Capítulo XXIV
Laurent Martin y Patrice Thibaud salieron de París por carretera, a las once de la mañana. En esta ocasión, Laurent viajaba con su nombre verdadero, al volante del Porsche 911 T de su propiedad. Teniendo en cuenta que el asunto Thibaud era de exclusiva competencia francesa, Alemania Federal no había proyectado la película rodada con motivo de la puesta en libertad de Patrice. Sólo dos semanarios de poca tirada publicaron una fotografía del joven profesor. Atendiendo a ello, Martin decidió no trasladarse a Berlín desde un aeropuerto francés, puesto que era probable que allí no lograra pasar desapercibido. Para llegar hasta Düsseldorf tardaron menos de seis horas, lo cual permitió a los dos hombres alcanzar con comodidad el vuelo de la Pan-American con destino a Berlín. A las 19 horas, un taxi les condujo al número 72 de la Wundtstrasse, hasta un hotelito discreto cerca del recinto ferial, el Funkturm. Allí les esperaba Hans Schloss. Durante todo el viaje, Thibaud había buscado en vano el diálogo. Laurent se había limitado a contestar con monosílabos.
Los tres hombres entraron en la habitación de dos camas que Schloss había reservado. El agente alemán había preparado también el material que el proyecto de Laurent requería: una máquina de escribir, una cámara Leica y un juego de lentes de aumento, así como dos focos portátiles.
—Ahora tengo la obligación de contarle algo más del asunto —expuso claramente a Thibaud—. ¿Habla usted alemán?
—Lo entiendo.
—Bien. Voy a mecanografiar una carta y usted la firmará.
Thibaud, intrigado, se curvó sobre la espalda de Laurent mientras éste escribía la nota, y siguió la sucesión de palabras que iban apareciendo en la hoja de papel:
Scheidemann:
Escribo esta carta desde Berlín, a donde acabo de llegar en compañía de un representante del gobierno francés, Laurent Martin. Él y yo estaremos en Beirut, en el hotel Saint-Georges, dentro de cuarenta y ocho horas; o sea, en el momento en que esta nota llegue a su poder. Ni que decir tiene que ha sido Laurent Martin quien ha descubierto su identidad. A pesar de ello, él afirma, y yo lo creo, que no ha puesto al corriente a ninguna autoridad oficial. Sugiere que contacte usted con nosotros en Beirut y se comprometa a respetar sus condiciones, sean cuales fueren, en lo tocante a la discreción de nuestros pasos para llegar hasta usted. No puede ignorar mi reciente toma de posición en el caso. Si acepto actuar como garante de esta petición es porque estoy convencido de que un encuentro entre nosotros y el tal Martin puede resultar beneficioso, habida cuenta de la situación actual, para la prosecución de nuestro combate común.
Laurent sacó del carro de la máquina la hoja de papel y preguntó a Thibaud:
—¿Ha comprendido?
—Creo que sí. De todos modos, tradúzcalo.
Así se apresuró a hacerlo Laurent.
—¿Scheidemann? —interrogó Thibaud.
—Tendremos tiempo para explicárselo. Firme.
—De acuerdo.
—No le queda otro remedio.
Schloss tomó la hoja, la fijó con chinchetas contra la pared, instaló los focos móviles en diagonal cruzada y, tras haber comprobado la intensidad de la luz con un fotómetro, sacó dieciocho fotografías de la nota. Después llamaron por teléfono a un taxi y se trasladaron a la jefatura superior de policía. Arno von Kleist les condujo sin demora hasta el laboratorio fotográfico. Media hora más tarde aparecía montada en un marquito de cartón una diapositiva 24X36, igual que las utilizadas por la Kobis-Pictorial.
Era todavía lunes cuando la diapositiva de la nota fue incluida en la caja de diapositivas que al día siguiente, como todos los martes, seguiría por sendas conocidas hasta el Líbano y, posteriormente, hasta el cuartel general de Scheidemann.
Mientras Martin y Arno von Kleist se encontraban en las dependencias de la Kobis-Pictorial, Thibaud aguardaba en el coche de la policía, vigilado por Schloss. Una vez concluida su misión, von Kleist insistió en llevarse a los tres hombres a cenar a un restaurante típico berlinés, el «Aschinger am Zoo», una taberna popular sita en la Joachimstaler Strasse. El grupito encontró una mesa en un reservado de forma rectangular, un tanto elevado. El propio jefe superior de policía encargó los cuatro menús y mandó poner ante cada uno de sus invitados una enorme jarra de cerveza.
—¿A qué hora sale su avión mañana por la mañana? —preguntó von Kleist a Laurent.
—A las siete de la mañana, con correspondencia en Atenas a las 11.45.
—¿Es que no hay vuelo directo Berlín-Beirut? —quiso saber Thibaud.
—No se preocupe de eso, ¿me hará este favor? —cortó Laurent.
Por vez primera desde la salida, el profesor de filosofía reaccionó con brusquedad:
—¡Escuche, Martin! Ya estoy harto de aguantarle. Aun cuando haya aceptado colaborar con usted esto no le da derecho a tratarme como si fuera un esclavo.
—No le trato como a mi esclavo; sólo desconfío de usted. Por ello no quiero que sepa más que lo que yo estimo indispensable, y no vaya a tomarse ahora mi recelo como antipatía personal. No le conozco como persona ni tampoco tengo ganas de conocerle. Usted forma parte de estos tipos humanos salidos de una generación y poseídos por ideas monstruosas que me aterrorizan. Como tal, temo hasta la más trivial de sus acciones, de modo que ningún contacto entre los dos. Eso es todo.
—Tiene usted miedo y lo confiesa —prosiguió Thibaud, en tono jubiloso—. Inconsciente se da cuenta de que las masas están dispuestas a empujar y que un mundo nuevo en gestación, un mundo en el que no habrá lugar para usted...
El tono del joven adoptaba ahora acentos de tragedia popular; pero la camarera, que traía ya los primeros platos del menú, salvó a Martin de la perorata e hizo que dejara de prestar atención al discurso enfático que Thibaud continuaba pregonando. El joven terminó por darse cuenta de la grosera insistencia con que su interlocutor se afanaba, fascinado al parecer, en seleccionar con ostentación los alimentos acumulados en la enorme fuente que acababan de ponerle delante.
—El futuro del mundo le interesa menos que el pfefferpotthast que se dispone a engullir, ¿no es así, Martin?
Schloss y von Kleist estallaron en una sonora carcajada. El Polizeichef replicó palmeando su barriga:
—El futuro del mundo, joven, se construye mejor con la panza bien rellena.
Con un gesto despreciativo y malhumorado, Thibaud apartó lejos de sí el plato y les recriminó:
—Me repelen ustedes y me quitan el apetito.
La risa de los dos alemanes se hizo estentórea, en tanto que Laurent, conservando una calma indiferente, saboreaba la comida, estoico y callado. Thibaud realizó una última tentativa:
—Elena tiene razón: es usted un bruto.
Laurent reaccionó en un acceso de fría cólera.
—¿Quiere hacer el favor de no mezclar a Elena en esto? ¿Por qué diablos se empeña en soltarme la serenata? ¿De veras cree que me ilustra con ella? Mire, yo he leído a Marx, Engels y Lenin cuando usted todavía andaba en pañales, y también a Mao Tse-Tung y su amiguete Marcuse. Así que métase de una vez en la cabeza que sus desahogos diarreicos con los que ha venido dándome la lata desde que salimos de París no me enseñan absolutamente nada. Y ahora déjeme jalar en paz.
—¡Pobre sinántropo! —ironizó Thibaud, que, sin embargo, cogió su plato y empezó a comer.
El Boeing 727 de la Lufthansa aterrizó a la mañana siguiente en Atenas a las 9.45. Laurent había dormido durante todo el viaje y Thibaud se entretuvo leyendo con avidez la prensa de Alemania Federal. Tal como estaba previsto, la mayoría de periódicos se declaraban dispuestos a publicar las sugerencias de sus lectores. Además, el «Berliner Morgen Post» y el «Bild Zeitung» incluían una serie de extensos artículos sobre el problema árabe-israelí.
De manera instintiva, Thibaud llevó la mirada hasta los tableros luminosos de la sala de tránsito donde se anunciaban las salidas, y preguntó extrañado a Laurent:
—Observo que no hay ningún vuelo previsto con destino a Beirut.
—Ya lo sé. El nuestro es el vuelo 121 del El Al con destino a Tel-Aviv.
—¿Cómo dice...?
—Disponemos de cuarenta y ocho horas y tengo que solventar algunos detalles en Israel que no tienen nada que ver con usted. Viene en calidad de acompañante; eso es todo.
—Es una trampa. Me niego a ello.
—No sea estúpido, que no está representando ninguna comedia. Sus heridas empiezan ya a cicatrizarse. ¿Qué interés pueden tener los israelíes en detenerle? Sólo estaremos en Tel-Aviv veinticuatro horas; luego volveremos aquí y nos quedaremos el tiempo justo para el tránsito hacia Beirut. Se lo repito por última vez: el único propósito que me anima es salvar a Sabine.
Los dos hombres aterrizaron en Lod hacia las doce del mediodía. Allí les esperaba Yefet Hamlekh, quien les evitó pasar por el control de la policía y el estampillado del pasaporte, cosa que hubiera podido crearles dificultades dentro de dos días, cuando llegaran al Líbano.
El agente israelí había reservado una habitación doble en el hotel Sheraton, donde permanecieron el tiempo justo para dejar las maletas. Inmediatamente se dirigieron a casa Zukerman, en la calle Ben Yehuda, una especie de tasca vegetariana cuyo único interés radicaba en el hecho de encontrarse cerca del cuartel general de la «Shin-Beth». A las 14.15 los tres hombres subían los escalones que conducían a la oficina de Hamlekh.
Mientras éste y Martin subían al piso de arriba para conversar con mayor intimidad, se pidió a un agente sumamente amable que no perdiera de vista a Thibaud. Por fin, el joven francés encontró un auditor atento y, por las trazas, vivamente interesado en sus arengas. La «Shin-Beth», que nunca desaprovechaba la ocasión, por trivial que fuera, fotografió al joven desde todos los ángulos, registró en una cinta sus palabras y obtuvo sus huellas digitales sin que aquél recelara lo más mínimo.
Entretanto, en la sala de reuniones, Hamlekh y Martin se instalaron en dos confortables sillones de idéntico estilo. Desde su asiento, el consejero israelí podía manipular un proyector de diapositivas de tambor circular. Hamlekh aceptó el cigarrillo inglés que le ofrecía Laurent y luego comentó:
—Creo que la cosa funcionará. La idea de llevar con usted a Thibaud es excelente. Scheidemann no resistirá la tentación de contactar con un cómplice que le cae de improviso y que hasta el momento le ha sido de gran valor. Por otra parte, querrá saber cómo ha podido llegar usted hasta él. En consecuencia aceptemos la idea de que usted se entrevistará con él pero sin sobrestimar las ventajas que ello puede reportarnos o, más exactamente, la ventaja, ya que desde mi punto de vista es una sola: localizar la imprenta, que es tanto como decir su guarida.
—Le comprendo, Hamlekh; pero parece poco probable que Scheidemann nos deje asomar las narices dondequiera que sea. No es un imbécil, y por desgracia ya nos lo ha demostrado.
—Pero ignora lo que sabemos, y aquí reside nuestro único triunfo. Ahora le pasaré veintiuna fotografías aéreas de los refugios palestinos en el Líbano, tomadas desde doce mil metros de altura por nuestros aviones de reconocimiento. En cada una de ellas observará la existencia de una minúscula construcción, y a usted, Martin, no cabe duda de que le llevarán hasta una de ellas. Después de cada diapositiva aparecerá en pantalla un dibujo esquemático en el que se representa la forma de la construcción antedicha. Sepa que son todas rectangulares y que su orientación es distinta en cada caso, por lo que, si usted llega a precirsarnos el ángulo de uno solo de los muros, nos será posible identificar la casucha que andamos buscando.
—¿Está usted imaginando una especie de reloj de pulsera con brújula acoplada o algo así?
—No —repuso Hamlekh—; son demasiado listos para utilizar un truco de esta especie; y sería un riesgo innecesario. No, piense: la situación del sol según la hora del día o, caso de que salga usted de noche, las estrellas. Admito que hay una probabilidad entre cien, pero debemos intentarlo.
—Admitiendo que llegue a ver su guarida, no tenemos la certeza de que las chicas se encuentren en este refugio.
—En materia de certidumbres, ni siquiera sabemos si acudirán a la cita. No hay más remedio que andar a tientas y confiar en que no son infalibles.
—Así lo espero, Hamlekh. Páseme las fotos.
Martin y Thibaud aceptaron la invitación a cenar que les formuló el coronel David Fulham y que Hamlekh les transmitió. El espíritu curioso y apasionado del joven profesor le ayudó a superar los prejuicios que le impulsaban a negarse a convertirse en huésped de un estamento que a su modo de ver representaba la esencia misma de la decadencia y la ignominia.
A las 20.45, un Ford Taunus oficial acudió a buscarles al hotel Sheraton. Veinticinco minutos más tarde, el conductor frenaba el vehículo frente a la escalera de la residencia de Ramat-Gam. Patrice Thibaud había traído consigo su único traje de tergal color oscuro. En el momento en que se disponían a salir de la habitación en el Sheraton, Laurent había sugerido al joven filósofo prestarle una corbata, y en apoyo de la idea argumentó con indiferencia:
—Creo que dispone usted de otros argumentos más convincentes que negarse a resistir los convencionalismos de una sociedad cuya corrupción sólo tendrá que soportar una noche. Le advierto que es inútil que pretenda sorprender a los anfitriones. A ellos les gusta vestirse bien para cenar, pero les importa un bledo que los demás no compartan sus gustos.
Así pues, Patrice Thibaud, luciendo una corbata trenzada de seda negra, subió en compañía de Laurent los escalones de piedra que desembocaban en una vasta terraza. Una decena de invitados permanecían de pie, con un vaso en la mano, intercambiando opiniones al parecer banales. Varios oficiales vestían uniforme de gala. Hamlekh realizó una rápida presentación.
En el transcurso de la suculenta cena se respetaron las reglas elementales de la cortesía y no se abordaron temas de política. Terminado el ágape y a una señal de su esposa, el coronel Fulham invitó a sus huéspedes masculinos a seguirle hasta un espacioso y confortable salón. Cajetillas de habanos, muchas de ellas luciendo la acreditada marca Davidoff, circularon de mano en mano. Un criado árabe, de corta estatura, preguntó qué bebida deseaban tomar los comensales y escanció en los vasos la solicitada por cada cual. Acto seguido, y con una brusquedad típicamente militar, David Fulham inició una discusión que proseguiría hasta el alba.
—De modo, joven, que esta noche tengo el privilegio de tener, frente por frente, a uno de mis enemigos encarnizados, sin que ni uno ni otro tengamos ningún puñal en la mano.
Thibaud, que temía que el éxodo masculino hacia el fumador fuera una simple prolongación del intercambio de opiniones sobre la exportación de las naranjas, se lanzó con avidez por la portezuela que se le abría. Con todo, el ambiente agradable de la reunión le había afectado lo suficiente para refrenar su violencia instintiva.
—Me temo, señor, que si me arrastra a un terreno que, según usted confiesa, no es el suyo, me vea obligado a mantener opiniones que estarán en contradicción con haber aceptado su invitación a cenar.
Fulham, sonriente, parecía muy satisfecho.
—Por favor, por favor... A mí las palabras no me asustan más que el plomo derretido, y lamentaría perder una ocasión como la que se me presenta esta noche. Quiero recordar a nuestros amigos que tienen delante a un brillante agregado de filosofía, encargado de curso en una de las facultades más importantes de Francia y que, además, es líder de un partido que, entre otras tesis, postula sin reservas a favor de la causa de los extremistas palestinos que desean borrar con un trazo de sangre el mapa de la nación israelí.
Patrice Thibaud se desató, libre ya de todo comedimiento:
—Digamos que lo que pretendemos es destruir en el mundo cualquier forma de colonialismo. A nuestros ojos, la fundación del Estado de Israel, impuesto por medio del chantaje y del terrorismo que hoy ustedes no quieren admitir, propugnados por otro bando, es un vergonzoso ejemplo de colonialismo exacerbado. Junto con Grecia, Portugal y algunos pueblos esclavizados de América Latina son ustedes los únicos que marchan ciegamente contra la corriente histórica.
—¡Oiga, mi joven amigo! —interrumpió Hamlekh—. Me parece que va demasiado aprisa. No nos obligue a aceptar los postulados marxistas y en especial el que sostiene que la destrucción del colonialismo va en el sentido que marca la historia. Admitiendo sin más que la historia tenga un sentido, ¿con qué derecho pretende usted monopolizarlo? Según sus amigos, Marx y Lenin, quiero recordarle que los últimos que basaron su actuación política en este dogma fueron Hitler y los nacionalsocialistas del III Reich. Ellos hicieron que su águila de acero surcara, los cielos en lo que consideraban era el sentido de la historia, y que debía conducir a la raza aria a dominar al mundo por espacio de milenios.
Thibaud repuso con una sonrisa desdeñosa:
—¿Acaso niega usted que liberar a los pueblos esclavizados por sus verdugos colonialistas es un proceso evolutivo que no camina por la senda del devenir histórico?
—En modo alguno —replicó Hamlekh—; pero los términos que usted utiliza sólo me demuestran una cosa y es que, al igual que buena parte de los jóvenes intelectuales de su generación, está usted gravemente intoxicado. Les es imposible disociar las palabras «colonos, colonización y colonialismo» de una noción peyorativa, exactamente como si por una especie de osmosis hubieran absorbido los adjetivos «ignominioso, escandaloso y envilecedor». Le recuerdo de pasada que el mundo actual es un conjunto fruto del colonialismo, y que los romanos colonizaron las Galias. El hecho de que la imagen que ustedes tienen de César corresponda o no a la de un jefe de Estado no cambia las cosas.
—¡Olvida usted el hilo de la historia! —prosiguió Thibaud—. Los galos y germanos, a los cuales los romanos trataron de colonizar por la fuerza de las armas, provocaron en definitiva la caída del Imperio. A base de oprimir continuamente a un pueblo se consigue que éste encuentre las energías suficientes para rebelarse. Y puesto que alude usted al sentido de la historia, no lo detenga cuando le convenga. La historia de Roma no es sólo la de sus conquistas, sino también la de su colapso. Todos los imperialismos (la historia, a la que usted recurre con tanta insistencia, se lo demostraría) generan ellos mismos, de modo fatalista, las causas que les llevan a la destrucción. En cuanto a la amalgama que usted elabora, sepa que sólo es fruto de su mala conciencia. Para un marxista no hay que juzgar el colonialismo desde un punto de vista moral, sino una etapa ineluctable del proceso expansionista del capitalismo internacional. No aparente ignorar que el racismo siempre ha servido para justificar la explotación del hombre por el hombre, ya que es más fácil esclavizar, subyugar, al que se detesta.
—Lo que más me admira en usted —ironizó Hamlekh—, es su noble y generosa imparcialidad. No le basta con dotar de sentido a la historia, sino que lo otorga además al racismo. Aun a riesgo de sorprenderle, le aseguro que estudio con suma atención todos los órganos de la prensa, a través de los cuales la izquierda internacional imparte graciosamente lo que ella estima como la buena conciencia universal. Esta prensa se rebela, indignada, en una interminable oleada de diatribas que sólo consiguen poner de manifiesto las inhibiciones febriles y convulsivas de sus autores tan pronto se produce en algún lugar el menor síntoma de racismo. Pero aclaremos bien las cosas: del racismo tal como ella lo entiende, en función de sus intereses. Por contra, sabe mostrarse sospechosamente discreta cuando este racismo no se amolda tanto a sus objetivos. De aquí a imaginar que la noción del racismo no es en definitiva más que un argumento destinado a consolidar ante la opinión pública los cimientos de una política muy concreta, sólo media un paso.
—Le permito darlo, pero usted solo.
—Gracias, pero en tal caso tomemos un ejemplo; y no me diga como Napoleón Bonaparte «que resulta cómodo buscar en el pasado ejemplos ambiguos que sirven para retrasar la marcha». El mío es de hoy, y como éste tengo diez, cien, mil a su disposición. Un hombre cuyas ideas usted no comparte, pero cuya profunda competencia científica no se atreverá a negar, ha expuesto perfectamente la cuestión. En su Lettre ouverte aux victimes de la décolonisation, Jacques Soustelle narra los actos del más puro racismo, acontecidos en 1971 bajo el patronazgo del buen general Amin Dada. El presidente de Uganda, logró demostrar que era sin discusión el dios vivo del racismo, puesto que en unos pocos meses alcanzó este estadio de paroxismo sublime en el que se acumulan el racismo tribal, el antisemitismo, la xenofobia antiasiática y el odio al hombre blanco... No se encoja de hombros, Thibaud. No es a Amin Dada a quien condeno, sino al silencio que ustedes permitieron en torno a sus actos, ustedes y la izquierda en peso. Voy a recordarle cuáles fueron las medidas del general. Cuando Amin Dada se hizo con el poder, en enero de 1971, impulsó una oleada pavorosa de atrocidades contra las dos etnias que sostenían al presidente derrocado: los Langui y los Acholi fueron torturados, mutilados, degollados y ejecutados en grupos de cien. ¿Y qué hizo la prensa de izquierdas frente a tales pruebas de infamia, crueldad y racismo tribal? Dio la callada por respuesta. Algunos supervivientes lograron llegar a Tanzania, y el «Observer» hace constar por lo menos que «estos hombres tienen la mirada vacía y atormentada producida por la atrocidad que han tenido que soportar los que lograron sobrevivir a los campos de concentración». Pero el bueno de Amin no ha hecho más que empezar. En septiembre telegrafía a Kurt Waldheim, secretario general de la ONU, a Golda Meir y a Yasser Arafat para solicitar que los israelíes sean deportados a Gran Bretaña, pide asimismo nuestra expulsión de la ONU y de Palestina y proclama los méritos de Hitler y de sus cámaras de gas. Tal vez usted me diga que todo eso son fanfarronadas, y que en definitiva este déspota negro es más bromista que racista y que la crisis de crecimiento de su país es algo que provoca risa. Pero resulta que Uganda dispone de un voto en la ONU, como cualquier otro representante, y que como quien no hace nada, en los últimos juegos olímpicos de Múnich votó (33 votos contra 31) por la exclusión de Rhodesia en virtud de sus delitos racistas. Curioso de veras, ¿no le parece? Sobre todo si uno tiene en cuenta que sólo dos semanas antes Idi Amin formuló un ultimátum a todos los asiáticos de Uganda, obligándoles a salir del país antes del 8 de noviembre bajo pena de encarcelamiento en campos de concentración. Un mes después les llegó el turno a los diez mil blancos que residían en Uganda. Paso por alto todo lo relativo a los horrores del éxodo, los malos tratos, las torturas, los golpes y las humillaciones. Una decena de periodistas ingleses que fueron encarcelados y luego puestos en libertad informaron de que habían presenciado escenas de esparcimiento en el curso de las cuales oficiales ugandeses obligaban a los prisioneros a romperse mutuamente el cráneo a mazazos.
—Lo recuerdo —cortó Thibaud—; pero toda la prensa occidental dio cuenta de lo ocurrido. Los hechos jamás fueron escamoteados al público, como parece usted insinuar.
—Lo que yo insinúo, y estoy dispuesto a demostrárselo, es que los hechos no fueron presentados por su verdadera cara: el de un racismo exacerbado. Insinúo, y además demuestro, que sus amigos del Tercer Mundo se han limitado simplemente a censurar los hechos. En suma, y para terminar, le repito que Uganda continúa disponiendo en la ONU de un voto que pesa tanto como el de Italia o de Alemania Federal. Hablemos cuanto quiera de racismo, pero en serio, entre adultos y no por el puro placer de hablar y cargar siempre el mochuelo al blanco que en un momento de cólera larga una patada al trasero de un árabe, ya que, al margen de los orígenes y del color del pompis afectado, esta exasperación sería la causa exclusiva del incidente.
—Usted mismo reconoce que Amin Dada provocó la lucha racial, con lo que se deduce que el racismo no es algo que dependa del pueblo, sino de los intereses que lo esclavizan. Para incrementar su poder, Amin Dada suscitó una guerra fratricida entre las etnias que apoyaban a su rival, y luego, para seducir a la opinión internacional, en particular a los países africanos fronterizos, fustiga en la ONU a todos los racismos, en especial el rhodesiano. Por lo que respecta a la prensa que se considera de izquierdas, sabe usted que no comparto sus criterios, pero no finja confundir la causa de los pueblos subyugados y pobres con la de los periodistas de la prensa occidental.
El tiempo discurría y la conversación no era más que un diálogo entre Hamlekh y Thibaud. Las esposas se habían sumado al grupo de los maridos y seguían con atención, en calidad de espectadoras, aquel diálogo de sordos.
—Usted sitúa la discusión —repuso Hamlekh— en un plano intelectual y filosófico. Es usted un soñador con talento, y su cultura le permite jugar con las palabras al extremo de interpretar los textos de forma que convengan a la filosofía que sostiene. Me parece bien. La filosofía es una ciencia que trata de analizar los problemas en orden más general, y no me sorprende que en esta tarea usted se las componga perfectamente. Pero yo toco con los pies en el suelo. Es mi deber, y de ello obtengo una primera constatación: ¿Qué saca de provecho el mundo moderno de un filósofo? O, dicho de forma más prosaica: ¿Qué otra salida tenía usted, un brillante filósofo francés, tras haber obtenido el título de agregado? Usted lo sabe muy bien. Una sola salida: la de profesor de filosofía. Estoy de acuerdo en que con ello se cierra el anillo; pero yo le pido que no salga de él, pues se convierte usted en un tremendo peligro cuando intenta imponer a las masas, por medio de la violencia y el chantaje, sus elucubraciones; y cuando, gracias al maquiavelismo de sus mentes sobrecargadas de lecturas, llegan a popularizar y a concretar en una vulgarización equívoca y seductora sus utopías intelectuales... Por el momento, señor Thibaud, nosotros pugnamos de forma pertinaz; cada día debemos ofrecer a través de nuestros actos una imagen implacable, a menudo la de la violencia y en ocasiones la de la injusticia. Pero, ¿por qué razón? ¿Somos acaso unos sádicos o unos racistas? No, amigo, sino porque somos hombres realistas y creemos más en la crudeza de los hechos y en el sentido común del hombre rústico que en sus autopsias esquizofrénicas de los textos revolucionarios. Atengámonos a los hechos.
Este diálogo de sordos se prolongó por espacio de algunas horas. El cielo adquiría el tono macilento del alba en el mundo oriental en el momento en que Martin y Thibaud volvían al Sheraton.