Capítulo XXXII

Laurent había optado por no indicar a Elena la hora de su regreso. El y Hamlekh alquilaron un segundo Renault 16 y tomaron la nacional del Sur. Laurent extrajo de la guantera una carta procedente de Córcega, que tendió a Hamlekh.

—Compruebe los datos de Morachini. El pueblo se llama Libbia di Pietra Bianca; se llega a él por una pista sin asfaltar situada entre el puerto de montaña de Guardia y el de Paraxa.

—Exacto —respondió con premura el israelí, alzando la vista del mapa antes de contestar—. No hay problema, ya le iré indicando.

Laurent consultó su reloj sin abandonar el volante. Eran las 9.25. Llegarían puntuales.

—¿Conoce bien a este coronel Santi? —preguntó Hamlekh.

—No, pero he oído hablar de él. Es una especie de héroe de historietas, como de vez en cuando aparecen tras la estela de la Legión. Santi es un luchador nato, un jefe de comandos cuyos espectaculares golpes de mano dejaron huella en la guerra de Indochina. Por lo que a nosotros respecta, es el colaborador ideal. Al pedir la baja vino a instalarse en su pueblo natal, rodeado de una aureola casi divina. Lo poquísimo que sé sobre sus acciones de guerrilla nos garantiza discreción absoluta.

Tras abandonar la nacional, recorrieron unos quince kilómetros por una carretera de montaña en pésimo estado. En las últimas curvas descubrieron, arrebujado contra la roca como un pulgón, el pueblecito de Libbia di Pietra Bianca.

Entre los enjambres bullentes de turistas que cada año se abatían sobre la isla, jamás había nadie que se aventurara hasta allí. Los habitantes debían de tener la misma forma de vida desde hacía más de un siglo.

Laurent detuvo el vehículo ante la minúscula iglesia. Ante la delegación de Correos, que aparte de las funciones postales desempeñaba las muy poco oficiales de establecimiento de bebidas, había tres hombres sentados ante una mesa. Los bebedores tenían a sus pies sendos fusiles de caza. Los perros gruñeron ante la presencia de los recién llegados.

—¿Podrían indicarnos dónde está la casa del coronel Santi? —inquirió Laurent.

La pregunta provocó un intercambio de frases en dialecto corso y luego uno de los cazadores respondió:

—No sabemos.

—Me espera a las once y media —insistió Laurent.

—No es asunto nuestro.

—¿Capitán Martin?

Los dos agentes se volvieron. Allí estaba Santi, un hombre bajito de fornida contextura y robusta nuca, el cual les escrutaba con ojuelos de ave de presa.

—Vengan conmigo.

Fueron tras sus pasos, siguiendo el sinuoso recorrido de una calle escalonada, y penetraron al fin en una casa que al igual que las restantes del pueblo parecía fundirse con la montaña. El coronel Santi les rogó que tomaran asiento en el interior de una espaciosa cocina.

Una anciana sirvió sobre una mesa maciza un surtido de charcutería y vino del país.

Laurent habló por espacio de una media hora sin que nadie le interrumpiera. Luego, Santi llenó por tercera vez los vasos de vino. Después del brindis, el legionario contestó:

—Tendrán lo que piden. Quedemos citados para mañana al mediodía, ante la iglesia del pueblo de Cagnallela, que les voy a mostrar en el mapa. François Locci, el alcalde, es un amigo. Explota una finca que no creo que se encuentre a más de quince kilómetros de la propiedad de ese Tardets. Le garantizo que François Locci albergará a los doce hombres de su equipo. De todos modos, es mejor que se reúnan con nosotros por la noche. El material de que me hablan podría suscitar una curiosidad poco recomendable.

—Por esto no se inquiete. Mis hombres tendrán todo el aspecto de turistas —interrumpió Hamlekh—. Viajarán en un Volkswagen alquilado en Milán, y que en estos momentos marcha hacia Génova, donde por la noche aterrizará el avión que transporta equipo y material.

—¿Está seguro de que podrá embarcar tres coches en el buque Génova-Bastia, sin reserva previa?

—No ha sido fácil, pero la cosa está hecha.

—Pues quedamos así. Mañana a partir del mediodía podrán ustedes estudiar los planos del departamento Forestal e Hidráulico y los del catastro.

Después de cenar pasaron a sentarse bajo la enramada. Desde la puesta del sol, el canto quejumbroso de las cigarras se había hecho más insistente. Elena soñaba despierta, repantigada en una hamaca, a la cual imprimía un ligero balanceo con el dedo índice que tocaba el suelo.

François Locci, sentado en un sillón de mimbre, fumaba en una pipa corta. En dos sillones similares, el coronel Santi y Laurent disfrutaban de la tibia y fragante calma de la campiña corsa.

Hamlekh había salido por la tarde, para recibir a los miembros de su equipo. La mujer y la cuñada del alcalde se movían con la indecisa febrilidad de un insecto. Elena había intentado en vano colaborar en las faenas domésticas, pero Santi se limitó a indicarle, lacónico:

—Lo considerarían como una ofensa.

El grupo percibió el murmullo lejano de los motores. Al poco rato divisaron las luces de los faros, levantándose todos cuando se hubo detenido el último vehículo.

Hamlekh presentó a los doce hombres, ostensiblemente incómodos con su disfraz de excursionistas. Mientras François Locci les conducía hasta el granero, que aquella misma tarde había hecho habilitar como dormitorio, Laurent fingió no reparar en la cara de decepción de Elena cuando fue invitada a volver a su habitación y descartada de la operación en marcha.

El equipo fue depositado en el cobertizo. Los dieciséis hombres se sentaron en el suelo, formando un círculo. Bajo el resplandor de tres lámparas de butano, el coronel Santi desplegó los planos y los mapas que aquella tarde se había agenciado.

El jefe del grupo, Saúl Yaari, era un hombre de unos treinta años, flaco, de cuerpo huesudo, y usaba unas gafas sin montura sujetas por la arista muy marcada de una nariz semejante a la del usurero clásico. Después de haber obtenido el título de ingeniero en la Universidad Científica de Nuevo México, en la especialidad de prospecciones petrolíferas, Saúl Yaari había realizado un período de prácticas de tres años en una explotación venezolana de la Royal Deutch Shell, y por último se trasladó a Israel, donde fue uno de los pioneros del hallazgo de los yacimientos petrolíferos de Helets, en la región de Ashgelon.

Esta noche, la atención de todo el grupo se hallaba concentrada en él. Tras una hora larga de estudio detenido y de discusiones, levantó la cabeza, encendió un purito y declaró:

—Creo que puede hacerse; aquí, en este punto exactamente.

Una sensación de alivio se apoderó de todos los presentes en la pieza.

—Perfecto —subrayó François Locci—. De este modo, tan pronto alboree podremos empezar el trabajo. La colina de Solena les ocultará por completo, y hallándonos a tres kilómetros y pico de la casa de Tardets, será muy difícil que se entere de nada por más ruidos que hagan sus motores.

—El ruido de los motores será insignificante, habida cuenta de que entrarán en funcionamiento en la profundidad de la fosa que vamos a cavar.

—Otra cosa —continuó Locci, señalando un mapa militar—; los coches llegarán sin dificultades hasta el lindero del bosque, pero luego habrá que andar algo más de tres kilómetros. ¿Cuánto pesa el material?

—Viene desmontado en cajas. Las más pesadas no sobrepasan los sesenta kilos.

—¿Cuántas cajas?

—Seis.

—Está bien. Cuando claree, cargaré seis asnos en el camión de transporte de ganado. Deberán estar listos para salir a las siete de la mañana.

Sólo hubo un cuarto de hora de retraso en relación con las previsiones del alcalde. El claro del bosque al que llegaron con la impedimenta, pareció ideal a Saúl para llevar a cabo su tarea. Se encontraban en mitad de un bosque denso y desierto; habría sido un milagro que les descubrieran.

Elena consiguió que le permitieran acompañar al grupo. Sentada aparte, en compañía de Laurent y Hamlekh, admiró la competencia y silenciosa eficacia de los técnicos israelíes. Un primer equipo había elegido científicamente el punto exacto para efectuar el trabajo de zapa; acto seguido otro grupo, tras arrancar un pequeño cedro, empezó a cavar la tierra. Un tercer equipo, con movimientos precisos, había abierto las cajas y montado las diversas piezas del material a utilizar.

A las nueve de la mañana, seis hombres empezaron a cavar una zanja de cuatro metros de largo por dos de ancho. A las 10.30, todo el equipo participó en la tarea de aplanar la tierra. Laurent, Hamlekh, el coronel Santi y François Locci se turnaban por orden. A la una del mediodía, Elena preparó algunos alimentos, que todos engulleron a toda prisa. Acto seguido, y a pesar del sol, que daba de lleno en las nucas de los hombres a través del espeso manto forestal, continuaron la pesada tarea de topos.

Al atardecer aparecieron los conductos de agua que buscaban, a una profundidad de casi cuatro metros. Fue preciso todavía trabajar intensamente para desgajarlos del todo. Fue entonces cuando empezó la delicada operación derivada que los especialistas en la instalación de oleoductos llaman bot tapping.

Primero se procedió a bajar con cuidado hasta la fosa uno de los grupos electrógenos de 5 CV Diesel, destinado a suministrar electricidad para el manejo de una sierra circular y de un taladro de perforación. Con una destreza y competencia que admiraba a los profanos, los técnicos seccionaron la conducción de agua, dejando un conducto móvil, por el que dejaron fluir el agua libremente; en la parte superior de la tubería empalmaron un contador, que tenía por objeto averiguar el caudal de agua de la propiedad de Tardets. Sólo les faltaba preparar el material restante y esperar la caída de la noche.

Los componentes del grupo se tumbaron sobre la hierba. Hamlekh, que hasta el momento se había entregado febrilmente a la acción, se vio sacudido por una sensación de angustia retrospectiva.

—Martin, ¿y si todo no fuera más que una serie de coincidencias? —comentó, secándose la frente con un trapo viejo—. ¿Se imagina usted?

—Por supuesto que sí. Pero, si no actuamos ante tal acopio de pruebas, es preferible recurrir a la ayuda policial habitual. No querrá que aparezcan provistos con una orden de registro y que vengan con sus CRS y sus altavoces a montar un asedio en toda regla, ¿verdad? Entre arriesgar mi carrera y la vida de las chicas, prefiero jugarme el puesto. —Luego añadió, sonriente:— Es exactamente lo que tengo pensado decir al presidente del tribunal militar que me juzgará, si estoy en un error; pero no tengo dudas acerca de mis hipótesis.

—Que Isaías le escuche.

Saúl, el ingeniero, permanecía sentado en el fondo de la zanja, con los ojos clavados en el contador. A las 19 horas el caudal de agua se aceleró y luego, a partir de las 20.30, aumentó considerablemente a lo largo de veinte minutos ininterrumpidos.

—Probablemente estarán limpiando los cacharros de la cocina —declaró Saúl.

A las 21 horas, el agua dejó de fluir. Todos se agruparon al borde de la zanja. Saúl miraba furtivamente, iluminando el contador con su linterna: la aguja no se movía. A medianoche no se había movido.

—¡Adelante! —decidió Laurent—. Disponen de tres horas.

Sin pérdida de tiempo, Saúl bloqueó el flujo de agua, y en seguida se procedió a cortar un trozo de tubería de unos dos metros de largo. Aun cuando la vivienda se hallaba en un plano superior al del corte, el agua almacenada en los tres kilómetros de cañería que mediaban hasta la hacienda Tardets no se escapó, puesto que no había ninguna entrada de aire en ningún extremo. Entonces empezó la operación de gas lift, la cual consiste en la inyección de aire, a través de un tubo muy fino, por el extremo obturado de una conducción llena.

Los miembros del equipo israelí dispusieron frente a la boca de la conducción seccionada el tubo interminable, transportado a lomos de un asno, enrollado en un carrete giratorio. El finísimo y flexible cable ahuecado, cuyo diámetro no era mayor que el de un auricular de juguete, estaba hecho a base de una especie de teflón guarnecido, lo suficientemente rígido para que se pudiera introducir en el interior de un oleoducto, y lo suficientemente flexible para acoplarse a las sinuosidades de las canalizaciones.

Dos horas necesitaron para poder deslizar el tubo por el interior de la cañería. Cuando encontraron resistencia se habían introducido 3.241,62 metros de cable. Saúl llegó a la conclusión de que, si los planos del catastro y los del departamento Forestal e Hidráulico se adaptaban a la realidad —suposición por lo demás lógica—, lo más probable es que el extremo del cable topara ahora con una cañería de la vivienda. La cosa no tenía mayor importancia.

Seccionaron el larguísimo serpentín y Saúl interrogó a Martin, iluminándolo por unos instantes con su lámpara.

—¡Adelante! —ordenó Laurent, tras haber echado un vistazo al reloj.

A uno de los extremos del conducto interno se conectó una bomba que inyectó aire a una fuerte presión hasta el extremo lejano de la instalación. El agua empezó a salir inmediatamente, inundando la fosa, que se convirtió en un lodazal. Tras esperar bastante rato el caudal fue decreciendo, hasta que dejó de fluir el agua. Saúl explicó:

—He aquí lo ocurrido: el aire ha expulsado suficiente líquido para permitirnos inyectar el gas. Ahora vamos a propulsar el corrosivo.

—¿Está usted seguro de que se extenderá por todas las canalizaciones interiores de la casa? —preguntó Laurent—. Le repito la pregunta porque se trata de un detalle esencial.

—Vea, señor —aclaró Saúl, estoicamente—; aquí obturamos herméticamente el conducto grande y conectamos al pequeño una bomba provista de contador. El gas corrosivo que vamos a enviar bajo presión se extenderá por toda la conducción, desde aquí hasta allí abajo. Basta con que el gas entre en contacto con el agua que todavía permanece en la mayoría de las cañerías para que se corroan las juntas de los grifos. Le garantizo que cederán al cabo de pocos minutos; pero, de todos modos, el contador nos lo confirmará.

En efecto, las juntas de goma fueron cediendo casi en el mismo intervalo. Así lo atestiguaba el contador, que a la sazón controlaba la inyección de gas corrosivo.

Tras desempalmar la enorme bomba de gas corrosivo, los técnicos israelíes la sustituyeron por un segundo fluido a presión. Esta parte del plan era la que más inquietaba a Laurent, el cual insistió:

—¿Está usted seguro? Le pido todavía que se detenga si existe una duda, por pequeña que sea...

Saúl le interrumpió con un encogimiento de hombros:

—Se lo repito por centésima vez: este gas no es perjudicial. La vitamina C tiene la misma propiedad en todos los casos y el organismo rechaza el sobrante. No andamos a ciegas, sino que lo hemos constatado. Podemos conseguir dormir a un individuo, sea cual fuere su estado de salud, dejándole respirar la atmósfera creada por este gas. Bastaría alimentarle con inyecciones para que este sueño artificial se prolongara indefinidamente. No le quepa duda de que dentro de un cuarto de hora, todo lo que respira en esta casa dormirá apacible y profundamente, y, créame, sin el menor peligro. Adelante, inyectad.

Con los ojos pegados al contador que controlaba el paso del gas narcótico, Saúl concluyó:

—En mi opinión, el fluido se extiende a través de por lo menos catorce orificios. Como es inodoro y la difusión debe ser silenciosa, a partir de ahora puede entrar en la casa cantando.

—En tal caso, vamos allá —decidió Martin—. Señor Locci, iremos detrás de usted. Yefet Arafat, entregue las armas.

Los hombres atravesaron el paraje boscoso que se interponía a modo de pantalla entre el grupo y la finca Tardets. Locci conocía el terreno palmo a palmo: desde niño, en aquella zona cazaba jabalíes.