se acabaron los cambios. Me da igual lo que quiera o cuánto me pague, ¿entendido? El trato se acaba aquí. Si quiere algo más, tendrá que esperar hasta la próxima vez. ¿Estamos?
    -Claro.
    Paula se reclinó sobre el fino y envejecido tapizado del asiento de la furgoneta. En la pantalla, Adam Elvin se había levantado para irse. El sello electrónico del reservado parpadeó para dejarlo salir.
    -No era eso -dijo. Maggie la miró con el ceño fruncido.
    -¿Qué quiere decir?
    -Quiero decir que eso no tenía nada que ver con que quisiera añadir nada a la lista.
    No sé lo que hay en ese cristal de memoria, pero no es un inventario.
    -¿Entonces qué?
    -Son instrucciones.
    -¿Y cómo lo sabe? Yo creo que encaja con lo que pasó.
    -Ya vio su reacción cuando recibió el mensaje en el desayuno. La cámara captó su expresión a la perfección. Lo dejó clavado en el sitio. La primera regla en un trato como este es que no se cambian las cosas a estas alturas del juego. Pone a la gente nerviosa. La reacción de Rachael Lancier es un ejemplo perfecto. Y no es buena idea poner nerviosos a los traficantes de armas. Con un trato de este calibre, todo el mundo ya está bastante alterado y Elvin lo sabe.
    -¿Y entonces? Le sorprendió que sus jefes quisieran cambiar las cosas.
    -No me lo trago.
    -¿Entonces qué es lo que quiere hacer?
    -No hay nada que podamos hacer. Seguir vigilando. Seguir esperando. Pero creo que nos tiene calados.
    
    La noticia sobre el cerco de Dyson Alfa se dio a conocer dos días más tarde, a media mañana. Fue lo que dominó todos los avances de noticias y los programas de actualidad. Un número sorprendente de ciudadanos de Velaines tenía algo que decir sobre la revelación y lo que debería hacerse a partir de entonces.
    Maggie prestó atención a ratos a lo que decían los expertos, tanto a los más serios como a los más perturbados que aparecían en los noticieros mientras ella andaba por el centro de operaciones subterráneo. Los programas no dejaban de repetir una y otra vez el momento en el que desaparecía la estrella. También aparecían diagramas para explicarle al gran público lo que había pasado de una forma más sencilla.
    -¿Cree que a Elvin lo puso nervioso eso? -preguntó Maggie-. Después de todo, se supone que los Guardianes del Ser nos protegen de los alienígenas.
    Paula le echó un vistazo al portal en el que estaban entrevistando a Dudley Bose. El anciano astrónomo no podía dejar de sonreír.
    -No, lo he comprobado. El mensaje se envió medio día antes de que Bose confirmara el acontecimiento. En cualquier caso, no veo por qué el cerco de las Dyson iba a preocupar a los Guardianes. Su principal preocupación es el alienígena ese, el aviador estelar, y la forma que tiene de manipular al Gobierno.
    -Sí, recibo su propaganda. Maldita sea, siempre pico con la autoría del mensaje.
    -Considérese afortunada de no ser la autora. A mí también me toca recoger los trozos de esas estafas.
    -¿Así que no les preocupa ese cerco instantáneo?
    -No. El cerco de las Dyson ocurrió hace más de mil años, es prehistoria. Irrelevante para los Guardianes.
    -Sabe mucho sobre ellos, ¿verdad?
    -Casi todo lo que se puede saber sin llegar a alistarse.
    -¿Y cómo es que alguien como Adam Elvin termina trabajando para una facción terrorista?
    -Tiene que entender que Bradley Johansson es antes que nada un lunático con mucho carisma. El movimiento entero de los Guardianes del Ser no es más que un culto a su personalidad. El movimiento se hace llamar causa política, pero eso solo forma parte del engaño. Lo triste es que ese hombre ha atraído a cientos de personas, y no solo en Tierra Lejana.
    -Incluyendo a Adam Elvin -murmuró Maggie.
    -Sí, incluyendo a Elvin.
    -Por lo que he visto de Elvin, es un hombre muy listo. Y según su expediente, un socialista radical comprometido de verdad con su causa. No puede ser tan crédulo como para tragarse la propaganda de Johansson.
    -Solo puedo suponer que está siguiéndole el juego a Johansson. Elvin necesita la protección que le proporciona Johansson, y lo cierto es que su amado partido se beneficia hasta cierto punto, aunque sea muy pequeño, de esa asociación. Claro que, quizá solo esté intentando revivir viejas glorias. No se olvide de que es un psicótico; sus actividades terroristas ya han matado a cientos de personas y cada uno de esos envíos de armas supone la posibilidad de que haya más muertes. No espere que sus motivos se basen en la lógica.
    La vigilancia continuó durante once días más. Fueran cuales fueran los artículos que había añadido Adam Elvin a la lista, dio la sensación de que a Rachael Lancier no le resultaba fácil adquirirlos. Llegaron varios contactos nefarios que celebraron reuniones rápidas y privadas con ella en el despacho de atrás. A pesar de todos sus intentos, el equipo de apoyo técnico de la oficina metropolitana no fue capaz de colocar en el interior ningún tipo de mecanismo de infiltración. El despacho de Lancier estaba blindado con demasiada eficacia. Ni siquiera las moscas huso podían penetrar en el campo de fuerza de combate que lo rodeaba. Sus almacenes también estaban bien protegidos, aunque el equipo había conseguido confirmar los dos en los que se encontraban las armas. Varios insectos modificados se habían colado para echar un rápido vistazo por allí antes de sucumbir a los pulsos tintinantes o a las redes de electrones.
    Los equipos secundarios de vigilancia siguieron a los proveedores cuando se fueron y los vieron reunir los alijos de armas y equipos antes de entregarlo todo en el concesionario. Toda una red clandestina del infame mercado negro de armas de Velaines fue documentada con todo cuidado y archivada, lista para la redada que pondría fin a toda aquella operación.
    Al undécimo día, los observadores grabaron una llamada que Adam Elvin hizo a un almacén de la ciudad autorizándolos para que enviaran una serie de maquinarias agrícolas al concesionario de Lancier.
    -Ya está -declaró Tarlo-. Lo están preparando todo para el envío.
    -Podría ser -admitió Paula. Al otro lado de la oficina de operaciones, Mares se limitó a mirarla y suspirar. Pero la investigadora sí que pidió que los equipos de arresto estuvieran listos para salir en cualquier momento.
    Maggie estaba en uno de los coches aparcados cerca del concesionario. Cuando llegaron los ocho camiones atestados de cajones de embalaje con maquinaria agrícola, transmitió las imágenes al centro de operaciones. Las amplias puertas de la verja que rodeaba el complejo del concesionario se abrieron a toda prisa para dejarlos pasar. Se produjo un pequeño retraso cuando otro de los coches de Lancier salió a dar un paseo de prueba. Al negocio legal no le había ido nada mal durante toda la operación, los clientes legítimos sacaban hasta una docena de coches al día. Las ventas iban a buen ritmo.
    Los ocho camiones entraron en los almacenes más grandes que tenía Lancier. Las puertas descendieron en cuanto aparcó el último en el interior. Los sensores que el equipo de vigilancia tenía cercando el lugar informaron de que los sistemas de protección se habían activado de inmediato.
    -¿Dónde está Elvin en estos momentos? -preguntó Paula.
    Tarlo le mostró las imágenes de su objetivo principal cuando estaba terminando de comer en un restaurante del centro. Paula se acomodó al lado del panel para seguirlo, utilizando los sensores que llevaban los equipos de observación.
    Después de comer, Elvin dio un paseo por una de las calles comerciales y utilizó sus tácticas habituales para intentar distinguir cualquier sombra que llevara detrás. Cuando volvió al hotel empezó a hacer la maleta. A media tarde bajó al bar y pidió una cerveza. La bebió mientras miraba el portal que había al fondo de la barra, que mostraba a Alessandra Baron entrevistando a Dudley Bose. Al atardecer, justo cuando el sol comenzaba a ocultarse tras el horizonte, la maleta lo siguió abajo y Elvin abandonó el hotel.
    -Muy bien -les anunció Paula a los equipos-. Parece que allá vamos. Todo el mundo a la posición uno, por favor.
    Don Mares estaba en uno de los cuatro coches asignados al seguimiento de Elvin. Esperaba a cien metros del hotel y vio que el gran hombre salía del vestíbulo. Un taxi se detuvo a petición del mayordomo electrónico de Elvin. Su maleta subió rodando a la plataforma trasera de los equipajes cuando su dueño lo hizo en el vehículo.
    -Preparado, Don -dijo Paula-. Estamos colocando un escrutador en la matriz de conducción del taxi. Ah, allá vamos, le ha dicho que lo lleve a la calle 32.
    -Eso no está cerca del concesionario -protestó Don Mares cuando su coche partió en persecución del taxi.
    -Lo sé. Espere. -Paula se giró hacia los envíos de datos y las imágenes que llegaban del concesionario. Rachael Lancier y diez miembros de su personal se encontraban dentro del almacén sellado con los camiones. Al resto de los trabajadores los habían enviado a casa, como siempre al final del día.
    En el panel que tenía Paula delante, los monitores de datos comenzaron a lanzarle mensajes urgentes de advertencia.
    -Vaya, qué interesante. Elvin está cargando un programa de infiltración en la matriz de conducción del taxi.
    La investigadora observó que el programa escrutador de la policía se borraba antes de que el nuevo intruso se instalara y realizara un inventario del sistema operativo.
    -Está cambiando de dirección -informó Don Mares. Había una nota de emoción en su voz.
    -No se ponga nervioso y siga con él -dijo Paula-. Pero no se acerque demasiado, lo tenemos cubierto. -De las seis imágenes del taxi que le ofrecía el gran portal del panel, solo una procedía de un coche perseguidor. Todas las demás eran envíos de las cámaras de seguridad civil que cubrían cada calle y cada avenida de la ciudad. Mostraban al taxi deslizándose con suavidad entre el tráfico de la hora punta.
    Elvin debió de ordenarle que acelerara porque empezó a ir más deprisa.
    -No se dejen ver -le murmuró Paula al equipo de observación cuando el taxi hizo un brusco giro a la derecha. Ya estaba a más de ciento cincuenta metros del primer coche perseguidor. La táctica estándar de encajonamiento había sacado al primer vehículo de la imagen. La investigadora observó el mapa cuadriculado con sus puntos brillantes y vio cómo cambiaban de posición para rodear al taxi.
    Elvin volvió a girar a la derecha y luego de inmediato a la izquierda para salir disparado por un callejón.
    -No le sigáis -les ordenó Paula-. Esa calle solo tiene una salida.
    El coche perseguidor tres se apresuró a alcanzar la calle donde terminaba el callejón. El taxi surgió sin contratiempos y giró a la izquierda. Iba en dirección contraria al coche tres. Se cruzaron a solo un par de metros.
    El coche de Don Mares retomó su posición tras el taxi, que empezó a acelerar otra vez. Las pantallas del panel de Paula mostraban las líneas borrosas de los faros de los coches a ambos lados del taxi, extendiéndose entre los altos edificios del centro de la ciudad. El taxi giró en la calle 12, una de las más amplias, con seis carriles y todos llenos de coches. El taxi comenzó a cambiar de carril al azar. Luego frenó un poco. Una cámara suspendida lo siguió cuando pasó bajo uno de los pesados puentes que llevaban las vías del ferrocarril a la estación planetaria del TEC.
    -Maldita sea, ¿dónde se ha metido? -preguntó Paula-. Don, ¿lo ve?
    -Creo que sí. Segundo carril.
    Dos cámaras enfocaron el otro lado del puente y cubrieron todos los carriles. Un flujo constante de vehículos pasaba como un rayo. Después, las cámaras hicieron un zum sobre el taxi. Había cambiado de posición y estaba de nuevo en el carril exterior.
    -De acuerdo -dijo Paula-. A todos los coches, reduzcan la distancia de separación. Quédense a menos de ochenta metros. No podemos arriesgarnos a perder el contacto visual otra vez. Coche tres, métase debajo del puente, compruébelo. Miren si ha dejado caer algo. El taxi continuó con sus maniobras evasivas durante otro kilómetro y luego giró de repente en la calle 45 y se quedó en un carril. Su velocidad volvió a ser constante, setenta kilómetros por hora.
    -Se dirige directamente hacia nosotros -dijo Maggie.
    -Eso parece -asintió Paula-. Está bien, a todos los coches perseguidores, retrásense otra vez.
    Ocho minutos después el taxi se detuvo delante del concesionario de Rachael Lancier. Se abrió la verja, el coche entró, se metió directamente por la puerta abierta de un almacén y se detuvo junto a una zona de reparaciones vacía.
    Paula entrecerró los ojos y miró la imagen del portal. Habían dejado la puerta del almacén abierta, lo que permitía que los sensores y las cámaras del equipo tuvieran una visión perfecta. Allí no se movía nada.
    -¿Qué está pasando? -preguntó Tarlo.
    -No estoy segura -dijo Paula-. Rachael sigue dentro del almacén, con los camiones. No, esperad...
    Simon Kavanagh cruzaba en ese momento el hormigón lleno de luz de la planta del almacén abierto. Su tatuaje bancario pagó la tarifa del taxi. Se abrió la plataforma trasera del equipaje y la maleta de Elvin salió rodando. Después empezó a seguir al esbelto guardaespaldas cuando este se alejó. El taxi salió del almacén.
    -Oh, mierda -gruñó Paula-. A todos los equipos, adelante, fase tres. Repito, estamos en fase tres. Interceptar y arrestar. Don, pare a ese taxi.
    La matriz de ruta del tráfico urbano le disparó una orden de detención de emergencia a la matriz de conducción del taxi. Los cuatro coches perseguidores se adelantaron de golpe y formaron una barrera física alrededor del vehículo.
    Maggie ya se había puesto en marcha cuando el taxi salió del almacén. El sol se había hundido por fin en el horizonte diez minutos antes, dejando tras él un crepúsculo sombrío. Tras la policía, las torres del centro de la ciudad dibujaban líneas marcadas y resplandecientes en el cielo oscurecido. Delante de ella solo había unas cuantas bandas polifotónicas sucias clavadas a las vigas del almacén, proyectaban un fulgor amarillo y débil por todo el concesionario, con todas sus filas de coches aparcados. Al otro lado del complejo, una línea elevada de ferrocarril bloqueaba el horizonte, una gruesa barrera de hormigón negro que separaba los tejados de la ciudad del cielo rojizo y cada vez más oscuro. Un único tren de mercancías pasó siseando y traqueteando por la vía, una rueda impulsora mal ajustada lanzaba un abanico intermitente de chispas que iban marcando su avance a medida que se adentraba en la ciudad.
    Los compañeros de Maggie avanzaban a su lado, escabulléndose entre los coches inmóviles y silenciosos, acercándose al almacén protegido por sistemas electrónicos y cerrado a cal y canto. La policía activó su armadura. El sistema, que parecía un esqueleto de color azul cromo colocado encima del uniforme, empezó a zumbar con suavidad. Su campo de fuerza se expandió y cargó el ambiente que la rodeaba. Rezó para que la potencia fuera suficiente. Solo el cielo sabía de qué calibre serían las armas a las que se enfrentaban.
    Varios coches se detuvieron de golpe tras ella con las llantas chirriando como animales heridos. Algo más adelante, los miembros punteros del escuadrón de asalto táctico de la policía habían llegado a la puerta del almacén. Apenas se detuvieron para dispararle un virote de hierro a los paneles de compuesto. Un destello cegador iluminó todo el complejo con un tono monocromo que puso de relieve sus superficies, acompañado por un crujido atronador. Varios fragmentos de compuesto ardiente volaron por los aires y revelaron dos grandes agujeros en el edificio. Los miembros del escuadrón entraron disparados.
    -Alto, policía.
    -Ni se te ocurra moverte, cabrón.
    -Tú, las manos donde yo pueda verlas. Ya.
    La adrenalina corría por las venas de Maggie cuando atravesó corriendo la brecha.
    La policía despejó la pequeña capa de humo que había al otro lado, llevaba la pistola de iones lista y los implantes de la retina en modo de resolución total. La sorpresa que la invadió al ver la escena que tenía delante estuvo a punto de hacerla tropezar.
    Rachael Lancier se encontraba delante de un camión, con gesto despreocupado. La rodeaban los diez empleados que se habían quedado en el complejo. Varios robots de descarga habían sacado varias cajas del camión y las habían apilado con pulcritud en el suelo. Encima de una de ellas había una botella y diez copas, obviamente a la espera de que se hiciera un brindis.
    -Ah, buenas noches, detective -dijo Rachael Lancier cuando vio la insignia de Maggie. Su burlona sonrisa era de auténtica maldad-. Ya sé que ofrezco un buen trato en la compra de mis coches, pero tampoco hacen falta tantas prisas. Siempre hay algo para todos los tatuajes bancarios.
    Maggie maldijo por lo bajo y le puso poco a poco el seguro a la pistola.
    -Nos han tomado el pelo -dijo.
    -¿Don? -preguntaba Paula-. Don, ¿está en el taxi? Informe, Don.
    -¡Nada! -escupió Don Mares-. Está vacío, joder. No está dentro.
    -Mierda -gritó Paula.
    -Esto es un montaje -dijo Maggie-. Esta zorra se está riendo de nosotros. Estoy a cinco metros de ella y sigue riéndose, coño. Aquí no vamos a encontrar nada.
    -Tenemos que encontrar algo -exclamó Tarlo, furioso-. Llevamos tres puñeteras semanas vigilándolos. Vi las armas que metieron ahí, las vi con mis propios ojos.
    Todo había terminado, se había acabado el espectáculo y el bajón de adrenalina invadió a Maggie, que se sintió espantosamente cansada. Después se miró en los ojos resplandecientes y triunfantes de Rachael Lancier.
    -Te lo estoy diciendo. Nos han jodido a lo grande.
    
    La hora de la verdad fue cuando tuvo que salir rodando del taxi en movimiento, debajo del puente del ferrocarril. Adam se estrelló contra el suelo y gritó al sentir el dolor agudo que le golpeó la pierna, el hombro y las costillas. Después se retorció otra vez y se levantó de golpe. El segundo taxi, vacío, estaba aparcado y listo a menos de cinco metros. Se metió de cabeza por la puerta abierta y el mayordomo electrónico de Quentin Kelleher le dijo que lo llevara directamente al A+A.
    El vehículo se introdujo con suavidad entre el atestado tránsito. Cuando se dio la vuelta vio que un coche frenaba de golpe bajo el puente. Dos personas salieron de un salto y empezaron a examinar el terreno. Adam esbozó una gran sonrisa al ir aumentando la distancia. No está mal para un gordo de setenta y cinco años.
    La habitación 421 estaba tal y como él la había dejado y la matriz del escáner le dio luz verde. Entró cojeando. Las magulladuras estaban empezando a dolerle de verdad. Cuando se sentó al borde del colchón de gel y se quitó la ropa, encontró un montón de piel raspada que sangraba un poco. Se aplicó unos cuantos parches curativos y se dejó caer para permitir que los nervios siguieran su curso. Un poco más tarde empezó a reírse.
    No dejó la habitación en dos semanas. El mecanismo expendedor le proporcionaba tres comidas al día. Bebió un montón de líquidos. Su mayordomo electrónico filtraba todo lo que ofrecían los noticieros locales e intersolares, una orden de búsqueda especial encontraba todo lo concerniente a Dyson Alfa.
    Se quedaba en la cama veinte horas al día, alimentándose de comida precocinada barata y los peores programas de entretenimiento que ofrecía la unisfera. Se había envuelto el torso y los miembros con unos equipos comerciales de perfilamiento celular estándar que le iban extrayendo la grasa poco a poco y ajustaban los pliegues de la piel para que se adaptaran a su nueva figura, más esbelta; de paso le destrozaron la mayor parte de los tatuajes CO. Se ajustó a cada pierna, a ambos lados de la rodilla, un par de gruesas bandas con una textura correosa. Eran los equipos de profundidad que debían atravesarle la carne con unos finos tentáculos hasta que alcanzaran el hueso. Poco a poco, y de una forma harto dolorosa, le redujeron la longitud del fémur y la tibia en medio centímetro, alterando así su altura y proporcionándole una medida que no estaba en ninguna de las bases de datos de delincuentes.
    Los ajustes lo dejaron débil e irritable, como si se estuviera recuperando de una gripe. Se consoló pensando en el éxito de la misión. Le había costado otros cien mil dólares, pero Rachael Lancier había cooperado con entusiasmo. Durante los últimos diez días de la misión, cada coche que abandonaba el complejo del concesionario transportaba una parte del pedido. Partes que habían ido dejando por toda la ciudad, en edificios que le había pagado a la traficante para que alquilara. Los trabajadores de Rachael lo habían embalado todo en las cajas que él había enviado meses antes. La lista entera iba de camino a Tierra Lejana a través de una multitud de tortuosas rutas y llegaría a lo largo de los meses siguientes.
    Lo único que sentía era no haber podido ver la cara de Paula Myo cuando había quedado patente la magnitud del engaño. Solo por eso ya hubiera merecido la pena sentir las correas en las muñecas.
    Diecisiete días después de aquella noche fatídica, Adam se puso unos pantalones y una sudadera suelta y dejó el A+A. Un trayecto en taxi de veinte minutos lo llevó a la estación planetaria del TEC. Se paseó por la explanada sin que se disparara ninguna alarma. Contento con eso, cogió el tren expreso a Los Ángeles Galáctico.