Capítulo XIX

En Nueva York, Laurent y Elena esperaban al joven cónsul que les servía de guía. Habían calculado que para desplazarse desde Central Park hasta el edificio de la ONU necesitarían media hora aproximadamente. En aquel momento sonó el timbre del teléfono. Laurent fue informado de que la conferencia sufriría un retraso de seis horas. A instancias del gobierno americano, el coloquio, que en principio tenía que celebrarse únicamente entre los cinco representantes de los gobiernos afectados, vería incrementarse considerablemente el número de participantes en las discusiones. Los Estados Unidos exigían la presencia de observadores, de representantes del Senado, del Departamento de Estado y del FBI. A su vez, los Estados europeos habían seguido el mismo ejemplo. Alrededor de las 22 horas estaba prevista la llegada de varias delegaciones al aeropuerto Kennedy. Las únicas concesiones al plan de base eran que los cinco agentes de los servicios especiales serían quienes ostentarían la dirección del debate, y que no participaría ningún representante de la prensa ni de los restantes medios informativos. Además, se había avisado a Golda Meir de la amplitud que iba a revestir la conferencia, proponiendo a Israel que enviara más representantes. Pero, sin vacilar, la primer ministro había declinado el ofrecimiento; por tanto, Hamlekh sería el único observador por parte israelí.

A las 23.40, Laurent y Elena, precedidos por el joven diplomático, que tomó asiento en la parte delantera, subieron al DS del consulado. Estaba lloviendo y el portero del edificio, cuyo uniforme recordaba al de un general latinoamericano, les protegió con un gran paraguas multicolor que hacía juego con el baldaquín que pendía sobre la puerta de entrada.

El coche tomó por Broadway hasta Times Square, torciendo allí por la calle 42 Oeste. Al llegar ante la inmensa Estación Central, el vehículo tuvo que aminorar la marcha, y luego, con gran dominio del volante, el conductor volvió a adquirir velocidad. Una vez en el East River, torció en ángulo recto y llegó al edificio de la ONU por la Franklin Roosevelt Drive. Pasando de largo la entrada principal de la torre de cristal que bordeaba el río, el conductor guió el automóvil por el camino de acceso a la biblioteca, separándose del mismo unos doscientos metros más allá y penetrando en el aparcamiento subterráneo del edificio de la Secretaría General.

Siempre precedidos del cónsul, Laurent y Elena subieron al secretariado de la ONU por uno de los seis ascensores que lo unen con los tres sótanos. Luego se dirigieron hacia el edificio de conferencias por el pasillo que comunica ambas construcciones. Dos policías uniformados condujeron a Elena y al diplomático hasta la room of quiet, al tiempo que otros dos acompañaban a Laurent hasta la sala del Consejo de Tutela, donde finalmente iba a celebrarse la conferencia extraordinaria.

Al penetrar en el anfiteatro, Laurent experimentó una sensación de malestar. Casi todos los observadores internacionales habían llegado antes que él y, en un ambiente de cocktail mundano, los delegados se habían reunido en pequeños grupos, de los cuales llegaban fragmentos de conversaciones de diversa índole sin conexión alguna con el tema de la asamblea.

En el centro de la sala del Consejo de Tutela, obra del arquitecto danés Dinn Juhl, destacaba una gran mesa de conferencias, en torno a la cual podían acomodarse hasta setenta delegados. Era de estilo nórdico y la circundaban una serie de graderíos, dispuestos en círculo, donde se hallaban los asientos de los observadores. Cada uno de los brazos de los sillones iba provisto de un casco que permitía la difusión simultánea de los debates en once idiomas. Un altavoz disimulado en algún lugar anunciaba cada tres minutos, en inglés: «Señores: sírvanse solicitar al secretario general el número de los asientos que les han sido destinados»; pero, al parecer, nadie prestaba la menor atención a estas palabras.

Laurent se informó de la plaza que ocupaba y se sentó en el lugar que se le había asignado en la mesa central. Encendió un cigarrillo y esperó resignadamente. El altavoz anunció: «Señores: sírvanse ocupar sus sitios, los debates van a empezar.» Sólo entonces todo el mundo se precipitó en tropel hacia el secretario. Uno tras otro los observadores fueron ocupando sus asientos, con ademanes indiferentes que recordaban más la llamada de fin del entreacto de una representación teatral que el inicio de una reunión de trabajo.

Ya en las gradas, los comentarios prosiguieron. Los vecinos en las plazas ocupadas presentaban al compañero a otro asistente próximo, aludiendo a las relaciones comunes, mientras otros bromeaban.

Laurent calculó por lo alto el número de observadores: cincuenta como mínimo. ¡Era aberrante!

Casi a pesar suyo, los asistentes fijaron los cascos en la cabeza, cubriendo sus oídos con grandes auriculares de caucho muy blando. En el tablero de mandos que tenían en el brazo del asiento escogieron la lengua en la que deseaban seguir los debates. El noventa por ciento escogió el inglés.

—Les ruego presten atención, señores. Mi nombre es Saudners, Richard Saudners. Levanto el brazo. ¿Me distinguen?

Desde las gradas, numerosos movimientos de cabeza siguieron a la interpelación.

—Bien, señores. Para aquellos de ustedes que no estén familiarizados con la técnica de traducción simultánea, quiero indicarles que me encuentro en el centro de la mesa y que tengo a mi cargo la dirección de los debates. Represento al gobierno de Estados Unidos. Van a asistir ustedes a una discusión entre sir Edmund Wycherley, representante del Reino Unido; Hans Schloss, de Alemania Federal; Laurent Martin, de Francia; Yefet Hamlekh, de Israel, y yo mismo. Voy a citar otra vez sus nombres y les ruego a cada uno que levanten la mano.

Los cuatro representantes de los Servicios especiales obedecieron. Saudners prosiguió:

—Aquellos de ustedes que deseen tomar la palabra, no tienen más que pulsar el botón verde que tienen en el brazo derecho de su asiento. Yo decidiré si la intervención es o no pertinente y el orden en que se desarrollará. ¿Conforme? Un último detalle. Creo que todos los aquí presentes han asistido a la proyección de la película remitida por la organización palestina, celebrada a las 23.30. Si alguno no ha podido verla que levante la mano.

Nadie hizo el menor gesto y Saudners concluyó:

—¿Cuál de los representantes que he mencionado quiere iniciar el debate?

Nadie recabó prioridad.

—Alguien tiene que empezar. Sir Wycherley, por favor.

El delegado británico era un hombre delgado que aparentaba unos cuarenta años. Un espeso bigote de tonos claros remataba su labio superior, vestía un traje negro y negra era también la corbata. La única nota discordante era la camisa listada con franjas verticales rosas y blancas. Con acento oxfordiano dio comienzo a un discurso que se prolongaría estérilmente durante algunos minutos. Sus frases venían cadenciosas y entrecortadas por el extravagante tartamudeo, típico de la clase alta londinense que a principios de siglo empezó a imitar el habla de la aristocracia.

I... I... I think... Creo que puesto que la República francesa es hasta el momento la única a la que afectan las condiciones llegadas hasta nosotros, corresponde al señor Martin exponer las conclusiones de su gobierno.

Laurent, sin vacilar, levantó la mano y replicó:

—Mi gobierno desea conocer los puntos de vista de las otras naciones antes de tomar una decisión.

Saudners intervino:

—Señor, este juego puede prolongarse infinitamente.

Laurent tomó otra vez la palabra:

—El gobierno francés no puede ni quiere ejercer ninguna presión sobre el señor Fargeau, quien está formalmente decidido a ceder sin restricciones a las reivindicaciones que de él dependan. A menos que ustedes no logren persuadirles de que existen otros caminos, los dirigentes franceses difundirán la película del ministerio de Justicia, que es el que está facultado para condonar las penas.

Un murmullo recorrió los graderíos, al tiempo que se producían un intercambio de miradas entre los delegados observadores. Saudners tomó la palabra:

—¡Supongo que se dará usted cuenta de la extrema gravedad de esta decisión!

—Repito que espero sus sugerencias.

Una treintena de lucecitas piloto se encendieron simultáneamente en el tablero de Saudners. Casi todos pedían la palabra, pero fue Hamlekh quien la obtuvo por razones de prioridad.

Sin apartar la mirada de Martin, y con la mano levantada, declaró:

—Propongo retrasar el debate veinticuatro horas, al objeto de que todos podamos consultar con nuestros gobiernos.

La propuesta provocó un rumor de general hostilidad. Pese a ello, Hamlekh prosiguió:

—Propongo una votación:

Laurent comprendió lo que Hamlekh quería decirle con la mirada. A su vez, el agente francés fijó la vista en el americano. Saudners votó por el aplazamiento, y otro tanto hizo el agente israelí, secundado por Martin y Schloss. Al existir mayoría válida, Saudners clausuró la sesión entre los abucheos reprobatorios de los observadores, frustrados en sus deseos.

A medida que las voces disconformes iban en aumento, los cinco agentes especiales acordaron con discreción reunirse una hora más tarde en el apartamento de Central Park puesto a disposición de Martin.

De la reunión nocturna en el apartamento de Central Park no salió tampoco ninguna solución: los cuatro delegados de los servicios especiales no disponían de argumentos lo bastante sólidos para inducir a Francia a volverse atrás en su decisión.

Saudners, el americano, terminó con un monólogo que, a pesar de su extrema lógica y dolorosa evidencia, habría puesto en peligro la permanencia de su Gobierno de haber sido manifestado públicamente por un político. El representante de la CIA empezó diciendo, en un arrebato de frío cinismo:

—La verdad es que nos importa un bledo, y creo que nuestros Gobiernos respectivos comparten ese punto de vista. Nos importa un pepino la vida de estas chiquitas, y sus raptores lo saben perfectamente, razón por la cual apuntan a la opinión pública, o sea, la preocupación fundamental de los Estados democráticos. Nuestra única defensa consiste, o bien en volver la opinión a nuestro favor, o bien en atentar contra ella, lo que comporta un riesgo considerable. Dar la vuelta a la opinión pública así, en caliente, es casi imposible, a menos que los raptores cometieran el error de permitirnos la salida que haría posible decir: «Sacrificamos una vida inocente, pero con ello salvamos cien, mil o más». Sin embargo, es preciso que nuestro razonamiento se sostenga, que sea irrefutable. Supongamos, por ejemplo, que los palestinos exigen armas. En tal caso las cosas se nos pondrían cuesta abajo. Pero Martin lleva razón: jamás lograremos convencer a la gente de que la liberación del tal Ben Aloush constituye un peligro concreto, aun cuando lo fuera realmente. Lo irritante es que esta camarilla de cerdos que son los fedayín parece haberlo comprendido así. Han tardado, pero en esta ocasión sus métodos van sobre ruedas. Hasta hoy todas sus acciones ofrecían un fallo que permitía la respuesta. Los terroristas eran visibles, estaban a nuestro alcance y, sobre todo, los rehenes sólo eran un número, una entidad abstracta, nadie tenía tiempo de humanizarlos a los ojos de la opinión pública. Una matanza nunca causa alegría, pero no llega a encolerizar a las masas. Lo ocurrido en Múnich creó en la gente una sensación de frustración más que un sentimiento de injusticia o de horror, tanto más cuanto que los atletas israelíes secuestrados eran figuras de las que sólo se esperaba una actuación mediocre. Ninguno de ustedes ignora el mal rato que pasamos cuando nos dimos cuenta de que estos bestias hubieran podido hacer lo mismo con Mark Spitz sin incurrir por ello en mayores riesgos. Créanme, los soldaditos hubieran dejado su artillería en los vestuarios. Y cabe imaginar incluso que los fedayín hubieran realizado una elección todavía mejor que esa: la de un atleta tan popular como nuestro nadador californiano, pero sin que tuviera en sus venas la menor gota de sangre judía; eso todavía les habría permitido alcanzar un triunfo más sonado. Bien, no seamos demasiado exigentes y contentémonos con Mark Spitz. Si hubiera sido la víctima del rapto, los guerrilleros habrían hecho vibrar el corazón de las naciones, pues en este lapso de los Juegos Olímpicos, Spitz existía. Representaba mucho más que un grupo compacto y anónimo formado, por los pasajeros de un avión o por un puñado de diplomáticos desconocidos de la mayoría de la gente. A las tres cuartas partes de las amas de casa del mundo entero se les caía la baba, ¡así de fino lo digo!, ante su aparato de televisión cada vez que Spitz aparecía en la pantalla. De haber sido raptado nos hubiéramos visto obligados a reaccionar como ahora y dejarnos tirar de las narices, sólo que en Múnich nuestro único error fue el de dejar a tres hombres con vida...

Saudners hizo una corta pausa y luego prosiguió:

—Concluyendo: hemos subestimado a esos palestinos. Lo cierto es que hemos tenido siempre ante los ojos este peligro real, enorme, inaprehensible, pero nos hemos empeñado en cerrarlos. Precisamente, y a este respecto, presenté en marzo de 1970 un informe personal al presidente Nixon. Fue con ocasión del rapto de un avión, perpetrado por delincuentes vulgares, dos granujas que sólo pedían una cantidad relativamente modesta. A pesar de ello, pusimos en práctica un plan para hacerles frente en San Francisco. Todo estaba preparado. Cierto que los riesgos de herir o matar a un pasajero o a un miembro de la tripulación existían, aunque muy aminorados, pero estábamos dispuestos a asumirlos. No para evitar el pago de unos miles de dólares, sino para no tener que reconocer públicamente, costase lo que costase, la eficacia del chantaje. ¡Pero luego vino la cochinada! Resulta que la azafata era la amiga de un periodista de Berkeley, un especialista de la prensa «rosa». Así, de buenas a primeras, este puerco larga en la primera página de un papelote de gran tirada una soberbia foto de la chica y un rollo sentimental a seis columnas sobre las terribles vicisitudes que ella había atravesado durante toda su vida, una vida contra la que el destino se había cebado encarnizadamente desde su más tierna infancia. Allí había de todo: huérfana a los doce años, poliomielítica a los dieciséis, el prometido muerto en Vietnam a los dieciocho años. Incluso Kissinger tuvo que llorar de haberlo leído. Por mi parte, me apresuré a coger el teléfono, cursar órdenes a los tiradores de primera para que volvieran a sus casetas de entrenamiento y avisar al Chase Manhattan que preparasen el dinero. Este hecho explica también lo que ahora está ocurriendo. Recuerdo que en aquel entonces no pegué un ojo en toda la noche. Me imaginaba la primera página del «New York Times» y del «Washington Post» con la foto de la joven azafata en el catafalco, bella y sensual ante la muerte pese al agujerito que tenía en medio de la frente, y luego, el título: «Muerta por 50.000 dólares.» Después, cuando nos hayamos sacado de la garganta el cuchillo del caso «Rosebud», hagamos como los israelíes, manipulemos a la masa y demos la vuelta a la opinión pública. Hay que sensibilizar al pueblo sobre los peligros que entraña el ceder por sistema ante la aprehensión de rehenes.

Richard Saudners cayó en la cuenta de que la botella de coñac estaba vacía, y a regañadientes se sirvió un trago de whisky de malta.

—Pero, entretanto, cedamos, cedamos —lanzó un suspiro—, y roguemos para que las exigencias de los fedayín continúen siendo razonables por largo tiempo.