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Le había llevado días
convencer a su padre para que respaldara el fin de semana. Tampoco
era que a Justine Burnelli le apeteciera mucho tenerlo allí, al
menos no así, apenas seis meses después de salir del
rejuvenecimiento. En el mejor de los casos ya era un hombre
imposible, pero si a la vitalidad de la juventud se le añadía su
brutal obstinación natural, el resultado era casi inhumano, maldita
fuera. Sin embargo, Justine tenía que admitir que su presencia
legitimaba el fin de semana, sin él, los jugadores que necesitaban
jamás habrían aparecido.
Habían decidido
celebrarlo en el Bosque de la Sorbona, el retiro que tenía la
familia en la Costa Oeste, una gran hacienda a las afueras de
Seattle, con ríos torrenciales y bosques extensos cercados por
montañas. Ella habría preferido un fin de semana en la Mansión del
Tulipán, el hogar principal que tenía la familia en la Costa Este.
Era mucho más civilizada que ese rústico santuario. Pero la reunión
informal que celebraban los Burnelli debía ser, sobre todo,
discreta.
La gente empezó a
llegar el viernes a media tarde. Justine ya llevaba allí un día
entero, supervisando los preparativos del personal, algo que nunca
terminaba de confiarle a sus empleados cuando se trataba de
reuniones de ese nivel. El Bosque de la Sorbona consistía en una
gran casa principal, construida en un principio de piedra y
hormigón, que en esos momentos estaba completamente cubierta de
coral seco, uno de los ejemplos más antiguos de la Tierra. Lo
habían plantado más de dos siglos atrás. Los dos colores nativos,
el lavanda y el beis, que trepaban por las paredes y cruzaban el
tejado, parecían anodinos comparados con las variedades modernas
que la ingeniería transgénica había puesto a disposición de todos.
Sus frondas trenzadas también sufrían una falta de textura y las
secciones más antiguas tendían a desmoronarse, así que el personal
de jardinería fomentaba el crecimiento constante. A esas alturas
las frondas ya eran treinta centímetros más gruesas que las paredes
originales de la casa, lo que hacía que los grandes ventanales
parecieran orgánicos de lo hundidos que estaban. La Comisión de
Medioambiente de la NFU le habría impuesto sin duda una orden de
eliminación y una cuantiosa multa a cualquiera que fuera lo
bastante imprudente como para cultivar aquella planta alienígena
hasta semejante extremo, pero ningún simple oficial de la CM iba a
atravesar el perímetro de seguridad del Bosque de la Sorbona.
El interior de la
casa principal contaba con varias salas de recepción, instalaciones
de recreo y comedores. Los miembros de la familia y los invitados
se alojaban en cualquiera de los doce pabellones distribuidos en un
semicírculo alrededor de los jardines traseros, comunicados con la
casa principal por medio de pérgolas cubiertas de rosas. Por fuera
al menos, esos edificios satélites intentaban amoldarse al legado
local. Tenían paredes de troncos y tejados de corteza, aunque en el
interior no había nada que no perteneciera al siglo veinticuatro en
términos de mobiliario y comodidades.
Gore Burnelli fue el
primero en llegar. Aparcó bajo el amplio toldo del porche con forma
de ala de gaviota una inmensa limusina Zil negra. Aunque era
eléctrica, Justine estaba convencida de que aquel monstruo de seis
ruedas tenía que violar alguna ley medioambiental, era demasiado
pesada y doblaba en tamaño al Jaguar cupé que conducía ella. Otros
tres grandes sedanes se detuvieron detrás de la limusina con varios
miembros del séquito de su padre. El mayordomo electrónico le dijo
a Justine que otros dos habían ido directamente al pueblecito que
ocupaba el personal dentro de la hacienda.
Justine se adelantó
para saludar al viejo tirano-rey cuando se abrió la puerta
posterior de la Zil y surgieron los escalones. Dos ayudantes que
también hacían el papel de guardaespaldas salieron primero,
parecían los típicos matones con sus lustrosos trajes negros y las
bandas plateadas de las gafas. Justine ni se inmutó cuando
aparecieron. Allí no hacían ninguna falta y su padre lo sabía. De
hecho, era muy probable que Gore se hubiera plagado de conexiones y
fuera mucho más letal de lo que ellos llegarían a ser jamás. Su
último rejuvenecimiento en el centro biogénico de la familia le
había llevado más tiempo del habitual.
Gore Burnelli
apareció en la puerta de la Zil olisqueando el aire.
-Maldito Seattle,
coño, está lloviendo otra vez -gruñó. Una llovizna ligera empañaba
el cielo y hacía que los bordes del dosel alado gotearan de forma
constante sobre las coníferas plantadas alrededor-. No sé por qué
no trasladamos este puto sitio a Inglaterra. Total, el tiempo es el
mismo y la cerveza es mejor.
Justine le dio un
suave abrazo.
-Déjalo ya, papá.
Este fin de semana ya va a ser bastante duro para mí sin tener que
vigilarte a ti también.
El hombre intentó
devolverle la sonrisa. No le resultaba fácil, no con aquella cara.
Justine todavía era capaz de distinguir sus rasgos humanos nativos;
si hubiera sido un chico normal de veinte años habría sido
asombrosamente guapo. Su espesa mata de pelo brotaba con vigor del
corte al cero con el que había salido del tanque y empezaba a
rizarse con picardía. Pero con el número y la complejidad de los
tatuajes CO que se había hecho, estos habían terminado por fundirse
entre sí y le habían cubierto por completo el rostro,
proporcionándole una piel dorada de veinticuatro quilates que
parecía la máscara funeraria de algún antiguo rey egipcio.
-Como si me atreviera
a quejarme contigo dándome la tabarra.
-¿Cómo está
mamá?
Gore puso los ojos en
blanco, por lo menos los ojos parecían normales.
-¿Cómo cojones
quieres que lo sepa? Ya me dirás tú quién era porque yo he borrado
ese recuerdo hace siglos.
-Mentiroso. -Justine
vio que los guardaespaldas se estremecían un poco. Seguro que no
estaban acostumbrados a que nadie le hablara así a su jefe. Claro
que Justine era la primogénita de Gore, concebida y nacida de forma
natural, al contrario que los cincuenta y tantos hijos que la
habían seguido a ella y a su hermano. Por aquel entonces Gore no
era más que un simple multimillonario que había heredado la fortuna
de dos distinguidas y adineradas familias americanas cuando sus
padres se habían unido en una nueva dinastía. Con buen criterio,
predicciones llenas de astucia, y no poca influencia política, la
extensa cartera de acciones con la que había comenzado había ido
creciendo al mismo tiempo que la raza humana se extendía por la
fase uno del espacio. Los Burnelli, como todas las grandes familias
de la Tierra, eran la prueba viva de que el dinero llama a dinero.
El personal de Dawson Knight, el bufete legal de contabilidad y
gestión que era el núcleo del imperio financiero familiar, estaba
compuesto casi exclusivamente por miembros de la familia. Su raison
d’être era acumular más riqueza y proteger la que ya existía. Los
Burnelli tenían activos en casi todos los planetas de la
Federación, desde acres de propiedades estratégicas alrededor de
las capitales de los planetas de fase tres, hasta manzanas enteras
con capacidad industrial en cada uno de los Quince Grandes; desde
compañías de transporte y comerciales, hasta bancos, empresas de
servicios públicos y fabricantes de tecnología de vanguardia.
Cualquier cosa de la que se pudiera sacar un beneficio, presente o
futuro, ellos no tardaban en hacerse con un trozo.
A lo largo de los
siglos, Justine había ido adquiriendo un papel importantísimo en la
construcción de la fortuna familiar, había realizado casi todos los
papeles posibles, desde apagafuegos en las primeras décadas, hasta
gestora jefe de adquisiciones; y en los últimos tiempos se había
convertido en una sutil agente política. No era que ella prefiriera
el papel político, más público, que desempeñaba su hermano. Pero a
pesar de todo, de los tratos, las maniobras y las manipulaciones
que había llevado a cabo a lo largo de tantos siglos, era Gore el
que seguía siendo el núcleo sacrosanto de la siempre creciente
familia Burnelli.
-Bueno, pues yo vi a
mamá hace un mes -dijo Justine-. Te manda un beso.
-No vendrá aquí,
¿verdad? -Gore enfocó de repente otra cosa. Como siempre, su visión
virtual lo rodeó de informes financieros, resúmenes de noticias e
informes de mercado de Dawson Knight, en busca de opciones,
futuros, tierra o divisas que poder comprar. Si había una
oportunidad de la que pudiera beneficiarse la familia, Gore la
aprovecharía.
-No. Aquí estás a
salvo -dijo Justine.
-Bien. Me voy a mi
pabellón. Pero quiero verte a ti y a tu hermano antes de que
empiecen los politiqueos de esta tarde.
-Se lo diré a
Thompson cuando llegue.
Gore y su séquito de
guardaespaldas, asistentes y ayudantes entraron en la casa
principal. Un par de hermosas chicas orientales cerraban la
procesión con unos microvestidos blancos muy apretados. Eran
gemelas, o bien las habían perfilado para que parecieran idénticas.
Ambas hicieron una respetuosa reverencia cuando pasaron junto a
Justine, que apenas consiguió evitar fruncir el ceño al mirarlas.
En algunos aspectos, su padre podía ser tan predecible que
resultaba increíble. A las chicas las incluiría en su horario del
mismo modo que incluía una conferencia financiera o una comida de
negocios. Cada minuto de su día estaba programado en su agenda
personal con semanas de antelación. Justine sabía que muchas
personas especulaban con la posibilidad de que Gore hubiera
recibido un perfilamiento psiconeuronal ilegal que lo había
convertido en un obsesivo compulsivo con el trabajo y la familia.
Pero ella todavía tenía los recuerdos de su primera infancia,
cuando casi nunca dejaba Wall Street antes de las diez o las once
de la noche y se pasaba todos los fines de semana en su estudio,
con las pantallas del ordenador como únicas compañeras. Siempre
había sido una persona resuelta y firme que había mantenido los
requisitos humanos al mínimo. A medida que la tecnología iba
avanzando, él había ido adquiriendo cada vez más interfaces y
procesadores para mantenerse al día de todo lo que sucedía en los
grandes mercados financieros de toda la Federación.
Media hora después de
la llegada de Gore, aparcó en el Bosque de la Sorbona Campbell
Sheldon. Justine lo saludó con una sonrisa bastante sincera. Era
uno de los tataranietos de Nigel, el más joven de tres hermanos,
descendientes de una nieta por línea directa. Lo que lo convertía
en un miembro muy importante dentro de la jerarquía de la familia
Sheldon y, dado que había elegido hacer carrera en el TEC, había
logrado una posición de alto rango como director de Proyectos
Avanzados Civiles y Comerciales. Aunque hay que decir que Nigel era
inflexible, formar parte de la familia solo te ponía un pie en el
primer peldaño de la escalera, desde ahí había que subir por
méritos propios.
Campbell tenía un par
de ayudantes con él, pero eso era todo. Justine recordó que había
disfrutado de esa actitud sencilla la última vez que se habían
visto. Campbell se encontraba entre rejuvenecimientos, lo que le
daba una edad aparente de cuarenta y tantos años. Una barba bien
recortada de color castaño ratón le cubría unas mejillas un poco
gordezuelas. No cabía duda de que había heredado algunas de las
características de Nigel, los ojos profundos, la nariz pequeña, el
cabello rubio oscurecido. Unos cuantos tatuajes CO muy discretos le
dibujaban espirales por detrás y por debajo de las orejas.
Campbell le dio un
beso ligero en ambas mejillas.
-Estás
fabulosa.
-Gracias. Creo que
estaba a punto de rejuvenecer la última vez que nos vimos.
-La fiesta en el yate
del senador de Luang, si no recuerdo mal. La ceremonia de
inauguración del puente Braby. Tenían peces de aire flotando sobre
el yate como si fueran globos amarillos.
-Ay, Señor, qué bien
informado estás. Ya veo que voy a tener que pasarme la noche
actualizándome.
-Espero que toda la
noche no. Sería un desperdicio de velada.
-Ah. Recuerdo bien
esa parte tuya.
Lo invitó con un
gesto a pasar al vestíbulo.
-¿Qué puedo decir?
Soy un Sheldon. Tengo una reputación que mantener.
-¿No estabas con esa
cantante de rock, aquella vez del yate?
-Ah, mi querida
Calisto. Me temo que tomamos caminos separados no mucho después. Me
dejó por un batería.
-¿Tomó el nombre de
una luna?
El hombre se encogió
de hombros.
-Por aquel entonces
estaba de moda.
-¿Y ahora qué son?
¿Asteroides? ¿Cometas?
Campbell se echó a
reír y luego hizo una pausa para mirar la casa.
-¿Es coral seco de
verdad? ¿En la Tierra?
-Sí. Por favor, no
nos denuncies a los federales. Tiene más años que la mayoría de los
miembros de esta familia.
-Soy fácil de
sobornar. Una copa tranquila a última hora de la noche. Un baño
juntos a la luz de las velas. Hacer el amor en una cama con
dosel.
Justine le devolvió
la sonrisa.
-Desde luego que me
plantearé darme un chapuzón contigo en un arroyo de la montaña.
Tenemos varios en la finca.
-Dios mío, eres una
sádica. ¿En primavera y en el estado de Washington? ¿Tienes idea de
lo que el agua así de fría puede hacerle a un hombre?
-Yo me apunto a
averiguarlo si tú también lo haces.
-De acuerdo. Pero que
conste que espero esa copa más tarde. ¿De qué va este fin de
semana?
-Estrictamente
informal. La decisión principal sobre la agencia de vuelos
estelares ya la ha tomado el Consejo del Exoprotectorado. Todo lo
que queda es estirar un poco las cosas para que todo ruede bien
antes de la confirmación del Senado. Si me permites la
sugerencia... Esto te da una oportunidad excelente para explorar
las opciones con Patricia Kantil.
-Hmm -gruñó
Campbell-. ¿Así que también viene?
-Oh, sí.
De hecho, la
siguiente en llegar fue Patricia Kantil. Salió de un Ford Occlat de
gama media con un pulcro traje de chaqueta comprado en unos grandes
almacenes y zapatos negros de salón clásicos. Se mantenía en una
edad aparente de cincuenta y tantos años, lo bastante madura como
para ser fiable, pero no tan vieja como para estar perdiendo
capacidad intelectual. Una telaraña de tatuajes CO plateados le
irradiaba de los ojos, tan fina que la mayor parte del tiempo era
invisible. El peinado y el maquillaje enfatizaban con cuidado su
etnia latina. Justine se dio cuenta de que la dama se había gastado
un montón de dinero en esa imagen, pero no era algo que fueran a
notar los votantes cuando la vieran un paso por detrás de su jefa,
Elaine Doi.
El hecho de que la
principal asesora política de Doi pasara un fin de semana en
Seattle apenas diez días después de que la vicepresidenta anunciara
su candidatura era muy revelador para Justine. Para Patricia, esos
dos días serían todo un ejercicio de cabildeo. Se había llevado a
su secretario con ella, un atento joven vestido con la típica ropa
informal de diseño que se ponían los urbanitas siempre que iban a
disfrutar de la naturaleza. Permanecía con gesto servicial detrás
de su jefa y solo hablaba cuando se dirigían a él.
Justine estaba muy
ocupada dándoles la bienvenida cuando salió una tercera persona del
Occlat. Una chica joven de largo cabello rubio y, de hecho, más
alta y delgada que Justine. Su ropa era desvergonzadamente cara,
una falda corta y un jersey de pico brillante y dorado que realzaba
su figura. Miró a su alrededor con esa exuberancia chispeante y
única de la que solo podían hacer gala los que todavía estaban en
su primera vida y después esbozó una amplia sonrisa de
aprobación.
-Y esta es Isabella
-dijo Patricia-. Mi acompañante.
-Hola. Esto es
precioso -dijo muy efusiva la joven Isabella al tiempo que le
tendía la mano con impaciencia, deseando hacer nuevos amigos.
-Gracias -dijo
Justine-. Nos ha llevado un tiempo, pero al fin tenemos lo que
queríamos.
Sería tan fácil
colmar a Isabella de sarcasmo e ironía, la chica ni siquiera se
enteraría. Pero eso convertiría a Justine en una zorra y a ese fin
de semana no le hacía falta ningún follón.
-Quiero un expediente
completo sobre ella -le dijo Justine a su mayordomo
electrónico.
Había algo en
aquellos rasgos que le sonaba lo suficiente como para hacer que
Justine tuviera cuidado. Era obvio que Isabella pertenecía a una
gran familia o a una dinastía intersolar, pero a cuál...
-Isabella Helena
Halgarth -le informó a Justine su mayordomo electrónico-. Edad,
diecinueve años. Segunda hija de Victor y Bernadette Halgarth. -Un
pequeño archivo se desplegó en su visión virtual detallando las
escuelas a las que había asistido Isabella, logros académicos,
deportes, intereses, las ONG. La habitual basura que solía publicar
los RR.PP. de la familia.
¡Maldita sea!
En cuanto hubo
acompañado a Patricia a su pabellón, Justine hizo una llamada a
Estella Fenton.
-Necesito
información.
-Querida, será un
privilegio y un placer -dijo Estella con tono burlón-. ¿Pero qué
diablos sé yo que no sepa tu familia?
-Se trata de una
chica. -El dedo virtual de Justine tocó un icono y le envió el
pequeño informe que tenía sobre Isabella-. Tú eres la reina de los
cotilleos. Necesito saber cuál es su posición real entre los
Halgarth.
-Si me lo preguntara
otra persona, me ofendería -dijo Estella.
-¡Por favor! Conozco
la posición de casi todos los miembros de las grandes familias,
pero los Halgarth son una dinastías intersolares.
-Ya lo sé, querida,
nuevos ricos de otros mundos, la peor calaña. Tengo aquí mi propio
perfil de esa chica, ¿qué es lo que quieres saber, con
exactitud?
-¿La consideran
importante?
-En realidad, no.
Decimoquinta generación y Victor solo era la undécima. Tanto el
padre como la hija fueron hijos gestados in vitro, así que no
pertenecen a la línea directa, están ahí solo para cumplir con la
cuota familiar. Dispone de un fideicomiso mínimo, recibe lo
suficiente como para no tener que trabajar, pero no puede
permitirse darse la gran vida como el resto de la alta sociedad.
Terminó el instituto el año pasado y todavía no ha elegido
universidad. De hecho, corre el rumor de que cuando rejuvenezca
quizá se someta a un pequeño reordenamiento cerebral. Su cociente
intelectual no parece capaz de iluminar ni un árbol de Navidad. Ha
tenido unos cuantos novios, todos de igual rango menor y ahora
mismo se acuesta con... Ah, Patricia Kantil. ¿Por eso me
llamas?
-Sí. Este fin de
semana vienen unos cuantos Halgarth de alto rango y no sé si
Patricia se ha asegurado su voto. Podría ser un problema si
interpretan mal la relación.
-Puedes descansar
tranquila, querida. No lo sabes por mí, pero Edenburg ya ha
decidido alinearse con Doi. Con eso ya son seis de los Quince
Grandes. No creo que Patricia e Isabella sean un factor
determinante para ti.
-¿Así que los
Halgarth van a apoyar a Doi, después de todo? Felicidades, tienes
mejores contactos que yo. Gracias, te juro que lo último que
necesito son sustos de última hora como este. Te debo una.
-Desde luego que me
la debes. La próxima vez que necesite a una Grande de primera fila
para una cena...
-Allí estaré.
Gerhard Utreth fue el
siguiente, miembro de cuarta generación de la familia Braunt, que
había fundado la República Democrática de Nueva Alemania. Como
abogado había optado por no dedicarse al lado administrativo y
financiero de la familia para trabajar en la oficina legal
planetaria. Décadas antes había sido senador de la RDNA en la
Federación. Incluso había estado casado con una Burnelli en cierta
ocasión, el fruto del matrimonio habían sido dos hijos gestados in
vitro. No era que Justine creyera que eso fuera a contar mucho
durante el fin de semana, pero lo convertía en un buen aliado en
potencia.
También había
invitado a Larry Frederick Halgarth, perteneciente a la tercera
generación de su dinastía y que llegó con Rafael Columbia, que era
una adición inevitable al fin de semana. Pero al extenderse la
invitación, Larry también había insistido en llevar a Natasha
Kersley, que compartía la limusina con los otros dos. Cuando
Justine pasó su nombre por la base de datos de los Burnelli, no
encontró nada. Natasha no era miembro de ninguna familia
importante. Y Justine tampoco había oído hablar de la Junta
Directiva Especial de Supervisión Científica de la Federación, de
la que Natasha era directora.
-Lleva a cabo
estudios teóricos sobre armas. Armas exóticas -Fue lo único que
había dicho Larry.
Completaban la
reunión de aquel fin de semana dos senadores más. Crispin
Goldreich, cuya posición en la Comisión Presupuestaria de la
Federación le daba una gran influencia sobre la puesta en marcha de
todo el proyecto de la agencia de vuelos estelares. El informe de
Justine lo describía como un escéptico moderado, pero ella sabía
que ese animal político no existía en realidad. Aquel hombre
buscaba algo.
Y por último estaba
Ramón DB, el senador de Buta, aunque, por increíble que pareciera,
no pertenecía a la familia Mandela que había establecido ese mundo,
uno de los Quince Grandes. En realidad era el líder del Comité
Ejecutivo Africano General del Senado, con lo que contaba con una
base de poder bastante respetable. También había estado casado con
Justine durante doce años. Pero eso había sido ocho décadas
atrás.
-¿Te acuerdas de mí?
-le preguntó Justine con timidez cuando su ex salió del
coche.
Él se limitó a
rodearla con sus brazos y a abrazarla con fuerza.
-Maldita seas, estás
buenísima a esta edad -bramó con suavidad. Después la alejó un poco
y la miró de arriba abajo. Una expresión melancólica le cruzó la
cara-. ¿Podemos casarnos otra vez?
Después le tocó a
Justine mirarlo. La túnica tradicional que vestía tenía un
maravilloso reborde del color del arco iris hecho de fibra
semiorgánica que no dejaba de girar como si la moviese la brisa. Ni
siquiera ese movimiento podía disfrazar del todo el modo en que le
caía sobre el estómago. Su edad aparente se acercaba a los sesenta
años y unas canas se le infiltraban en la sien. Unos tatuajes CO
del color de la medianoche le cruzaban las mejillas apareciendo y
desapareciendo con un parpadeo.
-¿Cuánto peso llevas
ahí debajo? -le preguntó Justine.
El senador juntó las
manos como si fuera a rezar y apeló al cielo.
-Una vez esposa,
siempre esposa. Me mantengo en forma.
-¿En qué forma? ¿La
de un balón de playa? Rammy, sabes que tienes problemas de corazón
cuando engordas tanto.
-Es el destino de los
senadores, tenemos que asistir a enormes banquetes cada día de la
semana. Supongo que esta noche nos vas sentar ante una cena de ocho
platos.
-Tú desde luego que
no vas a tomar ocho platos y voy a hablar con el chef sobre tu
dieta para el resto del fin de semana. No quiero tener que
visitarte en la sala de renacimientos, Rammy.
-Sí, sí, mujer.
Dentro de nada me voy a someter a un rejuvenecimiento y todo
quedará solucionado. Deja de preocuparte.
-¿Ya tienen una
retrosecuencia específica para tu problema?
El hombre blandió con
impaciencia el matamoscas.
-Tengo unos genes
raros. A los médicos les cuesta aislar el problema y
corregirlo.
-Entonces que hagan
un vector de una secuencia para un corazón nuevo. No es tan
difícil.
-Soy lo que soy. Lo
sabes. Y no quiero el corazón de otra persona.
Justine cogió aire,
lista para suspirar, pero antes de que tuviera la oportunidad, un
grueso índice la cogió por la barbilla.
-No me riñas,
Justine. Es un placer volver a verte. Ser senador no es tan
maravilloso como dice todo el mundo. Esperaba que pudiéramos pasar
algún tiempo juntos, tú y yo, este fin de semana.
-Lo haremos. -Su ex
le dio unos golpecitos en el brazo-. Además, quiero hablar contigo
de Abby.
-¿Qué le pasa ahora a
nuestra bisnieta?
-Más tarde. -Justine
miró el reloj de su visión virtual-. Tengo que ir a ver a papá y a
Thompson antes de que empiece la velada de verdad.
-¿Tu padre está aquí?
-Ramón se mostró reacio de repente a acercarse a la casa.
-Sí. -Justine se
lamió los labios para cubrir una sonrisa-. ¿Algún problema?
-Sabes que nunca le
caí bien.
-Eso es cosa de tu
inseguridad y tu imaginación. Siempre te aceptó.
-Como un león acepta
a un ñu.
Justine se echó a
reír.
-¿Eres todo un
senador de la Federación y todavía te sigue intimidando?
Ramón la cogió por el
brazo y entraron en el vestíbulo.
-Le sonreiré y
charlaré de forma educada con él durante tres minutos exactos. Si
para entonces no me rescatas...
-¿Sí?
-Pienso subirte a mis
rodillas.
-Ah, escuchad a los
ángeles del cielo cuando cantan las buenas nuevas, los buenos
tiempos han vuelto.
Gore Burnelli había
descomprimido su personalidad paralela en la gran matriz del Bosque
de la Sorbona y se había instalado en la casa del mismo modo que
otros humanos regresan a un sillón viejo y cómodo. Al contrario que
la mayor parte de los que se sometían a rejuvenecimientos
frecuentes, él no metía sus recuerdos en un depósito de seguridad
por una cuestión nostálgica. Los llevaba con él en implantes de
alta densidad y los cargaba en las matrices locales allí donde
fuera. Para él eran esenciales; para hacer los tratos que le
permitían a su familia surcar las olas sin problemas rumbo al
futuro tenía que conocer los tratos anteriores y las razones que
había tras ellos, si habían funcionado, los problemas que
planteaban. Otros, como su hija, confiaban en informes y en el
acceso a extensas bases de datos a través de un mayordomo
electrónico, mientras que él tenía los acontecimientos reales al
alcance de su mano gracias a los programas de acceso homogeneizado
en los que habían enraizado sus recuerdos.
Los negocios y la
ubicación de su familia en el mercado se habían convertido en sus
constantes. La tecnología le permitía estar pendiente la mayor
parte del día. Algunas de las rutinas que había desarrollado para
gestionar el proceso eran casi autónomas, lo que le permitía llevar
a cabo múltiples tareas paralelas. Incluso en ese momento, mientras
observaba a su hija y a su hijo entrar en la gran biblioteca
clásica del Bosque de la Sorbona, seguía revisando el diluvio de
datos que caían entre ellos como una lluvia roja digital. Las
cifras y los titulares destellaban de color verde por un instante,
cuando sus dedos virtuales brillaban entre ellos y los
reorganizaban para formar nuevas configuraciones, cambiando de
lugar dinero e información para lograr nuevos tratos y
adquisiciones.
-Ya está aquí todo el
mundo -le dijo Justine.
Su padre no dijo
nada. Era una información que ya hacía tiempo que había fluido por
su lado. En esos momentos la casa estaba poniéndolo al día sobre la
ubicación de invitados, ayudantes, personal, cónyuges y amantes:
quién estaba usando las duchas y baños, quién estaba utilizando el
ancho de banda más grande (y más codificado) para ponerse en
contacto con la unisfera, quién pasaba por las pérgolas rumbo a la
casa principal, listos para tomar unas copas antes de la cena que
se celebraría en el salón Magnolia. La información secundaria como
esa se presentaba en su cerebro en forma de aroma, la multitud de
tatuajes CO que tenía le permitían oler dónde estaban los invitados
y qué estaban haciendo.
-Creo que con estos
invitados disponemos de un colectivo crítico -dijo Thompson-.
Siempre que no haya ningún problema imprevisto, todo debería ir
sobre ruedas.
-Eso es evidente,
muchacho -le soltó Gore-. Pero siempre hay problemas. Confío en
vosotros dos para que los anticipéis y los eliminéis con un buen
masaje de esos egos escandalosamente hinchados que se están
reuniendo ahí fuera.
-Hasta ahora el único
fallo posible es Isabella -dijo Justine-. Pero el radar de los
Halgarth ni siquiera la notará. Otra muñequita rica que se lo pasa
bien durante su primera vida. No creo que Patricia tenga ningún
motivo ulterior para acostarse con ella.
Thompson se dejó caer
en uno de los sillones orejeros de cuero que había delante de la
gran chimenea.
-No es muy propio de
Patricia arriesgarse de ese modo. Las chicas que suele tirarse son
completamente asépticas en lo que a conexiones políticas se
refiere.
-¿Quizá sea amor
verdadero? -dijo Justine con acento divertido.
-Sería la primera vez
-dijo Thompson-. Nunca entenderé por qué coño Patricia no se limita
a pedir una reasignación de cuerpo cuando la están
rejuveneciendo.
-No puede -dijo
Gore-. La mayor parte del equipo de Doi está compuesta por mujeres;
es una imagen en la que ha trabajado muy duro durante veinticinco
años. Y nadie se la va a joder dejándose crecer una polla en el
tanque.
-Y hablando de eso,
todavía no hemos hecho una declaración oficial en su favor -dijo
Thompson.
-Quizá lo hagamos
este fin de semana -dijo Gore-. Si se da el momento oportuno. Para
eso voy a necesitar confirmación de la política de Doi sobre la
puesta en marcha de la agencia de vuelos estelares. Suponiendo que
vaya a respaldarla, y sería muy estúpida la muy zorra si no lo
hiciera, quiero que prestemos una atención especial a la estructura
que va a surgir. Con este fin de semana la familia tendrá una buena
ventaja a la hora de ubicarnos cuando se anuncie la creación de la
agencia. Esos son los detalles que importan.
-La agencia es
temporal -dijo Thompson-. En lo que tenemos que concentrarnos es en
la marina de guerra.
-Lo sé. Ahí es donde
entramos nosotros.
-¿Y si no necesitamos
una marina de guerra? -preguntó Justine.
-La necesitaremos
-dijo Gore con firmeza-. Resulta que estoy de acuerdo con Sheldon y
Kime en esto. Los alienígenas de Dyson disparan primero y preguntan
después. Con eso ya sé todo lo que quiero saber sobre ellos.
Incluso si es solo como disuasión, la Federación va a necesitar
naves de guerra. El Gobierno se va a gastar dinero en
aprovisionamiento, mucho dinero. Tenemos que asegurarnos que la
familia se lleva un buen trozo de ese pastel.
-Eso es fácil -dijo
Thompson.
-No me jodas. -Gore
apretó un puño dorado-. ¿Es que nunca vas a aprender, joder? Ahora
mismo tenemos a todos los demás grandes maniobrando. Justine hizo
bien en organizarnos este fin de semana. Si podemos influir en la
forma, nuestra posición no tendrá rival.
-¿Qué clase de forma
quieres?
-Lo principal tiene
que ser la ubicación. Que Sheldon deje las Batuecas esas de Anshun.
Quiero que la agencia tenga su sede en el Ángel Supremo, donde
debería haber estado desde el principio, coño. La familia tiene
muchos intereses en las compañías de astroingeniería que tienen su
base allí, con un auténtico programa de construcción de naves sus
acciones subirán como la espuma.
-Seguramente podremos
hacer que eso parezca lo más lógico -dijo Justine.
-Es que es lógico. Lo
que necesitamos es una forma de hacer que sirva a sus
intereses.
-Me ocuparé de eso
-prometió Justine. Gore se volvió de nuevo hacia Thompson.
-La otra cara de la
marina va a ser la defensa planetaria. No permitas que lo pasen por
alto este fin de semana. La gente va a querer unos campos de fuerza
bien grandes para que protejan sus ciudades y los hagan sentirse
seguros. Creo que, a la larga, eso se va a llevar incluso más pasta
que las naves estelares.
-De acuerdo,
mantendré eso en la agenda -dijo Thompson.
La cena fue ese tipo
de ocasión formal que Justine, en su papel oficial de anfitriona,
podía organizar dormida. La celebraron en el comedor principal, con
sus amplios ventanales arqueados, como los de una iglesia, que se
asomaban a los jardines iluminados por miles de estrellitas blancas
chispeantes. Se aseguró de que Campbell estuviera en un extremo de
la larga mesa de roble, con su padre, mientras ella charlaba con
Patricia en el otro extremo. Isabella no cenó con ellos.
-Me temo que estas
cosas le parecen un poco aburridas -dijo Patricia cuando la banda
empezó a tocar un poco de jazz como música de fondo.
-Es joven -dijo
Justine, comprensiva-. Ya ha hecho mucho consiguiendo que
viniera.
-Fueron los nombres,
es una especie de adicta a las celebridades -admitió Patricia
mientras tomaba un bocado del primer plato, canelones de salmón
ahumado-. Ahora mismo está accediendo a Seducción Asesina, es el
penúltimo episodio.
-¿No es un biodrama
sobre el último caso de Myo?
-Sí. Un poco
melodramático para mi gusto, pero el personaje principal tiene más
o menos su edad y la producción no está mal.
-Ojalá tuviera tiempo
de mantenerme al día de la cultura pop. Me sorprende que usted lo
tenga, sobre todo ahora mismo.
-Parte del trabajo
consiste en convencer a las celebridades para que nos respalden,
entre otras cosas. -Su sonrisa era cortés, pero cien por cien
profesional.
-Nuestra familia
apoya el proyecto de la agencia estelar. De ahí este fin de
semana.
-Lo sé y Elaine se lo
agradece mucho.
-¿Lo convertirá en
parte de su plataforma? -Justine miró al otro lado de la mesa,
directamente al rostro dorado e inexpresivo de su padre.
-Eso es un poco
radical, claro que la misión de Dyson ha introducido nuevos
factores en la política de hoy en día. La agencia tiene que seguir
adelante. Elaine lo sabe. Y está dispuesta a correr el riesgo si
hace falta.
Gore Burnelli asintió
de forma casi imperceptible.
-Nuestra familia hará
desde luego todo lo que pueda para respaldar la posición de la
vicepresidenta este fin de semana -dijo Justine.
-Agradezco mucho esa
ayuda. -Patricia no consiguió ocultar del todo la sonrisa
depredadora mientras tomaba otro bocado del salmón envuelto.
Justine evitó
cuidadosamente cualquier otro enfrentamiento verbal con Patricia
durante el resto de la velada. La cena no era el momento de dar
comienzo a las negociaciones más serias. En lugar de eso, los tres
Burnelli se aseguraron de hablar con todo el mundo por separado
para prepararlos para el día siguiente.
Las charlas
comenzaron en serio en el desayuno. El personal había dispuesto un
amplio bufé en el invernadero, en un costado de la casa principal,
y Justine se acercó temprano para unirse a Patricia y a Crispin
Goldreich en una mesa. Las dos esposas de Crispin, lady Mary y la
condesa Sophia, seguían en su pabellón, desayunando en la cama,
aunque uno de los ayudantes de Crispin se encontraba junto a él,
sirviendo té y llevándole comida del bufé. El inmaculado joven de
Patricia estaba haciendo lo mismo por su jefa.
Uno de los empleados
de la casa le llevó a Justine una cafetera de café jamaicano. La
dueña de la casa se sentó junto a Crispin, que comía sus huevos
benedicto. Era la posición menos agresiva. Justine quería saber las
mismas cosas que Patricia y la influencia de Crispin era enorme.
Además de liderar la Comisión Presupuestaria, aquel hombre tenía
mucha autoridad entre el bloque de planetas europeos
afiliados.
-Thompson me dijo que
fue una de las voces más moderadas en la reunión del Consejo -dijo
Justine.
-Cauto sería una
palabra más apropiada, querida. Llevo el tiempo suficiente en este
negocio como para reconocer un compromiso indefinido. Si el Senado
aprueba esta agencia, quién sabe cuánto tiempo se exigirá a los
contribuyentes que financien esta empresa. No terminará con los
vuelos a Dyson, usted lo sabe. Si resulta que son benignos, ya se
habrá sentado un precedente para que el Gobierno financie la
exploración de otros lugares desconocidos cuestionables.
-Que seguro que es
mucho mejor que dejar que lo haga una compañía privada -dijo
Patricia-. Todos hemos oído los rumores sobre planetas cerrados,
mundos que tienen algo tan valioso que los Sheldon se los han
quedado para sí.
-¿Y usted lo cree?
-preguntó Crispin.
-Personalmente, no;
no. Pero sí que creo que el Gobierno debería estar más implicado en
la investigación de escenarios que suponen un peligro potencial,
como el Par Dyson. Para eso necesitamos la agencia de vuelos
estelares. Después de todo, con el Par Dyson es la primera vez que
nos encontramos con algo que suponga una mínima amenaza. Y es una
galaxia muy grande. Hasta ahora hemos tenido suerte. Tenemos que
empezar a ser más cautos.
-Lo que nos lleva a
esa maldita propuesta de marina de guerra -dijo Crispin.
-No puede negar que
sería esencial si la misión que va a explorar Dyson demuestra que
son hostiles.
-No, no lo niego.
Pero el desembolso que supondrá eso será de una magnitud muy
superior al de la agencia de vuelos estelares.
-¿Y cómo le gustaría
a usted que se gestionara esto? -preguntó Patricia.
Crispin se tomó un
momento para terminarse el último bocado de sus huevos
benedicto.
-Con un mayor grado
de responsabilidad -dijo al fin-. En este momento nos estamos
limitando a meter dinero en el problema. Lo primero que me gustaría
ver es que los recursos se canalizan de la forma adecuada.
-¿Se refiere a algún
tipo de comité de supervisión? -preguntó Justine. En su visión
virtual un calendario mostraba la fecha en la que se renovaría el
escaño senatorial de Crispin, faltaban solo dos años. Ganaría la
reelección si quería, ese no era el problema. Pero, por supuesto,
si quería continuar como presidente de la Comisión Presupuestaria,
tendría que proponerlo el Ejecutivo.
-Supervisión,
gestión, dirección, llámelo como quiera. Tenemos que asegurarnos de
que los recursos se invierten como debe ser.
-Entra dentro del
ámbito de su Comisión Presupuestaria establecer un cuerpo
supervisor de ese tipo -dijo Patricia.
-Técnicamente
hablando, sí, a menos que el Ejecutivo empiece a poner obstáculos.
Estoy seguro de que la Presidencia querría mantener un control
estricto sobre la agencia, y desde luego sobre la marina.
-Por supuesto. Pero
Elaine estaría a favor de un escrutinio financiero legítimo. Está
totalmente en contra de que se derroche el dinero de los
contribuyentes y sé que tiene una gran confianza en el modo en que
usted dirige la Comisión Presupuestaria.
-Me alegro mucho de
oír eso -dijo Crispin. Se sirvió un poco más de té-. En cuyo caso y
siempre que la Comisión Presupuestaria pueda establecer esas
salvaguardas financieras, Elaine Doi contaría con mi apoyo para la
agencia. Si la eligen.
-Si la eligen
-repitió Patricia como un loro y sin perder la compostura.
-Tenemos a Crispin a
bordo -le dijo Justine a su padre.
-Buen trabajo. ¿A
cambio de qué?
-Patricia le ha dado
el liderato de la Comisión Presupuestaria después de la elección de
Doi.
-Podría haber gente
peor al cargo. Crispin es perro viejo, pero al menos entiende las
reglas del juego. Bien hecho. ¿Y ahora?
-Utreth. Thompson lo
va a ver después del desayuno.
Paró de llover
después del desayuno, lo que dejó los terrenos relucientes tras el
chaparrón nocturno. Thompson abandonó con su invitado los jardines
formales y se adentraron en los bosques que había detrás. Eran una
mezcla de pinos, hayas y abedules plateados, no tan densamente
plantados como lo estaban durante los siglos madereros, cuando
habían sido todos pinos. Dado que se acercaba la primavera al
estado de Washington, una multitud de bulbos se abrían camino entre
el suelo arenoso, y su verdor contrastaba con la alfombra de hierba
parda invernal que todavía se apretaba contra el suelo tras el
manto de nieve que la había cubierto durante meses.
Gerhard Utreth
parecía disfrutar de aquel entorno asilvestrado. Incluso se había
llevado las botas de montaña.
-Cada vez que visito
la costa oeste, siempre me prometo que me voy a tomar un día y voy
a ir a ver las secuoyas -dijo el senador de la República
Democrática de Nueva Alemania.
-¿Y lo has hecho?
-preguntó Thompson.
-No. Ni una vez en
ciento cincuenta años.
-Pues deberías. Yo
fui hace unos cincuenta años. Son dignas de ver.
-Ah, bueno, quizá la
próxima vez.
Llegaron a uno de los
arroyos que había abierto una brecha profunda y estrecha en el
suelo, su agua límpida corría por un lecho de piedras blancas y
grises. Thompson empezó a seguirlo por la escasa pendiente,
evitando las grandes matas de cañaverales verdes que surgían de las
orillas empapadas.
-Tengo que felicitar
a tu familia por meter a un Sheldon tan importante como Campbell
bajo el mismo techo que la principal asesora política de Doi. El
peso que sigue teniendo el nombre de tu padre es
considerable.
-A nadie le interesa
tener facciones enfrentadas en el corazón del Gobierno. Hacemos lo
que podemos.
-Claro. Tengo que
admitir que no recuerdo a ningún vicepresidente que lanzara una
campaña sin el apoyo de al menos siete de las dinastías de los
Quince Grandes.
-A este nivel, la
cautela de Doi solo puede trabajar en su contra. Lo cierto es que
no se puede complacer a todo el mundo todo el tiempo y ella ya
lleva demasiado intentándolo. No es que se haya ganado enemigos, es
que no ha reunido suficientes admiradores.
-Y si me permites la
pregunta, ¿cómo la ve la familia Burnelli?
-No es muy diferente
de ningún otro candidato presidencial, hay muchos defectos y
algunos puntos fuertes. Sin embargo, nuestro principal interés se
centra en los acontecimientos que se sucederán durante su mandato
presidencial. Respaldamos de todo corazón la formación de una
agencia de vuelos estelares. Doi tuvo la previsión de hacer la
propuesta inicial en el Consejo del Exoprotectorado.
-¿Es esa también la
visión de las grandes familias?
-De la mayoría, sí.
Haremos campaña en su nombre.
-Ya veo.
Thompson se detuvo
donde el arroyo se abría a un estanque más amplio. El otro extremo
estaba alimentado por una pequeña cascada que se precipitaba sobre
un grupo antagonista de piedras afiladas, el zarandeo del agua
creaba un chapoteo estridente.
-Me gustaría saber
qué haría falta para que entraras tú también.
Gerhard asintió poco
a poco, agradecía que, por una vez, hubieran decidido hablar claro.
No ocurría con frecuencia entre senadores.
-Ahora mismo todo el
mundo se concentra en la agencia y en la construcción de las naves
exploradoras, cosa que es comprensible. Sin embargo, en opinión de
la República Democrática, la formación de una marina de guerra es
casi inevitable.
-En eso estamos de
acuerdo.
-Si se forma una
marina, los vuelos de reconocimiento, e incluso las misiones de
ataque, solo serán una parte de sus obligaciones. También debe
defender a la Federación. Sheldon tiene el monopolio de las naves y
de su tecnología VSL, que jamás soñaríamos siquiera con
arrebatarle; pero los planetas y las ciudades necesitarán grandes
fortificaciones. Ahí es donde prevemos que se encuentra nuestro
papel.
-¿Respaldaríais la
formación de la agencia con esa condición?
-Sí, así es.
-Eso significaría
alinearse con Doi.
-Al igual que
vosotros, reconocemos que tiene puntos débiles, aunque, como sus
puntos fuertes, ninguno especialmente extraordinario. Sospecho que
la historia considerará su mandato como adecuado, sin más. Ya hace
tiempo que hemos dejado atrás la era de los grandes hombres y
mujeres de Estado, hoy en día nos limitamos a llegar a un
compromiso. La República Democrática puede vivir con eso.
-Buen trabajo el que
ha hecho Gerhard -admitió Gore. El flujo de datos que lo envolvía
empezó a destellar como una tormenta cuando sus manos virtuales
reorganizaron los paquetes e iconos para ubicar el posicionamiento
a largo plazo de la República Democrática de Nueva Alemania.
-Es un profesional
-dijo Thompson-. La RDNA se da cuenta de que la agencia va a seguir
adelante, solo quieren entrar como sea. Más vale tarde que
nunca.
-Me pregunto qué
pensarán los Sheldon de eso.
-Se adaptarán. Saben
muy bien que no pueden esperar que el presupuesto entero de la
agencia termine en Augusta. Por eso han enviado a Campbell.
Pertenece a la cuarta generación. Lo más seguro es que ni siquiera
tenga que consultarle a Nigel nada de lo que surja este fin de
semana.
-Pronto lo
averiguaremos. Toca la reunión crucial.
A la primera a la que
invitaron al estudio fue a Patricia. El séquito de Gore había hecho
todo lo posible para hacer más acogedora la habitación. Un
auténtico fuego de troncos ardía en la chimenea, contribuyendo a
desterrar la brisa gélida de la tarde. Los antiguos sofás de cuero
marrón se habían dispuesto delante del hogar. En el centro, una
mesa ofrecía teteras y cafeteras, así como platos de magdalenas y
galletas que llenaban el aire de un agradable aroma.
Patricia aceptó una
taza de té de porcelana fina y se sentó enfrente de Gore. Aquel
hombre no la inquietaba de forma especial, había pasado tiempo
suficiente con los peces más gordos como para saber que lo que
querían sobre todas las cosas era respeto. Pero el rostro dorado de
Gore era perturbador, Patricia se pasaba la mayor parte de su vida
juzgando y respondiendo a las expresiones faciales. Gore no le
ofrecía muchas pistas sobre lo que sentía. Si es que siente algo,
pensó Patricia.
-Parece que la
República Democrática va a respaldar a Elaine -dijo Gore.
Patricia se quedó tan
quieta como pudo aunque no le resultó nada fácil. El alivio que
sintió al enterarse del apoyo de Gerhard fue enorme. Cuando pensaba
en todo el tiempo que habían invertido presionándolo, en el equipo
de investigadores que habían analizado lo que podían hacer para
llevarlo a bordo. Y con solo pasar medio día con los Burnelli, ya
tenía otro miembro de los Quince Grandes apoyando a Elaine.
Patricia se había pasado más de un año loca de inquietud al ver la
escasez de dinastías intersolares que habían conseguido reunir a su
favor.
-Es una noticia
excelente, señor.
-Todavía no ha oído
el precio. -Gore pasó a explicarle las garantías que tendría que
darle al senador de la RDNA antes de que terminara el fin de
semana-. Pero la auténtica clave es Sheldon -dijo después-. Esta
agencia y todo lo que conlleva es la primera oportunidad que tienen
de conquistarlos. Sé que llevan cortejando a esa dinastía desde
hace más de tres años.
-Se han mostrado un
tanto renuentes -admitió Patricia.
-¡Ja! -Los labios
dorados y brillantes de Gore se separaron en una reconocible
sonrisa de desdén-. Nigel odia a los políticos de carrera. Algo que
se ha traído de su juventud justiciera, supongo. Por eso los ha
mantenido pendientes de sus movimientos. Pero con los siglos ha
aprendido a ser más pragmático y ahora le pueden ofrecer algo. Es
posible que maniobre para meter a su propio candidato a la
presidencia, incluso a estas alturas. Sin embargo, eso le costaría
mucho tiempo y esfuerzo y crearía antagonismos. No con ustedes, eso
ni siquiera se notaría, pero las dinastías intersolares y las
grandes familias se cabrearían mucho con él y eso sí que le
importa. Así que sean lo que él quiera que sean y no habrá
oposición. ¿Están dispuestos a hacerlo?
-Podemos tomar en
cuenta las estipulaciones de Augusta durante la campaña.
Gore se la quedó
mirando durante un momento.
-Ahora mismo solo hay
una estipulación, el dinero. Se van a embarcar en una campaña que
al final va a subir los impuestos. Y eso no va a ser nunca
popular.
-Entiendo. -Patricia
dudó un momento-. ¿No les afectarán a ustedes los impuestos?
-Si pagáramos muchos,
sería probable.
Uno de los enormes
guardaespaldas de Gore, vestido con un traje negro, acompañó a
Campbell al estudio. Sheldon le dedicó una agradable sonrisa a
Patricia cuando se sentó a su lado.
-Bueno, niños, ahora
no os peleéis -dijo Gore.
El fuego del estudio
ya casi se había apagado cuando entraron Justine y Thompson. Dos de
los empleados de la casa estaban quitando la parafernalia del té de
la tarde bajo la cauta mirada de los guardaespaldas. Gore cogió un
par de troncos de pino de la cesta de mimbre que había al lado del
hogar y los dejó caer en la chimenea de hierro, lo que provocó una
pequeña nube de chispas entre las ascuas rosadas y
brillantes.
-Va a funcionar -les
dijo a sus dos hijos-. Sheldon va a respaldar la candidatura de
Doi.
-¿Qué le ha costado a
la vicepresidenta? -preguntó Justine.
-Miles de millones
-dijo Gore-. En dinero de los contribuyentes. Incluso a mí me
sorprendió lo que ofreció como primer presupuesto para la agencia
de vuelos estelares.
-Buscará a alguien
que se largue para presentar la ley, alguien que abandone el Senado
-dijo Thompson-. Si Patricia tuviera un poco de sentido común,
intentaría conseguir que fuera el propio presidente el que
introdujera la ley de formación de la agencia en el Senado antes de
la investidura. De ese modo, nadie le echará la culpa a Doi cuando
se anuncie el presupuesto.
-Le echarán la culpa
cuando se ponga en marcha la marina de guerra -dijo Justine.
-Si necesitamos una
marina de guerra, nadie va a cuestionar el coste.
-Cristo, quizá
incluso consiga un segundo mandato.
-¿Le dijiste a
Campbell que queremos trasladar la base de la agencia al Ángel
Supremo? -preguntó Thompson.
-No. Que haga otro el
trabajo sucio. -Gore miró a Justine-. Se me ocurrió que podría
hacerlo tu ex.
Justine gimió y se
dejó caer en el sofá de cuero.
-¿Por qué él?
-De ese modo podemos
ofrecerle a Buta los nuevos contratos de montaje de los astilleros
del Ángel Supremo. Encaja a la perfección. Sheldon sabrá que tiene
que dar cabida a todos.
Justine le echó un
vistazo a su reloj.
-De acuerdo. Tenemos
una hora antes de los cócteles y la cena. Iré a sondearlo.
-¿Creí que ya habías
hablado hoy con él? -preguntó Thompson.
-Sí, pero eso fue
sobre Abby. Está dando problemas.
-¿Se encuentra bien?
-preguntó Gore-. No he recibido ninguna información.
Aquel interés
inmediato divirtió a Justine, la verdad era que su padre se
mostraba muy protector con la familia, sobre todo con el linaje
directo.
-De esto no te dirían
nada. Solo estábamos hablando de la universidad a la que va a ir.
Yo quería Yale, a ella y su madre les gustaría Oxford y Rammy
prefiere Johannesburgo.
-Será Oxford -dijo
Gore-. Siempre cedes ante tus hijos.
Los cócteles se
sirvieron en la sala de música. Era una gran sala con dos niveles
en la planta baja de la casa principal, con un gran estrado central
de teca para el antiguo piano Steinway. La mujer a la que habían
contratado para tocar la bella antigüedad durante esa velada
pertenecía a la Orquesta Civil de San Francisco y tenía un
repertorio admirable y una voz muy dulce. Después de oírla empezar
con un clásico de Elton John, a Thompson le costó llevarse a Ramón,
Patricia y Crispin al otro lado de la sala, donde se encontraron
delante de una escultura de agua Harkins que ocupaba la mayor parte
de la pared. Crispin no formaba parte del trato que se iba a hacer,
pero dado que ya estaba en el equipo de Doi, sería útil para darle
garantías a Ramón. Cuantos más jugadores tuvieran atados, más
difícil les resultaría faltar a su palabra.
-Tienes que admitir
-le dijo Thompson a su ex cuñado- que tener a la presidenta Gall de
nuestro lado sería de gran ayuda en el Comité Ejecutivo Africano.
Muchos de vuestros miembros la respetan. No serías tú el único que
intentaría meter la propuesta, podrías compartir la carga.
-Esa mujer es una
auténtica rompehuevos -dijo Ramón con tono despectivo-. Creo que
estáis cometiendo un error al incluirla en esto sin hacer ninguna
consulta previa. Y además hace una interpretación muy libre de su
pertenencia al Comité Africano. Cuando le conviene son los
criterios de militancia de siempre.
-Tiene que querer que
la agencia tenga su base en el Ángel Supremo -dijo Crispin-. Sé que
no le hizo ninguna gracia que el Segunda Oportunidad se construyera
en Anshun. Yo no había oído esa clase de lenguaje en la sala del
Comité desde la crisis de la Independencia de Kharkov.
-Razón de más para
que le diga a todo el mundo que se vaya al infierno -gruñó Ramón.
Le dirigió una mirada melancólica a uno de los camareros que
circulaban por la sala con bandejas plateadas llenas de canapés y
después comprobó con expresión culpable si Justine estaba por
allí-. Querrá tomarse su revancha por ese desaire.
-La presidenta Gall
es una profesional, como nosotros -dijo Thompson-. En estas
circunstancias no puede pasar por alto los beneficios económicos
que recibirá su feudo. Ya verás como firma en la línea de
puntos.
-Es posible -dijo
Ramón-. Pero, en cualquier caso, no estéis tan seguros de que el
Ángel Supremo os permita establecer allí la agencia.
-Por lo que tengo
entendido, el Ángel Supremo está igual de interesado que nosotros
en el Par Dyson -dijo Patricia-. Además, en realidad no necesitamos
su permiso para ubicar las instalaciones de la nueva agencia allí.
Es una residencia de conveniencia, nada más.
-Cualquier falta de
cooperación por su parte podría ser un problema -dijo Ramón.
-Un problema que
podríamos superar -dijo Thompson-. La razón principal para ubicar
allí la agencia es sacarla de Anshun, nada más.
Todos se volvieron a
la vez para mirar a Campbell Sheldon, que estaba hablando con
Isabella. La chica iba vestida con una telaraña blanca de algodón y
poco más, las fibras semiorgáncias activas cambiaban de posición
cada vez que la joven se movía, de tal modo que la auténtica
sexualidad de Isabella continuaba provocativamente velada. La
muchacha se reía con entusiasmo de la historia que le estaba
contando Campbell, mientras que él parecía igual de entusiasmado
con la atención con la que jovencita lo distinguía.
-Los Sheldon pueden
ser muy razonables -dijo Crispin-. Cuando les conviene.
-Todo este proyecto
de la agencia juega a su favor -dijo Thompson-. Crispin, detesto
interrumpir a otro invitado cuando es obvio que se lo está pasando
tan bien, pero, ¿crees que podrías abordar el tema de situar la
base en el Ángel Supremo con Campbell? Sonaría mucho mejor si se lo
dice alguien con tu autoridad.
-Oh, mierda -murmuró
Crispin antes de terminarse de un trago la ginebra con gas-. ¿Para
qué vengo a estos fines de semana?
Thompson, Patricia y
Ramón lo observaron cruzar la habitación y acercarse a la esquina
que había detrás del piano, donde Campbell e Isabella disfrutaban
de su público tête-à-tête. Paró a un camarero y cogió una copa de
terciopelo negro antes de interrumpir a la pareja. Isabella recibió
al senador con un rápido aleteo de pestañas.
-Una chica
encantadora -dijo Ramón-. Tiene usted mucha suerte.
-Lo sé -dijo
Patricia-. Pero soy vieja y aburrida, así que supongo que no la
conservaré mucho tiempo. Una vez que desaparezca la novedad de
estar tan cerca de la futura presidenta, seguirá su camino. Yo hice
lo mismo a su edad.
-Yo ya ni siquiera me
acuerdo de cuando tenía esa edad -dijo Thompson-. Y tampoco es
porque haya borrado esos recuerdos. Después de tanto tiempo, se
desvanecen.
-Por la juventud
olvidada -dijo Patricia y levantó su copa-. Porque nos la recuerden
siempre aquellos a quienes se la envidiamos.
-Amén. -Ramón rozó
con su copa la de la asesora y luego la de Thompson. Todos bebieron
un trago.
-Si tienes razón
sobre la reticencia de la presidenta Gall -le dijo Thompson a
Ramón-. ¿Nos permites abusar de ti para que abordes el tema con
ella?
-Preferiría meter la
polla en un procesador de alimentos y hacerla puré.
-Estuviste casado con
mi hermana. Esto no puede ser mucho más difícil.
Ramón echó la cabeza
hacia atrás y se rió.
-Ah, ya se me había
olvidado cómo era esta familia. -Chasqueó los dedos para llamar a
un camarero, que corrió hacia él con unos canapés-. De acuerdo,
quizá me pase por el Ángel Supremo después de este fin de semana.
Pero sigue sin convencerme que esta agencia sea lo que más le
conviene al Comité Africano.
El buen humor de
Thompson no vaciló un momento.
-Entonces estoy
seguro de que nos las arreglaremos para encontrar algo que te
convenza antes de que te vayas.
Entraron en el
comedor principal para cenar. Justine había escogido los sitios lo
mejor que había podido dado el estado del juego hasta esos
momentos. Tampoco era que se esperara demasiadas maniobras durante
la colación, pero las opciones estaban abiertas. Esa vez fue ella
la que terminó junto a Campbell. Frunció el ceño cuando vio que
Isabella se sentaba al lado de Ramón, que parecía encantado con el
plan. Isabella había ocupado el asiento de Gerhard, con lo que
había dejado que el senador de la RDNA se sentara junto a Patricia,
a la que Justine había querido colocar con Rafael. La intervención
de los Halgarth en las negociaciones había sido notablemente escasa
hasta esos momentos. Sabía que Larry había hablado con su padre esa
mañana y le había ofrecido un apoyo provisional para la agencia,
pero eso era todo. Sin duda, pondrían las cartas sobre la mesa al
día siguiente.
Un texto fue bajando
por su visión virtual.
-Tu ex se está
poniendo pesadísimo -le envió Thompson.
-No lo conviertas en
algo personal -le disparó ella-. ¿Qué quiere?
-No tengo ni idea.
Pensé que ya lo teníamos con los contratos de la plataforma de
montaje del Ángel Supremo. Pero ahora que ha visto que todo el
mundo se está agrupando para apoyar a la agencia, parece que busca
algo más.
-Siempre supe que un
día sería un gran político. Gore y tú no me creíais. Estamos
jugando nuestra mano con demasiada franqueza, eso nos deja
vulnerables ante los que necesitamos como aliados.
-Vas a tener que
volver a meterlo en el paquete.
-Haré lo que pueda,
pero me preocupan más los Halgarth.
-Con esos no hay
problema.
-¿Quieres
apostar?
Cuando se terminó la
comida y el grupo se separó, Gore regresó al estudio. Con sus
últimas modificaciones retrosecuenciales necesitaba como mucho tres
horas de sueño y con frecuencia se las arreglaba con mucho menos.
Mientras merodeaba entre las estanterías repletas de libros hasta
el techo olisqueó a los otros, que regresaban a los pabellones del
jardín. Isabella, con los aromas residuales de los muchos hombres
que por una razón u otra se habían rozado con ella esa noche, ella
misma oliendo al delicado aroma del lirio y la orquídea de las
gotas de perfume que se había echado en el cuello. Su aroma se fue
estirando al cruzar corriendo la hierba, evitando los senderos,
alejándose del sabor fuerte y picante de Patricia. La mezcla de
Ramón DB, colonia y sudor teñido de alcohol, la esperaba. Ambos
aromas se fundieron cuando la puerta del pabellón del senador de
Buta se cerró tras ella. Su olor combinado fue creciendo con fuerza
dentro de los estrechos confines del dormitorio principal, las
feromonas de la saliva y el tufo ácido del azúcar del champán se
mezclaron con él.
Detrás del rostro
dorado e impasible de Gore se despertó una mirada divertida cuando
el hedor caliente del sexo comenzó a brotar de sus cuerpos.
Mientras, en el dormitorio de Patricia solo se percibía el
abrumador aroma del jabón de pino cuando la mujer se preparó el
baño. No había alcohol, las sales amargas de la desilusión no le
hacían hormiguear la piel. Estaba contenta.
Así que Isabella era
la intermediaria, la que volvería a meter a Ramón en el trato
haciéndole las promesas que la amante de Isabella había autorizado
previamente para garantizarse el voto del senador. Y, por supuesto,
la joven se parecía un poco a Justine. Una seducción tanto de la
mente como del cuerpo. Pobre y afortunado Ramón.
Gore encontró el
libro que estaba buscando, vio el lomo de cuero tras el continuo
flujo de resplandeciente información escarlata que envolvía su
mundo. Estiró una mano envuelta en unas bandas brillantes de plata
y platino y sacó El arte de la guerra financiera, de James Barclay,
del estante. No era que necesitara leerlo, toda la sabiduría que
contenían aquellas páginas ya fluía con libertad entre sus
pensamientos y rutinas administrativas. Pero el tacto físico
suponía un extraño consuelo. Ese libro había sido su biblia durante
su primera vida y cualquiera que entrara en el mundo de las
finanzas lo seguía considerando un clásico. Seguro que no lo haría
nada mal si se pusiera a actualizarlo.
Por alguna razón
siempre se encontraba buscándolo cuando realizaba emplazamientos
difíciles y ese era uno de los más complejos. La agencia de vuelos
estelares tenía tantas variables. Muchas más que las empresas
políticoeconómicas habituales a las que él estaba acostumbrado. Lo
suyo era que no funcionase, o, como mucho, que fuera otra de esas
instituciones gubernamentales escasas de dinero que avanzaban a
tumbos entre un rendimiento bajo y cuotas no cumplidas. Era
demasiado imponente como para que los apagados políticos de carrera
de esos tiempos lo hicieran funcionar. Y sin embargo... Las
personas que en circunstancias normales se estarían destrozando, en
realidad estaban cooperando y adaptándose unas a otras para
facilitar su puesta en marcha.
¿Qué me estoy
perdiendo?
Cada uno de los
formidables instintos que poseía iban canturreando en su cerebro
que allí había algo que no iba bien. Le habría encantado creer que
la raza humana era una especie venerable y lo bastante madura como
para comportarse de una forma tan espléndida. Que veía un problema
y lo abordaba con lógica y determinación. Él era el primero en
admitir que se habían hecho progresos en la escala evolutiva
social. Gracias a los rejuvenecimientos, la gente ya se tomaba la
perspectiva a largo plazo muy en serio. La agencia de vuelos
estelares era un ejemplo perfecto.
Así que quizá el
anacronismo sea yo.
Poco fiable,
suspicaz, buscando siempre lo peor en la gente. El bárbaro al que
no le hacía falta invadir la ciudad porque la había visto crecer a
su alrededor. Todavía no se podía creer que la agencia pudiera
nacer con tanta facilidad.
A menos que sean los
propios manipuladores los que están siendo manipulados.
Una noción que era
incluso más difícil de aceptar. Gore había estado metido en aquello
desde el principio, había observado a Justine con su habitual
imparcialidad olímpica, su hija había comprendido las implicaciones
gracias a sus propios contactos y había convocado ese fin de
semana. Como demostraba hasta la lectura más superficial de
Barclay, para poder manipular la situación antes que él, alguien
habría tenido que saber el resultado de la misión Dyson incluso
antes de que se lanzara. Nadie poseía esa clase de
conocimientos.
Con un suspiro de
desdén volvió a colocar el libro en su sitio y fue a sentarse
delante de la pequeña pila de brasas a la que se había reducido el
fuego. Si el dulce cuerpo de Isabella y sus maliciosas promesas no
servían, tendría que burlar las tácticas de Ramón DB antes del
mediodía del día siguiente. Los nombres se dispararon en el
interior de su marco privado de datos, contactos dentro del Comité
Africano que no se tomarían demasiado bien que su senador principal
rechazara las subcontratas que la reubicación de la agencia en el
Ángel Supremo llevaría a sus mundos. Olisqueó el aire y aspiró el
buqué de Justine y Campbell, y sábanas limpias de algodón en suave
combinación. Esa sí que sería una unión ventajosa dado lo que se
esperaba que ocurriera durante los años siguientes. Unas manos
virtuales se estiraron y compraron acciones de compañías ubicadas
en las periferias de donde caerían los contratos más grandes de la
agencia de vuelos estelares entre los planetas del Comité Africano.
Preparaba a la familia. Reforzaba a la familia.
-Tengo que decirte
-dijo Campbell- que a Nigel no le hace mucha gracia trasladar las
plataformas de montaje de las naves estelares al Ángel
Supremo.
Justine le acarició
la nariz a modo de respuesta y después fue bajando el dedo hasta
sus labios para que pudiera besarle la yema. Estaba echada justo
sobre él, con el edredón tirado por el suelo. Los antiguos troncos
de la cabaña eran lo bastante gruesos como para retener la calidez
del dormitorio y defenderlos de la gélida noche, Justine todavía no
necesitaba taparse. Las velas de los bulbosos cuencos de cristal
parpadeaban en varios nichos y llenaban el aire de un aroma
almizclado a lavanda y sándalo.
-Pobre Nigel -dijo
Justine con un puchero y después sonrió muy contenta cuando los
brazos de su amante la rodearon con fuerza y una mano se fue
deslizando con gesto sensual por su espalda, rumbo al trasero-.
¿Qué problema tiene?
-Ha dado luz verde a
todo lo que se ha acordado hasta ahora, pero el traslado al Ángel
Supremo retrasará el proyecto varios meses, y eso incluye la nueva
misión de exploración. No va a ceder en eso.
-¿Y qué pasa con los
segmentos de defensa terrestre de la marina? ¿Os importa perder en
eso?
-Nosotros no lo vemos
como una pérdida, exactamente. Estamos haciendo lo mismo que tu
familia, colocándonos. Los contratos principales los controlará la
RDNA pero nosotros seguiremos por delante. Augusta es el planeta
más grande de los Quince Grandes, todo es proporcional.
Justine miró a su
alrededor y vio que la botella de Dom Perignon cosecha del 2331
estaba vacía y boca abajo en el cubo de hielo que tenían junto a la
cama. Una rápida orden enviada a la matriz de la casa pidió a una
doncella robot que trajera otra de inmediato.
-Va a ser muy
interesante ver la Bolsa de Nueva York el lunes por la mañana. Este
fin de semana va a ver tantas adquisiciones de acciones y
movimientos que los agentes van a saber que se está cociendo
algo.
-Sí, no podremos
retrasar la presentación de la agencia mucho más tiempo. -Campbell
levantó la cabeza cuando la doncella robot se acercó a la cama-.
Ah. Más.
-¡Sí, por
favor!
Sheldon volvió a
mirarla y la encontró esbozándole una sonrisa diabólica.
-Dios mío, recuérdame
que nunca me acerque a ti nada más salir de un rejuvenecimiento.
Dudo que haya algún hombre capaz de sobrevivir a eso.
El recuerdo de esos
pocos días pasados en un claro en la ladera del monte Herculano
regresó para provocarle un cálido cosquilleo de satisfacción en su
interior.
-Uno sobrevivió
-murmuró Justine tan campante.
Campbell le quitó la
botella fría a la doncella robot.
-¿La abro?
-Después.
-¿Y el problema del
Ángel Supremo?
-Ya lo arreglaremos
por la mañana.
No había una hora
concreta fijada para el desayuno del domingo por la mañana. Los
invitados fueron llegando según fueron levantándose, deslizándose
por el césped. Por una vez el día había empezado sin nubes. La
fuerte luz del sol arrojaba un ambiente agradable sobre la
exuberante vegetación de la finca. Incluso había un par de ardillas
rojas saltando por el césped. Justine se sentó con Campbell,
disfrutando de esa sensación de cansancio y felicidad que bañaba su
cuerpo. Thompson le había dado los buenos días con educación al
entrar, aunque, por su tono, su hermana supo que era consciente de
lo que había estado haciendo ella durante toda la noche. No era que
lo desaprobara del todo, pero se acercaba mucho. Campbell y ella
compartieron una sonrisa reservada cuando su hermano se alejó. Las
sonrisas se reforzaron entre sí y amenazaron con convertirse en ese
tipo de risitas imparables que tienden a aquejar a los
colegiales.
-¿Me permiten?
-preguntó Ramón.
-Por favor -dijo
Justine.
No había señal de
Isabella. Ni de Patricia, comprendió. Uno de los empleados de la
casa le llevó a Ramón una tetera de té recién hecho, english
breakfast. Justine recordó que había sido ella la que había
aficionado al senador a aquella bebida. A ella le parecía la mejor
forma de empezar el día. El café le resultaba demasiado
fuerte.
-Puede que tenga una
idea que allanaría el camino para trasladar la agencia al Ángel
Supremo -dijo Ramón.
Justine y Campbell
intercambiaron una breve mirada. Todo el mundo disponía de una
cantidad de información más que notable esa mañana, pensó Justine.
Apenas habían pasado treinta minutos desde que había puesto al día
a Gore.
-No cabe duda de que
agradeceríamos cualquier cosa que pueda ayudar -dijo
Campbell.
-Desarrollo paralelo.
Ustedes siguen construyendo las cinco primeras naves exploradoras
en las instalaciones de Anshun mientras se montan los astilleros
del Ángel Supremo. Eso envolvería todo el concepto de la agencia en
esa perspectiva positiva que puede apoyar el Comité Africano.
A Campbell le
sorprendió la idea.
-Supongo que podría
funcionar. Desde luego no se producirían ninguno de los retrasos a
los que nos resistimos. Pero se incurriría en unos costes de puesta
en marcha mucho más elevados de lo que habíamos previsto.
-Debería hablar con
Patricia, pero creo que se dará cuenta de que el equipo de Doi está
dispuesto a aumentar el presupuesto para conciliar nuestra
postura.
Justine esperó hasta
que todos terminaron de comer antes de arrinconar a Ramón cuando
regresaba a su cabaña.
-¿Qué te ha ofrecido
para lograr ese pequeño alineamiento estratégico?
-¿Quién?
-Patricia. -Estuvo a
nada de decir, Isabella.
-El acuerdo original
era que Buta suministrara los nuevos astilleros del Ángel Supremo.
Es una extensión lógica que a las compañías de construcción se les
otorguen también los contratos de las empresas auxiliares.
-Un movimiento muy
inteligente -dijo Gore más tarde-. A largo plazo, los contratos de
las empresas auxiliares pueden terminar siendo más lucrativos que
los de construcción. Que supongo que es lo que estamos viendo
aquí.
-Me encantaría saber
cuál de ellos lo sugirió -dijo Justine.
-A mí también. Está
empezando a preocuparme la cantidad de dinero que Doi está
preparada a ceder. No niego que eso nos beneficia, pero demuestra
un grado de desesperación que no me había esperado de ella.
-A mí no me sorprende
en absoluto -dijo Justine-. Está utilizando todo esto para
comprarse unas elecciones y lo paga del dinero de los impuestos. Se
dedica a la política, ¿qué te esperabas?
-Más sutileza. Los
senadores sabrán lo que ha pasado aquí, aunque al electorado no le
importe. Si resulta que los alienígenas de Dyson no representan
ninguna amenaza, la cantidad de dinero que le ha ofrecido a la
agencia de vuelos estelares es excesiva y reaccionarán contra eso.
No es propio de un político apoyar algo tan radical de una forma
tan incondicional. Salvaguardan sus propias carreras antes que
cualquier otra cosa.
-Pero eres tú el que
afirma que los dysons resultarán ser hostiles y que vamos a tener
que convertir la agencia en una marina de guerra.
-Lo sé. Pero yo no me
presento a las elecciones. Hay una pequeña parte de mí que se
siente tentada a enterrar todo este asunto aquí y ahora.
-¿Qué? Tienes que
estar de broma.
-No te preocupes, no
lo haré. Pero aquí hay algo que no va bien.
-¿Te importaría ser
más concreto?
-No puedo. Llevo toda
la noche analizándolo, lo he comparado con una docena de fines de
semana orientativos parecidos en los que ha participado esta
familia. No hay nada tangible salvo mi corazonada.
-Solo estás
preocupado por lo que los Halgarth se van a sacar de la manga.
Están ganando tiempo, preparándose para cuando el resto hayamos
llegado a un acuerdo y entonces harán su oferta.
-Quizá tengas razón.
Eso espero.
Justine no tardó en
tener la oportunidad de averiguarlo. Había una reunión general de
«revisión de progresos» programada para media mañana. Fue Larry el
que pidió que se restringiera el acceso a aquellos que tenían una
acreditación de seguridad de la Federación de nivel uno. Lo que
significaba que la propia Justine solo consiguió entrar por los
pelos, gracias a sus cargos directivos en varias compañías que
suministraban equipamiento a las juntas directivas que evitaban el
examen público. Pero desde luego excluía a las parejas y ayudantes
de todos, además de a Isabella. Se produjo una corta y áspera
discusión en la puerta cuando le impidieron la entrada. Patricia
entró unos segundos después, un poco nerviosa. Dentro, todos habían
oído lo que había gritado la chica.
-Siento lo ocurrido
-dijo Patricia al sentarse a la mesa.
Justine ahogó su
sonrisa de satisfacción y vio que había unos cuantos que tenían que
hacer lo propio. En cuanto se cerraron las puertas, Thompson se
levantó.
-Supongo que esta
será la última sesión de este fin de semana. Parece que, en líneas
generales, todos estamos de acuerdo en lo que respecta a la
estructura general de la agencia. Lo que nos da la oportunidad de
resolver cualquier problema final que haya. Estoy seguro de que
ninguno queremos ningún susto de última hora a estas alturas. Yo al
menos tengo varias votaciones a las que asistir en el Senado el
lunes y agradecería poder llegar a tiempo.
Se sentó al lado de
Gore, cuyo refinado rostro dorado se volvió hacia Justine con
expectación.
-La novedad más
importante de este fin de semana parece ser el traslado de la base
principal de la agencia al Ángel Supremo. Dado que prevemos que
esta agencia, o quizá una marina de guerra, tendrá que mantenerse
en funcionamiento durante mucho tiempo, tiene sentido hacerlo y
desde luego cuenta con la aprobación de nuestra familia. ¿Hay
alguien que difiera?
-Como bien ha dicho
Justine, en líneas generales todos estamos de acuerdo con lo que se
ha negociado este fin de semana -dijo Larry Halgarth-. El traslado
al Ángel Supremo, el trabajo preliminar para construir las defensas
de la marina; desde luego que mi familia añadirá su sello a todo
eso.
-Aquí viene -le
murmuró Campbell a Justine.
-Sin embargo, hay un
aspecto en toda esta planificación que se ha pasado por alto.
-¿Y qué es? -preguntó
Gore con aspereza.
-Darle a la marina
capacidad ofensiva. Si, y Dios no lo quiera, resulta que los dysons
son hostiles, limitarnos a quedarnos sentados bajo las cúpulas de
campos de fuerza con la esperanza de que se vayan no es realista.
Tendríamos que llevar la batalla a su territorio.
-Eh, espere un
momento -dijo Gerhard-. ¿Desde cuando incluimos la invasión entre
los encuentros hostiles que contemplamos? Todos mis informes se han
concentrado en posibles enfrentamientos por la colonización de
nuevas estrellas en el entorno del Par Dyson. En otras palabras,
todo se va a reducir a llegar a un acuerdo sobre la dirección y los
límites de la expansión. Y eso suponiendo que ellos quieran
extenderse.
-Han colonizado un
sistema solar entero -dijo Larry-. Su cultura está tan basada en la
expansión como la nuestra, si no más. No se equivoque, las dos
culturas nos vamos a encontrar en el espacio.
-Están a setecientos
años luz de distancia -dijo Ramón-. Y es una galaxia muy grande. La
capacidad defensiva solo es de cara a la opinión pública, en
cualquier caso, al menos eso era lo que yo tenía entendido.
-Un gran consuelo.
¿Pero y si la necesitamos de verdad?
-¿Por qué? -preguntó
Campbell.
-¿Disculpe?
-Ramón tenía razón al
decir que cualquier enfrentamiento futuro con ellos será para
establecer las fronteras de nuestras respectivas esferas de
colonización. Cualquier marina de guerra que creemos será una
empresa a largo plazo. Dudo que la necesitemos antes de un siglo.
No se puede decir que haya prisa para llenar la fase tres como
ocurría en el caso de la una y la dos, lo que no deja de ser una
pena. Incluso si se expanden a nuestro ritmo, nosotros estaríamos
en la fase cinco o seis antes de que surgiera la posibilidad de un
enfrentamiento.
-¿Y si no se limitan
a ese calendario?
-Entonces en ese
sector nos detenemos en la fase cinco y continuamos adelante en los
demás sitios. Como ha dicho Ramón, es una galaxia muy grande.
-Alguien estaba tan
preocupado que intentó ponerlos en cuarentena y apartarlos de esta
gran galaxia. Y nosotros mismos hemos visto lo agresivos que son.
Lo que me indica que tenemos que prepararnos para cuando surjan los
problemas.
Campbell lo miró como
miraría un profesor a un alumno especialmente incómodo.
-¿Y para qué cree
usted que nos invadirán, exactamente? Si necesitan recursos
minerales o químicos, puede conseguirlos en cualquier sistema
estelar. ¿Energía? Sus sistemas de fusión parecen más avanzados que
los nuestros. No hay ninguna razón económica ni social para que nos
invadan. Sobre todo cuando existe una marina de guerra. Es un
elemento disuasorio.
-Muy bien. Entonces
haga que sea un elemento disuasorio que funcione. Déle
dientes.
-¿Qué clase de
dientes le gustaría que tuviera? -preguntó Justine-. Supongo que
por eso quería que todos los aquí presentes tuvieran acreditación
de seguridad.
-Sí. -Larry señaló
con un gesto a Natasha Kersley.
-Mi Junta Directiva
ha estado revisando los datos con los que regresó el Segunda
Oportunidad -dijo-. Tenía razón al decir que sus sistemas de fusión
son más avanzados que los nuestros. Al igual que sus campos de
fuerza. Si el capitán Kime no se hubiera retirado, calculamos que
el Segunda Oportunidad habría sido destruido un minuto después de
que sus misiles alcanzaran el radio de acción del ataque. Lo único
que los salvó fue la capacidad VSL. Si vamos a enfrentarnos a los
alienígenas de Dyson en el futuro, incluso si solo es para
establecer fronteras, vamos a necesitar mucha más potencia de fuego
de la que hemos llevado hasta ahora con nosotros.
-Entonces la
aumentaremos en la próxima generación de naves -dijo Campbell-.
Aumentaremos la potencia de los campos de fuerza. Les
proporcionaremos más energía a los láseres de átomos y a las lanzas
de plasma.
-Y ellos harán lo
mismo -dijo Natasha con rotundidad-. Y su capacidad de construcción
es mucho mayor de lo que lo será la nuestra en un futuro
previsible. Toda su civilización gira alrededor de los vuelos
espaciales y la fabricación de naves. No podemos ganar una carrera
armamentística. Lo que tenemos que hacer es llevar esto al
siguiente nivel y desarrollar una nueva generación de armas
avanzadas.
-¿Como por ejemplo?
-preguntó Gore.
-Los conceptos
teóricos que estudia mi Junta Directiva se comparten solo cuando es
imprescindible.
-No haría ningún daño
examinar la idea -dijo Thompson.
-Lo que le gustaría a
mi familia es ver que la Junta Directiva de Natasha se transfiere a
la oficina de defensa de la agencia de vuelos estelares -dijo Larry
y después miró a Patricia-. Eso requerirá una orden del
Ejecutivo.
-Es probable que
pueda conseguirla -dijo la asesora.
-Tendría que
integrarse con el resto de las disposiciones de seguridad de la
Federación -dijo Rafael Columbia.
-¿Con el resto?
-repitió Patricia con aire cauto.
-Si la marina quiere
cumplir un papel defensivo eficaz, las Juntas Directivas de
Seguridad con las que cuenta la Federación en estos momentos
deberían unirse para dar ese servicio. La Junta Directiva Especial
de Supervisión de Ciencias Especiales y la Junta Directiva de
Seguridad Interna podrían combinarse bajo la tutela de mi propia
Junta Directiva.
-¿Eso no es un poco
drástico? -preguntó Justine-. ¿Por no mencionar alarmista? ¿Qué
tiene que ver la Junta Directiva de Crímenes Graves con todo
esto?
-Somos nosotros los
que ya estamos luchando en este conflicto -dijo Rafael-. Es mi
Junta Directiva la que está buscando a los terroristas que atacaron
al Segunda Oportunidad. Un acto que para mí equivale a alta
traición contra la humanidad.
Justine se apoyó en
el respaldo del sillón, asombrada. Para que luego hablen de los
fanáticos.
-Que se lo quede -le
envió su padre-. Solo están construyendo un imperio de papel y la
oficina de defensa planetaria de la agencia tiene que empezar con
algo.
-Yo señalaría que
dado que, de todos modos, la Junta Directiva de Rafael ya opera
sobre una base casi secreta -dijo Larry-, las funciones
preliminares que llevará a cabo en la defensa estratégica
planetaria pueden pasar desapercibidas con bastante facilidad en el
marco de sus procedimientos habituales. Creo que esa era la
recomendación original del Consejo del Exoprotectorado.
-Así fue -dijo
Campbell. Por un momento los dos se enzarzaron con la mirada.
Después, Campbell ofreció una pequeña sonrisa-. Bueno, yo no tengo
objeciones. De hecho, está bien la idea de tenerlo todo bajo un
mismo techo. ¿Cree que podrá hacerse cargo de las responsabilidades
extras, Rafael?
-¿Y del presupuesto?
-gruñó Gore. Todo el mundo se echó a reír.
-Pueden confiar en mí
-les aseguró Rafael.
-Tiene sentido -les
dijo Gore a Justine y Thompson después de que se fueran todos los
demás-. Y ha sido una maniobra brillante por parte de los Halgarth,
nadie iba a decir que no a estas alturas. Larry ha conseguido
dividir la marina. Los Sheldon tendrán las naves mientras que el
lado defensivo estará bajo el control de Rafael. Es el que maneja
los cordones del presupuesto, lo que hace que la RDNA y Buta tengan
que someterse a él.
-Y al final será
defensa la que contará con el mayor presupuesto -dijo Thompson-.
Deberíamos haberlo visto venir. Los Halgarth mantienen su dominio
del mercado de los campos de fuerza.
-El presupuesto de
defensa solo será mayor si los dysons son una amenaza -comentó
Justine-. Parece que yo soy la única que no está convencida de que
lo vayan a ser. Vosotros dos no lo dudáis y en cuanto a Rafael...
Dios, antes de que nos demos cuenta estará diseñando uniformes con
sus bonitas y relucientes botas de soldado.
-Quién podría
culparlo. A las chicas les gustan los marineros.
-No tiene gracia,
papá. Esta fusión le da un gran poder. Las juntas directivas se
mantenían separadas por una buena razón.
-Hablaré con Patricia
y con la propia Doi cuando vuelva mañana al Senado -dijo Thompson-.
Tienes razón en eso, Justine. El nuevo imperio de Rafael tiene que
contar con un comité de supervisión ejecutiva y los nuevos
vicedirectores tienen que nombrarse entre los miembros de otras
familias y dinastías. Tengo algunos contactos en el interior de la
Junta Directiva que pueden echarle también un ojo. No te preocupes,
lo tendremos controlado.
Incluso con las gafas
apretadas y el pasamontañas de lana ribeteado de piel, Ozzie sentía
que el viento congelado le mordía las mejillas. Se le colaba por el
borde de la capucha cuando movía los brazos hacia delante y hacia
atrás con un ritmo suave para impulsarse por el terreno, en cada
mano llevaba aferrados los bastones de esquí de hueso. Aquel
movimiento repetitivo no le resultaba nada fácil, solo llevaba
quince minutos en el exterior y el sudor ya le estaba empapando la
camiseta que llevaba debajo de la camisa de cuadros, los jerséis y
el abrigo de piel de ballena de hielo. Los esquís se mecían sobre
la helada capa crujiente e iban dejando unas huellas gemelas muy
claras.
Allí fuera, en la
superficie relativamente plana de la inmensa depresión que rodeaba
la Ciudadela de Hielo, podía moverse con cierta facilidad, aunque
no se parecía en nada a la velocidad que solía alcanzar en las
laderas de los complejos turísticos de invierno de la Federación. Y
sabía que iría mucho más lento en el bosque. Donde además tendría
que cargar con muchísimo más peso en la mochila. En ese momento
solo estaba practicando con la mitad del peso que se llevaría
cuando se fueran para siempre.
Giró el cuerpo con
cuidado y se detuvo dibujando una curva antes de clavar los
bastones en la fina capa de hielo crujiente. La luz roja del sol
bañaba el desolado paisaje y revelaba una multitud de pequeñas
ondulaciones en el suelo helado. A casi un kilómetro de distancia,
tras él, la Ciudadela se alzaba distante de la tierra gris y plana,
la luz verde parpadeaba constante en su pináculo y unas espinas de
luz carmesí dispersaban sus facetas por sus espejos hexagonales de
cristal. A cien metros de distancia, Tochee se iba deslizando con
eficiencia. Habían empezado a llamar así al alienígena, en lugar de
«el tochee». La comunicación lo personalizaba, al menos desde una
perspectiva humana. Ozzie pensaba que se lo debía.
A Ozzie y a George
Parkin les había llevado una semana diseñar el vehículo que
transportaba al pesado alienígena. La estructura principal era un
simple trineo de hueso tallado de más de cuatro metros de largo que
podía sostener todo el cuerpo de Tochee y todavía sobraba sitio. En
la parte delantera había un parabrisas de cristal cortado de un
árbol y sujeto a un armazón de hueso que se doblaba hacia atrás.
Detrás de eso, cosido a los aros circulares que iban sobre la
plataforma del trineo, había un cilindro de piel de ballena de
hielo que se ataba atrás. El dispositivo era el equivalente a un
abrigo de piel para Tochee que mantenía su cuerpo aislado del aire
subártico y sus cadenas de locomoción lejos del suelo. Para mover
el trineo habían clavado un par de bastones puntiagudos a los lados
del armazón, dos a cada lado, en una variante de un tolete. George
Parkin había diseñado, tallado y montado en persona los cuatro
pequeños y fornidos mecanismos y aunque no decía nada, estaba muy
orgulloso de su logro. Los cuatro palos puntiagudos pasaban por
unos aros de cuero sujetos al cilindro de piel, lo que les permitía
tener un cierto grado de movilidad. Tochee sujetaba los extremos
con sus manipuladores y utilizaba los palos como una combinación de
bastones de esquí y remos.
Una gran multitud se
había reunido en el exterior de la Ciudadela de Hielo la primera
vez que Ozzie, Orión y George habían sacado el trineo del taller. A
Tochee le había hecho falta experimentar durante un par de minutos
con movimientos vacilantes para dominar los palos. Desde entonces,
los tres habían salido cada día a practicar.
Ozzie observó que
Tochee maniobraba el trineo hacia el lugar en el que se encontraba
él esperándolo, el alienígena no perdía el impulso en ningún
momento. A Ozzie aquel artilugio le recordaba a un extraño intento
victoriano de construir una moto de nieve. Pero funcionaba y el
alienígena ya era lo bastante competente como para darle cierta
confianza en el éxito de la empresa. Lo que solo dejaba a Orión. El
chico se dejaba arrastrar por Tochee, llevaba unos esquís cortos
atados a las botas y se sujetaba a una cuerda fina que iba atada a
la parte trasera del armazón del trineo. Ozzie había decidido que a
Orión le resultaría mucho más fácil ir así que aprender a esquiar
de verdad. De hecho, quizá el chico se estuviese divirtiendo
demasiado mientras se balanceaba de un lado a otro detrás del
trineo. Ozzie se preguntó si debería insistir en una cuerda más
corta y arrebatarle la oportunidad de disfrutar. Lo cierto era que
Orión estaba mucho más contento últimamente, una vez que los
preparativos para irse comenzaban a hacerse tangibles.
El trineo se detuvo
con lentitud junto a Ozzie y los cuatro palos se hundieron en el
hielo granuloso donde dejaron unos surcos estrechos. Le satisfizo
ver que Orión torcía los esquís en el ángulo correcto para frenar.
El muchacho se había estrellado más de una vez contra la parte
trasera del trineo de Tochee. Quizá todavía tuvieran una
oportunidad. Ozzie levantó un mitón con el pulgar alzado. Tras el
grueso parabrisas de cristal, el manipulador de Tochee formó un
gesto parecido.
-¿Cómo lo llevas?
-preguntó Ozzie a gritos, hacía demasiado frío para apartarse el
pasamontañas y dejar al aire la boca.
-Bien -le respondió
Orión gritando-. Todavía me duelen un poco los brazos, de ayer,
pero es más fácil mantener el equilibrio con estos esquís.
-Muy bien, vamos a
seguir. -Ozzie se desvió y cruzó el hielo rumbo a una sección del
bosque de cristal que había visitado en un viaje de recolección
tres semanas antes. Mantuvo un ritmo constante, concentrándose en
el terreno que le quedaba por delante. Había crestas ocultas y
pequeños pináculos de roca que sobresalían y que podrían resultar
peligrosos si los cogía mal. Y si Tochee pasaba por encima de
alguno sería un auténtico desastre. Se preguntó si deberían
llevarse un poco de hueso de ballena y unas cuantas herramientas
para hacer reparaciones, por si acaso. Significaría tener que
cargar con más peso, pero también aumentaría sus posibilidades.
Como con todo lo que llevaban consigo, tenía que haber cierto
equilibrio entre la seguridad y el éxito. Cuando comenzaran los
recorridos de prueba por el bosque sabría mejor a qué
atenerse.
-¡Ozzie!
Se volvió al oír la
voz apagada y se encontró con que Tochee estaba trabajando duro con
los bastones del trineo, moviéndolos a toda velocidad y
alcanzándolo poco a poco. Orión gritaba como un loco, agitando el
brazo libre. Ozzie movió las piernas con eficacia, dobló las
rodillas al ir torciendo y no tardó en detenerse. Se quedó mirando
el espacio vacío de la depresión de la Ciudad de Hielo, donde
señalaba el muchacho.
Al fin habían llegado
los silfen para la cacería. Un gran desfile surgía del bosque al
otro lado de la depresión. Desde aquella distancia eran poco más
que una línea gris que se movía, aunque unas luces delicadas
resplandecían a lo largo de toda ella. Cuando Ozzie utilizó los
implantes de retina para enfocarlos, vio lo que pasaba. Ya había
más de cien de aquellos alienígenas bípedos en terreno abierto, con
dos docenas delante, montados en unos animales cuadrúpedos que se
movían tan rápido como caballos incluso bajo las gélidas
temperaturas de aquel mundo. Los que iban a pie corrían a su lado
sin aparente esfuerzo a pesar de los gruesos abrigos que llevaban;
la mitad transportaba unos faroles en el extremo de largas varas
que se mecían con sus movimientos.
Después de pasar
tanto tiempo en la Ciudadela de Hielo, con sus repetitivos y
monótonos días, la emoción que sintió Ozzie al verlos fue tan
intensa que lo sorprendió. Llevaba meses mostrándose tan
resueltamente desapasionado que ya casi había olvidado que era
capaz de experimentar emociones así de fuertes. ¡Estamos a punto de
salir de aquí!
-Volvamos -le gritó a
Orión. Después le hizo una señal rápida con la mano a Tochee para
indicarle la Ciudad de Hielo. El alienígena hizo otra vez el gesto
de subir el pulgar detrás del parabrisas.
No tardaron mucho en
regresar a la Ciudadela. Todos los habitantes habían salido para
ver la llegada de los silfen y se habían arremolinado en el
exterior helado. Ozzie agarró a un par de humanos y a Bill, el
korrok-hi, para que le ayudaran a empujar el trineo de Tochee por
los últimos quince metros que rodeaban la base del gran edificio,
donde las botas y los cascos habían revuelto el hielo y el suelo
arenoso y lo habían convertido en guijarros empapados. Cuando
desataron la cubierta de piel del trineo, el gran alienígena bajó
enseguida al nivel inferior, más cálido. Ozzie colocó sus esquís en
la rejilla y volvió a salir.
Debía de haber unos
doscientos cincuenta silfen en la cacería. Sus cánticos y trinos
flotaban por todo el terreno helado y penetraban en la Ciudadela de
Hielo mucho antes de que ellos lo hicieran. Incluso en medio de
aquel lúgubre invierno perpetuo, el sonido era inspirador, un
recordatorio de que más allá de aquel bosque, había mundos que
recibían la visita del verano. Los jinetes ponían a medio galope a
los sementales, cuyos cuerpos eran como los de unos caballos
gordos, con cuellos que se extendían horizontalmente y terminaban
en unas cabezas con forma de flecha. La piel era como la de una
serpiente de color leonado, con una pluma rala alzándose de cada
escama. Ozzie estaba seguro de que podía ver unas finas agallas
abriéndose y cerrándose con rapidez por todo el cuello, en medio de
los músculos palpitantes, cuando los jinetes tiraron de las riendas
justo antes de alcanzar a la emocionada multitud. También le echó
un ojo a las largas lanzas de plata sujetas tras las sillas bajas,
no parecían demasiado prácticas, sobre todo para un jinete.
Los silfen montados
gorjeaban en su propia lengua mientras contemplaban a la multitud
desde la altura de las grupas. Vestían largos abrigos de piel
esponjosa, blanca como un cisne, con capuchas que les caían por la
espalda. Los guantes y las botas estaban hechas de la misma piel,
lo que hizo preguntarse a Ozzie de qué animal habría salido.
Sospechaba que tendría un aspecto bastante espectacular.
Sara se adelantó y se
inclinó un poco ante el jinete principal, después les habló en su
propio idioma.
-Bienvenidos de
nuevo, siempre es un placer para nosotros verte a ti y a tus
hermanos.
El jinete principal
pió la respuesta.
-Queridísima Sara, la
felicidad vuela con el beso que da fruto entre nosotros. La alegría
conocemos al verte a ti y a tu gente llena de vida. Frío este mundo
es. Fuertes debéis de ser para prosperar bajo su luz roja. Fuertes
sois, pues prosperáis entre el hielo profundo y el cielo
alto.
-Vuestra Ciudadela es
un buen hogar para nosotros en este yermo gélido. ¿Os quedaréis
aquí esta noche?
-El tiempo en este
hogar pasado es lo que cosecharemos en este día.
-Si podemos ayudar en
algo, por favor, decídnoslo. ¿Vais a cazar las ballenas de hielo
esta vez?
-Ahí fuera están,
cubiertas en sus blancas profundidades. Rápido se mueven en breves
instantes. Grandes crecen en largos años. Con fuerza llaman. Lejos,
muy lejos, entre las incontables estrellas, escuchamos su
estribillo. Las desafiamos. Las perseguimos. Y al final compartimos
nuestra sangre para conocer la vida que con alegría vivimos.
-Nos gustaría
seguiros. Nos gustaría quedarnos después con los cuerpos de las
ballenas de hielo.
El jinete desmontó
con un salto rápido y ágil y permaneció delante de Sara. Se apartó
la capucha y bajó la cabeza para mirar la cara cubierta de la
mujer, como si lo hubiera dejado perplejo.
-Cuando todo se acaba
y la vida ha perdido su cuerpo, lo que le pasa a aquello que queda
muerto no importa nada.
-Gracias -Sara se
inclinó otra vez.
Los jinetes dejaron
los animales en los establos no utilizados mientras que los silfen
que iban a pie entraban directamente, cantando y riendo mientras
descendían por la amplia escalera de caracol que llevaba a la
cámara principal. Fue un torrente de luz y buen humor lo que
invadió el lugar y lo llenó del olor de la primavera y la calidez
de un fuego acogedor, transformó la antigua Ciudadela en ese
refugio contra el frío y la desolación del exterior que sus
constructores debieron de pretender que fuera desde el principio.
Cuando Ozzie consiguió llegar al fin a la cámara principal, las
varas de los faroles se habían metido en unos agujeros de la pared
y colgaban sobre el suelo; su denso resplandor dorado contenía la
opresiva luz roja del sol y desterraba la suciedad que manchaba los
grabados. Los silfen se habían desprendido de sus abrigos blancos,
llevando con ellos el sabor tangible de un bosque templado al duro
universo de piedra de la caverna con sus togas del color de las
hojas verdes. Abrieron sus mochilas para repartir termos, racimos
de moras y pequeños pastelitos circulares que parecían galletas.
Era esa clase de reunión festiva y despreocupada que hizo a Ozzie
anhelar su antigua vida y los placeres sencillos que contenía.
Descubrió con gran horror y disgusto que los ojos se le humedecían
al pensar en los recuerdos que desencadenaba aquella visión.
La mayor parte de los
humanos y los demás residentes alienígenas permanecían junto a las
paredes, conformándose con contemplar a sus visitantes. Orión
estaba en la pista, en plena fiesta, moviéndose de un silfen a otro
para que le cantaran, lo admiraran y le dieran bocados de comida y
sorbos de los termos. Una sonrisa maravillosa animaba su joven
rostro mientras su colgante de la amistad resplandecía con una luz
estelar turquesa.
-Todo un espectáculo,
¿no? -le dijo Sara en voz baja a Ozzie al oído.
-Ya me había olvidado
de cómo eran -admitió él-. Cristo, ya se me había olvidado cómo es
todo fuera de este gulag.
Un ligero ceño
profundizó las marcadas arrugas del rostro femenino.
-¿Así que te
vas?
-Oh, sí.
-A George no le
vendría mal un poco de ayuda antes.
-¿Qué? -Ozzie hizo un
esfuerzo para darle la espalda a los exultantes silfen.
-Tenemos que preparar
los trineos grandes. Necesitamos esas ballenas de hielo, Ozzie. La
gente morirá sin ellas.
-Ya -dijo él de mala
gana, sabía que Sara tenía razón. Había demasiada gente que
dependía de la cacería y su botín-. Está bien. Iré a ayudar a
George. -Después miró al otro lado de la caverna-. Pero hazme un
favor. No se lo pidas a Orión.
-No lo haré.
Ozzie solo era una de
las cuarenta personas a las que George y Sara habían reclutado para
hacer los preparativos para el día siguiente. Aun así, les llevó el
resto de la tarde cargar los grandes trineos cubiertos para
dejarlos listos para seguir a la cacería. Había tiendas de triple
capa, los bártulos de cocina, había que meter el aceite en las
vejigas, los pertrechos para descuartizar a las ballenas, los
barriles y calderas. Después, George y los carpinteros más
competentes hicieron unas cuantas reparaciones y pusieron unos
parches de última hora. Había más gente preparando a los ybnan en
los establos.
Ozzie estaba cansado
pero también contento y tranquilo cuando terminó y se dirigió a sus
habitaciones. Orión seguía con los silfen, pero Ozzie insistió en
que los dejara. Tochee ya estaba en su dormitorio cuando llegaron.
Ozzie cambió los implantes de retina a modo ultravioleta. Unos
patrones desiguales destellaban en el segmento frontal del ojo de
Tochee, pregunta tras pregunta sobre los silfen.
Ozzie hizo unos
gestos con los brazos para que se tranquilizara y cogió un
pergamino de piel curada lavado una y otra vez. Utilizó un
carboncillo para escribir: Sí, son los alienígenas que hicieron los
senderos. Mañana van a cazar las grandes criaturas de piel. Después
de eso, los seguimos para salir de este mundo.
-¿Qué está diciendo?
-preguntó Orión muy emocionado cuando Ozzie le puso a Tochee el
pergamino delante.
-Que está muy
contento de que estén aquí y que tengamos nuestra oportunidad -le
dijo Ozzie.
Orión le quitó el
pergamino a Ozzie y borró las letras de carbón dejando un gran
borrón gris. Después escribió: Es una gran noticia, ¿verdad? ¡Nos
vamos!
Tochee cogió su
pergamino de la pequeña pila y su manipulador se cerró alrededor de
un carboncillo. Juntos lo haremos. Juntos los tres será un
triunfo.
Orión se colocó
delante de Tochee y levantó las dos manos con los dos pulgares
hacia arriba. El manipulador de Tochee se cerró alrededor de los
dedos del chico.
-Está bien, chavales
-dijo Ozzie-. Vamos a ponernos serios. Solo tenemos una oportunidad
así que tenemos que hacerlo bien. Orión, abre la red de seguridad y
guarda todas tus cosas. Si no está en tu mochila, se queda aquí. Y
después prepara tu mejor ropa, la de salir al exterior, por la
mañana tiene que estar lista. Cuando termines, acércate a la cocina
y llena todos nuestros termos con agua hirviendo, vamos a hacer un
poco de ese zumo en polvo, el que tiene glucosa extra y demás
mierdas dentro. Nos lo beberemos mañana, cuando estemos
fuera.
-¿Y no puedo hacer
eso por la mañana?
-Nunca se sabe cuándo
van a salir los silfen, todo el mundo dice que siempre es muy
temprano así que no podemos contar con que por la mañana vayamos a
tener el agua caliente lista. Todo esto hay que hacerlo hoy.
Tendremos unos quince minutos de aviso, tío. He quedado con George
para que nos reserven sitios en uno de los trineos cubiertos
grandes.
-Está bien -dijo
Orión-. Voy a empezar.
Ozzie escribió más
líneas en su pergamino para decirle a Tochee que comiera lo mejor
que pudiera esa noche.
-No me olvidéis -le
respondió el alienígena-. No me dejéis aquí.
-No lo haremos.
Ozzie rescató unos
paquetes que se calentaban solos, salchichas de Cumberland con puré
de patatas en salsa de carne y cebolla que empezaron a sisear
mientras él preparaba su equipo. Aunque apilaran la tienda y varias
cosas imprescindibles más en bolsas que meterían en la parte
posterior del trineo de Tochee, y Orión y él esquiaran con las
mochilas, jamás podrían llevarse todo lo que se habían traído con
ellos en el lontrus. Había llegado el momento de tomar decisiones
difíciles y hacer conjeturas bien fundamentadas. Decidió dejar
atrás la mayor parte de la ropa, llevaba encima lo suficiente como
para sobrevivir en ese planeta, con lo que tendría suficiente para
vivir en cualquier parte, lo único que no tendría sería variedad.
Había bolsas de comida para quince días que incluyó en el paquete
que iban a meter en el trineo de Tochee, aunque lujos como el
chocolate, las galletas y el té se los dejaría a Sara y George. El
botiquín también era obligatorio. El juego de sartenes de teflón de
cerámica lo dejó, al igual que el pequeño fogón de queroseno. Todo
el equipo de montar, la silla, los arneses para las alforjas del
lontrus, nada de eso le era útil ya.
Ozzie miró la
mermadísima pila de cosas que quería conservar, sabía que seguía
siendo demasiado grande.
-Podemos dejar la red
de seguridad -dijo Orión cuando volvió con los termos-. Debe de
pesar bastante.
-Sí -dijo Ozzie poco
a poco-. Supongo. Bien pensado, chaval.
El chico cogió su
mochila y la levantó por encima de la cabeza mientras esbozaba una
sonrisa un poco boba. No se había cortado el cabello pelirrojo
desde que habían llegado a la Ciudadela de Hielo así que ya le
llegaba casi hasta los hombros y amenazaba con cubrirle los ojos la
mayor parte del tiempo.
-Y yo puedo llevar
mucho más si quieres. Ves, no tengo casi nada aquí dentro. -Intentó
levantar su antigua mochila de nailon con una mano para
demostrarlo.
-No pasa nada, chaval
-dijo Ozzie cuando la mochila se inclinó y Orión dio un cómico
bandazo para cogerla-. Tenemos todo lo que necesitamos para salir
de aquí. Si metemos más podemos comprometer nuestras posibilidades.
Y no pienso hacerlo. ¿Te he contado alguna vez la mierda que era
nuestro traje espacial cuando Nigel salió a Marte?
-Creo que no.
-Bueno, eso sí que
fue improvisar a lo grande. Dios, fue un milagro que pudiese volver
y eso que nunca se apartó más que un par de metros del agujero de
gusano. Eso sí que hubiera causado una puta impresión, ¿a que sí?
La primera persona que atraviesa nuestra nueva máquina y se cae
redondo por falta de un parche para reparar un pinchazo de
bicicleta. La historia habría sido muy diferente.
-¿Cómo era
Marte?
-Frío. Más frío que
este cuchitril. Y muerto. Y quiero decir muerto de verdad, sin
bromas. Créeme, cuando un sitio lleva muerto desde un billón de
años antes de que se extinguieran los dinosaurios, lo notas. Solo
había que mirarlo y lo sabías. -Ozzie sacudió la cabeza,
sorprendido por lo viva que seguía siendo la imagen después de casi
tres siglos y medio-. Venga, enséñame lo que has metido en la
mochila.
Tochee regresó con el
cubo en el que comía su puré de fruta del árbol de cristal. Ozzie y
Orión se acomodaron en sus catres con su comida envasada y los tres
comieron en silencio. Los silfen de la cámara principal seguían
cantando muy contentos, era obvio que tenían intención de continuar
de jarana toda la noche, como una panda de estudiantes bulliciosos.
Ozzie captó algún verso que otro, la mayor parte de los cuales
elogiaban a las ballenas de hielo por su tamaño, velocidad y
fiereza.
Sara fue la primera
en visitarlos. Ozzie le dio los artículos que se dejaba allí y que
la mujer aceptó con un brusco gracias. Apareció George con los
jefes de trineo que iban a capitanear el grupo de la cacería. Las
otras cinco personas que iban a intentar encontrar un sendero para
salir del planeta pasaron por allí, cuatro hombres y una mujer. Se
sentaron en los catres y todo el mundo empezó a comentar opciones y
estrategias. La modesta caverna de roca se sumió en ese ambiente
excitado que reina en los vestuarios minutos antes del gran
partido. Al pensarlo, Ozzie se preguntó por un momento quién habría
ganado la Copa de la Federación.
Comprobó asombrado
que incluso había conseguido dormir. Pero allí estaba, enredado en
un saco de dormir que no había sellado, con los brazos y el cuello
fríos, cuando Orión lo sacudió para despertarlo. La alfombra ni
siquiera había cubierto el brillante conducto de cristal del
techo.
-Es la hora, Ozzie
-dijo el chico con un tono casi atemorizado-. George dice que se
están preparando.
-De acuerdo, chaval,
vamos allá. -A Ozzie le apetecía cantar algo animado, como los
primeros Beatles o los Puppet Presidents. En la cámara central, los
silfen se habían tranquilizado un poco. Tiró de las anillas para
que los envases del desayuno se calentaran solos y empezó a
vestirse. Ropa interior térmica larga, por supuesto, después una
gruesa sudadera y los pantalones de pana y la camisa de cuadros
limpia. Para cuando se ató las botas de montaña empezaba a tener
calor así que llevó el resto en la mano, los dos jerséis, los
pantalones impermeables y aislantes, bufanda, pasamontañas,
guantes, orejeras, gafas y, por supuesto, el abrigo de piel de
ballena de hielo, mono y mitones. Comprobó que Orión llevaba
también la ropa adecuada. La mitad de sus prendas eran de Ozzie,
cortadas semanas antes y cosidas con cuidado para que estuvieran
listas para esa ocasión.
Desayunaron, hicieron
una última visita al baño y recogieron a Tochee en su alojamiento.
Cuando subieron, el gran taller hervía de actividad. Los jinetes
silfen ya estaban sacando a sus animales de los establos y George
estaba espetándoles órdenes a sus equipos. Tochee cambiaba de
postura, incómodo, en el suelo frío y húmedo de piedra mientras
Ozzie y Orión hacían las últimas comprobaciones en su trineo,
después se metió a toda prisa en el cilindro protector de piel de
ballena de hielo. Ozzie le dio a Tochee tres ladrillos calefactores
antes de atar con cuidado las solapas de piel de la parte posterior
y asegurarse de que no quedaban brechas. Orión y él apilaron las
mochilas en el pequeño espacio que quedaba en la parte de atrás de
la plataforma del trineo. Tochee iba a tener que quedarse allí
dentro hasta que llegaran a un mundo más cálido. Semanas antes,
Ozzie había intentado preguntarle a Tochee si tenía claustrofobia,
pero o bien su vocabulario de imágenes y palabras no se había
desarrollado lo suficiente para explicar el concepto o el
alienígena no tenía una psicología susceptible a ese tipo de
cosas.
Fue el propio George
el que ayudó a Ozzie y a Orión a empujar el trineo de Tochee al
exterior bajo la débil luz previa al amanecer, luego lo ataron a
uno de los grandes trineos cubiertos tirados por una yunta de cinco
ybnan. Después de intercambiar señales de «todo bien» y «buena
suerte» con el alienígena, treparon al interior y se acomodaron
entre el equipo de descuartizar y cocinar a las ballenas de hielo.
Bill, el korrok-hi, era su conductor y Sara se acomodó a su lado,
junto con otros quince. Encendieron el pequeño brasero que colgaba
de la parte superior del trineo y el aparato arrojó una luz
tenebrosa de azufre por todo el interior, con sus vapores nocivos.
Después cerraron la solapa del costado.
Cuando el sol rojo
empezó a elevarse poco a poco sobre el horizonte, los silfen se
reunieron en el exterior de la Ciudadela de Hielo, sus pieles
blancas resplandecían bajo el fulgor de sus faroles y llevaban las
lanzas y los arcos en la mano. Comenzaron un lento cántico, sus
voces eran más profundas de lo que Ozzie había oído jamás. Con
aquel barítono melancólico, parecían mucho más alienígenas y mucho
más amenazadores. Sus jinetes se alejaron trotando con facilidad y
dejando que los que iban a pie los siguieran a un ritmo más lento.
Los trineos tirados por los ybnan se lanzaron con una sacudida a
perseguirlos con impaciencia, entre el traqueteo de las sartenes y
el equipo metálico.
Les llevó hora y
media alcanzar el borde del bosque de cristal. Hasta ese momento,
los trineos cubiertos habían seguido el ritmo de los silfen que
iban a pie. Pero una vez que llegaron a los pequeños árboles de la
linde, tuvieron que ponerse en fila india. El sendero que se
adentraba entre los firmes troncos era estrecho e incómodo, lo que
los ralentizaba todavía más. Fueron alejándose poco a poco de los
silfen, aunque el rastro que dejaban era bastante fácil de seguir.
De vez en cuando, los conductores korrok-hi vislumbraban el brillo
de las luces de los faroles de los alienígenas entre los troncos
cubiertos de nieve. Ozzie se acercó varias veces a la solapa para
comprobar que seguían tirando de Tochee. El trineo se deslizaba
tras ellos sin ningún problema. Tochee apenas tenía que utilizar
los cuatro palos para gobernar el vehículo.
-¿Cuánto falta?
-preguntó Orión después de que llevaran en el bosque más de una
hora.
-Todavía estaremos un
par de horas más en el bosque antes de llegar a los terrenos de
caza -dijo Sara-. Después de eso, ¿quién sabe? Sus jinetes se han
adelantado para intentar rastrear algunas ballenas de hielo.
-¿Los terrenos de
caza son muy grandes?
-No tengo ni idea. No
se ve el otro lado por muy despejado que esté el aire. Cientos de
kilómetros de anchura, supongo. Una vez tuvimos que dar la vuelta,
habíamos llegado muy lejos y ni siquiera habían empezado a cazar.
Pero eso no suele pasar. Si tenemos suerte y hay algo cerca, quizá
incluso cacen esta tarde.
-¿Se irán por la
noche? -preguntó Ozzie.
-No. Es decir, nunca
lo han hecho.
Pasaron otras dos
horas y cuarto antes de que llegaran al borde del bosque. Tanto
Ozzie como Orión se asomaron a la solapa, impacientes por ver la
tierra que tenían delante. Estaban a gran altura, cosa que Ozzie no
había percibido hasta entonces. El bosque de cristal se extendía
por la meseta de un amplio macizo. Allí donde terminaba, el suelo
bajaba de golpe hacia una planicie inmensa dominada por cientos de
cráteres volcánicos bajos. Sara tenía razón en cuanto a su tamaño,
el aire gélido estaba completamente despejado, pero ni siquiera
desde su atalaya, casi un kilómetro por encima de la planicie,
Ozzie pudo ver el otro lado, oculto en un horizonte de calima
carmesí. Los bordes de los cráteres eran casi planos, pero entre
ellos la tierra helada se había desgarrado y había producido miles
de colmillos rocosos, como pequeños montes Cervino. Los árboles de
cristal crecían en las laderas inferiores, aunque los pináculos no
eran más que escarpada roca desnuda con unas cuantas vetas de nieve
y hielo atrapadas en las grietas que reflejaban el brillo escarlata
oscuro de la luz que todo lo invadía.
Todos los cráteres
estaban llenos de partículas heladas, les dijo Sara, gránulos finos
como la arena que producían una superficie perfectamente nivelada,
con lo que no había forma de saber su auténtica profundidad. Del
centro de la mayor parte se alzaban pequeños penachos de vapor que
se levantaban casi en línea recta y se iban ensanchando y afilando
poco a poco a medida que subían hasta que, a miles de metros por
encima de la planicie, se fundían en manchas de tenues cirros que
serpenteaban como espaciosas estelas de vapor. Cuando Ozzie cambió
al modo de infrarrojos, vio que los cráteres resplandecían con una
intensidad débil, apenas unos grados más que la tierra que los
rodeaba, pero con una diferencia de temperatura suficiente como
para provocar la evaporación. Se preguntó si los cráteres estarían
mucho más calientes en el fondo.
Mientras bajaban por
la ladera que llevaba a la planicie, Ozzie vio que los silfen se
abrían paso junto a pequeños grupos de árboles de cristal, con las
luces de los faroles meciéndose alegremente al mismo ritmo. No
había rastro de los jinetes. Uno por uno, los grandes trineos
coronaron la ladera y comenzaron el precario descenso en pos de los
cazadores.
Era un tramo duro, la
superficie irregular hacía tambalearse los trineos. Con bastante
frecuencia los conductores korrok-hi tenían que utilizar a los
ybnan para frenar en lugar de para que tiraran de ellos. A Ozzie le
costaba mucho mirar por la solapa para comprobar la situación de
Tochee. Todos los que viajaban en el interior del trineo cubierto
se aferraban con fuerza al amplio armazón de hueso. Al final, Ozzie
se quedó donde estaba, de todos modos no había mucho que pudiera
hacer si se rompía la cuerda que lo sujetaba. Varios componentes
del equipo se habían soltado y rodaban por el trineo, sartenes y
puntales de hueso que tintineaban cuando machacaban las espinillas,
los brazos y los pechos de todos. El brasero dibujaba un arco
alarmante y amplio con su corta cadena.
No debió de llevarles
más de cuarenta minutos alcanzar la planicie, aunque en el interior
de la atestada y maloliente cabina aquel rato les parecieran horas.
Hasta ese momento Ozzie no se había dado cuenta de lo importante
que era poder ver el exterior cuando se está en un vehículo en
movimiento. Su imaginación llenó toda la ruta de peñascos afilados
como cuchillos esperando para partirlos en dos, y la ladera seguro
que terminaba en un acantilado vertical de cien metros.
Bill dejó escapar un
bramido bajo de satisfacción que señaló el final del descenso.
Dentro del trineo, todo el mundo esbozó sonrisas nerviosas sin
querer admitir el miedo que habían pasado todos. Después de eso, el
avance fue sensiblemente más fácil. Sara confiaba en poder salvar
parte de la distancia que habían acumulado entre ellos y los
silfen. Orión apretaba con fuerza el colgante de la amistad y
observaba su resplandeciente luz azul con gran atención.
Los trineos cubiertos
continuaban en fila india, siguiendo las pistas frescas dejadas
sobre los granos crujientes de nieve. Se alejaban en línea recta
del macizo, traqueteando a buen ritmo por el camino. A mediodía
comenzaron a rodear la costa del primer cráter, al otro lado había
una sarta de picos rocosos salvajes. Después de eso vieron las
hondonadas coronadas por olas curvas de nieve compacta, daba la
sensación de que al menor temblor se produciría una avalancha que
caería en el abismo inferior. Después barrancos con capas de hielo
en el fondo, donde los ybnan tuvieron problemas para aferrarse al
suelo con los cascos; sotos y bosques de árboles de cristal y
arbustos bulbosos. Con frecuencia, cuando miraba por la solapa,
Ozzie veía grandes extensiones de ellos aplastados y rotos, que
dejaban tocones irregulares, rodeados por una pila de ramas
incrustadas de nieve. Había collados estrechos y escarpados que
coronar, donde su velocidad se reducía a un ritmo lento y laborioso
en la subida que degeneraba en un deslizamiento brutal al bajar,
más brusco y aterrador que el descenso del macizo. Y había largas
curvas que rodeaban los cráteres, en los que el vapor salía de
lado, como una bruma y cubría de inmediato tanto a los ybnan como a
los trineos con una escarcha crujiente.
Cuando solo faltaba
hora y media para que el sol se ocultara tras el horizonte, dejaron
de ver el macizo a su espalda, velado por imponentes agujas de roca
afilada y negra. Las sombras se alargaban y oscurecían por el suelo
teñido de óxido. Las yuntas de ybnan de todos los trineos
comenzaban a cansarse. Incluso en terreno llano, su velocidad era
notablemente inferior a la de las horas previas.
-Hoy no habrá caza
-dijo Sara cuando regresó tras una rápida charla con Bill-. Y
tendremos que levantar pronto las tiendas. Es más difícil en la
oscuridad.
Tras otra media hora,
salieron de la brecha que quedaba entre dos cumbres rocosas y se
asomaron a un cráter que medía más de nueve kilómetros de anchura.
Algún tiempo después de que se formara la cuenca, la actividad
volcánica que plagaba la zona había levantado otra cadena más de
fieros peñascos, una cadena que formaba un largo promontorio que se
extendía hasta casi la mitad del cráter. Los silfen se habían
reunido a los pies del pico más cercano al borde del cráter;
jinetes y aquellos que iban a pie se agrupaban y resplandecían como
una joya multifacética bajo el crepúsculo que comenzaba a caer. El
bosque subía por la ladera que tenían detrás, sus árboles de
cristal eran más altos que los que habían dejado atrás, en los
bosques del macizo, oscuros e intimidantes bajo el anochecer
bermejo.
Los trineos formaron
un amplio círculo, a algo menos de un kilómetro de los silfen, en
la cima de una escarpa que rodeaba los riscos de la parte de tierra
firme. Todo el mundo salió de un salto, sacaron las tiendas y
comenzaron a montar el armazón. Una vez levantadas las grandes
tiendas, Ozzie, Orión y George aparejaron un armazón más pequeño
sobre el trineo de Tochee y lo cubrieron con una gran capa de piel.
Dentro de eso, envolvieron con otra manta de piel la parte superior
del cilindro protector del trineo.
-No tendría por qué
tener problemas ahí dentro -dijo George cuando salió
arrastrándose.
Ozzie, que se había
quedado dentro, asintió con un gruñido. Encendió un par de velas y
las puso en el suelo, delante del parabrisas del trineo. No había
mucho espacio, quizá no más de un par de metros cúbicos, pero al
menos permitía que Tochee pudiera mirar y quizá aliviara cualquier
temor de que aquello terminara siendo su sepultura. Al mirar por el
cristal, Ozzie vio que el alienígena estaba inmóvil tras él, con la
sección frontal del ojo concentrada en él. Ozzie levantó un mitón
con el pulgar levantado. En el ojo frontal de Tochee giraron unas
imágenes ultravioletas, un poco borrosas por los defectos del
cristal. Se podía traducir más o menos como, «No me olvidéis
mañana».
-De eso nada -susurró
Ozzie en el interior de su pasamontañas.
Tochee tiró de la
lengüeta de un ladrillo calefactor. Ozzie esperó hasta que vio que
el ladrillo comenzaba a resplandecer con un profundo color rojo
cereza, después se despidió con la mano y salió de espaldas de las
mantas de piel.
Todavía quedaban unos
veinte minutos hasta que el sol se hundiera bajo el horizonte.
Ozzie se acercó a toda prisa al borde del cráter. El silencio era
casi doloroso justo antes de que cayera la noche. Hasta los
cánticos perpetuos de los silfen habían terminado allí fuera, bajo
aquel cielo sombrío y gélido. Delante de él, la superficie de hielo
granuloso que llenaba la cuenca del cráter era tan plana que la
ilusión de que era un líquido era casi perfecta. Al acercarse, casi
esperaba ver ondas en el hielo. Se arrodilló a su lado y lo tocó
con el mitón. La superficie tenía la textura del aceite denso
aunque cuanto más metía la mano, mayor era la resistencia que
encontraba.
-Ten cuidado de no
caerte -dijo Sara. Ozzie se irguió y se sacudió los restos de
granos del mitón.
-Coño, siempre me
haces sentirme como si estuviera haciendo algo mal.
-No es la primera vez
que se cae alguien. Y nosotros ya no arriesgamos la vida intentando
encontrarlos. Nunca dejan ni un solo rastro, no es como si pudiera
haber burbujas.
-Ya, lógico. Esta
cosa no es natural. Los granos de hielo como estos deberían
juntarse.
-Pues claro que sí.
Pero los están revolviendo sin parar, así que se sueltan, como la
harina en una batidora.
-Y las ballenas de
hielo son las que los revuelven.
-Las ballenas y todo
lo demás que haya ahí debajo. Después de todo, algo tendrán que
comer.
-Esperemos que solo
sean algas heladas, o la flora que haya por el fondo.
-No dirías eso si las
hubieras visto.
La mujer se volvió y
empezó a subir la ligera pendiente.
Ozzie echó a andar
tras ella.
-¿Por qué no?
-Digamos que no
actúan como herbívoros.
-Lo sabes todo,
¿no?
-No, Ozzie nada de
eso. Entiendo muy pocas cosas de este sitio, y de todos los demás
por los que he pasado. ¿Por qué los silfen no nos permiten tener
electricidad?
-La teoría es muy
sencilla. Están experimentando la vida en un nivel puramente
físico, para eso son todos esos cuerpos que vemos, para darles una
plataforma a este nivel de la evolución de la conciencia personal.
Y detesto decirlo, pero es un nivel bastante bajo, dada su
capacidad. Si empiezas a introducir la electricidad, las máquinas y
toda la parafernalia que va con ellas, empiezas a reducir la
oportunidad de tener experiencias naturales puras.
-Ya -dijo Sara con
amargura-. Dios nos libre de que inventen la medicina.
-Para ellos es
irrelevante. Nosotros la necesitamos porque valoramos nuestra
individualidad y continuidad. Su perspectiva es diferente. Ellos
están realizando un viaje que tiene una conclusión muy definida. Al
final de sus niveles terminan convirtiéndose en parte de su
comunidad adulta.
-¿Y cómo coño sabes
tú todo eso?
Ozzie se encogió de
hombros, un gesto que se desperdició bajo el pesado abrigo de
piel.
-Me lo contaron en
cierta ocasión.
-¿Quién?
-Un tipo que conocí
en un bar.
-Dios bendito, no sé
quién es más raro, ellos o tú.
-Ellos, sin
duda.
Llegaron a la cima
del pequeño borde cuando el sol se desvanecía, dejando solo un
fulgor llameante en el cielo.
-Y tampoco deberías
salir tan tarde -dijo Sara-. Aquí no hay faro que te guíe para
volver.
-No te preocupes por
mí. Veo mejor en la oscuridad que la mayor parte de la gente.
-¿Y también tienes
pelo en lugar de piel? Ni siquiera los korrok-hi se quedan fuera
por la noche en este mundo.
-Claro, lo siento. No
lo había pensado.
-Vas a tener que
hacerlo mucho mejor mañana, cuando sigas a los silfen.
-Claro. Sabes, sigue
sorprendiéndome un poco que no quisieras venir con nosotros.
-Algún día me iré,
Ozzie. Pero todavía no, eso es todo.
-¿Pero por qué? Ya
llevas aquí mucho tiempo. Y no te veo tragándote la idea de George,
de que vivir aquí es una especie de penitencia que nos hace valorar
más nuestras vidas. Y que yo sepa, aquí no tienes a nadie especial.
¿O sí? -Era algo que había ido reconcomiendo a Ozzie poco a poco a
lo largo de los meses, a medida que las sugerencias que hacía sobre
ese tema seguían sin atenderse.
-No -dijo la mujer
con lentitud-. Ahora mismo no hay nadie.
-Eso es una pena,
Sara. Todos necesitamos a alguien.
-¿Y tú te ibas a
presentar voluntario?
El leve desdén de la
voz femenina hizo detenerse a Ozzie. Después de un momento, Sara se
detuvo, se volvió y lo miró.
-¿Qué?
-preguntó.
-Bueno, maldita sea,
no podría haber sido más franco -dijo Ozzie.
-¿Franco sobre
qué?
-Sobre nosotros. Tú y
yo. Meneando el colchón.
-Pero tú tienes...
Ah.
-¿Tengo qué?
-preguntó él con tono suspicaz.
-Pensé... Todos
pensamos: tú y Orión.
-Orión y yo qué...,
¡ah mierda!
-Quieres decir que no
es tu...
-No. Para nada.
No.
-Vaya.
-Y no lo soy.
-De acuerdo. Lo
siento. Un pequeño malentendido.
-No es que haya
nada...
-No, desde luego que
no. Nada en absoluto. Yo he tenido un montón de amigos gais.
-¿Ah, sí?
-Es lo que siempre se
dice.
-Ya, claro.
-Bueno, tema
aclarado.
-Así es.
-Ah, pues
genial.
Subieron a toda prisa
el resto de la escarpa y regresaron a las tiendas en
silencio.
Todo el mundo se
había metido dentro ya y unos vapores espesos y negros de aceite se
escapaban por los respiraderos cuidadosamente diseñados de la parte
superior de las tiendas cuando empezaron a hacer la cena.
-Ozzie -dijo Sara con
tono cauto justo antes de que entraran en su tienda.
-¿Dime?
-Mañana, cuando los
silfen cacen a las ballenas de hielo, no vayas a curiosear, de
acuerdo. No importa lo emocionante, repugnante o fascinante que te
parezca, no te acerques, no te metas en medio.
-Tranquila, te haré
caso.
-Eso espero. Sé por
qué estás aquí, no es la primera vez que lo veo. Crees que tienes
una especie de misión y crees que eso te hace invulnerable. Coño,
puede que sí, pero confía en mi palabra, mañana no es un buen
momento para comprobarlo, ¿estamos? Entiendo esas absurdas ideas
que tienes sobre los silfen y lo existenciales que son, pero no vas
a ver nada más físico ni real que la cacería de mañana.
-Tendré cuidado, te
lo prometo. Tengo que preocuparme por el crío y el
alienígena.
Los despertaron con
la primera luz trémula y magenta del amanecer. A pesar de estar
metidos en la tienda con otras diez personas, Ozzie se había
hundido en un sopor sin sueños en cuanto hubo subido la cremallera
del saco de dormir. Fue la primera noche desde su llegada que no
había tenido que soportar la omnipresente luz roja.
Orión y él se
comieron el desayuno envasado, protegiéndose de los comentarios
crispados y resentidos de los otros, que tenían que tomar la comida
habitual de la Ciudadela de Hielo, puré del fruto del árbol de
cristal y lonchas fritas de ballena. Llenaron los termos con agua
hervida y mezclaron el zumo en polvo con energía añadida en dos de
ellos, y en los otros dos añadieron concentrado de sopa. Mientras
el resto salía corriendo para ver a los silfen empezar la cacería,
Ozzie y Orión prepararon las mochilas, esperando que fuera la
última vez en ese mundo.
Había nevado durante
la noche, los jirones de los cirros se condensaban en diminutos
copos duros que flotaban hasta el suelo y cubrían todas las
superficies. Ozzie y Orión quitaron la nieve de la capa exterior de
piel que habían colocado sobre el trineo de Tochee. Después lo
arrastraron fuera, Ozzie temía un poco lo que se iban a encontrar.
¿Un cadáver rígido? Pero el ladrillo calefactor había funcionado.
Tochee los saludó desde detrás del parabrisas de cristal, sin que
al parecer lo hubiera inquietado la noche que había pasado
solo.
Los dos se quedaron
junto al trineo, un poco apartados de todos los demás, que se
arremolinaban alrededor de las tiendas. Era un buen sitio para ver
la cacería que se desarrollaba en la tierra inferior. Ozzie también
comprendió por qué los korrok-hi habían subido los trineos
cubiertos a la escarpa la noche anterior. Allí arriba no corrían
ningún peligro.
La cacería iba a
desarrollarse por las hondonadas y montecillos cubiertos de sotos
que surgían del terreno repleto de cráteres. Los silfen montados se
habían dividido en dos grupos. El primero se abría camino por la
cadena de riscos que atravesaba el cráter, rumbo a la punta.
Mientras que el segundo grupo rodeaba el borde trotando, alejándose
de ellos. Los que iban a pie se dividían en grupos pequeños y se
extendían por los sotos y los campos llenos de rocas.
Ozzie lo observó todo
con gran interés cuando se dio cuenta de que unos jinetes se iban
separando del resto de los que se movían por la base de los
peñascos y permanecían solos, haciendo guardia junto a la desigual
orilla. Después de cuarenta minutos, el último jinete había
alcanzado la cima y se había detenido. Enfrente de él, a kilómetro
y medio de distancia, en el borde del cráter, el otro grupo se
había ido separando en una formación equivalente a la del
primero.
Sonó un cuerno, su
nota clara resonó por el aire gélido.
-Tapaos los ojos -les
advirtió Sara gritando.
Ozzie y Orión
intercambiaron una mirada. Nadie les había dicho nada de eso. Ozzie
se puso delante del parabrisas del trineo de inmediato. Cuando
volvió a mirar al cráter, enfocó al jinete más lejano que se
encontraba al final de los peñascos. El silfen estaba encaramado a
su montura, con el brazo hacia atrás en la postura clásica del
lanzador. Ozzie apenas tuvo tiempo de ordenar la conexión de los
filtros de sus implantes de retina. El silfen arrojó la lanza.
Incluso con el zum a plena potencia, a Ozzie le costó ver la
astilla plateada que desgarró el aire a una velocidad imposible.
Cuando miró, vio que el silfen que estaba enfrente, en el borde del
cráter, también había arrojado su lanza.
-Qué...
En la parte superior
de los arcos que dibujaron, las lanzas se incendiaron y se
estiraron para convertirse en relámpagos. Una luz blanca,
incandescente, destelló por todo el cráter, haciendo destacar el
austero perfil de los jinetes silfen que esperaban. La luz roja del
sol se apagó por un momento bajo el silencioso estallido de
esplendor.
Las cintas gemelas de
energía se hundieron en el lago de gránulos helados. Dos círculos
de fosforescencia de color blanco azulado estallaron en el sitio en
el que se habían desvanecido bajo la superficie y se extendieron
hasta que cubrieron cientos de metros y luego fueron muriendo poco
a poco.
-¿Qué ha sido eso?
-exclamó Orión.
-No lo sé -respondió
Ozzie con sinceridad. Le sorprendía un poco que la superficie de
gránulos helados no hubiera salido disparada como si hubiera
estallado una carga de profundidad, pero permaneció perfectamente
en calma. Un estruendo plañidero surgió en el paisaje y reverberó
por todos los peñascos y montículos.
El segundo silfen
montado de cada ala se levantó en la silla y arrojó su lanza. Una
luz blanca volvió a abrasar el paisaje. Hasta que no se lanzó el
cuarto juego de lanzas, Ozzie no vio movimiento en el cráter. Una
ola baja, lisa, como una punta de flecha, se alzó entre los dos
estanques de luz y la costa, y se deslizó durante casi cincuenta
metros antes de volver a hundirse.
Un coro de alegres
cánticos se elevó entre los silfen que esperaban a las bestias que
iban a encallar en la orilla y su cadencia se mezcló con el trueno
del cuarto juego de lanzas.
-Funciona -murmuró
Ozzie en el interior de su pasamontañas.
Se comenzaban a ver
más olas provocadas por el desplazamiento de los animales, todas
ellas se deslizaban hacia el borde a medida que las aterradoras
lanzas de luz continuaban cayendo a sus espaldas, aguijoneándolas.
Las dos más cercanas a la costa eran permanentes y se precipitaban
hacia la orilla cada vez más rápido. Ozzie contuvo el aliento,
impaciente por ver al fin una ballena de hielo.
La primera salió de
repente de entre los gránulos helados, a cien metros de la orilla,
una enorme montaña desgreñada de pelo gris que se deslizaba por el
aire con la facilidad y elegancia de un delfín jugando en el mar.
Era como un oso polar del tamaño de un dinosaurio, pero con una
fila de colmillos del tamaño de brazos que se curvaban con crueldad
a cada lado del hocico. Las patas, de las que había toda una serie
recorriéndole el bajo vientre, se parecían más a aletas cubiertas
de pelo.
-¡Es enorme! -chilló
Orión.
-Sí, tío, es muy
grande.
La ballena de hielo
volvió a hundirse de golpe entre los gránulos helados, levantando
con su peso grandes gotas de polvo seco. Las lanzas estallaron en
explosiones de pura luz a su espalda y convirtieron la oleada de
partículas en una masa hirviente de arco iris arremolinados. La
cabeza de la criatura se agitó de un lado para otro ante aquella
provocación deliberada, pero no cejó en su carrera hacia el borde.
Cuatro olas más la seguían de cerca.
Los silfen que iban a
pie corrían hacia allí con las lanzas negras más pequeñas
levantadas por encima de la cabeza. Se habían despojado de sus
grandes y pesados abrigos para lanzarse hacia su presa, motas
oscuras que brincaban con determinación sobre la tierra inhóspita.
Sobre todos ellos, el cielo desventurado mudaba de color, el rojo
se convertía en blanco y las sombras giraban sin parar con una
disonancia vertiginosa a medida que la descarga de relámpagos
emparejados iba quemando las pronunciadas curvas. Ozzie había visto
los viejos videodocumentales de soldados tomando por asalto una
playa en tiempos de guerra, y la carga de los silfen era casi
idéntica. Una locura que quitaba el aliento y que lo hacía desear
gritarles y animarlos.
La primera ballena de
hielo alcanzó el borde, pero siguió avanzando a la misma velocidad.
Ozzie no podía creer que algo tan grande pudiera moverse tan
rápido. Su cabeza seguía segando la superficie de un lado a otro y
los colmillos chasqueaban con una furia desquiciada. Los silfen se
desplegaron a su alrededor y le arrojaron varias lanzas. Estas no
estallaron en una llamarada monocromática, sino que aguantaron con
firmeza. No tuvieron mucho efecto cuando golpearon los flancos de
la ballena de hielo, su pelo apelmazado era tan espeso que la mayor
parte rebotaron con estrépito por el suelo. Las que consiguieron
clavar las puntas en la carne que hubiera debajo no penetraron
mucho. Solo se limitaron a enfurecer a la criatura todavía más. Su
cuerpo corcoveó y se retorció, se contorsionó para permitir que las
patas se revolvieran e intentaran llegar a las finas astas como un
perro rascándose las pulgas. Los silfen que habían arrojado las
lanzas empezaron a retirarse y varios de ellos estaban sacando los
arcos, listos para disparar las flechas. Ozzie no había visto ni
rastro de ojos entre el pelo de la ballena, pero la criatura
parecía saber dónde estaban sus atormentadores. Se lanzó hacia
delante y el morro gigante chasqueó. Tres colmillos atravesaron a
un silfen. Unos chorros de sangre de color ébano brotaron de los
agujeros asesinos. Después, el morro se volvió a abrir de golpe y
desgarró el cuerpo entero. Las piernas rodaron por un lado mientras
que el torso cayó al suelo. La ballena de hielo lo estampó contra
el suelo y cargó contra otro silfen que se estaba cayendo cuando
intentaba encajar una flecha.
Orión chilló
horrorizado.
-No pasa nada -gritó
Ozzie. Abrazó al muchacho y lo obligó a darle la espalda a la
carnicería-. Te prometo que están bien. No mueren. ¿Lo entiendes?
Los silfen no mueren. Tienen una vida en el más allá, un cielo de
verdad.
El muchacho temblaba
con violencia entre sus brazos.
-¡Se lo comió!
-gemía-. ¡Se lo comió!
-No, no se lo comió.
No puede. Están demasiado calientes. Le quemaría la boca si lo
intentara.
-Pero está
muerto.
-¡No! Ya te lo he
dicho. Los silfen se van a su propio Cielo. No estoy de coña, tío.
Son así.
Orión se aferró a él
y apoyó la cabeza con fuerza en el pecho de Ozzie.
-¿Van a venir esos
monstruos a por nosotros? Por favor, Ozzie, no quiero morir. Yo no
voy a ir al Cielo. Lo sé.
-Eh. -Ozzie lo
estrujó con gesto tranquilizador-. Pues claro que irías. Soy yo el
que está destinado a pasar calor. ¿Por qué crees que sigo yendo a
rejuvenecer? Lo único que me espera es el tío malo del tridente y
la mala leche.
No hubo respuesta, ni
réplica aguda o sarcástica. Ozzie volvió a abrazar al muchacho y le
echó un rápido vistazo a la cacería. Las últimas de las molestas
lanzas de los jinetes se habían lanzado ya y habían dejado al sol
rojo victorioso en la batalla por iluminar el cielo. Había cuatro
ballenas de hielo en tierra y una era incluso más grande que la
primera que había salido. Cada una de ellas estaba rodeada por
silfen muy rápidos que se movían a pie; las lanzas y las flechas se
arrojaban hacia el interior, motas negras que rielaban en el aire.
La mayor parte seguía rebotando en el pelo lacio y duro aunque el
número de las que se clavaban había aumentado. Ya había más de una
docena de silfen muertos, desgarrados o aplastados, en el suelo
inflexible. La sangre brotaba espesa de sus cuerpos destrozados,
humeante y enfebrecida, haciendo hervir la nieve antes de que los
charcos y arroyuelos empezaran a congelarse.
-Venga -lo alentó
Ozzie-. Vamos a entrar y darnos un respiro de este desastre.
-Cualquier emoción residual que hubiera sentido ante la perspectiva
de presenciar la cacería ya hacía tiempo que se había diluido bajo
el remordimiento de haber llevado allí al chico. Casi tuvo que
llevarlo en brazos hasta la tienda más cercana.
-No subirán hasta
aquí, ¿verdad? -le preguntó Orión con voz lastimera.
-No. Te lo
prometo.
Sara los vio
tambaleándose hacia la tienda y se acercó corriendo.
-¿Estáis bien?
-No, joder, no lo
está -le gritó Ozzie-. Podrías habérmelo dicho.
-Es una cacería. ¿Qué
esperabas?
La rabia de Ozzie se
diluyó en un balbuceo. ¿Qué esperaba que fuera? ¿Otro TSI
espectacular? Sara tiró de los cordones que sostenían las solapas
de la capa exterior. Ozzie miró de reojo los terrenos de caza tras
asegurarse de que su cuerpo tapaba la visión que pudiera tener
Orión. El paisaje era cada vez más surrealista. El recuento de
muertos entre los silfen se había elevado por encima de los veinte.
Tres de los elfos habían conseguido subirse al lomo de una ballena
de hielo, se habían aferrado al pelo y la montaban como si fuera el
bronco más salvaje de la galaxia. Mientras Ozzie miraba, una de las
patas de la ballena aplastó a uno de los silfen, que se precipitó
por el aire antes de estrellarse contra una roca. Los dos
supervivientes estaban intentando clavarle las lanzas en el
collarín de pelo que tenía detrás del cuello, pero les estaba
costando mucho.
Una segunda ballena
de hielo se abría paso con dificultad por un soto de árboles de
cristal. Era como un buldócer imparable que reventaba los troncos y
los convertía en peligrosas nubes de metralla brillante cuando los
golpeaba con la cabeza. El sonido ya reverberaba por toda la
escarpa, una ciudad de cristal atrapada en un terremoto. A los
silfen les estaba costando esquivar los árboles y los fragmentos
que giraban en el aire mientras corrían junto a la criatura,
intentando encontrar el modo de dispararle.
En cuanto a la
tercera ballena de hielo... La frente de Ozzie se arrugó en un
gesto pensativo. Cinco silfen muertos marcaban el camino que había
seguido al salir del cráter. La batalla que había presentado era
tremenda y en ese momento estaba debilitada y se movía más
despacio. Jamás había sido tan vulnerable. Pero en lugar de
aprovechar la ventaja, los elfos sedientos de sangre le estaban
dando más margen que nunca. Tenía el lomo y los flancos perforados
por más de una docena de flechas y lanzas, y mecía la cabeza de un
lado a otro, como si estuviera mareada. La ballena de hielo se
detuvo, agotada, era obvio que estaba sufriendo. Y cuando lo hizo,
los silfen empezaron a formar dos amplias filas que creaban una
avenida de regreso al cráter. Enarbolaban las lanzas a modo de
saludo. La ballena de hielo se volvió con pereza y comenzó el largo
y laborioso camino de vuelta al cráter y al refugio de los gránulos
helados.
-Venga, entrad -dijo
Sara. Abrió la tienda y Ozzie empujó a Orión por la abertura antes
de seguirlo a toda prisa. Sara entró con ellos. Orión se sentó
aturdido en uno de los catres. Ozzie se quitó el pasamontañas y
dejó que el pelo se le disparara. Después sacó un termo del gran
bolsillo de su abrigo.
-Quiero que bebas un
poco de esto. Está caliente, te sentará bien.
El muchacho intentó
quitarse la capucha sin mucho entusiasmo. Sara lo ayudó. Después,
Ozzie casi tuvo que obligarlo a tragar el zumo. Jamás había visto
al chico tan disgustado. Las lágrimas inundaban sus ojos jóvenes y
angustiados.
-Mal asunto,
¿eh?
Orión se limitó a
asentir sin decir nada.
-Esa a la que están
dejando irse -dijo Ozzie-. ¿De qué va todo eso?
-Las ballenas de
hielo tienen un depósito de reserva de energía -dijo Sara-. Es más
o menos como la adrenalina que inunda el torrente sanguíneo de un
ser humano. Lo utilizan para moverse entre cráter y cráter o para
luchar por su territorio. Y para atrapar su comida, que yo sepa.
Pero les lleva mucho tiempo llenar esa reserva y la pueden llegar a
quemar muy rápido. Y una vez que la han quemado, básicamente están
jodidas. Los silfen no le ven la gracia a cazar algo que se queda
ahí parado mientras ellos la llenan de flechas, así que se aseguran
de que regresa al cráter.
-Están locos -dijo
Ozzie-. Todo esto es absurdo, joder.
-Eres tú el que cree
que solo viven a este nivel para experimentar, ¿recuerdas?
-Sí. -Se dejó caer en
el catre, junto a Orión-. Me acuerdo.
Sara los estudió a
los dos durante un momento.
-Tengo que volver ahí
fuera. Os avisaré cuando termine la cacería. Ya no tardarán
mucho.
-Gracias.
Orión no dijo ni una
palabra, se limitó a quedarse allí sentado con el termo entre las
manos.
-No volverá a ocurrir
-terminó diciéndole Ozzie al chico-. Terminemos donde terminemos,
no será lo mismo que esta cloaca de mierda olvidada de la mano de
Dios.
Se produjo una larga
pausa y después Orión se puso a moverse de repente. Arañó la parte
frontal de su abrigo de piel y lo abrió, después se lanzó a por el
cuello del jersey.
-Los odio -chilló-.
Los odio, Ozzie, no son lo que todo el mundo decía. No son mis
amigos. ¿Cómo puedo ser amigo de alguien que hace eso? -Sacó el
colgante y tiró con fuerza hasta que rompió la cadena-. No son mis
amigos. -Después lanzó el resplandeciente colgante al otro lado de
la tienda-. ¿Qué han hecho con mis padres?
-Eh, tío, no les han
hecho nada a tus padres. Eso te lo prometo.
-¿Cómo? ¿Cómo puedes
prometérmelo? No lo sabes.
-No son malos. Ya sé
que lo que está pasando ahí fuera no es muy bonito pero no hacen
daño a la gente aposta. Tu madre y tu padre estarán recorriendo los
senderos tan contentos. Recuerda lo que dijo Sara, por aquí no
aparecieron. Si quieres mi opinión, este planeta es un callejón sin
salida en lo que a los senderos se refiere. Los silfen no pasan
mucho por aquí.
Orión sacudió la
cabeza y se encorvó.
-Son crueles.
-Estos lo son, sí.
Todos los seres vivos parecen serlo en algún momento de su
evolución. Hoy elegimos un mal momento para verlos, eso es
todo.
-Ah. -El chico sorbió
por la nariz y tomó un trago del zumo-. ¿Crees que esta etapa es
antes de que visiten Silvergalde o después?
-Eh, buena pregunta.
No lo sé. Tendría que pensarlo.
-Creo que es antes.
Hay que conocer lo que es horrible en el mundo para saber apreciar
lo bueno.
-Mierda. ¿Cuántos
años tienes?
-La verdad es que no
lo sé, aquí no, no cuando los senderos juegan con el tiempo, como
dijo Sara.
-Bueno, pues eso ha
sido muy profundo para un chaval de catorce años.
-¡Tengo quince! Y es
probable que ya sean dieciséis.
-Está bien, profundo
en un noventa por ciento. -Ozzie se acercó al colgante-. Si no te
importa, me gustaría llevarme esto conmigo.
Orión gruñó con toda
la hosquedad del perfecto adolescente.
-Me da igual.
-Bien. Nunca se sabe,
podría guiarnos hasta unos silfen más agradables. -El colgante
seguía iluminado e intacto. Ozzie se lo metió en el bolsillo del
pantalón, donde era menos probable que se le cayese-. ¿Ya estás
bien? Deberíamos abrigarnos otra vez y salir ahí fuera.
-Estoy bien,
supongo.
Cuando salieron de la
tienda, Tochee había pegado un trocito de pergamino al parabrisas
del trineo. Decía: ¿Qué ocurre?
A Ozzie no le
apetecía pasar por todo el proceso de escritura allí fuera. Hizo
unos cuantos gestos con el brazo y terminó levantando los pulgares.
Después le dio un codazo a Orión para que hiciera lo mismo. Tochee
los saludó y quitó el pergamino.
-Las han matado, mira
-dijo Orión con desconsuelo.
Bajo la escarpa, tres
ballenas de hielo yacían muertas en el suelo rocoso, con el pelo
pegajoso de sangre oscura que brotaba por las heridas abiertas. Más
de treinta cuerpos silfen compartían su destino. Los supervivientes
se habían reunido alrededor de las inmensas bestias que habían
derribado. Ozzie enfocó la más cercana para verlos mejor. Dos de
los silfen se estaban abriendo camino por el cuerpo de la ballena
con unas hojas largas de cimitarra; ya habían quitado una amplia
sección triangular de la piel exterior y habían comenzado a
adentrarse en la cavidad del cuerpo. Un fluido viscoso y cintas
bulbosas de asaduras se derramaban a sus pies. Los vio sacar un
órgano que tenía la mitad del tamaño que un ser humano. Los silfen
restantes se reunieron alrededor. Uno por uno fueron cortando una
parte y con gran ceremonia empezaron a comer.
Ozzie parpadeó y dejó
de enfocarlos.
-Pensaba que eran
vegetarianos -dijo.
-Pues pensaste mal
-le dijo Sara. Ozzie se volvió para mirarla.
-No sería la primera
vez.
-He venido a deciros
que os preparéis -dijo la mujer. Con un gesto abarcó a los otros
cinco humanos que tenían intención de seguir a los silfen. Todos
estaban muy ocupados atándose los esquís-. Van a salir de
inmediato.
-¿No van a cazar más?
-preguntó Ozzie.
-No. -Sara hizo una
pausa-. Sé que has odiado tu paso por aquí, pero me alegro de haber
tenido la oportunidad de conocerte. Es raro que la gente esté a la
altura de su reputación. De parte, al menos.
-Gracias, creo.
-La próxima vez que
nos veamos, será diferente.
Ozzie habría tenido
muchas formas de responder a eso, pero casi todo el mundo los
habría oído.
-Esperemos.
-Y tú -le dijo Sara a
Orión-. Haz que este se porte bien.
-Lo intentaré -dijo
el chico tras la máscara.
Ozzie se puso los
esquís y después comprobó que Orión se había abrochado bien los
suyos. Cuando el chico se sujetó a la cuerda que habían atado a la
parte trasera del trineo de Tochee, Ozzie le hizo al alienígena la
señal que habían convenido y se puso en marcha. La escarpa era lo
bastante empinada como para darle una buena velocidad inicial. Todo
lo que tenía que hacer era vigilar que no hubiera tocones y piedras
que pudieran volcar el trineo. Tochee lo seguía con facilidad,
utilizaba los cuatro palos con un toque ligero para guiar el trineo
por las huellas de los esquís de Ozzie.
Para cuando llegaron
al fondo de la escarpa, los silfen ya se iban. Los jinetes habían
regresado y los que iban a pie habían recogido los faroles.
Volvieron a alzar sus voces en una alegre canción. Se pusieron en
marcha casi directamente por donde habían llegado. Ozzie se volvió
para mirar la escarpa. Una figura solitaria se perfilaba contra el
cielo, observándolos, pero a tanta distancia no sabía quién
era.
Ozzie sabía que al
principio sería fácil. El día anterior no habían hecho nada que
requiriese demasiada energía, habían comido bien y habían
disfrutado de casi siete horas de sueño ininterrumpido. Durante el
primer par de horas tuvo que tener cuidado de no meterse en medio
de los silfen. Se conformó con quedarse a unos cuarenta metros de
los que iban corriendo. Los pies de los alienígenas comprimían la
ligera rociada de nieve que había caído sobre el suelo duro, lo que
les proporcionaba una superficie relativamente lisa para esquiar.
Tochee tampoco tenía problemas para mantener el ritmo y se mantenía
a unos cinco metros por detrás de él. Cada vez que se giraba, Orión
estaba allí, con una mano levantada para saludar, para
tranquilizarlo y decirle que todo iba bien. Los que los seguían
mantenían una velocidad constante, dos de ellos permanecían a la
altura de Ozzie y el trineo mientras que los tres esquiadores más
hábiles mantenían el ritmo de los silfen, decididos a no soltar el
billete que los sacaría de allí.
A medida que la tarde
avanzaba, Ozzie fue consciente de que la línea que seguían
comenzaba a desviarse de la ruta que habían tomado para salir de la
Ciudadela de Hielo. El sol le iba indicando la dirección, más o
menos, y el macizo se iba quedando cada vez más a su izquierda. El
paisaje había empezado a cambiar. Los cráteres y los riscos seguían
siendo los rasgos principales, pero estaban más separados y
permitían que los árboles de cristal se extendieran en grupos más
amplios; los bosques se insinuaban alrededor de las laderas como la
punta de una marea oscura y enojadiza. Era a la vez alentador y
frustrante. Alentador, porque Ozzie creía que los bosques a la
larga los llevarían al sendero que salía de aquel mundo amargo.
Frustrante, por las dificultades que añadían al viaje. Los silfen
apenas frenaban cuando se movían bajo los árboles, rodeaban los
troncos y los arbolillos con saltos ágiles y sin apenas mover ni
una sola rama. A Ozzie le costaba bastante más, incluso cuando
seguía las huellas más amplias tenía que ir girando constantemente.
Para hacer eso al ritmo que marcaban los alienígenas; hacía falta
mucha concentración y un gran esfuerzo físico.
Se obligó a frenar un
poco cada veinte minutos para tomar un sorbo de zumo caliente, era
muy consciente de lo peligrosa que podía ser la deshidratación en
aquellas circunstancias. Y era sorprendente la distancia que
perdían deteniéndose solo los quince segundos que les llevaba abrir
un termo y tomar un par de sorbos. Distancia que después intentaban
recuperar viajando más rápido.
Después de cuatro
horas estaba sudando, metido en toda aquella ropa que empezaba a
rozarle la piel entera. Le dolían los brazos y oía los latidos del
corazón, que le palpitaba con fuerza. Las piernas amenazaban con
empezar con los calambres. Uno de los esquiadores que se había
mantenido a su altura se había rezagado ya cien metros y seguía
quedándose atrás mientras que de los tres que en un principio les
habían seguido el ritmo a los silfen, dos habían terminado a la
altura de Ozzie. El sendero que habían tomado los silfen los
llevaba por toda una sucesión de montecillos, cuyas empinadas
colinas hacían bastante duro el trayecto. A ambos lados, los
árboles eran cada vez más altos. Tenían formas que Ozzie jamás
había visto en ese mundo. Los más destacados tenían ramas que
dibujaban espirales hacia el cielo, como si los hubieran podado con
cuidado y sujetado al tronco principal. Mientras que la gran
mayoría eran simples palos con esferas que parecían jaulas de gas
apiñadas por toda su longitud, las de la base medían hasta un metro
de anchura mientras que las de la punta apenas alcanzaban el tamaño
de una bellota. Las partículas de hielo se habían acumulado en
forma de mantos irregulares que cubrían los troncos, aunque no
había carámbanos. Hacía demasiado frío para que las partículas
congeladas tomaran esa forma.
Acababan de alcanzar
la cumbre de una pequeña colina cuando Orión vaciló al fin y
resbaló con rumbo errático hasta que se detuvo al soltar la cuerda.
Tochee clavó de inmediato los cuatro palos en el suelo y frenó. Los
otros esquiadores pasaron como rayos cuando Ozzie se dio la
vuelta.
-¿Estás bien? -le
gritó a Orión.
El chico estaba casi
doblado en dos. Incluso a través de las gruesas capas de ropa,
Ozzie vio que estaba temblando.
-Lo siento -sollozó
el chico-. Lo siento mucho. Me duele todo. Tengo que descansar un
momento.
-Tómate el tiempo que
quieras. -El reloj de la visión virtual de Ozzie le indicó que
llevaban avanzando algo más de cinco horas. El sol solo tardaría
cincuenta y un minutos en ponerse.
Sacó un pergamino del
bolsillo del abrigo y luchó por desenrollar la hoja rígida por el
frío. Sujetó el carboncillo como pudo con el mitón y escribió:
«Chico muy cansado. Pronto noche. Acampar en fondo de
colina».
Tochee se movió tras
el parabrisas y bajó la cabeza para que Ozzie pudiera verle el
segmento frontal del ojo. Las imágenes se flexionaron y
retorcieron. En una traducción aproximada le dijeron: «También
cansado. Acampar bueno».
Cuando Ozzie miró el
sendero, apenas pudo ver unos cuantos centelleos de luz de color
topacio y jade entre los árboles, más abajo; los silfen continuaban
avanzando sin parar. Hacía tiempo que se habían desvanecido sus
cánticos. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el esquiador que
se había quedado atrás no los había alcanzado todavía. Si el hombre
tenía un poco de sentido común, intentaría regresar al día
siguiente a los trineos cubiertos. Ozzie ni siquiera sabía cuál era
de los cinco. Algunos tenían equipo moderno de acampada, quizá con
eso sobreviviera a la noche. Recobró la confianza cuando recordó
que ellos tenían una tienda aislante bastante buena, sobre todo con
un ladrillo calefactor.
Orión estaba echando
un buen trago de los termos.
-Eh, tío, ¿crees que
puedes llegar al fondo? -preguntó Ozzie.
-Sí. Lo siento mucho,
Ozzie. Vosotros dos deberíais seguir adelante. Seguro que yo puedo
volver a la Ciudadela de Hielo.
-No seas estúpido.
Además, ya casi es hora de parar, de todos modos. Quiero estar
dentro de la tienda antes de que se ponga el sol. -Recogió la
cuerda y se la pasó al chaval.
La pista que bajaba
al fondo de la colina no les exigió demasiado esfuerzo. Continuaron
unos minutos más hasta que encontraron lo que podría llamarse un
pequeño claro. Los grandes árboles cubiertos de nieve absorbían la
luz roja del sol y volvían el suelo del bosque de un lúgubre color
carmesí. Ozzie sacó la tienda de la parte de atrás del trineo de
Tochee y se la dio a Orión para que la montara mientras él colocaba
el rudimentario armazón de hueso y la cubierta de piel. Una vez
más, encendió un par de velas delante del parabrisas del trineo.
Vio que el alienígena quitaba la lengüeta de un ladrillo calefactor
justo cuando él salía arrastrándose de las cubiertas.
Orión había montado
la tienda a unos metros de allí y ya estaba dentro. La luz amarilla
y soñolienta de la lámpara de queroseno brillaba por la solapa
abierta. Mientras se acercaba corriendo, lo golpeó de repente el
impacto de la soledad que los rodeaba. Solos en un bosque ártico
alienígena, sin luz ni calor natural, donde era muy posible que
acecharan criaturas desconocidas. Era la eterna pesadilla infantil
que nunca te abandonaba al llegar la edad adulta, ni siquiera
después de trescientos cincuenta años.
No era solo el frío
lo que lo hacía estremecerse cuando se metió en la tienda y selló
la puerta. Orión tiró de la lengüeta de un ladrillo calefactor con
grandes alardes. Los dos se quitaron poco a poco los voluminosos
abrigos de piel y los monos, después las capas exteriores de
jerséis y pantalones. Ozzie se tironeó de la camisa de cuadros,
fría y empapada de sudor y arrugó la nariz asqueado. En cuanto
habían parado, había empezado a enfriarse de inmediato a pesar del
abrigo de piel.
-Se me había olvidado
el frío que hace aquí fuera por la noche -gruñó.
-Yo creía que a estas
alturas ya habríamos salido de aquí -dijo Orión un poco
avergonzado-. Hemos viajado mucho.
Ozzie apretó el
hombro del muchacho.
-¿Te acuerdas de cómo
avanzábamos cuando llegamos aquí? Hoy lo has hecho muy bien ahí
fuera. Además, yo también estaba a punto de tirar la toalla.
-Gracias, Ozzie.
¿Crees que los demás lo habrán conseguido?
-No lo sé. La mayoría
mantenía el ritmo de los silfen.
-Espero que lo
consiguieran.
Ozzie abrió la bolsa
que contenía parte de la comida envasada.
-¿Qué te apetece
cenar?
A Ozzie en realidad
no le apetecía nada despertarse cuando sonó la alarma del implante.
Acurrucado entre los pliegues suaves y cálidos del saco de dormir,
cada miembro le dolía de una forma terrible y en cuanto a los
músculos del abdomen... Dentro de la tienda estaba oscuro como la
boca de un lobo, así que cambió los implantes de retina a modo de
infrarrojos y buscó la lámpara de queroseno. Se encendió con una
llamarada que lo hizo parpadear y arrojó su inhóspito fulgor
amarillo por el interior. La llama del aceite de ballena de hielo
que usaban como combustible no tardó en arrojar una pequeña voluta
de un humo negro y apestoso.
-¿Qué pasa? -tosió
Orión.
-Nada. Es de día,
hora de levantarse.
-Te equivocas.
Todavía es de noche. Acabo de dormirme.
-Me temo que no,
chaval. -Ozzie bajó la cremallera de la parte superior del saco de
dormir. Su ropa interior térmica se había secado, al igual que la
camisa de cuadros y los jerséis que había metido en el saco con él,
muy aplastados, claro. Pero el ladrillo calefactor ya casi se había
agotado así que el aire se había ido enfriando y había permitido
que se formara condensación por todo el interior de la tienda.
Intentó ponerse la camisa de cuadros con cuidado, pero cada vez que
una mano chocaba con el lado de la tienda, le llovían unas gotitas.
Orión se quejó un poco más mientras se ponía en movimiento y se fue
vistiendo.
Tiraron de las
anillas de los paquetes de huevos revueltos y beicon, y durante
unos momentos gloriosos el aroma a comida caliente derrotó al
nauseabundo del aceite.
Cuando ya casi
estaban listos para volver a aventurarse en el exterior, Orión
preguntó:
-¿Crees que
llegaremos hoy?
-¿La verdad? No lo
sé, tío. Eso espero. Pero si no, seguimos adelante, ya no puede
quedar mucho. Ni siquiera los silfen pueden sobrevivir aquí durante
tanto tiempo. -En su cabeza, los límites de los tres era una
preocupación constante. Entre todos tenían otros ocho ladrillos
calefactores, lo que les garantizaba que permanecerían a salvo
otras tres noches. Ellos quizá pudieran sobrevivir en la tienda sin
el ladrillo, pero sería una noche de perros y Tochee estaría
acabado. Y cómo se las iban a arreglar para llevar la tienda, la
comida y lo demás después de eso era discutible.
Salieron del olor del
aceite de ballena de hielo al frío paralizador del bosque oscuro.
Había vuelto a nevar durante la noche y había depositado una fina
capa sobre la capa de piel que protegía el trineo de Tochee. Una
vez más, la angustia aguijoneó a Ozzie cuando la retiraron para ver
si el gran alienígena había sobrevivido. Así era. El manipulador
les hizo un gesto encantado desde detrás del cristal.
La tienda, las
cubiertas y las bolsas se guardaron en menos de media hora. Por
suerte, la nevada no había sido lo bastante abundante como para
cubrir por completo las huellas dejadas por los silfen. Justo antes
de empezar, Ozzie levantó el pequeño colgante de la amistad. Su
fulgor no era tan intenso como el día anterior, pero unas diminutas
astillas de luz azul seguían arrastrándose por el interior. Lo tomó
como una buena señal y se pusieron en marcha.
Se levantó un viento
que estuvo atravesando el bosque toda la mañana. Llevaba consigo
pequeñas motas de nieve que obligaban a Ozzie a limpiarse las gafas
cada pocos minutos. Siempre que paraba para beber tenía que ir a
quitar los copos sólidos del cristal del trineo. No sabía muy bien
si en realidad estaba nevando sobre las copas de los árboles o si
solo eran torbellinos residuales que el viento se dedicaba a
reorganizar. Siempre le había desconcertado que el suelo no
estuviera cubierto por casi un metro de nieve y hielo. Pero
entonces Sara le había dicho que una o dos veces al año soplaba una
tempestad durante varios días y se llevaba toda la nieve suelta y
las bolitas de hielo. Por alguna razón ni le molestó ni le
sorprendió, todo aquel planeta era muy extraño; no decía nada, pero
en realidad pensaba que quizá fuera tan artificial como
Silvergalde.
Esa mañana impuso un
ritmo más lento a propósito. El día anterior habían hecho un
esfuerzo determinado por seguirles el ritmo a los silfen,
aferrándose a la leve posibilidad de que los sacaran de aquel
planeta antes de la caída de la noche. Todavía había cierta
urgencia en su viaje, pero mantener un ritmo constante y realista
era más importante que la simple velocidad. Lo que había empezado a
preocuparle era que los pequeños céfiros no dejaban de erradicar
las huellas compactas. Aunque, casi como si quisieran compensarlos,
daba la sensación de que los árboles se habían separado un poco
para formar un rudimentario sendero a través del bosque.
El almuerzo volvió a
ser sopa, tomada a toda prisa al miserable abrigo de uno de los
árboles de las esferas; con su disfraz de nieve, podría haber
pasado por un árbol de Navidad hinchado. Como antes, hasta una
pequeña parada hacía descender su temperatura corporal y la sopa
caliente no parecía capaz de compensarla. Ozzie odiaba la sensación
de frío que le cubría los dedos de los pies y no dejaba de
preocuparse por la congelación. Cuando salieron de detrás del
árbol, la nieve que caía era más densa y había eliminado casi todos
los rastros que habían estado siguiendo. Y encima, la nieve estaba
empezando a pegarse al pelo de sus abrigos. El trineo era como un
pequeño montículo aterronado de nieve con patines.
Ozzie sentía que las
diminutas partículas se abrían camino alrededor del borde de su
capucha. Las finas líneas de hielo habían comenzado a quemarle la
piel de las mejillas. Después de unos minutos, los árboles
empezaron a ralear. Si bien así era más fácil esquiar, también
quedaban más desprotegidos ante el viento y los copos de nieve. Las
huellas de los silfen no tardaron mucho en desvanecerse por
completo. Se detuvo poco a poco y después tuvo que avanzar un poco
más cuando el trineo de Tochee estuvo a punto de
atropellarlo.
Eso era lo que
siempre había temido que pasara, que aquel clima los encerrara y
perdieran el sendero. Hurgó con los mitones y sacó el colgante de
la amistad. Un pequeño fulgor azulado seguía acechando bajo la
superficie. Ozzie dio una vuelta completa. Pensó, quizá, que era
una fracción más brillante en un punto concreto. Era una suposición
bastante tenue para apostar tres vidas, pero no tenía nada
más.
Rodeó el trineo y
encontró un trozo de cuerda fina. Se ató un extremo alrededor de la
cintura y el otro a la parte frontal del trineo y después volvió a
ponerse en marcha. Al menos el viento parecía haber amainado un
poco. Pero, si acaso, la nevada era más densa. Se detenía de forma
constante para comprobar el colgante mientras no dejaba de colarse
un pensamiento traicionero en su cabeza, ¿para qué molestarse? Al
menos, al llegar a ese mundo habían contado con el consuelo de la
ignorancia, de creer que nada malo podía ocurrirle a un viajero que
recorriera los senderos de los silfen. Pero ya sabía que su vida
estaba en peligro y se la estaba confiando a una joya. ¿Había algo
más tenue que eso?
El reloj le dijo que
llevaban cuarenta minutos viajando por campo abierto, aunque tenía
la sensación de que llevaban casi toda la tarde, cuando llegó al
lindero de otro bosque. En cuanto se encontraron en el interior y
bajo las ramas protectoras, los torbellinos de copos helados
amainaron de forma considerable. De todos modos, Ozzie mantuvo la
cuerda atada al trineo.
-Levantaremos el
campamento dentro de un par de horas -les dijo a sus
compañeros.
En realidad le
hubiera gustado continuar un poco más, pero, una vez más, aquel
mundo había desbaratado sus planes. Estaba agotado tras dos días
batallando por terreno hostil y sabía que Orión no iba a ser capaz
de soportar mucho más. En cuanto a Tochee..., bueno, ¿quién sabía?
Pero esa noche se tomarían un buen descanso, lo que al menos les
permitiría continuar otro día completo. Después, ya no había más en
qué pensar.
Ozzie siguió
adelante, moviendo los brazos pesados y las piernas doloridas con
un ritmo lento. Tenía los pies entumecidos, el frío le impedía
sentir nada por debajo de los tobillos, lo que le permitía a su
imaginación reunir las peores imágenes de lo que se iba a encontrar
cuando se quitara las botas esa noche. Al menos el bosque dibujaba
una suave pendiente, había montículos y crestas, por supuesto, pero
en general, hacían bastantes progresos. No sabía si podría
enfrentarse a otra de aquellas penosas subidas. La nieve también
era más profunda y cubría las habituales piedras y tocones. Varias
veces se sacudió el abrigo para quitársela de encima.
-¡Ozzie!
Se dio la vuelta al
oír el grito y vio que Orión agitaba los brazos con frenesí. ¿Y
ahora qué? A pesar de que empezaba a tener los nervios de punta le
hizo una señal a Tochee para que parara y dio la vuelta esquiando
para acercarse al chico.
Orión se quitó las
gafas.
-Están mojadas
-exclamó.
En lugar de gritarle
al muchacho que volviera a ponerse las gafas, se inclinó sobre él
para ver lo que había pasado.
-La nieve -dijo
Orión-. Se está fundiendo. Está lo bastante caliente como para
derretirse.
Así era, el hielo de
las gafas se parecía más a aguanieve que a hielo. Ozzie se arrancó
él también las gafas y levantó la cabeza. Un millón de motas
oscuras caían del cielo, de un tono uniforme nacarado. Cuando
aterrizaban sobre su piel expuesta, no le escocían ni quemaban como
antes; estaban muy frías, sí, pero enseguida se convertían en
aguanieve y le bajaban por la piel.
Ozzie se impulsó
hasta el árbol más cercano. Levantó un palo y lo estrelló contra el
tronco. La nieve se soltó y cayó. Lo golpeó una y otra vez hasta
que quedó expuesta la corteza. Una corteza de verdad, biológica.
Era un árbol de madera, como Dios manda. Se echó a reír con algo
más que un toque de histeria. Era una ironía absurda que tuviera
tanto frío que ni siquiera podía distinguir que el entorno se había
calentado y estaban a solo diez grados bajo cero.
Orión se había ido
revolviendo hasta darse la vuelta y miraba el trozo expuesto de
corteza arrugada con cierto temor.
-¡Lo conseguimos!
-gritó Ozzie y lanzó los brazos sobre el chico-. ¡Lo conseguimos,
joder! Hemos salido de ese puto mundo. Estamos fuera, fuera, fuera.
Vuelvo a ser libre.
-¿En serio? ¿Hemos
escapado de verdad?
-¡Ah, sí, maldita
sea! Ya puedes apostar el culo que lo hemos conseguido. Tú y yo,
chaval, lo hemos conseguido. Eh, oye, y Tochee, claro. Venga, vamos
a contarle la buena noticia.
-Pero Ozzie... -Orión
levantó la mirada-. El cielo sigue siendo rojo.
-Eh, sí. -Levantó la
cabeza con los ojos entrecerrados, no quería dañar la imagen aunque
era un rosa muy vivo, sobre todo para esa hora del día, es decir,
la hora del día que decía su reloj digital. Si estaban en un mundo
diferente... -. Pues no sé, hay más de una estrella roja en la
galaxia.
Sacó de un tirón el
gastado pergamino mientras se deslizaba hasta la parte frontal del
trineo y escribió: «Creo que lo hemos conseguido. ¿Puedes seguir un
rato más?». «Lo que me quede de vida.», contestó Tochee.
Cuando Ozzie levantó
el colgante de la amistad, la chispa de luz ya casi se había
desvanecido.
-Por aquí, creo -dijo
y se puso de nuevo en marcha, aunque tampoco era que le preocupara
mucho la dirección. Físicamente hablando no se podía decir que las
condiciones hubieran cambiado mucho, pero con solo saber que habían
dejado atrás la horrible Ciudadela de Hielo, su cuerpo ya se
permitía echar mano de una reserva de energía hasta entonces
desconocida. Igual que una ballena de hielo, se dijo.
Claro que una vez que
sabía qué buscar, las señales eran obvias. La nieve espesa,
diferentes tipos de árbol con ramas flacas perfiladas contra el
cielo, el propio cielo, más iluminado. Con cada metro que cubrían,
las cosas iban cambiando. No tardó mucho en ver briznas de hierba
del color de la alheña surgiendo entre la nieve. Y luego vieron
pequeños roedores escabulléndose entre los árboles. Las ramas se
despojaban de montoncitos de nieve que caían alrededor de los tres
con unos golpes húmedos constantes a medida que crecía el deshielo.
Habían comenzado a bajar una ladera bastante escarpada y perdían
altura a toda velocidad.
El fin de los árboles
fue brusco. Ozzie pasó disparado junto a los últimos y entró en un
campo nevado interrumpido por cantos rodados y trozos cada vez más
grandes de hierba anaranjada. Se encontraban cruzando un inmenso
valle creado por unas montañas del tamaño de los Alpes. Un hermoso
lago de agua transparente se alargaba a sus pies, extendiéndose a
lo largo de treinta kilómetros a cada lado. Las orillas también
estaban rodeadas de árboles cuyas ramas oscuras estaban empezando a
florecer. El campo nevado moría por completo a algo menos de un
kilómetro, con la hierba dividida por cientos de pequeños arroyos
estacionales provocados por el deshielo que se iba retirando hacia
las cumbres. A ambos lados, la línea de los árboles era casi
constante y dibujaba un amplio límite entre las laderas inferiores
de la montaña, cubiertas de hierba y sus niveles superiores, más
rocosos.
Cuando miró hacia
atrás y contempló el bosque del que acababan de salir, Ozzie estuvo
seguro de que solo se tardaría unos cinco minutos en atravesarlo
esquiando, y sin embargo, ellos habían parado más de un cuarto de
hora antes. Un sol brillante se alzaba por un extremo del valle y
Ozzie por fin entendió el tono rosado del cielo. Habían salido de
un atardecer sombrío y granate para entrar en un amanecer
vibrante.
Ozzie se fue quitando
poco a poco la capucha y le sonrió a aquella luz cada vez más
fuerte que comenzaba a calentarle la piel.