17

    
    Le había llevado días convencer a su padre para que respaldara el fin de semana. Tampoco era que a Justine Burnelli le apeteciera mucho tenerlo allí, al menos no así, apenas seis meses después de salir del rejuvenecimiento. En el mejor de los casos ya era un hombre imposible, pero si a la vitalidad de la juventud se le añadía su brutal obstinación natural, el resultado era casi inhumano, maldita fuera. Sin embargo, Justine tenía que admitir que su presencia legitimaba el fin de semana, sin él, los jugadores que necesitaban jamás habrían aparecido.
    Habían decidido celebrarlo en el Bosque de la Sorbona, el retiro que tenía la familia en la Costa Oeste, una gran hacienda a las afueras de Seattle, con ríos torrenciales y bosques extensos cercados por montañas. Ella habría preferido un fin de semana en la Mansión del Tulipán, el hogar principal que tenía la familia en la Costa Este. Era mucho más civilizada que ese rústico santuario. Pero la reunión informal que celebraban los Burnelli debía ser, sobre todo, discreta.
    La gente empezó a llegar el viernes a media tarde. Justine ya llevaba allí un día entero, supervisando los preparativos del personal, algo que nunca terminaba de confiarle a sus empleados cuando se trataba de reuniones de ese nivel. El Bosque de la Sorbona consistía en una gran casa principal, construida en un principio de piedra y hormigón, que en esos momentos estaba completamente cubierta de coral seco, uno de los ejemplos más antiguos de la Tierra. Lo habían plantado más de dos siglos atrás. Los dos colores nativos, el lavanda y el beis, que trepaban por las paredes y cruzaban el tejado, parecían anodinos comparados con las variedades modernas que la ingeniería transgénica había puesto a disposición de todos. Sus frondas trenzadas también sufrían una falta de textura y las secciones más antiguas tendían a desmoronarse, así que el personal de jardinería fomentaba el crecimiento constante. A esas alturas las frondas ya eran treinta centímetros más gruesas que las paredes originales de la casa, lo que hacía que los grandes ventanales parecieran orgánicos de lo hundidos que estaban. La Comisión de Medioambiente de la NFU le habría impuesto sin duda una orden de eliminación y una cuantiosa multa a cualquiera que fuera lo bastante imprudente como para cultivar aquella planta alienígena hasta semejante extremo, pero ningún simple oficial de la CM iba a atravesar el perímetro de seguridad del Bosque de la Sorbona.
    El interior de la casa principal contaba con varias salas de recepción, instalaciones de recreo y comedores. Los miembros de la familia y los invitados se alojaban en cualquiera de los doce pabellones distribuidos en un semicírculo alrededor de los jardines traseros, comunicados con la casa principal por medio de pérgolas cubiertas de rosas. Por fuera al menos, esos edificios satélites intentaban amoldarse al legado local. Tenían paredes de troncos y tejados de corteza, aunque en el interior no había nada que no perteneciera al siglo veinticuatro en términos de mobiliario y comodidades.
    Gore Burnelli fue el primero en llegar. Aparcó bajo el amplio toldo del porche con forma de ala de gaviota una inmensa limusina Zil negra. Aunque era eléctrica, Justine estaba convencida de que aquel monstruo de seis ruedas tenía que violar alguna ley medioambiental, era demasiado pesada y doblaba en tamaño al Jaguar cupé que conducía ella. Otros tres grandes sedanes se detuvieron detrás de la limusina con varios miembros del séquito de su padre. El mayordomo electrónico le dijo a Justine que otros dos habían ido directamente al pueblecito que ocupaba el personal dentro de la hacienda.
    Justine se adelantó para saludar al viejo tirano-rey cuando se abrió la puerta posterior de la Zil y surgieron los escalones. Dos ayudantes que también hacían el papel de guardaespaldas salieron primero, parecían los típicos matones con sus lustrosos trajes negros y las bandas plateadas de las gafas. Justine ni se inmutó cuando aparecieron. Allí no hacían ninguna falta y su padre lo sabía. De hecho, era muy probable que Gore se hubiera plagado de conexiones y fuera mucho más letal de lo que ellos llegarían a ser jamás. Su último rejuvenecimiento en el centro biogénico de la familia le había llevado más tiempo del habitual.
    Gore Burnelli apareció en la puerta de la Zil olisqueando el aire.
    -Maldito Seattle, coño, está lloviendo otra vez -gruñó. Una llovizna ligera empañaba el cielo y hacía que los bordes del dosel alado gotearan de forma constante sobre las coníferas plantadas alrededor-. No sé por qué no trasladamos este puto sitio a Inglaterra. Total, el tiempo es el mismo y la cerveza es mejor.
    Justine le dio un suave abrazo.
    -Déjalo ya, papá. Este fin de semana ya va a ser bastante duro para mí sin tener que vigilarte a ti también.
    El hombre intentó devolverle la sonrisa. No le resultaba fácil, no con aquella cara. Justine todavía era capaz de distinguir sus rasgos humanos nativos; si hubiera sido un chico normal de veinte años habría sido asombrosamente guapo. Su espesa mata de pelo brotaba con vigor del corte al cero con el que había salido del tanque y empezaba a rizarse con picardía. Pero con el número y la complejidad de los tatuajes CO que se había hecho, estos habían terminado por fundirse entre sí y le habían cubierto por completo el rostro, proporcionándole una piel dorada de veinticuatro quilates que parecía la máscara funeraria de algún antiguo rey egipcio.
    -Como si me atreviera a quejarme contigo dándome la tabarra.
    -¿Cómo está mamá?
    Gore puso los ojos en blanco, por lo menos los ojos parecían normales.
    -¿Cómo cojones quieres que lo sepa? Ya me dirás tú quién era porque yo he borrado ese recuerdo hace siglos.
    -Mentiroso. -Justine vio que los guardaespaldas se estremecían un poco. Seguro que no estaban acostumbrados a que nadie le hablara así a su jefe. Claro que Justine era la primogénita de Gore, concebida y nacida de forma natural, al contrario que los cincuenta y tantos hijos que la habían seguido a ella y a su hermano. Por aquel entonces Gore no era más que un simple multimillonario que había heredado la fortuna de dos distinguidas y adineradas familias americanas cuando sus padres se habían unido en una nueva dinastía. Con buen criterio, predicciones llenas de astucia, y no poca influencia política, la extensa cartera de acciones con la que había comenzado había ido creciendo al mismo tiempo que la raza humana se extendía por la fase uno del espacio. Los Burnelli, como todas las grandes familias de la Tierra, eran la prueba viva de que el dinero llama a dinero. El personal de Dawson Knight, el bufete legal de contabilidad y gestión que era el núcleo del imperio financiero familiar, estaba compuesto casi exclusivamente por miembros de la familia. Su raison d’être era acumular más riqueza y proteger la que ya existía. Los Burnelli tenían activos en casi todos los planetas de la Federación, desde acres de propiedades estratégicas alrededor de las capitales de los planetas de fase tres, hasta manzanas enteras con capacidad industrial en cada uno de los Quince Grandes; desde compañías de transporte y comerciales, hasta bancos, empresas de servicios públicos y fabricantes de tecnología de vanguardia. Cualquier cosa de la que se pudiera sacar un beneficio, presente o futuro, ellos no tardaban en hacerse con un trozo.
    A lo largo de los siglos, Justine había ido adquiriendo un papel importantísimo en la construcción de la fortuna familiar, había realizado casi todos los papeles posibles, desde apagafuegos en las primeras décadas, hasta gestora jefe de adquisiciones; y en los últimos tiempos se había convertido en una sutil agente política. No era que ella prefiriera el papel político, más público, que desempeñaba su hermano. Pero a pesar de todo, de los tratos, las maniobras y las manipulaciones que había llevado a cabo a lo largo de tantos siglos, era Gore el que seguía siendo el núcleo sacrosanto de la siempre creciente familia Burnelli.
    -Bueno, pues yo vi a mamá hace un mes -dijo Justine-. Te manda un beso.
    -No vendrá aquí, ¿verdad? -Gore enfocó de repente otra cosa. Como siempre, su visión virtual lo rodeó de informes financieros, resúmenes de noticias e informes de mercado de Dawson Knight, en busca de opciones, futuros, tierra o divisas que poder comprar. Si había una oportunidad de la que pudiera beneficiarse la familia, Gore la aprovecharía.
    -No. Aquí estás a salvo -dijo Justine.
    -Bien. Me voy a mi pabellón. Pero quiero verte a ti y a tu hermano antes de que empiecen los politiqueos de esta tarde.
    -Se lo diré a Thompson cuando llegue.
    
    Gore y su séquito de guardaespaldas, asistentes y ayudantes entraron en la casa principal. Un par de hermosas chicas orientales cerraban la procesión con unos microvestidos blancos muy apretados. Eran gemelas, o bien las habían perfilado para que parecieran idénticas. Ambas hicieron una respetuosa reverencia cuando pasaron junto a Justine, que apenas consiguió evitar fruncir el ceño al mirarlas. En algunos aspectos, su padre podía ser tan predecible que resultaba increíble. A las chicas las incluiría en su horario del mismo modo que incluía una conferencia financiera o una comida de negocios. Cada minuto de su día estaba programado en su agenda personal con semanas de antelación. Justine sabía que muchas personas especulaban con la posibilidad de que Gore hubiera recibido un perfilamiento psiconeuronal ilegal que lo había convertido en un obsesivo compulsivo con el trabajo y la familia. Pero ella todavía tenía los recuerdos de su primera infancia, cuando casi nunca dejaba Wall Street antes de las diez o las once de la noche y se pasaba todos los fines de semana en su estudio, con las pantallas del ordenador como únicas compañeras. Siempre había sido una persona resuelta y firme que había mantenido los requisitos humanos al mínimo. A medida que la tecnología iba avanzando, él había ido adquiriendo cada vez más interfaces y procesadores para mantenerse al día de todo lo que sucedía en los grandes mercados financieros de toda la Federación.
    Media hora después de la llegada de Gore, aparcó en el Bosque de la Sorbona Campbell Sheldon. Justine lo saludó con una sonrisa bastante sincera. Era uno de los tataranietos de Nigel, el más joven de tres hermanos, descendientes de una nieta por línea directa. Lo que lo convertía en un miembro muy importante dentro de la jerarquía de la familia Sheldon y, dado que había elegido hacer carrera en el TEC, había logrado una posición de alto rango como director de Proyectos Avanzados Civiles y Comerciales. Aunque hay que decir que Nigel era inflexible, formar parte de la familia solo te ponía un pie en el primer peldaño de la escalera, desde ahí había que subir por méritos propios.
    Campbell tenía un par de ayudantes con él, pero eso era todo. Justine recordó que había disfrutado de esa actitud sencilla la última vez que se habían visto. Campbell se encontraba entre rejuvenecimientos, lo que le daba una edad aparente de cuarenta y tantos años. Una barba bien recortada de color castaño ratón le cubría unas mejillas un poco gordezuelas. No cabía duda de que había heredado algunas de las características de Nigel, los ojos profundos, la nariz pequeña, el cabello rubio oscurecido. Unos cuantos tatuajes CO muy discretos le dibujaban espirales por detrás y por debajo de las orejas.
    Campbell le dio un beso ligero en ambas mejillas.
    -Estás fabulosa.
    -Gracias. Creo que estaba a punto de rejuvenecer la última vez que nos vimos.
    -La fiesta en el yate del senador de Luang, si no recuerdo mal. La ceremonia de inauguración del puente Braby. Tenían peces de aire flotando sobre el yate como si fueran globos amarillos.
    -Ay, Señor, qué bien informado estás. Ya veo que voy a tener que pasarme la noche actualizándome.
    -Espero que toda la noche no. Sería un desperdicio de velada.
    -Ah. Recuerdo bien esa parte tuya.
    Lo invitó con un gesto a pasar al vestíbulo.
    -¿Qué puedo decir? Soy un Sheldon. Tengo una reputación que mantener.
    -¿No estabas con esa cantante de rock, aquella vez del yate?
    -Ah, mi querida Calisto. Me temo que tomamos caminos separados no mucho después. Me dejó por un batería.
    -¿Tomó el nombre de una luna?
    El hombre se encogió de hombros.
    -Por aquel entonces estaba de moda.
    -¿Y ahora qué son? ¿Asteroides? ¿Cometas?
    Campbell se echó a reír y luego hizo una pausa para mirar la casa.
    -¿Es coral seco de verdad? ¿En la Tierra?
    -Sí. Por favor, no nos denuncies a los federales. Tiene más años que la mayoría de los miembros de esta familia.
    -Soy fácil de sobornar. Una copa tranquila a última hora de la noche. Un baño juntos a la luz de las velas. Hacer el amor en una cama con dosel.
    Justine le devolvió la sonrisa.
    -Desde luego que me plantearé darme un chapuzón contigo en un arroyo de la montaña. Tenemos varios en la finca.
    -Dios mío, eres una sádica. ¿En primavera y en el estado de Washington? ¿Tienes idea de lo que el agua así de fría puede hacerle a un hombre?
    -Yo me apunto a averiguarlo si tú también lo haces.
    -De acuerdo. Pero que conste que espero esa copa más tarde. ¿De qué va este fin de semana?
    -Estrictamente informal. La decisión principal sobre la agencia de vuelos estelares ya la ha tomado el Consejo del Exoprotectorado. Todo lo que queda es estirar un poco las cosas para que todo ruede bien antes de la confirmación del Senado. Si me permites la sugerencia... Esto te da una oportunidad excelente para explorar las opciones con Patricia Kantil.
    -Hmm -gruñó Campbell-. ¿Así que también viene?
    -Oh, sí.
    De hecho, la siguiente en llegar fue Patricia Kantil. Salió de un Ford Occlat de gama media con un pulcro traje de chaqueta comprado en unos grandes almacenes y zapatos negros de salón clásicos. Se mantenía en una edad aparente de cincuenta y tantos años, lo bastante madura como para ser fiable, pero no tan vieja como para estar perdiendo capacidad intelectual. Una telaraña de tatuajes CO plateados le irradiaba de los ojos, tan fina que la mayor parte del tiempo era invisible. El peinado y el maquillaje enfatizaban con cuidado su etnia latina. Justine se dio cuenta de que la dama se había gastado un montón de dinero en esa imagen, pero no era algo que fueran a notar los votantes cuando la vieran un paso por detrás de su jefa, Elaine Doi.
    El hecho de que la principal asesora política de Doi pasara un fin de semana en Seattle apenas diez días después de que la vicepresidenta anunciara su candidatura era muy revelador para Justine. Para Patricia, esos dos días serían todo un ejercicio de cabildeo. Se había llevado a su secretario con ella, un atento joven vestido con la típica ropa informal de diseño que se ponían los urbanitas siempre que iban a disfrutar de la naturaleza. Permanecía con gesto servicial detrás de su jefa y solo hablaba cuando se dirigían a él.
    Justine estaba muy ocupada dándoles la bienvenida cuando salió una tercera persona del Occlat. Una chica joven de largo cabello rubio y, de hecho, más alta y delgada que Justine. Su ropa era desvergonzadamente cara, una falda corta y un jersey de pico brillante y dorado que realzaba su figura. Miró a su alrededor con esa exuberancia chispeante y única de la que solo podían hacer gala los que todavía estaban en su primera vida y después esbozó una amplia sonrisa de aprobación.
    -Y esta es Isabella -dijo Patricia-. Mi acompañante.
    -Hola. Esto es precioso -dijo muy efusiva la joven Isabella al tiempo que le tendía la mano con impaciencia, deseando hacer nuevos amigos.
    -Gracias -dijo Justine-. Nos ha llevado un tiempo, pero al fin tenemos lo que queríamos.
    Sería tan fácil colmar a Isabella de sarcasmo e ironía, la chica ni siquiera se enteraría. Pero eso convertiría a Justine en una zorra y a ese fin de semana no le hacía falta ningún follón.
    -Quiero un expediente completo sobre ella -le dijo Justine a su mayordomo electrónico.
    Había algo en aquellos rasgos que le sonaba lo suficiente como para hacer que Justine tuviera cuidado. Era obvio que Isabella pertenecía a una gran familia o a una dinastía intersolar, pero a cuál...
    -Isabella Helena Halgarth -le informó a Justine su mayordomo electrónico-. Edad, diecinueve años. Segunda hija de Victor y Bernadette Halgarth. -Un pequeño archivo se desplegó en su visión virtual detallando las escuelas a las que había asistido Isabella, logros académicos, deportes, intereses, las ONG. La habitual basura que solía publicar los RR.PP. de la familia.
    ¡Maldita sea!
    En cuanto hubo acompañado a Patricia a su pabellón, Justine hizo una llamada a Estella Fenton.
    -Necesito información.
    -Querida, será un privilegio y un placer -dijo Estella con tono burlón-. ¿Pero qué diablos sé yo que no sepa tu familia?
    -Se trata de una chica. -El dedo virtual de Justine tocó un icono y le envió el pequeño informe que tenía sobre Isabella-. Tú eres la reina de los cotilleos. Necesito saber cuál es su posición real entre los Halgarth.
    -Si me lo preguntara otra persona, me ofendería -dijo Estella.
    -¡Por favor! Conozco la posición de casi todos los miembros de las grandes familias, pero los Halgarth son una dinastías intersolares.
    -Ya lo sé, querida, nuevos ricos de otros mundos, la peor calaña. Tengo aquí mi propio perfil de esa chica, ¿qué es lo que quieres saber, con exactitud?
    -¿La consideran importante?
    -En realidad, no. Decimoquinta generación y Victor solo era la undécima. Tanto el padre como la hija fueron hijos gestados in vitro, así que no pertenecen a la línea directa, están ahí solo para cumplir con la cuota familiar. Dispone de un fideicomiso mínimo, recibe lo suficiente como para no tener que trabajar, pero no puede permitirse darse la gran vida como el resto de la alta sociedad. Terminó el instituto el año pasado y todavía no ha elegido universidad. De hecho, corre el rumor de que cuando rejuvenezca quizá se someta a un pequeño reordenamiento cerebral. Su cociente intelectual no parece capaz de iluminar ni un árbol de Navidad. Ha tenido unos cuantos novios, todos de igual rango menor y ahora mismo se acuesta con... Ah, Patricia Kantil. ¿Por eso me llamas?
    -Sí. Este fin de semana vienen unos cuantos Halgarth de alto rango y no sé si Patricia se ha asegurado su voto. Podría ser un problema si interpretan mal la relación.
    -Puedes descansar tranquila, querida. No lo sabes por mí, pero Edenburg ya ha decidido alinearse con Doi. Con eso ya son seis de los Quince Grandes. No creo que Patricia e Isabella sean un factor determinante para ti.
    -¿Así que los Halgarth van a apoyar a Doi, después de todo? Felicidades, tienes mejores contactos que yo. Gracias, te juro que lo último que necesito son sustos de última hora como este. Te debo una.
    -Desde luego que me la debes. La próxima vez que necesite a una Grande de primera fila para una cena...
    -Allí estaré.
    
    Gerhard Utreth fue el siguiente, miembro de cuarta generación de la familia Braunt, que había fundado la República Democrática de Nueva Alemania. Como abogado había optado por no dedicarse al lado administrativo y financiero de la familia para trabajar en la oficina legal planetaria. Décadas antes había sido senador de la RDNA en la Federación. Incluso había estado casado con una Burnelli en cierta ocasión, el fruto del matrimonio habían sido dos hijos gestados in vitro. No era que Justine creyera que eso fuera a contar mucho durante el fin de semana, pero lo convertía en un buen aliado en potencia.
    También había invitado a Larry Frederick Halgarth, perteneciente a la tercera generación de su dinastía y que llegó con Rafael Columbia, que era una adición inevitable al fin de semana. Pero al extenderse la invitación, Larry también había insistido en llevar a Natasha Kersley, que compartía la limusina con los otros dos. Cuando Justine pasó su nombre por la base de datos de los Burnelli, no encontró nada. Natasha no era miembro de ninguna familia importante. Y Justine tampoco había oído hablar de la Junta Directiva Especial de Supervisión Científica de la Federación, de la que Natasha era directora.
    -Lleva a cabo estudios teóricos sobre armas. Armas exóticas -Fue lo único que había dicho Larry.
    Completaban la reunión de aquel fin de semana dos senadores más. Crispin Goldreich, cuya posición en la Comisión Presupuestaria de la Federación le daba una gran influencia sobre la puesta en marcha de todo el proyecto de la agencia de vuelos estelares. El informe de Justine lo describía como un escéptico moderado, pero ella sabía que ese animal político no existía en realidad. Aquel hombre buscaba algo.
    Y por último estaba Ramón DB, el senador de Buta, aunque, por increíble que pareciera, no pertenecía a la familia Mandela que había establecido ese mundo, uno de los Quince Grandes. En realidad era el líder del Comité Ejecutivo Africano General del Senado, con lo que contaba con una base de poder bastante respetable. También había estado casado con Justine durante doce años. Pero eso había sido ocho décadas atrás.
    -¿Te acuerdas de mí? -le preguntó Justine con timidez cuando su ex salió del coche.
    Él se limitó a rodearla con sus brazos y a abrazarla con fuerza.
    -Maldita seas, estás buenísima a esta edad -bramó con suavidad. Después la alejó un poco y la miró de arriba abajo. Una expresión melancólica le cruzó la cara-. ¿Podemos casarnos otra vez?
    Después le tocó a Justine mirarlo. La túnica tradicional que vestía tenía un maravilloso reborde del color del arco iris hecho de fibra semiorgánica que no dejaba de girar como si la moviese la brisa. Ni siquiera ese movimiento podía disfrazar del todo el modo en que le caía sobre el estómago. Su edad aparente se acercaba a los sesenta años y unas canas se le infiltraban en la sien. Unos tatuajes CO del color de la medianoche le cruzaban las mejillas apareciendo y desapareciendo con un parpadeo.
    -¿Cuánto peso llevas ahí debajo? -le preguntó Justine.
    El senador juntó las manos como si fuera a rezar y apeló al cielo.
    -Una vez esposa, siempre esposa. Me mantengo en forma.
    -¿En qué forma? ¿La de un balón de playa? Rammy, sabes que tienes problemas de corazón cuando engordas tanto.
    -Es el destino de los senadores, tenemos que asistir a enormes banquetes cada día de la semana. Supongo que esta noche nos vas sentar ante una cena de ocho platos.
    -Tú desde luego que no vas a tomar ocho platos y voy a hablar con el chef sobre tu dieta para el resto del fin de semana. No quiero tener que visitarte en la sala de renacimientos, Rammy.
    -Sí, sí, mujer. Dentro de nada me voy a someter a un rejuvenecimiento y todo quedará solucionado. Deja de preocuparte.
    -¿Ya tienen una retrosecuencia específica para tu problema?
    El hombre blandió con impaciencia el matamoscas.
    -Tengo unos genes raros. A los médicos les cuesta aislar el problema y corregirlo.
    -Entonces que hagan un vector de una secuencia para un corazón nuevo. No es tan difícil.
    -Soy lo que soy. Lo sabes. Y no quiero el corazón de otra persona.
    Justine cogió aire, lista para suspirar, pero antes de que tuviera la oportunidad, un grueso índice la cogió por la barbilla.
    -No me riñas, Justine. Es un placer volver a verte. Ser senador no es tan maravilloso como dice todo el mundo. Esperaba que pudiéramos pasar algún tiempo juntos, tú y yo, este fin de semana.
    -Lo haremos. -Su ex le dio unos golpecitos en el brazo-. Además, quiero hablar contigo de Abby.
    -¿Qué le pasa ahora a nuestra bisnieta?
    -Más tarde. -Justine miró el reloj de su visión virtual-. Tengo que ir a ver a papá y a Thompson antes de que empiece la velada de verdad.
    -¿Tu padre está aquí? -Ramón se mostró reacio de repente a acercarse a la casa.
    -Sí. -Justine se lamió los labios para cubrir una sonrisa-. ¿Algún problema?
    -Sabes que nunca le caí bien.
    -Eso es cosa de tu inseguridad y tu imaginación. Siempre te aceptó.
    -Como un león acepta a un ñu.
    Justine se echó a reír.
    -¿Eres todo un senador de la Federación y todavía te sigue intimidando?
    Ramón la cogió por el brazo y entraron en el vestíbulo.
    -Le sonreiré y charlaré de forma educada con él durante tres minutos exactos. Si para entonces no me rescatas...
    -¿Sí?
    -Pienso subirte a mis rodillas.
    -Ah, escuchad a los ángeles del cielo cuando cantan las buenas nuevas, los buenos tiempos han vuelto.
    
    Gore Burnelli había descomprimido su personalidad paralela en la gran matriz del Bosque de la Sorbona y se había instalado en la casa del mismo modo que otros humanos regresan a un sillón viejo y cómodo. Al contrario que la mayor parte de los que se sometían a rejuvenecimientos frecuentes, él no metía sus recuerdos en un depósito de seguridad por una cuestión nostálgica. Los llevaba con él en implantes de alta densidad y los cargaba en las matrices locales allí donde fuera. Para él eran esenciales; para hacer los tratos que le permitían a su familia surcar las olas sin problemas rumbo al futuro tenía que conocer los tratos anteriores y las razones que había tras ellos, si habían funcionado, los problemas que planteaban. Otros, como su hija, confiaban en informes y en el acceso a extensas bases de datos a través de un mayordomo electrónico, mientras que él tenía los acontecimientos reales al alcance de su mano gracias a los programas de acceso homogeneizado en los que habían enraizado sus recuerdos.
    Los negocios y la ubicación de su familia en el mercado se habían convertido en sus constantes. La tecnología le permitía estar pendiente la mayor parte del día. Algunas de las rutinas que había desarrollado para gestionar el proceso eran casi autónomas, lo que le permitía llevar a cabo múltiples tareas paralelas. Incluso en ese momento, mientras observaba a su hija y a su hijo entrar en la gran biblioteca clásica del Bosque de la Sorbona, seguía revisando el diluvio de datos que caían entre ellos como una lluvia roja digital. Las cifras y los titulares destellaban de color verde por un instante, cuando sus dedos virtuales brillaban entre ellos y los reorganizaban para formar nuevas configuraciones, cambiando de lugar dinero e información para lograr nuevos tratos y adquisiciones.
    -Ya está aquí todo el mundo -le dijo Justine.
    Su padre no dijo nada. Era una información que ya hacía tiempo que había fluido por su lado. En esos momentos la casa estaba poniéndolo al día sobre la ubicación de invitados, ayudantes, personal, cónyuges y amantes: quién estaba usando las duchas y baños, quién estaba utilizando el ancho de banda más grande (y más codificado) para ponerse en contacto con la unisfera, quién pasaba por las pérgolas rumbo a la casa principal, listos para tomar unas copas antes de la cena que se celebraría en el salón Magnolia. La información secundaria como esa se presentaba en su cerebro en forma de aroma, la multitud de tatuajes CO que tenía le permitían oler dónde estaban los invitados y qué estaban haciendo.
    -Creo que con estos invitados disponemos de un colectivo crítico -dijo Thompson-. Siempre que no haya ningún problema imprevisto, todo debería ir sobre ruedas.
    -Eso es evidente, muchacho -le soltó Gore-. Pero siempre hay problemas. Confío en vosotros dos para que los anticipéis y los eliminéis con un buen masaje de esos egos escandalosamente hinchados que se están reuniendo ahí fuera.
    -Hasta ahora el único fallo posible es Isabella -dijo Justine-. Pero el radar de los Halgarth ni siquiera la notará. Otra muñequita rica que se lo pasa bien durante su primera vida. No creo que Patricia tenga ningún motivo ulterior para acostarse con ella.
    Thompson se dejó caer en uno de los sillones orejeros de cuero que había delante de la gran chimenea.
    -No es muy propio de Patricia arriesgarse de ese modo. Las chicas que suele tirarse son completamente asépticas en lo que a conexiones políticas se refiere.
    -¿Quizá sea amor verdadero? -dijo Justine con acento divertido.
    -Sería la primera vez -dijo Thompson-. Nunca entenderé por qué coño Patricia no se limita a pedir una reasignación de cuerpo cuando la están rejuveneciendo.
    -No puede -dijo Gore-. La mayor parte del equipo de Doi está compuesta por mujeres; es una imagen en la que ha trabajado muy duro durante veinticinco años. Y nadie se la va a joder dejándose crecer una polla en el tanque.
    -Y hablando de eso, todavía no hemos hecho una declaración oficial en su favor -dijo Thompson.
    -Quizá lo hagamos este fin de semana -dijo Gore-. Si se da el momento oportuno. Para eso voy a necesitar confirmación de la política de Doi sobre la puesta en marcha de la agencia de vuelos estelares. Suponiendo que vaya a respaldarla, y sería muy estúpida la muy zorra si no lo hiciera, quiero que prestemos una atención especial a la estructura que va a surgir. Con este fin de semana la familia tendrá una buena ventaja a la hora de ubicarnos cuando se anuncie la creación de la agencia. Esos son los detalles que importan.
    -La agencia es temporal -dijo Thompson-. En lo que tenemos que concentrarnos es en la marina de guerra.
    -Lo sé. Ahí es donde entramos nosotros.
    -¿Y si no necesitamos una marina de guerra? -preguntó Justine.
    -La necesitaremos -dijo Gore con firmeza-. Resulta que estoy de acuerdo con Sheldon y Kime en esto. Los alienígenas de Dyson disparan primero y preguntan después. Con eso ya sé todo lo que quiero saber sobre ellos. Incluso si es solo como disuasión, la Federación va a necesitar naves de guerra. El Gobierno se va a gastar dinero en aprovisionamiento, mucho dinero. Tenemos que asegurarnos que la familia se lleva un buen trozo de ese pastel.
    -Eso es fácil -dijo Thompson.
    -No me jodas. -Gore apretó un puño dorado-. ¿Es que nunca vas a aprender, joder? Ahora mismo tenemos a todos los demás grandes maniobrando. Justine hizo bien en organizarnos este fin de semana. Si podemos influir en la forma, nuestra posición no tendrá rival.
    -¿Qué clase de forma quieres?
    -Lo principal tiene que ser la ubicación. Que Sheldon deje las Batuecas esas de Anshun. Quiero que la agencia tenga su sede en el Ángel Supremo, donde debería haber estado desde el principio, coño. La familia tiene muchos intereses en las compañías de astroingeniería que tienen su base allí, con un auténtico programa de construcción de naves sus acciones subirán como la espuma.
    -Seguramente podremos hacer que eso parezca lo más lógico -dijo Justine.
    -Es que es lógico. Lo que necesitamos es una forma de hacer que sirva a sus intereses.
    -Me ocuparé de eso -prometió Justine. Gore se volvió de nuevo hacia Thompson.
    -La otra cara de la marina va a ser la defensa planetaria. No permitas que lo pasen por alto este fin de semana. La gente va a querer unos campos de fuerza bien grandes para que protejan sus ciudades y los hagan sentirse seguros. Creo que, a la larga, eso se va a llevar incluso más pasta que las naves estelares.
    -De acuerdo, mantendré eso en la agenda -dijo Thompson.
    La cena fue ese tipo de ocasión formal que Justine, en su papel oficial de anfitriona, podía organizar dormida. La celebraron en el comedor principal, con sus amplios ventanales arqueados, como los de una iglesia, que se asomaban a los jardines iluminados por miles de estrellitas blancas chispeantes. Se aseguró de que Campbell estuviera en un extremo de la larga mesa de roble, con su padre, mientras ella charlaba con Patricia en el otro extremo. Isabella no cenó con ellos.
    -Me temo que estas cosas le parecen un poco aburridas -dijo Patricia cuando la banda empezó a tocar un poco de jazz como música de fondo.
    -Es joven -dijo Justine, comprensiva-. Ya ha hecho mucho consiguiendo que viniera.
    -Fueron los nombres, es una especie de adicta a las celebridades -admitió Patricia mientras tomaba un bocado del primer plato, canelones de salmón ahumado-. Ahora mismo está accediendo a Seducción Asesina, es el penúltimo episodio.
    -¿No es un biodrama sobre el último caso de Myo?
    -Sí. Un poco melodramático para mi gusto, pero el personaje principal tiene más o menos su edad y la producción no está mal.
    -Ojalá tuviera tiempo de mantenerme al día de la cultura pop. Me sorprende que usted lo tenga, sobre todo ahora mismo.
    -Parte del trabajo consiste en convencer a las celebridades para que nos respalden, entre otras cosas. -Su sonrisa era cortés, pero cien por cien profesional.
    -Nuestra familia apoya el proyecto de la agencia estelar. De ahí este fin de semana.
    -Lo sé y Elaine se lo agradece mucho.
    -¿Lo convertirá en parte de su plataforma? -Justine miró al otro lado de la mesa, directamente al rostro dorado e inexpresivo de su padre.
    -Eso es un poco radical, claro que la misión de Dyson ha introducido nuevos factores en la política de hoy en día. La agencia tiene que seguir adelante. Elaine lo sabe. Y está dispuesta a correr el riesgo si hace falta.
    Gore Burnelli asintió de forma casi imperceptible.
    -Nuestra familia hará desde luego todo lo que pueda para respaldar la posición de la vicepresidenta este fin de semana -dijo Justine.
    -Agradezco mucho esa ayuda. -Patricia no consiguió ocultar del todo la sonrisa depredadora mientras tomaba otro bocado del salmón envuelto.
    Justine evitó cuidadosamente cualquier otro enfrentamiento verbal con Patricia durante el resto de la velada. La cena no era el momento de dar comienzo a las negociaciones más serias. En lugar de eso, los tres Burnelli se aseguraron de hablar con todo el mundo por separado para prepararlos para el día siguiente.
    Las charlas comenzaron en serio en el desayuno. El personal había dispuesto un amplio bufé en el invernadero, en un costado de la casa principal, y Justine se acercó temprano para unirse a Patricia y a Crispin Goldreich en una mesa. Las dos esposas de Crispin, lady Mary y la condesa Sophia, seguían en su pabellón, desayunando en la cama, aunque uno de los ayudantes de Crispin se encontraba junto a él, sirviendo té y llevándole comida del bufé. El inmaculado joven de Patricia estaba haciendo lo mismo por su jefa.
    Uno de los empleados de la casa le llevó a Justine una cafetera de café jamaicano. La dueña de la casa se sentó junto a Crispin, que comía sus huevos benedicto. Era la posición menos agresiva. Justine quería saber las mismas cosas que Patricia y la influencia de Crispin era enorme. Además de liderar la Comisión Presupuestaria, aquel hombre tenía mucha autoridad entre el bloque de planetas europeos afiliados.
    -Thompson me dijo que fue una de las voces más moderadas en la reunión del Consejo -dijo Justine.
    -Cauto sería una palabra más apropiada, querida. Llevo el tiempo suficiente en este negocio como para reconocer un compromiso indefinido. Si el Senado aprueba esta agencia, quién sabe cuánto tiempo se exigirá a los contribuyentes que financien esta empresa. No terminará con los vuelos a Dyson, usted lo sabe. Si resulta que son benignos, ya se habrá sentado un precedente para que el Gobierno financie la exploración de otros lugares desconocidos cuestionables.
    -Que seguro que es mucho mejor que dejar que lo haga una compañía privada -dijo Patricia-. Todos hemos oído los rumores sobre planetas cerrados, mundos que tienen algo tan valioso que los Sheldon se los han quedado para sí.
    -¿Y usted lo cree? -preguntó Crispin.
    -Personalmente, no; no. Pero sí que creo que el Gobierno debería estar más implicado en la investigación de escenarios que suponen un peligro potencial, como el Par Dyson. Para eso necesitamos la agencia de vuelos estelares. Después de todo, con el Par Dyson es la primera vez que nos encontramos con algo que suponga una mínima amenaza. Y es una galaxia muy grande. Hasta ahora hemos tenido suerte. Tenemos que empezar a ser más cautos.
    -Lo que nos lleva a esa maldita propuesta de marina de guerra -dijo Crispin.
    -No puede negar que sería esencial si la misión que va a explorar Dyson demuestra que son hostiles.
    -No, no lo niego. Pero el desembolso que supondrá eso será de una magnitud muy superior al de la agencia de vuelos estelares.
    -¿Y cómo le gustaría a usted que se gestionara esto? -preguntó Patricia.
    Crispin se tomó un momento para terminarse el último bocado de sus huevos benedicto.
    -Con un mayor grado de responsabilidad -dijo al fin-. En este momento nos estamos limitando a meter dinero en el problema. Lo primero que me gustaría ver es que los recursos se canalizan de la forma adecuada.
    -¿Se refiere a algún tipo de comité de supervisión? -preguntó Justine. En su visión virtual un calendario mostraba la fecha en la que se renovaría el escaño senatorial de Crispin, faltaban solo dos años. Ganaría la reelección si quería, ese no era el problema. Pero, por supuesto, si quería continuar como presidente de la Comisión Presupuestaria, tendría que proponerlo el Ejecutivo.
    -Supervisión, gestión, dirección, llámelo como quiera. Tenemos que asegurarnos de que los recursos se invierten como debe ser.
    -Entra dentro del ámbito de su Comisión Presupuestaria establecer un cuerpo supervisor de ese tipo -dijo Patricia.
    -Técnicamente hablando, sí, a menos que el Ejecutivo empiece a poner obstáculos. Estoy seguro de que la Presidencia querría mantener un control estricto sobre la agencia, y desde luego sobre la marina.
    -Por supuesto. Pero Elaine estaría a favor de un escrutinio financiero legítimo. Está totalmente en contra de que se derroche el dinero de los contribuyentes y sé que tiene una gran confianza en el modo en que usted dirige la Comisión Presupuestaria.
    -Me alegro mucho de oír eso -dijo Crispin. Se sirvió un poco más de té-. En cuyo caso y siempre que la Comisión Presupuestaria pueda establecer esas salvaguardas financieras, Elaine Doi contaría con mi apoyo para la agencia. Si la eligen.
    -Si la eligen -repitió Patricia como un loro y sin perder la compostura.
    -Tenemos a Crispin a bordo -le dijo Justine a su padre.
    -Buen trabajo. ¿A cambio de qué?
    -Patricia le ha dado el liderato de la Comisión Presupuestaria después de la elección de Doi.
    -Podría haber gente peor al cargo. Crispin es perro viejo, pero al menos entiende las reglas del juego. Bien hecho. ¿Y ahora?
    -Utreth. Thompson lo va a ver después del desayuno.
    Paró de llover después del desayuno, lo que dejó los terrenos relucientes tras el chaparrón nocturno. Thompson abandonó con su invitado los jardines formales y se adentraron en los bosques que había detrás. Eran una mezcla de pinos, hayas y abedules plateados, no tan densamente plantados como lo estaban durante los siglos madereros, cuando habían sido todos pinos. Dado que se acercaba la primavera al estado de Washington, una multitud de bulbos se abrían camino entre el suelo arenoso, y su verdor contrastaba con la alfombra de hierba parda invernal que todavía se apretaba contra el suelo tras el manto de nieve que la había cubierto durante meses.
    Gerhard Utreth parecía disfrutar de aquel entorno asilvestrado. Incluso se había llevado las botas de montaña.
    -Cada vez que visito la costa oeste, siempre me prometo que me voy a tomar un día y voy a ir a ver las secuoyas -dijo el senador de la República Democrática de Nueva Alemania.
    -¿Y lo has hecho? -preguntó Thompson.
    -No. Ni una vez en ciento cincuenta años.
    -Pues deberías. Yo fui hace unos cincuenta años. Son dignas de ver.
    -Ah, bueno, quizá la próxima vez.
    Llegaron a uno de los arroyos que había abierto una brecha profunda y estrecha en el suelo, su agua límpida corría por un lecho de piedras blancas y grises. Thompson empezó a seguirlo por la escasa pendiente, evitando las grandes matas de cañaverales verdes que surgían de las orillas empapadas.
    -Tengo que felicitar a tu familia por meter a un Sheldon tan importante como Campbell bajo el mismo techo que la principal asesora política de Doi. El peso que sigue teniendo el nombre de tu padre es considerable.
    -A nadie le interesa tener facciones enfrentadas en el corazón del Gobierno. Hacemos lo que podemos.
    -Claro. Tengo que admitir que no recuerdo a ningún vicepresidente que lanzara una campaña sin el apoyo de al menos siete de las dinastías de los Quince Grandes.
    -A este nivel, la cautela de Doi solo puede trabajar en su contra. Lo cierto es que no se puede complacer a todo el mundo todo el tiempo y ella ya lleva demasiado intentándolo. No es que se haya ganado enemigos, es que no ha reunido suficientes admiradores.
    -Y si me permites la pregunta, ¿cómo la ve la familia Burnelli?
    -No es muy diferente de ningún otro candidato presidencial, hay muchos defectos y algunos puntos fuertes. Sin embargo, nuestro principal interés se centra en los acontecimientos que se sucederán durante su mandato presidencial. Respaldamos de todo corazón la formación de una agencia de vuelos estelares. Doi tuvo la previsión de hacer la propuesta inicial en el Consejo del Exoprotectorado.
    -¿Es esa también la visión de las grandes familias?
    -De la mayoría, sí. Haremos campaña en su nombre.
    -Ya veo.
    Thompson se detuvo donde el arroyo se abría a un estanque más amplio. El otro extremo estaba alimentado por una pequeña cascada que se precipitaba sobre un grupo antagonista de piedras afiladas, el zarandeo del agua creaba un chapoteo estridente.
    -Me gustaría saber qué haría falta para que entraras tú también.
    Gerhard asintió poco a poco, agradecía que, por una vez, hubieran decidido hablar claro. No ocurría con frecuencia entre senadores.
    -Ahora mismo todo el mundo se concentra en la agencia y en la construcción de las naves exploradoras, cosa que es comprensible. Sin embargo, en opinión de la República Democrática, la formación de una marina de guerra es casi inevitable.
    -En eso estamos de acuerdo.
    -Si se forma una marina, los vuelos de reconocimiento, e incluso las misiones de ataque, solo serán una parte de sus obligaciones. También debe defender a la Federación. Sheldon tiene el monopolio de las naves y de su tecnología VSL, que jamás soñaríamos siquiera con arrebatarle; pero los planetas y las ciudades necesitarán grandes fortificaciones. Ahí es donde prevemos que se encuentra nuestro papel.
    -¿Respaldaríais la formación de la agencia con esa condición?
    -Sí, así es.
    -Eso significaría alinearse con Doi.
    -Al igual que vosotros, reconocemos que tiene puntos débiles, aunque, como sus puntos fuertes, ninguno especialmente extraordinario. Sospecho que la historia considerará su mandato como adecuado, sin más. Ya hace tiempo que hemos dejado atrás la era de los grandes hombres y mujeres de Estado, hoy en día nos limitamos a llegar a un compromiso. La República Democrática puede vivir con eso.
    
    -Buen trabajo el que ha hecho Gerhard -admitió Gore. El flujo de datos que lo envolvía empezó a destellar como una tormenta cuando sus manos virtuales reorganizaron los paquetes e iconos para ubicar el posicionamiento a largo plazo de la República Democrática de Nueva Alemania.
    -Es un profesional -dijo Thompson-. La RDNA se da cuenta de que la agencia va a seguir adelante, solo quieren entrar como sea. Más vale tarde que nunca.
    -Me pregunto qué pensarán los Sheldon de eso.
    -Se adaptarán. Saben muy bien que no pueden esperar que el presupuesto entero de la agencia termine en Augusta. Por eso han enviado a Campbell. Pertenece a la cuarta generación. Lo más seguro es que ni siquiera tenga que consultarle a Nigel nada de lo que surja este fin de semana.
    -Pronto lo averiguaremos. Toca la reunión crucial.
    A la primera a la que invitaron al estudio fue a Patricia. El séquito de Gore había hecho todo lo posible para hacer más acogedora la habitación. Un auténtico fuego de troncos ardía en la chimenea, contribuyendo a desterrar la brisa gélida de la tarde. Los antiguos sofás de cuero marrón se habían dispuesto delante del hogar. En el centro, una mesa ofrecía teteras y cafeteras, así como platos de magdalenas y galletas que llenaban el aire de un agradable aroma.
    Patricia aceptó una taza de té de porcelana fina y se sentó enfrente de Gore. Aquel hombre no la inquietaba de forma especial, había pasado tiempo suficiente con los peces más gordos como para saber que lo que querían sobre todas las cosas era respeto. Pero el rostro dorado de Gore era perturbador, Patricia se pasaba la mayor parte de su vida juzgando y respondiendo a las expresiones faciales. Gore no le ofrecía muchas pistas sobre lo que sentía. Si es que siente algo, pensó Patricia.
    -Parece que la República Democrática va a respaldar a Elaine -dijo Gore.
    Patricia se quedó tan quieta como pudo aunque no le resultó nada fácil. El alivio que sintió al enterarse del apoyo de Gerhard fue enorme. Cuando pensaba en todo el tiempo que habían invertido presionándolo, en el equipo de investigadores que habían analizado lo que podían hacer para llevarlo a bordo. Y con solo pasar medio día con los Burnelli, ya tenía otro miembro de los Quince Grandes apoyando a Elaine. Patricia se había pasado más de un año loca de inquietud al ver la escasez de dinastías intersolares que habían conseguido reunir a su favor.
    -Es una noticia excelente, señor.
    -Todavía no ha oído el precio. -Gore pasó a explicarle las garantías que tendría que darle al senador de la RDNA antes de que terminara el fin de semana-. Pero la auténtica clave es Sheldon -dijo después-. Esta agencia y todo lo que conlleva es la primera oportunidad que tienen de conquistarlos. Sé que llevan cortejando a esa dinastía desde hace más de tres años.
    -Se han mostrado un tanto renuentes -admitió Patricia.
    -¡Ja! -Los labios dorados y brillantes de Gore se separaron en una reconocible sonrisa de desdén-. Nigel odia a los políticos de carrera. Algo que se ha traído de su juventud justiciera, supongo. Por eso los ha mantenido pendientes de sus movimientos. Pero con los siglos ha aprendido a ser más pragmático y ahora le pueden ofrecer algo. Es posible que maniobre para meter a su propio candidato a la presidencia, incluso a estas alturas. Sin embargo, eso le costaría mucho tiempo y esfuerzo y crearía antagonismos. No con ustedes, eso ni siquiera se notaría, pero las dinastías intersolares y las grandes familias se cabrearían mucho con él y eso sí que le importa. Así que sean lo que él quiera que sean y no habrá oposición. ¿Están dispuestos a hacerlo?
    -Podemos tomar en cuenta las estipulaciones de Augusta durante la campaña.
    Gore se la quedó mirando durante un momento.
    -Ahora mismo solo hay una estipulación, el dinero. Se van a embarcar en una campaña que al final va a subir los impuestos. Y eso no va a ser nunca popular.
    -Entiendo. -Patricia dudó un momento-. ¿No les afectarán a ustedes los impuestos?
    -Si pagáramos muchos, sería probable.
    Uno de los enormes guardaespaldas de Gore, vestido con un traje negro, acompañó a Campbell al estudio. Sheldon le dedicó una agradable sonrisa a Patricia cuando se sentó a su lado.
    -Bueno, niños, ahora no os peleéis -dijo Gore.
    El fuego del estudio ya casi se había apagado cuando entraron Justine y Thompson. Dos de los empleados de la casa estaban quitando la parafernalia del té de la tarde bajo la cauta mirada de los guardaespaldas. Gore cogió un par de troncos de pino de la cesta de mimbre que había al lado del hogar y los dejó caer en la chimenea de hierro, lo que provocó una pequeña nube de chispas entre las ascuas rosadas y brillantes.
    -Va a funcionar -les dijo a sus dos hijos-. Sheldon va a respaldar la candidatura de Doi.
    -¿Qué le ha costado a la vicepresidenta? -preguntó Justine.
    -Miles de millones -dijo Gore-. En dinero de los contribuyentes. Incluso a mí me sorprendió lo que ofreció como primer presupuesto para la agencia de vuelos estelares.
    -Buscará a alguien que se largue para presentar la ley, alguien que abandone el Senado -dijo Thompson-. Si Patricia tuviera un poco de sentido común, intentaría conseguir que fuera el propio presidente el que introdujera la ley de formación de la agencia en el Senado antes de la investidura. De ese modo, nadie le echará la culpa a Doi cuando se anuncie el presupuesto.
    -Le echarán la culpa cuando se ponga en marcha la marina de guerra -dijo Justine.
    -Si necesitamos una marina de guerra, nadie va a cuestionar el coste.
    -Cristo, quizá incluso consiga un segundo mandato.
    -¿Le dijiste a Campbell que queremos trasladar la base de la agencia al Ángel Supremo? -preguntó Thompson.
    -No. Que haga otro el trabajo sucio. -Gore miró a Justine-. Se me ocurrió que podría hacerlo tu ex.
    Justine gimió y se dejó caer en el sofá de cuero.
    -¿Por qué él?
    -De ese modo podemos ofrecerle a Buta los nuevos contratos de montaje de los astilleros del Ángel Supremo. Encaja a la perfección. Sheldon sabrá que tiene que dar cabida a todos.
    Justine le echó un vistazo a su reloj.
    -De acuerdo. Tenemos una hora antes de los cócteles y la cena. Iré a sondearlo.
    -¿Creí que ya habías hablado hoy con él? -preguntó Thompson.
    -Sí, pero eso fue sobre Abby. Está dando problemas.
    -¿Se encuentra bien? -preguntó Gore-. No he recibido ninguna información.
    Aquel interés inmediato divirtió a Justine, la verdad era que su padre se mostraba muy protector con la familia, sobre todo con el linaje directo.
    -De esto no te dirían nada. Solo estábamos hablando de la universidad a la que va a ir. Yo quería Yale, a ella y su madre les gustaría Oxford y Rammy prefiere Johannesburgo.
    -Será Oxford -dijo Gore-. Siempre cedes ante tus hijos.
    
    Los cócteles se sirvieron en la sala de música. Era una gran sala con dos niveles en la planta baja de la casa principal, con un gran estrado central de teca para el antiguo piano Steinway. La mujer a la que habían contratado para tocar la bella antigüedad durante esa velada pertenecía a la Orquesta Civil de San Francisco y tenía un repertorio admirable y una voz muy dulce. Después de oírla empezar con un clásico de Elton John, a Thompson le costó llevarse a Ramón, Patricia y Crispin al otro lado de la sala, donde se encontraron delante de una escultura de agua Harkins que ocupaba la mayor parte de la pared. Crispin no formaba parte del trato que se iba a hacer, pero dado que ya estaba en el equipo de Doi, sería útil para darle garantías a Ramón. Cuantos más jugadores tuvieran atados, más difícil les resultaría faltar a su palabra.
    -Tienes que admitir -le dijo Thompson a su ex cuñado- que tener a la presidenta Gall de nuestro lado sería de gran ayuda en el Comité Ejecutivo Africano. Muchos de vuestros miembros la respetan. No serías tú el único que intentaría meter la propuesta, podrías compartir la carga.
    -Esa mujer es una auténtica rompehuevos -dijo Ramón con tono despectivo-. Creo que estáis cometiendo un error al incluirla en esto sin hacer ninguna consulta previa. Y además hace una interpretación muy libre de su pertenencia al Comité Africano. Cuando le conviene son los criterios de militancia de siempre.
    -Tiene que querer que la agencia tenga su base en el Ángel Supremo -dijo Crispin-. Sé que no le hizo ninguna gracia que el Segunda Oportunidad se construyera en Anshun. Yo no había oído esa clase de lenguaje en la sala del Comité desde la crisis de la Independencia de Kharkov.
    -Razón de más para que le diga a todo el mundo que se vaya al infierno -gruñó Ramón. Le dirigió una mirada melancólica a uno de los camareros que circulaban por la sala con bandejas plateadas llenas de canapés y después comprobó con expresión culpable si Justine estaba por allí-. Querrá tomarse su revancha por ese desaire.
    -La presidenta Gall es una profesional, como nosotros -dijo Thompson-. En estas circunstancias no puede pasar por alto los beneficios económicos que recibirá su feudo. Ya verás como firma en la línea de puntos.
    -Es posible -dijo Ramón-. Pero, en cualquier caso, no estéis tan seguros de que el Ángel Supremo os permita establecer allí la agencia.
    -Por lo que tengo entendido, el Ángel Supremo está igual de interesado que nosotros en el Par Dyson -dijo Patricia-. Además, en realidad no necesitamos su permiso para ubicar las instalaciones de la nueva agencia allí. Es una residencia de conveniencia, nada más.
    -Cualquier falta de cooperación por su parte podría ser un problema -dijo Ramón.
    -Un problema que podríamos superar -dijo Thompson-. La razón principal para ubicar allí la agencia es sacarla de Anshun, nada más.
    Todos se volvieron a la vez para mirar a Campbell Sheldon, que estaba hablando con Isabella. La chica iba vestida con una telaraña blanca de algodón y poco más, las fibras semiorgáncias activas cambiaban de posición cada vez que la joven se movía, de tal modo que la auténtica sexualidad de Isabella continuaba provocativamente velada. La muchacha se reía con entusiasmo de la historia que le estaba contando Campbell, mientras que él parecía igual de entusiasmado con la atención con la que jovencita lo distinguía.
    -Los Sheldon pueden ser muy razonables -dijo Crispin-. Cuando les conviene.
    -Todo este proyecto de la agencia juega a su favor -dijo Thompson-. Crispin, detesto interrumpir a otro invitado cuando es obvio que se lo está pasando tan bien, pero, ¿crees que podrías abordar el tema de situar la base en el Ángel Supremo con Campbell? Sonaría mucho mejor si se lo dice alguien con tu autoridad.
    -Oh, mierda -murmuró Crispin antes de terminarse de un trago la ginebra con gas-. ¿Para qué vengo a estos fines de semana?
    Thompson, Patricia y Ramón lo observaron cruzar la habitación y acercarse a la esquina que había detrás del piano, donde Campbell e Isabella disfrutaban de su público tête-à-tête. Paró a un camarero y cogió una copa de terciopelo negro antes de interrumpir a la pareja. Isabella recibió al senador con un rápido aleteo de pestañas.
    -Una chica encantadora -dijo Ramón-. Tiene usted mucha suerte.
    -Lo sé -dijo Patricia-. Pero soy vieja y aburrida, así que supongo que no la conservaré mucho tiempo. Una vez que desaparezca la novedad de estar tan cerca de la futura presidenta, seguirá su camino. Yo hice lo mismo a su edad.
    -Yo ya ni siquiera me acuerdo de cuando tenía esa edad -dijo Thompson-. Y tampoco es porque haya borrado esos recuerdos. Después de tanto tiempo, se desvanecen.
    -Por la juventud olvidada -dijo Patricia y levantó su copa-. Porque nos la recuerden siempre aquellos a quienes se la envidiamos.
    -Amén. -Ramón rozó con su copa la de la asesora y luego la de Thompson. Todos bebieron un trago.
    -Si tienes razón sobre la reticencia de la presidenta Gall -le dijo Thompson a Ramón-. ¿Nos permites abusar de ti para que abordes el tema con ella?
    -Preferiría meter la polla en un procesador de alimentos y hacerla puré.
    -Estuviste casado con mi hermana. Esto no puede ser mucho más difícil.
    Ramón echó la cabeza hacia atrás y se rió.
    -Ah, ya se me había olvidado cómo era esta familia. -Chasqueó los dedos para llamar a un camarero, que corrió hacia él con unos canapés-. De acuerdo, quizá me pase por el Ángel Supremo después de este fin de semana. Pero sigue sin convencerme que esta agencia sea lo que más le conviene al Comité Africano.
    El buen humor de Thompson no vaciló un momento.
    -Entonces estoy seguro de que nos las arreglaremos para encontrar algo que te convenza antes de que te vayas.
    Entraron en el comedor principal para cenar. Justine había escogido los sitios lo mejor que había podido dado el estado del juego hasta esos momentos. Tampoco era que se esperara demasiadas maniobras durante la colación, pero las opciones estaban abiertas. Esa vez fue ella la que terminó junto a Campbell. Frunció el ceño cuando vio que Isabella se sentaba al lado de Ramón, que parecía encantado con el plan. Isabella había ocupado el asiento de Gerhard, con lo que había dejado que el senador de la RDNA se sentara junto a Patricia, a la que Justine había querido colocar con Rafael. La intervención de los Halgarth en las negociaciones había sido notablemente escasa hasta esos momentos. Sabía que Larry había hablado con su padre esa mañana y le había ofrecido un apoyo provisional para la agencia, pero eso era todo. Sin duda, pondrían las cartas sobre la mesa al día siguiente.
    Un texto fue bajando por su visión virtual.
    -Tu ex se está poniendo pesadísimo -le envió Thompson.
    -No lo conviertas en algo personal -le disparó ella-. ¿Qué quiere?
    -No tengo ni idea. Pensé que ya lo teníamos con los contratos de la plataforma de montaje del Ángel Supremo. Pero ahora que ha visto que todo el mundo se está agrupando para apoyar a la agencia, parece que busca algo más.
    -Siempre supe que un día sería un gran político. Gore y tú no me creíais. Estamos jugando nuestra mano con demasiada franqueza, eso nos deja vulnerables ante los que necesitamos como aliados.
    -Vas a tener que volver a meterlo en el paquete.
    -Haré lo que pueda, pero me preocupan más los Halgarth.
    -Con esos no hay problema.
    -¿Quieres apostar?
    Cuando se terminó la comida y el grupo se separó, Gore regresó al estudio. Con sus últimas modificaciones retrosecuenciales necesitaba como mucho tres horas de sueño y con frecuencia se las arreglaba con mucho menos. Mientras merodeaba entre las estanterías repletas de libros hasta el techo olisqueó a los otros, que regresaban a los pabellones del jardín. Isabella, con los aromas residuales de los muchos hombres que por una razón u otra se habían rozado con ella esa noche, ella misma oliendo al delicado aroma del lirio y la orquídea de las gotas de perfume que se había echado en el cuello. Su aroma se fue estirando al cruzar corriendo la hierba, evitando los senderos, alejándose del sabor fuerte y picante de Patricia. La mezcla de Ramón DB, colonia y sudor teñido de alcohol, la esperaba. Ambos aromas se fundieron cuando la puerta del pabellón del senador de Buta se cerró tras ella. Su olor combinado fue creciendo con fuerza dentro de los estrechos confines del dormitorio principal, las feromonas de la saliva y el tufo ácido del azúcar del champán se mezclaron con él.
    Detrás del rostro dorado e impasible de Gore se despertó una mirada divertida cuando el hedor caliente del sexo comenzó a brotar de sus cuerpos. Mientras, en el dormitorio de Patricia solo se percibía el abrumador aroma del jabón de pino cuando la mujer se preparó el baño. No había alcohol, las sales amargas de la desilusión no le hacían hormiguear la piel. Estaba contenta.
    Así que Isabella era la intermediaria, la que volvería a meter a Ramón en el trato haciéndole las promesas que la amante de Isabella había autorizado previamente para garantizarse el voto del senador. Y, por supuesto, la joven se parecía un poco a Justine. Una seducción tanto de la mente como del cuerpo. Pobre y afortunado Ramón.
    Gore encontró el libro que estaba buscando, vio el lomo de cuero tras el continuo flujo de resplandeciente información escarlata que envolvía su mundo. Estiró una mano envuelta en unas bandas brillantes de plata y platino y sacó El arte de la guerra financiera, de James Barclay, del estante. No era que necesitara leerlo, toda la sabiduría que contenían aquellas páginas ya fluía con libertad entre sus pensamientos y rutinas administrativas. Pero el tacto físico suponía un extraño consuelo. Ese libro había sido su biblia durante su primera vida y cualquiera que entrara en el mundo de las finanzas lo seguía considerando un clásico. Seguro que no lo haría nada mal si se pusiera a actualizarlo.
    Por alguna razón siempre se encontraba buscándolo cuando realizaba emplazamientos difíciles y ese era uno de los más complejos. La agencia de vuelos estelares tenía tantas variables. Muchas más que las empresas políticoeconómicas habituales a las que él estaba acostumbrado. Lo suyo era que no funcionase, o, como mucho, que fuera otra de esas instituciones gubernamentales escasas de dinero que avanzaban a tumbos entre un rendimiento bajo y cuotas no cumplidas. Era demasiado imponente como para que los apagados políticos de carrera de esos tiempos lo hicieran funcionar. Y sin embargo... Las personas que en circunstancias normales se estarían destrozando, en realidad estaban cooperando y adaptándose unas a otras para facilitar su puesta en marcha.
    ¿Qué me estoy perdiendo?
    Cada uno de los formidables instintos que poseía iban canturreando en su cerebro que allí había algo que no iba bien. Le habría encantado creer que la raza humana era una especie venerable y lo bastante madura como para comportarse de una forma tan espléndida. Que veía un problema y lo abordaba con lógica y determinación. Él era el primero en admitir que se habían hecho progresos en la escala evolutiva social. Gracias a los rejuvenecimientos, la gente ya se tomaba la perspectiva a largo plazo muy en serio. La agencia de vuelos estelares era un ejemplo perfecto.
    Así que quizá el anacronismo sea yo.
    Poco fiable, suspicaz, buscando siempre lo peor en la gente. El bárbaro al que no le hacía falta invadir la ciudad porque la había visto crecer a su alrededor. Todavía no se podía creer que la agencia pudiera nacer con tanta facilidad.
    A menos que sean los propios manipuladores los que están siendo manipulados.
    Una noción que era incluso más difícil de aceptar. Gore había estado metido en aquello desde el principio, había observado a Justine con su habitual imparcialidad olímpica, su hija había comprendido las implicaciones gracias a sus propios contactos y había convocado ese fin de semana. Como demostraba hasta la lectura más superficial de Barclay, para poder manipular la situación antes que él, alguien habría tenido que saber el resultado de la misión Dyson incluso antes de que se lanzara. Nadie poseía esa clase de conocimientos.
    Con un suspiro de desdén volvió a colocar el libro en su sitio y fue a sentarse delante de la pequeña pila de brasas a la que se había reducido el fuego. Si el dulce cuerpo de Isabella y sus maliciosas promesas no servían, tendría que burlar las tácticas de Ramón DB antes del mediodía del día siguiente. Los nombres se dispararon en el interior de su marco privado de datos, contactos dentro del Comité Africano que no se tomarían demasiado bien que su senador principal rechazara las subcontratas que la reubicación de la agencia en el Ángel Supremo llevaría a sus mundos. Olisqueó el aire y aspiró el buqué de Justine y Campbell, y sábanas limpias de algodón en suave combinación. Esa sí que sería una unión ventajosa dado lo que se esperaba que ocurriera durante los años siguientes. Unas manos virtuales se estiraron y compraron acciones de compañías ubicadas en las periferias de donde caerían los contratos más grandes de la agencia de vuelos estelares entre los planetas del Comité Africano. Preparaba a la familia. Reforzaba a la familia.
    
    -Tengo que decirte -dijo Campbell- que a Nigel no le hace mucha gracia trasladar las plataformas de montaje de las naves estelares al Ángel Supremo.
    Justine le acarició la nariz a modo de respuesta y después fue bajando el dedo hasta sus labios para que pudiera besarle la yema. Estaba echada justo sobre él, con el edredón tirado por el suelo. Los antiguos troncos de la cabaña eran lo bastante gruesos como para retener la calidez del dormitorio y defenderlos de la gélida noche, Justine todavía no necesitaba taparse. Las velas de los bulbosos cuencos de cristal parpadeaban en varios nichos y llenaban el aire de un aroma almizclado a lavanda y sándalo.
    -Pobre Nigel -dijo Justine con un puchero y después sonrió muy contenta cuando los brazos de su amante la rodearon con fuerza y una mano se fue deslizando con gesto sensual por su espalda, rumbo al trasero-. ¿Qué problema tiene?
    -Ha dado luz verde a todo lo que se ha acordado hasta ahora, pero el traslado al Ángel Supremo retrasará el proyecto varios meses, y eso incluye la nueva misión de exploración. No va a ceder en eso.
    -¿Y qué pasa con los segmentos de defensa terrestre de la marina? ¿Os importa perder en eso?
    -Nosotros no lo vemos como una pérdida, exactamente. Estamos haciendo lo mismo que tu familia, colocándonos. Los contratos principales los controlará la RDNA pero nosotros seguiremos por delante. Augusta es el planeta más grande de los Quince Grandes, todo es proporcional.
    Justine miró a su alrededor y vio que la botella de Dom Perignon cosecha del 2331 estaba vacía y boca abajo en el cubo de hielo que tenían junto a la cama. Una rápida orden enviada a la matriz de la casa pidió a una doncella robot que trajera otra de inmediato.
    -Va a ser muy interesante ver la Bolsa de Nueva York el lunes por la mañana. Este fin de semana va a ver tantas adquisiciones de acciones y movimientos que los agentes van a saber que se está cociendo algo.
    -Sí, no podremos retrasar la presentación de la agencia mucho más tiempo. -Campbell levantó la cabeza cuando la doncella robot se acercó a la cama-. Ah. Más.
    -¡Sí, por favor!
    Sheldon volvió a mirarla y la encontró esbozándole una sonrisa diabólica.
    -Dios mío, recuérdame que nunca me acerque a ti nada más salir de un rejuvenecimiento. Dudo que haya algún hombre capaz de sobrevivir a eso.
    El recuerdo de esos pocos días pasados en un claro en la ladera del monte Herculano regresó para provocarle un cálido cosquilleo de satisfacción en su interior.
    -Uno sobrevivió -murmuró Justine tan campante.
    Campbell le quitó la botella fría a la doncella robot.
    -¿La abro?
    -Después.
    -¿Y el problema del Ángel Supremo?
    -Ya lo arreglaremos por la mañana.
    
    No había una hora concreta fijada para el desayuno del domingo por la mañana. Los invitados fueron llegando según fueron levantándose, deslizándose por el césped. Por una vez el día había empezado sin nubes. La fuerte luz del sol arrojaba un ambiente agradable sobre la exuberante vegetación de la finca. Incluso había un par de ardillas rojas saltando por el césped. Justine se sentó con Campbell, disfrutando de esa sensación de cansancio y felicidad que bañaba su cuerpo. Thompson le había dado los buenos días con educación al entrar, aunque, por su tono, su hermana supo que era consciente de lo que había estado haciendo ella durante toda la noche. No era que lo desaprobara del todo, pero se acercaba mucho. Campbell y ella compartieron una sonrisa reservada cuando su hermano se alejó. Las sonrisas se reforzaron entre sí y amenazaron con convertirse en ese tipo de risitas imparables que tienden a aquejar a los colegiales.
    -¿Me permiten? -preguntó Ramón.
    -Por favor -dijo Justine.
    No había señal de Isabella. Ni de Patricia, comprendió. Uno de los empleados de la casa le llevó a Ramón una tetera de té recién hecho, english breakfast. Justine recordó que había sido ella la que había aficionado al senador a aquella bebida. A ella le parecía la mejor forma de empezar el día. El café le resultaba demasiado fuerte.
    -Puede que tenga una idea que allanaría el camino para trasladar la agencia al Ángel Supremo -dijo Ramón.
    Justine y Campbell intercambiaron una breve mirada. Todo el mundo disponía de una cantidad de información más que notable esa mañana, pensó Justine. Apenas habían pasado treinta minutos desde que había puesto al día a Gore.
    -No cabe duda de que agradeceríamos cualquier cosa que pueda ayudar -dijo Campbell.
    -Desarrollo paralelo. Ustedes siguen construyendo las cinco primeras naves exploradoras en las instalaciones de Anshun mientras se montan los astilleros del Ángel Supremo. Eso envolvería todo el concepto de la agencia en esa perspectiva positiva que puede apoyar el Comité Africano.
    A Campbell le sorprendió la idea.
    -Supongo que podría funcionar. Desde luego no se producirían ninguno de los retrasos a los que nos resistimos. Pero se incurriría en unos costes de puesta en marcha mucho más elevados de lo que habíamos previsto.
    -Debería hablar con Patricia, pero creo que se dará cuenta de que el equipo de Doi está dispuesto a aumentar el presupuesto para conciliar nuestra postura.
    Justine esperó hasta que todos terminaron de comer antes de arrinconar a Ramón cuando regresaba a su cabaña.
    -¿Qué te ha ofrecido para lograr ese pequeño alineamiento estratégico?
    -¿Quién?
    -Patricia. -Estuvo a nada de decir, Isabella.
    -El acuerdo original era que Buta suministrara los nuevos astilleros del Ángel Supremo. Es una extensión lógica que a las compañías de construcción se les otorguen también los contratos de las empresas auxiliares.
    -Un movimiento muy inteligente -dijo Gore más tarde-. A largo plazo, los contratos de las empresas auxiliares pueden terminar siendo más lucrativos que los de construcción. Que supongo que es lo que estamos viendo aquí.
    -Me encantaría saber cuál de ellos lo sugirió -dijo Justine.
    -A mí también. Está empezando a preocuparme la cantidad de dinero que Doi está preparada a ceder. No niego que eso nos beneficia, pero demuestra un grado de desesperación que no me había esperado de ella.
    -A mí no me sorprende en absoluto -dijo Justine-. Está utilizando todo esto para comprarse unas elecciones y lo paga del dinero de los impuestos. Se dedica a la política, ¿qué te esperabas?
    -Más sutileza. Los senadores sabrán lo que ha pasado aquí, aunque al electorado no le importe. Si resulta que los alienígenas de Dyson no representan ninguna amenaza, la cantidad de dinero que le ha ofrecido a la agencia de vuelos estelares es excesiva y reaccionarán contra eso. No es propio de un político apoyar algo tan radical de una forma tan incondicional. Salvaguardan sus propias carreras antes que cualquier otra cosa.
    -Pero eres tú el que afirma que los dysons resultarán ser hostiles y que vamos a tener que convertir la agencia en una marina de guerra.
    -Lo sé. Pero yo no me presento a las elecciones. Hay una pequeña parte de mí que se siente tentada a enterrar todo este asunto aquí y ahora.
    -¿Qué? Tienes que estar de broma.
    -No te preocupes, no lo haré. Pero aquí hay algo que no va bien.
    -¿Te importaría ser más concreto?
    -No puedo. Llevo toda la noche analizándolo, lo he comparado con una docena de fines de semana orientativos parecidos en los que ha participado esta familia. No hay nada tangible salvo mi corazonada.
    -Solo estás preocupado por lo que los Halgarth se van a sacar de la manga. Están ganando tiempo, preparándose para cuando el resto hayamos llegado a un acuerdo y entonces harán su oferta.
    -Quizá tengas razón. Eso espero.
    Justine no tardó en tener la oportunidad de averiguarlo. Había una reunión general de «revisión de progresos» programada para media mañana. Fue Larry el que pidió que se restringiera el acceso a aquellos que tenían una acreditación de seguridad de la Federación de nivel uno. Lo que significaba que la propia Justine solo consiguió entrar por los pelos, gracias a sus cargos directivos en varias compañías que suministraban equipamiento a las juntas directivas que evitaban el examen público. Pero desde luego excluía a las parejas y ayudantes de todos, además de a Isabella. Se produjo una corta y áspera discusión en la puerta cuando le impidieron la entrada. Patricia entró unos segundos después, un poco nerviosa. Dentro, todos habían oído lo que había gritado la chica.
    -Siento lo ocurrido -dijo Patricia al sentarse a la mesa.
    Justine ahogó su sonrisa de satisfacción y vio que había unos cuantos que tenían que hacer lo propio. En cuanto se cerraron las puertas, Thompson se levantó.
    -Supongo que esta será la última sesión de este fin de semana. Parece que, en líneas generales, todos estamos de acuerdo en lo que respecta a la estructura general de la agencia. Lo que nos da la oportunidad de resolver cualquier problema final que haya. Estoy seguro de que ninguno queremos ningún susto de última hora a estas alturas. Yo al menos tengo varias votaciones a las que asistir en el Senado el lunes y agradecería poder llegar a tiempo.
    Se sentó al lado de Gore, cuyo refinado rostro dorado se volvió hacia Justine con expectación.
    -La novedad más importante de este fin de semana parece ser el traslado de la base principal de la agencia al Ángel Supremo. Dado que prevemos que esta agencia, o quizá una marina de guerra, tendrá que mantenerse en funcionamiento durante mucho tiempo, tiene sentido hacerlo y desde luego cuenta con la aprobación de nuestra familia. ¿Hay alguien que difiera?
    -Como bien ha dicho Justine, en líneas generales todos estamos de acuerdo con lo que se ha negociado este fin de semana -dijo Larry Halgarth-. El traslado al Ángel Supremo, el trabajo preliminar para construir las defensas de la marina; desde luego que mi familia añadirá su sello a todo eso.
    -Aquí viene -le murmuró Campbell a Justine.
    -Sin embargo, hay un aspecto en toda esta planificación que se ha pasado por alto.
    -¿Y qué es? -preguntó Gore con aspereza.
    -Darle a la marina capacidad ofensiva. Si, y Dios no lo quiera, resulta que los dysons son hostiles, limitarnos a quedarnos sentados bajo las cúpulas de campos de fuerza con la esperanza de que se vayan no es realista. Tendríamos que llevar la batalla a su territorio.
    -Eh, espere un momento -dijo Gerhard-. ¿Desde cuando incluimos la invasión entre los encuentros hostiles que contemplamos? Todos mis informes se han concentrado en posibles enfrentamientos por la colonización de nuevas estrellas en el entorno del Par Dyson. En otras palabras, todo se va a reducir a llegar a un acuerdo sobre la dirección y los límites de la expansión. Y eso suponiendo que ellos quieran extenderse.
    -Han colonizado un sistema solar entero -dijo Larry-. Su cultura está tan basada en la expansión como la nuestra, si no más. No se equivoque, las dos culturas nos vamos a encontrar en el espacio.
    -Están a setecientos años luz de distancia -dijo Ramón-. Y es una galaxia muy grande. La capacidad defensiva solo es de cara a la opinión pública, en cualquier caso, al menos eso era lo que yo tenía entendido.
    -Un gran consuelo. ¿Pero y si la necesitamos de verdad?
    -¿Por qué? -preguntó Campbell.
    -¿Disculpe?
    -Ramón tenía razón al decir que cualquier enfrentamiento futuro con ellos será para establecer las fronteras de nuestras respectivas esferas de colonización. Cualquier marina de guerra que creemos será una empresa a largo plazo. Dudo que la necesitemos antes de un siglo. No se puede decir que haya prisa para llenar la fase tres como ocurría en el caso de la una y la dos, lo que no deja de ser una pena. Incluso si se expanden a nuestro ritmo, nosotros estaríamos en la fase cinco o seis antes de que surgiera la posibilidad de un enfrentamiento.
    -¿Y si no se limitan a ese calendario?
    -Entonces en ese sector nos detenemos en la fase cinco y continuamos adelante en los demás sitios. Como ha dicho Ramón, es una galaxia muy grande.
    -Alguien estaba tan preocupado que intentó ponerlos en cuarentena y apartarlos de esta gran galaxia. Y nosotros mismos hemos visto lo agresivos que son. Lo que me indica que tenemos que prepararnos para cuando surjan los problemas.
    Campbell lo miró como miraría un profesor a un alumno especialmente incómodo.
    -¿Y para qué cree usted que nos invadirán, exactamente? Si necesitan recursos minerales o químicos, puede conseguirlos en cualquier sistema estelar. ¿Energía? Sus sistemas de fusión parecen más avanzados que los nuestros. No hay ninguna razón económica ni social para que nos invadan. Sobre todo cuando existe una marina de guerra. Es un elemento disuasorio.
    -Muy bien. Entonces haga que sea un elemento disuasorio que funcione. Déle dientes.
    -¿Qué clase de dientes le gustaría que tuviera? -preguntó Justine-. Supongo que por eso quería que todos los aquí presentes tuvieran acreditación de seguridad.
    -Sí. -Larry señaló con un gesto a Natasha Kersley.
    -Mi Junta Directiva ha estado revisando los datos con los que regresó el Segunda Oportunidad -dijo-. Tenía razón al decir que sus sistemas de fusión son más avanzados que los nuestros. Al igual que sus campos de fuerza. Si el capitán Kime no se hubiera retirado, calculamos que el Segunda Oportunidad habría sido destruido un minuto después de que sus misiles alcanzaran el radio de acción del ataque. Lo único que los salvó fue la capacidad VSL. Si vamos a enfrentarnos a los alienígenas de Dyson en el futuro, incluso si solo es para establecer fronteras, vamos a necesitar mucha más potencia de fuego de la que hemos llevado hasta ahora con nosotros.
    -Entonces la aumentaremos en la próxima generación de naves -dijo Campbell-. Aumentaremos la potencia de los campos de fuerza. Les proporcionaremos más energía a los láseres de átomos y a las lanzas de plasma.
    -Y ellos harán lo mismo -dijo Natasha con rotundidad-. Y su capacidad de construcción es mucho mayor de lo que lo será la nuestra en un futuro previsible. Toda su civilización gira alrededor de los vuelos espaciales y la fabricación de naves. No podemos ganar una carrera armamentística. Lo que tenemos que hacer es llevar esto al siguiente nivel y desarrollar una nueva generación de armas avanzadas.
    -¿Como por ejemplo? -preguntó Gore.
    -Los conceptos teóricos que estudia mi Junta Directiva se comparten solo cuando es imprescindible.
    -No haría ningún daño examinar la idea -dijo Thompson.
    -Lo que le gustaría a mi familia es ver que la Junta Directiva de Natasha se transfiere a la oficina de defensa de la agencia de vuelos estelares -dijo Larry y después miró a Patricia-. Eso requerirá una orden del Ejecutivo.
    -Es probable que pueda conseguirla -dijo la asesora.
    -Tendría que integrarse con el resto de las disposiciones de seguridad de la Federación -dijo Rafael Columbia.
    -¿Con el resto? -repitió Patricia con aire cauto.
    -Si la marina quiere cumplir un papel defensivo eficaz, las Juntas Directivas de Seguridad con las que cuenta la Federación en estos momentos deberían unirse para dar ese servicio. La Junta Directiva Especial de Supervisión de Ciencias Especiales y la Junta Directiva de Seguridad Interna podrían combinarse bajo la tutela de mi propia Junta Directiva.
    -¿Eso no es un poco drástico? -preguntó Justine-. ¿Por no mencionar alarmista? ¿Qué tiene que ver la Junta Directiva de Crímenes Graves con todo esto?
    -Somos nosotros los que ya estamos luchando en este conflicto -dijo Rafael-. Es mi Junta Directiva la que está buscando a los terroristas que atacaron al Segunda Oportunidad. Un acto que para mí equivale a alta traición contra la humanidad.
    Justine se apoyó en el respaldo del sillón, asombrada. Para que luego hablen de los fanáticos.
    -Que se lo quede -le envió su padre-. Solo están construyendo un imperio de papel y la oficina de defensa planetaria de la agencia tiene que empezar con algo.
    -Yo señalaría que dado que, de todos modos, la Junta Directiva de Rafael ya opera sobre una base casi secreta -dijo Larry-, las funciones preliminares que llevará a cabo en la defensa estratégica planetaria pueden pasar desapercibidas con bastante facilidad en el marco de sus procedimientos habituales. Creo que esa era la recomendación original del Consejo del Exoprotectorado.
    -Así fue -dijo Campbell. Por un momento los dos se enzarzaron con la mirada. Después, Campbell ofreció una pequeña sonrisa-. Bueno, yo no tengo objeciones. De hecho, está bien la idea de tenerlo todo bajo un mismo techo. ¿Cree que podrá hacerse cargo de las responsabilidades extras, Rafael?
    -¿Y del presupuesto? -gruñó Gore. Todo el mundo se echó a reír.
    -Pueden confiar en mí -les aseguró Rafael.
    -Tiene sentido -les dijo Gore a Justine y Thompson después de que se fueran todos los demás-. Y ha sido una maniobra brillante por parte de los Halgarth, nadie iba a decir que no a estas alturas. Larry ha conseguido dividir la marina. Los Sheldon tendrán las naves mientras que el lado defensivo estará bajo el control de Rafael. Es el que maneja los cordones del presupuesto, lo que hace que la RDNA y Buta tengan que someterse a él.
    -Y al final será defensa la que contará con el mayor presupuesto -dijo Thompson-. Deberíamos haberlo visto venir. Los Halgarth mantienen su dominio del mercado de los campos de fuerza.
    -El presupuesto de defensa solo será mayor si los dysons son una amenaza -comentó Justine-. Parece que yo soy la única que no está convencida de que lo vayan a ser. Vosotros dos no lo dudáis y en cuanto a Rafael... Dios, antes de que nos demos cuenta estará diseñando uniformes con sus bonitas y relucientes botas de soldado.
    -Quién podría culparlo. A las chicas les gustan los marineros.
    -No tiene gracia, papá. Esta fusión le da un gran poder. Las juntas directivas se mantenían separadas por una buena razón.
    -Hablaré con Patricia y con la propia Doi cuando vuelva mañana al Senado -dijo Thompson-. Tienes razón en eso, Justine. El nuevo imperio de Rafael tiene que contar con un comité de supervisión ejecutiva y los nuevos vicedirectores tienen que nombrarse entre los miembros de otras familias y dinastías. Tengo algunos contactos en el interior de la Junta Directiva que pueden echarle también un ojo. No te preocupes, lo tendremos controlado.
    
    Incluso con las gafas apretadas y el pasamontañas de lana ribeteado de piel, Ozzie sentía que el viento congelado le mordía las mejillas. Se le colaba por el borde de la capucha cuando movía los brazos hacia delante y hacia atrás con un ritmo suave para impulsarse por el terreno, en cada mano llevaba aferrados los bastones de esquí de hueso. Aquel movimiento repetitivo no le resultaba nada fácil, solo llevaba quince minutos en el exterior y el sudor ya le estaba empapando la camiseta que llevaba debajo de la camisa de cuadros, los jerséis y el abrigo de piel de ballena de hielo. Los esquís se mecían sobre la helada capa crujiente e iban dejando unas huellas gemelas muy claras.
    Allí fuera, en la superficie relativamente plana de la inmensa depresión que rodeaba la Ciudadela de Hielo, podía moverse con cierta facilidad, aunque no se parecía en nada a la velocidad que solía alcanzar en las laderas de los complejos turísticos de invierno de la Federación. Y sabía que iría mucho más lento en el bosque. Donde además tendría que cargar con muchísimo más peso en la mochila. En ese momento solo estaba practicando con la mitad del peso que se llevaría cuando se fueran para siempre.
    Giró el cuerpo con cuidado y se detuvo dibujando una curva antes de clavar los bastones en la fina capa de hielo crujiente. La luz roja del sol bañaba el desolado paisaje y revelaba una multitud de pequeñas ondulaciones en el suelo helado. A casi un kilómetro de distancia, tras él, la Ciudadela se alzaba distante de la tierra gris y plana, la luz verde parpadeaba constante en su pináculo y unas espinas de luz carmesí dispersaban sus facetas por sus espejos hexagonales de cristal. A cien metros de distancia, Tochee se iba deslizando con eficiencia. Habían empezado a llamar así al alienígena, en lugar de «el tochee». La comunicación lo personalizaba, al menos desde una perspectiva humana. Ozzie pensaba que se lo debía.
    A Ozzie y a George Parkin les había llevado una semana diseñar el vehículo que transportaba al pesado alienígena. La estructura principal era un simple trineo de hueso tallado de más de cuatro metros de largo que podía sostener todo el cuerpo de Tochee y todavía sobraba sitio. En la parte delantera había un parabrisas de cristal cortado de un árbol y sujeto a un armazón de hueso que se doblaba hacia atrás. Detrás de eso, cosido a los aros circulares que iban sobre la plataforma del trineo, había un cilindro de piel de ballena de hielo que se ataba atrás. El dispositivo era el equivalente a un abrigo de piel para Tochee que mantenía su cuerpo aislado del aire subártico y sus cadenas de locomoción lejos del suelo. Para mover el trineo habían clavado un par de bastones puntiagudos a los lados del armazón, dos a cada lado, en una variante de un tolete. George Parkin había diseñado, tallado y montado en persona los cuatro pequeños y fornidos mecanismos y aunque no decía nada, estaba muy orgulloso de su logro. Los cuatro palos puntiagudos pasaban por unos aros de cuero sujetos al cilindro de piel, lo que les permitía tener un cierto grado de movilidad. Tochee sujetaba los extremos con sus manipuladores y utilizaba los palos como una combinación de bastones de esquí y remos.
    Una gran multitud se había reunido en el exterior de la Ciudadela de Hielo la primera vez que Ozzie, Orión y George habían sacado el trineo del taller. A Tochee le había hecho falta experimentar durante un par de minutos con movimientos vacilantes para dominar los palos. Desde entonces, los tres habían salido cada día a practicar.
    Ozzie observó que Tochee maniobraba el trineo hacia el lugar en el que se encontraba él esperándolo, el alienígena no perdía el impulso en ningún momento. A Ozzie aquel artilugio le recordaba a un extraño intento victoriano de construir una moto de nieve. Pero funcionaba y el alienígena ya era lo bastante competente como para darle cierta confianza en el éxito de la empresa. Lo que solo dejaba a Orión. El chico se dejaba arrastrar por Tochee, llevaba unos esquís cortos atados a las botas y se sujetaba a una cuerda fina que iba atada a la parte trasera del armazón del trineo. Ozzie había decidido que a Orión le resultaría mucho más fácil ir así que aprender a esquiar de verdad. De hecho, quizá el chico se estuviese divirtiendo demasiado mientras se balanceaba de un lado a otro detrás del trineo. Ozzie se preguntó si debería insistir en una cuerda más corta y arrebatarle la oportunidad de disfrutar. Lo cierto era que Orión estaba mucho más contento últimamente, una vez que los preparativos para irse comenzaban a hacerse tangibles.
    El trineo se detuvo con lentitud junto a Ozzie y los cuatro palos se hundieron en el hielo granuloso donde dejaron unos surcos estrechos. Le satisfizo ver que Orión torcía los esquís en el ángulo correcto para frenar. El muchacho se había estrellado más de una vez contra la parte trasera del trineo de Tochee. Quizá todavía tuvieran una oportunidad. Ozzie levantó un mitón con el pulgar alzado. Tras el grueso parabrisas de cristal, el manipulador de Tochee formó un gesto parecido.
    -¿Cómo lo llevas? -preguntó Ozzie a gritos, hacía demasiado frío para apartarse el pasamontañas y dejar al aire la boca.
    -Bien -le respondió Orión gritando-. Todavía me duelen un poco los brazos, de ayer, pero es más fácil mantener el equilibrio con estos esquís.
    -Muy bien, vamos a seguir. -Ozzie se desvió y cruzó el hielo rumbo a una sección del bosque de cristal que había visitado en un viaje de recolección tres semanas antes. Mantuvo un ritmo constante, concentrándose en el terreno que le quedaba por delante. Había crestas ocultas y pequeños pináculos de roca que sobresalían y que podrían resultar peligrosos si los cogía mal. Y si Tochee pasaba por encima de alguno sería un auténtico desastre. Se preguntó si deberían llevarse un poco de hueso de ballena y unas cuantas herramientas para hacer reparaciones, por si acaso. Significaría tener que cargar con más peso, pero también aumentaría sus posibilidades. Como con todo lo que llevaban consigo, tenía que haber cierto equilibrio entre la seguridad y el éxito. Cuando comenzaran los recorridos de prueba por el bosque sabría mejor a qué atenerse.
    -¡Ozzie!
    Se volvió al oír la voz apagada y se encontró con que Tochee estaba trabajando duro con los bastones del trineo, moviéndolos a toda velocidad y alcanzándolo poco a poco. Orión gritaba como un loco, agitando el brazo libre. Ozzie movió las piernas con eficacia, dobló las rodillas al ir torciendo y no tardó en detenerse. Se quedó mirando el espacio vacío de la depresión de la Ciudad de Hielo, donde señalaba el muchacho.
    Al fin habían llegado los silfen para la cacería. Un gran desfile surgía del bosque al otro lado de la depresión. Desde aquella distancia eran poco más que una línea gris que se movía, aunque unas luces delicadas resplandecían a lo largo de toda ella. Cuando Ozzie utilizó los implantes de retina para enfocarlos, vio lo que pasaba. Ya había más de cien de aquellos alienígenas bípedos en terreno abierto, con dos docenas delante, montados en unos animales cuadrúpedos que se movían tan rápido como caballos incluso bajo las gélidas temperaturas de aquel mundo. Los que iban a pie corrían a su lado sin aparente esfuerzo a pesar de los gruesos abrigos que llevaban; la mitad transportaba unos faroles en el extremo de largas varas que se mecían con sus movimientos.
    Después de pasar tanto tiempo en la Ciudadela de Hielo, con sus repetitivos y monótonos días, la emoción que sintió Ozzie al verlos fue tan intensa que lo sorprendió. Llevaba meses mostrándose tan resueltamente desapasionado que ya casi había olvidado que era capaz de experimentar emociones así de fuertes. ¡Estamos a punto de salir de aquí!
    -Volvamos -le gritó a Orión. Después le hizo una señal rápida con la mano a Tochee para indicarle la Ciudad de Hielo. El alienígena hizo otra vez el gesto de subir el pulgar detrás del parabrisas.
    No tardaron mucho en regresar a la Ciudadela. Todos los habitantes habían salido para ver la llegada de los silfen y se habían arremolinado en el exterior helado. Ozzie agarró a un par de humanos y a Bill, el korrok-hi, para que le ayudaran a empujar el trineo de Tochee por los últimos quince metros que rodeaban la base del gran edificio, donde las botas y los cascos habían revuelto el hielo y el suelo arenoso y lo habían convertido en guijarros empapados. Cuando desataron la cubierta de piel del trineo, el gran alienígena bajó enseguida al nivel inferior, más cálido. Ozzie colocó sus esquís en la rejilla y volvió a salir.
    Debía de haber unos doscientos cincuenta silfen en la cacería. Sus cánticos y trinos flotaban por todo el terreno helado y penetraban en la Ciudadela de Hielo mucho antes de que ellos lo hicieran. Incluso en medio de aquel lúgubre invierno perpetuo, el sonido era inspirador, un recordatorio de que más allá de aquel bosque, había mundos que recibían la visita del verano. Los jinetes ponían a medio galope a los sementales, cuyos cuerpos eran como los de unos caballos gordos, con cuellos que se extendían horizontalmente y terminaban en unas cabezas con forma de flecha. La piel era como la de una serpiente de color leonado, con una pluma rala alzándose de cada escama. Ozzie estaba seguro de que podía ver unas finas agallas abriéndose y cerrándose con rapidez por todo el cuello, en medio de los músculos palpitantes, cuando los jinetes tiraron de las riendas justo antes de alcanzar a la emocionada multitud. También le echó un ojo a las largas lanzas de plata sujetas tras las sillas bajas, no parecían demasiado prácticas, sobre todo para un jinete.
    Los silfen montados gorjeaban en su propia lengua mientras contemplaban a la multitud desde la altura de las grupas. Vestían largos abrigos de piel esponjosa, blanca como un cisne, con capuchas que les caían por la espalda. Los guantes y las botas estaban hechas de la misma piel, lo que hizo preguntarse a Ozzie de qué animal habría salido. Sospechaba que tendría un aspecto bastante espectacular.
    Sara se adelantó y se inclinó un poco ante el jinete principal, después les habló en su propio idioma.
    -Bienvenidos de nuevo, siempre es un placer para nosotros verte a ti y a tus hermanos.
    El jinete principal pió la respuesta.
    -Queridísima Sara, la felicidad vuela con el beso que da fruto entre nosotros. La alegría conocemos al verte a ti y a tu gente llena de vida. Frío este mundo es. Fuertes debéis de ser para prosperar bajo su luz roja. Fuertes sois, pues prosperáis entre el hielo profundo y el cielo alto.
    -Vuestra Ciudadela es un buen hogar para nosotros en este yermo gélido. ¿Os quedaréis aquí esta noche?
    -El tiempo en este hogar pasado es lo que cosecharemos en este día.
    -Si podemos ayudar en algo, por favor, decídnoslo. ¿Vais a cazar las ballenas de hielo esta vez?
    -Ahí fuera están, cubiertas en sus blancas profundidades. Rápido se mueven en breves instantes. Grandes crecen en largos años. Con fuerza llaman. Lejos, muy lejos, entre las incontables estrellas, escuchamos su estribillo. Las desafiamos. Las perseguimos. Y al final compartimos nuestra sangre para conocer la vida que con alegría vivimos.
    -Nos gustaría seguiros. Nos gustaría quedarnos después con los cuerpos de las ballenas de hielo.
    El jinete desmontó con un salto rápido y ágil y permaneció delante de Sara. Se apartó la capucha y bajó la cabeza para mirar la cara cubierta de la mujer, como si lo hubiera dejado perplejo.
    -Cuando todo se acaba y la vida ha perdido su cuerpo, lo que le pasa a aquello que queda muerto no importa nada.
    -Gracias -Sara se inclinó otra vez.
    Los jinetes dejaron los animales en los establos no utilizados mientras que los silfen que iban a pie entraban directamente, cantando y riendo mientras descendían por la amplia escalera de caracol que llevaba a la cámara principal. Fue un torrente de luz y buen humor lo que invadió el lugar y lo llenó del olor de la primavera y la calidez de un fuego acogedor, transformó la antigua Ciudadela en ese refugio contra el frío y la desolación del exterior que sus constructores debieron de pretender que fuera desde el principio. Cuando Ozzie consiguió llegar al fin a la cámara principal, las varas de los faroles se habían metido en unos agujeros de la pared y colgaban sobre el suelo; su denso resplandor dorado contenía la opresiva luz roja del sol y desterraba la suciedad que manchaba los grabados. Los silfen se habían desprendido de sus abrigos blancos, llevando con ellos el sabor tangible de un bosque templado al duro universo de piedra de la caverna con sus togas del color de las hojas verdes. Abrieron sus mochilas para repartir termos, racimos de moras y pequeños pastelitos circulares que parecían galletas. Era esa clase de reunión festiva y despreocupada que hizo a Ozzie anhelar su antigua vida y los placeres sencillos que contenía. Descubrió con gran horror y disgusto que los ojos se le humedecían al pensar en los recuerdos que desencadenaba aquella visión.
    La mayor parte de los humanos y los demás residentes alienígenas permanecían junto a las paredes, conformándose con contemplar a sus visitantes. Orión estaba en la pista, en plena fiesta, moviéndose de un silfen a otro para que le cantaran, lo admiraran y le dieran bocados de comida y sorbos de los termos. Una sonrisa maravillosa animaba su joven rostro mientras su colgante de la amistad resplandecía con una luz estelar turquesa.
    -Todo un espectáculo, ¿no? -le dijo Sara en voz baja a Ozzie al oído.
    -Ya me había olvidado de cómo eran -admitió él-. Cristo, ya se me había olvidado cómo es todo fuera de este gulag.
    Un ligero ceño profundizó las marcadas arrugas del rostro femenino.
    -¿Así que te vas?
    -Oh, sí.
    -A George no le vendría mal un poco de ayuda antes.
    -¿Qué? -Ozzie hizo un esfuerzo para darle la espalda a los exultantes silfen.
    -Tenemos que preparar los trineos grandes. Necesitamos esas ballenas de hielo, Ozzie. La gente morirá sin ellas.
    -Ya -dijo él de mala gana, sabía que Sara tenía razón. Había demasiada gente que dependía de la cacería y su botín-. Está bien. Iré a ayudar a George. -Después miró al otro lado de la caverna-. Pero hazme un favor. No se lo pidas a Orión.
    -No lo haré.
    Ozzie solo era una de las cuarenta personas a las que George y Sara habían reclutado para hacer los preparativos para el día siguiente. Aun así, les llevó el resto de la tarde cargar los grandes trineos cubiertos para dejarlos listos para seguir a la cacería. Había tiendas de triple capa, los bártulos de cocina, había que meter el aceite en las vejigas, los pertrechos para descuartizar a las ballenas, los barriles y calderas. Después, George y los carpinteros más competentes hicieron unas cuantas reparaciones y pusieron unos parches de última hora. Había más gente preparando a los ybnan en los establos.
    Ozzie estaba cansado pero también contento y tranquilo cuando terminó y se dirigió a sus habitaciones. Orión seguía con los silfen, pero Ozzie insistió en que los dejara. Tochee ya estaba en su dormitorio cuando llegaron. Ozzie cambió los implantes de retina a modo ultravioleta. Unos patrones desiguales destellaban en el segmento frontal del ojo de Tochee, pregunta tras pregunta sobre los silfen.
    Ozzie hizo unos gestos con los brazos para que se tranquilizara y cogió un pergamino de piel curada lavado una y otra vez. Utilizó un carboncillo para escribir: Sí, son los alienígenas que hicieron los senderos. Mañana van a cazar las grandes criaturas de piel. Después de eso, los seguimos para salir de este mundo.
    -¿Qué está diciendo? -preguntó Orión muy emocionado cuando Ozzie le puso a Tochee el pergamino delante.
    -Que está muy contento de que estén aquí y que tengamos nuestra oportunidad -le dijo Ozzie.
    Orión le quitó el pergamino a Ozzie y borró las letras de carbón dejando un gran borrón gris. Después escribió: Es una gran noticia, ¿verdad? ¡Nos vamos!
    Tochee cogió su pergamino de la pequeña pila y su manipulador se cerró alrededor de un carboncillo. Juntos lo haremos. Juntos los tres será un triunfo.
    Orión se colocó delante de Tochee y levantó las dos manos con los dos pulgares hacia arriba. El manipulador de Tochee se cerró alrededor de los dedos del chico.
    -Está bien, chavales -dijo Ozzie-. Vamos a ponernos serios. Solo tenemos una oportunidad así que tenemos que hacerlo bien. Orión, abre la red de seguridad y guarda todas tus cosas. Si no está en tu mochila, se queda aquí. Y después prepara tu mejor ropa, la de salir al exterior, por la mañana tiene que estar lista. Cuando termines, acércate a la cocina y llena todos nuestros termos con agua hirviendo, vamos a hacer un poco de ese zumo en polvo, el que tiene glucosa extra y demás mierdas dentro. Nos lo beberemos mañana, cuando estemos fuera.
    -¿Y no puedo hacer eso por la mañana?
    -Nunca se sabe cuándo van a salir los silfen, todo el mundo dice que siempre es muy temprano así que no podemos contar con que por la mañana vayamos a tener el agua caliente lista. Todo esto hay que hacerlo hoy. Tendremos unos quince minutos de aviso, tío. He quedado con George para que nos reserven sitios en uno de los trineos cubiertos grandes.
    -Está bien -dijo Orión-. Voy a empezar.
    Ozzie escribió más líneas en su pergamino para decirle a Tochee que comiera lo mejor que pudiera esa noche.
    -No me olvidéis -le respondió el alienígena-. No me dejéis aquí.
    -No lo haremos.
    Ozzie rescató unos paquetes que se calentaban solos, salchichas de Cumberland con puré de patatas en salsa de carne y cebolla que empezaron a sisear mientras él preparaba su equipo. Aunque apilaran la tienda y varias cosas imprescindibles más en bolsas que meterían en la parte posterior del trineo de Tochee, y Orión y él esquiaran con las mochilas, jamás podrían llevarse todo lo que se habían traído con ellos en el lontrus. Había llegado el momento de tomar decisiones difíciles y hacer conjeturas bien fundamentadas. Decidió dejar atrás la mayor parte de la ropa, llevaba encima lo suficiente como para sobrevivir en ese planeta, con lo que tendría suficiente para vivir en cualquier parte, lo único que no tendría sería variedad. Había bolsas de comida para quince días que incluyó en el paquete que iban a meter en el trineo de Tochee, aunque lujos como el chocolate, las galletas y el té se los dejaría a Sara y George. El botiquín también era obligatorio. El juego de sartenes de teflón de cerámica lo dejó, al igual que el pequeño fogón de queroseno. Todo el equipo de montar, la silla, los arneses para las alforjas del lontrus, nada de eso le era útil ya.
    Ozzie miró la mermadísima pila de cosas que quería conservar, sabía que seguía siendo demasiado grande.
    -Podemos dejar la red de seguridad -dijo Orión cuando volvió con los termos-. Debe de pesar bastante.
    -Sí -dijo Ozzie poco a poco-. Supongo. Bien pensado, chaval.
    El chico cogió su mochila y la levantó por encima de la cabeza mientras esbozaba una sonrisa un poco boba. No se había cortado el cabello pelirrojo desde que habían llegado a la Ciudadela de Hielo así que ya le llegaba casi hasta los hombros y amenazaba con cubrirle los ojos la mayor parte del tiempo.
    -Y yo puedo llevar mucho más si quieres. Ves, no tengo casi nada aquí dentro. -Intentó levantar su antigua mochila de nailon con una mano para demostrarlo.
    -No pasa nada, chaval -dijo Ozzie cuando la mochila se inclinó y Orión dio un cómico bandazo para cogerla-. Tenemos todo lo que necesitamos para salir de aquí. Si metemos más podemos comprometer nuestras posibilidades. Y no pienso hacerlo. ¿Te he contado alguna vez la mierda que era nuestro traje espacial cuando Nigel salió a Marte?
    -Creo que no.
    -Bueno, eso sí que fue improvisar a lo grande. Dios, fue un milagro que pudiese volver y eso que nunca se apartó más que un par de metros del agujero de gusano. Eso sí que hubiera causado una puta impresión, ¿a que sí? La primera persona que atraviesa nuestra nueva máquina y se cae redondo por falta de un parche para reparar un pinchazo de bicicleta. La historia habría sido muy diferente.
    -¿Cómo era Marte?
    -Frío. Más frío que este cuchitril. Y muerto. Y quiero decir muerto de verdad, sin bromas. Créeme, cuando un sitio lleva muerto desde un billón de años antes de que se extinguieran los dinosaurios, lo notas. Solo había que mirarlo y lo sabías. -Ozzie sacudió la cabeza, sorprendido por lo viva que seguía siendo la imagen después de casi tres siglos y medio-. Venga, enséñame lo que has metido en la mochila.
    Tochee regresó con el cubo en el que comía su puré de fruta del árbol de cristal. Ozzie y Orión se acomodaron en sus catres con su comida envasada y los tres comieron en silencio. Los silfen de la cámara principal seguían cantando muy contentos, era obvio que tenían intención de continuar de jarana toda la noche, como una panda de estudiantes bulliciosos. Ozzie captó algún verso que otro, la mayor parte de los cuales elogiaban a las ballenas de hielo por su tamaño, velocidad y fiereza.
    Sara fue la primera en visitarlos. Ozzie le dio los artículos que se dejaba allí y que la mujer aceptó con un brusco gracias. Apareció George con los jefes de trineo que iban a capitanear el grupo de la cacería. Las otras cinco personas que iban a intentar encontrar un sendero para salir del planeta pasaron por allí, cuatro hombres y una mujer. Se sentaron en los catres y todo el mundo empezó a comentar opciones y estrategias. La modesta caverna de roca se sumió en ese ambiente excitado que reina en los vestuarios minutos antes del gran partido. Al pensarlo, Ozzie se preguntó por un momento quién habría ganado la Copa de la Federación.
    Comprobó asombrado que incluso había conseguido dormir. Pero allí estaba, enredado en un saco de dormir que no había sellado, con los brazos y el cuello fríos, cuando Orión lo sacudió para despertarlo. La alfombra ni siquiera había cubierto el brillante conducto de cristal del techo.
    -Es la hora, Ozzie -dijo el chico con un tono casi atemorizado-. George dice que se están preparando.
    -De acuerdo, chaval, vamos allá. -A Ozzie le apetecía cantar algo animado, como los primeros Beatles o los Puppet Presidents. En la cámara central, los silfen se habían tranquilizado un poco. Tiró de las anillas para que los envases del desayuno se calentaran solos y empezó a vestirse. Ropa interior térmica larga, por supuesto, después una gruesa sudadera y los pantalones de pana y la camisa de cuadros limpia. Para cuando se ató las botas de montaña empezaba a tener calor así que llevó el resto en la mano, los dos jerséis, los pantalones impermeables y aislantes, bufanda, pasamontañas, guantes, orejeras, gafas y, por supuesto, el abrigo de piel de ballena de hielo, mono y mitones. Comprobó que Orión llevaba también la ropa adecuada. La mitad de sus prendas eran de Ozzie, cortadas semanas antes y cosidas con cuidado para que estuvieran listas para esa ocasión.
    Desayunaron, hicieron una última visita al baño y recogieron a Tochee en su alojamiento. Cuando subieron, el gran taller hervía de actividad. Los jinetes silfen ya estaban sacando a sus animales de los establos y George estaba espetándoles órdenes a sus equipos. Tochee cambiaba de postura, incómodo, en el suelo frío y húmedo de piedra mientras Ozzie y Orión hacían las últimas comprobaciones en su trineo, después se metió a toda prisa en el cilindro protector de piel de ballena de hielo. Ozzie le dio a Tochee tres ladrillos calefactores antes de atar con cuidado las solapas de piel de la parte posterior y asegurarse de que no quedaban brechas. Orión y él apilaron las mochilas en el pequeño espacio que quedaba en la parte de atrás de la plataforma del trineo. Tochee iba a tener que quedarse allí dentro hasta que llegaran a un mundo más cálido. Semanas antes, Ozzie había intentado preguntarle a Tochee si tenía claustrofobia, pero o bien su vocabulario de imágenes y palabras no se había desarrollado lo suficiente para explicar el concepto o el alienígena no tenía una psicología susceptible a ese tipo de cosas.
    Fue el propio George el que ayudó a Ozzie y a Orión a empujar el trineo de Tochee al exterior bajo la débil luz previa al amanecer, luego lo ataron a uno de los grandes trineos cubiertos tirados por una yunta de cinco ybnan. Después de intercambiar señales de «todo bien» y «buena suerte» con el alienígena, treparon al interior y se acomodaron entre el equipo de descuartizar y cocinar a las ballenas de hielo. Bill, el korrok-hi, era su conductor y Sara se acomodó a su lado, junto con otros quince. Encendieron el pequeño brasero que colgaba de la parte superior del trineo y el aparato arrojó una luz tenebrosa de azufre por todo el interior, con sus vapores nocivos. Después cerraron la solapa del costado.
    Cuando el sol rojo empezó a elevarse poco a poco sobre el horizonte, los silfen se reunieron en el exterior de la Ciudadela de Hielo, sus pieles blancas resplandecían bajo el fulgor de sus faroles y llevaban las lanzas y los arcos en la mano. Comenzaron un lento cántico, sus voces eran más profundas de lo que Ozzie había oído jamás. Con aquel barítono melancólico, parecían mucho más alienígenas y mucho más amenazadores. Sus jinetes se alejaron trotando con facilidad y dejando que los que iban a pie los siguieran a un ritmo más lento. Los trineos tirados por los ybnan se lanzaron con una sacudida a perseguirlos con impaciencia, entre el traqueteo de las sartenes y el equipo metálico.
    Les llevó hora y media alcanzar el borde del bosque de cristal. Hasta ese momento, los trineos cubiertos habían seguido el ritmo de los silfen que iban a pie. Pero una vez que llegaron a los pequeños árboles de la linde, tuvieron que ponerse en fila india. El sendero que se adentraba entre los firmes troncos era estrecho e incómodo, lo que los ralentizaba todavía más. Fueron alejándose poco a poco de los silfen, aunque el rastro que dejaban era bastante fácil de seguir. De vez en cuando, los conductores korrok-hi vislumbraban el brillo de las luces de los faroles de los alienígenas entre los troncos cubiertos de nieve. Ozzie se acercó varias veces a la solapa para comprobar que seguían tirando de Tochee. El trineo se deslizaba tras ellos sin ningún problema. Tochee apenas tenía que utilizar los cuatro palos para gobernar el vehículo.
    -¿Cuánto falta? -preguntó Orión después de que llevaran en el bosque más de una hora.
    -Todavía estaremos un par de horas más en el bosque antes de llegar a los terrenos de caza -dijo Sara-. Después de eso, ¿quién sabe? Sus jinetes se han adelantado para intentar rastrear algunas ballenas de hielo.
    -¿Los terrenos de caza son muy grandes?
    -No tengo ni idea. No se ve el otro lado por muy despejado que esté el aire. Cientos de kilómetros de anchura, supongo. Una vez tuvimos que dar la vuelta, habíamos llegado muy lejos y ni siquiera habían empezado a cazar. Pero eso no suele pasar. Si tenemos suerte y hay algo cerca, quizá incluso cacen esta tarde.
    -¿Se irán por la noche? -preguntó Ozzie.
    -No. Es decir, nunca lo han hecho.
    Pasaron otras dos horas y cuarto antes de que llegaran al borde del bosque. Tanto Ozzie como Orión se asomaron a la solapa, impacientes por ver la tierra que tenían delante. Estaban a gran altura, cosa que Ozzie no había percibido hasta entonces. El bosque de cristal se extendía por la meseta de un amplio macizo. Allí donde terminaba, el suelo bajaba de golpe hacia una planicie inmensa dominada por cientos de cráteres volcánicos bajos. Sara tenía razón en cuanto a su tamaño, el aire gélido estaba completamente despejado, pero ni siquiera desde su atalaya, casi un kilómetro por encima de la planicie, Ozzie pudo ver el otro lado, oculto en un horizonte de calima carmesí. Los bordes de los cráteres eran casi planos, pero entre ellos la tierra helada se había desgarrado y había producido miles de colmillos rocosos, como pequeños montes Cervino. Los árboles de cristal crecían en las laderas inferiores, aunque los pináculos no eran más que escarpada roca desnuda con unas cuantas vetas de nieve y hielo atrapadas en las grietas que reflejaban el brillo escarlata oscuro de la luz que todo lo invadía.
    Todos los cráteres estaban llenos de partículas heladas, les dijo Sara, gránulos finos como la arena que producían una superficie perfectamente nivelada, con lo que no había forma de saber su auténtica profundidad. Del centro de la mayor parte se alzaban pequeños penachos de vapor que se levantaban casi en línea recta y se iban ensanchando y afilando poco a poco a medida que subían hasta que, a miles de metros por encima de la planicie, se fundían en manchas de tenues cirros que serpenteaban como espaciosas estelas de vapor. Cuando Ozzie cambió al modo de infrarrojos, vio que los cráteres resplandecían con una intensidad débil, apenas unos grados más que la tierra que los rodeaba, pero con una diferencia de temperatura suficiente como para provocar la evaporación. Se preguntó si los cráteres estarían mucho más calientes en el fondo.
    Mientras bajaban por la ladera que llevaba a la planicie, Ozzie vio que los silfen se abrían paso junto a pequeños grupos de árboles de cristal, con las luces de los faroles meciéndose alegremente al mismo ritmo. No había rastro de los jinetes. Uno por uno, los grandes trineos coronaron la ladera y comenzaron el precario descenso en pos de los cazadores.
    Era un tramo duro, la superficie irregular hacía tambalearse los trineos. Con bastante frecuencia los conductores korrok-hi tenían que utilizar a los ybnan para frenar en lugar de para que tiraran de ellos. A Ozzie le costaba mucho mirar por la solapa para comprobar la situación de Tochee. Todos los que viajaban en el interior del trineo cubierto se aferraban con fuerza al amplio armazón de hueso. Al final, Ozzie se quedó donde estaba, de todos modos no había mucho que pudiera hacer si se rompía la cuerda que lo sujetaba. Varios componentes del equipo se habían soltado y rodaban por el trineo, sartenes y puntales de hueso que tintineaban cuando machacaban las espinillas, los brazos y los pechos de todos. El brasero dibujaba un arco alarmante y amplio con su corta cadena.
    No debió de llevarles más de cuarenta minutos alcanzar la planicie, aunque en el interior de la atestada y maloliente cabina aquel rato les parecieran horas. Hasta ese momento Ozzie no se había dado cuenta de lo importante que era poder ver el exterior cuando se está en un vehículo en movimiento. Su imaginación llenó toda la ruta de peñascos afilados como cuchillos esperando para partirlos en dos, y la ladera seguro que terminaba en un acantilado vertical de cien metros.
    Bill dejó escapar un bramido bajo de satisfacción que señaló el final del descenso. Dentro del trineo, todo el mundo esbozó sonrisas nerviosas sin querer admitir el miedo que habían pasado todos. Después de eso, el avance fue sensiblemente más fácil. Sara confiaba en poder salvar parte de la distancia que habían acumulado entre ellos y los silfen. Orión apretaba con fuerza el colgante de la amistad y observaba su resplandeciente luz azul con gran atención.
    Los trineos cubiertos continuaban en fila india, siguiendo las pistas frescas dejadas sobre los granos crujientes de nieve. Se alejaban en línea recta del macizo, traqueteando a buen ritmo por el camino. A mediodía comenzaron a rodear la costa del primer cráter, al otro lado había una sarta de picos rocosos salvajes. Después de eso vieron las hondonadas coronadas por olas curvas de nieve compacta, daba la sensación de que al menor temblor se produciría una avalancha que caería en el abismo inferior. Después barrancos con capas de hielo en el fondo, donde los ybnan tuvieron problemas para aferrarse al suelo con los cascos; sotos y bosques de árboles de cristal y arbustos bulbosos. Con frecuencia, cuando miraba por la solapa, Ozzie veía grandes extensiones de ellos aplastados y rotos, que dejaban tocones irregulares, rodeados por una pila de ramas incrustadas de nieve. Había collados estrechos y escarpados que coronar, donde su velocidad se reducía a un ritmo lento y laborioso en la subida que degeneraba en un deslizamiento brutal al bajar, más brusco y aterrador que el descenso del macizo. Y había largas curvas que rodeaban los cráteres, en los que el vapor salía de lado, como una bruma y cubría de inmediato tanto a los ybnan como a los trineos con una escarcha crujiente.
    Cuando solo faltaba hora y media para que el sol se ocultara tras el horizonte, dejaron de ver el macizo a su espalda, velado por imponentes agujas de roca afilada y negra. Las sombras se alargaban y oscurecían por el suelo teñido de óxido. Las yuntas de ybnan de todos los trineos comenzaban a cansarse. Incluso en terreno llano, su velocidad era notablemente inferior a la de las horas previas.
    -Hoy no habrá caza -dijo Sara cuando regresó tras una rápida charla con Bill-. Y tendremos que levantar pronto las tiendas. Es más difícil en la oscuridad.
    Tras otra media hora, salieron de la brecha que quedaba entre dos cumbres rocosas y se asomaron a un cráter que medía más de nueve kilómetros de anchura. Algún tiempo después de que se formara la cuenca, la actividad volcánica que plagaba la zona había levantado otra cadena más de fieros peñascos, una cadena que formaba un largo promontorio que se extendía hasta casi la mitad del cráter. Los silfen se habían reunido a los pies del pico más cercano al borde del cráter; jinetes y aquellos que iban a pie se agrupaban y resplandecían como una joya multifacética bajo el crepúsculo que comenzaba a caer. El bosque subía por la ladera que tenían detrás, sus árboles de cristal eran más altos que los que habían dejado atrás, en los bosques del macizo, oscuros e intimidantes bajo el anochecer bermejo.
    Los trineos formaron un amplio círculo, a algo menos de un kilómetro de los silfen, en la cima de una escarpa que rodeaba los riscos de la parte de tierra firme. Todo el mundo salió de un salto, sacaron las tiendas y comenzaron a montar el armazón. Una vez levantadas las grandes tiendas, Ozzie, Orión y George aparejaron un armazón más pequeño sobre el trineo de Tochee y lo cubrieron con una gran capa de piel. Dentro de eso, envolvieron con otra manta de piel la parte superior del cilindro protector del trineo.
    -No tendría por qué tener problemas ahí dentro -dijo George cuando salió arrastrándose.
    Ozzie, que se había quedado dentro, asintió con un gruñido. Encendió un par de velas y las puso en el suelo, delante del parabrisas del trineo. No había mucho espacio, quizá no más de un par de metros cúbicos, pero al menos permitía que Tochee pudiera mirar y quizá aliviara cualquier temor de que aquello terminara siendo su sepultura. Al mirar por el cristal, Ozzie vio que el alienígena estaba inmóvil tras él, con la sección frontal del ojo concentrada en él. Ozzie levantó un mitón con el pulgar levantado. En el ojo frontal de Tochee giraron unas imágenes ultravioletas, un poco borrosas por los defectos del cristal. Se podía traducir más o menos como, «No me olvidéis mañana».
    -De eso nada -susurró Ozzie en el interior de su pasamontañas.
    Tochee tiró de la lengüeta de un ladrillo calefactor. Ozzie esperó hasta que vio que el ladrillo comenzaba a resplandecer con un profundo color rojo cereza, después se despidió con la mano y salió de espaldas de las mantas de piel.
    Todavía quedaban unos veinte minutos hasta que el sol se hundiera bajo el horizonte. Ozzie se acercó a toda prisa al borde del cráter. El silencio era casi doloroso justo antes de que cayera la noche. Hasta los cánticos perpetuos de los silfen habían terminado allí fuera, bajo aquel cielo sombrío y gélido. Delante de él, la superficie de hielo granuloso que llenaba la cuenca del cráter era tan plana que la ilusión de que era un líquido era casi perfecta. Al acercarse, casi esperaba ver ondas en el hielo. Se arrodilló a su lado y lo tocó con el mitón. La superficie tenía la textura del aceite denso aunque cuanto más metía la mano, mayor era la resistencia que encontraba.
    -Ten cuidado de no caerte -dijo Sara. Ozzie se irguió y se sacudió los restos de granos del mitón.
    -Coño, siempre me haces sentirme como si estuviera haciendo algo mal.
    -No es la primera vez que se cae alguien. Y nosotros ya no arriesgamos la vida intentando encontrarlos. Nunca dejan ni un solo rastro, no es como si pudiera haber burbujas.
    -Ya, lógico. Esta cosa no es natural. Los granos de hielo como estos deberían juntarse.
    -Pues claro que sí. Pero los están revolviendo sin parar, así que se sueltan, como la harina en una batidora.
    -Y las ballenas de hielo son las que los revuelven.
    -Las ballenas y todo lo demás que haya ahí debajo. Después de todo, algo tendrán que comer.
    -Esperemos que solo sean algas heladas, o la flora que haya por el fondo.
    -No dirías eso si las hubieras visto.
    La mujer se volvió y empezó a subir la ligera pendiente.
    Ozzie echó a andar tras ella.
    -¿Por qué no?
    -Digamos que no actúan como herbívoros.
    -Lo sabes todo, ¿no?
    -No, Ozzie nada de eso. Entiendo muy pocas cosas de este sitio, y de todos los demás por los que he pasado. ¿Por qué los silfen no nos permiten tener electricidad?
    -La teoría es muy sencilla. Están experimentando la vida en un nivel puramente físico, para eso son todos esos cuerpos que vemos, para darles una plataforma a este nivel de la evolución de la conciencia personal. Y detesto decirlo, pero es un nivel bastante bajo, dada su capacidad. Si empiezas a introducir la electricidad, las máquinas y toda la parafernalia que va con ellas, empiezas a reducir la oportunidad de tener experiencias naturales puras.
    -Ya -dijo Sara con amargura-. Dios nos libre de que inventen la medicina.
    -Para ellos es irrelevante. Nosotros la necesitamos porque valoramos nuestra individualidad y continuidad. Su perspectiva es diferente. Ellos están realizando un viaje que tiene una conclusión muy definida. Al final de sus niveles terminan convirtiéndose en parte de su comunidad adulta.
    -¿Y cómo coño sabes tú todo eso?
    Ozzie se encogió de hombros, un gesto que se desperdició bajo el pesado abrigo de piel.
    -Me lo contaron en cierta ocasión.
    -¿Quién?
    -Un tipo que conocí en un bar.
    -Dios bendito, no sé quién es más raro, ellos o tú.
    -Ellos, sin duda.
    Llegaron a la cima del pequeño borde cuando el sol se desvanecía, dejando solo un fulgor llameante en el cielo.
    -Y tampoco deberías salir tan tarde -dijo Sara-. Aquí no hay faro que te guíe para volver.
    -No te preocupes por mí. Veo mejor en la oscuridad que la mayor parte de la gente.
    -¿Y también tienes pelo en lugar de piel? Ni siquiera los korrok-hi se quedan fuera por la noche en este mundo.
    -Claro, lo siento. No lo había pensado.
    -Vas a tener que hacerlo mucho mejor mañana, cuando sigas a los silfen.
    -Claro. Sabes, sigue sorprendiéndome un poco que no quisieras venir con nosotros.
    -Algún día me iré, Ozzie. Pero todavía no, eso es todo.
    -¿Pero por qué? Ya llevas aquí mucho tiempo. Y no te veo tragándote la idea de George, de que vivir aquí es una especie de penitencia que nos hace valorar más nuestras vidas. Y que yo sepa, aquí no tienes a nadie especial. ¿O sí? -Era algo que había ido reconcomiendo a Ozzie poco a poco a lo largo de los meses, a medida que las sugerencias que hacía sobre ese tema seguían sin atenderse.
    -No -dijo la mujer con lentitud-. Ahora mismo no hay nadie.
    -Eso es una pena, Sara. Todos necesitamos a alguien.
    -¿Y tú te ibas a presentar voluntario?
    El leve desdén de la voz femenina hizo detenerse a Ozzie. Después de un momento, Sara se detuvo, se volvió y lo miró.
    -¿Qué? -preguntó.
    -Bueno, maldita sea, no podría haber sido más franco -dijo Ozzie.
    -¿Franco sobre qué?
    -Sobre nosotros. Tú y yo. Meneando el colchón.
    -Pero tú tienes... Ah.
    -¿Tengo qué? -preguntó él con tono suspicaz.
    -Pensé... Todos pensamos: tú y Orión.
    -Orión y yo qué..., ¡ah mierda!
    -Quieres decir que no es tu...
    -No. Para nada. No.
    -Vaya.
    -Y no lo soy.
    -De acuerdo. Lo siento. Un pequeño malentendido.
    -No es que haya nada...
    -No, desde luego que no. Nada en absoluto. Yo he tenido un montón de amigos gais.
    -¿Ah, sí?
    -Es lo que siempre se dice.
    -Ya, claro.
    -Bueno, tema aclarado.
    -Así es.
    -Ah, pues genial.
    Subieron a toda prisa el resto de la escarpa y regresaron a las tiendas en silencio.
    Todo el mundo se había metido dentro ya y unos vapores espesos y negros de aceite se escapaban por los respiraderos cuidadosamente diseñados de la parte superior de las tiendas cuando empezaron a hacer la cena.
    -Ozzie -dijo Sara con tono cauto justo antes de que entraran en su tienda.
    -¿Dime?
    -Mañana, cuando los silfen cacen a las ballenas de hielo, no vayas a curiosear, de acuerdo. No importa lo emocionante, repugnante o fascinante que te parezca, no te acerques, no te metas en medio.
    -Tranquila, te haré caso.
    -Eso espero. Sé por qué estás aquí, no es la primera vez que lo veo. Crees que tienes una especie de misión y crees que eso te hace invulnerable. Coño, puede que sí, pero confía en mi palabra, mañana no es un buen momento para comprobarlo, ¿estamos? Entiendo esas absurdas ideas que tienes sobre los silfen y lo existenciales que son, pero no vas a ver nada más físico ni real que la cacería de mañana.
    -Tendré cuidado, te lo prometo. Tengo que preocuparme por el crío y el alienígena.
    Los despertaron con la primera luz trémula y magenta del amanecer. A pesar de estar metidos en la tienda con otras diez personas, Ozzie se había hundido en un sopor sin sueños en cuanto hubo subido la cremallera del saco de dormir. Fue la primera noche desde su llegada que no había tenido que soportar la omnipresente luz roja.
    Orión y él se comieron el desayuno envasado, protegiéndose de los comentarios crispados y resentidos de los otros, que tenían que tomar la comida habitual de la Ciudadela de Hielo, puré del fruto del árbol de cristal y lonchas fritas de ballena. Llenaron los termos con agua hervida y mezclaron el zumo en polvo con energía añadida en dos de ellos, y en los otros dos añadieron concentrado de sopa. Mientras el resto salía corriendo para ver a los silfen empezar la cacería, Ozzie y Orión prepararon las mochilas, esperando que fuera la última vez en ese mundo.
    Había nevado durante la noche, los jirones de los cirros se condensaban en diminutos copos duros que flotaban hasta el suelo y cubrían todas las superficies. Ozzie y Orión quitaron la nieve de la capa exterior de piel que habían colocado sobre el trineo de Tochee. Después lo arrastraron fuera, Ozzie temía un poco lo que se iban a encontrar. ¿Un cadáver rígido? Pero el ladrillo calefactor había funcionado. Tochee los saludó desde detrás del parabrisas de cristal, sin que al parecer lo hubiera inquietado la noche que había pasado solo.
    Los dos se quedaron junto al trineo, un poco apartados de todos los demás, que se arremolinaban alrededor de las tiendas. Era un buen sitio para ver la cacería que se desarrollaba en la tierra inferior. Ozzie también comprendió por qué los korrok-hi habían subido los trineos cubiertos a la escarpa la noche anterior. Allí arriba no corrían ningún peligro.
    La cacería iba a desarrollarse por las hondonadas y montecillos cubiertos de sotos que surgían del terreno repleto de cráteres. Los silfen montados se habían dividido en dos grupos. El primero se abría camino por la cadena de riscos que atravesaba el cráter, rumbo a la punta. Mientras que el segundo grupo rodeaba el borde trotando, alejándose de ellos. Los que iban a pie se dividían en grupos pequeños y se extendían por los sotos y los campos llenos de rocas.
    Ozzie lo observó todo con gran interés cuando se dio cuenta de que unos jinetes se iban separando del resto de los que se movían por la base de los peñascos y permanecían solos, haciendo guardia junto a la desigual orilla. Después de cuarenta minutos, el último jinete había alcanzado la cima y se había detenido. Enfrente de él, a kilómetro y medio de distancia, en el borde del cráter, el otro grupo se había ido separando en una formación equivalente a la del primero.
    Sonó un cuerno, su nota clara resonó por el aire gélido.
    -Tapaos los ojos -les advirtió Sara gritando.
    Ozzie y Orión intercambiaron una mirada. Nadie les había dicho nada de eso. Ozzie se puso delante del parabrisas del trineo de inmediato. Cuando volvió a mirar al cráter, enfocó al jinete más lejano que se encontraba al final de los peñascos. El silfen estaba encaramado a su montura, con el brazo hacia atrás en la postura clásica del lanzador. Ozzie apenas tuvo tiempo de ordenar la conexión de los filtros de sus implantes de retina. El silfen arrojó la lanza. Incluso con el zum a plena potencia, a Ozzie le costó ver la astilla plateada que desgarró el aire a una velocidad imposible. Cuando miró, vio que el silfen que estaba enfrente, en el borde del cráter, también había arrojado su lanza.
    -Qué...
    En la parte superior de los arcos que dibujaron, las lanzas se incendiaron y se estiraron para convertirse en relámpagos. Una luz blanca, incandescente, destelló por todo el cráter, haciendo destacar el austero perfil de los jinetes silfen que esperaban. La luz roja del sol se apagó por un momento bajo el silencioso estallido de esplendor.
    Las cintas gemelas de energía se hundieron en el lago de gránulos helados. Dos círculos de fosforescencia de color blanco azulado estallaron en el sitio en el que se habían desvanecido bajo la superficie y se extendieron hasta que cubrieron cientos de metros y luego fueron muriendo poco a poco.
    -¿Qué ha sido eso? -exclamó Orión.
    -No lo sé -respondió Ozzie con sinceridad. Le sorprendía un poco que la superficie de gránulos helados no hubiera salido disparada como si hubiera estallado una carga de profundidad, pero permaneció perfectamente en calma. Un estruendo plañidero surgió en el paisaje y reverberó por todos los peñascos y montículos.
    El segundo silfen montado de cada ala se levantó en la silla y arrojó su lanza. Una luz blanca volvió a abrasar el paisaje. Hasta que no se lanzó el cuarto juego de lanzas, Ozzie no vio movimiento en el cráter. Una ola baja, lisa, como una punta de flecha, se alzó entre los dos estanques de luz y la costa, y se deslizó durante casi cincuenta metros antes de volver a hundirse.
    Un coro de alegres cánticos se elevó entre los silfen que esperaban a las bestias que iban a encallar en la orilla y su cadencia se mezcló con el trueno del cuarto juego de lanzas.
    -Funciona -murmuró Ozzie en el interior de su pasamontañas.
    Se comenzaban a ver más olas provocadas por el desplazamiento de los animales, todas ellas se deslizaban hacia el borde a medida que las aterradoras lanzas de luz continuaban cayendo a sus espaldas, aguijoneándolas. Las dos más cercanas a la costa eran permanentes y se precipitaban hacia la orilla cada vez más rápido. Ozzie contuvo el aliento, impaciente por ver al fin una ballena de hielo.
    La primera salió de repente de entre los gránulos helados, a cien metros de la orilla, una enorme montaña desgreñada de pelo gris que se deslizaba por el aire con la facilidad y elegancia de un delfín jugando en el mar. Era como un oso polar del tamaño de un dinosaurio, pero con una fila de colmillos del tamaño de brazos que se curvaban con crueldad a cada lado del hocico. Las patas, de las que había toda una serie recorriéndole el bajo vientre, se parecían más a aletas cubiertas de pelo.
    -¡Es enorme! -chilló Orión.
    -Sí, tío, es muy grande.
    La ballena de hielo volvió a hundirse de golpe entre los gránulos helados, levantando con su peso grandes gotas de polvo seco. Las lanzas estallaron en explosiones de pura luz a su espalda y convirtieron la oleada de partículas en una masa hirviente de arco iris arremolinados. La cabeza de la criatura se agitó de un lado para otro ante aquella provocación deliberada, pero no cejó en su carrera hacia el borde. Cuatro olas más la seguían de cerca.
    Los silfen que iban a pie corrían hacia allí con las lanzas negras más pequeñas levantadas por encima de la cabeza. Se habían despojado de sus grandes y pesados abrigos para lanzarse hacia su presa, motas oscuras que brincaban con determinación sobre la tierra inhóspita. Sobre todos ellos, el cielo desventurado mudaba de color, el rojo se convertía en blanco y las sombras giraban sin parar con una disonancia vertiginosa a medida que la descarga de relámpagos emparejados iba quemando las pronunciadas curvas. Ozzie había visto los viejos videodocumentales de soldados tomando por asalto una playa en tiempos de guerra, y la carga de los silfen era casi idéntica. Una locura que quitaba el aliento y que lo hacía desear gritarles y animarlos.
    La primera ballena de hielo alcanzó el borde, pero siguió avanzando a la misma velocidad. Ozzie no podía creer que algo tan grande pudiera moverse tan rápido. Su cabeza seguía segando la superficie de un lado a otro y los colmillos chasqueaban con una furia desquiciada. Los silfen se desplegaron a su alrededor y le arrojaron varias lanzas. Estas no estallaron en una llamarada monocromática, sino que aguantaron con firmeza. No tuvieron mucho efecto cuando golpearon los flancos de la ballena de hielo, su pelo apelmazado era tan espeso que la mayor parte rebotaron con estrépito por el suelo. Las que consiguieron clavar las puntas en la carne que hubiera debajo no penetraron mucho. Solo se limitaron a enfurecer a la criatura todavía más. Su cuerpo corcoveó y se retorció, se contorsionó para permitir que las patas se revolvieran e intentaran llegar a las finas astas como un perro rascándose las pulgas. Los silfen que habían arrojado las lanzas empezaron a retirarse y varios de ellos estaban sacando los arcos, listos para disparar las flechas. Ozzie no había visto ni rastro de ojos entre el pelo de la ballena, pero la criatura parecía saber dónde estaban sus atormentadores. Se lanzó hacia delante y el morro gigante chasqueó. Tres colmillos atravesaron a un silfen. Unos chorros de sangre de color ébano brotaron de los agujeros asesinos. Después, el morro se volvió a abrir de golpe y desgarró el cuerpo entero. Las piernas rodaron por un lado mientras que el torso cayó al suelo. La ballena de hielo lo estampó contra el suelo y cargó contra otro silfen que se estaba cayendo cuando intentaba encajar una flecha.
    Orión chilló horrorizado.
    -No pasa nada -gritó Ozzie. Abrazó al muchacho y lo obligó a darle la espalda a la carnicería-. Te prometo que están bien. No mueren. ¿Lo entiendes? Los silfen no mueren. Tienen una vida en el más allá, un cielo de verdad.
    El muchacho temblaba con violencia entre sus brazos.
    -¡Se lo comió! -gemía-. ¡Se lo comió!
    -No, no se lo comió. No puede. Están demasiado calientes. Le quemaría la boca si lo intentara.
    -Pero está muerto.
    -¡No! Ya te lo he dicho. Los silfen se van a su propio Cielo. No estoy de coña, tío. Son así.
    Orión se aferró a él y apoyó la cabeza con fuerza en el pecho de Ozzie.
    -¿Van a venir esos monstruos a por nosotros? Por favor, Ozzie, no quiero morir. Yo no voy a ir al Cielo. Lo sé.
    -Eh. -Ozzie lo estrujó con gesto tranquilizador-. Pues claro que irías. Soy yo el que está destinado a pasar calor. ¿Por qué crees que sigo yendo a rejuvenecer? Lo único que me espera es el tío malo del tridente y la mala leche.
    No hubo respuesta, ni réplica aguda o sarcástica. Ozzie volvió a abrazar al muchacho y le echó un rápido vistazo a la cacería. Las últimas de las molestas lanzas de los jinetes se habían lanzado ya y habían dejado al sol rojo victorioso en la batalla por iluminar el cielo. Había cuatro ballenas de hielo en tierra y una era incluso más grande que la primera que había salido. Cada una de ellas estaba rodeada por silfen muy rápidos que se movían a pie; las lanzas y las flechas se arrojaban hacia el interior, motas negras que rielaban en el aire. La mayor parte seguía rebotando en el pelo lacio y duro aunque el número de las que se clavaban había aumentado. Ya había más de una docena de silfen muertos, desgarrados o aplastados, en el suelo inflexible. La sangre brotaba espesa de sus cuerpos destrozados, humeante y enfebrecida, haciendo hervir la nieve antes de que los charcos y arroyuelos empezaran a congelarse.
    -Venga -lo alentó Ozzie-. Vamos a entrar y darnos un respiro de este desastre. -Cualquier emoción residual que hubiera sentido ante la perspectiva de presenciar la cacería ya hacía tiempo que se había diluido bajo el remordimiento de haber llevado allí al chico. Casi tuvo que llevarlo en brazos hasta la tienda más cercana.
    -No subirán hasta aquí, ¿verdad? -le preguntó Orión con voz lastimera.
    -No. Te lo prometo.
    Sara los vio tambaleándose hacia la tienda y se acercó corriendo.
    -¿Estáis bien?
    -No, joder, no lo está -le gritó Ozzie-. Podrías habérmelo dicho.
    -Es una cacería. ¿Qué esperabas?
    La rabia de Ozzie se diluyó en un balbuceo. ¿Qué esperaba que fuera? ¿Otro TSI espectacular? Sara tiró de los cordones que sostenían las solapas de la capa exterior. Ozzie miró de reojo los terrenos de caza tras asegurarse de que su cuerpo tapaba la visión que pudiera tener Orión. El paisaje era cada vez más surrealista. El recuento de muertos entre los silfen se había elevado por encima de los veinte. Tres de los elfos habían conseguido subirse al lomo de una ballena de hielo, se habían aferrado al pelo y la montaban como si fuera el bronco más salvaje de la galaxia. Mientras Ozzie miraba, una de las patas de la ballena aplastó a uno de los silfen, que se precipitó por el aire antes de estrellarse contra una roca. Los dos supervivientes estaban intentando clavarle las lanzas en el collarín de pelo que tenía detrás del cuello, pero les estaba costando mucho.
    Una segunda ballena de hielo se abría paso con dificultad por un soto de árboles de cristal. Era como un buldócer imparable que reventaba los troncos y los convertía en peligrosas nubes de metralla brillante cuando los golpeaba con la cabeza. El sonido ya reverberaba por toda la escarpa, una ciudad de cristal atrapada en un terremoto. A los silfen les estaba costando esquivar los árboles y los fragmentos que giraban en el aire mientras corrían junto a la criatura, intentando encontrar el modo de dispararle.
    En cuanto a la tercera ballena de hielo... La frente de Ozzie se arrugó en un gesto pensativo. Cinco silfen muertos marcaban el camino que había seguido al salir del cráter. La batalla que había presentado era tremenda y en ese momento estaba debilitada y se movía más despacio. Jamás había sido tan vulnerable. Pero en lugar de aprovechar la ventaja, los elfos sedientos de sangre le estaban dando más margen que nunca. Tenía el lomo y los flancos perforados por más de una docena de flechas y lanzas, y mecía la cabeza de un lado a otro, como si estuviera mareada. La ballena de hielo se detuvo, agotada, era obvio que estaba sufriendo. Y cuando lo hizo, los silfen empezaron a formar dos amplias filas que creaban una avenida de regreso al cráter. Enarbolaban las lanzas a modo de saludo. La ballena de hielo se volvió con pereza y comenzó el largo y laborioso camino de vuelta al cráter y al refugio de los gránulos helados.
    -Venga, entrad -dijo Sara. Abrió la tienda y Ozzie empujó a Orión por la abertura antes de seguirlo a toda prisa. Sara entró con ellos. Orión se sentó aturdido en uno de los catres. Ozzie se quitó el pasamontañas y dejó que el pelo se le disparara. Después sacó un termo del gran bolsillo de su abrigo.
    -Quiero que bebas un poco de esto. Está caliente, te sentará bien.
    El muchacho intentó quitarse la capucha sin mucho entusiasmo. Sara lo ayudó. Después, Ozzie casi tuvo que obligarlo a tragar el zumo. Jamás había visto al chico tan disgustado. Las lágrimas inundaban sus ojos jóvenes y angustiados.
    -Mal asunto, ¿eh?
    Orión se limitó a asentir sin decir nada.
    -Esa a la que están dejando irse -dijo Ozzie-. ¿De qué va todo eso?
    -Las ballenas de hielo tienen un depósito de reserva de energía -dijo Sara-. Es más o menos como la adrenalina que inunda el torrente sanguíneo de un ser humano. Lo utilizan para moverse entre cráter y cráter o para luchar por su territorio. Y para atrapar su comida, que yo sepa. Pero les lleva mucho tiempo llenar esa reserva y la pueden llegar a quemar muy rápido. Y una vez que la han quemado, básicamente están jodidas. Los silfen no le ven la gracia a cazar algo que se queda ahí parado mientras ellos la llenan de flechas, así que se aseguran de que regresa al cráter.
    -Están locos -dijo Ozzie-. Todo esto es absurdo, joder.
    -Eres tú el que cree que solo viven a este nivel para experimentar, ¿recuerdas?
    -Sí. -Se dejó caer en el catre, junto a Orión-. Me acuerdo.
    Sara los estudió a los dos durante un momento.
    -Tengo que volver ahí fuera. Os avisaré cuando termine la cacería. Ya no tardarán mucho.
    -Gracias.
    Orión no dijo ni una palabra, se limitó a quedarse allí sentado con el termo entre las manos.
    -No volverá a ocurrir -terminó diciéndole Ozzie al chico-. Terminemos donde terminemos, no será lo mismo que esta cloaca de mierda olvidada de la mano de Dios.
    Se produjo una larga pausa y después Orión se puso a moverse de repente. Arañó la parte frontal de su abrigo de piel y lo abrió, después se lanzó a por el cuello del jersey.
    -Los odio -chilló-. Los odio, Ozzie, no son lo que todo el mundo decía. No son mis amigos. ¿Cómo puedo ser amigo de alguien que hace eso? -Sacó el colgante y tiró con fuerza hasta que rompió la cadena-. No son mis amigos. -Después lanzó el resplandeciente colgante al otro lado de la tienda-. ¿Qué han hecho con mis padres?
    -Eh, tío, no les han hecho nada a tus padres. Eso te lo prometo.
    -¿Cómo? ¿Cómo puedes prometérmelo? No lo sabes.
    -No son malos. Ya sé que lo que está pasando ahí fuera no es muy bonito pero no hacen daño a la gente aposta. Tu madre y tu padre estarán recorriendo los senderos tan contentos. Recuerda lo que dijo Sara, por aquí no aparecieron. Si quieres mi opinión, este planeta es un callejón sin salida en lo que a los senderos se refiere. Los silfen no pasan mucho por aquí.
    Orión sacudió la cabeza y se encorvó.
    -Son crueles.
    -Estos lo son, sí. Todos los seres vivos parecen serlo en algún momento de su evolución. Hoy elegimos un mal momento para verlos, eso es todo.
    -Ah. -El chico sorbió por la nariz y tomó un trago del zumo-. ¿Crees que esta etapa es antes de que visiten Silvergalde o después?
    -Eh, buena pregunta. No lo sé. Tendría que pensarlo.
    -Creo que es antes. Hay que conocer lo que es horrible en el mundo para saber apreciar lo bueno.
    -Mierda. ¿Cuántos años tienes?
    -La verdad es que no lo sé, aquí no, no cuando los senderos juegan con el tiempo, como dijo Sara.
    -Bueno, pues eso ha sido muy profundo para un chaval de catorce años.
    -¡Tengo quince! Y es probable que ya sean dieciséis.
    -Está bien, profundo en un noventa por ciento. -Ozzie se acercó al colgante-. Si no te importa, me gustaría llevarme esto conmigo.
    Orión gruñó con toda la hosquedad del perfecto adolescente.
    -Me da igual.
    -Bien. Nunca se sabe, podría guiarnos hasta unos silfen más agradables. -El colgante seguía iluminado e intacto. Ozzie se lo metió en el bolsillo del pantalón, donde era menos probable que se le cayese-. ¿Ya estás bien? Deberíamos abrigarnos otra vez y salir ahí fuera.
    -Estoy bien, supongo.
    Cuando salieron de la tienda, Tochee había pegado un trocito de pergamino al parabrisas del trineo. Decía: ¿Qué ocurre?
    A Ozzie no le apetecía pasar por todo el proceso de escritura allí fuera. Hizo unos cuantos gestos con el brazo y terminó levantando los pulgares. Después le dio un codazo a Orión para que hiciera lo mismo. Tochee los saludó y quitó el pergamino.
    -Las han matado, mira -dijo Orión con desconsuelo.
    Bajo la escarpa, tres ballenas de hielo yacían muertas en el suelo rocoso, con el pelo pegajoso de sangre oscura que brotaba por las heridas abiertas. Más de treinta cuerpos silfen compartían su destino. Los supervivientes se habían reunido alrededor de las inmensas bestias que habían derribado. Ozzie enfocó la más cercana para verlos mejor. Dos de los silfen se estaban abriendo camino por el cuerpo de la ballena con unas hojas largas de cimitarra; ya habían quitado una amplia sección triangular de la piel exterior y habían comenzado a adentrarse en la cavidad del cuerpo. Un fluido viscoso y cintas bulbosas de asaduras se derramaban a sus pies. Los vio sacar un órgano que tenía la mitad del tamaño que un ser humano. Los silfen restantes se reunieron alrededor. Uno por uno fueron cortando una parte y con gran ceremonia empezaron a comer.
    Ozzie parpadeó y dejó de enfocarlos.
    -Pensaba que eran vegetarianos -dijo.
    -Pues pensaste mal -le dijo Sara. Ozzie se volvió para mirarla.
    -No sería la primera vez.
    -He venido a deciros que os preparéis -dijo la mujer. Con un gesto abarcó a los otros cinco humanos que tenían intención de seguir a los silfen. Todos estaban muy ocupados atándose los esquís-. Van a salir de inmediato.
    -¿No van a cazar más? -preguntó Ozzie.
    -No. -Sara hizo una pausa-. Sé que has odiado tu paso por aquí, pero me alegro de haber tenido la oportunidad de conocerte. Es raro que la gente esté a la altura de su reputación. De parte, al menos.
    -Gracias, creo.
    -La próxima vez que nos veamos, será diferente.
    Ozzie habría tenido muchas formas de responder a eso, pero casi todo el mundo los habría oído.
    -Esperemos.
    -Y tú -le dijo Sara a Orión-. Haz que este se porte bien.
    -Lo intentaré -dijo el chico tras la máscara.
    Ozzie se puso los esquís y después comprobó que Orión se había abrochado bien los suyos. Cuando el chico se sujetó a la cuerda que habían atado a la parte trasera del trineo de Tochee, Ozzie le hizo al alienígena la señal que habían convenido y se puso en marcha. La escarpa era lo bastante empinada como para darle una buena velocidad inicial. Todo lo que tenía que hacer era vigilar que no hubiera tocones y piedras que pudieran volcar el trineo. Tochee lo seguía con facilidad, utilizaba los cuatro palos con un toque ligero para guiar el trineo por las huellas de los esquís de Ozzie.
    Para cuando llegaron al fondo de la escarpa, los silfen ya se iban. Los jinetes habían regresado y los que iban a pie habían recogido los faroles. Volvieron a alzar sus voces en una alegre canción. Se pusieron en marcha casi directamente por donde habían llegado. Ozzie se volvió para mirar la escarpa. Una figura solitaria se perfilaba contra el cielo, observándolos, pero a tanta distancia no sabía quién era.
    Ozzie sabía que al principio sería fácil. El día anterior no habían hecho nada que requiriese demasiada energía, habían comido bien y habían disfrutado de casi siete horas de sueño ininterrumpido. Durante el primer par de horas tuvo que tener cuidado de no meterse en medio de los silfen. Se conformó con quedarse a unos cuarenta metros de los que iban corriendo. Los pies de los alienígenas comprimían la ligera rociada de nieve que había caído sobre el suelo duro, lo que les proporcionaba una superficie relativamente lisa para esquiar. Tochee tampoco tenía problemas para mantener el ritmo y se mantenía a unos cinco metros por detrás de él. Cada vez que se giraba, Orión estaba allí, con una mano levantada para saludar, para tranquilizarlo y decirle que todo iba bien. Los que los seguían mantenían una velocidad constante, dos de ellos permanecían a la altura de Ozzie y el trineo mientras que los tres esquiadores más hábiles mantenían el ritmo de los silfen, decididos a no soltar el billete que los sacaría de allí.
    A medida que la tarde avanzaba, Ozzie fue consciente de que la línea que seguían comenzaba a desviarse de la ruta que habían tomado para salir de la Ciudadela de Hielo. El sol le iba indicando la dirección, más o menos, y el macizo se iba quedando cada vez más a su izquierda. El paisaje había empezado a cambiar. Los cráteres y los riscos seguían siendo los rasgos principales, pero estaban más separados y permitían que los árboles de cristal se extendieran en grupos más amplios; los bosques se insinuaban alrededor de las laderas como la punta de una marea oscura y enojadiza. Era a la vez alentador y frustrante. Alentador, porque Ozzie creía que los bosques a la larga los llevarían al sendero que salía de aquel mundo amargo. Frustrante, por las dificultades que añadían al viaje. Los silfen apenas frenaban cuando se movían bajo los árboles, rodeaban los troncos y los arbolillos con saltos ágiles y sin apenas mover ni una sola rama. A Ozzie le costaba bastante más, incluso cuando seguía las huellas más amplias tenía que ir girando constantemente. Para hacer eso al ritmo que marcaban los alienígenas; hacía falta mucha concentración y un gran esfuerzo físico.
    Se obligó a frenar un poco cada veinte minutos para tomar un sorbo de zumo caliente, era muy consciente de lo peligrosa que podía ser la deshidratación en aquellas circunstancias. Y era sorprendente la distancia que perdían deteniéndose solo los quince segundos que les llevaba abrir un termo y tomar un par de sorbos. Distancia que después intentaban recuperar viajando más rápido.
    Después de cuatro horas estaba sudando, metido en toda aquella ropa que empezaba a rozarle la piel entera. Le dolían los brazos y oía los latidos del corazón, que le palpitaba con fuerza. Las piernas amenazaban con empezar con los calambres. Uno de los esquiadores que se había mantenido a su altura se había rezagado ya cien metros y seguía quedándose atrás mientras que de los tres que en un principio les habían seguido el ritmo a los silfen, dos habían terminado a la altura de Ozzie. El sendero que habían tomado los silfen los llevaba por toda una sucesión de montecillos, cuyas empinadas colinas hacían bastante duro el trayecto. A ambos lados, los árboles eran cada vez más altos. Tenían formas que Ozzie jamás había visto en ese mundo. Los más destacados tenían ramas que dibujaban espirales hacia el cielo, como si los hubieran podado con cuidado y sujetado al tronco principal. Mientras que la gran mayoría eran simples palos con esferas que parecían jaulas de gas apiñadas por toda su longitud, las de la base medían hasta un metro de anchura mientras que las de la punta apenas alcanzaban el tamaño de una bellota. Las partículas de hielo se habían acumulado en forma de mantos irregulares que cubrían los troncos, aunque no había carámbanos. Hacía demasiado frío para que las partículas congeladas tomaran esa forma.
    Acababan de alcanzar la cumbre de una pequeña colina cuando Orión vaciló al fin y resbaló con rumbo errático hasta que se detuvo al soltar la cuerda. Tochee clavó de inmediato los cuatro palos en el suelo y frenó. Los otros esquiadores pasaron como rayos cuando Ozzie se dio la vuelta.
    -¿Estás bien? -le gritó a Orión.
    El chico estaba casi doblado en dos. Incluso a través de las gruesas capas de ropa, Ozzie vio que estaba temblando.
    -Lo siento -sollozó el chico-. Lo siento mucho. Me duele todo. Tengo que descansar un momento.
    -Tómate el tiempo que quieras. -El reloj de la visión virtual de Ozzie le indicó que llevaban avanzando algo más de cinco horas. El sol solo tardaría cincuenta y un minutos en ponerse.
    Sacó un pergamino del bolsillo del abrigo y luchó por desenrollar la hoja rígida por el frío. Sujetó el carboncillo como pudo con el mitón y escribió: «Chico muy cansado. Pronto noche. Acampar en fondo de colina».
    Tochee se movió tras el parabrisas y bajó la cabeza para que Ozzie pudiera verle el segmento frontal del ojo. Las imágenes se flexionaron y retorcieron. En una traducción aproximada le dijeron: «También cansado. Acampar bueno».
    Cuando Ozzie miró el sendero, apenas pudo ver unos cuantos centelleos de luz de color topacio y jade entre los árboles, más abajo; los silfen continuaban avanzando sin parar. Hacía tiempo que se habían desvanecido sus cánticos. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el esquiador que se había quedado atrás no los había alcanzado todavía. Si el hombre tenía un poco de sentido común, intentaría regresar al día siguiente a los trineos cubiertos. Ozzie ni siquiera sabía cuál era de los cinco. Algunos tenían equipo moderno de acampada, quizá con eso sobreviviera a la noche. Recobró la confianza cuando recordó que ellos tenían una tienda aislante bastante buena, sobre todo con un ladrillo calefactor.
    Orión estaba echando un buen trago de los termos.
    -Eh, tío, ¿crees que puedes llegar al fondo? -preguntó Ozzie.
    -Sí. Lo siento mucho, Ozzie. Vosotros dos deberíais seguir adelante. Seguro que yo puedo volver a la Ciudadela de Hielo.
    -No seas estúpido. Además, ya casi es hora de parar, de todos modos. Quiero estar dentro de la tienda antes de que se ponga el sol. -Recogió la cuerda y se la pasó al chaval.
    La pista que bajaba al fondo de la colina no les exigió demasiado esfuerzo. Continuaron unos minutos más hasta que encontraron lo que podría llamarse un pequeño claro. Los grandes árboles cubiertos de nieve absorbían la luz roja del sol y volvían el suelo del bosque de un lúgubre color carmesí. Ozzie sacó la tienda de la parte de atrás del trineo de Tochee y se la dio a Orión para que la montara mientras él colocaba el rudimentario armazón de hueso y la cubierta de piel. Una vez más, encendió un par de velas delante del parabrisas del trineo. Vio que el alienígena quitaba la lengüeta de un ladrillo calefactor justo cuando él salía arrastrándose de las cubiertas.
    Orión había montado la tienda a unos metros de allí y ya estaba dentro. La luz amarilla y soñolienta de la lámpara de queroseno brillaba por la solapa abierta. Mientras se acercaba corriendo, lo golpeó de repente el impacto de la soledad que los rodeaba. Solos en un bosque ártico alienígena, sin luz ni calor natural, donde era muy posible que acecharan criaturas desconocidas. Era la eterna pesadilla infantil que nunca te abandonaba al llegar la edad adulta, ni siquiera después de trescientos cincuenta años.
    No era solo el frío lo que lo hacía estremecerse cuando se metió en la tienda y selló la puerta. Orión tiró de la lengüeta de un ladrillo calefactor con grandes alardes. Los dos se quitaron poco a poco los voluminosos abrigos de piel y los monos, después las capas exteriores de jerséis y pantalones. Ozzie se tironeó de la camisa de cuadros, fría y empapada de sudor y arrugó la nariz asqueado. En cuanto habían parado, había empezado a enfriarse de inmediato a pesar del abrigo de piel.
    -Se me había olvidado el frío que hace aquí fuera por la noche -gruñó.
    -Yo creía que a estas alturas ya habríamos salido de aquí -dijo Orión un poco avergonzado-. Hemos viajado mucho.
    Ozzie apretó el hombro del muchacho.
    -¿Te acuerdas de cómo avanzábamos cuando llegamos aquí? Hoy lo has hecho muy bien ahí fuera. Además, yo también estaba a punto de tirar la toalla.
    -Gracias, Ozzie. ¿Crees que los demás lo habrán conseguido?
    -No lo sé. La mayoría mantenía el ritmo de los silfen.
    -Espero que lo consiguieran.
    Ozzie abrió la bolsa que contenía parte de la comida envasada.
    -¿Qué te apetece cenar?
    
    A Ozzie en realidad no le apetecía nada despertarse cuando sonó la alarma del implante. Acurrucado entre los pliegues suaves y cálidos del saco de dormir, cada miembro le dolía de una forma terrible y en cuanto a los músculos del abdomen... Dentro de la tienda estaba oscuro como la boca de un lobo, así que cambió los implantes de retina a modo de infrarrojos y buscó la lámpara de queroseno. Se encendió con una llamarada que lo hizo parpadear y arrojó su inhóspito fulgor amarillo por el interior. La llama del aceite de ballena de hielo que usaban como combustible no tardó en arrojar una pequeña voluta de un humo negro y apestoso.
    -¿Qué pasa? -tosió Orión.
    -Nada. Es de día, hora de levantarse.
    -Te equivocas. Todavía es de noche. Acabo de dormirme.
    -Me temo que no, chaval. -Ozzie bajó la cremallera de la parte superior del saco de dormir. Su ropa interior térmica se había secado, al igual que la camisa de cuadros y los jerséis que había metido en el saco con él, muy aplastados, claro. Pero el ladrillo calefactor ya casi se había agotado así que el aire se había ido enfriando y había permitido que se formara condensación por todo el interior de la tienda. Intentó ponerse la camisa de cuadros con cuidado, pero cada vez que una mano chocaba con el lado de la tienda, le llovían unas gotitas. Orión se quejó un poco más mientras se ponía en movimiento y se fue vistiendo.
    Tiraron de las anillas de los paquetes de huevos revueltos y beicon, y durante unos momentos gloriosos el aroma a comida caliente derrotó al nauseabundo del aceite.
    Cuando ya casi estaban listos para volver a aventurarse en el exterior, Orión preguntó:
    -¿Crees que llegaremos hoy?
    -¿La verdad? No lo sé, tío. Eso espero. Pero si no, seguimos adelante, ya no puede quedar mucho. Ni siquiera los silfen pueden sobrevivir aquí durante tanto tiempo. -En su cabeza, los límites de los tres era una preocupación constante. Entre todos tenían otros ocho ladrillos calefactores, lo que les garantizaba que permanecerían a salvo otras tres noches. Ellos quizá pudieran sobrevivir en la tienda sin el ladrillo, pero sería una noche de perros y Tochee estaría acabado. Y cómo se las iban a arreglar para llevar la tienda, la comida y lo demás después de eso era discutible.
    Salieron del olor del aceite de ballena de hielo al frío paralizador del bosque oscuro. Había vuelto a nevar durante la noche y había depositado una fina capa sobre la capa de piel que protegía el trineo de Tochee. Una vez más, la angustia aguijoneó a Ozzie cuando la retiraron para ver si el gran alienígena había sobrevivido. Así era. El manipulador les hizo un gesto encantado desde detrás del cristal.
    La tienda, las cubiertas y las bolsas se guardaron en menos de media hora. Por suerte, la nevada no había sido lo bastante abundante como para cubrir por completo las huellas dejadas por los silfen. Justo antes de empezar, Ozzie levantó el pequeño colgante de la amistad. Su fulgor no era tan intenso como el día anterior, pero unas diminutas astillas de luz azul seguían arrastrándose por el interior. Lo tomó como una buena señal y se pusieron en marcha.
    Se levantó un viento que estuvo atravesando el bosque toda la mañana. Llevaba consigo pequeñas motas de nieve que obligaban a Ozzie a limpiarse las gafas cada pocos minutos. Siempre que paraba para beber tenía que ir a quitar los copos sólidos del cristal del trineo. No sabía muy bien si en realidad estaba nevando sobre las copas de los árboles o si solo eran torbellinos residuales que el viento se dedicaba a reorganizar. Siempre le había desconcertado que el suelo no estuviera cubierto por casi un metro de nieve y hielo. Pero entonces Sara le había dicho que una o dos veces al año soplaba una tempestad durante varios días y se llevaba toda la nieve suelta y las bolitas de hielo. Por alguna razón ni le molestó ni le sorprendió, todo aquel planeta era muy extraño; no decía nada, pero en realidad pensaba que quizá fuera tan artificial como Silvergalde.
    Esa mañana impuso un ritmo más lento a propósito. El día anterior habían hecho un esfuerzo determinado por seguirles el ritmo a los silfen, aferrándose a la leve posibilidad de que los sacaran de aquel planeta antes de la caída de la noche. Todavía había cierta urgencia en su viaje, pero mantener un ritmo constante y realista era más importante que la simple velocidad. Lo que había empezado a preocuparle era que los pequeños céfiros no dejaban de erradicar las huellas compactas. Aunque, casi como si quisieran compensarlos, daba la sensación de que los árboles se habían separado un poco para formar un rudimentario sendero a través del bosque.
    El almuerzo volvió a ser sopa, tomada a toda prisa al miserable abrigo de uno de los árboles de las esferas; con su disfraz de nieve, podría haber pasado por un árbol de Navidad hinchado. Como antes, hasta una pequeña parada hacía descender su temperatura corporal y la sopa caliente no parecía capaz de compensarla. Ozzie odiaba la sensación de frío que le cubría los dedos de los pies y no dejaba de preocuparse por la congelación. Cuando salieron de detrás del árbol, la nieve que caía era más densa y había eliminado casi todos los rastros que habían estado siguiendo. Y encima, la nieve estaba empezando a pegarse al pelo de sus abrigos. El trineo era como un pequeño montículo aterronado de nieve con patines.
    Ozzie sentía que las diminutas partículas se abrían camino alrededor del borde de su capucha. Las finas líneas de hielo habían comenzado a quemarle la piel de las mejillas. Después de unos minutos, los árboles empezaron a ralear. Si bien así era más fácil esquiar, también quedaban más desprotegidos ante el viento y los copos de nieve. Las huellas de los silfen no tardaron mucho en desvanecerse por completo. Se detuvo poco a poco y después tuvo que avanzar un poco más cuando el trineo de Tochee estuvo a punto de atropellarlo.
    Eso era lo que siempre había temido que pasara, que aquel clima los encerrara y perdieran el sendero. Hurgó con los mitones y sacó el colgante de la amistad. Un pequeño fulgor azulado seguía acechando bajo la superficie. Ozzie dio una vuelta completa. Pensó, quizá, que era una fracción más brillante en un punto concreto. Era una suposición bastante tenue para apostar tres vidas, pero no tenía nada más.
    Rodeó el trineo y encontró un trozo de cuerda fina. Se ató un extremo alrededor de la cintura y el otro a la parte frontal del trineo y después volvió a ponerse en marcha. Al menos el viento parecía haber amainado un poco. Pero, si acaso, la nevada era más densa. Se detenía de forma constante para comprobar el colgante mientras no dejaba de colarse un pensamiento traicionero en su cabeza, ¿para qué molestarse? Al menos, al llegar a ese mundo habían contado con el consuelo de la ignorancia, de creer que nada malo podía ocurrirle a un viajero que recorriera los senderos de los silfen. Pero ya sabía que su vida estaba en peligro y se la estaba confiando a una joya. ¿Había algo más tenue que eso?
    El reloj le dijo que llevaban cuarenta minutos viajando por campo abierto, aunque tenía la sensación de que llevaban casi toda la tarde, cuando llegó al lindero de otro bosque. En cuanto se encontraron en el interior y bajo las ramas protectoras, los torbellinos de copos helados amainaron de forma considerable. De todos modos, Ozzie mantuvo la cuerda atada al trineo.
    -Levantaremos el campamento dentro de un par de horas -les dijo a sus compañeros.
    En realidad le hubiera gustado continuar un poco más, pero, una vez más, aquel mundo había desbaratado sus planes. Estaba agotado tras dos días batallando por terreno hostil y sabía que Orión no iba a ser capaz de soportar mucho más. En cuanto a Tochee..., bueno, ¿quién sabía? Pero esa noche se tomarían un buen descanso, lo que al menos les permitiría continuar otro día completo. Después, ya no había más en qué pensar.
    Ozzie siguió adelante, moviendo los brazos pesados y las piernas doloridas con un ritmo lento. Tenía los pies entumecidos, el frío le impedía sentir nada por debajo de los tobillos, lo que le permitía a su imaginación reunir las peores imágenes de lo que se iba a encontrar cuando se quitara las botas esa noche. Al menos el bosque dibujaba una suave pendiente, había montículos y crestas, por supuesto, pero en general, hacían bastantes progresos. No sabía si podría enfrentarse a otra de aquellas penosas subidas. La nieve también era más profunda y cubría las habituales piedras y tocones. Varias veces se sacudió el abrigo para quitársela de encima.
    -¡Ozzie!
    Se dio la vuelta al oír el grito y vio que Orión agitaba los brazos con frenesí. ¿Y ahora qué? A pesar de que empezaba a tener los nervios de punta le hizo una señal a Tochee para que parara y dio la vuelta esquiando para acercarse al chico.
    Orión se quitó las gafas.
    -Están mojadas -exclamó.
    En lugar de gritarle al muchacho que volviera a ponerse las gafas, se inclinó sobre él para ver lo que había pasado.
    -La nieve -dijo Orión-. Se está fundiendo. Está lo bastante caliente como para derretirse.
    Así era, el hielo de las gafas se parecía más a aguanieve que a hielo. Ozzie se arrancó él también las gafas y levantó la cabeza. Un millón de motas oscuras caían del cielo, de un tono uniforme nacarado. Cuando aterrizaban sobre su piel expuesta, no le escocían ni quemaban como antes; estaban muy frías, sí, pero enseguida se convertían en aguanieve y le bajaban por la piel.
    Ozzie se impulsó hasta el árbol más cercano. Levantó un palo y lo estrelló contra el tronco. La nieve se soltó y cayó. Lo golpeó una y otra vez hasta que quedó expuesta la corteza. Una corteza de verdad, biológica. Era un árbol de madera, como Dios manda. Se echó a reír con algo más que un toque de histeria. Era una ironía absurda que tuviera tanto frío que ni siquiera podía distinguir que el entorno se había calentado y estaban a solo diez grados bajo cero.
    Orión se había ido revolviendo hasta darse la vuelta y miraba el trozo expuesto de corteza arrugada con cierto temor.
    -¡Lo conseguimos! -gritó Ozzie y lanzó los brazos sobre el chico-. ¡Lo conseguimos, joder! Hemos salido de ese puto mundo. Estamos fuera, fuera, fuera. Vuelvo a ser libre.
    -¿En serio? ¿Hemos escapado de verdad?
    -¡Ah, sí, maldita sea! Ya puedes apostar el culo que lo hemos conseguido. Tú y yo, chaval, lo hemos conseguido. Eh, oye, y Tochee, claro. Venga, vamos a contarle la buena noticia.
    -Pero Ozzie... -Orión levantó la mirada-. El cielo sigue siendo rojo.
    -Eh, sí. -Levantó la cabeza con los ojos entrecerrados, no quería dañar la imagen aunque era un rosa muy vivo, sobre todo para esa hora del día, es decir, la hora del día que decía su reloj digital. Si estaban en un mundo diferente... -. Pues no sé, hay más de una estrella roja en la galaxia.
    Sacó de un tirón el gastado pergamino mientras se deslizaba hasta la parte frontal del trineo y escribió: «Creo que lo hemos conseguido. ¿Puedes seguir un rato más?». «Lo que me quede de vida.», contestó Tochee.
    Cuando Ozzie levantó el colgante de la amistad, la chispa de luz ya casi se había desvanecido.
    -Por aquí, creo -dijo y se puso de nuevo en marcha, aunque tampoco era que le preocupara mucho la dirección. Físicamente hablando no se podía decir que las condiciones hubieran cambiado mucho, pero con solo saber que habían dejado atrás la horrible Ciudadela de Hielo, su cuerpo ya se permitía echar mano de una reserva de energía hasta entonces desconocida. Igual que una ballena de hielo, se dijo.
    Claro que una vez que sabía qué buscar, las señales eran obvias. La nieve espesa, diferentes tipos de árbol con ramas flacas perfiladas contra el cielo, el propio cielo, más iluminado. Con cada metro que cubrían, las cosas iban cambiando. No tardó mucho en ver briznas de hierba del color de la alheña surgiendo entre la nieve. Y luego vieron pequeños roedores escabulléndose entre los árboles. Las ramas se despojaban de montoncitos de nieve que caían alrededor de los tres con unos golpes húmedos constantes a medida que crecía el deshielo. Habían comenzado a bajar una ladera bastante escarpada y perdían altura a toda velocidad.
    El fin de los árboles fue brusco. Ozzie pasó disparado junto a los últimos y entró en un campo nevado interrumpido por cantos rodados y trozos cada vez más grandes de hierba anaranjada. Se encontraban cruzando un inmenso valle creado por unas montañas del tamaño de los Alpes. Un hermoso lago de agua transparente se alargaba a sus pies, extendiéndose a lo largo de treinta kilómetros a cada lado. Las orillas también estaban rodeadas de árboles cuyas ramas oscuras estaban empezando a florecer. El campo nevado moría por completo a algo menos de un kilómetro, con la hierba dividida por cientos de pequeños arroyos estacionales provocados por el deshielo que se iba retirando hacia las cumbres. A ambos lados, la línea de los árboles era casi constante y dibujaba un amplio límite entre las laderas inferiores de la montaña, cubiertas de hierba y sus niveles superiores, más rocosos.
    Cuando miró hacia atrás y contempló el bosque del que acababan de salir, Ozzie estuvo seguro de que solo se tardaría unos cinco minutos en atravesarlo esquiando, y sin embargo, ellos habían parado más de un cuarto de hora antes. Un sol brillante se alzaba por un extremo del valle y Ozzie por fin entendió el tono rosado del cielo. Habían salido de un atardecer sombrío y granate para entrar en un amanecer vibrante.
    Ozzie se fue quitando poco a poco la capucha y le sonrió a aquella luz cada vez más fuerte que comenzaba a calentarle la piel.