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    Hoshe había pensado que el torrente de datos se ralentizaría después del primer par de días, pero una semana después de su solicitud inicial comprendió que no iba a ser así. En lo que a las oscuras criaturas que vivían al margen de los límites de la sociedad se refería, había almacenada una gran cantidad de información acerca de los llamados grandes sindicatos del crimen. En Oaktier existían tres de esas grandes organizaciones reconocidas por la policía: la familia Johasie, una red al estilo de la mafia de toda la vida compuesta por matones emparentados entre sí, pero con cerebro y abogados suficientes como para no poder relacionar a los jefes con ninguna de las actividades de los efectivos que ejercían a pie de calle; Foral S. A., una empresa cuya junta parecía haber ampliado su campo de acción para abarcar delitos varios, tanto financieros como callejeros; y Área 37, la organización más inteligente y esquiva cuyo turbio imperio estaba reforzado por negocios legítimos y, al parecer, contactos políticos. Estos tenían su base en Ciudad Lago Oscuro y ya solo por eso a Hoshe le parecían los sospechosos más probables del asesinato de Shaheef y Cotal. Era una cuestión de simple geografía. Antes de desaparecer, los amantes no habían salido del Lago Oscuro en varias semanas. Si se habían tropezado sin querer con algo que exigía su eliminación, era Área 37 la que tenía los recursos y los contactos necesarios para lograrlo. Lo que le dejaba una tarea pendiente.
    ¿Con qué crimen podían tropezarse dos civiles inocentes que requiriera una respuesta de tal magnitud?
    Los expedientes oficiales referidos a los sindicatos del crimen organizado que Hoshe había sacado de la Oficina del Fiscal General contenían todas las investigaciones previas, además del alarmante número de casos judiciales que habían producido y que no se habían podido ganar. De estos, los informes enviados por operativos clandestinos e informadores eran los más útiles. La oficina del fiscal conocía a todos los jugadores, los importantes y los secundarios, y la mayor parte del tiempo tenía una idea general de lo que estaban tramando, el problema eterno era demostrarlo ante un tribunal.
    Con pruebas o sin ellas, los expedientes que cubrían hechos de cuarenta años atrás no eran muy útiles. No había grandes matanzas ni enfrentamientos violentos entre rivales, ni siquiera grandes atracos a mano armada. No era más que un goteo continuo de dinero que salía de los clubes, problemas de juego, narcóticos digitales y químicos, prostitución, timos bancarios y contratos urbanísticos dudosos.
    Tras los expedientes oficiales, Hoshe comenzó a entrar en el saber colectivo de los medios de comunicación sobre el Área 37. La mayor parte era chismorreos aunque algunos de los periodistas de investigación parecían saber de lo que hablaban. Pero una vez más, no se mencionaba ningún crimen grave de aquella época. Cuando buscó entre los informes habituales archivados por la policía ese año y los cinco siguientes, no halló ningún crimen notable que hubiera ocurrido o que hubiera requerido años de preparación.
    A media mañana, el detective había dejado de trabajar para contemplar el increíble atentado contra la nave estelar. A esas alturas la mitad de la Federación estaba haciendo lo mismo. Hasta la investigadora jefe se había recostado en la silla para mirar las imágenes que le mostraba la pantalla de su escritorio. Una vez que el Segunda Oportunidad estuvo a salvo en el espacio, el peso de los datos que lo esperaban lo había vuelto a arrastrar poco a poco a su tarea aunque todos sus colegas del cuartel general de la policía metropolitana no dejaban de pasar por allí para preguntarle si lo había visto y qué le parecía. Parecían más interesados en conocer la opinión de Paula, aunque la detective no dio ninguna. A media tarde estaba inmerso de nuevo en los horrendos detalles del mundo del hampa. La entrada constante de información en los monitores de su visión virtual y el hecho de tener que leer las pantallas de su escritorio le estaba provocando un dolor de cabeza. Cuando echó mano de su taza de café, se encontró con que solo quedaban los restos fríos de la última cafetera.
    -Voy a buscar más -murmuró.
    Paula ni siquiera levantó la cabeza de su pantalla cuando el detective se dirigió a la puerta. Les habían dado un despacho en el quinto piso, una habitación bastante agradable con una ventana grande y un mobiliario que no era demasiado antiguo. Las matrices de los escritorios eran todas de primera línea, con pantallas y portales haciendo juego. La cafetera, sin embargo, estaba en el pasillo.
    -Espere -dijo Paula cuando ya casi había salido por la puerta-. Acaba de entrar una llamada por la línea segura.
    Era Qatux. Lo pusieron en el gran portal que habían montado en la pared y Hoshe se sentó justo cuando apareció la imagen del gran alienígena. Hoshe frunció el ceño, preocupado, al ver el aspecto del raiel, Qatux apenas podía levantar la cabeza para mirar a la cámara. Los estremecimientos le recorrían el cuerpo y los tentáculos, como si tosiera sin ruido.
    -He vivido su vida -susurró Qatux-. Cómo sobrevivís los humanos a tanta experiencia es algo que nunca entenderé. Hacer tanto y reaccionar a todo del modo que lo hacéis es tanto una maldición como una bendición. Jamás os tomáis un momento para digerir y apreciar lo que os ocurre.
    -Es lo que somos -le dijo Paula-. ¿Y tú cómo estás? ¿Te han causado algún problema esos recuerdos?
    -Fue difícil. No esperaba que lo fuera tanto. Veo el ahora y veo el entonces. Soy Tara más de lo que he sido cualquier otro ser humano y eso me asusta tanto como lo disfruto. Jamás había sentido miedo hasta ahora.
    -Los recuerdos se desvanecerán porque esa es su naturaleza. Sabrás quién eres.
    -Se desvanecen para vosotros. Conmigo, no estoy tan seguro. Hay tantas cosas en las que deseo concentrarme y recordar. No la dejaré irse tan fácilmente.
    Paula se inclinó hacia delante.
    -¿Así que puedes tener acceso a toda su vida?
    -Sí. Sí, la conozco muy bien. Tantos colores, tantos sonidos; y sentimientos, qué sentimientos ha experimentado. Tara lloró un día al ver el amanecer, así de hermoso era, en el desierto, donde la luz jugaba sobre las rocas y el cielo, y cada segundo traía un nuevo matiz a aquel suelo arenoso y arrugado. Aún ahora siento sus lágrimas, pequeños y delicados trazos que recorren mi piel y desdibujan la imagen.
    -¿Has buscado lo que te he pedido? ¿Tenía algún enemigo, alguien que la odiara?
    La cabeza del raiel se meció con lentitud de un lado a otro en una luctuosa negativa, sus tentáculos siguieron el movimiento de forma discordante.
    -No. Para ti, creo, sería una persona anodina e insípida, su vida no es tan rápida e intensa como la tuya. Pero Tara es una persona muy dulce, adora la vida, y odia el dolor y el sufrimiento que soportan otras personas. Lo peor que le inspiró alguien fue irritación y decepción. Su delito más grave fue el egoísmo, engañó a varias de sus parejas, era incapaz de resistirse al placer y la emoción que le proporcionaban esas aventuras. Eso no la convierte en una mala persona.
    -¿Hasta qué punto reaccionaron mal esas parejas engañadas?
    -Algunos lloraron. Algunos se encolerizaron. A otros no les importó. Hizo las paces con todos ellos. Nadie que conociera quiso matarla jamás. De eso estoy seguro.
    -¡Maldita sea! -Paula apretó los labios en una mueca de enfado-. ¿No hay nadie?
    -No. No es ninguna santa, pero de ahí a incitar el odio suficiente como para que la asesinaran... No lo veo, no a través de sus ojos.
    -Gracias, Qatux. Siento que haya sido tan duro para ti. Te agradezco lo que has hecho.
    -No hay de qué. Me encantan los humanos, todos los humanos. A menudo pienso que quizá haya nacido en la especie equivocada.
    -Estás bien como estás.
    -¿Me traerás más memorias, Paula? Adquiero muchas por medio de contactos que tengo en vuestra unisfera, pero ninguna de depósitos de seguridad, ninguna tan completa como las que me traes tú, ninguna tiene una existencia humana tan rica, la sinceridad que yo atesoro.
    -Veremos. Quizá te vuelva a visitar.
    -Gracias. ¿Y algún día quizá me traigas tu propia memoria? Estoy seguro de que debes de ser el ser humano más grande que conozco.
    -Eso es muy halagador, Qatux. Lo tendré en cuenta. -La detective esperó hasta que la imagen se desvaneció antes de arrugar la nariz al mirar la pantalla gris.
    -Así que no ha sido un crimen pasional -dijo Hoshe. Paula siguió con los ojos clavados en la pantalla vacía.
    -No lo parece.
    -¿Hasta qué punto es fiable Qatux?
    -Muy fiable. Si él no consiguió ver a nadie, usted y yo podemos tener la seguridad de que no encontraríamos nada aunque revisásemos la grabación. Visto desde ese ángulo, la única posibilidad es que Shaheef molestase a alguien extremadamente peligroso, un psicótico capaz de ocultar su verdadera reacción emocional. Pero tengo que admitir que es una posibilidad muy remota.
    -¿Y un asesino en serie? Oaktier no tiene ninguno en los archivos, pero podría haber alguno que reparte sus víctimas por toda la Federación.
    -Una vez más, es posible. Si es así, no está trabajando con ninguna pauta reconocible. Es lo primero que suele buscar mi Junta Directiva cuando se producen asesinatos sin motivo aparente. La matriz de París no encontró ninguna relación con ninguno de los asesinos en serie que tenemos en nuestros archivos. -Sonrió sin rastro de humor y levantó la cabeza para mirarlo-. Bueno, ¿y cómo nos va con la teoría del sindicato del crimen?
    -No muy bien. No encuentro ningún delito importante en esa época, ni confirmado ni rumoreado. Supongo que se encontraron con un ajuste de cuentas y el resto es una tapadera.
    -Sí, eso encaja. Pero eso nos deja sin pruebas.
    -Sigue habiendo toda una serie de archivos que no he revisado todavía.
    -Lleva una semana analizando con programas todos los expedientes principales; si hubiera algo útil o relevante para nosotros, a estas alturas ya debería haberlo encontrado. Estoy segura de que sabe que no me gusta rendirme en un caso con tantas circunstancias sospechosas, pero lo cierto es que nos estamos quedando sin vías plausibles de estudio. -Se quitó el prendedor que le sujetaba el cabello negro y se lo atusó otra vez antes de volver a colocárselo-. Tendré que pensarlo un poco.
    Era la primera vez que el detective había oído a la investigadora jefe especular sobre la derrota, y era sobrecogedor.
    -Bueno, ¿cuántos motivos puede haber? Tiene que ser un asesinato aleatorio. Sabemos que no fue algo personal, ni corporativo ni político, ni siquiera financiero, usted misma dijo que ha salido ganando. No es algo que vayamos a encontrar porque no existe en ningún expediente ni en ninguna memoria. -Hoshe se interrumpió. Paula lo estaba mirando con mucha atención. Una sonrisa empezó a extenderse poco a poco por el rostro femenino. Hoshe hubiera deseado que no se la dedicara a él. Era una mueca animal, depredadora.
    -Maldita sea -murmuró la detective, admirada-. Qué listo, ¿no? Claro que es un hombre muy inteligente, verdad, eso ya lo habíamos visto. Inteligente y decidido.
    -¿Quién?
    La sonrisa de Paula se convirtió en una burla.
    -Jamás en mi vida me había encontrado con un motivo así. ¡Maldita sea!
    -¿Qué? ¿Ya sabe quién es?
    -¿Y usted no, detective?
    -¡Oh, vamos! ¿Quién?
    -Todo se reduce al momento. No la mató para ahorrarse dinero, ese sería el clásico guión, el más clásico de todos. Lo habríamos sabido de inmediato. Lo hizo para poder hacer dinero para los dos. Ella se beneficia de su propio asesinato tanto como él.
    -¿Quién?
    -Morton.
    -¡No puede haber sido él! -exclamó Hoshe-. Fue él el que nos alertó.
    -Eso no significa nada. Lo planeó todo de una forma meticulosa. No iba a guardar el recuerdo. La memoria es una prueba y él se la habrá borrado de inmediato.
    -Hijo de puta. ¿Está segura?
    -Ahora sí. -La detective cerró los ojos mientras revisaba a toda prisa el guión-. Todo encaja. Poder mirar las cosas con retrospectiva es una herramienta maravillosa.
    -¿Y qué hacemos ahora?
    -Necesitamos pruebas. Las habrá de dos tipos: físicas y financieras. Yo me encargaré de los archivos de la empresa.
    -Muy bien. ¿Cuáles son las pruebas físicas?
    -Quiero que encuentre los cuerpos.
    
    Había sido un mal día en la oficina. Al llegar aquella mañana, Morton esperaba que el contrato preliminar para el suministro de estructuras de agua y carreteras del distrito central para la nueva capital de Puimro ya estuviera listo para plasmar el certificado de firma. Él había insistido en que Gansu ofreciera un precio considerablemente bajo, unas pérdidas que en esa fase no tenían importancia; esa era la clave, dejarlos listos para toda una serie de contratos de seguimiento en ese precioso y prometedor mundo nuevo. Con ese primer punto de apoyo, Gansu podía irse labrando el mercado local a lo largo de las dos décadas siguientes, hasta que la oficina de allí fuera tan grande como la compañía madre de Oaktier. Su verdadera conversión en un gigante intersolar habría comenzado.
    Pero los abogados de la compañía urbanística de Puimro eran suspicaces, creían que la obra que iba a realizar Gansu a tan bajo coste se lograría recortando en materiales y construcción. Querían que se incluyesen garantías escritas así como proscripciones contra los «beneficios excesivos». Todo muy razonable, ¿pero por qué demonios no habían mencionado todo eso dos meses atrás, durante la ronda preliminar de negociaciones? Morton se había encontrado maldiciendo a sus propios contables y abogados corporativos a medida que la maraña burocrática iba creciendo a lo largo del día. Y la situación tampoco estaba resuelta a última hora, cuando dejó la oficina y se largó a zancadas hasta su coche, de muy mal humor. Un equipo de abogados de Gansu se había quedado junto con varios expertos en contratos, todos apiñados en una sala de reuniones y listos para trabajar la noche entera para intentar resolver los temas y preguntas planteadas por sus homólogos de Puimro. Se programaron nuevas reuniones para la semana siguiente. El certificado de firma ya no se plasmaría hasta por lo menos diez días más tarde.
    Putos funcionarios, siempre interponiéndose en el camino del progreso.
    El mayordomo lo saludó cuando se abrió la puerta del ascensor en el vestíbulo, después se peleó un momento con la americana que le lanzaron. Morton entró en el salón y entrecerró los ojos para defenderse de la hermosa luz vespertina que se filtraba por la terraza y la piscina. Vio a Mellanie sentada en una de las hamacas, con la cabeza en las manos y los hombros hundidos.
    Oh, Dios, encima esto no, ahora no. La miraba con el ceño fruncido cuando la joven levantó la cabeza. Mellanie le lanzó una sonrisa vacilante y corrió al salón.
    -Señor. -El mayordomo le había traído la ginebra con gas.
    -Gracias. -Cogió el vaso de la bandeja de plata. Mellanie, según vio cuando la muchacha abandonó el suntuoso resplandor del sol, había estado llorando-. ¿Qué pasa? -Era una pregunta casi retórica, no le interesaba.
    Su novia se apretó contra él y apoyó la cabeza en su pecho.
    -Esta mañana he ido al entrenamiento -dijo con la voz ahogada-. El entrenador me dijo que no me había estado esforzando lo suficiente, que mis marcas eran demasiado bajas. Dijo que ya no demostraba el nivel adecuado de compromiso.
    -Vaya. -A Morton le apetecía decir, ¿Y eso es todo? En esos tiempos, los únicos deportes que interesaban eran los deportes de equipo. Los especialistas en genética de la Federación eran capaces de construir superatletas, así que la competición individual prácticamente carecía de sentido, se había convertido en una simple pugna entre laboratorios y clínicas. Pero el trabajo en equipo, eso era diferente, ese era el templo del último rasgo natural: la habilidad. En deportes como el fútbol, el béisbol, el jóckey y el críquet, el talento combinado del equipo era una sinergia tras la que los aficionados podían lanzarse con una devoción absoluta. Aunque Morton siempre había pensado que el salto de trampolín estaba en el extremo, bastante desesperado por cierto, del espectro de interés de los especialistas, y que su importancia estaba inflada de forma artificial por las empresas de artículos deportivos y los canales mediáticos para fomentar las ventas y las campañas de promoción. Así que lo que dijo en realidad fue-: Es un gilipollas. No te preocupes por eso.
    La muchacha se echó a llorar.
    -Me han retirado.
    -¿Qué?
    -Me han retirado del equipo. Ha sido horrible, Morty, lo dijo delante de todo el mundo. Ya ha traído a otras dos chicas nuevas.
    -Oh, ya veo. -Le dio unas palmaditas con aire ausente y luego tomó un sorbo de ginebra-. No importa, ya te saldrá otra cosa, siempre sale.
    Mellanie se apartó un poco para poder estudiar la cara de su novio, en el rostro de la joven había una expresión de perplejidad.
    -¿Qué? Morty, ¿es que no me has oído? Para mí se ha acabado.
    -Sí, ya te he oído. Pues concéntrate en otra cosa. De todos modos ya era hora. Además, has desperdiciado años enteros en ese absurdo equipo de salto. Ahora podrás tener una vida de verdad.
    Los gruesos labios femeninos se separaron para formar una angustiada «O» al tiempo que daba un paso hacia atrás. Después entró corriendo en el dormitorio mientras sus sollozos llenaban el aire a su paso.
    Morton dejó escapar un suspiro de cansancio cuando la puerta se cerró con un sonoro portazo. Bueno, ¿y qué se esperaba? Es el problema de los jóvenes de verdad, no tienen perspectiva de la vida.
    -No, gracias por preguntar -le soltó a la puerta cerrada-, a mí tampoco me ha ido muy bien el día.
    Su mayordomo electrónico le dijo que había una llamada de la investigadora jefe Myo. Morton tomó un largo sorbo de su copa antes de contestar.
    -Pásala a la pantalla del salón -le dijo al mayordomo electrónico.
    Incluso magnificada hasta alcanzar el par de metros de alto, el rostro de Paula Myo era, en esencia, inmaculado. Cuando Morton se reclinó en uno de los sofás de cuero, se encontró admirándola una vez más. Alguien así sí que podría convertirse en una auténtica compañera; estarían en un plano de igualdad, cosa que no era nada habitual, más que competir, se complementarían. Pero ese extraño legado de la detective...
    -Qué inesperado, investigadora jefe, ¿qué puedo hacer por usted?
    -Necesito acceso a unos documentos financieros, las viejas cuentas de AquaState. Dado que usted es el presidente de la compañía madre, me pareció más sencillo pedírselos a usted en lugar de hacerlo por medio del tribunal.
    -¡Ah! -No era lo que Morton se esperaba-. ¿Le importa si le pregunto por qué? ¿Qué está buscando?
    -No puedo comentar un caso que se está investigando. Estoy segura de que lo entiende.
    -Sí. Estoy muy familiarizado con los procedimientos gubernamentales, sobre todo hoy.
    -Algo que hay que lamentar, al parecer.
    Morton esbozó su irresistible sonrisa.
    -Secreto comercial. No puedo hablarle de ello.
    -¿Pero puede usted entregarme los archivos?
    -Sí, por supuesto. ¿Estaría en lo cierto si supongo que están avanzando, entonces?
    -Digamos que va por el buen camino con esa valoración.
    -Me alegro de oírlo. -Le dijo a su mayordomo electrónico que le enviara a la detective los archivos relevantes-. ¿Me permite preguntarle si en estos momentos está viendo usted a alguien, Paula?
    -No creo que eso tenga ninguna relación con mis pesquisas.
    -No la tiene, pero era una pregunta sincera.
    -¿Por qué quiere saberlo?
    -Estoy seguro de que lo ha oído muchas veces. Pero quiero ser sincero con usted desde el principio; si no tiene usted ninguna relación, para mí sería un placer llevarla a cenar alguna noche, en cuanto sea posible.
    La pantalla mostró la cabeza de la policía inclinándose ligeramente hacia un lado, un movimiento que imitó una curiosidad muy parecida a la de un ave.
    -Eso es muy halagador, Morton, pero ahora mismo no me es posible aceptar. Espero que no se ofenda.
    -Desde luego que no. Después de todo, no ha dicho que nunca lo hará. Creo que se lo volveré a pedir una vez que termine este caso.
    -Como desee.
    -Gracias, investigadora jefe. Y espero que los archivos le resulten útiles.
    -Lo serán.
    La llamada terminó.
    Morton se arrellanó en el sillón sin dejar de mirar la pantalla vacía donde todavía podía ver el rostro elegante y sereno de la detective. Por alguna razón, el día ya no le pareció tan perdido, después de todo.
    
    Ocho días después de entrar en el bosque, Ozzie tuvo que revolver en su mochila para sacar ropas más cálidas. Ya hacía un par de días que habían dejado atrás el último árbol de hoja caduca. El sendero los llevaba entre gigantes alpinos altos y solemnes con troncos oscuros de corteza dura como una piedra. Sus hojas cerosas eran largas y delgadas, apenas más gruesas que las agujas de pino terrestres, con colores que iban desde el verde oscuro a un granate que era casi negro. Era una capa fina y dura de hierba lo que crecía bajo ellos y que estaba incompleta alrededor de los troncos, donde habían caído las hojas ácidas. El aire frío del lugar indicaba que les llevaba mucho tiempo pudrirse y convertirse en la generosa marga que se encontraba en otros lugares del bosque, y el aire estaba cargado de su perfume cítrico.
    El sol parecía haber abandonado a Ozzie y Orión, los trozos de cielo que conseguían vislumbrar eran de un color gris uniforme y las nubes bajas se apiñaban en un velo que nada rompía. Densos bancos de niebla salpicaban el sendero y llegaban muy por encima de las copas de los árboles, necesitaron horas para atravesar algunos y cada uno parecía más grande y frío que el anterior.
    Tras tardar más de tres horas en atravesar uno de esos bancos sin que hubiera ni un solo respiro, Ozzie decidió que ya estaba bien. Le chorreaba la fina americana de cuero, cubierta de una humedad que estaba lo bastante fría como para convertirse en hielo, y ni siquiera había podido protegerle la camisa de cuadros. Desmontó, se quitó a toda prisa la camisa empapada y se puso una seca sin dejar de temblar mientras lo hacía. Antes de que la bruma tuviera tiempo de hundirse en el algodón limpio, sacó un forro polar de lana de color gris pizarra con una membrana exterior impermeable. Para gran diversión de Orión, después se puso unos zahones blandos de cuero que cubrieron los pantalones de pana. Una vez que pudo al fin alisarse la rebelde mata de pelo, lo metió todo en un gorro negro con una borla. Solo entonces, una vez vestido y de nuevo a lomos de su caballo, se puso los guantes de ante.
    Casi de inmediato empezó a tener demasiado calor, lo que, para variar, era un cambio agradable. Esa mañana se había despertado temblando cuando la escarcha del amanecer le había cubierto el saco de dormir. Ozzie era un veterano de muchas largas marchas a pie y a caballo y prefería la ropa semiorgánica moderna que podía calentar, enfriar y secar al usuario a voluntad. Unas prendas que estaban descartadas en cualquier mundo silfen, por supuesto, pero estaba satisfecho con el rendimiento de los viejos y sencillos tejidos.
    A Orión, que no había venido muy bien preparado para el mal tiempo, le prestó una sudadera suelta que el jovencito se puso bajo su fino chubasquero impermeable y un par de pantalones de hule de sobra que eran perfectos para ponérselos encima de los vaqueros que le cubrían las flacas piernas.
    Los dos azuzaron a los animales. Ozzie ya no tenía ni idea de dónde estaban. Las nubes ocultaban el sol y las estrellas, así que ya no tenía forma de comprobar la dirección que seguían. Habían tomado tantas bifurcaciones, habían dibujado tantas curvas a lo largo de medias jornadas que había perdido por completo la noción del espacio que habían recorrido. Que él supiera, Lyddington podía muy bien estar a solo tres kilómetros de allí, aunque no le parecía que lo estuviera, no con aquel tiempo y aquellos árboles altos y hoscos.
    -¿Alguna vez te has adentrado tanto? -preguntó Ozzie.
    -No.
    Orión ya no hablaba tanto. Aquello no era el bosque amplio y veraniego al que él estaba acostumbrado, y la oscuridad y el frío estaban acabando con su buen humor. Habían pasado tres días desde la última vez que habían visto a algún silfen, un grupo que se alejaba de ellos por un sendero que se bifurcaba. Antes de eso, casi cada día se habían encontrado con un grupo de aquellos alienígenas iluminados. Siempre se habían detenido a saludarlos, pero Ozzie no había conseguido sacarles algo con sentido ni una sola vez. Estaba empezando a molestarle que la IS tuviera tanta razón, había un cisma profundo entre los tipos neuronales de las dos especies que impedía cualquier tipo de comunicación auténtica y coherente. Su admiración por los expertos culturales de la Federación iba creciendo en la misma medida. Él no disponía de nada parecido a la paciencia que poseían aquellos hombres y mujeres para ponerse a descifrar laboriosamente el idioma silfen.
    Era imposible discernir el crepúsculo. Las sombras se limitaban a fundirse con la noche. Ozzie había estado confiando en su antiguo reloj de cuerda Seiko para que lo fuera advirtiendo, cosa que hasta ese momento había hecho con toda fidelidad. Pero esa noche, o bien la oscuridad había caído pronto o la capa de nubes invisible que cubría el cielo había encontrado el modo de hacerse opaca.
    Cuando Ozzie impuso la siguiente parada, tuvieron que encender las dos lámparas de queroseno que Orión había tenido la precaución de llevar consigo. Sisearon y chisporrotearon mientras arrojaban un fulgor amarillo y parpadeante. Los árboles más cercanos se cernían grandes y opresivos sobre los dos humanos mientras que los que quedaban al borde del resplandor parecían arracimarse en una densa valla que los cercaba.
    -Esta noche levantamos la tienda -anunció Ozzie con tanta alegría como pudo. Daba la sensación de que Orión estaba a punto de estallar en lágrimas-. Tú mira a ver qué comida hay. Yo voy a cortar un poco de madera para hacer una hoguera.
    Dejó al chico buscando con aire letárgico entre las alforjas, sacó el machete de hoja de diamante y empezó a trabajar en el árbol más cercano. La hoja armónica que llevaba en la mochila habría atravesado la dura madera en cuestión de segundos. La hoja de diamante tenía un filo de un par de átomos de ancho, pero aun así le llevó sus buenos cuarenta minutos de duro trabajo rebanar las ramas más bajas del árbol y cortarlas en troncos que pudiera usar.
    Orión se quedó mirando con gesto sombrío el montón de madera cubierta de agua.
    -¿Y cómo vamos a encenderla? -preguntó con desconsuelo-. Está demasiado mojada para tu encendedor.
    No había nada seco. La bruma se había espesado y se había convertido casi en una llovizna, el agua caía de continuo de las hojas y las ramas.
    Ozzie estaba muy ocupado partiendo uno de los troncos a lo largo y convirtiéndolo en astillas muy finas.
    -Bueno, supongo que nunca has estado en los Boy Scouts, ¿no?
    -¿Y eso qué es?
    -Un grupo de jóvenes entusiastas de las acampadas. Les enseñan a frotar trozos de madera hasta que empiezan a soltar chispas. Así se puede prender un fuego estés donde estés.
    -¡Qué estupidez! Yo no pienso ponerme a frotar troncos.
    -Tienes mucha razón. -Ozzie ocultó su sonrisa cuando abrió un tarro de gel inflamable y aplicó con cuidado una fina capa de aquella gelatina azul a cada una de las astillas. Las metió entre los troncos y después sacó el encendedor de gasolina, que era incluso más antiguo que el reloj-. ¿Listo? -Prendió el encendedor y con el brazo extendido lo empujó hacia las astillas. El gel se incendió con un ruido seco y fuerte y se alzó una llamarada alrededor de los troncos que envolvió toda la pila. Ozzie apenas tuvo tiempo de apartar el brazo a tiempo-. Y yo que creía que habían prohibido el napalm -murmuró.
    Orión se echó a reír, aliviado, y aplaudió con las manos enguantadas. Las llamas ardieron con ganas y se derramaron por los troncos restantes. En un par de minutos, todo el montón chisporroteaba y resplandecía con entusiasmo.
    -Mantenlo bien provisto -dijo Ozzie-. Los troncos nuevos tendrán que secarse antes de arder.
    Mientras el muchacho echaba con entusiasmo otro tronco al fuego cada pocos minutos, Ozzie levantó la tienda unos metros más allá. Los puntales eran unos simples postes que sostenían un doble forro aislante que se extendía de forma automática y se inflaba en cuanto él tiraba de la válvula para abrirla. Sobre eso iba el cortavientos, una tela resistente e impermeable con largos pernos en el borde que Ozzie clavó en el suelo. No es que el viento pudiera penetrar hasta el suelo del bosque, pero aquel tiempo estaba empezando a darle muy mala espina.
    Por una vez, Ozzie había permitido que Orión escogiese la comida que quisiese de las alforjas. Aquel entorno estaba empezando a deprimir seriamente al muchacho y hacía falta animarlo un poco. Así que se pusieron cómodos al abrigo de las solapas delanteras de la tienda, que habían levantado para formar un pequeño porche; los bañaba el calor del fuego, que les secaba la ropa y comieron salchichas, hamburguesas, judías y queso caliente vertido sobre gruesas rebanadas de pan. Como colofón, Orión calentó una lata de bizcocho de naranja con melaza.
    Después de ocuparse de los animales, alimentaron bien el fuego y entraron en la tienda. Ozzie podía acurrucarse en su saco de dormir para seis estaciones. El saco de Orión no era tan bueno, pero tenía un par de mantas con el que envolverlo. El chico se quedó dormido quejándose de que hacía demasiado calor.
    Ozzie despertó con un fuerte dolor de cabeza y una nítida falta de aliento. Había mucha luz fuera, aunque no era el tipo de claridad que llevaba consigo la llegada del día. Orión estaba dormido a su lado, casi sin aliento. Ozzie miró al chico durante un momento, incapaz de pensar. Y entonces todo tuvo sentido.
    -¡Mierda!
    Salió a toda prisa del saco de dormir, los dedos eran incapaces de acertar con la cremallera. Después gateó hasta la salida. El cierre interno del forro se separó con facilidad, pero después vio que el cortavientos se abultaba hacia dentro. Tiró de la cremallera. Un torrente de fina nieve en polvo cayó en silencio, acumulándose contra sus rodillas. E incluso cuando aquel polvo dejó de moverse y lo dejó medio hundido en un amplio montículo, seguía sin haber señal alguna del cielo. Ozzie se abrió camino entre la nieve y empezó a cavar con frenesí. Después de un par de segundos, sus manos revolvían en el aire fresco y la luz blanca y brillante entró a raudales en el agujero. El aventurero aspiró una ansiosa bocanada de aquel aire gélido e intentó detener los latidos de su aterrado corazón.
    Orión se había incorporado tras él y parpadeaba.
    -¿Qué pasa?
    -Nada, estamos bien.
    -Me duele la cabeza. ¿Eso es nieve?
    -Sí.
    -¡Ah, uau! -El muchacho gateó hasta Ozzie y cogió un puñado con una sonrisa encantada-. Jamás la había visto. ¿Lo cubre todo como en los cuadros de Navidad de la Tierra?
    Ozzie, que estaba a punto de decirle que se pusiera las prendas impermeables, lo miró sin poder creérselo.
    -Te estás quedando conmigo, tío. ¿Jamás habías visto la nieve?
    -No. En Lyddington no nieva. Nunca.
    -Ya. Vale. Bueno, ponte los impermeables, vamos a salir a echar un vistazo.
    La nieve cubría más de treinta centímetros del suelo y había varios centímetros cubriendo cada rama y cada hoja. Justo alrededor de la base de los árboles era más fina y por supuesto se había acumulado sobre el cortavientos de la tienda y había cubierto por completo la cima. Ozzie la miró un poco avergonzado, si hubiera enterrado de verdad la tienda, el cortavientos no habría podido soportar el peso. De todos modos, le habían dado una buena lección, en aquel bosque alienígena no se podía dar nada por hecho.
    Llamó a Orión para que le ayudara a tranquilizar a los animales, que pateaban el suelo y temblaban bajo el frío. Al desaliñado poni no parecía importarle mucho la nieve y se acercó a Orión con el morro estirado en cuanto el muchacho le encontró un poco de avena. El lontrus se limitó a sacudir su desgreñado manto gris cuando Ozzie comenzó a comprobar su estado. Esas criaturas disponían de una extraña bioquímica que les permitía resistir temperaturas mucho más severas que aquella. Era Polly la que más había sufrido, ya que no tenía pelaje de invierno. El señor Stafford, de los establos de la calle Principal, había mantenido a la yegua con el pelo bien corto para el clima moderado de Silvergalde. Ozzie lo pensó un momento mientras acariciaba el cuello tembloroso del animal. Mierda, no hacía falta que nadie le dijera que ya no estaba en la zona cálida de Silvergalde. Y, sin embargo, la temperatura no habría caído tanto a menos que estuvieran a varios miles de kilómetros al norte de Lyddington. Habían avanzado mucho en los últimos nueve días, pero no tanto. La única explicación racional era que habían ganado mucha altitud, aunque no sabía muy bien dónde, no era una única montaña, pero en su visión virtual, el mapa no mostraba ninguna tierra alta de verdad a nueve días de distancia de Lyddington, y eso montando a toda velocidad, ni siquiera a veinte días, ya puestos.
    Dio una vuelta completa y después levantó la cabeza y miró aquel cielo vacío y anodino mientras una lenta sonrisa de satisfacción se le dibujaba en el rostro.
    -«Definitivamente, esto no es Kansas, Totó» -dijo en voz baja.
    Hicieron un desayuno frío, desenterraron y guardaron la tienda y continuaron adelante. La nieve flotó sin rumbo todo el día, un polvo lo bastante fino como para que la más ligera ráfaga de aire enviara un torbellino de copos que giraban a su alrededor. Convirtió el bosque en una exquisita y crujiente tierra invernal, pero una vez que echaron a andar no había indicación alguna de dónde estaba el sendero. La yegua, el poni y el lontrus continuaban adelante como si ellos sí supieran el camino, soportando el nuevo clima con estoicismo.
    De vez en cuando grandes cascadas de nieve caían del dosel de los árboles gigantes emitiendo un rugido manso y prolongado que sonaba alarmante en medio del silencio del bosque. Alrededor de media tarde empezó a caer una nevada más suave, grandes copos que iban goteando del cielo perdido. Bañó la luz ambiental de un tono gris y lúgubre y el aire se enfrió todavía más. Polly iba abriendo camino con dificultad a medida que se iba acumulando la nieve. Ozzie se tomó un respiro para ponerse las grandes prendas impermeables por encima de la ropa. Sin semiorgánicos a mano, empezó a acumular capas de ropa; era una estrategia que lo mantenía caliente y seco, aunque a costa de cierta inmovilidad. Envuelto en ropa como iba, le costó bastante volver a montar a Polly. A Orión le dio un par de sudaderas y otro par de pantalones para que se los pusiera debajo de las prendas de hule. Una vez que empezaron a moverse otra vez, Ozzie empezó a preocuparse por la caída de la noche. La nieve no mostraba señales de amainar y ellos iban a necesitar tiempo y luz para montar un campamento como Dios manda.
    Alrededor de una hora más tarde se encontraron con un grupo de arbustos cubiertos de nieve, parecían grandes dunas con unas cuantas ramas asomando por la cima.
    -Nos refugiaremos aquí para pasar la noche -dijo.
    Orión se limitó a mirar a su alrededor y encogerse de hombros. El muchacho apenas había hablado en todo el día.
    Ozzie se quitó una capa de sudaderas y trepó al árbol que había sobre los arbustos. Se puso a trabajar en las grandes ramas bajas con la sierra de diamante y rebanó cada una por las junturas. No le costó mucho que se partieran y cayeran sobre los arbustos. Derribó cuatro bastante grandes y dejó que aterrizaran una sobre otra para formar una barrera más o menos estable. Tendría que servir de corral improvisado. Para cuando se bajó con cuidado del árbol, la nieve ya se estaba posando encima.
    Orión se puso a atar mantas alrededor de la yegua y el poni mientras Ozzie plantaba la tienda en el escaso refugio que ofrecía un gran tronco. Ya casi había caído la noche cuando terminó. Miró el reloj, las cinco y cuarto. Lo que le daba un día de unas diez horas. La rotación de Silvergalde era de veinticinco horas y media.
    -¿Vas a encender un fuego? -preguntó Orión; le castañeteaban los dientes. Ozzie ayudó al muchacho a entrar en la tienda.
    -Esta noche no. Métete en el saco de dormir, así estarás caliente.
    Orión hizo lo que le decían sin quejarse. Tenía grandes círculos oscuros bajo los ojos y a la luz de la lámpara de queroseno daba la sensación de que le estaban desapareciendo las pecas de la blanca piel. Ozzie entró arrastrándose en su saco y se sintió mejor de inmediato. Sacó un ladrillo calefactor de la bolsa y arrancó la lengüeta. La unidad estaba alimentada por una simple reacción química y la superficie superior pronto empezó a brillar con un tono bermejo que arrojaba un calor considerable. Se turnaron para calentar las latas y después, Ozzie hirvió dos grandes termos de té para poder tener algo caliente esperándoles cuando despertaran.
    -Duerme un poco -le dijo al muchacho-. Va a amanecer muy pronto.
    Orión le lanzó una mirada preocupada.
    -¿La nieve va a volver a cubrir la tienda?
    -No. Estaremos bien. Y además, ya estaba aclarándose cuando entramos. Pero lo comprobaré cada par de horas, no te preocupes.
    -Jamás en mi vida he pasado tanto frío.
    -Pero ahora ya tienes más calor, ¿no?
    -Ajá. -El chico se subió el saco de dormir hasta la barbilla-. Supongo.
    -Muy bien. -Ozzie lo arropó con las mantas-. Es solo cuando dejamos de movernos cuando lo sientes más.
    El reloj de Ozzie indicaba las cuatro menos cinco cuando llegó el amanecer. Su mayordomo electrónico lo había despertado a intervalos regulares durante toda la noche para que pudiera comprobar la tienda. Tenía la sensación de haber dormido unos diez minutos en toda la noche. Orión tampoco parecía muy dispuesto a salir del saco de dormir.
    -Tenemos que movernos -le dijo Ozzie-. No podemos quedarnos aquí.
    -Ya lo sé.
    Había dejado de nevar en algún momento y el paisaje era blanco, brillante y uniforme. La nieve lo cubría todo, incluso se pegaba a los troncos verticales de los árboles de tal modo que cualquier rama u hoja oscura que sobresalía parecía extrañamente fuera de lugar. Ya había más de medio metro de nieve en el suelo. Ozzie se puso las gafas de sol más oscuras que encontró e intentó no demostrar lo mucho que eso lo inquietaba. Tanta nieve iba a ralentizar el avance de los animales.
    -El señor Stafford debería vender trineos -dijo Orión-. Seguro que le parece bien cuando se lo diga.
    Ozzie lanzó una carcajada estridente para celebrar el chiste del muchacho y le dio un rápido abrazo. Los dos estaban sorbiendo el té de los termos mientras se acercaban a los animales. El precario corral había funcionado hasta cierto punto, cubierto de nieve y completamente congelado les había proporcionado una protección bastante razonable contra los ventisqueros. Tras él, la yegua y el poni habían pisoteado la nieve que les rodeaba las patas y no dejaban de temblar. El lontrus se limitaba a permanecer allí, bufando y emitiendo nubes de vapor casi indistinguible. Si eso fuera posible, les lanzaba una mirada hosca bajo los mechones greñudos de pelo que le cubrían los ojos.
    Orión le lanzó a su entorno una mirada torva.
    -¿Por dónde?
    Ozzie frunció el ceño cuando la respuesta se le atragantó en la garganta. Intentó descubrir por dónde habían llegado la noche anterior, pero era sencillamente imposible, todos los grupos de árboles parecían idénticos.
    -Prueba tu regalo -le sugirió.
    El muchacho se manoseó las sudaderas y sacó el colgante. Una luz trémula, diminuta y azul resplandecía en el interior de la pequeña joya. El muchacho la fue girando poco a poco, sujetándola como si fuera una brújula. Cuando estaba señalando hacia la derecha de la tienda, su intensidad se incrementó de una forma notable.
    A Ozzie le pareció que los árboles formaban una especie de avenida por allí. O algo así.
    -Pues supongo que por ahí -dijo.
    -¿A que ahora te alegras de que viniera?
    -Mucho. -Ozzie rodeó el hombro del chico con un brazo-. Al parecer te debo una, ¿eh? ¿Y cómo crees que te lo vas a cobrar?
    -Yo solo quiero volver con mamá y papá.
    -Ya, sí, ¿pero aparte de eso? Es decir, después de servirme de guía y llevarme a un lugar seguro, yo diría que te mereces un par de megakilos. Y eso es un montón de pasta.
    -No sé.
    -Eh, venga, tío. A tu edad, yo ya lo sabía.
    -Vale -dijo Orión, de repente se había animado otra vez-. Eso es un montonazo de dinero, ¿no?
    -Desde luego. Como para comprarte tu propio planeta.
    -Bien, lo primero, me compraría un montón de rejuvenecimientos, para vivir tanto como tú.
    -Esa es buena, me mola.
    -Y luego me compraría montones de memorias inteligentes, así tendría una educación y sabría de todas esas cosas complicadas como física, arte y cuentas bancarias, pero sin tener que ir a la escuela durante años.
    -Incluso mejor.
    -Y quiero un coche, uno que mole de verdad, el coche más molón del mundo.
    -Ah, ese es el Jaguar-Chevrolet 2251 T-bird, el descapotable.
    -¿En serio? ¿De verdad que hay un coche tan molón?
    -Oh, sí. Yo tengo un par en mi garaje. Lo triste es que ya nunca los conduzco. Ese es el problema cuando se tiene tanta pasta, puedes hacer tantas cosas que nunca tienes tiempo de hacer nada.
    -Y también regalaría un poco, a las ONG, hospitales y cosas así, a la gente que lo necesite de verdad.
    -Eso está bien, con eso demuestras que eres un tío majo, no solo otro cabrón rico al que todo le importa una mierda.
    -Ozzie, ¿entonces tú das dinero? Todo el mundo sabe que molas.
    -Sí, bueno, doy algo. -Le dedicó al muchacho un tímido encogimiento de hombros-... Cuando me acuerdo.
    Como Ozzie esperaba, al principio avanzaban despacio, con Polly abriendo camino otra vez. Él hubiera preferido mandar al lontrus por delante, pero el animal tenía las patas demasiado cortas. Así que Polly continuó abriéndose camino como pudo, con sus patas más largas revolvía la gruesa capa de nieve. Ozzie se pasó buena parte de la mañana considerando las opciones que tenían. ¿Fabricar una especie de botas para la nieve y un trineo, arrastrar la comida y soltar a los animales? ¿Dar la vuelta, sin más, y regresar con el equipo adecuado para enfrentarse a ese terreno? Salvo que... ¿quién sabía a qué clase de terreno se iba a enfrentar la próxima vez? Suponiendo que pudiera encontrar el camino de regreso a Lyddington.
    No dejaba de decirse que estaban en un país silfen. Los alienígenas no permitirían que le sucediera nada malo a nadie. ¿Verdad?
    A medida que avanzaba la mañana, la profundidad de la nieve empezó a reducirse poco a poco. Pero no se hizo más blanda y seguía pegada a cada superficie. Cuatro horas después de salir de la tienda, Ozzie estaba temblando dentro de sus múltiples capas. Una gruesa escarcha le cubría cada centímetro de la ropa. No le quedó más remedio que bajarse y avanzar como pudo al lado de la yegua, arrastrando las botas por la nieve. El movimiento lo calentó un poco pero empezó a preocuparse por el ritmo al que estaba quemando calorías. Era obvio que la yegua y el poni estaban sufriendo a pesar de las mantas que les habían atado alrededor.
    Poco después de mediodía Ozzie observó lo que parecían unos rastros en la nieve que tenían delante. Se quitó las gafas y se encontró con que la luz había adquirido un tono rosa pálido. Convertía el mundo en una gruta extraña, como si el bosque estuviera tallado en un coral quebradizo.
    -¿Ya ha caído la tarde? -preguntó Orión con la voz ahogada. Tenía la cara completamente envuelta en una bufanda de lana y solo le quedaba una estrecha ranura para poder ver.
    Ozzie miró el reloj.
    -No me lo parece. -Se agachó para examinar los rastros. No cabía duda, eran huellas, triángulos alargados sin suelas-. Puede que sean botas silfen -dijo emocionado.
    Había quizá unos quince juegos y todos salían del bosque, un par habían aparecido directamente bajo los árboles, a los que sospechó que se habían subido los alienígenas. Se fundían todas y se alejaban por la indefinida avenida de árboles incrustados de nieve.
    -¿Estás seguro? -preguntó Orión. Pisoteaba el suelo sin moverse y se golpeaba los costados con las manos en un esfuerzo por defenderse del frío.
    -Eso creo. No sé quién más iba a andar corriendo por estos bosques. Además, no tenemos muchas alternativas.
    -Está bien.
    Volvieron a ponerse en marcha. Orión caminaba al lado de su poni con un brazo rodeando la silla para poder sujetar las riendas con la mano. Ozzie sospechaba que lo hacía para que el poni pudiera tirar un poco de él. El aire estaba tan frío que le quemaba el interior de la boca si cogía aliento. De la bufanda que se había atado sobre la nariz y la boca colgaban largos cristales de hielo allí donde el aliento se le había helado contra la lana. Antes de volver a ponerse las gafas intentó ver dónde estaba el sol. Las ramas que colgaban sobre sus cabezas eran más finas y dejaban ver algunos trozos de un cielo embotado de color rubí. Le pareció que una sección era un poco más brillante, más o menos a medio camino entre el cenit y el horizonte, pero eso indicaría que aún faltaban varias horas para el anochecer. Si había calculado bien los cortos días, solo les quedaba una hora de luz, más o menos.
    Media hora más tarde, Orión tropezó. Ozzie solo se enteró porque oyó un pequeño gruñido. Cuando se dio la vuelta, el muchacho estaba boca abajo en la nieve con el poni de pie a su lado. Por mucho que hubiera querido correr, los miembros de Ozzie respondieron con lentitud. Era como intentar moverse por un líquido.
    Cuando incorporó a Orión, el muchacho ya ni siquiera temblaba. Ozzie le bajó la bufanda para comprobar que seguía respirando. Tenía los labios oscuros y agrietados, con diminutas motas de sangre congeladas encima.
    -¿Me oyes? -gritó Ozzie. Los ojos de Orión se agitaron un poco y emitió un leve gemido.
    »Mierda -gruñó Ozzie-. Aguanta, voy a levantar la tienda. Esperaremos aquí hasta que mejore el tiempo.
    No hubo respuesta, aunque Orión levantó un brazo unos centímetros. Ozzie lo dejó apoyado en el poni e intentó sacar la tienda de las alforjas del lontrus. Los guanteletes que llevaba por fuera eran demasiado gruesos y no podía desabrochar los cierres de las correas así que se los quitó e intentó contener la mueca cuando el aire ártico le atravesó directamente los guantes de lana que llevaba debajo. Empezó a manosear las correas, pero al final se rindió, sacó el machete de hoja de diamante de la vaina y las cortó.
    Tuvo que volver a ponerse los guanteletes tres veces y agitar los brazos para intentar recuperar el calor de las manos y conseguir así mover los dedos. Tras lo que le parecieron varias horas después, la sección aislada de la tienda se había inflado de mala gana y Ozzie había conseguido asegurar las estacas a los bordes. Metió un par de ladrillos calefactores dentro y luego arrastró al muchacho semiconsciente tras ellos.
    Con las solapas selladas, el interior de la tienda no tardó en calentarse con el resplandor de los ladrillos. Ozzie tuvo que quitarse varias capas de ropa y hacer lo mismo con el chico antes de empezar a sentir los beneficios. Los sabañones que le habían salido en los dedos de las manos y de los pies eran lo bastante grandes como para hacerle estremecerse cuando recuperó la circulación. Orión empezó a toser, daba la sensación de que estaba a punto de echarse a llorar.
    -¿Cómo puede hacer tanto frío? -preguntó el muchacho, desconsolado.
    -Si de verdad quieres saberlo, creo que ya no estamos en Silvergalde. -Ozzie observó al muchacho con gesto angustiado para ver cuál sería su respuesta.
    -Hace ya unos tres días que me lo imaginé -dijo Orión-. Pero sigo sin entender por qué iba a querer nadie visitar un mundo con un clima como este.
    -Bueno, no estoy seguro. No creo que estemos en las regiones polares de este planeta porque hay árboles. Puede que me equivoque, pero, por regla general, los entornos que son ultrafríos durante todo el año no pueden sostener unos seres vivos tan grandes como unos árboles. Así que yo diría que, o bien estamos en un mundo con un sol moribundo, o en otro con una órbita elíptica muy larga y hemos llegado en pleno invierno, cuestión de mala suerte. -Agitó las manos para intentar aliviar el dolor a medida que regresaba la capacidad de sentir y de moverlas. Tenía la sensación de que sus orejas se habían convertido en un par de témpanos de hielo.
    -Bueno, ¿y qué hacemos ahora?
    -Como ya he dicho, esperamos a ver si la mañana nos trae algún cambio, aunque sospecho que no lo hará. Pero ahora no podemos seguir. Tenemos que prepararnos. Dentro de un rato volveré a salir. Tengo que poner el cortavientos y luego meteré el resto de las bolsas. También tenemos que hacer una buena comida caliente. Y el botiquín de primeros auxilios tiene una crema que se ocupará de tus labios.
    -Y de los tuyos -dijo Orión. Ozzie se llevó los dedos a la boca y sintió la piel reseca y agrietada.
    -Y de los míos -admitió. Rezaba para no tener que enfrentarse también a una congelación; por suerte, las botas le habían mantenido los pies razonablemente aislados, pero más tarde tendría que echarle un buen vistazo a Orión.
    -¿Y los animales? -preguntó el muchacho.
    -No puedo cortar ramas para hacer una hoguera, no voy a tener tantas fuerzas. Voy a untar un poco de gel inflamable alrededor de la base de un árbol a ver si con eso puedo prender esa puñetera cosa. Eso quizá ayude a mantenerlos calientes.
    La verdad era que no quería salir otra vez, lo que quizá explicase el rato largo que le llevó prepararse. Al final volvió a salir al bosque gélido. Polly y el poni se habían derrumbado, muy mala señal. El lontrus resollaba sin ruido, pero, aparte de eso, no parecía muy afectado. Mientras todavía le funcionaban los dedos, Ozzie sacó el resto de las bolsas de sus alforjas y los llevó a la tienda. Después se pasó veinte frustrantes minutos colocando el cortavientos sobre el forro interior mientras las manos se le iban quedando cada vez más rígidas. Pero por fin terminó y se llevó el tarro de gel inflamable a uno de los árboles más cercanos. Rascó la nieve de una sección del tronco, a unos treinta centímetros del suelo; después se detuvo y miró más de cerca. No era corteza lo que había expuesto, se parecía más a una capa áspera de cristal de color violeta oscuro, casi como una amatista. Los guantes eran demasiado gruesos para darle alguna pista sobre la textura de la superficie cuando la frotó con la mano y, en cualquier caso, tenía la piel demasiado entumecida. A pesar de todo, le pareció que era cristal auténtico. Vio la luz que se refractaba en las profundidades del tronco. Por más que lo intentó no se le ocurrió qué tipo de reacción química habría podido sufrir la corteza, ¿algún tipo de transformación catalizadora provocada por el frío extremo? Con la esperanza de que la madera siguiera intacta bajo el cristal, levantó el machete y lanzó un golpe. Varios cristales se hicieron añicos con el impacto, pero el corte apenas profundizó un centímetro. Otro golpe más pesado arrancó un gran trozo de la costra de amatista. El agujero expuso más cristal, una columna de lo que le pareció cuarzo casi puro que formaba el interior del árbol. Una luz exuberante y rosada se filtró en el interior y reveló un enrejado vertical de capilares con lo que parecía un fluido oscuro y viscoso moviéndose por el interior, muy, muy despacio.
    -La madre que me parió -gruñó Ozzie-. Un puto árbol joyero.
    Cuando levantó la vista, las ramas sí que le parecieron más angulares que las de un pino normal, y las ramitas se multiplicaban en patrones geométricos fractales. Todas ellas estaban cubiertas de una dura costra de nieve, lo que había mantenido oculta su verdadera naturaleza.
    La sensación de asombro de que habría disfrutado en circunstancias normales al descubrir un capricho tan espléndido de la naturaleza quedó anulada cuando se dio cuenta de que el tiempo no iba a mejorar al llegar la mañana. La evolución no había hecho surgir semejante biota cristalina en un clima cálido, de hecho, era muy probable que fuera una forma de evolución a la inversa: las plantas árticas se expandían con el final de la edad de hielo y después luchaban por sobrevivir en un entorno cada vez más degenerado hasta que sus genes refinaban la química definitiva que se adaptaba al invierno. ¿Y cuántos millones de años de falta de calor habían hecho falta para producir algo así de sofisticado? Se habían perdido la última primavera del planeta durante varias eras geológicas.
    Ozzie se apresuró a volver a la tienda, se sentía demasiado culpable para mirar a la yegua y al poni cuando pasó junto a ellos. Orión había empezado a hacer la cena sobre los ladrillos calefactores. La condensación empezaba a chorrear por el forro interno.
    -No veo ningún fuego -dijo el chico cuando Ozzie selló la solapa.
    -Esta madera no se prende, lo siento.
    -Ya vuelvo a sentir los dedos de los pies.
    -Bien. La capa aislante debería conservar el calor sin dificultad durante la noche. No tendremos problemas metidos en los sacos de dormir.
    Ozzie estaba haciendo un inventario aproximado. Solo quedaban once ladrillos calefactores. Suficientes para poder aguantar (siendo realistas) tres días. Podían permitirse el lujo de seguir adelante un día más, y punto. Si el sendero no los había llevado a un mundo más cálido al día siguiente por la noche, tendrían que dar la vuelta. Nada de, a ver lo que hay tras la próxima curva; nada de, creo que está saliendo el sol. Si las cosas no cambiaban de verdad, no podía arriesgarse. Ya no quedaba margen para el error. Y no quedaría nadie que devolviera su célula de memoria a la Federación para someterse a un renacimiento. De hecho, ¿cuánto tiempo puede pasar antes de que nadie se dé cuenta de que he desaparecido?
    Ozzie sacó el costurero de la mochila.
    -¡Ah! Esto nos va a ser muy útil. Tengo una idea para unas cosas que vamos a necesitar mañana. ¿Qué tal se te da coser?
    -Te lo he estropeado todo, ¿verdad? -dijo Orión-. Lo habrías conseguido si no hubiera sido por mí.
    -Eh, tío. -Ozzie intentó sonreír, pero los labios se le agrietaron. Se secó un poco las gotas de sangre-. De eso nada. Lo estamos consiguiendo, estamos recorriendo los senderos más profundos. Es el regalo de tus amigos lo que nos ha hecho llegar tan lejos.
    Orión sacó el colgante y los dos se quedaron mirando su superficie oscura y sin vida.
    -Vuelve a probar por la mañana -dijo Ozzie.
    Polly y el poni estaban completamente congelados cuando salieron de la tienda a la mañana siguiente.
    -No habrán sentido nada -dijo Ozzie cuando Orión se detuvo a mirarlos. Le amortiguaba la voz la gruesa máscara de tela que había cosido con todo cuidado la noche anterior. Se había puesto todas las prendas de ropa que era posible llevar encima, al igual que Orión. Daba la sensación de que el abrigo del chico se había inflado hasta alcanzar el doble de su tamaño, hasta los guantes los llevaba cubiertos de envoltorios crudos y abultados de calcetines modificados, como pequeños globos.
    -Habrán sentido frío -dijo Orión.
    Ozzie no podía verle los ojos tras las gafas de sol que llevaba, pero supuso que habría un gran remordimiento. Con sus guanteletes bastante más prácticos, fue Ozzie el que desmanteló la tienda y volvió a poner las mochilas en las alforjas del lontrus. El frío era igual de debilitante que el día anterior, pero las pequeñas prendas protectoras que habían unido contribuían a evitar que les mordiera la piel. La temperatura era demasiado baja para que se derritiera la nieve, lo que eliminaba la posibilidad de que se les mojaran los pies, lo cual hubiera sido letal.
    La brisa había esparcido la capa superior más suelta de nieve, pero todavía quedaban algunos indicios de las pisadas que habían seguido el día anterior. Ozzie le dio un empujón al trasero del lontrus y al final le arreó una patada a la desgraciada bestia, que empezó a moverse emitiendo un gemido herido.
    El optimismo que había reinado cuando Ozzie salió de la tienda para saludar al nuevo día, se fue agotando poco a poco. Aunque no llegaba a vacilar, el lontrus se movía despacio. Cada paso que Ozzie daba suponía un esfuerzo, tenía que acarrear el peso de la ropa, empujar los pies por la nieve apelmazada. El calor lo fue abandonando poco a poco. No había un lugar por el que se escapase, era más bien una emisión general, lenta e implacable, que lo iba helando. Cada vez que levantaba la cabeza para mirar aquellas nubes altas de color cereza que cruzaban el cielo rosado, se imaginaba corrientes de calor corporal que se escapaban hacia el cielo para llenar aquel vacío insaciable y gélido.
    Unas monótonas horas después, Ozzie notó que los árboles de cristal eran más bajos que antes. Su manto permanente de nieve también era más fino, las ramas superiores asomaban por algunos lugares. El sol destellaba y rielaba en sus múltiples facetas, partiéndose en un espectro prismático de todos los tonos de rojo, desde un rosado claro y suave a un burdeos profundo y lúgubre. También había menos nieve bajo sus pies. Ya hacía mucho rato que Ozzie había perdido la pista de las huellas de los silfen.
    Estaba tan absorto en intentar ver lo que había entre las mermadas columnas de cristal que no se dio cuenta de que Orión empezaba a detenerse. El muchacho se agarró a los mechones apelmazados del pelo del lontrus, lo que hizo que el animal protestara con un gañido.
    -¿Necesitas un respiro? -preguntó Ozzie.
    -No. Hace tanto frío, Ozzie. Mucho frío. Tengo miedo.
    -Lo sé. Pero intenta seguir adelante. ¿Por favor? Si nos paramos solo vamos a empeorar las cosas.
    -Lo intentaré.
    -¿Quieres apoyarte en mí un rato?
    -No.
    Ozzie tiró con suavidad de los mechones de pelo que había justo detrás del cuello del lontrus para reducir la velocidad del animal, que no se resistió a las órdenes. Continuaron adelante a un paso terriblemente lento. Ozzie empezó a replantearse sus progresos. Estaba claro que la noche anterior, cuando había calculado hasta dónde podían llegar, no había tenido bien en cuenta el estado de Orión. Y era obvio que ese día no iban a avanzar mucho más de un par de kilómetros en el mejor de los casos, e incluso eso iba a ser agotador para el muchacho. Lo más sensato sería dar la vuelta de inmediato. A ese ritmo, si tenían suerte, quizá consiguieran llegar al lugar donde habían plantado la tienda la noche anterior.
    -El bosque se está terminando, mira -dijo Orión.
    Ozzie se centró, alarmado por la facilidad con la que había caído en un ensueño. Los árboles de cristal eran pequeños y estaban desnudos: troncos centrales de armadura de amatista que se alzaban orgullosos con las ramas principales sobresaliendo en ángulos rectos. En las puntas de los segmentos de las ramitas regulares, las incrustaciones moradas daban paso a cuñas opalinas lisas que resplandecían en cada punta, con el lado plano hacia arriba para absorber la luz gélida y nítida. Habían disminuido lo suficiente como para que Ozzie viera más allá de los últimos grupos la inmensa planicie que los aguardaba. Desde su posición parecía una depresión circular encerrada por colinas bajas y curvas. Bajo aquel aire despejado y enrarecido, el lado contrario estaba casi tan perfilado como el suelo que lo rodeaba. No era fácil juzgar la distancia con tan pocos puntos de referencia, pero supuso que tenía entre treinta y treinta y cinco kilómetros de anchura. Unas chispas brillantes de sol reflejado parpadeaban con una intensidad viva y envolvían cada colina en un halo que indicaba que el bosque de árboles de cristal se había extendido por cada ladera. El suelo de la depresión estaba vacío, aparte de unos cuantos montones de nieve en polvo.
    A pesar de toda la dura belleza de aquel exótico paisaje, a Ozzie le apetecía maldecirlo. Allí no había esperanza. Ya solo llegar al final del bosque les iba a costar mucho, a unos cuantos cientos de metros de distancia, donde los árboles de cristal no eran más que dendritas larguiruchas de ramales de cristal transparente que sobresalían del suelo duro como el hierro. La simple idea de atravesar aquella inmensa tierra desolada y vacía era impensable.
    Quizá por eso jamás se volvió a saber nada de tantos que buscaron los senderos más profundos. Nuestra percepción de los silfen como seres dulces y amables es una ilusión que nos hacemos, estúpida y conveniente. Queríamos creer en los elfos. ¿Y cuántos cuerpos humanos yacen ahí fuera, bajo la nieve, por culpa de eso?
    -Es un desierto -dijo Orión-. Un desierto de hielo.
    -Sí, eso me temo.
    -¿Me pregunto si mamá y papá llegaron aquí?
    -No te preocupes. No son idiotas, habrán dado la vuelta, como nosotros.
    -¿Es eso lo que vamos a hacer?
    Ozzie vio un destello de luz casi azul al otro lado de la pradera. Se levantó las gafas de sol sin hacer caso de la punzada de dolor provocada por la ráfaga de aire gélido que aleteó junto a su piel expuesta. El destello surgió otra vez. Esmeralda, sin duda. El contraste era asombroso en aquel paisaje compuesto solo por tonos diferentes de rojo. El verde tenía que ser artificial. ¡Una baliza!
    Volvió a bajarse las gafas.
    -Quizá no.
    Las bengalas de señales estaban apiñadas en argollas en cada bolsa, para que el acceso fuese más fácil. Sacó uno de los delgados cilindros, le quitó el tapón de seguridad y lo sostuvo con el brazo extendido para apretar el gatillo. Se oyó un gran crujido y la bengala salió disparada hacia el cielo. Una estrella cegadora de luz escarlata flotó sobre el borde del bosque de cristal y se detuvo allí un buen rato.
    Orión había clavado los ojos en el pulso lento de la baliza verde.
    -¿Crees que hay personas?
    -Tiene que ser alguien. Mi matriz de mano sigue sin funcionar así que los silfen están tocando las narices con la electricidad. Lo que significa que este es uno de sus mundos, sin duda. -Esperó un par de minutos y luego disparó otra bengala-. Vamos a intentar caminar hasta el borde de los árboles. Si no hemos visto ninguna respuesta para entonces, nos damos la vuelta.
    Ozzie ni siquiera había disparado la tercera bengala cuando la luz de la baliza empezó a destellar más rápido. Riéndose bajo la máscara, levantó el cilindro y lo disparó. Cuando se fue apagando sobre sus cabezas, la luz de la baliza se hizo constante.
    -Es un haz -exclamó Orión-. Y nos están señalando con él.
    -Creo que tienes razón.
    -¿Está muy lejos?
    -No estoy seguro. -Los implantes de la retina enfocaron mejor y compensaron la luz esmeralda deslumbradora. La resolución no era espectacular, pero, por lo que podía distinguir, la luz provenía de la cima de un montículo o un pequeño altozano. Había líneas oscuras sobre él. ¿Terrazas?-. Quince o diecisiete kilómetros, quizá más, y hay una especie de estructura a su alrededor, creo.
    -¿Qué clase de estructura?
    -No lo sé. Pero vamos a parar aquí. Si están acostumbrados a la gente, sabrán que necesitamos ayuda.
    -¿Y si no?
    -Voy a levantar la tienda. Encenderemos un ladrillo calefactor y nos calentaremos, los dos necesitamos descansar. Cuando se termine el ladrillo, sabremos lo que hay que hacer. Si no ha venido nadie, nos damos la vuelta. -Ozzie empezó a tirar del gran nudo que había hecho en la correa que sujetaba la tienda al lomo del lontrus.
    -¿No podemos ir allí? -preguntó Orión con voz quejumbrosa.
    -Está demasiado lejos. En las condiciones en las que estamos, nos llevaría otro par de días y no podemos arriesgarnos. -Desenrolló la tienda y dejó que el forro interior absorbiera aire y se alzara convertido en una pequeña semiesfera alargada. Orión se metió a gatas y Ozzie le dio un ladrillo calefactor-. Arranca la lengüeta -le dijo al muchacho-. Me reuniré contigo dentro de un minuto. -Volvió a levantarse las gafas de sol y se centró en el montículo que había bajo la baliza. Después disparó otra bengala. La luz verde parpadeó tres veces a modo de respuesta, una sucesión lenta antes de volver a deslumbrar. En el idioma de cualquiera aquello decía: Ya os hemos visto. Ozzie seguía sin distinguir qué era el montículo, salvo que tenía unos lados muy escarpados.
    Tres horas y cuatro chocolates calientes más tarde se oyó mucho ruido fuera de la tienda. Ozzie bajó la cremallera de la parte delantera para asomarse. Dos grandes criaturas se afanaban para llegar a la cima de la colina que quedaba delante del bosque de cristal. Eran cuadrúpedos, más o menos del tamaño de rinocerontes terrestres y estaban cubiertos de un pelaje enmarañado y espeso parecido al del lontrus. El vapor del aliento se escapaba con un silbido de un morro achaparrado que sobresalía de la parte inferior de una cabeza bulbosa en la que se erizaban unas espinas cortas y puntiagudas. Ozzie había visto cabezas de animales más feas que aquella, pero lo más extraño eran los ojos, largas franjas de piedra negra con muchas facetas, como si también se hubieran cristalizado en aquel clima letal. Los dos animales estaban enganchados a un trineo cubierto, un simple armazón de lo que parecía sospechosamente hueso, con varios pellejos de cuero curtido atados a él. Mientras Ozzie miraba, se retiró uno de los lados y se bajó una figura humanoide. Fuera quien fuera, vestía un abrigo largo de piel con capucha, pantalones de piel, manoplas de piel y una máscara facial también de piel con unas lentes semicirculares, saltonas como los ojos de un pez. La figura se dirigió hacia ellos con la mano levantada a modo de saludo.
    -Ya me imaginé que serían humanos -exclamó una voz femenina con brusquedad tras la máscara-. Somos la única especie con el mal gusto suficiente como para utilizar aquí luz roja para las bengalas de emergencia.
    -Lo siento -le gritó Ozzie-. No venden una gran variedad de colores en la tienda.
    La mujer se detuvo delante de la tienda de campaña.
    -¿Cómo les va? ¿Hay algo congelado? -La voz tenía un fuerte acento del Mediterráneo septentrional.
    -Nada congelado, pero no estamos preparados para esta clase de clima. ¿Puede ayudarnos?
    -Para eso estoy aquí. -Se agachó y se bajó la máscara para mirar en el interior de la tienda. Su rostro era de un color marrón curtido, grabado con cientos de arrugas. Debía de tener más de sesenta años, por lo menos-. Eh, hola -le dijo con tono alegre a Orión-. Hace frío, ¿eh?
    El muchacho se limitó a asentir, un poco aturdido. Volvía a estar acurrucado en su saco de dormir.
    La mujer olisqueó el aire.
    -Dios del cielo, ¿eso es chocolate?
    -Sí. -Ozzie le tendió el termo-. Queda un poco si quiere.
    -Si tuviéramos elecciones por aquí, usted sería emperador. -Le dio un buen trago al termo y lanzó un suspiro de placer-. Justo como lo recordaba. Bienvenidos a la Ciudadela. Soy Sara Bush, una especie de portavoz extraoficial de los humanos de por aquí.
    -Ozzie Isaacs.
    -Eh, he oído hablar de usted. ¿No inventó las salidas a otros planetas?
    -¿Cómo?, ah, sí. -Ozzie estaba un poco distraído. Un bloque de pelo había aparecido detrás del segundo trineo. Esa vez no era ningún bípedo con un abrigo de piel. Era más bien un rectángulo alto de la piel más mullida que él había visto jamás, con unos ojos oscuros y grandes cerca de la cima, a unos dos metros y medio del suelo. Se percibían unas ondas en el pellejo, lo que sugería que había unas patas moviéndose por allí dentro cuando se deslizaba. Emitió un ululato estridente que se alzaba y caía con tonos diferentes, casi como un cántico.
    -Está bien, está bien -dijo Sara con tono irritable mientras agitaba una mano para indicarle algo a la criatura.
    -¿Qué es eso? -preguntó Orión con timidez.
    -Ah, no se preocupe por él -dijo Sara-. Es el viejo Bill, un korrok-hi. Aunque, en mi opinión, se parece más al yeti. -Se interrumpió para gorjearle un largo verso a su compañero-. Ya está, le he dicho que ya vamos. Y ahora vamos a guardar todo esto y a subirnos al trineo. Creo que a ninguno de los dos le vendría mal un baño caliente y una copa. Dentro de nada es la hora del aperitivo.
    -Se está quedando conmigo -exclamó Ozzie.
    
    Paula se pasó la mayor parte de la noche revisando las viejas cuentas de AquaState. La verificación que quería era bastante fácil de encontrar, solo había que saber lo que se estaba buscando para que los hechos encajaran. Como en cualquier buena teoría de conspiración, se dijo. Y sin duda ese sería el ángulo que adoptaría el abogado de la defensa.
    Cuando llegó al despacho a la mañana siguiente, le sorprendió ver que Hoshe ya estaba tras su escritorio, revisando los expedientes del Ayuntamiento de cuarenta años atrás. Incluso después de pasarse trabajando media noche no se podía decir que Paula llegara tarde.
    -No puedo creer cuánto se estaba construyendo en la ciudad hace cuarenta años -se quejó el detective en cuanto su jefa se sentó delante de su mesa-. Es como si la mitad de Ciudad Lago Oscuro no estuviese aquí. No recuerdo que fuera mucho más grande que ahora y llevo aquí sesenta.
    Paula le echó un vistazo al gran portal montado en la pared que había activado su compañero. Mostraba un mapa detallado de Ciudad Lago Oscuro con un montón de luces verdes que señalaban las construcciones que se estaban llevando a cabo cuarenta años atrás, tanto civiles como privadas.
    -No se olvide de incluir cosas como obras en carreteras durante al menos un par de meses después del asesinato. Sé que eso aumentará la zona de búsqueda de una forma notable, pero esa incertidumbre las convierte en una de las principales posibilidades.
    El detective no dijo nada, pero su expresión se agrió un poco más.
    »Yo ya he terminado mi análisis -le dijo-. Le ayudaré con su búsqueda. Divida la ciudad en dos y yo me quedaré con una mitad.
    -De acuerdo. -Hoshe le dio instrucciones a su mayordomo electrónico-. ¿Qué encontró en las cuentas?
    -Confirmaron mi teoría. Pero no se puede decir que sean pruebas que podamos presentar ante un tribunal, por lo menos no solas.
    -¿Quiere decir que necesitamos los cuerpos?
    -No cabe duda de que ayudarán. Una vez que hayamos establecido que es un asesinato, las pruebas circunstanciales serán suficientes para condenarlo, espero.
    Hoshe miró el mapa del portal.
    -Es un montón de trabajo de campo para nuestros forenses. Son buenos, pero no hay tantos disponibles. Podría llevar meses. O más.
    -Hasta ahora ha llevado cuarenta años, no se van a ir a ninguna parte. Y una vez que hayamos localizado cada sitio, pediré que vengan unos equipos de la Junta Directiva. Eso acelerará las cosas.
    Mel Rees llamó a la puerta abierta y entró. Paula le lanzó una mirada sorprendida y después frunció el ceño. El director adjunto siempre le daba las misiones en persona. Para que él visitara una operación de campo tenía que ser algo muy importante. Y además parecía nervioso.
    -¿Cómo va el caso? -preguntó.
    -Desde ayer tengo un sospechoso -dijo Paula con tono cauto.
    -Me alegro de oírlo. -El director adjunto estrechó la mano de Hoshe-. He oído hablar muy bien de usted, detective. ¿Cree que ya podrá cerrar este usted solo?
    Hoshe le lanzó una mirada a Paula.
    -Supongo.
    -Lo hará -dijo Paula-. ¿Por qué está aquí?
    -Creo que ya lo sabe.
    
    Después de que el Segunda Oportunidad despegara de la plataforma de montaje, a la IS le había llevado otros tres minutos desarticular el último cortafuegos de la red de datos del centro de control de la salida. El equipo de seguridad del TEC había entrado en la sala veinte minutos después, una vez que Rob Tannie había accedido a rendirse sin condiciones. La única promesa que hizo el TEC fue no dispararle a él y a sus colegas allí mismo. Pero resultó que los otros dos decidieron suicidarse al tiempo que se borraban las células de memoria antes de que el equipo entrara por la puerta.
    Un nuevo grupo de técnicos especialistas en agujeros de gusano se apresuraron a entrar mientras se llevaban a Rob sin más ceremonias con las esposas puestas, correas en las piernas y un collarín de anulación neuronal. Les llevó dos horas comprobar todos los sistemas y volver a abrir la salida al lado de la nueva órbita de la nave estelar, una órbita muy elíptica. Para entonces, lo que quedaba del complejo se encontraba bajo el estricto control de las fuerzas de seguridad del TEC. La zona circundante estaba aislada y la había limpiado la Junta Directiva de Seguridad de la Federación. Un escuadrón de aerorrobots de combate FTY897 se encargaban de patrullar el perímetro; aquellos elipsoides oscuros y lisos eran ultramodernos y estaban equipados con armas capaces de borrar del mapa de un solo disparo antiguallas tan lastimosas como los Vengadores del Álamo.
    A los supervivientes de la plataforma de montaje los bajaron de nuevo al planeta. Subieron equipos nuevos para evaluar el estado de la nave y asegurar el equipo expuesto para evitar una mayor degradación por efecto del vacío. Se elaboraron nuevos protocolos para establecer una nueva plataforma de montaje alrededor de la nave.
    Cinco horas después de que la primera explosión señalara el comienzo del asalto, Wilson Kime surgió por la salida ante el aplauso espontáneo y los vítores del personal del complejo para recibir el abrazo de oso de Nigel Sheldon. La oficina de prensa del TEC retransmitió el regreso triunfal del capitán a una audiencia casi tan abultada como la que había atraído el asalto. Después de eso, Wilson dio media docena de entrevistas, agradeció a todos los presentes su inmenso esfuerzo, contó un par de chistes, no especuló demasiado sobre los responsables del ataque pero dijo que estaba bastante seguro de que no habían sido los alienígenas de Dyson Alfa, prometió que había salido de la terrible experiencia más decidido que nunca a completar su misión y terminó diciendo que iba a donar la prima de riesgo a una ONG dedicada a la atención de niños enfermos del planeta. La policía de Anshun le proporcionó a su coche una escolta de ocho motoristas que lo devolvieron a su piso de la ciudad.
    Wilson despertó con una sonrisa en la boca. Cuando se dio la vuelta, el cabello oscuro de Anna le hizo cosquillas en la nariz. Estaba acurrucada en el colchón de gel, a su lado, con un brazo alrededor de la cabeza como una niña pequeña que se protegiera contra los malos sueños. Toda una serie de deliciosos recuerdos, y uno encantadoramente pícaro, flotaron por la cabeza de Wilson antes de que le besara el hombro.
    -Buenos días.
    La mujer se estiró con el letargo de un gato y le dedicó una sonrisa soñolienta.
    -Pero qué sonrisa más engreída es esa, caballero.
    -¿Ah, sí? ¿Me pregunto qué puede haberla puesto ahí?
    Anna lanzó una risita cuando su amante la rodeó con los brazos. Una mano le acarició la espalda hasta detenerse en su trasero.
    -¿Habrá sido esto? -La otra mano le estrujó un pecho pequeño y magníficamente moldeado antes de pellizcarle el pezón sin piedad-. ¿O esto? -Le besó el cuello y luego se lo rodeó para ahogarle la risa con un beso-. ¿Esto?
    Una de las manos femeninas fue bajando entre los dos y agarró algo.
    -¡Ehh!
    -Quizá haya sido eso -se rió ella.
    -¿Ah, sí? -Wilson empezó a hacerle cosquillas en las costillas y la joven tomó represalias. La broma se convirtió en una especie de combate de lucha libre suave que pronto se transformó en un deporte de contacto mucho más íntimo.
    Al final, Anna esbozó una sonrisa victoriosa y lo miró desde su posición, a horcajadas de él.
    -Vaya, vaya, qué te parece, así que es verdad lo que dicen sobre lo que el peligro hace con un hombre.
    Wilson no podía negarlo. Lo de la noche anterior había sido pura supervivencia y su cuerpo lo celebraba con la reacción más básica que conocía. El alivio que había experimentado cuando el Segunda Oportunidad se había elevado sobre los aviones espaciales había llegado a provocarle temblores (que por suerte solo había presenciado Anna). Los demás presentes a bordo, los jóvenes, se habían mostrado encantados, eufóricos incluso, con su dramática huida, pero la perspectiva de morir no había sido demasiado para ellos.
    Wilson no se había dado cuenta hasta entonces de lo mucho que le asustaba morir, sobre todo en esos momentos. No era algo que esa sociedad pudiera entender, no con las expectativas de rejuvenecimiento y renacimiento inculcadas desde el momento de nacer. La generación posterior al 2050 sabía que podía vivir buena parte de la eternidad, formaba parte de sus derechos. Wilson pensó que su miedo quizá proviniese del hecho de haber crecido en una época en la que solo había una vida y luego te morías. La idea de que los recuerdos se podían conservar y después descargar para animar un cuerpo genéticamente idéntico era una muleta tranquilizadora para todos los demás, pero él no se terminaba de convencer de que era una continuación de su actual existencia. Habría una interrupción, una brecha entre lo que era en esos momentos y lo que ese futuro Kime recordaría ser. Una diferencia, una copia perfecta no dejaba de ser una copia, no era el original. La gente sorteaba el dilema diciendo que cada mañana, cuando despertabas, el único vínculo con el pasado era la memoria y por tanto, despertarse en un nuevo cuerpo no era más que una versión ampliada de esa pérdida nocturna habitual de conciencia. Para él no era suficiente. Su cuerpo, ese cuerpo, era su vida. Cuanto más tiempo vivía en él, más se endurecía ese vínculo identificador. Trescientos años y pico habían producido una convicción sólida como una roca que nada podía romper.
    -No creo que pudiese sobrevivir a otra noche peligrosa como esa -le dijo a Anna, todavía resollando un poco.
    La joven se cruzó de brazos, los apoyó en el pecho de su amante y se inclinó hacia delante hasta que posó la barbilla en las manos, las caras de ambos quedaron separadas por solo unos centímetros.
    -¿Cuáles son las normas de la nave cuando el capitán se acuesta con rangos inferiores?
    -El capitán es partidario de ello, sin duda.
    Un dedo le dio unos golpecitos en el esternón.
    -Así que tienes sentido del humor.
    -Oculto con cuidado, pero atesorado de todos modos.
    -¿Y qué hacemos esta noche si no hay ningún ataque?
    El capitán frunció los labios como si se lo estuviera pensando.
    -¿Practicar, solo por si acaso?
    -Tengo la agenda libre.
    -¿No tienes a nadie?
    -No. En realidad hace ya siglos que no. Demasiado liada con mi nuevo trabajo. ¿Y tú?
    -No mucho. No me he casado desde mi último rejuvenecimiento. Algunas aventuras, pero nada serio.
    -Bien. -Anna se irguió-. Será mejor que me dé una ducha. ¿De verdad quieres que nos veamos esta noche? Última oportunidad para que puedas fugarte sin problemas.
    -Me gustaría que nos viésemos esta noche.
    -A mí también. -La joven le dio un rápido beso-. La vida es demasiado incierta para no intentar mantener algo bueno. Ayer me lo dejó claro, como nunca antes. Nadie había intentado matarme hasta ahora.
    -Hiciste un magnífico trabajo allí arriba. La tensión en situaciones de combate no es algo a lo que estés acostumbrada. Estoy muy orgulloso de ti.
    -¿Tú ya habías pasado por algo así?
    -No del todo. Pero he estado en el servicio militar activo. Aunque fue hace mucho tiempo. Tampoco es que sea algo que se olvide, ni siquiera cuando se borran recuerdos en los rejuvenecimientos.
    -¿Y tú...? -Anna dudó un momento-. ¿Mataste a alguien?
    -¿Con sinceridad? No estoy seguro. Les disparé a muchas personas, desde luego. Pero no sueles quedarte por allí para ver el resultado. Le das a los dispositivos de postcombustión y te largas a casa casi antes de que el misil deje el riel.
    -Es difícil de creer lo viejo que eres. Yo solo te conozco como alto ejecutivo. Tuve que hacer una búsqueda para desenterrar la historia del Ulises.
    -Historia antigua. Si accediste a ella hace poco es muy probable que sepas tú más que yo de ese asunto.
    -Pero el caso es que lo hiciste. Viajaste por el espacio en una nave. Se puede hacer.
    -Yo no llamaría a esa misión un rotundo éxito.
    -¡Pero Wilson, es que lo fue! Llegasteis a Marte. A millones y millones de kilómetros de la Tierra. No importa que Sheldon e Isaacs encontraran otro modo de hacerlo. No denigres lo que hicisteis. Después de todo, mira quién te necesita ahora.
    -Sheldon. Sí, supongo que a eso se le llama justicia poética. ¿Sabes lo que me dijo ayer, después de volver? Clavó en mí esa sonrisa de sabelotodo que tiene y dijo, Te lo estás pasando en grande, ¿verdad? Y encima tenía razón, el muy cabrón. Hacer volar la nave fue estupendo. Nos costó Dios y ayuda, es cierto. ¡Pero ganamos! Es como si todo lo que he hecho desde el Ulises fuese un interludio. Llevo tres siglos estancado.
    -Y ahora estás haciendo lo que naciste para hacer.
    -Qué razón tienes.
    Anna miró su propio cuerpo y luego el de él. La expresión de su rostro se hizo tímida.
    -Hay una pregunta con la que muchos de los que estamos en el proyecto hemos especulado. No tienes que contestar si no quieres.
    -¿Qué?
    -Todos esos meses en el Ulises. Era una tripulación mixta. Todos jóvenes y en forma. El viaje entero se hizo en caída libre.
    -Ah. Lo siento. Eso es información gubernamental clasificada.
    -Conque clasificada, ¿eh?
    -Sí. Pero déjame decirte una cosa, cuanto más tiempo pasas en caída libre continua, más inmune te vuelves a los mareos, incluso cuando los movimientos son vigorosos.
    -¿De veras? Hay que pasar mucho tiempo aclimatándose.
    Wilson le dedicó una sonrisa maliciosa.
    -Y merece la pena cada minuto de la espera.
    -Más vale -murmuró la joven-. Ahora sí que tengo que darme esa ducha. Se supone que entro de servicio dentro de diez minutos.
    -Tómate el día libre. Diles que el jefe ha dicho que no hay problema.
    Anna se bajó de la cama.
    -¿Y?
    -Por ahí. -Wilson se la señaló. No había habido mucho tiempo para enseñarle el apartamento la noche anterior. La ropa ya estaba volando antes de que cerraran siquiera la puerta.
    -Gracias. -Otra risita y se dirigió al baño-. Al menos no tienes que preguntarme cómo me llamo.
    -Desde luego que no, Mary.
    Una de las zapatillas de Wilson voló por la habitación y lo golpeó en la pierna.
    -¡Au!
    La puerta se cerró. Cuando se oyó el sonido de la ducha, Wilson apoyó la cabeza en las manos cruzadas y se quedó mirando el techo, muy contento. Después de haber estado a punto de morir el día anterior, no era un mal modo de empezar un nuevo día.
    Ni siquiera la visión del dañadísimo complejo fue capaz de desanimarlo. Al acercarse por la autopista, fuertemente protegida, vio finas estelas de humo oscuro alzándose en el cielo, salían de la central eléctrica en ruinas. La torre circular del edificio administrativo seguía siendo un duro golpe. Había un montón de escombros donde antes estaba el gran atrio y la mayor parte de las ventanas de las dos torres que quedaban estaban rotas o habían desaparecido. Los robots antiincendios se abrían camino con cuidado entre los fragmentos de cristal y hormigón que surgían de la base, y los rociaban de vez en cuando con un chorro de espuma blanca. Los equipos médicos de salvamento trabajaban al lado de los robots, enviando pequeños sensores por control remoto a hurgar entre las ruinas. Buscaban los cuerpos para extraerles los implantes de las células de memoria y prepararlas para el renacimiento.
    Los vehículos de emergencia se habían apoderado del aparcamiento así que Wilson aparcó en un trozo de césped sin usar y salió del coche. Oscar se encontraba allí, observando los equipos de trabajo en medio de un grupo de empleados de las oficinas y un escuadrón de guardias de seguridad del TEC uniformados.
    -Buenos días, capitán -dijo y le dedicó un saludo militar. A su alrededor, todo el mundo se irguió de repente.
    -Buenos días -respondió Wilson. No se molestó en devolver el saludo. Fuera de los círculos militares, no tenía mucho sentido-. ¿Cuál es la situación? -Antes de irse la noche anterior, había comentado los problemas más inmediatos con Oscar y había dejado a su ayudante al mando.
    -La nave estelar está bien, todo el equipo crítico de a bordo está estable y aguanta bien. Había suficientes sistemas de apoyo y de repuesto por aquí abajo como para poder restablecer la mayor parte de los alimentadores umbilicales de un día para otro. Vamos a dejarla así hasta que podamos meterla otra vez en una plataforma de montaje. El fabricante de malmetal espera entregarnos un globo viable dentro de unos cuatro días. Una vez colocado, podremos realizar un examen más detallado.
    -Bien. -Wilson señaló con un gesto la ruina combada de la sala de evaluación, que era lo que tenían más cerca-. ¿Y el complejo?
    -Eso va a llevar un poco más de tiempo. Seguridad quiere verificar que el lugar es seguro antes que nada, asegurarse de que los terroristas no han dejado ninguna trampa desagradable a su paso. Una vez hecho eso, podemos despejar el sitio y empezar a reconstruir. Con el Segunda Oportunidad tan adelantado, no vamos a volver a necesitar todas las instalaciones que teníamos aquí abajo así que buena parte del trabajo serán operaciones de remiendo. La división de ingeniería civil del TEC está preparando un montón de equipo en estos mismos momentos, en cuanto les demos luz verde, entrarán directamente.
    -Parece que ha hecho un gran trabajo, Oscar, gracias.
    -Es lo menos que podía hacer. Ojalá hubiera estado aquí ayer.
    -Créame, no le hubiera gustado. ¿Supongo que seguridad estará impaciente por aplicar toda una nueva serie de procedimientos?
    -Oh, sí. Hoy vamos a tener que tomar unas cuantas decisiones y revisar el nuevo programa de montaje. He retrasado lo más gordo hasta que llegara.
    -De acuerdo. Me pondré con ello. ¿Tengo un despacho?
    -He cogido el edificio tres de sistemas químicos para el personal de mayor rango. Ah, y hay unas personas de seguridad que quieren verlo ahora.
    -Que esperen.
    Oscar le lanzó una mirada incómoda.
    -Quizá sea una buena idea quitárselo de encima ya. Sugerencia del señor Sheldon.
    -¿No me diga?
    
    Al último Vengador del Álamo lo derribó un FTY897 cuando atravesaba como una tromba la sala de evaluación siete de camino a la salida. Un láser atómico había perforado directamente su campo de fuerza y había golpeado el cuerpo principal con consecuencias devastadoras. Se había partido en dos cuando le explotaron las células de energía primarias. El estallido había partido las dos secciones y estrellado la parte delantera contra varias hileras del delicado equipo que ponía a prueba la tensión de los paneles del fuselaje. La parte trasera, más pequeña, se había enterrado en la pared de hormigón, que se había derrumbado de inmediato y había dejado el techo con una falta peligrosa de sujeción. El golpe había arrancado una de las piernas, que se había incrustado en el suelo de hormigón.
    Un equipo técnico de seguridad del TEC se había pasado la noche entera quitando los aparatos electrónicos de los restos y desconectándolo todo. En cada uno de los elementos parpadeaban pequeños pilotos rojos que confirmaban que el trasto en cuestión estaba inerte y era inofensivo. Había tantos que aquello parecía una especie de extraño desfile chino de monstruos. Paula se paseó sin prisas alrededor de la sección frontal, que estaba volcada, y se agachó para inspeccionar uno de los racimos destrozados de sensores que tenía en la cabeza. El Director de la Junta Directiva de Crímenes Graves, Rafael Columbia, se encontraba en medio de la dañada sala de evaluación junto con Mel Rees, los dos la miraban mientras la detective realizaba su pequeña inspección de la fallecida monstruosidad blindada. Ninguno de los dos parecía muy contento cuando el agua que había dejado el diluvio de los aspersores antiincendios empezó a chorrear de las vigas del techo. Los costosos zapatos de ambos hombres ya estaban hechos una pena tras tener que atravesar todos los charcos.
    Paula pasó un dedo por la magullada armadura de polialeación y sintió que las finas ampollas de ablación de carbono se desmoronaban como papel antiguo bajo sus uñas.
    -No está mal para ser un arma de ciento cincuenta años -reconoció-. Tuvieron suerte de que el capitán Kime estuviera en órbita para hacerse cargo.
    -Desde luego -dijo Mel Rees.
    -Hubiera preferido que el TEC hubiera tenido más suerte algo antes -le dijo Rafael Columbia al director adjunto-. Los cálculos actuales son de ciento siete personas muertas y otras dieciocho desaparecidas hasta ahora. Todavía están calculando las pérdidas financieras, pero no bajarán de los dos mil millones. Y no hemos recibido ninguna advertencia previa. Ninguna en absoluto. Este es el acto de terrorismo criminal más destructivo que hemos vivido en el último siglo. El balance de muertos en los movimientos de secesión nacionalistas se va sumando con el tiempo, pero esto... -Barrió el paisaje con el brazo, un gesto que abarcaba la destrozado sala-. Este fracaso es nuestro. Aquí se está desafiando la credibilidad de la Junta Directiva, se pone en duda su capacidad de llevar a cabo la tarea designada. No pienso tolerar esta atroz violación de la ley y el orden.
    -Los atraparemos -dijo Mel Rees-. No cabe la menor duda.
    -Su división lleva décadas con este caso. Esperaba algo mejor.
    Paula le dio la espalda al Vengador del Álamo.
    -He sido yo la que me he pasado décadas con el caso Johansson, no el director adjunto Rees. Y espero que no esté insinuando que deberíamos haber sido capaces de advertirlo con anterioridad.
    -Paula... -empezó Mel Rees. La detective le lanzó una mirada que lo hizo callar de inmediato.
    -Hay dos motivos para que Bradley Johansson y sus cómplices lleven sueltos tanto tiempo por la Federación. Los recursos que se dedican a rastrear sus pasos y sus actividades son totalmente inadecuados. Esa es una decisión política tomada por usted y sus predecesores, señor Columbia. También recibe ayuda de alguien que está muy bien situado entre la clase dirigente de la Federación.
    -Bobadas -soltó Rafael Columbia.
    -Incluso con unos fondos inadecuados, es imposible que haya podido esquivarme durante más de ciento treinta años. No tiene sentido. Si tratara de pasar desapercibido y llevara una vida de lo más sencilla, lo habría cogido. Pero como dirigente de una organización criminal que está implicada en actos de contrabando continuos que llevan armas a Tierra Lejana, está expuesto de forma constante a nuestras fuentes y programas de vigilancia. Para evitarlos se requiere un nivel de ayuda considerable. Ese hombre no actúa solo.
    -¿Se da cuenta de lo que está diciendo? ¿Sabe cuántas administraciones ha habido desde que se fundó ese ridículo movimiento de los Guardianes? No hay ni una sola que estuviera dispuesta a proporcionarle ningún tipo de apoyo, encubierto o de cualquier otro tipo, y mucho menos todas ellas.
    -Las administraciones cambian, los grupos de poder no.
    -No pienso quedarme aquí a escuchar que formo parte de una operación de encubrimiento de corruptos. Me da igual quién sea usted, lo dedicada que esté a su trabajo o el historial de condenas que haya conseguido. Soy el jefe de esta Junta Directiva y usted va a mostrarme un poco de respeto.
    -El respeto es algo que uno se gana, señor Columbia.
    -¡Muy bien! -Mel Rees levantó las manos y se adelantó para ponerse justo entre los dos-. Una cosa que estaría haciendo Johansson ahora mismo sería partirse el culo de risa, y se estaría riendo de los dos. La única persona a la que están ayudando ahora mismo es a él.
    -Gracias por decirlo -dijo Columbia. Después le lanzó a Paula una mirada furiosa que en circunstancias normales terminaría con cualquier miembro de su equipo. La detective ni siquiera pareció ser consciente de ella.
    -Primera pregunta -dijo Paula-. ¿Por qué creen que es él?
    Columbia señaló con un gesto irritado al director adjunto.
    -El método de la operación -le dijo Rees a Paula-. Esto lleva la firma de Adam Elvin por todas partes. Creemos que fue él el que montó toda la operación.
    -Eso sería muy extraño -dijo Paula-. Elvin no se ha implicado directamente en ningún acto violento desde Abadan. Se limita a reunir cargamentos para Johansson.
    Rafael Columbia lanzó una risita desdeñosa.
    -Esta no es una época en la que la medida del tiempo rebaje nada. Creí que usted lo comprendería mejor que nadie, investigadora jefe.
    -La última propaganda de los Guardianes lleva un tiempo denunciando al Segunda Oportunidad como un proyecto organizado por el aviador estelar -dijo Rees-. Son los únicos que tienen alguna razón para hacer esto.
    -¿Una razón? -dijo Paula con tono pensativo-. Lanzar una acción como esta dentro de la Federación es un cambio de política enorme para Johansson.
    -¿Quién sabe cómo funciona esa mente perturbada? -dijo Rafael Columbia.
    -No está perturbado -contestó Paula-. Es un iluso, desde luego, pero no cometa el error de creer que no es capaz de pensar de forma racional.
    Rafael Columbia señaló el cuerpo arrugado y ennegrecido del Vengador del Álamo.
    -¿Llama a eso racional?
    -Estamos a solo un par de cientos de metros de la salida, y los otros dos llegaron hasta allí. Y luego estuvo el asalto cinético contra la plataforma de montaje. Estuvieron a punto de conseguirlo. Yo lo llamaría bastante inteligente. Piense lo que piense de él, y yo pienso peor de él que la mayoría, no es estúpido. Si está detrás de todo esto, es que está pasando algo nuevo. ¿Es posible que el Marie Celeste procediera del Par Dyson?
    -Muy poco probable -dijo Wilson. Saludó con un gesto respetuoso a Rafael Columbia mientras atravesaba el suelo mojado de la sala de evaluación-. Paula Myo, es un honor. He estudiado muchos de sus casos.
    -Capitán.
    -Hemos comentado la posibilidad de que existiera un vínculo entre el Dyson Alfa y el Marie Celeste con el director del Instituto de Investigación de Tierra Lejana -dijo Wilson-. Él dice que no existe y yo me inclino por creerle.
    -Una negativa oficial es un respaldo certificado para los teóricos de la conspiración -dijo Paula-. Sobre todo si lo firma el Director del Instituto. Sabemos que Johansson cree que hay un vínculo.
    -Ese es su problema.
    Paula le dedicó una grave sonrisa.
    -Y ahora también el suyo, capitán.
    -Quiero que lo detengan -dijo Rafael Columbia-. El director adjunto Rees me ha asegurado que es usted la mejor, de hecho, la única persona que puede hacerse cargo de este caso. ¿Está de acuerdo con esa valoración?
    -Desde luego tengo la experiencia necesaria -dijo Paula-. Lo que necesito para encontrarlo de una vez es tener a mi disposición toda la cooperación y los recursos de la Junta Directiva.
    -Desde este mismo instante los tiene. Lo que haga falta. Puede formar su propio equipo, llévese a quien quiera, da igual en qué estén trabajando. Esto tiene prioridad absoluta.
    -Muy bien, empezaré con mis colegas habituales y seguiré a partir de ahí a medida que se abran líneas de investigación. Lo primero que necesito de usted, señor Columbia, es cobertura política. La seguridad del TEC querrá convertir esto en su misión. Por favor, hable con el señor Sheldon y que no intervenga.
    -Le señalaré al TEC las implicaciones jurisdiccionales -dijo Rafael Columbia, que hizo caso omiso de la carcajada callada que procedía de Wilson.
    -Gracias. Y ahora, ¿cómo se mete de contrabando en un planeta a tres Vengadores del Álamo en perfecto estado de funcionamiento?
    -No los metieron de contrabando -dijo Rees-. Según los archivos de exportación, eran reliquias neutralizadas de camino a un nuevo museo de aquí, de Anshun. Era un envío legal.
    -¿Un museo nuevo?
    -Eso es. El terreno existe, la compraron hace tres meses y hay una empresa registrada que la controla. Pero todavía no hay ningún edificio, ni siquiera planes. La compañía tiene unos cuantos miles de dólares de Anshun en su cuenta pero los transfirieron de otra de un solo uso de Bidar. Imposible de rastrear, o al menos muy difícil.
    -Ah -dijo Paula, satisfecha-. Sí, eso sí que se parece a la firma de Elvin.
    -Desde luego. Los Vengadores del Álamo se compraron de forma legítima a un distribuidor una semana después de que se registrara la empresa del museo. Por aquel entonces no eran más que restos, en realidad. Se han pasado este ínterin siendo «restaurados» en la República Democrática de Nueva Alemania, querían realizar una muestra estándar. La compañía que hizo el trabajo ha sido sellada y la policía de la RDNA está revisando las instalaciones y los archivos por nosotros.
    -¿Y los aviones espaciales? -preguntó Wilson.
    -Alquilados a un operador comercial totalmente legítimo de aquí, de Anshun. Una vez más, la compañía que los contrató era una tapadera. Para utilizarlos como misiles cinéticos solo había que volver a programar las matrices de pilotaje. No es tan difícil. Hemos enviado unos equipos al aeropuerto del que despegaron. No espero gran cosa.
    -¿Hay probabilidades de que los Guardianes lo intenten otra vez? -preguntó Wilson.
    -Johansson lleva siglo y medio lanzando ataques contra el Instituto de Tierra Lejana -dijo Paula-. Sería razonable suponer que este no ha sido más que el primer intento contra el Segunda Oportunidad.