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La estrella se
desvaneció del centro de la imagen del telescopio en menos tiempo
de lo que dura un latido humano. No había error posible. Dudley
Bose la estaba mirando directamente cuando ocurrió. Parpadeó
sorprendido y se apartó un poco del ocular.
-No puede ser
-murmuró.
Se estremeció un
poco, hacía mucho frío, y se golpeó los brazos con las manos
enguantadas. Su mujer, Wendy, había insistido en que se abrigara
bien esa noche y él había obedecido saliendo de casa con un grueso
abrigo de lana y unos recios pantalones de montaña. Pero, como
siempre, cuando el sol descendía bajo el horizonte de Gralmond,
cualquier calor que pudiera contener la atmósfera del planeta,
bastante enrarecida por cierto, se evaporaba casi de inmediato. Con
el edificio que albergaba el telescopio expuesto a los elementos a
las dos de la mañana, la temperatura había caído lo suficiente como
para convertir cada aliento en una serpentina de bruma gris.
Dudley sacudió la
cabeza para desprenderse de la fatiga y volvió a apoyarse en el
ocular. El campo estelar seguía igual, no se había producido ningún
desliz en el alineamiento del telescopio, pero Dyson Alfa seguía
desaparecida.
-No puede haber sido
tan rápido -dijo.
Ya llevaba catorce
meses observando el Par Dyson, buscando las primeras indicaciones
del cerco que cambiaría de una forma radical el espectro de
emisión. Hasta ese momento no había habido ningún cambio en la
diminuta mota amarilla que a mil doscientos cuarenta años luz de
Gralmond era Dyson Alfa.
Ya sabía que habría
un cambio, había sido el Departamento de Astronomía de la
Universidad de Oxford, en la Tierra, el primero en observar la
anomalía durante una comprobación rutinaria del cielo allá por el
2170, doscientos diez años atrás. Desde el examen anterior, veinte
años antes, dos estrellas, una tipo K y una tipo M separadas entre
sí por tres años luz, habían cambiado su espectro de emisión por
completo, dejándolo convertido en un infrarrojo no visible. Durante
unos cuantos escasos meses el descubrimiento había causado
encendidos debates entre el resto de la comunidad astronómica, que
se preguntaba cómo podían deteriorarse y convertirse en gigantes
rojas tan rápido, y la extraordinaria coincidencia que suponía que
dos vecinas estelares hicieran lo mismo a la vez. Fue entonces
cuando un planeta recién colonizado y situado a cincuenta años luz
de la Tierra informó que el par seguía siendo visible en su
espectro original. Los astrónomos se fueron remontando y
comprobaron el espectro a diferentes distancias de la Tierra, lo
que les permitió calcular que el cambio producido en ambas
estrellas había tenido lugar en realidad a lo largo de un período
aproximado de siete u ocho años y era simultáneo. Dada la velocidad
del incidente, la naturaleza del cambio dejó de convertirse en una
cuestión astronómica; a las estrellas de esa naturaleza les llevaba
muchísimo más tiempo transformarse en gigantes rojas. Su emisión no
había cambiado debido a ningún proceso estelar natural, era el
resultado directo de una intervención tecnológica a gran escala, la
mayor posible. Alguien había construido un caparazón sólido
alrededor de cada estrella. Era una hazaña con la que solo podía
rivalizar el periodo de tiempo en el que se había logrado. Ocho
años era un margen asombroso para fabricar una estructura tan
gigantesca como aquella, incluso para una civilización
superavanzada y al parecer habían construido dos al mismo tiempo.
Con todo, aquel concepto no era del todo nuevo para la raza
humana.
En el siglo XXI, un
físico llamado Freeman Dyson había postulado que los artefactos de
una civilización con una tecnología avanzada terminarían por rodear
su estrella para poder utilizar toda su energía. Al parecer,
alguien había convertido en realidad aquella antigua hipótesis. Era
inevitable que las dos estrellas se bautizaran de modo formal con
el nombre de Par Dyson.
Se escribieron
artículos especulativos y se realizaron estudios teóricos sobre el
modo de desmantelar planetas del tamaño de Júpiter para producir un
caparazón así. Pero incluso en la moderna Federación Intersolar,
aquello solo le interesaba a una minoría, no era más que un tema de
debate para los futurólogos más esotéricos. No había ninguna
urgencia real relacionada con el descubrimiento. La raza humana ya
se había encontrado con varias especies alienígenas inteligentes,
todas ellas tranquilizadoramente inofensivas, y la Federación se
iba expandiendo a un ritmo constante. Solo era cuestión de siglos
que se abriera un agujero de gusano que diera acceso al Par Dyson.
Cualquier pregunta que quedara sobre su construcción la
responderían los propios alienígenas en su momento.
Pero entonces Dudley
vio que el cerco era instantáneo y se quedó con toda una serie de
preguntas muy incómodas sobre la composición de la estructura del
caparazón. En un primer momento se había supuesto que un periodo de
construcción de ocho años para cualquier caparazón de ese tamaño
era, desde luego, una hazaña notable, pero era obvio que se podía
lograr. Al comenzar la observación, el astrónomo esperaba notar un
eclipse anual y progresivo de la luz de la estrella a medida que se
iban produciendo y colocando segmentos del caparazón. Pero aquello
lo cambiaba todo. Para aparecer de una forma tan abrupta, la concha
no podía ser sólida. Tenía que ser una especie de campo de fuerza.
¿Por qué se iba a rodear una estrella con un campo de fuerza?
-¿Estamos grabando?
-le preguntó a su mayordomo electrónico.
-No estamos grabando
-respondió el mayordomo electrónico-. En estos momentos no hay
ningún sensor electrónico activo en el centro del telescopio. -La
voz era un poco aflautada y estaba triplicada, un tono que había
ido empeorando a lo largo de los últimos años. Dudley sospechaba
que el tatuaje CO de su oído estaba empezando a degenerarse; el
sistema de circuitos orgánicos siempre era propenso a sufrir los
ataques de los anticuerpos y el suyo tenía más de veinticinco años.
No era que la resplandeciente espiral de color escarlata y turquesa
que lucía su piel hubiera cambiado. Después de su último
rejuvenecimiento el típico arranque juvenil lo había hecho elegir
un grabado visible, muy elegante y moderno en aquellos tiempos.
Pero para un profesor universitario de mediana edad resultaba
embarazoso andar por el campus con él. Debería haber hecho que le
borraran el viejo dibujo y lo sustituyeran con algo más discreto,
pero por alguna razón nunca se había puesto a ello, a pesar de los
reiterados ruegos de su mujer.
-Maldita sea -gruñó
Dudley con amargura. Claro que la idea de que su mayordomo
electrónico tomara la iniciativa era una causa perdida. Dyson Alfa
se había alzado apenas cuarenta minutos antes. Dudley había estado
instalando el equipo de observación y llevando a cabo la
verificación final habitual. Una tarea esencial por culpa de los
mal conservados sistemas mecánicos que orientaban el telescopio. El
astrónomo nunca ordenaba la activación del sensor hasta que se
completaban las comprobaciones. Y esa remilgada rutina quizá
acabara de costarle todo el proyecto de observación.
Dudley volvió a echar
otro vistazo. La pequeña estrella, tozuda ella, seguía ausente del
espectro visual.
-Conecta los
sensores, ¿quieres? Alguna grabación tendré que tener de esta
noche.
-Estamos grabando
-dijo su mayordomo electrónico-. A los sensores no les vendría mal
un recalibrado, la definición óptima de toda la imagen es bastante
escasa.
-Ya, enseguida me
pongo a ello -respondió Dudley con aire ausente. El estado de los
sensores era un problema del equipo, un problema que debería
asignarle a sus estudiantes, (a los tres). Junto con otras cien
tareas más, pensó con cansancio. Se apartó del telescopio y utilizó
los pies para propulsar la silla de oficina de cuero negro por el
suelo de cemento del observatorio. El estrépito de las viejas
ruedecillas del mueble resonó con frialdad por el cavernoso
interior. Había suficiente espacio vacío para albergar toda una
hueste de sofisticados sistemas auxiliares que podrían poner al
observatorio a una altura casi profesional, podría incluso acoger
un telescopio más grande. Pero la Universidad de Gralmond carecía
de los fondos necesarios para llevar a cabo semejante modernización
y todavía no había conseguido obtener el patrocinio comercial de
Transporte Espacial por Compresión, la única compañía a la que de
verdad le interesaban tales asuntos. Hasta la fecha, el
Departamento de Astronomía sobrevivía con una colección de exiguas
ayudas gubernamentales y unas cuantas dotaciones concedidas por
fundaciones puramente científicas, hasta una sociedad benéfica
educativa con base en la Tierra hacía una donación anual. Al lado
de la puerta se encontraba el largo banco de madera que le servía
de oficina a todo el departamento. Estaba repleto de hileras de
equipo electrónico de segunda mano bastante antiguo y portales de
alta resolución. El maletín marrón de cuero de Dudley también
estaba allí, con sus tentempiés de medianoche y un termo de té.
Abrió la cartera y empezó a mordisquear una galleta de fibra con
chocolate mientras las imágenes del sensor comenzaban a reflejarse
en los portales. -Pon el infrarrojo en la pantalla principal -le
dijo al mayordomo electrónico. En el gran portal principal, unas
motas holográficas se fueron reuniendo hasta convertirse en una
falsa imagen en color del campo estelar, centrado alrededor del Par
Dyson. Dyson Alfa emitía una leve señal infrarroja.
-Así que el cerco era
eso -caviló Dudley. Al menos la gente tendría que admitir que había
ocurrido en menos de veintitrés horas, desde que se había grabado
la última observación. Era un comienzo, aunque no sirviese de
mucho. Después de todo, acababa de presenciar algo asombroso, pero
lo más probable era que lo único que consiguiese a cambio fuese la
incredulidad de todos y una lucha gigantesca por mantener su
reputación, que tampoco estaba en su mejor momento.
Dudley tenía noventa
y dos años, estaba en su segunda vida y se acercaba a toda prisa al
momento de someterse a otro rejuvenecimiento. A pesar de que su
cuerpo tenía la edad física de un hombre normal de cincuenta años,
contemplaba con horror la perspectiva de una larga y degradante
campaña en el seno del mundo académico. Para lo que se suponía que
era una civilización avanzada, la Federación Intersolar podía ser
espantosamente anticuada a veces, por no mencionar cruel.
Quizá no sea para
tanto, se dijo. La mentira fue lo bastante reconfortante como para
conseguir que aguantara lo que le quedaba del turno de noche.
El todoterreno
Carlton llevó a Dudley a casa apenas había amanecido. Al igual que
el astrónomo, el vehículo era viejo y estaba desgastado pero era
más que capaz de hacer su trabajo. Tenía un motor diesel barato,
bastante común en un mundo semifronterizo como Gralmond, aunque su
matriz de conducción era un procesador fotoneuronal de vanguardia.
Con su alta suspensión y las llantas de rodaduras profundas, el
vehículo podía avanzar por la pista de tierra que llevaba al
observatorio en cualquier estación e hiciera el tiempo que hiciera,
incluyendo el metro de nieve que caía durante los inviernos de
Gralmond.
Esa mañana solo tenía
que enfrentarse a una ligera llovizna y a la fina superficie de
barro que cubría la pista. El observatorio estaba situado en el
alto páramo que había a noventa kilómetros al este de Ciudad
Leónida, la capital del planeta. No se podía decir que estuviese
encaramado en la cima de una montaña, pero era el terreno más alto
que había a una distancia razonable y no era muy probable que
llegara a sufrir contaminación lumínica. Pasaron cuarenta minutos
antes de que el Carlton comenzara a serpentear pista abajo para
llegar a los valles inferiores, donde la autopista principal se
deslizaba por la base de las pendientes. Solo entonces comenzaban a
percibirse señales de actividad humana. Se habían construido unas
cuantas casas de labranza en los pliegues protegidos de tierra,
donde densas extensiones de los oscuros cinomeles de hoja perenne
nativos de la zona ocupaban el suelo por encima de cada arroyo y
cada río. Se habían establecido pastos en las desoladas laderas de
las colinas y allí temblaban los animales entre los vientos fríos
que bajaban del páramo.
Y mientras el Carlton
se mecía con cautela por la pista, Dudley se había hundido en el
asiento del conductor pensando en cómo podía anunciar la buena
nueva de una forma realista. Un cerco en veintitrés horas era un
concepto que hasta la pequeña comunidad de astrónomos profesionales
de la Federación descartaría sin más. Afirmar que había ocurrido en
una fracción de segundo lo dejaría expuesto al ridículo más
absoluto y, sin duda, a una evaluación interna de su estatus por
parte de la universidad. En cuanto a los físicos y a los ingenieros
que lo oyeran... no tardarían en contribuir con gran regocijo al
caso que se abriera contra él.
Si se hubiera
encontrado al comienzo de su carrera quizá lo hubiera hecho, y
habría logrado cierto grado de notoriedad antes de demostrar que
tenía razón. Un solo hombre contra unos obstáculos formidables, una
figura casi heroica, o al menos poética y romántica. Pero en esos
momentos no podía correr semejantes riesgos, era demasiado para él.
Necesitaba otros ocho años de empleo ininterrumpido, incluso con el
escaso y degradante salario de la universidad, para poder cobrar su
pensión completa de descanso remunerado, sin ese dinero no tendría
forma de costearse un rejuvenecimiento. ¿Y, en esas últimas décadas
del siglo XXIV, quién iba a darle empleo a un astrónomo
desacreditado?
Se quedó mirando el
paisaje que se extendía ante las ventanillas del vehículo,
acariciándose sin querer el tatuaje CO de la oreja. Una luz pálida
iluminaba el paisaje bajo y ondulado de hierba spartina, gris y
húmeda, y revelaba a las vacas terrestres de aspecto miserable y
los rebaños de nigines bovinos de la zona. Allí fuera debía de
haber un horizonte, pero el cielo inhóspito y gris hacía que no
fuera fácil distinguir dónde empezaba. En lo que a paisajes se
refería, aquel tenía que ser uno de las más deprimentes de los
mundos habitados.
Dudley cerró los ojos
y suspiró.
-Y sin embargo, se
mueve -susurró.
En lo que a
rebeliones se refería, la de Dudley era bastante patética. Sabía
que no podía pasar por alto lo que había visto allí fuera, entre
aquellas constelaciones eternas e inmutables. Comprendió un tanto
agradecido que todavía le quedaba la dignidad suficiente como para
no optar por la solución más sencilla, enterrar el tema. Sin
embargo, anunciarle la aparición del cerco al mundo en general
significaría el fin de su mundo concreto. Quizá los demás vieran en
él simple mansedumbre, pero él prefería pensar que era la cautela
que se adquiría con la edad. Algo parecido a la sabiduría, en
realidad.
Dicen que genio y
figura hasta la sepultura, así que el astrónomo descompuso el
problema en varias fases, como siempre les enseñaba a sus alumnos,
y se puso a resolver cada una con toda la lógica que era capaz de
aplicar. Muy sencillo, la prioridad más abrumadora era confirmar la
velocidad del crecimiento del cerco. Una oleada de pruebas que en
esos momentos se estaba alejando de Gralmond a la velocidad de la
luz. Y Gralmond se encontraba casi al límite de la Federación en
esa sección del espacio. Casi, pero no del todo.
La Federación
Intersolar ocupaba un volumen de espacio más o menos esférico que
tenía a la Tierra en el centro y se iba extendiendo hacia la fase
tres que en esos momentos el TEC comenzaba a abrir para los
colonos. Gralmond se encontraba a doscientos cuarenta años luz del
viejo mundo, uno de los últimos planetas de la fase dos en
colonizarse. A Dudley no le hicieron falta grandes cálculos para
averiguar que el siguiente planeta que presenciaría el cerco sería
el vecino Tanyata, un mundo incluso menos desarrollado que
Gralmond. Todavía no tenía universidad, pero una búsqueda de datos
en la unisfera le proporcionó una lista de astrónomos aficionados
de la zona. Solo había un nombre.
Cinco meses y tres
días después de la noche en que vio desaparecer a Dyson Alfa,
Dudley se despedía con gesto nervioso de su mujer y el Carlton
salía del camino de entrada. Su esposa pensaba que su viaje a
Tanyata era legítimo y estaba aprobado por la universidad. Incluso
después de once años de matrimonio, el astrónomo no tenía valor
para contarle toda la verdad. O quizá, después de cinco
matrimonios, sabía qué era mejor callarse.
El Carlton lo llevó
directamente a la estación planetaria del TEC, al otro lado del
campus universitario, en Ciudad Leónida. La primavera acababa de
llegar, trayendo consigo una llovizna de brotes verdes llenos de
vida que cubrían las ramas de los arbolitos terrestres de los
parques de la ciudad. Hasta los árboles nativos adultos respondían
a los días más largos y luminosos; su corteza, de un color violeta
oscuro, había adquirido un nuevo brillo más lustroso mientras se
preparaban para desplegar sus doseles de hojas. Dudley observó
desde su asiento a los habitantes de la ciudad, hombres y mujeres
de negocios y oficinistas que andaban con pasos firmes y resueltos;
padres que se mostraban tolerantes o exasperados con sus hijos;
adolescentes en su primera vida que se arremolinaban fuera de los
cafés y a las puertas de los centros comerciales, con una torpeza
imposible y a pesar de todo consiguiendo de algún modo parecer los
pandilleros más letales de la historia de la humanidad. Todos ellos
tan brillantes y normales. Era la razón principal que había
empujado a Dudley a asentarse en aquel planeta durante los últimos
años de su segunda vida. Los planetas fronterizos siempre tenían
ese aire contagioso de expectación y esperanza; allí, los sueños
nuevos todavía podían afianzarse y crecer. Y él no había hecho gran
cosa con su segunda vida. Con su reubicación un tanto desesperada
en aquel planeta no hacía más que reconocer lo innegable.
El TEC había abierto
la estación planetaria de Gralmond poco más de veinticinco años
antes. De hecho, más o menos cuando a Dudley le hicieron su
pintoresco tatuaje CO, una ironía que al astrónomo no se le
escapaba. Al planeta no le había ido nada mal durante su primer
cuarto de siglo de historia humana. Habían llegado los granjeros y
habían soltado en sus tierras sus tractores robot y sus rebaños.
Los urbanitas se trajeron sus edificios prefabricados que fueron
colocando en pulcras cuadrículas y llamaron ciudades como homenaje
a las magníficas metrópolis que esperaban que surgieran de unos
comienzos tan humildes. Se importaron fábricas, que llegaron
cabalgando sobre la robusta marea de las inversiones; a su
alrededor se multiplicaron con afán los hospitales, las escuelas,
los teatros y las oficinas gubernamentales. Salieron carreteras de
los núcleos de población, carreteras que enviaron tentáculos que
exploraron el continente entero. Y, como siempre, tras ellas
llegaron los trenes y con ellos una mayor carga comercial.
El Carlton de Dudley
lo llevó por la carretera paralela a la ruta que seguía el
ferrocarril Mersy para dejarlo en la estación planetaria del TEC.
Una sencilla valla metálica y una barrera de seguridad de plástico
era todo lo que separaba la autopista de dos carriles de las
gruesas líneas de raíles de acero unidos por carbono. La ruta del
ferrocarril Mersy era una de las cinco vías importantes que salían
de la estación hasta ese momento. La población de Gralmond estaba
muy orgullosa de ellas y con toda razón. Cinco en veinticinco años:
señal de que la suya era una economía sana y en expansión. Tres de
las rutas, incluyendo la Mersy, conducían a inmensos polígonos
industriales que ocupaban varias zonas de las afueras de Ciudad
Leónida mientras que el par restante se adentraba en el campo,
donde se bifurcaban una y otra vez para conectar las principales
ciudades agrícolas. Las mercancías entraban y salían en tropel de
la estación planetaria del TEC día y noche, aumentando poco a poco
a medida que pasaban los años; circulaba el dinero, los materiales
y la maquinaria por las tierras nuevas, haciendo avanzar las
fronteras humanas mes a mes.
Un gran tren de carga
pasó retumbando, apenas algo más rápido que el Carlton. Dudley
levantó la cabeza al oír el sonido y vio los largos vagones de
color verde oliva. Las letras de un color amarillo sulfuro
dibujadas en los costados se habían ido desvaneciendo por la acción
del tiempo y la luz. Debía de haber unos cincuenta enganchados y de
todos tiraba una locomotora gigantesca de veinte ruedas. Era una de
las locomotoras de clase GH7, pensó, aunque no estaba seguro de la
marca; aquellos mastodontes llevaban usándose casi ochenta años:
una carrocería de treinta y cinco metros repleta de baterías
superconductoras que propulsaban unos inmensos motores de eje.
Gralmond no vería nada más grande hasta que el planeta se
industrializara por completo, en unos setenta años, quizá.
Aun así, seguía
pareciéndole un tanto incongruente que semejante monstruo rodara
por la floreciente ciudad. Ese distrito todavía lucía muchos de los
edificios prefabricados originales, cubos de dos o tres pisos de
aluminio blanqueado con tejados de células solares. No se podía
decir que la reurbanización fuera muy necesaria en un mundo en el
que la tierra no es que fuera barata, es que el gobierno se la
regalaba a cualquiera que la pidiera. La población total de
Gralmond apenas alcanzaba los dieciocho millones, allí no existía
el hacinamiento. Los prefabricados, sin embargo, permanecían allí
para proporcionar alojamiento y centros comerciales a los recién
llegados más pobres. Pero a medida que la economía local se iba
levantando poco a poco, algunas de las manzanas de las
desvencijadas cajas de metal se habían ido derribando para
sustituirlas por edificios nuevos de piedra o con fachada de
cristal. Más común era la utilización del coral seco, una planta
originaria de Mecheria. Los nuevos residentes plantaban los granos
transgénicos en la base de sus casas y atendían con esmero las
largas hebras planas de piedra esponjosa, similar a la piedra
pómez, que iba trepando con rapidez por las paredes, ensanchándose
para formar un robusto caparazón orgánico que rodeaba toda la
estructura, con un simple podado se mantenían las ventanas
despejadas. Los colores se mezclaban y entrelazaban con habilidad,
formando elaborados dibujos y haciendo de cada edificio una
individualidad distinta que rompía la monotonía del barrio. Por
mucho polvo y suciedad que provocaran las carreteras, el coral seco
absorbía todos los gránulos y mantenía la marquetería de la fachada
limpia y llena de color.
A medida que avanzaba
el aburguesamiento urbano, las vías del Mersy parecían cada vez más
fuera de lugar. Varias secciones de la valla metálica tenían ya
brotes de coral seco cubriéndolos y ocultando la fealdad de las
vías de las casas y apartamentos elegantes más cercanos.
La terminal de
pasajeros solo era una pequeña parte de los diez kilómetros
cuadrados que ocupaba la estación planetaria del TEC; la mayor
parte de la zona estaba dedicada a las áreas de clasificación y las
obras de ingeniería. En uno de los extremos estaba la salida en sí,
protegida de los elementos por el único y amplio vano de un tejado
arqueado hecho de cristal y hormigón blanco. Dudley casi no la
recordaba de cuando había llegado once años atrás, tampoco es que
hubiera cambiado. Esas salidas nunca cambiaban.
El Carlton lo dejó en
la parada de salidas, delante de la terminal y luego se volvió a
casa rodando en cuanto el astrónomo salió con el equipaje. Entró en
la estación y se encontró inmerso en una multitud de gente que
parecía ir en todas direcciones salvo en la que él quería. Aunque
era relativamente nueva, la explanada tenía un aspecto anticuado:
altas columnas de mármol sostenían un tejado elevado de cristal;
las franquicias acechaban entre los arcos de estilo catedralicio;
las cortas escaleras que unían los diferentes niveles eran
demasiado anchas, como si condujeran a algún palacio escondido; las
estatuas y las esculturas ocupaban nichos altos y profundos y hasta
la última de sus superficies planas estaba cubierta de excrementos
de pájaros. En el aire colgaban grandes proyecciones holográficas
traslúcidas, carteles de color carmesí y esmeralda que confirmaban
la información de los trenes para cualquiera que no tuviera una
interfaz con la red local; unos pajaritos los atravesaban zumbando
sin parar y ululaban, perplejos, al ver el rastro de chispas que
provocaban sus alas membranosas.
-El tren de Verona
sale del andén 9 -dijo el mayordomo electrónico de Dudley.
Echó a andar por la
explanada hacia el andén. Verona era un destino habitual y había un
tren que salía cada cuarenta minutos. Había muchos viajeros que se
desplazaban entre ambas ciudades todos los días, ejecutivos medios
de compañías de finanzas e inversiones que trabajaban en el
establecimiento y dirección de la infraestructura civil de
Gralmond.
El tren de Verona
estaba compuesto por ocho vagones de dos pisos enganchados a una
locomotora PH54 de tamaño medio. Dudley metió las maletas en el
compartimento para equipajes del quinto vagón, se subió a bordo y
encontró un asiento vacío junto a una de las ventanillas del piso
superior. Y después ya no le quedó más que intentar hacer caso
omiso de la creciente tensión que lo iba invadiendo a medida que el
reloj de su visión virtual realizaba la cuenta atrás para la
partida. Había siete mensajes para él en el buzón de su mayordomo
electrónico, la mitad de los cuales eran de sus estudiantes y
contenían tanto grupos de datos, como de audio.
Los últimos cinco
meses habían sido extraordinariamente ajetreados para el pequeño
Departamento de Astronomía de la universidad, aunque no se había
realizado ninguna observación estelar en todo ese tiempo. Dudley
había declarado que el estado del telescopio y sus instrumentos era
inaceptable y que habían estado descuidando el lado práctico de su
profesión. Bajo su supervisión se habían desmantelado y revisado,
uno por uno, los motores de rastreo y después los cojinetes,
seguidos de todo el equipo de sensores. Con el telescopio fuera de
servicio, también tuvieron la oportunidad de modernizar e integrar
los programas de control especializados y de análisis de imágenes.
Al principio, los estudiantes habían agradecido la oportunidad de
mancharse las manos y mejorar los sistemas disponibles, pero ese
entusiasmo inicial hacía mucho tiempo que se había desvanecido a
medida que Dudley no dejaba de encontrarles tareas nuevas y
esenciales que retrasaban la vuelta al servicio.
Dudley odiaba
engañarlos, pero era un modo legítimo de suspender todo el proyecto
de observación del Par Dyson. Se dijo que si conseguía las pruebas,
el impacto que tendría en su departamento y su presupuesto
justificaría más que de sobra el pequeño subterfugio. Hasta el
último par de meses, mientras soportaba todas sus quejas, no empezó
a plantearse el efecto que la verificación del cerco podría tener
en su carrera y su suerte. Si no conseguía respaldar sus
observaciones quedaría arruinado, pero el éxito, por otro lado,
abría todo un nuevo reino de perspectivas. Bien podría progresar
mucho más allá de cualquier cosa que pudiera ofrecerle la
Universidad de Gralmond. Era un ensueño agradable en el que
perderse.
El tren empezó a
moverse, se apartó del andén y comenzó a adentrarse bajo el sol de
primavera. Todo lo que Dudley podía ver por la ventanilla era el
paisaje industrial de los talleres de la estación, donde cientos de
vías serpenteaban por el suelo cruzándose y volviéndose a cruzar
como un inmenso laberinto abstracto. Pequeñas locomotoras de
maniobras movían vagones de carga y de pasajeros uno por uno,
locomotoras que escupían espesos penachos de gases diesel. El único
horizonte visible parecía formado por almacenes y muelles de carga
donde la delgada red de grúas y portacontenedores se entrelazaba a
través de cada una de las secciones de las grandes estructuras
abiertas. Había vagones abiertos y planos, y gruesos vagones
cisterna que estaban preparándose o descargando dentro de sistemas
mecánicos que casi los tragaban por entero. Los ingenieros y los
robots de mantenimiento reptaban por las diferentes vías realizando
reparaciones.
El tráfico comenzó a
incrementarse sobre las vías que los rodeaban al dirigirse a la
salida; los largos trenes de carga se alternaban con los
transportes de pasajeros, más pequeños. Todos serpenteaban sobre
los cruces con movimientos sinuosos, dirigiéndose como flechas
hacia el tramo final de los raíles. Al otro lado del vagón, Dudley
vio una corriente casi continua de trenes que surgían de la
salida.
Solo había dos vías
que llevaban hasta allí, una de entrada y una de salida. El tren de
Verona por fin se introdujo en el tramo de salida y se colocó
detrás del tren de pasajeros que iba a Edenburg. Un tren de carga
que se dirigía a StLincoln se colocó detrás de ellos. Una señal
baja de advertencia resonó por todo el vagón. Dudley distinguió el
borde del techo curvado delante de ellos. La luz apenas se atenuó
cuando pasaron por debajo. Y después, solo quedó delante el amplio
óvalo ambarino y resplandeciente que tanto recordaba a la entrada
de los túneles antiguos. El tren se deslizó directamente en su
interior.
Dudley sintió un
ligero cosquilleo en la piel cuando el vagón atravesó la cortina
presurizada que evitaba que se mezclaran las atmósferas de ambos
mundos. Aunque salvaba una distancia de ciento dieciocho años luz,
el agujero de gusano en sí no tenía ninguna longitud interna. La
maquinaria del generador que lo creaba, sin embargo, tenía un
volumen considerable, la mayor parte del cual se encontraba oculto
en los inmensos edificios auxiliares de hormigón que había tras el
tejado. Solo eran las unidades de emisión las que estaban
contenidas en el gran aro ovalado de la salida, que tenía más de
treinta metros de espesor. Dada la velocidad a la que viajaba el
tren, hasta eso pasó como un fogonazo en un segundo.
Un crepúsculo cobrizo
glorioso entró a raudales por las ventanillas del vagón. A Dudley
le estallaron los oídos cuando la nueva atmósfera inundó el vagón a
través de los respiraderos del techo. Miró por la ventanilla y
contempló la inmensa extensión de la estación que tenía el TEC en
Verona. No parecía tener fin, no se vislumbraba la megaciudad que
el astrónomo sabía que había detrás. Uno de los extremos de la
estación era un acantilado macizo de salidas, protegidas bajo sus
techos curvados de un solo vano; cada marco ovalado lucía una bruma
de un color ligeramente diferente, dependiendo de la clase
espectral de la estrella a cuyo mundo se dirigiesen. Pero en cuanto
al resto, hasta donde alcanzaba la vista, trenes y vías eran el
único paisaje. Trenes de carga gigantes pasaban rodando con
locomotoras que dejaban por enanas a las GH7 que tanto habían
impresionado a Dudley; unidades de tracción impulsadas por energía
nuclear tiraban de dos kilómetros de vagones. Expresos de
pasajeros, blancos e impecables, pasaban como rayos con docenas de
vagones; viajeros multimundiales que cada día tomaban una ruta que
los llevaba por veinte planetas o más y que se precipitaban de
salida en salida en un circuito sin final. Los trenes regionales,
pequeños y sencillos, como el que ocupaba Dudley, se arrastraban
junto a sus primos más grandes y majestuosos. En la estación de
Verona había de todo.
Al igual que la
Tierra era el cruce de todos los planetas de la fase uno de la
Federación Intersolar, Verona era el cruce principal para esa
sección de la fase dos, con salidas que conducían a treinta y tres
planetas diferentes. Era uno de los llamados Quince Grandes: los
planetas industriales establecidos a lo largo del borde de la fase
uno, a unos cien años luz del Sol. Fundado por una compañía,
financiado por una compañía y dirigido por una compañía.
La estación de Verona
se jactaba de tener siete terminales de pasajeros; el tren de
Dudley entró en la número tres. Una vez más, la magnitud de aquel
lugar lo sorprendió, solo esa terminal era cinco veces más grande
que la estación planetaria de Gralmond. La atmósfera más cargada de
Verona y su gravedad, un poco más pesada, contribuyeron a aumentar
esa sensación de inferioridad mientras vagaba por la atestada
explanada en busca del servicio a Tanyata. Al fin lo encontró en el
andén 18b: tres vagones de un solo piso de los que tiraba una
locomotora diesel Ables RP2. Su equipaje se encajó en el
portaequipajes de arriba y él se sentó solo en un asiento doble.
Apenas se había llenado la tercera parte del vagón. Solo había tres
trenes al día a Tanyata.
Cuando llegó,
comprendió por qué había tan pocos servicios programados. Estaba
claro que Tanyata era un planeta fronterizo; el último en
establecerse en ese sector de la fase dos. En términos comerciales
no era práctico construir agujeros de gusano que fueran más allá,
así que Verona ya no uniría más planetas congruentes con la vida
humana, ese honor había recaído en Saville, que estaba a menos de
diez años luz de Gralmond. El TEC ya estaba construyendo su nueva
base de exploración allí, preparándose para abrir agujeros de
gusano a toda una nueva generación de sistemas estelares: la fase
tres, la siguiente oleada de la expansión humana.
La estación del TEC
de Tanyata no era más que un par de andenes de acero de boro
armados a toda prisa bajo un techo de plástico temporal. Una grúa y
un almacén conformaban toda la sección de carga que se abría por
detrás a un patio lleno de barro, donde los contenedores de metal
apilados y los depósitos formaban largas filas sobre la vegetación
mal segada. Los vagones y los camiones se movían retumbando por los
laterales, cargando los suministros. El asentamiento en sí era una
simple extensión de cabañas móviles estandarizadas para el personal
de construcción que estaba tendiendo la primera etapa de la
infraestructura civil del planeta. Se estaban integrando también
unos cuantos edificios prefabricados, con hombres y grandes robots
manipuladores que insertaban módulos de aluminio reforzado en un
armazón de vigas de carbono. Las máquinas más grandes eran los
constructores de carreteras, minifábricas oruga con grandes
cuchillas armónicas en la parte delantera que deshacían la tierra y
la arcilla. Un reactor químico procesaba el material y lo convertía
en hormigón amalgamado por enzimas, que salía por la parte
posterior y formaba una superficie plana y regular. Las espesas
nubes de vapor y gases que salían de las unidades y se
arremolinaban a su alrededor hacía prácticamente imposible verlas
enteras.
Dudley salió al andén
y de inmediato echó mano de sus gafas de sol. El asentamiento
estaba en algún lugar del trópico, con una humedad pegajosa que
acompañaba al sol ardiente y teñido de azul. Al oeste distinguió el
océano, más allá de una serie de suaves colinas. Se quitó la
americana y sacudió la mano por delante de la cara. Ya estaba
sudando.
Alguien exclamó el
nombre de Dudley desde el otro lado del andén y saludó. Dudley dudó
un momento al ir a levantar la mano. El hombre medía más de un
metro ochenta y tenía esa constitución esbelta que tanto se
apreciaba en los corredores de maratón. Era difícil calcularle una
edad física, la piel del hombre ostentaba un buen número de
tatuajes CO cuyos dibujos e imágenes resplandecían con un color
confuso en cada uno de sus miembros. Unas galaxias doradas con
forma de espiral formaban una lenta constelación que le cubría toda
la calva. Una perilla canosa y bien recortada era la única pista
fiable que indicaba que aquel hombre comenzaba a dejar atrás la
madurez. El desconocido esbozó una amplia sonrisa y comenzó a bajar
por el andén, con la falda escocesa aleteándole alrededor de las
rodillas. La tela a cuadros lucía un atrevido diseño en amatista y
negro.
-¿El profesor Bose,
supongo?
Dudley consiguió
contenerse antes de pasarse la mano por su tatuaje CO.
-Eh, sí. -Después
extendió la mano-. Eh, ¿LionWalker Eyre?
-Ni siquiera había
acertado con la pronunciación, como uno de esos tíos solterones e
intransigentes. El astrónomo esperó que el calor cubriera el
posible sonrojo de las mejillas.
-Ese soy yo. La
mayoría de la gente me llama solo Walker.
-Ah. Genial. De
acuerdo. Walker, entonces.
-Es un placer
conocerlo, profesor.
-Dudley.
-Usted es de los
míos. -LionWalker le dio a Dudley una campechana palmada en la
espalda.
Dudley empezó a
preocuparse. No se había planteado en ningún momento el nombre del
astrónomo cuando se lo proporcionó el banco de datos. Claro que,
cualquiera que tuviera dinero suficiente para comprar un telescopio
de espejo de uno metro coma tres, enviarlo a un mundo fronterizo y
vivir allí con él, tenía que ser un tanto excéntrico.
-Es muy amable por su
parte permitirme hacer una observación -dijo Dudley. LionWalker
sonrió por un momento mientras se alejaban por el andén.
-Bueno, no es muy
habitual que te pidan algo así. Tiene que ser muy importante para
usted, ¿no? ¿Esta noche concreta?
-Podría serlo, sí.
Eso espero.
-Fue algo que me
extrañó, ¿por qué una sola noche? ¿Qué es lo que se puede ver que
solo tenga lugar durante un periodo de tiempo tan corto? Y además,
una noche muy concreta.
-¿Y?
-Ya, bueno, eso es
todo, ¿no? No se me ocurrió nada; no en términos de acontecimientos
estelares. Y sé que tampoco hay ningún cometa previsto, al menos
ninguno que yo haya visto, y soy el único que observa estos cielos.
¿Va a contármelo?
-Mi departamento
tiene en curso una observación del Par Dyson; a algunos de nuestros
benefactores les interesaba. Solo quiero confirmar algo, eso es
todo.
-Ah. -La sonrisa de
LionWalker era cómplice-. Ya veo. Así que son acontecimientos
antinaturales.
Dudley empezó a
relajarse un poco. Excéntrico quizá lo fuese, pero LionWalker
también era bastante astuto.
Llegaron al final del
andén y el alto giró la muñeca de repente y señaló con un dedo,
luego dibujó un lento semicírculo en el aire. Los tatuajes CO del
antebrazo y la muñeca destellaron en un complicado torbellino de
color. Una camioneta Toyota aparcó con brusquedad delante de
ellos.
-Un sistema de
control interesante -comentó Dudley.
-Sí, bueno, lo
prefiero. Lance las bolsas a la parte de atrás, ¿quiere?
Se alejaron por una
de las carreteras de hormigón que acababan de extrudir y salieron
del ajetreado asentamiento. LionWalker contraía los dedos cada
pocos segundos, inducía otra oleada de color en sus tatuajes CO y
el volante de la camioneta respondía con un movimiento
fluido.
-¿No podría darle a
la matriz de conducción unas cuantas instrucciones verbales, sin
más? -preguntó Dudley.
-¿Y qué sentido
tendría eso? De esta forma soy yo el que controla la tecnología. La
maquinaria hace lo que yo le ordeno. Y así es como tiene que ser.
Cualquier otra cosa es mecantropomorfismo. No se trata a un trozo
de metal móvil como si fuera un igual y no se le pide por favor que
haga lo que tú quieres. ¿Quién manda aquí, nosotros o ellos?
-Ya veo. -Dudley
sonrió, la verdad era que empezaba a caerle bien aquel hombre-.
¿Mecantropomorfismo es una palabra?
LionWalker se encogió
de hombros.
-Debería serlo, toda
la puñetera Federación lo practica como si fuese una especie de
religión.
Pronto dejaron atrás
el asentamiento y condujeron sin parar por la carretera que corría
paralela a la costa, por el interior, a solo un par de kilómetros
del mar. Dudley no dejaba de vislumbrar un océano hermoso y
transparente tras los pequeños montículos arenosos que hacían
guardia junto a la orilla. Más al interior, el suelo se elevaba
formando una cadena de colinas lejanas. No había ni una sola nube
en el cielo, y tampoco soplaba la brisa. La luz intensa teñía las
crestas de hierba y los cañaverales de la costa de un tono oscuro,
volviendo las hojas de un color casi jade. Junto a las cunetas
crecían arbolitos bajos, a primera vista se parecían a las palmeras
terrestres salvo que sus hojas eran más parecidas a ramas de
cactos, con sus monstruosas espinas rojas y todo.
A cincuenta
kilómetros del asentamiento, la carretera se curvaba hacia el
interior. LionWalker hizo un elaborado ademán con la mano y la
camioneta tuvo la amabilidad de girar y bajar por una estrecha
pista de arena. Dudley bajó la ventanilla y olió el aire fresco del
mar. No era tan salado como en la mayoría de los mundos congruentes
con la vida humana.
-¿Ve la forma en que
han tendido la carretera, siempre mirando hacia el interior?
-exclamó LionWalker-. Montones de parcelas de primera entre la
autopista y la costa. Dentro de treinta años, cuando la ciudad haya
crecido, esto se va a vender a diez mil dólares el acre. Toda esta
zona terminará cubierta de casas de playa para ricos.
-¿Y eso es
malo?
-Para mí, no -se rió
LionWalker-. Yo no pienso estar aquí.
Faltaban otros quince
kilómetros para llegar a la casa de LionWalker. El hombre se había
hecho con una bahía curva protegida por unas dunas que se extendían
a lo largo de varios kilómetros hacia el interior. Su casa era un
chalé bajo de coral seco de color blanco nacarado encaramado a la
cima de una alta duna, a solo cien metros de la orilla, con una
amplia galería plana que se asomaba al océano. La gran cúpula del
observatorio estaba un poco más apartada del agua, un diseño
corriente de hormigón y metal.
Un labrador dorado
salió corriendo a saludarlos, agitando la cola muy contento.
LionWalker jugueteó con él mientras se dirigían a la casa. Todavía
estaban a más de veinte metros de distancia cuando Dudley oyó los
sonidos de una furiosa discusión.
-Ay, Dios, todavía
siguen igual -murmuró LionWalker.
El fino postigo de
madera se abrió de golpe y una joven salió hecha una furia. Era
asombrosamente bella, incluso para Dudley, que estaba acostumbrado
a pasear por un campus repleto de lozanas jovencitas.
-Es un cerdo -le
escupió la muchacha a LionWalker al pasar a toda prisa junto a
él.
-Ya, claro -dijo
LionWalker con tono dócil.
Lo más probable era
que la mujer no le oyera, ya había puesto rumbo a las dunas con una
expresión de determinación en el rostro que dejaba claro que no
pensaba parar hasta el fin del mundo como mínimo. El labrador le
lanzó una mirada anhelante antes de volverse otra vez hacia
LionWalker.
-Tranquilo. -El
hombre acarició la cabeza del perro-. Volverá para darte la
cena.
Ya casi habían
llegado a la puerta cuando esta se abrió de nuevo. Esa vez fue un
joven el que salió. Con aquellos rasgos andróginos era casi tan
hermoso como la chica. Si no hubiera sido porque iba sin camisa,
Dudley quizá incluso hubiera cuestionado a qué género
pertenecía.
-¿Pero dónde se cree
que va esa mujer? -gimoteó el joven.
-No lo sé -dijo
LionWalker con tono resignado-. A mí no me lo ha dicho.
-Bueno, pues yo no
pienso ir tras ella. -El joven partió rumbo a la playa, encorvando
los hombros y pegándole patadas a la arena con los pies desnudos.
LionWalker abrió la puerta y le hizo un gesto a Dudley para que
entrara.
-Tiene que
disculparlos.
-¿Quiénes son?
-preguntó Dudley.
-Son mis parejas
actuales. Los quiero muchísimo, pero a veces me pregunto si merece
la pena, ya sabe. ¿Está casado?
-Sí. Varias veces, en
realidad.
-Ah, bueno, entonces
ya sabe lo que es.
El interior de la
casa estaba dispuesto con el clásico estilo minimalista que
encajaba con el lugar a la perfección. Había una gran chimenea
circular que servía como punto central del salón. Unas altas
ventanas curvadas revelaban una vista ininterrumpida de la bahía y
el océano. El aire acondicionado proporcionaba un frescor
relajante.
-Siéntese -dijo
LionWalker-. Supongo que no le vendrá mal una copa. Dentro de un
momento le llevaré a ver el telescopio. Así podrá echarle un
vistazo. Estoy seguro de que se sentirá satisfecho.
-Gracias. -Dudley se
acomodó en uno de los grandes sofás. Tenía la sensación de ser un
ente apagado y sin color en aquel entorno. No era solo la
suntuosidad de la casa y el marco, sino también la vivacidad de las
personas que la habitaban.
»Esto no era lo que
me esperaba -admitió unos minutos después, tras beber un sorbo del
más que satisfactorio güisqui escocés de cincuenta años de
LionWalker.
-¿Quiere decir que
pensaba que sería alguien como usted? Sin ánimo de ofender,
amigo.
-En absoluto. ¿Y qué
está haciendo aquí, entonces?
-Bueno, procedo de
una familia bastante acaudalada. No rica en términos de la Tierra,
ya sabe, pero sí acomodada. Nací con un fideicomiso más que
razonable y luego conseguí hacer incluso más dinero en el mercado
de materias primas. Eso fue hace un par de rejuvenecimientos. Desde
entonces no he hecho más que holgazanear.
-¿Y por qué aquí?
¿Por qué Tanyata?
-Estamos en la
frontera. Es lo más alejado del punto de partida que podemos
encontrar, bueno, con excepción de Tierra Lejana. Y es maravilloso,
aunque a todo el mundo le parezca de lo más normal. Puedo sentarme
aquí por las noches y contemplar el camino que tenemos por delante.
Usted mira las estrellas, Dudley, sabe las maravillas que hay ahí
fuera, y esos cretinos que dejamos atrás, esos no miran. Estamos en
lo que nuestros ancestros pensaban que era el cielo. Ahora puedo
asomarme a su cielo y ver nuestro futuro. ¿No le parece una cosa
gloriosa?
-Desde luego que lo
es.
-Ahí fuera hay
estrellas que no se pueden ver a simple vista desde la Tierra.
Brillan en el cielo por la noche y yo quiero conocerlas.
-Y yo también.
-Dudley brindó con un vaso de cristal que era cien años más antiguo
que el güisqui que contenía y se lo terminó de un trago.
Los dos jóvenes
regresaron después de un par de horas tranquilizándose a solas.
LionWalker se los presentó como Scott y Chi y los dos saludaron a
Dudley con aire avergonzado. Como penitencia, los dos se pusieron a
hacer una hoguera en la playa utilizando la madera que arrojaba la
marea a la orilla y que tenía una curiosa textura apelmazada. La
encendieron cuando el sol comenzó a hundirse en el océano. Unas
chispas de un color naranja brillante salieron volando de las
puntas de las llamas y giraron en el aire, sobre la arena. Metieron
patatas en medio del fuego mientras preparaban una barbacoa
improvisada para cuando murieran las llamas.
-¿Podemos ver el Par
Dyson desde aquí? -preguntó Scott cuando empezaron a aparecer las
estrellas en el cielo oscurecido.
-No -dijo Dudley-. A
simple vista, no; están demasiado lejos. Apenas se puede ver la
estrella de la Tierra desde aquí y el Par Dyson está mil años luz
más allá.
-¿Entonces cuándo las
cercaron?
-Esa es una buena
pregunta. Jamás hemos podido concretar el momento exacto de la
construcción de los caparazones, eso es lo que mi proyecto de
observación va a ayudar a resolver. -Ni siquiera entonces pensaba
admitir Dudley lo que había visto.
Si la observación de
esa noche arrojaba alguna duda sobre lo que había visto, tendría
que limitarse a enterrar el proyecto entero de inmediato. No podía
permitirse montar un número, necesitaba demasiado el trabajo y la
pensión. Después del 2050 la astronomía había dejado de ser un
campo puramente científico; cuando se podían visitar estrellas de
todo tipo de espectros y observarlas en directo, no tenía mucho
sentido priorizar esa profesión. Ya hacía mucho tiempo que el TEC
se había hecho cargo de todas las observaciones importantes del
espacio profundo para fines que solo eran comerciales. En esas
circunstancias, no había muchas instituciones de educación superior
de la Federación que se molestaran en construir observatorios para
halagar a su profesorado. No tendría ningún sitio al que ir.
Una hora después del
atardecer, Dudley y LionWalker atravesaron las dunas hasta el
observatorio. El interior no era muy diferente del que tenía el
astrónomo en Gralmond. Un gran espacio vacío con el grueso tubo del
telescopio en el medio, descansando sobre una compleja cuna de
vigas de metal y bandas de electromúsculos. Las cubiertas de los
sensores que rodeaban el foco parecían mucho más sofisticadas que
todo lo que se podía permitir la universidad. Una fila de portales
modernos y pulcros se alineaba en la pared que había junto a la
puerta.
Dudley le echó un
vistazo al equipo profesional y sintió que parte de la tensión se
desvanecía. No había ninguna razón práctica que impidiera que se
produjera la observación. Lo único que tenía que hacer era recordar
con claridad el acontecimiento. ¿De veras pudo pasar así? Cinco
meses después, el momento le parecía esquivo, el recuerdo de un
sueño.
LionWalker se situó
cerca de la base del telescopio y emprendió lo que parecía un baile
robótico. Los brazos y las piernas se sacudían con movimientos
pequeños y precisos. Como respuesta, las puertas de la cúpula
empezaron a abrirse. Las bandas electromusculares de la cuna del
telescopio se flexionaron sin ruido y el grueso cilindro empezó a
girar y a alinearse con el horizonte por donde debía elevarse el
Par Dyson. El cuerpo de LionWalker continuó retorciéndose y girando
y luego se puso a chasquear los dedos al ritmo de un compás que
nadie oía. Los portales fueron cobrando vida uno por uno para
transmitir las imágenes de los sensores.
Dudley se acercó a
ellos a toda prisa. La calidad de la imagen era impecable. Le echó
un vistazo al campo de estrellas y observó la diminuta variación de
las pautas a las que estaba acostumbrado.
-¿Qué clase de
conexión tenemos? -le preguntó a su mayordomo electrónico.
-La ciberesfera
planetaria es insignificante, sin embargo hay una conexión por
tierra con la estación del TEC. La anchura de banda disponible
cumple de sobra los requisitos que ha establecido. Puedo abrir la
comunicación con la unisfera en cuanto quiera.
-Bien. Empieza un
cuarto de hora antes del momento aproximado del cerco. Quiero una
descarga completa en las cámaras de datos de la IS, y una
verificación legal del envío por parte de la unisfera.
-Recibido.
LionWalker había
terminado sus giros y había dejado descansar el telescopio. Levantó
una ceja.
-Se está tomando esto
muy en serio, ¿verdad?
-Sí.
La descarga en las
cámaras de datos y una verificación legal eran procedimientos
caros. Junto con el billete del viaje, el coste de la aventura se
había quedado con una gran parte del dinero que habían ahorrado con
tanto cuidado para las vacaciones. Otra cosa que Dudley no le había
dicho a su mujer. Pero tenía que hacerse, una vez autentificado el
envío de lo captado por los sensores del telescopio, nadie podría
disputar la observación.
Dudley se sentó en
una silla de plástico barato al lado del telescopio, con la
barbilla entre las manos, observando la luz holográfica de los
portales. Observó el cielo oscuro con un gesto obsesivo a medida
que el Par Dyson se alzaba sobre el horizonte. LionWalker hizo
algunos ajustes menores y Dyson Alfa quedó centrada en cada uno de
los portales. Durante ochenta minutos permaneció estable. Un simple
punto de luz normal, cada banda del espectro revelaba una
intensidad inquebrantable.
LionWalker intentó
hablar unas cuantas veces con Dudley sobre lo que podían esperar.
Pero cada vez lo mandaron callar con un ademán. Al final se rindió
y se dejó caer en una silla al lado del anciano astrónomo. Estaba
acostumbrado a las noches largas, aunque, por extraño que fuera,
compartir esa hacía que fuera más aburrido todavía.
El mayordomo
electrónico de Dudley estableció una conexión completa de banda
ancha con la unisfera y confirmó que la cámara de datos de la IS
estaba grabando.
Fue casi una
decepción cuando, justo a su hora, Dyson Alfa se desvaneció.
-¡Sí! -chilló Dudley.
Se levantó de un salto y la silla cayó hacia atrás-. Sí, sí, sí. Yo
tenía razón. -Se volvió hacia LionWalker con una sonrisa enorme y
absurda en la cara-. ¿Ha visto eso?
-Pues sí -gruñó
LionWalker con una calma falsa-. Lo he visto.
-¡Sí! -Dudley se
quedó inmóvil-. ¿Lo tenemos? -le preguntó a su mayordomo
electrónico con urgencia.
-La unisfera confirma
la grabación. El acontecimiento está anotado en la cámara de datos
de la IS.
La sonrisa de Dudley
regresó a su sitio.
-¿Pero se da cuenta
usted de lo que ha sido eso? -preguntó LionWalker.
-Me doy cuenta.
-Algo imposible,
hombre, eso es lo que ha sido. Completamente imposible, diablos.
Nadie puede apagar una estrella de ese modo. Nadie.
-Lo sé. Maravilloso,
¿no?