1

    
    La estrella se desvaneció del centro de la imagen del telescopio en menos tiempo de lo que dura un latido humano. No había error posible. Dudley Bose la estaba mirando directamente cuando ocurrió. Parpadeó sorprendido y se apartó un poco del ocular.
    -No puede ser -murmuró.
    Se estremeció un poco, hacía mucho frío, y se golpeó los brazos con las manos enguantadas. Su mujer, Wendy, había insistido en que se abrigara bien esa noche y él había obedecido saliendo de casa con un grueso abrigo de lana y unos recios pantalones de montaña. Pero, como siempre, cuando el sol descendía bajo el horizonte de Gralmond, cualquier calor que pudiera contener la atmósfera del planeta, bastante enrarecida por cierto, se evaporaba casi de inmediato. Con el edificio que albergaba el telescopio expuesto a los elementos a las dos de la mañana, la temperatura había caído lo suficiente como para convertir cada aliento en una serpentina de bruma gris.
    Dudley sacudió la cabeza para desprenderse de la fatiga y volvió a apoyarse en el ocular. El campo estelar seguía igual, no se había producido ningún desliz en el alineamiento del telescopio, pero Dyson Alfa seguía desaparecida.
    -No puede haber sido tan rápido -dijo.
    Ya llevaba catorce meses observando el Par Dyson, buscando las primeras indicaciones del cerco que cambiaría de una forma radical el espectro de emisión. Hasta ese momento no había habido ningún cambio en la diminuta mota amarilla que a mil doscientos cuarenta años luz de Gralmond era Dyson Alfa.
    Ya sabía que habría un cambio, había sido el Departamento de Astronomía de la Universidad de Oxford, en la Tierra, el primero en observar la anomalía durante una comprobación rutinaria del cielo allá por el 2170, doscientos diez años atrás. Desde el examen anterior, veinte años antes, dos estrellas, una tipo K y una tipo M separadas entre sí por tres años luz, habían cambiado su espectro de emisión por completo, dejándolo convertido en un infrarrojo no visible. Durante unos cuantos escasos meses el descubrimiento había causado encendidos debates entre el resto de la comunidad astronómica, que se preguntaba cómo podían deteriorarse y convertirse en gigantes rojas tan rápido, y la extraordinaria coincidencia que suponía que dos vecinas estelares hicieran lo mismo a la vez. Fue entonces cuando un planeta recién colonizado y situado a cincuenta años luz de la Tierra informó que el par seguía siendo visible en su espectro original. Los astrónomos se fueron remontando y comprobaron el espectro a diferentes distancias de la Tierra, lo que les permitió calcular que el cambio producido en ambas estrellas había tenido lugar en realidad a lo largo de un período aproximado de siete u ocho años y era simultáneo. Dada la velocidad del incidente, la naturaleza del cambio dejó de convertirse en una cuestión astronómica; a las estrellas de esa naturaleza les llevaba muchísimo más tiempo transformarse en gigantes rojas. Su emisión no había cambiado debido a ningún proceso estelar natural, era el resultado directo de una intervención tecnológica a gran escala, la mayor posible. Alguien había construido un caparazón sólido alrededor de cada estrella. Era una hazaña con la que solo podía rivalizar el periodo de tiempo en el que se había logrado. Ocho años era un margen asombroso para fabricar una estructura tan gigantesca como aquella, incluso para una civilización superavanzada y al parecer habían construido dos al mismo tiempo. Con todo, aquel concepto no era del todo nuevo para la raza humana.
    En el siglo XXI, un físico llamado Freeman Dyson había postulado que los artefactos de una civilización con una tecnología avanzada terminarían por rodear su estrella para poder utilizar toda su energía. Al parecer, alguien había convertido en realidad aquella antigua hipótesis. Era inevitable que las dos estrellas se bautizaran de modo formal con el nombre de Par Dyson.
    Se escribieron artículos especulativos y se realizaron estudios teóricos sobre el modo de desmantelar planetas del tamaño de Júpiter para producir un caparazón así. Pero incluso en la moderna Federación Intersolar, aquello solo le interesaba a una minoría, no era más que un tema de debate para los futurólogos más esotéricos. No había ninguna urgencia real relacionada con el descubrimiento. La raza humana ya se había encontrado con varias especies alienígenas inteligentes, todas ellas tranquilizadoramente inofensivas, y la Federación se iba expandiendo a un ritmo constante. Solo era cuestión de siglos que se abriera un agujero de gusano que diera acceso al Par Dyson. Cualquier pregunta que quedara sobre su construcción la responderían los propios alienígenas en su momento.
    Pero entonces Dudley vio que el cerco era instantáneo y se quedó con toda una serie de preguntas muy incómodas sobre la composición de la estructura del caparazón. En un primer momento se había supuesto que un periodo de construcción de ocho años para cualquier caparazón de ese tamaño era, desde luego, una hazaña notable, pero era obvio que se podía lograr. Al comenzar la observación, el astrónomo esperaba notar un eclipse anual y progresivo de la luz de la estrella a medida que se iban produciendo y colocando segmentos del caparazón. Pero aquello lo cambiaba todo. Para aparecer de una forma tan abrupta, la concha no podía ser sólida. Tenía que ser una especie de campo de fuerza. ¿Por qué se iba a rodear una estrella con un campo de fuerza?
    -¿Estamos grabando? -le preguntó a su mayordomo electrónico.
    -No estamos grabando -respondió el mayordomo electrónico-. En estos momentos no hay ningún sensor electrónico activo en el centro del telescopio. -La voz era un poco aflautada y estaba triplicada, un tono que había ido empeorando a lo largo de los últimos años. Dudley sospechaba que el tatuaje CO de su oído estaba empezando a degenerarse; el sistema de circuitos orgánicos siempre era propenso a sufrir los ataques de los anticuerpos y el suyo tenía más de veinticinco años. No era que la resplandeciente espiral de color escarlata y turquesa que lucía su piel hubiera cambiado. Después de su último rejuvenecimiento el típico arranque juvenil lo había hecho elegir un grabado visible, muy elegante y moderno en aquellos tiempos. Pero para un profesor universitario de mediana edad resultaba embarazoso andar por el campus con él. Debería haber hecho que le borraran el viejo dibujo y lo sustituyeran con algo más discreto, pero por alguna razón nunca se había puesto a ello, a pesar de los reiterados ruegos de su mujer.
    -Maldita sea -gruñó Dudley con amargura. Claro que la idea de que su mayordomo electrónico tomara la iniciativa era una causa perdida. Dyson Alfa se había alzado apenas cuarenta minutos antes. Dudley había estado instalando el equipo de observación y llevando a cabo la verificación final habitual. Una tarea esencial por culpa de los mal conservados sistemas mecánicos que orientaban el telescopio. El astrónomo nunca ordenaba la activación del sensor hasta que se completaban las comprobaciones. Y esa remilgada rutina quizá acabara de costarle todo el proyecto de observación.
    Dudley volvió a echar otro vistazo. La pequeña estrella, tozuda ella, seguía ausente del espectro visual.
    -Conecta los sensores, ¿quieres? Alguna grabación tendré que tener de esta noche.
    -Estamos grabando -dijo su mayordomo electrónico-. A los sensores no les vendría mal un recalibrado, la definición óptima de toda la imagen es bastante escasa.
    -Ya, enseguida me pongo a ello -respondió Dudley con aire ausente. El estado de los sensores era un problema del equipo, un problema que debería asignarle a sus estudiantes, (a los tres). Junto con otras cien tareas más, pensó con cansancio. Se apartó del telescopio y utilizó los pies para propulsar la silla de oficina de cuero negro por el suelo de cemento del observatorio. El estrépito de las viejas ruedecillas del mueble resonó con frialdad por el cavernoso interior. Había suficiente espacio vacío para albergar toda una hueste de sofisticados sistemas auxiliares que podrían poner al observatorio a una altura casi profesional, podría incluso acoger un telescopio más grande. Pero la Universidad de Gralmond carecía de los fondos necesarios para llevar a cabo semejante modernización y todavía no había conseguido obtener el patrocinio comercial de Transporte Espacial por Compresión, la única compañía a la que de verdad le interesaban tales asuntos. Hasta la fecha, el Departamento de Astronomía sobrevivía con una colección de exiguas ayudas gubernamentales y unas cuantas dotaciones concedidas por fundaciones puramente científicas, hasta una sociedad benéfica educativa con base en la Tierra hacía una donación anual. Al lado de la puerta se encontraba el largo banco de madera que le servía de oficina a todo el departamento. Estaba repleto de hileras de equipo electrónico de segunda mano bastante antiguo y portales de alta resolución. El maletín marrón de cuero de Dudley también estaba allí, con sus tentempiés de medianoche y un termo de té. Abrió la cartera y empezó a mordisquear una galleta de fibra con chocolate mientras las imágenes del sensor comenzaban a reflejarse en los portales. -Pon el infrarrojo en la pantalla principal -le dijo al mayordomo electrónico. En el gran portal principal, unas motas holográficas se fueron reuniendo hasta convertirse en una falsa imagen en color del campo estelar, centrado alrededor del Par Dyson. Dyson Alfa emitía una leve señal infrarroja.
    -Así que el cerco era eso -caviló Dudley. Al menos la gente tendría que admitir que había ocurrido en menos de veintitrés horas, desde que se había grabado la última observación. Era un comienzo, aunque no sirviese de mucho. Después de todo, acababa de presenciar algo asombroso, pero lo más probable era que lo único que consiguiese a cambio fuese la incredulidad de todos y una lucha gigantesca por mantener su reputación, que tampoco estaba en su mejor momento.
    Dudley tenía noventa y dos años, estaba en su segunda vida y se acercaba a toda prisa al momento de someterse a otro rejuvenecimiento. A pesar de que su cuerpo tenía la edad física de un hombre normal de cincuenta años, contemplaba con horror la perspectiva de una larga y degradante campaña en el seno del mundo académico. Para lo que se suponía que era una civilización avanzada, la Federación Intersolar podía ser espantosamente anticuada a veces, por no mencionar cruel.
    Quizá no sea para tanto, se dijo. La mentira fue lo bastante reconfortante como para conseguir que aguantara lo que le quedaba del turno de noche.
    El todoterreno Carlton llevó a Dudley a casa apenas había amanecido. Al igual que el astrónomo, el vehículo era viejo y estaba desgastado pero era más que capaz de hacer su trabajo. Tenía un motor diesel barato, bastante común en un mundo semifronterizo como Gralmond, aunque su matriz de conducción era un procesador fotoneuronal de vanguardia. Con su alta suspensión y las llantas de rodaduras profundas, el vehículo podía avanzar por la pista de tierra que llevaba al observatorio en cualquier estación e hiciera el tiempo que hiciera, incluyendo el metro de nieve que caía durante los inviernos de Gralmond.
    Esa mañana solo tenía que enfrentarse a una ligera llovizna y a la fina superficie de barro que cubría la pista. El observatorio estaba situado en el alto páramo que había a noventa kilómetros al este de Ciudad Leónida, la capital del planeta. No se podía decir que estuviese encaramado en la cima de una montaña, pero era el terreno más alto que había a una distancia razonable y no era muy probable que llegara a sufrir contaminación lumínica. Pasaron cuarenta minutos antes de que el Carlton comenzara a serpentear pista abajo para llegar a los valles inferiores, donde la autopista principal se deslizaba por la base de las pendientes. Solo entonces comenzaban a percibirse señales de actividad humana. Se habían construido unas cuantas casas de labranza en los pliegues protegidos de tierra, donde densas extensiones de los oscuros cinomeles de hoja perenne nativos de la zona ocupaban el suelo por encima de cada arroyo y cada río. Se habían establecido pastos en las desoladas laderas de las colinas y allí temblaban los animales entre los vientos fríos que bajaban del páramo.
    Y mientras el Carlton se mecía con cautela por la pista, Dudley se había hundido en el asiento del conductor pensando en cómo podía anunciar la buena nueva de una forma realista. Un cerco en veintitrés horas era un concepto que hasta la pequeña comunidad de astrónomos profesionales de la Federación descartaría sin más. Afirmar que había ocurrido en una fracción de segundo lo dejaría expuesto al ridículo más absoluto y, sin duda, a una evaluación interna de su estatus por parte de la universidad. En cuanto a los físicos y a los ingenieros que lo oyeran... no tardarían en contribuir con gran regocijo al caso que se abriera contra él.
    Si se hubiera encontrado al comienzo de su carrera quizá lo hubiera hecho, y habría logrado cierto grado de notoriedad antes de demostrar que tenía razón. Un solo hombre contra unos obstáculos formidables, una figura casi heroica, o al menos poética y romántica. Pero en esos momentos no podía correr semejantes riesgos, era demasiado para él. Necesitaba otros ocho años de empleo ininterrumpido, incluso con el escaso y degradante salario de la universidad, para poder cobrar su pensión completa de descanso remunerado, sin ese dinero no tendría forma de costearse un rejuvenecimiento. ¿Y, en esas últimas décadas del siglo XXIV, quién iba a darle empleo a un astrónomo desacreditado?
    Se quedó mirando el paisaje que se extendía ante las ventanillas del vehículo, acariciándose sin querer el tatuaje CO de la oreja. Una luz pálida iluminaba el paisaje bajo y ondulado de hierba spartina, gris y húmeda, y revelaba a las vacas terrestres de aspecto miserable y los rebaños de nigines bovinos de la zona. Allí fuera debía de haber un horizonte, pero el cielo inhóspito y gris hacía que no fuera fácil distinguir dónde empezaba. En lo que a paisajes se refería, aquel tenía que ser uno de las más deprimentes de los mundos habitados.
    Dudley cerró los ojos y suspiró.
    -Y sin embargo, se mueve -susurró.
    En lo que a rebeliones se refería, la de Dudley era bastante patética. Sabía que no podía pasar por alto lo que había visto allí fuera, entre aquellas constelaciones eternas e inmutables. Comprendió un tanto agradecido que todavía le quedaba la dignidad suficiente como para no optar por la solución más sencilla, enterrar el tema. Sin embargo, anunciarle la aparición del cerco al mundo en general significaría el fin de su mundo concreto. Quizá los demás vieran en él simple mansedumbre, pero él prefería pensar que era la cautela que se adquiría con la edad. Algo parecido a la sabiduría, en realidad.
    Dicen que genio y figura hasta la sepultura, así que el astrónomo descompuso el problema en varias fases, como siempre les enseñaba a sus alumnos, y se puso a resolver cada una con toda la lógica que era capaz de aplicar. Muy sencillo, la prioridad más abrumadora era confirmar la velocidad del crecimiento del cerco. Una oleada de pruebas que en esos momentos se estaba alejando de Gralmond a la velocidad de la luz. Y Gralmond se encontraba casi al límite de la Federación en esa sección del espacio. Casi, pero no del todo.
    La Federación Intersolar ocupaba un volumen de espacio más o menos esférico que tenía a la Tierra en el centro y se iba extendiendo hacia la fase tres que en esos momentos el TEC comenzaba a abrir para los colonos. Gralmond se encontraba a doscientos cuarenta años luz del viejo mundo, uno de los últimos planetas de la fase dos en colonizarse. A Dudley no le hicieron falta grandes cálculos para averiguar que el siguiente planeta que presenciaría el cerco sería el vecino Tanyata, un mundo incluso menos desarrollado que Gralmond. Todavía no tenía universidad, pero una búsqueda de datos en la unisfera le proporcionó una lista de astrónomos aficionados de la zona. Solo había un nombre.
    Cinco meses y tres días después de la noche en que vio desaparecer a Dyson Alfa, Dudley se despedía con gesto nervioso de su mujer y el Carlton salía del camino de entrada. Su esposa pensaba que su viaje a Tanyata era legítimo y estaba aprobado por la universidad. Incluso después de once años de matrimonio, el astrónomo no tenía valor para contarle toda la verdad. O quizá, después de cinco matrimonios, sabía qué era mejor callarse.
    El Carlton lo llevó directamente a la estación planetaria del TEC, al otro lado del campus universitario, en Ciudad Leónida. La primavera acababa de llegar, trayendo consigo una llovizna de brotes verdes llenos de vida que cubrían las ramas de los arbolitos terrestres de los parques de la ciudad. Hasta los árboles nativos adultos respondían a los días más largos y luminosos; su corteza, de un color violeta oscuro, había adquirido un nuevo brillo más lustroso mientras se preparaban para desplegar sus doseles de hojas. Dudley observó desde su asiento a los habitantes de la ciudad, hombres y mujeres de negocios y oficinistas que andaban con pasos firmes y resueltos; padres que se mostraban tolerantes o exasperados con sus hijos; adolescentes en su primera vida que se arremolinaban fuera de los cafés y a las puertas de los centros comerciales, con una torpeza imposible y a pesar de todo consiguiendo de algún modo parecer los pandilleros más letales de la historia de la humanidad. Todos ellos tan brillantes y normales. Era la razón principal que había empujado a Dudley a asentarse en aquel planeta durante los últimos años de su segunda vida. Los planetas fronterizos siempre tenían ese aire contagioso de expectación y esperanza; allí, los sueños nuevos todavía podían afianzarse y crecer. Y él no había hecho gran cosa con su segunda vida. Con su reubicación un tanto desesperada en aquel planeta no hacía más que reconocer lo innegable.
    El TEC había abierto la estación planetaria de Gralmond poco más de veinticinco años antes. De hecho, más o menos cuando a Dudley le hicieron su pintoresco tatuaje CO, una ironía que al astrónomo no se le escapaba. Al planeta no le había ido nada mal durante su primer cuarto de siglo de historia humana. Habían llegado los granjeros y habían soltado en sus tierras sus tractores robot y sus rebaños. Los urbanitas se trajeron sus edificios prefabricados que fueron colocando en pulcras cuadrículas y llamaron ciudades como homenaje a las magníficas metrópolis que esperaban que surgieran de unos comienzos tan humildes. Se importaron fábricas, que llegaron cabalgando sobre la robusta marea de las inversiones; a su alrededor se multiplicaron con afán los hospitales, las escuelas, los teatros y las oficinas gubernamentales. Salieron carreteras de los núcleos de población, carreteras que enviaron tentáculos que exploraron el continente entero. Y, como siempre, tras ellas llegaron los trenes y con ellos una mayor carga comercial.
    El Carlton de Dudley lo llevó por la carretera paralela a la ruta que seguía el ferrocarril Mersy para dejarlo en la estación planetaria del TEC. Una sencilla valla metálica y una barrera de seguridad de plástico era todo lo que separaba la autopista de dos carriles de las gruesas líneas de raíles de acero unidos por carbono. La ruta del ferrocarril Mersy era una de las cinco vías importantes que salían de la estación hasta ese momento. La población de Gralmond estaba muy orgullosa de ellas y con toda razón. Cinco en veinticinco años: señal de que la suya era una economía sana y en expansión. Tres de las rutas, incluyendo la Mersy, conducían a inmensos polígonos industriales que ocupaban varias zonas de las afueras de Ciudad Leónida mientras que el par restante se adentraba en el campo, donde se bifurcaban una y otra vez para conectar las principales ciudades agrícolas. Las mercancías entraban y salían en tropel de la estación planetaria del TEC día y noche, aumentando poco a poco a medida que pasaban los años; circulaba el dinero, los materiales y la maquinaria por las tierras nuevas, haciendo avanzar las fronteras humanas mes a mes.
    Un gran tren de carga pasó retumbando, apenas algo más rápido que el Carlton. Dudley levantó la cabeza al oír el sonido y vio los largos vagones de color verde oliva. Las letras de un color amarillo sulfuro dibujadas en los costados se habían ido desvaneciendo por la acción del tiempo y la luz. Debía de haber unos cincuenta enganchados y de todos tiraba una locomotora gigantesca de veinte ruedas. Era una de las locomotoras de clase GH7, pensó, aunque no estaba seguro de la marca; aquellos mastodontes llevaban usándose casi ochenta años: una carrocería de treinta y cinco metros repleta de baterías superconductoras que propulsaban unos inmensos motores de eje. Gralmond no vería nada más grande hasta que el planeta se industrializara por completo, en unos setenta años, quizá.
    Aun así, seguía pareciéndole un tanto incongruente que semejante monstruo rodara por la floreciente ciudad. Ese distrito todavía lucía muchos de los edificios prefabricados originales, cubos de dos o tres pisos de aluminio blanqueado con tejados de células solares. No se podía decir que la reurbanización fuera muy necesaria en un mundo en el que la tierra no es que fuera barata, es que el gobierno se la regalaba a cualquiera que la pidiera. La población total de Gralmond apenas alcanzaba los dieciocho millones, allí no existía el hacinamiento. Los prefabricados, sin embargo, permanecían allí para proporcionar alojamiento y centros comerciales a los recién llegados más pobres. Pero a medida que la economía local se iba levantando poco a poco, algunas de las manzanas de las desvencijadas cajas de metal se habían ido derribando para sustituirlas por edificios nuevos de piedra o con fachada de cristal. Más común era la utilización del coral seco, una planta originaria de Mecheria. Los nuevos residentes plantaban los granos transgénicos en la base de sus casas y atendían con esmero las largas hebras planas de piedra esponjosa, similar a la piedra pómez, que iba trepando con rapidez por las paredes, ensanchándose para formar un robusto caparazón orgánico que rodeaba toda la estructura, con un simple podado se mantenían las ventanas despejadas. Los colores se mezclaban y entrelazaban con habilidad, formando elaborados dibujos y haciendo de cada edificio una individualidad distinta que rompía la monotonía del barrio. Por mucho polvo y suciedad que provocaran las carreteras, el coral seco absorbía todos los gránulos y mantenía la marquetería de la fachada limpia y llena de color.
    A medida que avanzaba el aburguesamiento urbano, las vías del Mersy parecían cada vez más fuera de lugar. Varias secciones de la valla metálica tenían ya brotes de coral seco cubriéndolos y ocultando la fealdad de las vías de las casas y apartamentos elegantes más cercanos.
    La terminal de pasajeros solo era una pequeña parte de los diez kilómetros cuadrados que ocupaba la estación planetaria del TEC; la mayor parte de la zona estaba dedicada a las áreas de clasificación y las obras de ingeniería. En uno de los extremos estaba la salida en sí, protegida de los elementos por el único y amplio vano de un tejado arqueado hecho de cristal y hormigón blanco. Dudley casi no la recordaba de cuando había llegado once años atrás, tampoco es que hubiera cambiado. Esas salidas nunca cambiaban.
    El Carlton lo dejó en la parada de salidas, delante de la terminal y luego se volvió a casa rodando en cuanto el astrónomo salió con el equipaje. Entró en la estación y se encontró inmerso en una multitud de gente que parecía ir en todas direcciones salvo en la que él quería. Aunque era relativamente nueva, la explanada tenía un aspecto anticuado: altas columnas de mármol sostenían un tejado elevado de cristal; las franquicias acechaban entre los arcos de estilo catedralicio; las cortas escaleras que unían los diferentes niveles eran demasiado anchas, como si condujeran a algún palacio escondido; las estatuas y las esculturas ocupaban nichos altos y profundos y hasta la última de sus superficies planas estaba cubierta de excrementos de pájaros. En el aire colgaban grandes proyecciones holográficas traslúcidas, carteles de color carmesí y esmeralda que confirmaban la información de los trenes para cualquiera que no tuviera una interfaz con la red local; unos pajaritos los atravesaban zumbando sin parar y ululaban, perplejos, al ver el rastro de chispas que provocaban sus alas membranosas.
    -El tren de Verona sale del andén 9 -dijo el mayordomo electrónico de Dudley.
    Echó a andar por la explanada hacia el andén. Verona era un destino habitual y había un tren que salía cada cuarenta minutos. Había muchos viajeros que se desplazaban entre ambas ciudades todos los días, ejecutivos medios de compañías de finanzas e inversiones que trabajaban en el establecimiento y dirección de la infraestructura civil de Gralmond.
    El tren de Verona estaba compuesto por ocho vagones de dos pisos enganchados a una locomotora PH54 de tamaño medio. Dudley metió las maletas en el compartimento para equipajes del quinto vagón, se subió a bordo y encontró un asiento vacío junto a una de las ventanillas del piso superior. Y después ya no le quedó más que intentar hacer caso omiso de la creciente tensión que lo iba invadiendo a medida que el reloj de su visión virtual realizaba la cuenta atrás para la partida. Había siete mensajes para él en el buzón de su mayordomo electrónico, la mitad de los cuales eran de sus estudiantes y contenían tanto grupos de datos, como de audio.
    Los últimos cinco meses habían sido extraordinariamente ajetreados para el pequeño Departamento de Astronomía de la universidad, aunque no se había realizado ninguna observación estelar en todo ese tiempo. Dudley había declarado que el estado del telescopio y sus instrumentos era inaceptable y que habían estado descuidando el lado práctico de su profesión. Bajo su supervisión se habían desmantelado y revisado, uno por uno, los motores de rastreo y después los cojinetes, seguidos de todo el equipo de sensores. Con el telescopio fuera de servicio, también tuvieron la oportunidad de modernizar e integrar los programas de control especializados y de análisis de imágenes. Al principio, los estudiantes habían agradecido la oportunidad de mancharse las manos y mejorar los sistemas disponibles, pero ese entusiasmo inicial hacía mucho tiempo que se había desvanecido a medida que Dudley no dejaba de encontrarles tareas nuevas y esenciales que retrasaban la vuelta al servicio.
    Dudley odiaba engañarlos, pero era un modo legítimo de suspender todo el proyecto de observación del Par Dyson. Se dijo que si conseguía las pruebas, el impacto que tendría en su departamento y su presupuesto justificaría más que de sobra el pequeño subterfugio. Hasta el último par de meses, mientras soportaba todas sus quejas, no empezó a plantearse el efecto que la verificación del cerco podría tener en su carrera y su suerte. Si no conseguía respaldar sus observaciones quedaría arruinado, pero el éxito, por otro lado, abría todo un nuevo reino de perspectivas. Bien podría progresar mucho más allá de cualquier cosa que pudiera ofrecerle la Universidad de Gralmond. Era un ensueño agradable en el que perderse.
    El tren empezó a moverse, se apartó del andén y comenzó a adentrarse bajo el sol de primavera. Todo lo que Dudley podía ver por la ventanilla era el paisaje industrial de los talleres de la estación, donde cientos de vías serpenteaban por el suelo cruzándose y volviéndose a cruzar como un inmenso laberinto abstracto. Pequeñas locomotoras de maniobras movían vagones de carga y de pasajeros uno por uno, locomotoras que escupían espesos penachos de gases diesel. El único horizonte visible parecía formado por almacenes y muelles de carga donde la delgada red de grúas y portacontenedores se entrelazaba a través de cada una de las secciones de las grandes estructuras abiertas. Había vagones abiertos y planos, y gruesos vagones cisterna que estaban preparándose o descargando dentro de sistemas mecánicos que casi los tragaban por entero. Los ingenieros y los robots de mantenimiento reptaban por las diferentes vías realizando reparaciones.
    El tráfico comenzó a incrementarse sobre las vías que los rodeaban al dirigirse a la salida; los largos trenes de carga se alternaban con los transportes de pasajeros, más pequeños. Todos serpenteaban sobre los cruces con movimientos sinuosos, dirigiéndose como flechas hacia el tramo final de los raíles. Al otro lado del vagón, Dudley vio una corriente casi continua de trenes que surgían de la salida.
    Solo había dos vías que llevaban hasta allí, una de entrada y una de salida. El tren de Verona por fin se introdujo en el tramo de salida y se colocó detrás del tren de pasajeros que iba a Edenburg. Un tren de carga que se dirigía a StLincoln se colocó detrás de ellos. Una señal baja de advertencia resonó por todo el vagón. Dudley distinguió el borde del techo curvado delante de ellos. La luz apenas se atenuó cuando pasaron por debajo. Y después, solo quedó delante el amplio óvalo ambarino y resplandeciente que tanto recordaba a la entrada de los túneles antiguos. El tren se deslizó directamente en su interior.
    Dudley sintió un ligero cosquilleo en la piel cuando el vagón atravesó la cortina presurizada que evitaba que se mezclaran las atmósferas de ambos mundos. Aunque salvaba una distancia de ciento dieciocho años luz, el agujero de gusano en sí no tenía ninguna longitud interna. La maquinaria del generador que lo creaba, sin embargo, tenía un volumen considerable, la mayor parte del cual se encontraba oculto en los inmensos edificios auxiliares de hormigón que había tras el tejado. Solo eran las unidades de emisión las que estaban contenidas en el gran aro ovalado de la salida, que tenía más de treinta metros de espesor. Dada la velocidad a la que viajaba el tren, hasta eso pasó como un fogonazo en un segundo.
    Un crepúsculo cobrizo glorioso entró a raudales por las ventanillas del vagón. A Dudley le estallaron los oídos cuando la nueva atmósfera inundó el vagón a través de los respiraderos del techo. Miró por la ventanilla y contempló la inmensa extensión de la estación que tenía el TEC en Verona. No parecía tener fin, no se vislumbraba la megaciudad que el astrónomo sabía que había detrás. Uno de los extremos de la estación era un acantilado macizo de salidas, protegidas bajo sus techos curvados de un solo vano; cada marco ovalado lucía una bruma de un color ligeramente diferente, dependiendo de la clase espectral de la estrella a cuyo mundo se dirigiesen. Pero en cuanto al resto, hasta donde alcanzaba la vista, trenes y vías eran el único paisaje. Trenes de carga gigantes pasaban rodando con locomotoras que dejaban por enanas a las GH7 que tanto habían impresionado a Dudley; unidades de tracción impulsadas por energía nuclear tiraban de dos kilómetros de vagones. Expresos de pasajeros, blancos e impecables, pasaban como rayos con docenas de vagones; viajeros multimundiales que cada día tomaban una ruta que los llevaba por veinte planetas o más y que se precipitaban de salida en salida en un circuito sin final. Los trenes regionales, pequeños y sencillos, como el que ocupaba Dudley, se arrastraban junto a sus primos más grandes y majestuosos. En la estación de Verona había de todo.
    Al igual que la Tierra era el cruce de todos los planetas de la fase uno de la Federación Intersolar, Verona era el cruce principal para esa sección de la fase dos, con salidas que conducían a treinta y tres planetas diferentes. Era uno de los llamados Quince Grandes: los planetas industriales establecidos a lo largo del borde de la fase uno, a unos cien años luz del Sol. Fundado por una compañía, financiado por una compañía y dirigido por una compañía.
    La estación de Verona se jactaba de tener siete terminales de pasajeros; el tren de Dudley entró en la número tres. Una vez más, la magnitud de aquel lugar lo sorprendió, solo esa terminal era cinco veces más grande que la estación planetaria de Gralmond. La atmósfera más cargada de Verona y su gravedad, un poco más pesada, contribuyeron a aumentar esa sensación de inferioridad mientras vagaba por la atestada explanada en busca del servicio a Tanyata. Al fin lo encontró en el andén 18b: tres vagones de un solo piso de los que tiraba una locomotora diesel Ables RP2. Su equipaje se encajó en el portaequipajes de arriba y él se sentó solo en un asiento doble. Apenas se había llenado la tercera parte del vagón. Solo había tres trenes al día a Tanyata.
    Cuando llegó, comprendió por qué había tan pocos servicios programados. Estaba claro que Tanyata era un planeta fronterizo; el último en establecerse en ese sector de la fase dos. En términos comerciales no era práctico construir agujeros de gusano que fueran más allá, así que Verona ya no uniría más planetas congruentes con la vida humana, ese honor había recaído en Saville, que estaba a menos de diez años luz de Gralmond. El TEC ya estaba construyendo su nueva base de exploración allí, preparándose para abrir agujeros de gusano a toda una nueva generación de sistemas estelares: la fase tres, la siguiente oleada de la expansión humana.
    La estación del TEC de Tanyata no era más que un par de andenes de acero de boro armados a toda prisa bajo un techo de plástico temporal. Una grúa y un almacén conformaban toda la sección de carga que se abría por detrás a un patio lleno de barro, donde los contenedores de metal apilados y los depósitos formaban largas filas sobre la vegetación mal segada. Los vagones y los camiones se movían retumbando por los laterales, cargando los suministros. El asentamiento en sí era una simple extensión de cabañas móviles estandarizadas para el personal de construcción que estaba tendiendo la primera etapa de la infraestructura civil del planeta. Se estaban integrando también unos cuantos edificios prefabricados, con hombres y grandes robots manipuladores que insertaban módulos de aluminio reforzado en un armazón de vigas de carbono. Las máquinas más grandes eran los constructores de carreteras, minifábricas oruga con grandes cuchillas armónicas en la parte delantera que deshacían la tierra y la arcilla. Un reactor químico procesaba el material y lo convertía en hormigón amalgamado por enzimas, que salía por la parte posterior y formaba una superficie plana y regular. Las espesas nubes de vapor y gases que salían de las unidades y se arremolinaban a su alrededor hacía prácticamente imposible verlas enteras.
    Dudley salió al andén y de inmediato echó mano de sus gafas de sol. El asentamiento estaba en algún lugar del trópico, con una humedad pegajosa que acompañaba al sol ardiente y teñido de azul. Al oeste distinguió el océano, más allá de una serie de suaves colinas. Se quitó la americana y sacudió la mano por delante de la cara. Ya estaba sudando.
    Alguien exclamó el nombre de Dudley desde el otro lado del andén y saludó. Dudley dudó un momento al ir a levantar la mano. El hombre medía más de un metro ochenta y tenía esa constitución esbelta que tanto se apreciaba en los corredores de maratón. Era difícil calcularle una edad física, la piel del hombre ostentaba un buen número de tatuajes CO cuyos dibujos e imágenes resplandecían con un color confuso en cada uno de sus miembros. Unas galaxias doradas con forma de espiral formaban una lenta constelación que le cubría toda la calva. Una perilla canosa y bien recortada era la única pista fiable que indicaba que aquel hombre comenzaba a dejar atrás la madurez. El desconocido esbozó una amplia sonrisa y comenzó a bajar por el andén, con la falda escocesa aleteándole alrededor de las rodillas. La tela a cuadros lucía un atrevido diseño en amatista y negro.
    -¿El profesor Bose, supongo?
    Dudley consiguió contenerse antes de pasarse la mano por su tatuaje CO.
    -Eh, sí. -Después extendió la mano-. Eh, ¿LionWalker Eyre?
    -Ni siquiera había acertado con la pronunciación, como uno de esos tíos solterones e intransigentes. El astrónomo esperó que el calor cubriera el posible sonrojo de las mejillas.
    -Ese soy yo. La mayoría de la gente me llama solo Walker.
    -Ah. Genial. De acuerdo. Walker, entonces.
    -Es un placer conocerlo, profesor.
    -Dudley.
    -Usted es de los míos. -LionWalker le dio a Dudley una campechana palmada en la espalda.
    Dudley empezó a preocuparse. No se había planteado en ningún momento el nombre del astrónomo cuando se lo proporcionó el banco de datos. Claro que, cualquiera que tuviera dinero suficiente para comprar un telescopio de espejo de uno metro coma tres, enviarlo a un mundo fronterizo y vivir allí con él, tenía que ser un tanto excéntrico.
    -Es muy amable por su parte permitirme hacer una observación -dijo Dudley. LionWalker sonrió por un momento mientras se alejaban por el andén.
    -Bueno, no es muy habitual que te pidan algo así. Tiene que ser muy importante para usted, ¿no? ¿Esta noche concreta?
    -Podría serlo, sí. Eso espero.
    -Fue algo que me extrañó, ¿por qué una sola noche? ¿Qué es lo que se puede ver que solo tenga lugar durante un periodo de tiempo tan corto? Y además, una noche muy concreta.
    -¿Y?
    -Ya, bueno, eso es todo, ¿no? No se me ocurrió nada; no en términos de acontecimientos estelares. Y sé que tampoco hay ningún cometa previsto, al menos ninguno que yo haya visto, y soy el único que observa estos cielos. ¿Va a contármelo?
    -Mi departamento tiene en curso una observación del Par Dyson; a algunos de nuestros benefactores les interesaba. Solo quiero confirmar algo, eso es todo.
    -Ah. -La sonrisa de LionWalker era cómplice-. Ya veo. Así que son acontecimientos antinaturales.
    Dudley empezó a relajarse un poco. Excéntrico quizá lo fuese, pero LionWalker también era bastante astuto.
    Llegaron al final del andén y el alto giró la muñeca de repente y señaló con un dedo, luego dibujó un lento semicírculo en el aire. Los tatuajes CO del antebrazo y la muñeca destellaron en un complicado torbellino de color. Una camioneta Toyota aparcó con brusquedad delante de ellos.
    -Un sistema de control interesante -comentó Dudley.
    -Sí, bueno, lo prefiero. Lance las bolsas a la parte de atrás, ¿quiere?
    Se alejaron por una de las carreteras de hormigón que acababan de extrudir y salieron del ajetreado asentamiento. LionWalker contraía los dedos cada pocos segundos, inducía otra oleada de color en sus tatuajes CO y el volante de la camioneta respondía con un movimiento fluido.
    -¿No podría darle a la matriz de conducción unas cuantas instrucciones verbales, sin más? -preguntó Dudley.
    -¿Y qué sentido tendría eso? De esta forma soy yo el que controla la tecnología. La maquinaria hace lo que yo le ordeno. Y así es como tiene que ser. Cualquier otra cosa es mecantropomorfismo. No se trata a un trozo de metal móvil como si fuera un igual y no se le pide por favor que haga lo que tú quieres. ¿Quién manda aquí, nosotros o ellos?
    -Ya veo. -Dudley sonrió, la verdad era que empezaba a caerle bien aquel hombre-. ¿Mecantropomorfismo es una palabra?
    LionWalker se encogió de hombros.
    -Debería serlo, toda la puñetera Federación lo practica como si fuese una especie de religión.
    Pronto dejaron atrás el asentamiento y condujeron sin parar por la carretera que corría paralela a la costa, por el interior, a solo un par de kilómetros del mar. Dudley no dejaba de vislumbrar un océano hermoso y transparente tras los pequeños montículos arenosos que hacían guardia junto a la orilla. Más al interior, el suelo se elevaba formando una cadena de colinas lejanas. No había ni una sola nube en el cielo, y tampoco soplaba la brisa. La luz intensa teñía las crestas de hierba y los cañaverales de la costa de un tono oscuro, volviendo las hojas de un color casi jade. Junto a las cunetas crecían arbolitos bajos, a primera vista se parecían a las palmeras terrestres salvo que sus hojas eran más parecidas a ramas de cactos, con sus monstruosas espinas rojas y todo.
    A cincuenta kilómetros del asentamiento, la carretera se curvaba hacia el interior. LionWalker hizo un elaborado ademán con la mano y la camioneta tuvo la amabilidad de girar y bajar por una estrecha pista de arena. Dudley bajó la ventanilla y olió el aire fresco del mar. No era tan salado como en la mayoría de los mundos congruentes con la vida humana.
    -¿Ve la forma en que han tendido la carretera, siempre mirando hacia el interior? -exclamó LionWalker-. Montones de parcelas de primera entre la autopista y la costa. Dentro de treinta años, cuando la ciudad haya crecido, esto se va a vender a diez mil dólares el acre. Toda esta zona terminará cubierta de casas de playa para ricos.
    -¿Y eso es malo?
    -Para mí, no -se rió LionWalker-. Yo no pienso estar aquí.
    Faltaban otros quince kilómetros para llegar a la casa de LionWalker. El hombre se había hecho con una bahía curva protegida por unas dunas que se extendían a lo largo de varios kilómetros hacia el interior. Su casa era un chalé bajo de coral seco de color blanco nacarado encaramado a la cima de una alta duna, a solo cien metros de la orilla, con una amplia galería plana que se asomaba al océano. La gran cúpula del observatorio estaba un poco más apartada del agua, un diseño corriente de hormigón y metal.
    Un labrador dorado salió corriendo a saludarlos, agitando la cola muy contento. LionWalker jugueteó con él mientras se dirigían a la casa. Todavía estaban a más de veinte metros de distancia cuando Dudley oyó los sonidos de una furiosa discusión.
    -Ay, Dios, todavía siguen igual -murmuró LionWalker.
    El fino postigo de madera se abrió de golpe y una joven salió hecha una furia. Era asombrosamente bella, incluso para Dudley, que estaba acostumbrado a pasear por un campus repleto de lozanas jovencitas.
    -Es un cerdo -le escupió la muchacha a LionWalker al pasar a toda prisa junto a él.
    -Ya, claro -dijo LionWalker con tono dócil.
    Lo más probable era que la mujer no le oyera, ya había puesto rumbo a las dunas con una expresión de determinación en el rostro que dejaba claro que no pensaba parar hasta el fin del mundo como mínimo. El labrador le lanzó una mirada anhelante antes de volverse otra vez hacia LionWalker.
    -Tranquilo. -El hombre acarició la cabeza del perro-. Volverá para darte la cena.
    Ya casi habían llegado a la puerta cuando esta se abrió de nuevo. Esa vez fue un joven el que salió. Con aquellos rasgos andróginos era casi tan hermoso como la chica. Si no hubiera sido porque iba sin camisa, Dudley quizá incluso hubiera cuestionado a qué género pertenecía.
    -¿Pero dónde se cree que va esa mujer? -gimoteó el joven.
    -No lo sé -dijo LionWalker con tono resignado-. A mí no me lo ha dicho.
    -Bueno, pues yo no pienso ir tras ella. -El joven partió rumbo a la playa, encorvando los hombros y pegándole patadas a la arena con los pies desnudos. LionWalker abrió la puerta y le hizo un gesto a Dudley para que entrara.
    -Tiene que disculparlos.
    -¿Quiénes son? -preguntó Dudley.
    -Son mis parejas actuales. Los quiero muchísimo, pero a veces me pregunto si merece la pena, ya sabe. ¿Está casado?
    -Sí. Varias veces, en realidad.
    -Ah, bueno, entonces ya sabe lo que es.
    El interior de la casa estaba dispuesto con el clásico estilo minimalista que encajaba con el lugar a la perfección. Había una gran chimenea circular que servía como punto central del salón. Unas altas ventanas curvadas revelaban una vista ininterrumpida de la bahía y el océano. El aire acondicionado proporcionaba un frescor relajante.
    -Siéntese -dijo LionWalker-. Supongo que no le vendrá mal una copa. Dentro de un momento le llevaré a ver el telescopio. Así podrá echarle un vistazo. Estoy seguro de que se sentirá satisfecho.
    -Gracias. -Dudley se acomodó en uno de los grandes sofás. Tenía la sensación de ser un ente apagado y sin color en aquel entorno. No era solo la suntuosidad de la casa y el marco, sino también la vivacidad de las personas que la habitaban.
    »Esto no era lo que me esperaba -admitió unos minutos después, tras beber un sorbo del más que satisfactorio güisqui escocés de cincuenta años de LionWalker.
    -¿Quiere decir que pensaba que sería alguien como usted? Sin ánimo de ofender, amigo.
    -En absoluto. ¿Y qué está haciendo aquí, entonces?
    -Bueno, procedo de una familia bastante acaudalada. No rica en términos de la Tierra, ya sabe, pero sí acomodada. Nací con un fideicomiso más que razonable y luego conseguí hacer incluso más dinero en el mercado de materias primas. Eso fue hace un par de rejuvenecimientos. Desde entonces no he hecho más que holgazanear.
    -¿Y por qué aquí? ¿Por qué Tanyata?
    -Estamos en la frontera. Es lo más alejado del punto de partida que podemos encontrar, bueno, con excepción de Tierra Lejana. Y es maravilloso, aunque a todo el mundo le parezca de lo más normal. Puedo sentarme aquí por las noches y contemplar el camino que tenemos por delante. Usted mira las estrellas, Dudley, sabe las maravillas que hay ahí fuera, y esos cretinos que dejamos atrás, esos no miran. Estamos en lo que nuestros ancestros pensaban que era el cielo. Ahora puedo asomarme a su cielo y ver nuestro futuro. ¿No le parece una cosa gloriosa?
    -Desde luego que lo es.
    -Ahí fuera hay estrellas que no se pueden ver a simple vista desde la Tierra. Brillan en el cielo por la noche y yo quiero conocerlas.
    -Y yo también. -Dudley brindó con un vaso de cristal que era cien años más antiguo que el güisqui que contenía y se lo terminó de un trago.
    Los dos jóvenes regresaron después de un par de horas tranquilizándose a solas. LionWalker se los presentó como Scott y Chi y los dos saludaron a Dudley con aire avergonzado. Como penitencia, los dos se pusieron a hacer una hoguera en la playa utilizando la madera que arrojaba la marea a la orilla y que tenía una curiosa textura apelmazada. La encendieron cuando el sol comenzó a hundirse en el océano. Unas chispas de un color naranja brillante salieron volando de las puntas de las llamas y giraron en el aire, sobre la arena. Metieron patatas en medio del fuego mientras preparaban una barbacoa improvisada para cuando murieran las llamas.
    -¿Podemos ver el Par Dyson desde aquí? -preguntó Scott cuando empezaron a aparecer las estrellas en el cielo oscurecido.
    -No -dijo Dudley-. A simple vista, no; están demasiado lejos. Apenas se puede ver la estrella de la Tierra desde aquí y el Par Dyson está mil años luz más allá.
    -¿Entonces cuándo las cercaron?
    -Esa es una buena pregunta. Jamás hemos podido concretar el momento exacto de la construcción de los caparazones, eso es lo que mi proyecto de observación va a ayudar a resolver. -Ni siquiera entonces pensaba admitir Dudley lo que había visto.
    Si la observación de esa noche arrojaba alguna duda sobre lo que había visto, tendría que limitarse a enterrar el proyecto entero de inmediato. No podía permitirse montar un número, necesitaba demasiado el trabajo y la pensión. Después del 2050 la astronomía había dejado de ser un campo puramente científico; cuando se podían visitar estrellas de todo tipo de espectros y observarlas en directo, no tenía mucho sentido priorizar esa profesión. Ya hacía mucho tiempo que el TEC se había hecho cargo de todas las observaciones importantes del espacio profundo para fines que solo eran comerciales. En esas circunstancias, no había muchas instituciones de educación superior de la Federación que se molestaran en construir observatorios para halagar a su profesorado. No tendría ningún sitio al que ir.
    Una hora después del atardecer, Dudley y LionWalker atravesaron las dunas hasta el observatorio. El interior no era muy diferente del que tenía el astrónomo en Gralmond. Un gran espacio vacío con el grueso tubo del telescopio en el medio, descansando sobre una compleja cuna de vigas de metal y bandas de electromúsculos. Las cubiertas de los sensores que rodeaban el foco parecían mucho más sofisticadas que todo lo que se podía permitir la universidad. Una fila de portales modernos y pulcros se alineaba en la pared que había junto a la puerta.
    Dudley le echó un vistazo al equipo profesional y sintió que parte de la tensión se desvanecía. No había ninguna razón práctica que impidiera que se produjera la observación. Lo único que tenía que hacer era recordar con claridad el acontecimiento. ¿De veras pudo pasar así? Cinco meses después, el momento le parecía esquivo, el recuerdo de un sueño.
    LionWalker se situó cerca de la base del telescopio y emprendió lo que parecía un baile robótico. Los brazos y las piernas se sacudían con movimientos pequeños y precisos. Como respuesta, las puertas de la cúpula empezaron a abrirse. Las bandas electromusculares de la cuna del telescopio se flexionaron sin ruido y el grueso cilindro empezó a girar y a alinearse con el horizonte por donde debía elevarse el Par Dyson. El cuerpo de LionWalker continuó retorciéndose y girando y luego se puso a chasquear los dedos al ritmo de un compás que nadie oía. Los portales fueron cobrando vida uno por uno para transmitir las imágenes de los sensores.
    Dudley se acercó a ellos a toda prisa. La calidad de la imagen era impecable. Le echó un vistazo al campo de estrellas y observó la diminuta variación de las pautas a las que estaba acostumbrado.
    -¿Qué clase de conexión tenemos? -le preguntó a su mayordomo electrónico.
    -La ciberesfera planetaria es insignificante, sin embargo hay una conexión por tierra con la estación del TEC. La anchura de banda disponible cumple de sobra los requisitos que ha establecido. Puedo abrir la comunicación con la unisfera en cuanto quiera.
    -Bien. Empieza un cuarto de hora antes del momento aproximado del cerco. Quiero una descarga completa en las cámaras de datos de la IS, y una verificación legal del envío por parte de la unisfera.
    -Recibido.
    LionWalker había terminado sus giros y había dejado descansar el telescopio. Levantó una ceja.
    -Se está tomando esto muy en serio, ¿verdad?
    -Sí.
    La descarga en las cámaras de datos y una verificación legal eran procedimientos caros. Junto con el billete del viaje, el coste de la aventura se había quedado con una gran parte del dinero que habían ahorrado con tanto cuidado para las vacaciones. Otra cosa que Dudley no le había dicho a su mujer. Pero tenía que hacerse, una vez autentificado el envío de lo captado por los sensores del telescopio, nadie podría disputar la observación.
    Dudley se sentó en una silla de plástico barato al lado del telescopio, con la barbilla entre las manos, observando la luz holográfica de los portales. Observó el cielo oscuro con un gesto obsesivo a medida que el Par Dyson se alzaba sobre el horizonte. LionWalker hizo algunos ajustes menores y Dyson Alfa quedó centrada en cada uno de los portales. Durante ochenta minutos permaneció estable. Un simple punto de luz normal, cada banda del espectro revelaba una intensidad inquebrantable.
    LionWalker intentó hablar unas cuantas veces con Dudley sobre lo que podían esperar. Pero cada vez lo mandaron callar con un ademán. Al final se rindió y se dejó caer en una silla al lado del anciano astrónomo. Estaba acostumbrado a las noches largas, aunque, por extraño que fuera, compartir esa hacía que fuera más aburrido todavía.
    El mayordomo electrónico de Dudley estableció una conexión completa de banda ancha con la unisfera y confirmó que la cámara de datos de la IS estaba grabando.
    Fue casi una decepción cuando, justo a su hora, Dyson Alfa se desvaneció.
    -¡Sí! -chilló Dudley. Se levantó de un salto y la silla cayó hacia atrás-. Sí, sí, sí. Yo tenía razón. -Se volvió hacia LionWalker con una sonrisa enorme y absurda en la cara-. ¿Ha visto eso?
    -Pues sí -gruñó LionWalker con una calma falsa-. Lo he visto.
    -¡Sí! -Dudley se quedó inmóvil-. ¿Lo tenemos? -le preguntó a su mayordomo electrónico con urgencia.
    -La unisfera confirma la grabación. El acontecimiento está anotado en la cámara de datos de la IS.
    La sonrisa de Dudley regresó a su sitio.
    -¿Pero se da cuenta usted de lo que ha sido eso? -preguntó LionWalker.
    -Me doy cuenta.
    -Algo imposible, hombre, eso es lo que ha sido. Completamente imposible, diablos. Nadie puede apagar una estrella de ese modo. Nadie.
    -Lo sé. Maravilloso, ¿no?