Capítulo XV

La película se reveló en la calle Cognacq-Jay. Sólo aportó dos precisiones a lo dicho por Elena: el número de armas automáticas embarcadas en Brasil —1.482 fusiles ametralladores— y el nombre del ingeniero enviado a la capital de Jordania: Louis Bauvais. Una de las copias se proyectó en el Elíseo, a las 18 horas. Otras tres salieron a las 15.30 con destino a la Casa Blanca, al 10 de Dowing Street y al Palacio Schaumburg.

Los acontecimientos siguieron el rumbo vaticinado por Laurent Martin. Pompidou reunió a sus ministros y a los representantes de los servicios de la policía a las 21 horas. Poco antes de iniciar la reunión, había sido informado de que el Premier británico se le había anticipado en media hora, puesto que los ingleses iniciaron la reunión acto seguido de la proyección de la copia. En Bonn, Brandt no empezó la discusión del caso hasta las 22, ya que había sido preciso avisar urgentemente a Georg Leber, ministro de Defensa, que se encontraba en viaje de estudios oficioso.

El consejo interministerial francés todavía duraba cuando a las 23.45 se recibieron noticias de la embajada de Estados Unidos en el sentido de que Nixon y sus colaboradores acababan de visionar la copia y que estaban ahora deliberando. Debido al transporte de la película, los Estados Unidos llevaban varias horas de retraso sobre los gobiernos europeos y pedían se les concediera tres horas suplementarias para tomar sus decisiones. Así pues, se decidió que a las 3 de la madrugada, hora europea, Washington llamaría a París, desde donde se consultaría con Londres y Bonn antes de devolver la llamada a Washington.

A las 3.45 se había aceptado por unanimidad la celebración de una conferencia internacional extraordinaria. En Europa era martes y acababa de darse a conocer que los representantes de los Servicios especiales, provistos con las instrucciones de sus gobiernos, se reunirían aquel martes a las 18 horas —horario americano— en la sala de conferencias del edificio de la ONU. Habida cuenta de la diferencia horaria, los enviados europeos tenían tiempo sobrado de llegar puntualmente a la reunión.

Por otra parte, se tomó el acuerdo de aceptar por tres votos a uno —el de Francia— la petición formulada por Tel-Aviv a Londres, en el sentido de que el gobierno israelí deseaba estar representado por uno de los altos cargos de la «Shin-Beth», lo cual elevaba a cinco el número de negociadores. Además, se admitió por unanimidad que la señorita Nikolaos se desplazaría también a Nueva York por si era precisa su intervención en el seno de la conferencia. En el edificio de la ONU se pondría a disposición de los negociadores una de las seis pequeñas salas destinadas a las reuniones de los comités, en tanto que la señorita Nikolaos dispondría de la room of quiet, o sea, del salón destinado a los delegados como lugar de reflexión.

Washington había procedido a redactar un lacónico comunicado a la prensa y demás órganos de información, que Londres, París y Bonn aceptaron:

«La señorita Elena Nikolaos ha sido hallada sana y salva en la madrugada del lunes en algún lugar de Francia. Ha entregado a las autoridades francesas competentes una nueva película en color de 16 mm sonorizada. Una vez revelado, montado y proyectado por París, Bonn, Londres y Washington, dicho documento, procedente de la organización terrorista denominada “Septiembre Negro”, enumera una serie de condiciones de cuyo cumplimiento depende la liberación de otro rehén. La primera de ellas exige la difusión general de la película durante la hora de mayor audiencia en las cadenas de televisión del mundo occidental. Sin embargo, el documento precisa que la organización “concede” a las potencias involucradas una semana para decidirse, a contar desde la fecha de liberación de la señorita Nikolaos. En este espacio de tiempo, las vidas de las muchachas que todavía están en su poder no corren peligro.

»Los gobiernos de Francia, Inglaterra, Alemania Federal y Estados Unidos han acordado nombrar a unos representantes que se reunirán hoy en Nueva York para estudiar la nueva problemática de este lacerante drama. La señorita Nikolaos acompañará al delegado francés. Pedimos a los representantes de todos los órganos de la prensa y la información que no traten de entrevistar a la señorita Nikolaos hasta el término oficial de las consultas. Si interferimos el principio sagrado de la libertad de prensa es sólo con fines humanitarios, que esperamos comprenderán los informadores. Cualquier filtración, en efecto, pondría en peligro el poder encontrar una línea de actuación cuyo principal anhelo sigue siendo la salvación de los rehenes.»

El comunicado evitaba intencionadamente aludir a la participación israelí en la conferencia en la cumbre.

A las seis de la mañana Laurent Martin, tras haber obtenido la conformidad del Elíseo, se entrevistaba con Charles-André Fargeau en el salón privado de este último, en el hotel Raphael, al objeto de facilitarle un resumen de la conferencia mantenida con el presidente de la República, si bien expurgada de los aspectos más sustanciales. En realidad vino a decirle más o menos lo mismo que el comunicado que a la sazón los periódicos de la mañana ya estaban imprimiendo.

Fargeau se dio cuenta de que a partir de ahora las familias de los rehenes recibirían un trato receloso y que le convenía mantenerse alerta frente a un posible ataque. En consecuencia, tomó la decisión de reunirse al mediodía en la avenida Kléber con las familias de las muchachas raptadas. Pero, aun así, el viejo millonario continuaba considerando a Laurent Martin como a un aliado precioso. Propuso fletar un avión charter que le permitiría desplazarse a Nueva York con Elena sin tener que estar pendiente de las miradas ineluctablemente curiosas del pasaje de un vuelo regular. Además, esta comodidad permitiría a Martin disfrutar de seis horas para conversar tranquilamente con, la muchacha. Laurent repuso que bastaría reservar las dieciséis plazas de primera de un avión comercial.

Fargeau despertó a Laura, su secretaria particular, la cual anunció al poco rato la reserva de dieciséis plazas de primera clase en el DC-8 de la Japan Air Line, con escala en París entre las 13 y las 15, a nombre de Charles-André Fargeau, con destino Nueva York. Los dos únicos pasajeros que viajaban en primera, procedentes de Tokio, terminaban el viaje en París; en cuanto a los cinco que debían embarcar habían aceptado cambiar de avión y volar en la Pan-American, cuyo horario de salida era el mismo.

A las 9.25, en el n.° 25 de los Campos Elíseos, un empleado de la Japan Air Line transmitía por télex a Tokio y a Nueva York el cambio en la lista de pasajeros del vuelo JAL 412 de la compañía. Nueve minutos después salía de la agencia uno de los colaboradores franceses y, con paso rápido, se dirigió al edificio de correos de los Campos Elíseos, situado a sólo unas decenas de metros. Marcó un número del distrito 17 y cuatro minutos más tarde el jefe del grupo de la Mossad en París transmitía un escueto mensaje radiado a la central de la «Shin— Beth» en Tel-Aviv.

En el instante en que el telegrama llegaba a la calle Ben Yehuda, el piloto del Boeing 727 de El-Al que efectuaba el vuelo regular Tel-Aviv — Roma — París — Nueva York solicitaba a la torre de control del aeropuerto Roma-Fiumicino las consignas para el aterrizaje. Acababa de manipular la palanca que liberaba el tren de aterrizaje cuando la radio de a bordo captó un mensaje urgente para el señor Yefet Hamlekh, pasajero israelí con destino a Nueva York.

La enorme mole del aparato se deslizaba por el asfalto. El copiloto invirtió los reactores y el formidable impulso quedó refrenado y el monstruo, domado, torció a la izquierda, enfilando una de las pistas que conducía al edificio central. En la cabina, la azafata recitaba en inglés las mismas monótonas letanías que antes había repetido en hebreo: «Deseamos que los pasajeros que descienden en Roma guarden un recuerdo agradable de este vuelo. Confiamos en verles muy pronto de nuevo en las líneas El-Al.» Tras una pausa, añadió por el micro:

—Rogamos al señor Yefet Hamlekh que pase por la cabina de mando para recoger un mensaje personal que acabamos de recibir:

El mensaje era muy breve: «Llame aprovechando escala Roma.»

El consejero Hamlekh apenas tardó cuatro minutos en comunicar con el coronel Fulham, en Tel-Aviv. Este dijo con voz metálica:

—Sus dos amigos tomarán el avión de la JAL, vuelo 412, que despega a las 13.45 de Orly. Se les ha reservado todas las plazas de la primera clase. Intente viajar en clase turista. Usted llegará a París con casi una hora de adelanto. Si no logra una plaza tiene una reserva a su nombre en el avión de la TWA que sale de Orly a las 14.35. ¿Comprendido?

—De acuerdo.

La conversación telefónica había durado menos de treinta segundos.

Eran casi las diez de la mañana cuando Laurent volvió a su domicilio del Quai Voltaire. Elena dormía. Valdo, el húngaro, le informó que la chica se había pasado la noche leyendo en la biblioteca. Laurent echó una ojeada. Los rescoldos del fuego que ella había mantenido toda la noche, el gran cenicero lleno de colillas, el encendedor de mesilla, los almohadones que había sacado de los sillones y algunos libros esparcidos por el suelo daban fe de la velada nocturna de la joven. Laurent examinó los libros, sin que los títulos le produjeran demasiada sorpresa: Los crímenes del amor, de Sade, que aparecía tirado sobre la alfombra, abierto en la página 46; los Ensayos sobre las costumbres, de Voltaire, no parecía haber tenido mejor suerte. Finalmente, Elena parecía haberle tomado gusto a su tercera elección, La Colline inspirée, de Maurice Barres. Laurent llamó a la puerta de la habitación de los huéspedes. Repitió el gesto por tres veces consecutivas, acentuando en cada ocasión la fuerza de los golpes. Como no obtuviera ninguna respuesta, optó por entrar.

Elena dormía profundamente, recostada sobre el vientre. Por toda vestimenta sólo llevaba una camiseta color verde claro, que se le había arremangado en arrugados pliegues hasta la base de los omoplatos. Se había librado de la manta y la sábana sólo la cubría hasta la rabadilla, dejando ver dos profundos hoyuelos en la parte inferior de la región lumbar.

Laurent vaciló antes de acercarse. Cubrió con la sábana a la joven hasta la espalda y la sacudió suavemente. Elena giró sobre sí misma, abrió los ojos y balbuceó:

—¿Qué? ¿Qué hora es?

—Son más de las diez.

La chica terminó de sacudirse el sueño.

—¡Por lo menos hubiera podido llamar!

—Así lo hice. Pero antes de iniciar las hostilidades conteste a una pregunta: ¿Tiene pasaporte?

—No, mi bolso se quedó allí.

—Me lo temía. ¿Tiene fotos de carnet?

—Calle Guynemer. Frédérique debe de tener. Es mi madre —aclaró.

—Lo sabía. Llámela por teléfono y dígale que Valdo pasará a buscar dos fotografías dentro de media hora. Luego escríbame en un trozo de papel su nombre, dirección, lugar y fecha de nacimiento, talla, color de los ojos y señales particulares.

—No tengo señales particulares.

—Se olvida de la profundidad de los hoyuelos en la cavidad renal; de todos modos, es inútil hacerlo constar.

La muchacha se revolvió bajo la sábana, sus mejillas se tiñeron de rojo y contestó con irritación:

—Se cree muy listo. No hace más que aprovecharse de la situación. ¡Bien, aprovéchese cuanto pueda! Cuando todo esto haya terminado le denunciaré. Hay leyes contra los mirones.

Laurent sonrió.

—Dese prisa. Haga luego la maleta. Salimos de viaje.

—¿Puedo saber hacia dónde?

—Estados Unidos, a la una y cuarto.

—¿Se está carcajeando de mí?

—En absoluto; ahora no es el momento oportuno. Será mejor que obedezca en vez de charlar.

Mientras la chica descolgaba el teléfono, Laurent se dirigió a su despacho y llamó al coronel Savigny.

—Mi coronel, Valdo estará en su oficina dentro de tres cuartos de hora. Le entregará unas fotografías y datos personales de la chica Nikolaos. Que le extiendan un pasaporte, el suyo se quedó con los fedayín. Voy a llamar a Nola, de la embajada americana, para el visado. Salimos a la una y quince en el vuelo JAL-412. Ordene que no se nos someta a las formalidades de embarque y envíeme el pasaporte directamente al avión.

Laurent colgó el teléfono, llamó luego a la embajada de Estados Unidos y seguidamente se introdujo en su aseo personal, se afeitó y tomó una larga ducha de agua fría. Luego se puso una camisa ligera de color beige, un traje de alpaca color tabaco y unos zapatos cómodos y livianos. Sin abotonarse el cuello de la camisa se subió el nudo de la corbata.

Eran las 12.25 cuando bajaban las escaleras. Un DS-21, de color negro, les esperaba en el porche. El chófer, sin uniforme, no se movió del volante; con aire indiferente dejó que se instalaran en la trasera del coche.

Elena llevaba una falda corta de algodón color beige y un jersey sport listado, con franjas horizontales de varios colores. Atravesado en bandolera, llevaba un bolso imitación del macuto militar, de cuero flexible y tono verdoso, a buen seguro comprado en Hermès o en Gucci.

El coche se vio obligado a respetar el sentido único del Quai hasta la Cámara de Diputados, para volver luego en dirección contraria por el bulevar Saint-Germain y torcer siguiendo el bulevar Raspail. Elena lograba a duras penas dominar su excitación.

—¿Conoce usted América? —preguntó.

—Sí.

—Es natural. A su edad ya se conoce todo. Yo no he estado nunca.

—Me temo que no tendrá ocasión de ver gran cosa.

—¿Es que también allí van a secuestrarme?

—¡Pues claro! ¿Qué se imagina?

—¿Es que nuestro caso ha hecho tanto ruido en Nueva York como aquí?

—Desde luego; más incluso. Me parece que no se da cuenta de la situación. Pero es normal a su edad.

—¡Vaya! No era mi intención herirle. Todavía tiene usted muy buena facha. —Y sin disimulos recorrió con la mirada a Laurent de pies a cabeza.— Incluso no me extrañaría que pudiera usted gustar a cierto tipo de señoras.

—Dígame, ¿no le parece que se está alejando un poco de su intransigente ultimátum para conmigo, en lo tocante a nuestras relaciones?

La chica hizo una mueca, herida en su orgullo, y admitió por fin condescendiente:

—De acuerdo. Arrojo la toalla. He sido una víctima de los acontecimientos y no imaginaba que llevaría las cosas a este extremo. ¡Si no hablo con nadie me volveré loca!

Una vez en Orly, el vehículo bordeó los edificios destinados a mercancías. Un gendarme motorizado y una furgoneta de Air-France les esperaban. Siguieron al DS hacia el acceso a las pistas y luego hasta la zona donde estaba aparcado el DC-8 japonés. Los pasajeros de la clase turista todavía no habían llegado cuando Laurent y Elena subieron al aparato.

La azafata, primorosamente enfundada en su kimono floreado de seda bordada, les condujo a la parte delantera, cerró tras de sí la puerta que separaba el compartimiento de primera clase de la clase turista y en un inglés entrecortado y cantarín dijo:

—Bien, ni que decir tiene que pueden ustedes instalarse donde mejor les acomode. Pidan lo que necesiten. Podrán comer después del despegue. ¿Quieren el menú europeo o el menú oriental?

—El menú europeo —repuso precipitadamente Laurent—; pero antes quisiera dormir un par de horas. Comeré después.

—Bien, señor, entendido. ¿Y la joven señorita?

—Yo también esperaré —repuso Elena—, pero yo prefiero la cocina oriental.

Laurent se desembarazó de la americana y de la corbata, que arrojó sobre uno de los asientos vacíos. Pulsó el botón de otro y el asiento se extendió. Cerró los ojos y empezó a relajarse, insensible a la mirada de Elena, que había seguido todos sus gestos. La muchacha permanecía en pie, con aire contemplativo, como si estuviera sumida en profundas reflexiones. Por último pidió:

—¿Tiene fuego?

El no se movió ni abrió los ojos, pero dijo entre dientes:

—No se puede fumar antes del despegue.

—Lo sé, pero luego estará dormido.

—Pues luego se lo pide a la azafata.

La chica se enzarzó en un monólogo que Laurent aguantó sin inmutarse.

—¡Será usted antipático! Desde luego, no puede decirse que oculte el juego: su carácter agriado de solterón se pone en evidencia. ¡La cocina francesa! ¡La pobrecita azafata! ¿Qué crimen de lesa burguesía ha osado cometer? Usted es el tipo de persona que vocifera en las islas Salomón si su viaje organizado no ha previsto el bistec y las patatas fritas. Diga, ¿en qué club Mediterráneo pasa usted las vacaciones?

Laurent se había prometido que, dijera lo que dijese la muchacha, la dejaría desahogarse sin pestañear. Pero se volvió y tuteándola adrede, la conminó:

—Oye, ¿no puedes olvidarme por dos horas? He pasado toda la noche discutiendo como un energúmeno. Tienes una azafata sólo para ti. Pídele un vaso de leche, bombones, tebeos con historietas, o que te haga una raya en el suelo para que puedas jugar, pero por favor, déjame en paz de una puñetera vez.

La muchacha rompió a reír a carcajadas.

—Vamos, esto es diálogo de cine barato. ¡El número del superhombre condescendiente!

De no haber estado tan cansado, ni tan preocupado por la situación, lo habría pasado en grande con la chica. Estuvo a punto de responder: «Ahora entiendo por qué te han soltado la primera», pero reprimió al instante sus intenciones. Elena salía apenas de una confortable adolescencia y de golpe se había encontrado sumida en un mundo implacable. Se encontraba en aquella edad crítica en la que, tratándose de personas inteligentes y sensibles, se confrontan las paradojas y pugnan las emociones. La madurez crítica de la muchacha era considerable, pero su instintiva timidez frente al mundo de los adultos la compelía a la agresividad. Laurent sabía que debía dejar que se desahogara, de este modo la muchacha lograría librarse de sus angustias sin el menor sentimiento de heroísmo o ligereza.

Los reactores dejaron oír su silbido cada vez más estridente. El DC-8 giró sin gracia y se dirigió, avanzando, hasta la pista de despegue.

Laurent se durmió, mientras Elena seguía las vicisitudes del estridente despegue, con la frente pegada a la ventanilla.

Sentado en la parte trasera de la clase turista, Yefet Hamlekh desplegó la bandeja extensible que tenía enfrente, pegada al respaldo del asiento delantero, sacó de una gruesa cartera una de sus tarjetas comerciales y presionó sobre el bolígrafo para sacar la punta. En la tarjeta podía leerse: «Yefet Hamlekh, subdirector.» Abajo, a la izquierda, constaba: «Agrum Compañía exportadora», y a la derecha: «Rehov Jabotinsky-29, Tel— Aviv. Ph. 507 162.»

Con trazo uniforme y claro, el agente de la «Shin-Beth» escribió en inglés: «Dado que el azar ha querido que voláramos en el mismo avión, tal vez podríamos intercambiar algunos puntos de vista.» Luego escribió en el Sobre: «Para el Sr. Laurent Martin, en primera clase», y sin cerrar el sobre entregó la misiva a la azafata, con el ruego de que la hiciera llegar a su destinatario.

Laurent continuaba durmiendo, por lo que la azafata entregó la nota a Elena y regresó al otro compartimento. La muchacha leyó el sobre y se acercó hasta Laurent, encantada de tener un pretexto para despertarle. Vaciló un tanto y al fin hizo deslizar la tarjeta lo suficiente para enterarse del contenido. Acto seguido la introdujo en el bolsillo de la camisa del durmiente, situado a la altura del corazón. El envoltorio sobresalía medio centímetro.

La muchacha se sentó en el asiento vecino al de Laurent y sin el menor miramiento le sacudió por el hombro. Laurent despertó. Molesto, pero resignado, masculló:

—¿Qué pasa ahora?

Elena enrojeció un poco, pero no se desconcertó. Anteriormente él la había tuteado y, tras diez minutos de enfurruñada meditación, decidió abandonar toda señal de deferencia.

—¿Conoces a un verdulero judío que se llama Yefet Hamlekh? —preguntó.

Laurent escrutó el rostro de Elena, intrigado, y descubrió el sobre que tenía en el bolsillo. Con gesto vivo tomó la nota y leyó el contenido, luego increpó:

—¿Es que se dedica a leer mi correo ahora?

Ella olvidó el tuteo.

—¡Pero si pretendía hacerle un favor! De haber sido algo sin importancia le hubiese dejado dormir. Será la última vez, se lo prometo. ¡Meterme donde no me llaman! ¡Es el colmo!

Laurent suspiró. Apretó el botón para llamar a la azafata y, una vez ésta en su presencia, le transmitió:

—Diga a ese señor que le espero.

Luego se dirigió a Elena:

—Y ahora ponte delante y déjame hablar con este tipo.

—¿Es que quiere comprarle unos mangos?

—Elena, la cosa va en serio.

Ella palideció, se dio cuenta de la situación y balbuceó humildemente:

—Perdón, no había comprendido. Lo siento.

Laurent sintió cierta desazón al verse obligado a devolver a la muchacha a la realidad. Elena tomó asiento en una de las butacas delanteras y se esforzó en no volver la cabeza cuando el agente israelí hizo su aparición.