Capítulo XII

Durante cuarenta y ocho horas, el pulso del mundo entero latió al ritmo angustioso impuesto por el rapto.

El comisario divisional Eugène Le Breton había sido encargado de la investigación criminal relativa al asesinato de los marinos del «Rosebud». Sin pérdida de tiempo, mandó dos de sus colaboradores a Tel-Aviv; otros veinte andaban realizando discretas averiguaciones con el círculo de amistades y conocidos de las chicas y de los miembros de la tripulación. Pero el verdadero responsable de todas las decisiones, el mediador entre las familias, los jefes de Gobierno, los órganos de información y los servicios especiales de las naciones afectadas, continuaba siendo Laurent Martin.

El agente del gobierno francés había encontrado en Charles-André Fargeau un aliado de peso. La viveza, la lógica infalible y la influencia del viejo millonario habían sido necesarias para contrarrestar los impulsos de cuantos deseaban que Laurent Martin emprendiera una ciega y estéril carrera a través de los países árabes del Oriente Próximo.

Fargeau y Martin habían terminado por convencer a las autoridades que sólo la liberación del primer rehén, según lo prometido, podía permitir el hallazgo de una pista.

A excepción de Nikolaos, las familias de las chicas raptadas se habían instalado en el quinto piso del hotel Raphaël, donde el gobierno les iba informando de todas las novedades. Puede decirse que apenas salían del hotel de la avenida Kléber, ya que todos los accesos estaban asediados día y noche por los enviados especiales de todo el mundo y por los fotógrafos y equipos de filmación venidos de los cuatro rincones del globo, a los que sumaban gran número de simples mirones a quienes la policía trataba, muchas veces en vano, de hacer circular.

La opinión pública mundial tenía puesto su interés en el intrigante asunto. Sólo se hablaba de la liberación que los guerrilleros habían prometido. El más pequeño rumor servía de pretexto para que los grandes periódicos lanzaran una edición especial. Las emisoras de radio habían multiplicado los boletines informativos y cada cuarto de hora los locutores encontraban frases inéditas, pero sin ningún significado, que lanzar al aire. Los periódicos se aludían unos a otros en relación a las fuentes, de las que dimanaban noticias absurdas, utilizando en sus artículos la archiconocida fórmula de «según nuestro colega británico el “Daily Mirror”...»; o bien «Por lo que toca al editorial del “Hamburger Morgen Post”...», y así de forma interminable.

A las ocho de la mañana, dos días después de la proyección de la película a escala mundial, la furgoneta 2 CV amarilla de Correos atravesaba los viñedos de la propiedad Tardets. El funcionario detuvo el vehículo ante la verja del parque, bajó e introdujo el correo en la ranura excavada en la piedra de uno de los pilares.

Desde la residencia no se distinguía la verja, pero el oído entrenado de Adrien Tardets percibió lo que andaba esperando: el bramido del motor producido por la marcha atrás y luego por el viraje del pequeño vehículo de Correos.

Precedido de Hacam, que tomó asiento al volante, el viejo se introdujo en el «4L». Tras recorrer la senda, de grava que desde la residencia discurría sinuosa hasta la verja del parque, Tardets bajó del coche mientras Hacam daba la vuelta sin salirse del camino. Abrió la cerradura del buzón y extrajo del interior la edición corsa del «Provençal», junto con el correo del día, integrado por cuatro cartas.

El viejo volvió a ocupar su.lugar, y Hacam embragó mientras cerraba la puertezuela. Tardets examinó las cartas. La tercera ostentaba un sello de Alemania Federal y el matasellos de la «Postampt im Haupbanhopf», o sea, la central de Correos de Hamburgo.

La dirección estaba escrita a máquina: «Adrien Tardets, Prunelli di Fiumorbo, por Ghisonaccia, 20, Francia.»

—Aquí está —anunció el viejo.

—Ábrala —repuso Hacam.

Tardets cogió de la guantera una pequeña navaja, que utilizó para abrir pulcramente el sobre. Contenía una sola hoja de papel en la que se habían mecanografiado en minúsculas dos palabras: «La griega.» Tardets leyó el lacónico mensaje. Hacam aprobó con un movimiento de cabeza, al tiempo que frenaba ante la fachada. Tomando de manos del viejo la hoja y el sobre, echó un vistazo para cerciorarse, y con la ayuda de un mechero prendió fuego a ambos. Luego dejó caer los papeles a sus pies, los pisoteó y esparció las cenizas.

Ambos hombres se dirigieron a la cocina. Kirkbane, Cheikh y Kateb estaban instalados en torno a la enorme mesa, mirando ávidamente a Luala, la criada. Esta iba llenando los tazones de café muy caliente, cuyo fresco aroma impregnaba la habitación. Hacam le ordenó en árabe:

—Puedes irte. Ni tú ni tu marido volváis hasta mañana, ¿entendido?

La mujer asintió con la cabeza, dejó la cafetera y desapareció sin pedir la menor explicación. Al igual que Balir, su marido, conocía cuál era el precio de su silencio.

Hacam tomó la cafetera, llenó el tazón de Tardets y después el suyo. Los dos hombres se sentaron. Hacam intentó sorber un poco, pero se quemó y volvió a dejar la taza. Luego anunció:

—La griega. Comamos y manos a la obra.

Los tres árabes no respondieron. Fue Tardets quien señaló:

—La elección me parece discutible.

Hacam admitió:

—También a mí, pero hay que acatar la orden. Se lo repito una vez más: somos soldados y yo obedezco a un jefe directo. Este me dio una sola orden: seguir las instrucciones que nos llegarían desde determinadas ciudades alemanas. La primera es Hamburgo, y la próxima Berlín. En el momento en que reciba estas órdenes, mediante carta enviada desde Berlín, las ejecutaré ciegamente, sin preguntarme el porqué. Son órdenes, las únicas que he recibido; que hemos recibido. Ignoro quién tira de los hilos desde Alemania, y prefiero no saberlo. En todo caso, y hasta el presente, los que han planeado esta operación no han cometido ni un solo error; sus informaciones eran exactas. Por tanto, seguiré dándoles un margen de confianza. Por otra parte, mi jefe de Beirut, que sabe su identidad, lo ha pensado bien antes de ponerse en sus manos. Y ahora basta de palabras, vamos allá.

Abandonando al viejo, atravesaron el vestíbulo y el despacho; luego abrieron las dos pequeñas y macizas puertas que conducían a la cueva. Kirkbane llevaba una bandeja que había preparado: café, leche, rebanadas de pan y mantequilla.

Las cinco muchachas estaban extendidas sobre las literas. Elena fumaba un «Marlboro»; Mary-Jane Cubitt tenía los ojos fijos en el techo. Las tres restantes dormían.

Kirkbane puso la bandeja sobre una mesa de madera, cogió un cántaro de agua y llenó un vaso. Del bolsillo de la camisa lacó un tubo de Valium 10 y empezó a distribuirlo, tras haber despertado con cuidado a las durmientes.

Sin ofrecer resistencia, las muchachas fueron ingiriendo cada una el comprimido, ayudándose con un sorbo de agua. Elena dejó el cigarrillo, consumido a medias, en un platillo resquebrajado que hacía las veces de cenicero; luego tendió la mano. Sonriente, Kirkbane cerró el tubo de tranquilizantes y lo volvió a guardar en el bolsillo.

—Usted no, señorita. Hoy le privaremos del comprimido de la dicha.

Las chicas se incorporaron intrigadas. Desde el inicio de su encarcelamiento, era la primera vez que sus raptores no actuaban conforme a sus previsiones. Desde hacía tres días, su penoso cautiverio no había conocido más incidentes que las idas y venidas con la comida, los cubos de la estancia próxima —que los árabes recogían por turno sustituyéndolo por otro—, y la visita del más bajito cada cuatro horas, quien venía con su ración de Valium 10. Hacam tomó la palabra:

—Se han cumplido las primeras condiciones que impusimos. Una de ustedes quedará en libertad. Primero pensábamos dejar que ustedes mismas decidieran, pero sería un juego cruel que podría turbar la cordialidad que reina entre ustedes. Así pues, desde ahora les anuncio que la señorita Nikolaos será la primera en dejarnos.

Elena percibió los latidos de su corazón, que se había disparado de forma brusca y alocada. Por una especie de reflejo, luchó para que no se hiciera ostensible la excitación en ella provocada por el tremendo alivio que la embargaba; luego experimentó un sentimiento casi de vergüenza, como si el hecho de haber sido designada constituyera una traición. Mary Jane Cubitt empezó a llorar. Elena se levantó y dio un paso hacia ella, pero Sabine Fargeau la contuvo con una presión en el brazo. Ambas jóvenes se miraron y se comprendieron. Entonces fue Sabine quien, sentada al borde de la litera de la inglesita, la abrazó en un ademán de compasiva ternura. Hacam continuó:

—Vamos ya. Pronto seguirán todas el mismo camino; su padres y sus respectivos gobiernos han optado por el camino de la cordura. Ahora, señorita Nikolaos, utilizaremos de nuevo su talento. Vamos a filmar y grabar las condiciones para la liberación de otra de ustedes. Luego le entregaremos la banda sonora. Utilice su influencia para que sea difundida como la anterior. Aparte de dicha banda, le autorizaremos a efectuar las declaraciones que tanto la prensa como la televisión sin duda le pedirán. Tiene libertad para hablar de su viaje con nosotros, del lugar de detención y de las circunstancias del secuestro del «Rosebud». En suma: ninguna restricción. Aun cuando tome usted partido contra nosotros, ello no influirá en lo más mínimo en los hechos futuros y en la suerte de sus amigas. Tan sólo la reacción que engendre la grabación que vamos a efectuar orientará nuestras acciones futuras. ¿Comprendido?

—Comprendido.

—Tiene usted un minuto para despedirse de sus amigas. Venga en seguida con nosotros al fondo de la cueva, allí donde vio que instalábamos el material para la toma de imagen y sonido.

Elena abrazó a sus cuatro amigas, sin atreverse a prodigarles palabras de ánimo. Dijo simplemente:

—Veré a los padres de todas. Haré lo imposible para tranquilizarles.

Acto seguido se unió a los fedayín en la última estancia excavada en el sótano, donde éstos habían instalado una especie de estudio improvisado. Kateb manipuló el interruptor y se encendieron cuatro focos; luego hizo converger los haces de luz en el busto de la muchacha.

Elena empezó:

—Acabo de enterarme de que mi liberación es inminente...

Durante siete minutos y cuarenta segundos leyó el texto que Hacam le había tendido. Seguidamente, Cheikh vació la carga en una envoltura negra y Kateb se aseguró de la grabación. Los dos envases cilíndricos fueron precintados, introducidos en una pequeña bolsa con ceñidor. Hacam alargó la misma a Elena, quien trabó el ceñidor, en el que se habían practicado cuatro agujeros suplementarios en previsión de la finura de su talle.

—Perfecto, señorita —aprobó Hacam—. Lo siento en el alma, pero no voy a tener más remedio que ponerle otra vez la capucha durante el tiempo que va a durar el viaje. A partir del momento en que la cubramos, no debe pronunciar una sola palabra. No beberá ni le daremos de comer. Si tiene sed, ahora es el momento de indicarlo, y también si quiere tomar precauciones de orden íntimo.

Elena indicó que estaba dispuesta, y Hacam le colocó la caperuza de algodón negra. A la altura de las ventanas de la nariz se habían practicado dos agujeros, y otro a la altura de la boca. Una goma en torno al cuello aseguraba la fijeza del grueso paño. Hacam tomó una mano de la joven y la apoyó en su hombro.

—Sígame —dijo—. La avisaré antes de cada obstáculo.

La joven subió la escalera, oyó como se cerraban ambas puertas a su paso, cruzó la sala de trabajo, luego el vestíbulo y fue a salir al fin al exterior. La joven sintió la suave mordedura del sol bajo la blusa.

—Va usted a subir a un coche —la previno Hacam—. La ayudaré. Arriba. Córrase más allá, yo me sentaré a su lado.

Oyó como se cerraba la portezuela delantera.

Kirkbane, que se hallaba al volante, puso el coche en marcha. Por espacio de una hora recorrieron, al término del parque, toda la longitud de un sendero que formaba una especie de ocho gigante sobre una distancia máxima de dos kilómetros.

Kirkbane cambiaba con frecuencia de marchas y de velocidad. Después de una hora, detuvo el «4-L» en el mismo sitio del que había partido. Hacam rodeó el vehículo por atrás, abrió la puerta y, tras ayudar a bajar a Elena, guió los pasos de la muchacha.

Volvieron a cruzar el vestíbulo, pero en sentido inverso; luego entraron de nuevo en el despacho. Con un movimiento, Cheikh pulsó el mando de un magnetófono. En las cuatro esquinas de la pieza había sendos altavoces estereofónicos, que empezaron a difundir una grabación que duraría catorce horas sin interrupción. El equipo estereofónico era lo más nuevo en materia de grabación y el relieve acústico logrado resultaba de una fidelidad absoluta. Los fedayín incluso habían previsto el empleo de un juego de baterías que, en el caso improbable de que se cortara la luz, entrarían en acción automáticamente. Tales excelencias en el desarrollo del plan habían sido arbitradas por la cabeza rectora de la organización en Alemania Federal, la misma que transmitía las instrucciones por carta.

Cuando Elena entró en la estancia, apoyándose en la espalda del jefe de los guerrilleros, los amplificadores emitían ruidos diversos, y retazos de instrucciones lejanas, en árabe.

En el centro del despacho se había instalado un pequeño estrado que se levantaba a un metro del suelo. Encima de una plataforma cúbica de madera, de un metro de lado, estaba atornillado un sillón corriente de tubo: el asiento típico de las avionetas de turismo, provisto con cuatro correas de cuero. La plataforma de madera sólo se hallaba separada del suelo por el grosor de las dos mitades de un enorme neumático de camión. Una sencilla escalera de cuatro peldaños permitía la subida al estrado. Hacam ascendió los dos primeros escalones y, volviéndose, ayudó a Elena a subir, precisando acto seguido:

—Atención, agáchese... Dos escalones todavía... Aquí, ¿nota el brazo del sillón?... Bien, ahora siéntese; voy a sujetarla.

Abrochó las cintas de cuero a los tobillos y muñecas de la joven.

—Espero que no se encuentre demasiado incómoda —inquirió Hacam.

—Está bien así —balbuceó Elena—. ¿Durará mucho todo esto?

—Varias horas; pero no tenga miedo. Yo no voy a ir con usted, y el piloto no puede oírla. Así pues, no hable y relájese. No le he proporcionado ningún tranquilizante a fin de que una vez libre se encuentre plenamente consciente. Hasta la vista.

—Hasta la vista —repuso maquinalmente la joven.

Hacam bajó del estrado y miró el reloj. La cinta funcionaba desde hacía cuatro minutos y diez segundos. Esperó a que transcurriera el margen de seguridad, hasta que los altavoces dejaron oír el golpeteo metálico de la portezuela de una avioneta en el instante del cierre y atrancamiento. Casi al mismo tiempo se oyó el gemido doloroso del arranque y las explosiones regulares de un potente motor. La grabación se había efectuado durante el vuelo a bordo de un monomotor «Islander». La avioneta había tomado tierra en cuatro ocasiones, para aprovisionarse y volver a despegar. La cinta registró todos los sonidos propios de estas operaciones.

La plataforma cúbica de madera estaba provista de unas angarillas, delante y detrás, que le conferían el aspecto de una silla de manos. Cheikh y Kirkbane tomaron posiciones entre cada brazo. Los altavoces difundieron el ruido ensordecedor del punto muerto y luego el furioso zumbido del motor cuando el aparato empezó a ganar velocidad sobre la pista de despegue. Ambos fedayín sujetaron las angarillas e imprimieron al asiento pequeñas sacudidas. Mientras Cheikh, desde delante, elevaba con fuerza la plataforma, Kirkbane movía ligeramente la parte de atrás, con lo que producían la misma sensación que uno experimenta durante el despegue de un avión. Luego fingieron un viraje lateral sobre el ala. Hacam, sonriente, tenía la vista clavada en las manos de la chica, que permanecían crispadas sobre los brazos del sillón. Los dos fedayín todavía provocaron algunas sacudidas, luego hicieron que la silla de manos recobrara la horizontal y con suavidad la depositaron sobre el pavimento, dejando que reposara sobre el protector de grueso caucho. El equipo estereofónico sólo difundía el zumbido regular de un motor que funciona a la perfección.

Tras consultar sus relojes, los árabes abandonaron la estancia. En el curso de los ensayos, cada uno de ellos había actuado como conejillo de Indias sin que percibieran el menor fallo.

Aproximadamente dos veces por hora, los guerrilleros palestinos entraban de nuevo en la habitación y sacudían el asiento cuando el motor alteraba su cadencia con motivo de algún bache o zonas de inestabilidad atmosférica. En cada ocasión, Hacam observaba las manos de Elena: éstas dejaban de crisparse en el momento mismo en que el artilugio ganaba estabilidad al descansar en el suelo y cuando el ruido del motor volvía a sonar con regularidad.

Elena se dio cuenta de que, aproximadamente cada tres horas, la avioneta tomaba tierra, y en cada ocasión imaginó que el aparato rodaba por la pista de cemento de un aeropuerto; pero lo cierto es que se agitaba más que en una pista asfaltada. Por último, al cabo de unas doce horas, se produjo el aterrizaje definitivo.

Fue Adrien Tardets quien la desató y la ayudó a bajar, del mismo modo que Hacam la había ayudado a subir. La condujo al exterior, hasta una camioneta 403, cubierta con una lona; levantó luego a la chica para permitirle instalarse sobre un viejo colchón, dispuesto en la trasera del vehículo. Seguidamente corrió la cortinilla y fijó por dentro la gruesa tela que cerraba completamente la parte de atrás.

Hacam se hallaba sentado al volante, mientras que Cheikh aguardaba junto a la verja del jardín. Cuando hubo pasado el vehículo, la cerró con todo cuidado.