2
Adam Elvin salió de
la estación planetaria del TEC en Tokat, la capital de Velaines. Se
tomó su tiempo para pasar por los sensores empotrados en las
columnas estriadas de mármol que revestían la explanada. Si lo iban
a arrestar, prefería que lo hicieran en ese momento, antes de que
quedara expuesto el resto de la misión.
El ciudadano medio de
la Federación no tenía ni idea de que existía ese tipo de sistemas
de vigilancia. Adam llevaba la mayor parte de su vida adulta
enfrentándose a ellos. El TEC, comprensiblemente paranoico con el
sabotaje, los utilizaba para controlar a todo aquel que usara sus
instalaciones. Las grandes matrices procesadoras de los sensores
iban cargadas con programas de reconocimiento visual de
características que comparaban a cada pasajero con una larga lista
de reincidentes conocidos o sospechosos.
Adam había utilizado
el perfilamiento celular para cambiar su aspecto (incluyendo la
altura) más veces de las que quería recordar; al menos una vez al
año, y con frecuencia dos y hasta tres. El tratamiento no podía
curar el proceso de envejecimiento que estaba empezando a
escarcharle las articulaciones y los órganos, pero sí que eliminaba
el tejido cicatrizal, del que él había ido adquiriendo a lo largo
de las décadas una cantidad nada desdeñable. También le daba la
oportunidad de elegir entre un amplio abanico de rasgos. Siempre
había tenido la sensación de que intentar disimular sus setenta y
cinco años era una vanidad absurda. Era patético ver a una persona
anciana luciendo el rostro de un adolescente. El resto del cuerpo
los delataba, demasiado voluminoso, demasiado lento. En seguida se
distinguía en ellos a los perdedores que eran; demasiado pobres
para permitirse el rejuvenecimiento, se sumergían en la fantasía
barata de una juventud superficial.
Llegó a la parada del
exterior de la terminal de pasajeros de la estación y utilizó a su
mayordomo electrónico para pedir un taxi. No había saltado ninguna
alarma. O al menos nada detectable, se dijo. Cuando te enfrentabas
a aquella mujer, nunca se sabía. Era muy lista y a medida que
pasaban los años se iba acercando cada vez más. Si le había
preparado una trampa en Velaines, no iba a saltar ese día, el
instante que él hubiera preferido.
De momento era libre
de continuar con su misión. Era una persona nueva, un desconocido
para la Federación. Según su expediente de ciudadanía, se llamaba
Huw North, nativo de Pelcan, un hombre de sesenta y siete años en
su primera vida, empleado de la compañía de ingeniería Bournewell.
De aspecto era un hombre grueso, demasiado grueso, dado lo en serio
que se tomaban su salud los ciudadanos de la Federación en aquellos
tiempos; pesaba alrededor de ciento quince kilos. Todo ello
acompañado de un rostro redondo y caído que sudaba mucho. El
cabello cano y ralo lo llevaba peinado sobre la frente, con un
estilo más bien pasado de moda. Vestía una gabardina marrón y ancha
con grandes solapas. La llevaba abierta por delante, dejando
entrever un arrugado traje gris, un hombre grande con una vida
pequeña, alguien al que nadie prestaba atención. El perfilamiento
celular era un tratamiento cosmético para pobres y vanidosos, no un
método para añadir grasa y darle a la piel un tono pálido y
pastoso. Como método de distracción, nunca fallaba.
Lo que significaba
que quizá había llegado el momento de ir cambiándolo, pensó Adam
mientras metía su descomunal volumen en el taxi que lo llevó al
hotel Westpool. Se registró y pagó dos semanas por adelantado. Su
habitación era una doble en el octavo piso, con las ventanas
selladas y el aire acondicionado demasiado alto. Cosa que odiaba,
tenía el sueño ligero y el ruido del aire acondicionado lo
mantendría despierto durante horas. Como siempre.
Sacó toda la ropa de
la maleta y luego cogió la pequeña bandolera que contenía su equipo
de emergencia, dos mudas de ropa, una de las cuales era varias
tallas más pequeña, un botiquín, dinero en metálico, un billete de
ida y vuelta del TEC entre Edenburg y Velaines con la sección de
ida ya usada, un par de matrices de mano muy sofisticadas que
contenían unos cuantos programas bien protegidos para provocar el
caos, y una pistola paralizante de iones, un arma legal con una
ampliación oculta que le permitía disparar una ráfaga letal a corta
distancia.
Una hora más tarde,
Adam dejó el hotel y caminó cinco manzanas bajo el cálido sol
vespertino, quería familiarizarse con la capital. El tráfico que
subía y bajaba por las amplias calles era muy denso, los taxis y
las furgonetas comerciales dominaban todos los carriles. Observó
que ninguno utilizaba motores de combustión, todos iban impulsados
por baterías superconductoras. Esa parte de la ciudad seguía siendo
respetable, cerca de los distritos comerciales y financieros del
centro, aunque quince manzanas más allá la calidad de los edificios
se iba deteriorando de forma apreciable. A su alrededor se encontró
con tiendas y oficinas, junto con algunas pequeñas calles laterales
de apartamentos adosados, ninguno de los cuales superaba los cuatro
o cinco pisos de altura. Edificios públicos construidos en un
estilo ruso imperial tardío bordeaban las pulcras plazas. A lo
lejos, siguiendo las calles rectas y perfectas, se veían las torres
que marcaban el corazón de la ciudad. Cada pocas manzanas, Adam
pasaba por debajo de las vías elevadas que serpenteaban por la red
de calles de la ciudad, gruesas arterias de hormigón sobre puntales
elevados por las que entraban y salían de la estación planetaria
las líneas principales de ferrocarril.
Velaines pertenecía a
la fase uno y solo estaba a unos cincuenta años luz de la Tierra.
La colonización había comenzado en el 2090 y desde entonces su
economía e industria había madurado siendo un modelo digno de
seguir. En esos momentos tenía una población de más de dos mil
millones de personas con un nivel de vida proporcionalmente alto,
la clase de mundo en el que aspiraban a convertirse los planetas de
las fases dos y tres. Dada su larga historia, era inevitable que
algunas hebras de decadencia se colaran en su sociedad. En el
acelerado modelo de economía de mercado capitalista que seguía
Velaines, no todo el mundo podía enriquecerse lo suficiente como
para disfrutar de múltiples rejuvenecimientos y las zonas en las
que vivían reflejaban su estado financiero; las superficies de las
calles estaban agrietadas y eran irregulares, mientras que la
eficiente red urbana de tranvías que les daba servicio tenía menos
paradas de lo habitual y utilizaba vagones antiguos. Allí era donde
se instalaba la verdadera podredumbre, la desesperación y los
callejones sin salida, donde se desperdiciaban las vidas humanas y
se sacrificaban en el altar del dios de la economía. Era
escandaloso que en aquellos tiempos pasara algo así. Ese era justo
el entorno que Adam se había comprometido a erradicar mucho tiempo
atrás y también el lugar que más necesitaba para llevar a cabo sus
demás actividades.
Encontró un hotel A+A
al final de la calle 53 y se registró allí utilizando su identidad
de Quentin Kelleher. El A+A era una franquicia de hoteles baratos
totalmente automatizados en los que el gerente era también el jefe
de mantenimiento. La matriz de recepción aceptó la transferencia de
la cuenta de dólares de Augusta que le proporcionó su tatuaje de
crédito y le dio un código para la habitación 421: un sencillo
cuadrado de tres por tres con un hueco para la ducha y el aseo, y
un mecanismo dispensador. Había una cama con colchón de gel, una
silla y un estante plegable. Sin embargo, la habitación estaba en
la esquina del edificio, lo que significaba que tenía dos
ventanas.
Le pidió a la pequeña
matriz del dispensador un saco de dormir, tres comidas envasadas,
dos litros de agua embotellada y un neceser, y que lo apuntara todo
en su cuenta. El mecanismo zumbó con suavidad un minuto después y
los objetos aparecieron en la rejilla. Después de eso puso una de
sus matrices de mano en modo centinela y la dejó examinando la
habitación. Si entraba alguien, se lo notificaría a su mayordomo
electrónico de inmediato con un mensaje codificado de una dirección
de un solo uso de la unisfera. Pero no había muchas probabilidades
de que ocurriera. Velaines se enorgullecía de su índice de
criminalidad relativamente bajo y, además, cualquiera que se
alojase en un A+A no tendría nada de valor. A él con eso le
bastaba.
Esa tarde Adam cogió
un tranvía que cruzó la ciudad y lo llevó a otro distrito bastante
desvencijado. Entre las tiendas cerradas y los bares abiertos
encontró una puerta con un pequeño cartel encima:
Partido Socialista
Intersolar Velaines, capítulo 7
Su mayordomo
electrónico le dio a la puerta el código de miembro del partido de
Huw North y el cerrojo zumbó. El interior era lo que se esperaba,
en general, un tramo de escaleras de madera que subían al piso de
arriba, a un par de salas con unas ventanas altas que alguien había
tapado con tablones mucho tiempo atrás. En una de las habitaciones
había un bar que servía cerveza barata de microfábricas y unos
licores de aspecto letal en botellas de cerámica. Un portal de
juegos ocupaba la mayor parte de la segunda habitación, con sillas
para los espectadores apiladas junto a las paredes.
Había varios hombres
sentados junto a la barra, en taburetes. Se quedaron callados
cuando se acercó Adam. Nadie que llevara un traje, aunque fuera tan
barato como el suyo, tenía sitio en aquella habitación.
-Cerveza, por favor
-le dijo Adam al barman. Puso un par de dólares terrestres en el
mostrador, una moneda que se aceptaba sin hacer preguntas en la
mayor parte de los mundos.
Colocaron la botella
delante de él. Todo el mundo lo observó cuando tomó un trago.
-No está mal. -Adam
incluso se las arregló para no perder la compostura. Comprendía que
un club socialista no les comprara a las grandes corporaciones
cerveceras, pero seguro que podían encontrar alguna más pequeña que
produjera cerveza que se pudiera beber.
-¿Nuevo en la ciudad,
camarada? -preguntó el barman.
-Acabo de
llegar.
-¿Se queda mucho
tiempo?
-Una temporada, sí.
Estoy buscando a un camarada llamado Murphy, Nigel Murphy.
El hombre que estaba
al otro extremo de la barra se levantó.
-Pues ese soy yo.
-Era delgado, más alto que Adam, con una cara estrecha a la que no
le costaba expresar suspicacia. Adam supuso que estaba en su
primera vida, estaba casi calvo por completo, con una simple
tonsura de cabello cano y ralo. La ropa que vestía eran la de
cualquier trabajador: vaqueros, camisa de cuadros y un forro polar
abierto por delante con un gorro de lana metido en uno de los
bolsillos. Lo llevaba todo manchado, como si hubiera llegado
directamente de la fábrica o el taller. Pero el modo que tuvo de
mirar a Adam, la forma de medirlo con una sola mirada, lo
distinguía como el líder que era.
-Huw North -dijo Adam
cuando se estrecharon la mano-. Uno de mis colegas pasó por aquí la
semana pasada.
-No sé si me acuerdo
-dijo Nigel Murphy.
-Dijo que usted era
el hombre con el que debía hablar.
-Eso depende del
tema... camarada.
Adam contuvo un
suspiro. A lo largo de los años había soportado aquel mismo ritual
muchas veces. A esas alturas ya debería saber cómo burlar las
chorradas de siempre e ir directamente al grano. Pero era
inevitable, siempre tenía que pasar por lo mismo. El tipo del
barrio tenía que demostrar quién mandaba allí porque sus amigos
estaban delante.
-Hay unos cuantos
temas -dijo Adam-. ¿Puedo invitarlo a una copa?
-Es usted muy
generoso, camarada -dijo uno de los que estaban sentados detrás de
Nigel Murphy-. ¿Qué pasa? ¿Que tiene mucho dinero? ¿Se cree que
puede comprar nuestra amistad?
Adam le dedicó una
sonrisa fría al parroquiano.
-No quiero su amistad
y desde luego ustedes no quieren ser amigos míos.
El hombre les sonrió
a sus amigos, aparentaba unos treinta y tantos años, con esa
temeridad que sugería que esa era su edad real, que aquella era su
primera vida.
-¿Y eso?
-¿Quién es
usted?
-Sabbah. ¿Y a usted
qué le importa?
-Bueno, Sabbah. Si
fuera amigo mío, lo acecharían por toda la Federación y cuando lo
atraparan, moriría. De forma permanente.
Ya no sonreía ninguno
de los presentes en el bar. Adam se alegró de contar con el pequeño
y pesado bulto que le deformaba la americana, producido por la
pistola de iones.
-¿Alguno de ustedes
recuerda el 21 de noviembre de 2344? -Adam miró a su alrededor con
expresión desafiante.
-Estación de Abadan
-dijo Nigel Murphy en voz baja.
-¿Fue usted?
-preguntó Sabbah.
-Digamos solo que
andaba por allí en aquel momento.
-Cuatrocientos
ochenta muertos -dijo Murphy-. Una tercera parte de los cuales
fueron muertes totales. Niños que eran demasiado pequeños para
tener implantes de células de memoria.
-El tren se retrasó
-dijo Adam. Se le secó la garganta al recordar los acontecimientos.
Todavía los veía con una claridad terrible. Jamás se había sometido
a una revisión de memoria, jamás había optado por el camino fácil.
Vive con las consecuencias de tus actos. Así que cada noche soñaba
con la explosión y el descarrilamiento justo delante de la salida,
vagones que se desplomaban sobre los cruces y las vías paralelas en
la zona más concurrida de la estación. Quince trenes sacudidos,
volcados, trenes que se estrellaron, estallaron y explotaron,
trenes que vomitaron sus piezas radiactivas. Y cuerpos-. Estaba en
la parte que no debía de las vías en el momento más inoportuno. Mi
capítulo iba a por el tren del grano de Kilburn.
-¿Querían impedir que
la gente comiera? -preguntó Sabbah con desdén.
-¿Qué es esto, un
garito o un capítulo socialista? ¿Es que no sabe nada del partido
al que apoya? ¿La razón por la que existimos? Hay ciertos tipos de
trenes de grano que están especialmente diseñados para atravesar
salidas con extremos nulos. El TEC no le habla a la gente de esos
trenes, del mismo modo que no dice nada sobre los extremos nulos.
La compañía se gastó millones en el diseño de vagones que pudieran
funcionar en caída libre y en el vacío. Millones de dólares para
desarrollar una maquinaria cuyo único trabajo es tirar su contenido
al espacio. Atraviesan una salida con un extremo nulo, sobre una
vía que pende ahí, sin más, en medio del espacio interestelar.
Nadie sabe dónde. No importa, solo existen para que podamos tirar
sin riesgos cualquier cosa que sea dañina, lejos de los planetas
congruentes con la vida humana. Así que mandan los trenes con sus
vagones especiales y abren las escotillas para expulsar el
contenido. Salvo que no hay nada que represente un peligro físico
en ese grano. No son más que decenas de toneladas de grano en
perfecto estado que se lanza al vacío. Hay otro ingenioso mecanismo
incorporado a los vagones para asegurarse de que se cae. En caída
libre, el grano se queda allí, sin hacer nada, hay que empujarlo
por la fuerza. ¿Y saben por qué lo hacen?
-El mercado -dijo
Nigel Murphy con un toque de hastío.
-Exacto, maldita sea,
el mercado. Si se produce un exceso de alimentos, los precios
bajan. El comercio de materias primas no puede permitirlo, porque
así no sacan el beneficio suficiente para pagar la apuesta que han
hecho con el trabajo de otros, así que el mercado exige que haya
menos alimentos para repartir. Los trenes del grano atraviesan las
salidas con extremos nulos y el pueblo paga precios más altos por
una comida básica. Algo le pasa a una sociedad que permite algo
así. Y el grano no es más que una parte diminuta del abuso al que
está sometido el pueblo gracias a la economía de mercado
capitalista. -Adam se quedó mirando con dureza a Sabbah, sabía que,
una vez más, estaba yendo demasiado lejos, dándole demasiada
importancia a su propio compromiso. Le daba igual, a eso era a lo
que había consagrado su vida; incluso en ese momento, a pesar de
todas sus demás prioridades, la gran causa humana seguía siendo lo
que lo impulsaba en realidad-. Por eso me uní a este partido, para
poner fin a esa clase de monstruosa injusticia. Por eso le he
dedicado mi vida a este partido. Y por eso moriré, una muerte
total, siendo miembro de este partido. Porque creo que la raza
humana se merece algo mejor que esos cabrones de plutócratas que
nos dirigen como si fuéramos una especie de feudo privado. ¿Y
usted, joven? ¿En qué cree usted?
-Gracias por
aclarárnoslo -dijo Nigel Murphy a toda prisa mientras se interponía
entre Adam y Sabbah-. Todos los que estamos aquí somos buenos
miembros del partido, Huw. Quizá nos hayamos afiliado por razones
diferentes, pero todos tenemos los mismos objetivos. -Les hizo un
gesto a Sabbah y a los otros para que se quedaran en la barra y con
el otro brazo apretó un poco el hombro de Adam y se lo llevó hacia
una puerta pequeña-. Vamos a hablar.
La habitación de
atrás se utilizaba para almacenar barriles de cerveza y los demás
cachivaches que va generando un bar a lo largo de los años. Habían
clavado al techo una única banda polifotónica que proporcionaba la
única iluminación del lugar. Cuando se cerró la puerta, el
mayordomo electrónico de Adam le informó que habían cortado su
acceso a la ciberesfera.
-Tendrá que
disculparnos -dijo Nigel Murphy cuando sacaron un par de barriles
de cerveza vacíos para sentarse-. Los camaradas no están
acostumbrados a tener caras nuevas por aquí.
-¿Quiere decir que el
partido es una causa perdida en Velaines?
Nigel Murphy asintió
de mala gana.
-Por lo menos es lo
que parece algunos días. Ahora apenas arañamos un dos por ciento en
las elecciones y muchos de esos votos son solo votos de castigo
contra los partidos principales. Cualquier medida que tomemos
contra las compañías es... No sé. ¿Pueril? Es como si estuviéramos
golpeando un planeta con un martillo de goma, no provocamos ningún
daño. Y siempre se corre el riesgo de cometer otro error como el de
Abadan. Después de todo, el socialismo no pretende matar a la
gente. Se supone que se trata de alcanzar la justicia.
-Lo sé. Es duro,
créame. Yo llevo trabajando para la causa mucho más tiempo que
usted. Pero hay que creer que algún día todo esto va a cambiar. La
Federación de hoy está basada en la pura expansión imperialista.
Siempre es el momento más favorable para la economía de mercado
porque siempre se están abriendo nuevos mercados. Pero eso se va a
terminar. La expansión de la tercera fase no es tan rápida ni tan
agresiva como lo fueron la primera y la segunda, en absoluto. El
proceso entero se está ralentizando. Al final esta locura terminará
deteniéndose y podremos empezar a concentrar nuestros recursos en
un auténtico crecimiento social en lugar de físico.
-Esperemos. -Nigel
Murphy levantó la botella de cerveza-. Bueno, ¿qué puedo hacer por
usted?
-Necesito hablar con
algunas personas. Quiero comprar armamento.
-¿Todavía se dedica a
reventar trenes de grano?
-Sí. -Adam forzó una
sonrisa-. Todavía reventando trenes de grano. ¿Puede
organizármelo?
-Puedo intentarlo. Yo
también he comprado unas cuantas piezas pequeñas a lo largo de los
años.
-No estoy buscando
piezas pequeñas.
-La traficante que
uso quizá pueda ayudarle. Se lo preguntaré.
-Gracias.
-¿De qué clase de
equipo estamos hablando, con exactitud?
Adam le entregó una
copia impresa de la lista.
-El trato es este,
puede añadir cualquier cosa que necesite este capítulo hasta
alcanzar un diez por ciento del precio total. Piense en ello como
una especie de comisión.
-Este equipo no es
ninguna tontería.
-Represento a un
capítulo que no se anda con tonterías.
-De acuerdo. -Nigel
Murphy seguía sin conseguir hacer desaparecer la expresión inquieta
de su rostro mientras leía la lista-. Déme el código de acceso de
su mayordomo electrónico. Le llamaré cuando haya organizado la
reunión.
-Bien. Una cosa, ¿se
ha afiliado algún miembro nuevo hace poco? ¿En el último par de
meses o así?
-No. Por desgracia
hace ya nueve meses que no se afilia nadie. Ya se lo he dicho, no
estamos de moda en estos momentos. Vamos a montar otra campaña de
reclutamiento en los sindicatos. Pero para eso todavía faltan
semanas. ¿Por qué?
-Una simple
comprobación.
Sabbah se odiaba por
lo que estaba haciendo. Era obvio que el camarada tenía buenas
conexiones dentro del partido, muy probablemente en el cuadro
ejecutivo. Lo que significaba que creía de verdad en lo que estaba
haciendo, sobre todo si decía la verdad sobre el tren del
grano.
No era que Sabbah no
creyera en su causa, para nada. No soportaba el modo en el que a
todos los demás parecían irles las cosas mejor que a él, que el
ambiente en el que había nacido y crecido lo hubiera condenado a
una sola vida y encima mal vivida. La forma en que estaba
estructurada la sociedad le impedía mejorar. Eso era lo que le
había atraído en un principio de los socialistas, que trabajaran
para cambiar las cosas, para que las personas como él tuvieran la
oportunidad de tener una vida decente en un mundo global.
Todo lo cual no hacía
más que empeorar las cosas. El camarada estaba trabajando de forma
activa para acabar con las compañías y el estado plutocrático que
las apoyaba. Que era mucho más de lo que parecía hacer Sabbah. Lo
único que hacía el séptimo capítulo era celebrar reuniones
interminables en las que discutían entre sí durante lo que parecían
horas. Y luego estaban las salidas para solicitar votos, pasarse
días soportando que te injuriaran, te insultaran y te trataran con
un desprecio absoluto las mismas personas a las que estaban
intentando ayudar. Y, por supuesto, las manifestaciones delante de
las oficinas de las compañías y las fábricas, emboscando a los
políticos. Sabbah había perdido la cuenta de las veces en las que
se había encontrado con el extremo, un extremo muy doloroso por
cierto, del látigo de descargas de un policía. Solo seguía yendo
por el resto del capítulo. Fuera de él ya no le quedaban muchos
amigos.
Pero es que no le
quedaba más remedio. No le había dado elección.
Había conocido a
aquella mujer nueve años atrás. El trabajo de esa noche era tan
fácil que habría sido un crimen no hacerlo. Había acompañado a un
par de viejos colegas que conocía de sus años de pandillero, cuando
entre todos habían sacado un camión de la academia del correccional
para recorrer las calles. Un camión de reparto que hacía el
servicio nocturno entre la estación planetaria del TEC y varios
almacenes de mayoristas de la ciudad. Llevaba cajas de
electrodomésticos procedentes de Augusta, todo de gran calidad. Y
la camioneta era vieja, la alarma era de chiste.
Gracias a un programa
provocador de caos bastante decente comprado a un contacto se las
habían arreglado para interceptar la furgoneta y llevarse la carga
limpia en menos de diez minutos. Sabbah incluso se llevó un par de
robots doncella con él cuando se fue a casa, además de la tajada
que le correspondía.
La mujer lo estaba
esperando cuando atravesó la puerta; una mujer madura con unos
rasgos levemente asiáticos, el cabello lo llevaba por los hombros y
era de color negro con algunas hebras grises, vestía un elegante
traje de chaqueta. Sentada en su salón, parecía estar más cómoda en
aquel lóbrego apartamento de dos habitaciones de lo que lo había
estado él jamás.
-Ahora puedes elegir
-le dijo cuando a él se le abrió la boca de la sorpresa-. O bien te
disparo en legítima defensa, porque estabas asaltando a una
funcionaria del gobierno en el cumplimiento de su deber, o bien
hacemos un trato y dejo que conserves el pito.
-¿Qui...? -Sabbah
miró su puerta con el ceño fruncido y maldijo en silencio a su
circuito de alarma por no advertirle que aquella mujer había
forzado la entrada.
-¿Es que crees que el
plan del seguro médico público de Velaines te va a pagar un pito
nuevo, Sabbah? Porque te estoy apuntando ahí, por si no te habías
dado cuenta. Sabbah vio horrorizado que la mujer tenía una especie
de tubo de metal negro y pequeño en la mano, y era cierto que lo
mantenía a la altura de su entrepierna. Cambió de posición las
cajas que contenían las doncellas robot y las fue bajando poco a
poco hasta que le cubrieron las caderas y el valiosísimo órgano
personal que había situado por allí.
-Si es usted de la
policía, no...
El violento chasquido
que produjo el arma de la mujer lo hizo encogerse. Varios trozos de
embalaje de espuma flotaron por el aire mientras los restos de la
doncella robot caían al suelo. Los electromúsculos de los miembros
de la maquinita, parecidos a cangrejos, sufrieron unos cuantos
espasmos antes de derrumbarse, inertes. Sabbah se los quedó
mirando.
-¡Ay, Cristo de las
cadenas! -susurró. Después sujetó con más fuerza todavía la caja
que le quedaba.
-¿Sabemos ya dónde
estamos? -preguntó la policía.
-Sí, señora.
-Todo lo que quiero
es que me hagas un favor. Una cosa de nada. ¿Lo harás?
-¿Qué?
-Un día va a aparecer
alguien en tu capítulo y yo quiero enterarme. No puedo darte el
nombre porque cada vez es distinto. Pero querrá comprar algo, armas
con toda probabilidad, o programas para provocar el caos, o
muestras de enfermedades, o componentes con las especificaciones
erróneas que terminarán cargándose aquello en lo que se instalen.
Así es él. Un individuo muy desagradable. Dirá que es miembro del
partido, que hace lo que hace por una causa noble. Pero miente. Es
un terrorista. Un anarquista. Un asesino. Así que quiero que me
avises cuando os visite. ¿De acuerdo?
Sabbah prefirió no
pensar en la alternativa. La mujer seguía con el arma en la mano,
apuntando a sus bajos.
-Sí, claro. Lo
haré.
-Bien.
-¿Cuándo va a
venir?
-No lo sé. Podría ser
mañana. Podría ser dentro de treinta años. Quizá nunca. O quizá lo
atrape antes de que llegue a entrar en Velaines.
-Eh, bueno,
vale.
-Ahora date la
vuelta.
-¿Qué?
-Ya me has oído. -La
mujer se levantó, seguía apuntándolo con la pequeña pistola. Sabbah
se dio la vuelta de mala gana hacia la puerta. La mujer le agarró
las manos y lo obligó a tirar la caja de la doncella robot. Una
banda fría de malmetal se le enroscó alrededor de las muñecas y se
las inmovilizó.
-Pero qué
diablos...
-Estás arrestado por
robo.
-¡No me joda, tiene
que estar de coña! Ya he dicho que la ayudaría. Ese era el trato.
-Volvió la cabeza para intentar mirar a la mujer. El arma se le
clavó en la mandíbula.
-No hay ningún trato.
Tú elegiste.
-¡Ese era el trato!
-chilló él, furioso-. Yo la ayudo y usted me saca de esto. ¡Por
Dios!
-Te equivocas -dijo
la mujer, implacable-. Yo no dije eso. Has cometido un delito y
debes enfrentarte a las consecuencias. Hay que llevarte ante la
justicia.
-Que te jodan, zorra.
Que te jodan. Espero que ese terrorista reviente un centenar de
hospitales y escuelas. Espero que borre del mapa todo tu
planeta.
-No lo hará. Solo le
interesa un planeta. Y, con tu ayuda, podemos evitar que le haga
más daño.
-¿Mi ayuda? -La
palabra le salió como un chillido, se había quedado estupefacto-.
Serás estúpida, so zorra, no te ayudaría ni aunque me la chuparas.
Teníamos un trato.
-Muy bien.
Interpondré una súplica ante el juez para rogarle que sea
indulgente.
-¿Eh? -Aquello era
tan raro que le daba vueltas la cabeza. Aquella mujer lo había
atemorizado desde el principio. Ya ni siquiera estaba seguro de que
fuera policía. Parecía más bien una asesina en serie.
-Le diré que has
prestado toda tu colaboración y que has accedido a ser mi
informador. El expediente no se codificará cuando se incluya en tu
archivo judicial. ¿Crees que tus amigos accederán a él cuando vean
que recibes una sentencia muy leve? ¿Se alegrarán al ver lo que
dice? Mis colegas ya los han arrestado por el robo de esta noche,
por cierto. Supongo que sentirán curiosidad por saber cómo nos
enteramos.
-Oh, maldita sea.
-Sabbah estaba a punto de echarse a llorar. Quería que aquella
pesadilla terminase de una vez-. No puede hacerme eso. Me matarán,
una muerte total. No sabe cómo son.
-Creo que sí que lo
sé. Bueno, ¿vas a avisarme cuando aparezca mi objetivo?
Así que, apretando
los dientes, había dicho:
-Sí.
Y así habían quedado
las cosas durante nueve años. Lo habían dejado en libertad
condicional tras el juicio y lo habían condenado a realizar
doscientas horas de servicio a la ciudadanía. Fue la última vez que
hizo uno de esos trabajitos; por lo menos cosas importantes, solo
alguna que otra estafa de vez en cuando.
Y cada tres semanas
se encontraba con un mensaje en el buzón de su mayordomo
electrónico que le preguntaba si había llegado el hombre. Cada vez
respondía que no.
Nueve años y la
superzorra todavía no había soltado a su presa.
-El tiempo -le había
dicho de camino a la comisaría- no cura nada. -Nunca había dicho lo
que le pasaría si no la avisaba. Claro que, tampoco era algo que le
apeteciera averiguar.
Así que Sabbah
recorrió varias manzanas al salir de la sede del capítulo. De ese
modo su mayordomo electrónico estaría operando a través de un nodo
de la ciberesfera que no estuviera cerca del edificio. El capítulo
tenía varios tipos aficionados a la tecnología; con grandes ideales
sobre el acceso total, todos pisaban un terreno que se acercaba
mucho a las creencias anarquistas y creían que la información
tendría que ser libre. También fumaban cosas que no deberían y
jugaban a juegos de inmersión sensorial durante la mayor parte del
tiempo que permanecían despiertos. Pero también tenían la
desconcertante costumbre de cumplir con su trabajo cuando se
trataba de forzar los bancos de datos por la causa. A Sabbah no le
habría extrañado que el cuadro dirigente del partido hubiera
montado una sencilla operación de vigilancia alrededor del edificio
del capítulo, la red local seguro que estaba comprometida.
Su mayordomo
electrónico introdujo el código que le había dado la mujer. La
conexión se realizó casi de inmediato, lo que fue desconcertante,
aunque no del todo sorprendente. Sabbah respiró hondo.
-Está aquí.
Adam Elvin se tomó su
tiempo en el vestíbulo del club Traje Marcado mientras la camarera
se ocupaba de su abrigo. Sus implantes de retina se adaptaron a las
luces bajas con bastante facilidad y surgió un haz de infrarrojos
que hizo desaparecer las sombras. Pero necesitaba un momento para
asimilar la escena entera. En lo que a clubes se refería, aquel era
bastante normal; reservados junto a las paredes, cada uno con una
cortina electrónica para preservar la intimidad de sus ocupantes,
mesas y sillas en la pista principal, una larga barra con un
extenso número de botellas en los estantes y un pequeño escenario
donde bailaban los chicos, las chicas y los jóvenes afeminados de
la compañía Ángeles del Atardecer. La iluminación era baja, con
puntos de color topacio y morado arrojando sus sombríos haces sobre
la madera oscura del mobiliario. La música estaba alta, un monótono
sintetizador informático que mantenía un ritmo constante para que
los artistas se quitaran la ropa a su compás. Allí había más dinero
del que debería, pensó Elvin. Que era lo que lo protegía.
A la una de la mañana
todas las mesas estaban ocupadas y la multitud de facinerosos que
rodeaba el escenario agitaba billetes con entusiasmo delante de la
cara y la entrepierna de los dos bailarines. Varios de los
reservados estaban ocluidos por campos de fuerza resplandecientes.
A Adam no le hacía gracia, pero era de esperar. Mientras él miraba,
el gerente se llevó a uno de los Ángeles del Atardecer a un
reservado. El campo de fuerza chispeó y les permitió entrar. La
matriz de mano de Adam podía atravesar el sello electrónico, pero
podrían detectar la sonda.
Había muchos
escondites y eso planteaba un riesgo muy alto, pero, una vez más,
era un riesgo al que él estaba acostumbrado. Y en un garito
protegido no les haría gracia ver entrar a la policía.
-Disculpe -dijo el
portero. Pretendía ser amable, aunque tampoco era que importara
mucho, el perfilamiento celular le había dado el mismo volumen que
a Adam, salvo que en el suyo no había grasa.
-Claro.
El portero deslizó
las manos por la americana y los pantalones de Adam. Unas manos
repletas de tatuajes CO cuyos circuitos resplandecieron con una luz
fluorescente de color burdeos escanearon el cuerpo de Adam en busca
de cualquier cosa peligrosa.
-Estoy aquí para ver
a la señora Lancier -le dijo Adam a la camarera cuando el portero
le dio el visto bueno. La joven rodeó con él la sala principal y lo
llevó a un reservado a dos mesas de distancia de la barra. Nigel
Murphy ya estaba allí.
Para ser una
traficante de armas, Rachael Lancier no parecía tener interés en
pasar desapercibida. Lucía un vestido de color escarlata brillante
con un gran escote. Su largo cabello castaño estaba peinado en una
elaborada onda con estrellitas luminiscentes resplandeciendo entre
los mechones. El rejuvenecimiento la había devuelto a los
veintipocos años, cuando era una mujer muy atractiva. Adam sabía
que era un rejuvenecimiento, quizá incluso el segundo o el tercero.
Su actitud la delataba. Ninguna joven de veintidós años poseía esa
confianza que lindaba con lo glacial.
Su guardaespaldas era
un hombre pequeño y delgado con una sonrisa agradable, tan discreto
como ella descarada, que activó el sello electrónico en cuanto
llegó la cerveza de Adam; la cortina envolvió el lado abierto del
reservado con un apagado velo de platino. Ellos podían ver el club
pero ante los clientes aparecía un escudo vacío.
-Menuda lista me ha
pasado -dijo Rachael.
Adam hizo una pequeña
pausa para ver si iba a preguntarle para qué era, pero la mujer no
era tan poco profesional.
-¿Hay algún
problema?
-Puedo conseguírselo
todo, pero debo decirle que la armadura de combate llevará algún
tiempo. Es un sistema que distribuye la policía; yo suelo
proporcionarles armas pequeñas a personas con aspiraciones un tanto
más humildes que las suyas.
-¿Cuánto
tiempo?
-Para la armadura,
diez días, quizá dos semanas. Antes tengo que adquirir un
certificado de usuario autorizado.
-No lo
necesito.
La traficante levantó
el cóctel y tomó un sorbo mientras lo miraba por encima del
borde.
-Eso a mí no me sirve
de nada porque yo sí que lo necesito. Mire, el resto de su lista
está o bien almacenado o flotando por el mercado negro. Puedo
reunirlo en los próximos días. Pero esa armadura, eso tienen que
dármelo proveedores legítimos y ellos tienen que tener el
certificado antes de dejar salir nada de la fábrica.
-¿Puede conseguir el
certificado?
-Sí.
-¿Cuánto? -le
preguntó Elvin antes de que la mujer pudiera soltar su
discurso.
-En dólares de
Velaines, cien mil. Hay un cierto número de personas implicadas y
ninguna sale barata.
-Le pagaré
ochenta.
-Lo siento, esto no
es ningún puesto del mercado. No estoy regateando. El precio es
ese.
-Le pagaré ochenta y
también le pagaré para que embale el resto de la lista como yo
exija.
La mujer frunció el
ceño.
-¿Qué clase de
embalaje?
Adam le pasó un
cristal de memoria.
-Cada arma debe
desmontarse para que queden solo las piezas. Estas deben instalarse
en varios equipos civiles y agrícolas que tengo esperando en un
almacén. Del modo que los distribuiremos, los componentes no podrán
identificarse por mucho que los escaneen o examinen. Todas las
instrucciones están aquí.
-Dado el tamaño de su
lista, es mucho trabajo.
-Quince mil. No es
negociable.
La mujer se humedeció
los labios.
-¿Cómo va a
pagar?
-Dólares terrestres,
en metálico, nada de cuentas.
-¿En metálico?
-¿Es un
problema?
-Su lista le va a
costar setecientos veinte mil. Eso es mucho dinero para llevarlo
encima.
-Depende de a lo que
esté acostumbrada. -Metió la mano en la americana y sacó un grueso
fajo de billetes-. Aquí hay cincuenta mil. Suficiente para que
empiece y demostrar que hablo en serio. Cuando haya reunido la
lista, déme la ubicación del almacén seguro al que puedo enviar mi
maquinaria. Cuando llegue allí, le pagaré un tercio del dinero
restante. Cuando lo haya instalado todo, le pagaré el resto.
El aplomo de Rachael
Lancier vaciló un poco. Le lanzó a su guardaespaldas una mirada y
el empleado recogió los billetes.
-Es un placer hacer
negocios con usted, Huw -dijo.
-Quiero
actualizaciones diarias del estado de cosas.
-Las tendrá.
La investigadora jefe
Paula Myo dejó su oficina de París tres minutos después de recibir
la llamada de Sabbah. Le llevó dieciocho minutos cruzar la ciudad
para llegar a la estación del TEC. Solo tuvo que esperar ocho
minutos en el andén a que llegara el siguiente tren expreso. Llegó
a Velaines en menos de cuarenta minutos.
Dos detectives
veteranos, Don Mares y Maggie Lidsey, de la policía metropolitana
de Tokat, la esperaban cuando el taxi la dejó en su cuartel
general. Dado el nivel de petición de cooperación que había hecho
la Junta Directiva Intersolar de Crímenes Graves, los dos
detectives no tuvieron problemas para solicitar una sala de
conferencias y tiempo para consultar las matrices del departamento.
Su capitán también les había dejado muy claro que esperaba que le
brindaran toda su ayuda a la investigadora jefe.
-Hará un informe
sobre nuestra capacidad operativa cuando todo esto termine -dijo-.
Y la Junta Directiva tiene mucha influencia política, así que
espero que seáis amables y útiles.
Con Don Mares sentado
a su lado y sin dejar de moverse, Maggie Lidsey utilizó su
mayordomo electrónico para pedir el expediente de la investigadora
jefe. Unas amplias columnas de texto verde traslúcido comenzaron a
fluir por la visión virtual generada por sus implantes de retina.
La detective leyó por encima la información, quería refrescarse la
memoria más que hacer una valoración detallada. Todos los agentes
de la ley habían oído hablar de Paula Myo.
La matriz del cuartel
general informó a los dos detectives que su invitada había llegado.
Maggie se centró en las puertas del ascensor cuando se abrieron,
después de hacer desaparecer las espectrales cintas de texto. La
sala de conferencias del octavo piso del cuartel general de la
policía metropolitana tenía paredes de cristal, al igual que todos
los demás cubículos de ese piso. Desde donde estaba, Maggie podía
ver toda la planta. Al principio nadie le prestó mucha atención a
Paula Myo cuando bajó por el pasillo principal, seguida por dos
colegas de la Junta Directiva de Crímenes Graves. Con una blusa
blanca, traje de chaqueta formal y zapatos negros y prácticos,
encajaba a la perfección en aquel afanoso entorno compartimentado
de trabajo. Era un poco baja para los estándares del momento, el
ochenta por ciento de la población se había sometido a algún tipo
de modificación genética. No era que careciera de estatura física,
y era obvio que se ceñía con decisión a una rutina de ejercicios
que mantenían su nivel de forma física muy por encima de lo que la
policía metropolitana le exigía a sus agentes. Aunque Maggie
sospechaba que era más bien una obsesión personal. La investigadora
jefe se había cepillado el espeso cabello de color azabache y lo
llevaba liso, de modo que le llegaba muy por debajo de los
omóplatos. La mujer siempre permitía que le cayera por la cara y le
ocultara parcialmente los rasgos. Dada su reputación, era
comprensible. Pero cuando le daba por utilizar una mano para
apartarse esos mechones, los hombres levantaban los ojos de la mesa
y se la quedaban mirando, y no solo porque era toda una leyenda. La
Fundación para la Estructura Humana del Refugio de Huxley, que eran
los que habían desarrollado con todo cuidado su genoma, había
seleccionado una mezcla de genes filipinos y europeos como punto de
referencia, lo que le había proporcionado una belleza natural de lo
más seductora. Cinco años atrás se había sometido a un
rejuvenecimiento que la hacía aparentar veintipocos años.
Aunque sabía que
jamás debía juzgar a nadie por su aspecto físico, Maggie Lidsey
tuvo problemas para tomarse a aquella chica en serio cuando
estrechó su mano y la de Don. Con su altura y su lozano aspecto,
era muy fácil confundir a Paula Myo con una simple adolescente. Lo
que la delataba era su sonrisa. Parecía carecer de ella.
Los otros dos
investigadores de la Junta Directiva se presentaron como Tarlo, un
californiano alto y rubio, y Renne Kempasa, una latinoamericana de
Valdivia que estaba a medio camino de su cuarto
rejuvenecimiento.
Los cinco se sentaron
alrededor de la mesa y las paredes se oscurecieron.
-Gracias por
responder tan rápido -dijo Paula-. Estamos aquí porque he recibido
un chivatazo, Adam Elvin ha llegado a Velaines.
-¿Un chivatazo de
quién? -preguntó Don.
-Un contacto. No es
el más fiable, pero desde luego hay que investigarlo.
-¿Un contacto? ¿Y ya
está?
-No le hace falta
saber más, detective Mares.
-Usted estuvo aquí
hace nueve años -dijo Maggie-. Al menos ese es el apunte oficial
que hay en nuestros archivos. Así que yo diría que su hombre es
Sabbah. Es miembro del Partido Socialista, como lo era Elvin.
-Muy bien,
detective.
-De acuerdo, estamos
aquí para ayudar -dijo Maggie. Tenía la sensación de haber aprobado
una especie de examen-. ¿Qué necesita?
-Para empezar, dos
operaciones de vigilancia. Elvin ha entrado en contacto con un
hombre llamado Nigel Murphy, del capítulo séptimo del Partido
Socialista de la ciudad. Necesitamos mantenerlo vigilado en todo
momento, tanto de forma virtual como física. Elvin está aquí para
adquirir armas para el grupo terrorista de Bradley Johansson. Ese
tal Murphy será su enlace con algún traficante del mercado negro,
así que podrá llevarnos hasta los dos. Una vez que tengamos la
conexión, podemos interceptar a Elvin y al traficante en el
intercambio.
-Todo eso parece muy
fácil, rutinario casi -dijo Maggie.
-No lo será -dijo
Tarlo-. Elvin es muy bueno. Una vez que lo hayamos identificado,
voy a necesitar un equipo de detectives que nos ayude a rastrear
todos sus movimientos, desde el momento en que llegó. Es un hijo de
puta muy tramposo. Lo primero que habrá hecho es establecer una
ruta de escape por si el trato le estalla en la cara. Tenemos que
encontrarla y bloquearla.
-¿Con que ya lo saben
todo, eh? -dijo Don Mares-. Lo que está haciendo, dónde está. Me
sorprende que nos necesiten siquiera.
Paula lo miró durante
un instante y luego volvió a dirigirse a Maggie.
-¿Hay algún
problema?
-Agradeceríamos
contar con un poco más de información -dijo Maggie-. Por ejemplo,
¿están seguros de que está aquí para ponerse en contacto con un
traficante de armas?
-Eso es lo que hace.
De hecho, en los últimos tiempos es lo único que hace. Casi ha
renunciado al partido por completo. Bueno, al capítulo local le
lanzará un hueso o dos para que colaboren con él, pero lo cierto es
que no ha tomado parte en ninguna acción del movimiento desde
Abadan. El cuadro ejecutivo del partido prácticamente lo repudió, a
él y toda su célula de resistencia, después de aquel fiasco. Fue
entonces cuando se enroló en el movimiento de Bradley Johansson.
Nadie más quería acercársele, era una patata demasiado caliente.
Desde entonces ha sido el intendente de los Guardianes del Ser. Los
actos que cometen en Tierra Lejana hacen que Abadan parezca un
juego de niños.
Don Mares esbozó una
amplia sonrisa.
-¿Ya se las han
arreglado para recuperar parte del dinero?
Tarlo y Renne le
lanzaron miradas hostiles. Paula Myo lo miró sin decir nada. Don
les devolvió la mirada sin inmutarse.
-¿Puede estar armado?
-preguntó Maggie. Miró furiosa a Don. En sus mejores días era un
gilipollas, pero ese día concreto parecía estar deseando
demostrarlo.
-Es muy probable que
Elvin lleve consigo un arma pequeña -dijo Renne Kempasa-. Pero su
armamento principal es la experiencia y la astucia. Si surge algún
tipo de problema físico, no será él el que lo provoque. Tendremos
que investigar bien al traficante de armas, suelen inclinarse por
la violencia.
-Así que nada del
dinero -insistió Don-. Nada después de... ¿cuánto hace ya? ¿Ciento
treinta años?
-También necesito que
su oficina intente rastrear la ruta de exportación de Elvin -dijo
Paula-. La división de seguridad del TEC cooperara por completo con
ellos.
-Nosotros serviremos
de enlace con nuestro capitán para la asignación de agentes -dijo
Maggie-. Ya le hemos dispuesto un despacho y acceso a la matriz del
departamento.
-Gracias. Me gustaría
informar a los equipos de observación dentro de dos horas.
-Un programa
apretado, pero creo que podremos organizarlo.
-Gracias. -Paula no
había apartado los ojos de Maggie-. No, todavía no he recuperado
nada del dinero. La mayor parte se invierte en operaciones de
tráfico de armas como esta, lo que hace que sea especialmente
difícil rastrearlo y recuperarlo. Y hace veinte años que no me
acerco tanto a él. Así que me sentiré muy decepcionada si algún
individuo falla. Creo que eso destruiría su carrera.
Don Mares intentó
quitarle importancia a la amenaza con una risita desdeñosa, pero no
terminó de conseguirlo. Maggie pensó que era porque había
comprendido lo mismo que ella. Paula Myo no sonreía jamás porque no
tenía sentido del humor.
Adam estaba
terminando un desayuno bastante espléndido a primera hora de la
mañana, en el hotel Westpool, cuando su mayordomo electrónico le
informó de que había llegado un mensaje sin firma a su buzón. Venía
de una dirección de un solo uso de la unisfera y el texto que
contenía estaba codificado con una clave que identificó al
remitente de inmediato: Bradley Johansson.
Por fuera, Adam
siguió bebiéndose su café con tranquilidad, mientras los camareros
se afanaban por el restaurante atendiendo a los otros huéspedes. En
su visión virtual preparó el mensaje para la decodificación.
Llevaba la matriz de muñeca en el brazo izquierdo, una sencilla
banda de malmetal sin brillo que se flexionaba y expandía de forma
constante para mantener siempre el contacto con la piel. Su
superficie interna contenía un punto-i que estaba conectado con sus
tatuajes CO que, a su vez, se comunicaban por medio de cables con
los nervios de la mano. La interfaz estaba representado en su
visión virtual por una mano fantasma que él había personalizado de
un tono azul pálido con puntiagudas uñas de color violeta. Por cada
diminuto movimiento que hacía con la mano de carne y hueso, la
virtual hacía un movimiento ampliado que le permitía seleccionar y
manipular los iconos. Era un sistema que venía de serie en toda la
Federación y le proporcionaba a cualquiera que pudiera permitirse
un tatuaje CO conexión directa con la ciberesfera planetaria.
Supuso que la mayor
parte de los hombres y mujeres de negocios que desayunaban a su
alrededor estaban comunicándose en silencio con las matrices de sus
oficinas. Tenían ese aspecto soñador tan típico.
Sacó la clave
apropiada del almacén que tenía en la matriz de la muñeca,
representada por el icono de un cubo de Rubik que tuvo que hacer
girar hasta que colocó todos los cuadrados en su sitio. El cubo se
abrió y Adam dejó caer dentro el icono del mensaje. Una única línea
de texto negro se deslizó por su visión virtual: «Paula Myo está en
Velaines».
Adam estuvo a punto
de tirar su taza de café.
-¡Mierda! Varios
huéspedes cercanos lo miraron. Adam crispó los labios en una
sonrisa de disculpa. La matriz ya había borrado el mensaje, que en
ese momento soportaba un elaborado procedimiento de sobreimpresión
cruzada por si alguna vez lo examinaba un sistema de recuperación
forense.
Adam nunca sabía de
dónde sacaba Bradley la mitad de la información que tenía, pero
siempre había sido fiable al cien por cien. Debería abandonar la
misión de inmediato.
Salvo... que le había
llevado dieciocho meses planearla y organizarla. Se habían
establecido empresas fantasma en una docena diferente de mundos
para gestionar las exportaciones de maquinaria disfrazada que
llegaría a Tierra Lejana, habían fijado los itinerarios una y otra
vez para que no hubiera sospechas y no se dejara ningún rastro. Se
había invertido muchísimo dinero en los preparativos. Y los
Guardianes no recibirían otro envío de armas hasta que él pudiera
organizarlo. Pero antes de poder hacerlo, tenía que saber qué era
lo que había salido mal esta vez.
Y además estaban muy
cerca. La última llamada de Rachael Lancier confirmaba que había
reunido unos dos tercios de la lista. Tan cerca...
El coche de Maggie
Lidsey la condujo al aparcamiento subterráneo del cuartel general
de la policía una hora antes de empezar el turno. Había estado
haciendo horas extra desde que había comenzado aquel caso. Y no era
solo para quedar bien con Paula Myo, estaba aprendiendo mucho de la
investigadora jefe. La atención que le prestaba aquella mujer a los
detalles era increíble. Maggie estaba convencida de que debía de
tener implantes de matrices, junto con células de memoria
suplementarias. No había ningún aspecto de la operación demasiado
pequeño para ella, mostraba interés por todo. La leyenda urbana no
había exagerado su dedicación, desde luego.
El ascensor del
vestíbulo la escaneó para confirmar su identidad y solo entonces
descendió al quinto nivel del sótano, donde estaba situado el
centro de operaciones. El equipo dedicado a Elvin había recibido el
nombre en código, «Redada», y les habían asignado la sala 5A5. A
Maggie la escanearon otra vez antes de que la plancha de metal de
la puerta se deslizara hacia un lado para dejarla pasar. El
interior era sombrío, ocupado por tres filas de paneles con altos
portales holográficos que se curvaban alrededor del operador. Cada
uno de ellos repleto de imágenes y cintas de datos. Una luz láser
brotaba de ellos, envolviéndolos en una bruma pálida e iridiscente.
Un rápido vistazo al más cercano a la puerta le mostró a Maggie las
conocidas imágenes del edificio que utilizaba Rachael Lancier para
dirigir su concesionario, junto con fotos tomadas por los dos
coches del equipo que seguían a Adam Elvin y que mostraban el taxi
que había cogido por todo el centro de la ciudad.
Maggie pidió una
actualización y asimiló a toda prisa los datos llegados durante la
noche. Lo único que sobresalía era el mensaje codificado entregado
al mayordomo electrónico de Elvin a través del nodo del hotel
Westpool. La detective vio a Paula Myo sentada ante su mesa, al
otro extremo de la habitación. La investigadora jefe parecía
arreglárselas con un máximo de dos horas de sueño al día. Había
hecho que le instalaran un catre en su despacho y jamás lo
utilizaba hasta una hora después de que los dos objetivos
principales se hubieran ido a dormir. Y siempre estaba en pie una
hora antes de que esos dos salieran de la cama. El turno de noche
tenía órdenes permanentes de despertarla si ocurría algo fuera de
lo habitual.
Maggie se acercó a
preguntarle por el mensaje.
-Procedía de una
dirección de un solo uso de la unisfera -dijo Paula-. El programa
forense de la Junta Directiva ha rastreado su punto de carga hasta
un nodo público de la ciberesfera de Dampier. Tarlo está hablando
con la policía de allí para que lo compruebe, pero no espero ningún
milagro.
-¿Podéis rastrear una
dirección de un solo uso? -preguntó Maggie. Siempre había pensado
que era imposible.
-Hasta cierto punto.
No ayuda mucho. El mensaje se envió con demora. Quienquiera que lo
cargase ya estaba muy lejos cuando se envió.
-¿Se puede forzar el
código del mensaje? -preguntó Maggie.
-En realidad no, el
remitente utilizó una codificación geométrica plegada. He enviado
una solicitud a la IS, pero ha dicho que no tiene los recursos
disponibles para descodificarlo.
-¿Ha hablado con la
IS? -preguntó Maggie. Estaba impresionada. La Inteligencia Sensible
no solía establecer comunicación alguna con simples
individuos.
-Sí. No le iba a
decir nada más.
-Ah -dijo Maggie-.
Bien.
-Era un mensaje muy
corto -dijo Paula-. Lo que restringe el posible contenido. Yo
apuesto por una advertencia, una autorización o una
suspensión.
-Aquí no se ha
producido ninguna filtración -dijo Maggie-. Estoy segura. Y tampoco
nos han visto.
-Lo sé. Solo con el
origen ya podemos descartar cualquier error por parte de sus
agentes.
-El Partido
Socialista tiene un buen número de cibercabezas de cierta calidad.
Es posible que hayan captado los programas de escrutinio que
tenemos siguiendo al mayordomo electrónico de Murphy.
Paula Myo se pasó una
mano por la frente y presionó lo suficiente como para arrugarse la
piel.
-Es posible
-admitió-. Aunque tengo que tomar otros factores en
consideración.
-¿Ah, sí? -la alentó
Maggie.
-Información
clasificada, lo siento -dijo Paula. Aunque estaba cansada, no
pensaba confiarle sus preocupaciones a nadie. Aunque si Maggie
valía algo como detective, debería ser capaz de resolverlo
sola.
Como Mares había
dicho, ciento treinta y cuatro años sin un arresto era un periodo
de tiempo inquietante. De hecho, era imposible que no se hubiera
arrestado a nadie dados los recursos que Paula podía desplegar
contra Bradley Johansson. Alguien había estado ayudando a Johansson
y sus cómplices a lo largo de todas esas décadas, alguien que los
había ayudado mucho. Pocas personas sabían de sus actividades
diarias así que, lógicamente, era alguien que no pertenecía a la
Junta Directiva. Sin embargo, la administración ejecutiva había
cambiado diecisiete veces desde que le habían dado el mando del
caso. No todas ellas podían albergar simpatizantes secretos de la
causa de Johansson. Lo que la dejaba con el campo mucho más turbio
de las grandes familias y las dinastías intersolares, esa clase de
traficantes de poder que siempre andaban por el medio.
Ella había hecho todo
lo que había podido, por supuesto: había puesto trampas, había
dirigido emboscadas de identificación, había filtrado información
falsa de forma deliberada, había establecido canales de
comunicación no oficiales, había construido una extensa red de
contactos entre las clases políticas, se había ganado aliados en el
corazón del gobierno de la Federación. Pero hasta ese momento los
resultados habían sido mínimos. Cosa que tampoco la inquietaba
demasiado, creía en su capacidad para llevar el caso hasta su
conclusión. Lo que la preocupaba más que nada era la razón para que
alguien, y no digamos ya alguien con una riqueza y poder
auténticos, quisiera proteger a un terrorista como Johansson.
-Tiene sentido -dijo
Maggie con un vestigio de reticencia. Sabía que había una historia
tremenda tras el silencio de la investigadora jefe-. ¿Entonces qué
medida quiere tomar con respecto al mensaje?
-De momento, ninguna
-dijo Paula-. Nos limitaremos a esperar y ver lo que hace
Elvin.
-Podemos arrestarlos
a todos ahora. Hay suficientes armas almacenadas en el
concesionario de Lancier para empezar una guerra.
-No. Todavía no tengo
motivos para arrestar a Elvin. Quiero esperar hasta que la
operación haya llegado a la etapa de contrabando activo.
-Tomó parte en lo de
Abadan. He comprobado el expediente de la Junta Directiva, hay
grabados testimonios suficientes para demostrar su implicación, por
muy buen abogado que tenga. ¿Qué más necesita para
arrestarlo?
-Necesito que envíen
las armas. Necesito su ruta y su destino. Con eso dejaremos al
descubierto a toda la red de los Guardianes. Elvin es importante
sobre todo porque puede llevarme hasta Johansson.
-Arréstelo y haga que
le extraigan los recuerdos. Estoy segura de que cualquier juez le
concedería la orden a la Junta Directiva.
-No espero tener esa
opción. Sabe lo que ocurrirá en cuanto lo tenga bajo custodia. O
bien se suicidará o un implante le borrará todos los
recuerdos.
-No puede
saberlo.
-Es un fanático. No
nos permitirá tener acceso a sus recuerdos.
-¿De verdad lo
cree?
-Es lo que yo haría
-dijo Paula sin más.
Paula informó a los
equipos de vigilancia antes del cambio de turno y les explicó sus
sospechas sobre el mensaje codificado.
-Cambia un poco
nuestras prioridades -dijo-. Si era una cancelación, Elvin se
largará a la estación del TEC. Necesito un destacamento de agentes
que esté allí de servicio permanente para arrestarlo si intenta
irse. Detective Mares, quiere organizarlo, por favor.
-Iré a ver al capitán
para pedirle más personal, claro. -Durante la semana que había
durado la operación, Don Mares había modificado un poco su actitud.
No discutía ni contradecía a Paula, pero tampoco hacía ningún
esfuerzo extra. La investigadora jefe podía vivir con eso, la ley
del mínimo esfuerzo era una deprimente constante en los organismos
encargados de velar por la ley de toda la Federación.
-Nuestra segunda
opción -dijo Paula- es que le hayan dado luz verde. En cuyo caso
tenemos que estar listos para movernos. No habrá cambios en su
misión, pero estén listos para ponerse en marcha de inmediato. La
tercera opción no es tan buena: le han advertido sobre nuestra
vigilancia.
-De eso nada -dijo
Don Mares-. No somos tan torpes. -Hubo un gruñido de asentimiento
entre los oficiales del equipo.
Tarlo le lanzó a
Renne una sonrisa rápida. La jefa siempre generaba un gran nivel de
profesionalidad, fuera cual fuera la fuerza policial con la que
trabajaba. Nadie quería ser el que había fallado a la investigadora
jefe.
-Por improbable que
parezca, tenemos que tenerlo en cuenta -insistió Paula-. Tengan
mucho cuidado y no se arriesguen a quedar al descubierto. Es muy
listo. Lleva cuarenta años haciendo esto. Si ve a uno de ustedes
dos veces en la misma semana, va a saber que lo están siguiendo. No
dejen que les vea. No dejen que vea el coche que están utilizando.
Vamos a conseguir un parque de vehículos mayor para poder rotarlos
más a menudo. No podemos permitirnos ningún error. -Les dirigió un
gesto brusco con la cabeza-. Hoy me uniré al primer equipo. Eso es
todo.
Don Mares y Maggie
Lidsey se acercaron a ella cuando los demás agentes fueron saliendo
del centro de operaciones.
-Si la ve aunque solo
sea un momento, entonces sí que se acabó el juego -dijo Don
Mares.
-Lo sé -dijo Paula-.
Pero necesito estar cerca. Hay algunas cosas que no se pueden hacer
aquí sentada. Me gustaría que hoy se hiciera cargo como coordinador
general.
-¿Yo?
-Sí, tiene la
preparación necesaria y no es la primera vez que toma el mando de
un asalto.
-Bien. -Mares
intentaba contener la sonrisa.
-Maggie, usted se
viene conmigo.
Alcanzaron a Adam
Elvin cuando estaba dando un lento paseo, al parecer sin rumbo
fijo, por el parque Burghal. Hacía algo parecido la mayor parte de
las mañanas, vagaba por un amplio espacio abierto donde al equipo
le resultaba difícil seguirle a pie sin dejarse ver.
Paula y Maggie
esperaban en la parte de atrás de un coche de diez plazas que
estaba aparcado en el extremo norte del parque Burghal. El equipo
tenía el resto de sus vehículos repartidos por todo el perímetro;
tres agentes a pie utilizaban sus implantes de retina para rastrear
la posición de Elvin sin acercarse nunca a menos de quinientos
metros y sin dejar nunca de rodearlo. El Burghal era una zona
inmensa en medio de la ciudad, con pequeños lagos, canchas de
juego, pistas para correr y largas zonas verdes de árboles traídos
de más de setenta planetas diferentes.
-Ya son dos las veces
que ha vuelto sobre sus pasos -dijo Maggie. Observaban las imágenes
transmitidas por los implantes de retina en una pequeña pantalla
que tenía el coche.
-Lo habitual en él
-dijo Paula-. Es un animal de costumbres. Quizá sean buenas
costumbres, pero cualquier rutina termina traicionándote.
-¿Así es como lo ha
encontrado?
-Ajá. Nunca utiliza
el mismo planeta dos veces. Y casi siempre utiliza al Partido
Socialista Intersolar para organizar la primera reunión con el
traficante local.
-Así que convirtió a
Sabbah en su informador y se puso a esperar.
-Sí.
-Durante nueve años.
Joder. ¿Cuántos informadores tiene y en cuántos planetas?
-Información
clasificada.
-Pero según la forma
que tiene usted de operar, siempre los arresta por sus delitos. Lo
que no contribuye a conseguir informadores que cooperen de buena
gana. Corre un riesgo muy grande en un caso tan importante como
este.
-Infringieron la ley.
Deben ser juzgados y responsabilizarse de su delito.
-Mierda, usted está
convencida de lo que hace, ¿verdad?
-Ha accedido a mi
expediente oficial. Tres veces ya desde que comenzó este
caso.
Maggie sabía que se
estaba sonrojando.
Ese día, Adam Elvin
puso fin a su paseo por el parque Burghal y cogió un taxi hasta un
pequeño restaurante italiano de la orilla este del río Guhal que
serpenteaba por los distritos orientales de la ciudad. Mientras
disfrutaba sin prisas de un gran almuerzo, llamó a Rachael Lancier,
una llamada que la policía metropolitana no tuvo problemas para
interceptar.
ELVIN: Ha surgido
algo. Necesito hablar de nuevo con usted.
LANCIER: El vehículo
que quería ya casi está listo para que lo recoja, señor North.
Espero que no haya ningún problema por su parte.
ELVIN: No, no hay
ningún problema con el vehículo. Solo necesito comentar los
detalles con usted.
LANCIER: Los detalles
ya se han acordado. Al igual que el precio.
ELVIN: No pretendo
alterar ninguna de las dos cosas. Solo necesito hablar con usted en
persona para aclarar unos detalles.
LANCIER: No estoy
segura de que eso sea una buena idea.
ELVIN: Me temo que es
esencial.
LANCIER: Muy bien. Ya
sabe cuál es mi lugar favorito. Estaré allí hoy a la hora de
siempre.
ELVIN: Gracias.
LANCIER: Y será mejor
que sea tan importante como dice.
Paula sacudió la
cabeza.
-Rutina -dijo con
tono de desaprobación.
Dieciocho agentes de
policía convergieron en el club Traje Marcado. Don Mares despachó a
los tres primeros a los dos minutos de oír la conversación. El club
no estaba abierto, por supuesto, pero tenían que encontrar tres
puntos de observación y atrincherarse allí.
Dos de los hombres de
Lancier llegaron a las ocho de esa noche y realizaron sus propias
comprobaciones de seguridad antes de llamar a su jefa.
Cuando al fin llegó
Adam Elvin, a la una en punto de la mañana, ya había diez agentes
dentro. Como siempre, se las habían arreglado para fundirse con la
multitud lo suficiente como para evitar que los identificaran como
lo que eran. Algunos habían asumido el papel de hombres de negocios
en busca de un poco de acción después de un largo día en la
oficina. Tres de ellos rondaban el escenario, idénticos a los demás
perdedores que agitaban con frenesí sus mugrientos dólares ante los
cuerpos gloriosos de los Ángeles del Atardecer. Uno incluso había
conseguido un trabajo, estaba en periodo de prueba como camarero y
estaba consiguiendo unas propinas bastante razonables. Renne
Kempasa permanecía sentada en uno de los reservados, la bruma del
sello electrónico la ocultaba de los demás clientes.
El resto del equipo
estaba fuera, listo para continuar con las tareas de seguimiento
una vez terminada la reunión. Paula, Maggie y Tarlo estaban
aparcados a una calle de distancia, en una furgoneta vieja y
desvencijada con el logotipo de una compañía de servicios
domésticos en el costado. Las dos pantallas que habían instalado en
la parte de atrás mostraban imágenes tomadas por los agentes en el
interior del club. Rachael Lancier ya se encontraba en su
reservado, uno diferente esa vez. Su flaquísimo guardaespaldas
estaba con ella. El cuartel general lo había identificado como
Simon Kavanagh, un hombre con una larga lista de pequeños delitos
que se remontaban a tres décadas atrás, casi todos ellos
relacionados con la violencia. Al llegar había barrido el reservado
dos veces y lo había escaneado en busca de cualquier aparato
electrónico oculto o de algún circuito bioneuronal. Los sensores
pasivos que llevaban los agentes más cercanos estuvieron a punto de
dispararse. El guardaespaldas utilizaba un equipo muy sofisticado,
como era de esperar en alguien que trabajaba para una traficante de
armas.
Paula observó a
Lancier y Elvin, que se estrecharon las manos con gesto vacilante.
La traficante le lanzó a su comprador una mirada inhóspita, después
se conectó el sello electrónico que rodeaba el reservado. La
protección que ofrecía el sello quedó reforzada de inmediato por
las unidades que activó Kavanagh. Una de ellas era un pulso
tintinante de intensidad ilegal capaz de freír los ganglios
cerebrales de cualquier insecto que hubiera en un radio de cuatro
metros.
-Muy bien -dijo
Paula-.Vamos a averiguar qué es eso tan importante que tiene que
decir el señor Elvin.
Un metro por encima
de la mesa del reservado, una moscahuso bratatiana se aferraba a la
peluda tela plástica de la estera de la pared. Entre las fibras
artificiales de color morado y verde, su cuerpo traslúcido, de dos
milímetros de longitud, era totalmente invisible. Además de un
cuerpo que funcionaba como el de un camaleón, la evolución sufrida
en su planeta le había proporcionado una fibra neuronal única que
utilizaba una molécula fotoluminiscente como transmisor primario
que la hacía inmune al pulso tintinante ordinario. Solo tenía la
mitad de la esperanza de vida de una moscahuso normal ya que su
código genético había sido alterado por una pequeña empresa
especializada que tenía un contrato con la Junta Directiva; le
habían sustituido la mitad del saco digestivo por una estructura
orgánica más compleja de células receptoras. En el abdomen tenía
una glándula secretora inflamada que expulsaba una hebra de una
telaraña muy fina. Había entrado en ese reservado desde el que
había al lado y había arrastrado la hebra con ella. Unos impulsos
nerviosos muy suaves de las células receptoras flotaban en esos
momentos por el hilo rumbo a un procesador semiorgánico más
estándar, que Renne llevaba en el bolsillo de la chaqueta.
En la pantalla de
Paula se formó una imagen granulada gris y blanca. La investigadora
jefe estaba contemplando las cabezas de las tres personas que
estaban sentadas alrededor de la mesa del reservado.
-¿Se puede saber qué
demonios ha pasado? -preguntó Rachael Lancier-. No esperaba verlo
hasta la conclusión del trato, Huw. Esto no me gusta. Me pone
nerviosa.
-Tengo nuevas
instrucciones -dijo Elvin-. ¿Cómo se supone que iba a
dárselas?
-De acuerdo, ¿qué
clase de instrucciones?
-Hay que añadir un
par de cosas a la lista. Es importante.
-Sigue sin gustarme.
Estoy a un paso de cancelarlo todo.
-No, no va a hacerlo.
Le pagamos mucho por las molestias.
-No sé. Ya son muchas
las putas molestias, joder. Solo hace falta que un policía suspicaz
entre en mi concesionario y me joden viva. Hay mucho equipo
amontonado allí dentro. Equipo muy caro.
Elvin suspiró y metió
la mano en el bolsillo.
-Por todas las
molestias. -Puso un fajo de billetes del tamaño de un ladrillo en
la mesa y lo empujó hacia Simon Kavanagh.
El guardaespaldas
miró a Lancier, que le dio permiso con un asentimiento. Después se
metió los billetes en el bolsillo de la chaqueta.
-De acuerdo, Huw,
¿qué clase de cacharros quiere ahora?
Elvin levantó el
disco pequeño y negro de un cristal de memoria que la traficante le
quitó de la mano.
-Es la última vez
-dijo-. Se acabaron los cambios. Me da igual lo que quiera o cuánto
me pague, ¿entendido? El trato se acaba aquí. Si quiere algo más,
tendrá que esperar hasta la próxima vez. ¿Estamos?
-Claro.
Paula se reclinó
sobre el fino y envejecido tapizado del asiento de la furgoneta. En
la pantalla, Adam Elvin se había levantado para irse. El sello
electrónico del reservado parpadeó para dejarlo salir.
-No era eso -dijo.
Maggie la miró con el ceño fruncido.
-¿Qué quiere
decir?
-Quiero decir que eso
no tenía nada que ver con que quisiera añadir nada a la
lista.
No sé lo que hay en
ese cristal de memoria, pero no es un inventario.
-¿Entonces qué?
-Son
instrucciones.
-¿Y cómo lo sabe? Yo
creo que encaja con lo que pasó.
-Ya vio su reacción
cuando recibió el mensaje en el desayuno. La cámara captó su
expresión a la perfección. Lo dejó clavado en el sitio. La primera
regla en un trato como este es que no se cambian las cosas a estas
alturas del juego. Pone a la gente nerviosa. La reacción de Rachael
Lancier es un ejemplo perfecto. Y no es buena idea poner nerviosos
a los traficantes de armas. Con un trato de este calibre, todo el
mundo ya está bastante alterado y Elvin lo sabe.
-¿Y entonces? Le
sorprendió que sus jefes quisieran cambiar las cosas.
-No me lo
trago.
-¿Entonces qué es lo
que quiere hacer?
-No hay nada que
podamos hacer. Seguir vigilando. Seguir esperando. Pero creo que
nos tiene calados.
La noticia sobre el
cerco de Dyson Alfa se dio a conocer dos días más tarde, a media
mañana. Fue lo que dominó todos los avances de noticias y los
programas de actualidad. Un número sorprendente de ciudadanos de
Velaines tenía algo que decir sobre la revelación y lo que debería
hacerse a partir de entonces.
Maggie prestó
atención a ratos a lo que decían los expertos, tanto a los más
serios como a los más perturbados que aparecían en los noticieros
mientras ella andaba por el centro de operaciones subterráneo. Los
programas no dejaban de repetir una y otra vez el momento en el que
desaparecía la estrella. También aparecían diagramas para
explicarle al gran público lo que había pasado de una forma más
sencilla.
-¿Cree que a Elvin lo
puso nervioso eso? -preguntó Maggie-. Después de todo, se supone
que los Guardianes del Ser nos protegen de los alienígenas.
Paula le echó un
vistazo al portal en el que estaban entrevistando a Dudley Bose. El
anciano astrónomo no podía dejar de sonreír.
-No, lo he
comprobado. El mensaje se envió medio día antes de que Bose
confirmara el acontecimiento. En cualquier caso, no veo por qué el
cerco de las Dyson iba a preocupar a los Guardianes. Su principal
preocupación es el alienígena ese, el aviador estelar, y la forma
que tiene de manipular al Gobierno.
-Sí, recibo su
propaganda. Maldita sea, siempre pico con la autoría del
mensaje.
-Considérese
afortunada de no ser la autora. A mí también me toca recoger los
trozos de esas estafas.
-¿Así que no les
preocupa ese cerco instantáneo?
-No. El cerco de las
Dyson ocurrió hace más de mil años, es prehistoria. Irrelevante
para los Guardianes.
-Sabe mucho sobre
ellos, ¿verdad?
-Casi todo lo que se
puede saber sin llegar a alistarse.
-¿Y cómo es que
alguien como Adam Elvin termina trabajando para una facción
terrorista?
-Tiene que entender
que Bradley Johansson es antes que nada un lunático con mucho
carisma. El movimiento entero de los Guardianes del Ser no es más
que un culto a su personalidad. El movimiento se hace llamar causa
política, pero eso solo forma parte del engaño. Lo triste es que
ese hombre ha atraído a cientos de personas, y no solo en Tierra
Lejana.
-Incluyendo a Adam
Elvin -murmuró Maggie.
-Sí, incluyendo a
Elvin.
-Por lo que he visto
de Elvin, es un hombre muy listo. Y según su expediente, un
socialista radical comprometido de verdad con su causa. No puede
ser tan crédulo como para tragarse la propaganda de
Johansson.
-Solo puedo suponer
que está siguiéndole el juego a Johansson. Elvin necesita la
protección que le proporciona Johansson, y lo cierto es que su
amado partido se beneficia hasta cierto punto, aunque sea muy
pequeño, de esa asociación. Claro que, quizá solo esté intentando
revivir viejas glorias. No se olvide de que es un psicótico; sus
actividades terroristas ya han matado a cientos de personas y cada
uno de esos envíos de armas supone la posibilidad de que haya más
muertes. No espere que sus motivos se basen en la lógica.
La vigilancia
continuó durante once días más. Fueran cuales fueran los artículos
que había añadido Adam Elvin a la lista, dio la sensación de que a
Rachael Lancier no le resultaba fácil adquirirlos. Llegaron varios
contactos nefarios que celebraron reuniones rápidas y privadas con
ella en el despacho de atrás. A pesar de todos sus intentos, el
equipo de apoyo técnico de la oficina metropolitana no fue capaz de
colocar en el interior ningún tipo de mecanismo de infiltración. El
despacho de Lancier estaba blindado con demasiada eficacia. Ni
siquiera las moscas huso podían penetrar en el campo de fuerza de
combate que lo rodeaba. Sus almacenes también estaban bien
protegidos, aunque el equipo había conseguido confirmar los dos en
los que se encontraban las armas. Varios insectos modificados se
habían colado para echar un rápido vistazo por allí antes de
sucumbir a los pulsos tintinantes o a las redes de
electrones.
Los equipos
secundarios de vigilancia siguieron a los proveedores cuando se
fueron y los vieron reunir los alijos de armas y equipos antes de
entregarlo todo en el concesionario. Toda una red clandestina del
infame mercado negro de armas de Velaines fue documentada con todo
cuidado y archivada, lista para la redada que pondría fin a toda
aquella operación.
Al undécimo día, los
observadores grabaron una llamada que Adam Elvin hizo a un almacén
de la ciudad autorizándolos para que enviaran una serie de
maquinarias agrícolas al concesionario de Lancier.
-Ya está -declaró
Tarlo-. Lo están preparando todo para el envío.
-Podría ser -admitió
Paula. Al otro lado de la oficina de operaciones, Mares se limitó a
mirarla y suspirar. Pero la investigadora sí que pidió que los
equipos de arresto estuvieran listos para salir en cualquier
momento.
Maggie estaba en uno
de los coches aparcados cerca del concesionario. Cuando llegaron
los ocho camiones atestados de cajones de embalaje con maquinaria
agrícola, transmitió las imágenes al centro de operaciones. Las
amplias puertas de la verja que rodeaba el complejo del
concesionario se abrieron a toda prisa para dejarlos pasar. Se
produjo un pequeño retraso cuando otro de los coches de Lancier
salió a dar un paseo de prueba. Al negocio legal no le había ido
nada mal durante toda la operación, los clientes legítimos sacaban
hasta una docena de coches al día. Las ventas iban a buen
ritmo.
Los ocho camiones
entraron en los almacenes más grandes que tenía Lancier. Las
puertas descendieron en cuanto aparcó el último en el interior. Los
sensores que el equipo de vigilancia tenía cercando el lugar
informaron de que los sistemas de protección se habían activado de
inmediato.
-¿Dónde está Elvin en
estos momentos? -preguntó Paula.
Tarlo le mostró las
imágenes de su objetivo principal cuando estaba terminando de comer
en un restaurante del centro. Paula se acomodó al lado del panel
para seguirlo, utilizando los sensores que llevaban los equipos de
observación.
Después de comer,
Elvin dio un paseo por una de las calles comerciales y utilizó sus
tácticas habituales para intentar distinguir cualquier sombra que
llevara detrás. Cuando volvió al hotel empezó a hacer la maleta. A
media tarde bajó al bar y pidió una cerveza. La bebió mientras
miraba el portal que había al fondo de la barra, que mostraba a
Alessandra Baron entrevistando a Dudley Bose. Al atardecer, justo
cuando el sol comenzaba a ocultarse tras el horizonte, la maleta lo
siguió abajo y Elvin abandonó el hotel.
-Muy bien -les
anunció Paula a los equipos-. Parece que allá vamos. Todo el mundo
a la posición uno, por favor.
Don Mares estaba en
uno de los cuatro coches asignados al seguimiento de Elvin.
Esperaba a cien metros del hotel y vio que el gran hombre salía del
vestíbulo. Un taxi se detuvo a petición del mayordomo electrónico
de Elvin. Su maleta subió rodando a la plataforma trasera de los
equipajes cuando su dueño lo hizo en el vehículo.
-Preparado, Don -dijo
Paula-. Estamos colocando un escrutador en la matriz de conducción
del taxi. Ah, allá vamos, le ha dicho que lo lleve a la calle
32.
-Eso no está cerca
del concesionario -protestó Don Mares cuando su coche partió en
persecución del taxi.
-Lo sé. Espere.
-Paula se giró hacia los envíos de datos y las imágenes que
llegaban del concesionario. Rachael Lancier y diez miembros de su
personal se encontraban dentro del almacén sellado con los
camiones. Al resto de los trabajadores los habían enviado a casa,
como siempre al final del día.
En el panel que tenía
Paula delante, los monitores de datos comenzaron a lanzarle
mensajes urgentes de advertencia.
-Vaya, qué
interesante. Elvin está cargando un programa de infiltración en la
matriz de conducción del taxi.
La investigadora
observó que el programa escrutador de la policía se borraba antes
de que el nuevo intruso se instalara y realizara un inventario del
sistema operativo.
-Está cambiando de
dirección -informó Don Mares. Había una nota de emoción en su
voz.
-No se ponga nervioso
y siga con él -dijo Paula-. Pero no se acerque demasiado, lo
tenemos cubierto. -De las seis imágenes del taxi que le ofrecía el
gran portal del panel, solo una procedía de un coche perseguidor.
Todas las demás eran envíos de las cámaras de seguridad civil que
cubrían cada calle y cada avenida de la ciudad. Mostraban al taxi
deslizándose con suavidad entre el tráfico de la hora punta.
Elvin debió de
ordenarle que acelerara porque empezó a ir más deprisa.
-No se dejen ver -le
murmuró Paula al equipo de observación cuando el taxi hizo un
brusco giro a la derecha. Ya estaba a más de ciento cincuenta
metros del primer coche perseguidor. La táctica estándar de
encajonamiento había sacado al primer vehículo de la imagen. La
investigadora observó el mapa cuadriculado con sus puntos
brillantes y vio cómo cambiaban de posición para rodear al
taxi.
Elvin volvió a girar
a la derecha y luego de inmediato a la izquierda para salir
disparado por un callejón.
-No le sigáis -les
ordenó Paula-. Esa calle solo tiene una salida.
El coche perseguidor
tres se apresuró a alcanzar la calle donde terminaba el callejón.
El taxi surgió sin contratiempos y giró a la izquierda. Iba en
dirección contraria al coche tres. Se cruzaron a solo un par de
metros.
El coche de Don Mares
retomó su posición tras el taxi, que empezó a acelerar otra vez.
Las pantallas del panel de Paula mostraban las líneas borrosas de
los faros de los coches a ambos lados del taxi, extendiéndose entre
los altos edificios del centro de la ciudad. El taxi giró en la
calle 12, una de las más amplias, con seis carriles y todos llenos
de coches. El taxi comenzó a cambiar de carril al azar. Luego frenó
un poco. Una cámara suspendida lo siguió cuando pasó bajo uno de
los pesados puentes que llevaban las vías del ferrocarril a la
estación planetaria del TEC.
-Maldita sea, ¿dónde
se ha metido? -preguntó Paula-. Don, ¿lo ve?
-Creo que sí. Segundo
carril.
Dos cámaras enfocaron
el otro lado del puente y cubrieron todos los carriles. Un flujo
constante de vehículos pasaba como un rayo. Después, las cámaras
hicieron un zum sobre el taxi. Había cambiado de posición y estaba
de nuevo en el carril exterior.
-De acuerdo -dijo
Paula-. A todos los coches, reduzcan la distancia de separación.
Quédense a menos de ochenta metros. No podemos arriesgarnos a
perder el contacto visual otra vez. Coche tres, métase debajo del
puente, compruébelo. Miren si ha dejado caer algo. El taxi continuó
con sus maniobras evasivas durante otro kilómetro y luego giró de
repente en la calle 45 y se quedó en un carril. Su velocidad volvió
a ser constante, setenta kilómetros por hora.
-Se dirige
directamente hacia nosotros -dijo Maggie.
-Eso parece -asintió
Paula-. Está bien, a todos los coches perseguidores, retrásense
otra vez.
Ocho minutos después
el taxi se detuvo delante del concesionario de Rachael Lancier. Se
abrió la verja, el coche entró, se metió directamente por la puerta
abierta de un almacén y se detuvo junto a una zona de reparaciones
vacía.
Paula entrecerró los
ojos y miró la imagen del portal. Habían dejado la puerta del
almacén abierta, lo que permitía que los sensores y las cámaras del
equipo tuvieran una visión perfecta. Allí no se movía nada.
-¿Qué está pasando?
-preguntó Tarlo.
-No estoy segura
-dijo Paula-. Rachael sigue dentro del almacén, con los camiones.
No, esperad...
Simon Kavanagh
cruzaba en ese momento el hormigón lleno de luz de la planta del
almacén abierto. Su tatuaje bancario pagó la tarifa del taxi. Se
abrió la plataforma trasera del equipaje y la maleta de Elvin salió
rodando. Después empezó a seguir al esbelto guardaespaldas cuando
este se alejó. El taxi salió del almacén.
-Oh, mierda -gruñó
Paula-. A todos los equipos, adelante, fase tres. Repito, estamos
en fase tres. Interceptar y arrestar. Don, pare a ese taxi.
La matriz de ruta del
tráfico urbano le disparó una orden de detención de emergencia a la
matriz de conducción del taxi. Los cuatro coches perseguidores se
adelantaron de golpe y formaron una barrera física alrededor del
vehículo.
Maggie ya se había
puesto en marcha cuando el taxi salió del almacén. El sol se había
hundido por fin en el horizonte diez minutos antes, dejando tras él
un crepúsculo sombrío. Tras la policía, las torres del centro de la
ciudad dibujaban líneas marcadas y resplandecientes en el cielo
oscurecido. Delante de ella solo había unas cuantas bandas
polifotónicas sucias clavadas a las vigas del almacén, proyectaban
un fulgor amarillo y débil por todo el concesionario, con todas sus
filas de coches aparcados. Al otro lado del complejo, una línea
elevada de ferrocarril bloqueaba el horizonte, una gruesa barrera
de hormigón negro que separaba los tejados de la ciudad del cielo
rojizo y cada vez más oscuro. Un único tren de mercancías pasó
siseando y traqueteando por la vía, una rueda impulsora mal
ajustada lanzaba un abanico intermitente de chispas que iban
marcando su avance a medida que se adentraba en la ciudad.
Los compañeros de
Maggie avanzaban a su lado, escabulléndose entre los coches
inmóviles y silenciosos, acercándose al almacén protegido por
sistemas electrónicos y cerrado a cal y canto. La policía activó su
armadura. El sistema, que parecía un esqueleto de color azul cromo
colocado encima del uniforme, empezó a zumbar con suavidad. Su
campo de fuerza se expandió y cargó el ambiente que la rodeaba.
Rezó para que la potencia fuera suficiente. Solo el cielo sabía de
qué calibre serían las armas a las que se enfrentaban.
Varios coches se
detuvieron de golpe tras ella con las llantas chirriando como
animales heridos. Algo más adelante, los miembros punteros del
escuadrón de asalto táctico de la policía habían llegado a la
puerta del almacén. Apenas se detuvieron para dispararle un virote
de hierro a los paneles de compuesto. Un destello cegador iluminó
todo el complejo con un tono monocromo que puso de relieve sus
superficies, acompañado por un crujido atronador. Varios fragmentos
de compuesto ardiente volaron por los aires y revelaron dos grandes
agujeros en el edificio. Los miembros del escuadrón entraron
disparados.
-Alto, policía.
-Ni se te ocurra
moverte, cabrón.
-Tú, las manos donde
yo pueda verlas. Ya.
La adrenalina corría
por las venas de Maggie cuando atravesó corriendo la brecha.
La policía despejó la
pequeña capa de humo que había al otro lado, llevaba la pistola de
iones lista y los implantes de la retina en modo de resolución
total. La sorpresa que la invadió al ver la escena que tenía
delante estuvo a punto de hacerla tropezar.
Rachael Lancier se
encontraba delante de un camión, con gesto despreocupado. La
rodeaban los diez empleados que se habían quedado en el complejo.
Varios robots de descarga habían sacado varias cajas del camión y
las habían apilado con pulcritud en el suelo. Encima de una de
ellas había una botella y diez copas, obviamente a la espera de que
se hiciera un brindis.
-Ah, buenas noches,
detective -dijo Rachael Lancier cuando vio la insignia de Maggie.
Su burlona sonrisa era de auténtica maldad-. Ya sé que ofrezco un
buen trato en la compra de mis coches, pero tampoco hacen falta
tantas prisas. Siempre hay algo para todos los tatuajes
bancarios.
Maggie maldijo por lo
bajo y le puso poco a poco el seguro a la pistola.
-Nos han tomado el
pelo -dijo.
-¿Don? -preguntaba
Paula-. Don, ¿está en el taxi? Informe, Don.
-¡Nada! -escupió Don
Mares-. Está vacío, joder. No está dentro.
-Mierda -gritó
Paula.
-Esto es un montaje
-dijo Maggie-. Esta zorra se está riendo de nosotros. Estoy a cinco
metros de ella y sigue riéndose, coño. Aquí no vamos a encontrar
nada.
-Tenemos que
encontrar algo -exclamó Tarlo, furioso-. Llevamos tres puñeteras
semanas vigilándolos. Vi las armas que metieron ahí, las vi con mis
propios ojos.
Todo había terminado,
se había acabado el espectáculo y el bajón de adrenalina invadió a
Maggie, que se sintió espantosamente cansada. Después se miró en
los ojos resplandecientes y triunfantes de Rachael Lancier.
-Te lo estoy
diciendo. Nos han jodido a lo grande.
La hora de la verdad
fue cuando tuvo que salir rodando del taxi en movimiento, debajo
del puente del ferrocarril. Adam se estrelló contra el suelo y
gritó al sentir el dolor agudo que le golpeó la pierna, el hombro y
las costillas. Después se retorció otra vez y se levantó de golpe.
El segundo taxi, vacío, estaba aparcado y listo a menos de cinco
metros. Se metió de cabeza por la puerta abierta y el mayordomo
electrónico de Quentin Kelleher le dijo que lo llevara directamente
al A+A.
El vehículo se
introdujo con suavidad entre el atestado tránsito. Cuando se dio la
vuelta vio que un coche frenaba de golpe bajo el puente. Dos
personas salieron de un salto y empezaron a examinar el terreno.
Adam esbozó una gran sonrisa al ir aumentando la distancia. No está
mal para un gordo de setenta y cinco años.
La habitación 421
estaba tal y como él la había dejado y la matriz del escáner le dio
luz verde. Entró cojeando. Las magulladuras estaban empezando a
dolerle de verdad. Cuando se sentó al borde del colchón de gel y se
quitó la ropa, encontró un montón de piel raspada que sangraba un
poco. Se aplicó unos cuantos parches curativos y se dejó caer para
permitir que los nervios siguieran su curso. Un poco más tarde
empezó a reírse.
No dejó la habitación
en dos semanas. El mecanismo expendedor le proporcionaba tres
comidas al día. Bebió un montón de líquidos. Su mayordomo
electrónico filtraba todo lo que ofrecían los noticieros locales e
intersolares, una orden de búsqueda especial encontraba todo lo
concerniente a Dyson Alfa.
Se quedaba en la cama
veinte horas al día, alimentándose de comida precocinada barata y
los peores programas de entretenimiento que ofrecía la unisfera. Se
había envuelto el torso y los miembros con unos equipos comerciales
de perfilamiento celular estándar que le iban extrayendo la grasa
poco a poco y ajustaban los pliegues de la piel para que se
adaptaran a su nueva figura, más esbelta; de paso le destrozaron la
mayor parte de los tatuajes CO. Se ajustó a cada pierna, a ambos
lados de la rodilla, un par de gruesas bandas con una textura
correosa. Eran los equipos de profundidad que debían atravesarle la
carne con unos finos tentáculos hasta que alcanzaran el hueso. Poco
a poco, y de una forma harto dolorosa, le redujeron la longitud del
fémur y la tibia en medio centímetro, alterando así su altura y
proporcionándole una medida que no estaba en ninguna de las bases
de datos de delincuentes.
Los ajustes lo
dejaron débil e irritable, como si se estuviera recuperando de una
gripe. Se consoló pensando en el éxito de la misión. Le había
costado otros cien mil dólares, pero Rachael Lancier había
cooperado con entusiasmo. Durante los últimos diez días de la
misión, cada coche que abandonaba el complejo del concesionario
transportaba una parte del pedido. Partes que habían ido dejando
por toda la ciudad, en edificios que le había pagado a la
traficante para que alquilara. Los trabajadores de Rachael lo
habían embalado todo en las cajas que él había enviado meses antes.
La lista entera iba de camino a Tierra Lejana a través de una
multitud de tortuosas rutas y llegaría a lo largo de los meses
siguientes.
Lo único que sentía
era no haber podido ver la cara de Paula Myo cuando había quedado
patente la magnitud del engaño. Solo por eso ya hubiera merecido la
pena sentir las correas en las muñecas.
Diecisiete días
después de aquella noche fatídica, Adam se puso unos pantalones y
una sudadera suelta y dejó el A+A. Un trayecto en taxi de veinte
minutos lo llevó a la estación planetaria del TEC. Se paseó por la
explanada sin que se disparara ninguna alarma. Contento con eso,
cogió el tren expreso a Los Ángeles Galáctico.