Capítulo XVII
Hamlekh extrajo del expediente una carpeta flexible, al tiempo que declaraba sin el menor entusiasmo:
—Tenemos cuatro nombres. Creemos con certeza que son nombres auténticos, pero con los tiempos que corren, eso ya no significa nada. De todos modos, tenemos un punto de partida; seguir las ramificaciones ya es otro cantar.
Laurent había cogido de la bolsa de su asiento el cartapacio publicitario de la JAL y extrajo del mismo, papel de cartas y un bolígrafo, utilizando una de las tapas como apoyo para escribir.
—El número 1 de la organización nació en febrero de 1939, en Potsdam. Así pues, cuenta en la actualidad treinta y cuatro años. Se llama Wilhelm Scheidemann. Deploro tener que precisar que es judío.
—¿Antisionismo?
—Sí, Martin. Aquí radica para nosotros el peligro real, un peligro de muerte. Pocos conocen la virulencia y el odio que nos profesa una minoría exaltada de judíos opuestos a la creación del Estado de Israel. Son unos místicos fanáticos, convencidos de que la fundación de Israel significa el fin del judaísmo. En apoyo de esta tesis citan los textos sagrados: la Biblia, los profetas, la Tora, los hagiógrafos. Según sus interpretaciones «es el espíritu de Dios lo que salva y libera y no la fuerza del hombre», «el verdadero patriotismo no consiste en el apego a la tierra, sino en el amor al pasado, en la veneración de las generaciones que nos han precedido». Cuando uno se pasa el tiempo buceando en las Escrituras resulta fácil deducir interpretaciones sobre las que se apoyan para justificar su causa. Por ejemplo, el salmo 10 del profeta Miqueas dice: «Vosotros que levantasteis Sión con la sangre y Jerusalén con la iniquidad». Vea, Martin, lea esto; es indispensable que conozca estos textos para comprender, pero insisto en que no proceden por desgracia de la camarilla de Wilhelm Scheidemann. La cosa es mucho más grave, pues son panfletos publicados en la prensa o editados y traducidos a diversas lenguas. Sus autores son intelectuales, a menudo la flor y nata de la Diáspora, hombres de reconocida sabiduría, cinco de cada diez veces grandes rabinos.
Durante un cuarto de hora Laurent dio lectura a los textos con asombro. Todos contenían referencias a sus autores y a las altas funciones que ejercían. Era increíble: «La violencia de los palestinos nos da la medida de la violencia de los israelíes y constituye una respuesta a la misma. Si Shiran Shiran no hubiera quedado traumatizado por la agresión Sionista que permitió la fundación y la expansión del estado de Israel en Palestina, jamás hubiera cruzado por su mente la idea de asesinar a Robert Kennedy».
«Los destructores del Estado sionista cumplen con la voluntad de Dios. Los terroristas de Al Fatah son los servidores de Yavé. Debemos venerarles, temerles y, sobre todo, no oponernos a sus designios, por criminales que puedan ser, pues DIOS ES UN HOMBRE DE LUCHA».
«En tanto que judío, yo no creo que Jesús fuera personalmente el Mesías, pero creo que Dios se encarna en todos los pobres como lo enseña la mística judía. Ahora bien, Jesús era pobre y víctima no de los judíos, sino de los ricos. Fueron en efecto los judíos adinerados los que junto con los romanos asesinaron a Cristo. Por más que se esfuerce en comprar a intelectuales historiadores para demostrar lo contrario, el Estado de Israel demuestra su culpabilidad reactualizándola. Si los padecimientos infligidos a los árabes nos parecen insoportables y generan la pasión de la justicia, es por el vínculo que guardan con los infligidos a Dios. Al proclamar su soberanía, el Estado de Israel ha destronado al Eterno como en tiempos de Samuel y ha expulsado y privado de su asiento real al rey de los reyes, del mismo modo que ha expulsado y privado a los árabes de sus casas y tierras. Por lo cual, la injusticia perpetrada contra los árabes se confunde con la injusticia perpetrada hacia Dios, adquiriendo un carácter absoluto, trascendente. El estado de Israel pretende lo contrario: contradice al Eterno y le niega; por eso no puedo satisfacer a Dios y a mi fe judía sin decirle no...»
Laurent devolvió el expediente al agente israelí, que lo ordenó meticulosamente en una carpeta en la que había escrito en tono de burla, con rotulador: «Cristo es un refugiado palestino». Hamlekh escrutó el semblante de Laurent y, visiblemente satisfecho del efecto producido, continuó:
—Le sorprende, ¿no es cierto? Pues sepa que desde 1950 este tipo de literatura prolifera en el mundo. Ello supone centenares de libros, millares de cartas publicadas por periódicos complacientes. Al principio, nosotros, los israelíes, sólo vimos en ello un entretenimiento de intelectuales postergados, postergados y rencorosos; pero luego apareció el grupito de Wilhelm Scheidemann, que en menos de cinco años se convirtió en una mafia internacional.
—Dígame todo lo que sepa de Scheidemann, Hamlekh.
—Estimo que ya empecé al mostrarle este expediente. Scheidemann es hijo de un médico. Sus padres emigraron a Estados Unidos seis meses después de su nacimiento. Hasta su muerte, en 1948, el viejo Scheidemann ocupó un puesto secundario en el Mount Sinai Hospital, en la calle 100 de Nueva York. La familia vivía y vive precariamente en la calle 99, en pleno mercado portorriqueño. En este ambiente nuestro hombre dio los primeros pasos por la vida. Muy pronto destacó por su inteligencia, adelantándose mucho en los estudios. Sus profesores y maestros hablan de él como de un genio. Para él la edad universitaria comienza a los catorce años. Pero muy pronto compromete sus estudios en un frenético afán de anarquía e inestabilidad. Cursa tres años de medicina; su padre ve en él a una futura lumbrera. De súbito, y sin motivo aparente, renuncia a los estudios de medicina para preparar simultáneamente una licenciatura de lenguas y otra de filosofía. Otra vez abandona y empieza a militar en el seno de la comunidad portorriqueña. Luego la cosa se eslabona: publica algunos manifiestos virulentos y se convierte en el tribuno desatado de algunas minorías oprimidas. En 1960 se traslada a Frankfurt, donde vive como secretario de un asesor jurídico de ideas avanzadas. En el curso de un viaje a Hamburgo conoce a Horst Mahler, el abogado cómplice de Andreas Baader y compañía. Puede imaginar lo que sigue... Un último detalle; se droga con anfetaminas y recurre a inyecciones intravenosas de Bencedrina. Sólo duerme dos o tres horas diarias... Resumiendo; un cerebro privilegiado exacerbado por la ideología anarquista y los estimulantes del sistema nervioso. Un loco peligroso que en su vida ha conocido el orden y el método, como no sea para realizar su satánico afán de instituir el caos a escala mundial. La defensa de la causa palestina sólo es el primer paso. Maneja a esta pandilla de salvajes distribuyéndoles las migajas de su festín.
—Dijo usted cuatro nombres. Scheidemann sólo es uno.
—El número dos es Ulrika Raad, consejera de la banda, veintiocho años, judía austríaca. De forma accesoria, sirve de derivativo a los agobios sexuales de uno u otro jefe de la organización; pero sólo de manera mecánica, como medio de relajación física, ya que nuestros amiguitos están todos ellos por encima de lo que consideran una servidumbre humillante que Dios ha impuesto a los hombres. Pero las funciones de la bella Ulrika no terminan aquí. Al parecer desempeña el papel de asesora prudente, por paradójico que este adjetivo pueda parecer, disfruta al parecer de una especie de buen sentido que sirve para frenar los impulsos contundentes de Scheidemann. El japonés que tenemos en nuestro poder la describió físicamente con concupiscencia: alta, morena, ojos claros, piel mate. Nos confesó que en el caso improbable de que alguno de los componentes del comando de Lod volviera con vida al seno del consorcio de cerebros, ascendería un escalón en la jerarquía, que entre otros privilegios le permitiría el uso constante e indiscutible de esta ambivalente consejera, lo cual le permitiría deshinchar y guardar en la bolsa al maniquí de caucho que hasta el momento compartían entre cinco y del que según propia confesión, empezaba a estar cansado.
—Hamlekh, ¿de veras que es momento oportuno para bromear?
—No estoy bromeando. Lo que le estoy contando nos lo relató el japonés cuando el mutismo sistemático de este asesino acabó con nuestra paciencia y decidimos, ante la actitud provocativa de este carnicero fanatizado, echar mano de un analéptico.
—¿Pentotal?
—Eso está pasado de moda, amigo. Nuestros laboratorios han preparado una fórmula basada sobre todo en la dosificación y cuya base son, evidentemente, las anfetaminas que, como sabe usted, repercuten sobre la locuacidad del individuo. A ello hemos añadido una serie de tranquilizantes y relajantes que aniquilan la voluntad del sujeto. También tuvimos que utilizar un magnetófono, pues ningún intérprete hubiera podido seguir el ritmo del buen japonés una vez abrió la espita. No, Martin, hacer hablar a un hombre ya no es problema. Pero, por desgracia, nuestros enemigos lo saben y han encontrado un antídoto. Por suerte hemos acertado a descubrir en qué se basaba, y ello fue lo que nos permitió apresar al japonés y conservarlo con vida.
—Continúe, Hamlekh, tengo que recuperar el retraso de cinco años...
—No lo tome a chacota. No subestimo sus servicios, y menos todavía los suyos personales; pero si uno no está en constante peligro de muerte la apatía creada por la tranquilidad artificial y frágil de sus países hace que se desenvuelvan ustedes en un clima tranquilizador, mientras que nosotros, los israelíes, hemos de pensar y reaccionar con la astucia agresiva que desarrollan las fieras acosadas.
—Por favor, hechos, ¡hechos!
Hamlekh asintió un tanto frustrado, ya que disfrutaba apasionadamente de estos instantes en que encontraba pretexto para exponer la supremacía de sus servicios y la gloria de Israel. De todos modos, prosiguió diciendo:
—Para las operaciones como la de Lod, Scheidemann se sirve de pilotos suicidas, lo que no es nada nuevo, sobre todo para los japoneses. Pero lo que sí lo es, por contra, es que cuantos participan en estos comandos pueden considerarse biológicamente muertos desde el momento mismo de su partida.
—Confieso que me intriga, Hamlekh.
—Y sin embargo la cosa no tiene nada de mágica. Antes de enviarlos a una misión, Scheidemann hace tragar a sus hombres una cápsula de cianuro.
—¿Cianuro de efecto retardado?
—Exactamente. El grosor de la cápsula protectora que contiene el veneno está calculado en función del tiempo previsto entre la partida y el desarrollo de la misión. La cápsula está hecha con un producto parafinado que se va fundiendo a la temperatura del estómago.
—¿Y el prisionero que hicieron en Lod?
—Le echamos el guante a tiempo y le hicimos un lavado de estómago: reflejo de fiera acosada.
—¿Y los soldaditos del bueno de Scheidemann saben lo que se tragan?
—No, por supuesto. Hemos estudiado muy a fondo el comportamiento del mecanismo intelectual de los pilotos suicidas, de los auténticos, de aquellos que se lanzaban con el avión atiborrado de bombas contra los buques estadounidenses, y estamos convencidos de que incluso éstos conservaban inconscientemente la esperanza de salvar el pellejo. Créame, Martin, la naturaleza humana es más fuerte que los fanatismos más exaltados. Todos los desesperados se creen dispuestos a dar la vida por su ideal, pero en rigor el hombre nunca podrá vencer su instinto de conservación. Aquí reside precisamente la pequeña parcela que nos permite erigir nuestro sistema defensivo.
—Realmente, la personalidad de ese Wilhelm Scheidemann es inquietante.
—Tanto más cuanto que sabe convencer, y que un pequeño grupo de locos furiosos se le une desde todas partes del mundo, aparte de que su capacidad de síntesis le permite soslayar los peligros anejos a la extensión de todo movimiento clandestino. La cadena que cada día va alargando está integrada por eslabones ciegos. Ha estudiado todos los peligros, reinventado todas las medidas de precaución. No deja nada al azar o sólo detalles nimios de los que nos esforzamos en extraer la sustancia, como es el caso de los lavados de estómago que practicamos a todos nuestros prisioneros antes incluso de descargar las armas que portan.
Martin tomó algunas notas.
—¿Y los demás nombres? —preguntó al agente israelí.
—Karl Volker Lichtenberg y Ernst Schaffner-Weill. Junto con Scheidemann y Ulrika constituyen el núcleo central; pero ya le confirmo desde ahora que nunca utilizan sus verdaderos nombres. Disponen en abundancia de documentos admirablemente falsificados. Sus nombres no nos fueron facilitados por el japonés, que nada sabe de ellos. Los hemos obtenido encajando la confesión del japonés con una serie de datos que ya poseíamos.
—Usted me habló de ramificaciones y de un posible punto de partida.
—En efecto. Frankfurt, Schiffer Strasse 9. ¿Conoce usted Frankfurt?
—Bastante bien.
—La Schiffer Strasse es una calle estrecha, perpendicular al muelle de la orilla izquierda del Main, a la altura del Museo de Artes Decorativas. ¿Se sitúa?
—No recuerdo la calle, pero sí muy bien el Museo.
—Bien. En esta dirección se encuentra un estudio de dibujo que, por otra parte, es la sede social de una compañía perfectamente legal: La Société Franco-Belge d’Art Graphique. Las actividades de esa sociedad son, tome buena nota, la confección de historietas destinadas a los niños de siete a trece años de los países árabes.
Hamlekh volvió a introducir la mano en la cartera y extrajo tres pequeños álbumes en color de historietas para niños, parecidos a los tebeos de todos los quioscos del mundo. El diálogo y las explicaciones aparecían escritos en lengua árabe. Antes de traducir los grandes renglones de texto, Hamlekh explicó:
—Estos son la versión argelina. Utilizando los mismos dibujos, imprimen tres variantes: egipcia, libanesa y siria. Los héroes sólo cambian de nombre y nacionalidad. Vea, el Superman argelino por ejemplo se llama Meddy Brahim. Es una mezcla de Tarzán, James Bond, Mandrake el Mago, el Zorro, etc.
—Yo no les cargaría todo el mochuelo a ellos. Nosotros les dimos el ejemplo. ¿Ha leído alguna vez Astérix? Siempre he considerado que era un tipo bastante gaullista.
—Pero éstos van, o mejor, se dejan ir infinitamente más lejos. Los que lo confeccionan saben hacer uso con pérfida astucia de una serie de detalles que parecen triviales, sobre todo atendiendo a la candidez complaciente de la clientela que los adquiere. Vea por ejemplo la fábrica de los Aurés, que construyen el avión de caza supersónico de concepción enteramente argelina. Vea la expresión de Moshe Dayan cuando se entera de que uno de los aparatos ha sido confiado a Meddy Brahim, y observe el gesto aterrorizado de los pilotos israelíes que se niegan a despegar.
Laurent estalló en risotadas:
—Palabra, Hamlekh, ¡reconozca que está usted molesto!
—No sea estúpido. No olvide que la manipulación de masas es un invento judío. Si estas gentes quieren asestar el golpe de gracia a Israel, la verdad es que también nos prestan un inmenso favor. Muchos adultos árabes devoran estas pequeñas obras maestras de intoxicación a largo plazo. Con el pretexto de estar informado, el propio Bumedián los lee cada semana antes de autorizar la distribución. De aquí que él mismo haya llegado a creer en las historietas.
Laurent tendió los álbumes al israelí.
—Volvamos con lo de Frankfurt, ¿le parece?
—Frankfurt: confección de los dibujos, concepción de las ideas, redacción de los textos en francés. La Société d’Art Graphique, está formada por tres empleados: un dibujante francés, Bernard Lemoine; secundado por una chica de Bruselas, Carola Hotten, y un redactor judío alsaciano, Isar Kaatz. Esos son sus nombres verdaderos. La imprenta se encuentra en el Líbano, en la región de Haour Tala, prácticamente en la misma frontera con Siria, al sur de Baalbek. No nos ha sido posible localizarla con exactitud, la región es montañosa y desértica y los accesos están vigilados. Es una pega importante, ya que estamos convencidos de que, además, esta imprenta alberga el cuartel general de Scheidemann, y de que con seguridad es allí donde tienen encerradas a las muchachas.
—¿Qué papel desempeñan realmente los miembros de Frankfurt?
—Es difícil responder con certeza a esta pregunta. Seguramente saben algo, pero probablemente no lo suficiente para comprometer a la organización.
—¿Algo más que añadir?
—No, ahora usted sabe tanto como yo, y espero que pueda sacar algún provecho. Bien, lo dejo; vuelvo humildemente a mi asiento.
—Sea discreto al llegar a Nueva York. Nos veremos en la ONU.
Faltaban cuatro horas para aterrizar, y Laurent las empleó para someter a Elena a un interrogatorio indiscreto. Con reticencia, la muchacha le puso en antecedentes sobre Patrice Thibaud, el amante de Sabine Fargeau y de cómo el joven había subido a bordo del «Rosebud» la víspera del drama. Las revelaciones de la muchacha suscitaron en la mente del agente francés perspectivas muy sombrías.
El DC-8 japonés aterrizó puntualmente en las pistas de la zona sudeste del aeropuerto internacional John F. Kennedy. Elena había seguido la maniobra con las cejas enarcadas y divisado Jamaica Bay en el último viraje del aparato.
Desde primeras horas de la mañana, un centenar de periodistas esperaban la llegada del avión. Las agencias fotográficas más importantes habían situado a varios vigías en el interminable mirador del edificio de vuelos internacionales, y no cejaban de buscar con la mirada en espera de que algún vehículo se aproximara a uno de los aparatos procedentes de París. Los pasillos del edificio de la TWA y de la Pan American Jet Age Terminal estaban atestados de periodistas. Nubes de fotógrafos y cámaras de televisión aguardaban desde hacía tiempo, prestos a salir disparados del Café de París, el Club de Londres o el Salón de Lisboa.
Los servicios de aduanas de Estados Unidos no realizan sus tareas con la misma premura que sus homólogos europeos. Laurent y Elena tuvieron que sufrir todas las formalidades impuestas a cualquier ciudadano que desembarca en América. La joven no tardó en ser reconocida, y a la salida se produjo la avalancha. Los flashes restallaban en medio de una riada de gentes que se agolpaban sin miramiento, como enloquecidas. La policía tuvo que intervenir para abrir un pequeño pasillo hasta el Citroën negro del consulado de Francia.
Con objeto de mantener en secreto la residencia puesta a disposición de Laurent y de Elena durante su estancia, se había encargado a un joven vicecónsul que organizara, en combinación con la policía, el traslado desde el aeropuerto a Manhattan.
En vez de tomar la carretera en dirección a Queensboro Bridge, el Citroën dio un rodeo por Richmond Hill. La policía había establecido un cordón de contención en Ridgewood Myrtle, entre los dos cementerios. Permitió el paso lento del vehículo del consulado y luego bloqueó por espacio de varios minutos los coches que venían detrás. El Citroën aumentó a fondo la velocidad, atravesó el East River por el túnel de Queens Midtown y torció luego hacia Central Park por la calle 59 del sector oeste de la ciudad.
El apartamento se encontraba en el cuarto piso de uno de los elegantes inmuebles de la Quinta avenida que jalonan Central Park, el cual había sido puesto a disposición del consulado de Francia por un amigo personal del senador Donnavan.
En Nueva York eran las 16.15, seis horas más temprano que en París. Laurent descubrió un ángulo de la enorme sala de estar, amueblada con estilo funcional, el teléfono con teclado. Pulsó las cinco cifras del indicativo y a continuación las de la jefatura de los servicios especiales en el bulevar Mortier. El coronel de Savigny acababa de llegar en aquel preciso instante. Laurent le espetó sin rodeos:
—¿Sabía usted que Sabine Fargeau tenía un amante?
—Primera noticia.
—En tal caso, es muy posible que los polis se nos hayan anticipado. La chica Fargeau tiene un amorcito desde 1968; se llama Thibaud, Patrice de nombre y es agregado de filosofía, progre, actualmente ayudante en la Facultad de Aix-en-Provence, con residencia en el número 11 de la calle Frédéric Mistral. Viajó a bordo del «Rosebud» en el trayecto Cannes— Saint Tropez la víspera del rapto y pasó la tarde con las chicas, sin tomar la menor precaución. Según me ha contado Elena Nikolaos, dejó tras de él una hilera de testigos. Es imposible que el comisario Le Breton no lo haya olfateado ya, pues tiene toda la pinta de un sospechoso. Seguramente que la policía judicial ya lo ha detenido y esconde la baraja.
—Me pondré en contacto con el ministro —gruñó Savigny—. Si las cosas empiezan así, no acabaremos nunca.
—¿Sabe usted dónde localizarme aquí?
—Sí, la embajada me informó.
—Bien. La conferencia en la ONU empezará en menos de dos horas. ¿Sabe quiénes son los representantes de Inglaterra, Alemania y Estados Unidos?
—Sir Edmund Wycherley por parte de Gran Bretaña; Richard Saudners representará a Estados Unidos, y Alemania ha delegado a su amigo Hans Schloss. El inglés y el alemán se encontraron en Londres y han viajado juntos; llegaron una hora y media antes que usted, en un avión de la BOAC. En cambio, no sabemos quién es el observador enviado por Tel-Aviv.
—Yo sí. Se trata, cómo no, de Hamlekh. Hemos hecho el viaje en el mismo avión. Le enviaré un informe.