Capítulo XVIII
En efecto, la detención de Patrice Thibaud se había producido algunas horas antes que la puesta en libertad de Elena. Las primeras informaciones habían llegado al Quai des Orfèvres, al inspector de policía Le Breton, a través del informe de uno de los inspectores encargado de indagar en el seno de las familias de la tripulación del «Rosebud».
En Toulon, la esposa de Brian Jhosman contó a la policía las postreras revelaciones de su marido, algunas horas antes de su asesinato. La mujer recordaba el nombre del joven, su apellido y ocupación: profesor de filosofía. ¿Dónde? Ella no lo sabía, pero Le Breton sólo necesitó unas horas para localizar a Patrice Thibaud. Por otra parte, el joven agregado estaba fichado como militante de extrema izquierda. Su expediente contenía los suficientes detalles como para poder deducir un conjunto de falsas conclusiones y que un policía adquiriera sobre esta base la certeza absoluta de la evidencia.
A Le Breton le faltaba menos de un año para alcanzar la jubilación. Ahora creyó ver la ocasión de materializar su más preciado sueño: abandonar la carrera como policía habiendo adquirido una notoriedad que el paso del tiempo no empañaría. La generosidad, de sobras conocida, de Charles-André Fargeau, el reconocimiento sin límites que no podría menos de expresar al hombre que salvara a su nieta, le hacía ver la vida a través de un prisma de colores idílicos. La casa que poseía en la zona de Vienne, a unos pocos kilómetros de Poitiers, se convirtió en su mente en una visión utópica, y se imaginó a sus tres nietos chapoteando alegremente en una piscina de fino mosaico y aguas claras. Su hijo y su nuera no le dejarían plantado para ir a amontonarse durante el mes de agosto en aquella infame vivienda de la isla de Oleron. Pero, sobre todo, ¿qué podía perder caso de que las cosas no salieran bien? Una reprimenda o, en el peor de los casos, la jubilación anticipada. Valía la pena tentar la suerte y, así, el comisario decidió contravenir las instrucciones ministeriales y llevar su investigación en secreto. Sabía que podía contar con la complicidad de sus subordinados.
Patrice Thibaud fue arrestado a las seis de la mañana, en su domicilio de Aix-en-Provence. A las 6.30 un 404 color negro enfilaba la autopista A-7, y sólo se detuvo una vez, entre Lyon y Mâcon, para llenar el depósito.
Cuando los policías interrumpieron en su domicilio, Patrice Thibaud no experimentó ninguna sorpresa. Esperaba que le interrogasen. Desde el anuncio del drama, su primer impulso fue el de presentarse espontáneamente en la comisaría de la Rotonda y exponer su versión de los hechos. Su formación intelectual y política le llevó a imaginar las reacciones que podría suscitar su declaración. Con evidente esfuerzo, trató de imaginar el mecanismo cerebral de un policía, y las conclusiones que extrajo le indujeron a esperar sin dar la menor señal de vida.
En el coche de la policía que le conducía a París permanecía sentado en la parte trasera, mudo, impenetrable. De vez en cuando, el inspector, sentado a su lado, trataba de evaluar de un rápido vistazo el grado de nerviosismo que aquella detención con visos de rapto había producido en el joven. Pero sus ojos se estrellaban contra una máscara apática que no traslucía la menor emoción.
El inspector no tardó en abandonar el juego de la hipótesis, pero nunca sabría lo lejos que estaba de la realidad, pues desde el primer golpe en la puerta, Patrice Thibaud rebosaba de júbilo. La única preocupación era disimular la alegría exultante que le poseía. He aquí que, al fin, se le presentaba la ocasión de poner en ridículo a la policía, de proclamar en alta voz su consumada estupidez, de poner en entredicho a todos los regímenes capitalistas a través del aparato policial cuya ineptitud mental desvelaría a plena luz. Y luego, ¡oh, gozo supremo!, tal vez le infligieran malos tratos, y entonces el mundo entero se arrancaría de las manos el manifiesto vengador en el que demostraría lo absurdo de las instituciones del orden establecido. Hasta el presente, ninguna obra de tendencia izquierdista había contado con un argumento publicitario de tal amplitud.
Cuando a las 15.45 el inspector Le Breton, acomodado en su oficina del cuarto piso del Quai des Orfèvres, pidió a Patrice que tomara asiento ante él, ninguno de los comisarios adjuntos, los tres inspectores de primera presentes en la habitación y los cuatro técnicos que en el cuarto vecino tenían a su cargo la grabación en cinta magnetofónica del diálogo, ninguno tenía la menor duda de que iban a ser testigos de un enfrentamiento en el curso del cual sus principales protagonistas iban a vivir, por razones diametralmente opuestas, el instante más dramático de su existencia.
Pese a las carnes blandengues, la voluminosa barriga y la caída fláccida de las mejillas, consecuencia de la flojedad de los músculos maxilares, del rostro de Le Breton, hombre de la Charente de ascendencia campesina, emanaba una expresión que excluía cualquier sensación de abulia. En su mirada cansada y hastiada lucía un destello de picardía campesina.
Como era costumbre, comenzó inquiriendo la identidad del joven. Patrice tuvo que sacar del bolsillo trasero del pantalón tejano el único contenido: un carnet de identidad completamente destrozado. Con un suspiro de resignación, el comisario Le Breton colocó las primeras «banderillas»:
—Según me han dicho, es usted el amante de Sabine Fargeau.
Patrice reconoció los hechos y expuso sin reticencia y con gran lujo de detalles las circunstancias de su embarque a bordo del «Rosebud». Luego, con grosera complacencia, relató cómo había pasado la tarde con su amiga.
—Bien, muy bien —admitió Le Breton—. Parece que quiere usted cooperar. Y ahora explíqueme por qué motivo no se presentó en la comisaría antes de que la policía viniera a buscarle.
—No quería que mi relación se hiciera pública.
—¿Y no sería mejor admitir que usted temía que le consideraran como posible cómplice del caso?
—Desde que se supo lo del rapto no dudé ni un solo momento. Creo que, habida cuenta de mis opiniones políticas, que nunca he ocultado, mis lazos con Sabine Fargeau y mi presencia casual en el buque en el momento crucial, el más estúpido de los polis reaccionaría como lo ha hecho usted.
—¿Y a pesar de ello no dio señales de vida?
—¿Para que me tomaran por cómplice? ¡No lo dirá en serio!
Le Breton notó que empezaba a perder la calma, pero logró dominarse y producir la impresión de tranquilidad.
—¿Y no se le ocurrió cooperar en las pesquisas que llevamos a cabo, y de este modo poder tal vez avanzar un paso hacia la liberación de su amiga?
Con una sonrisa entre compasiva y desdeñosa, Patrice replicó:
—¡No sea usted imbécil, amigo! Mi colaboración en las pesquisas sólo puede resultar efectiva en función del postulado pueril que usted sostiene: el que afirma mi culpabilidad o mi complicidad. Yo, convencido como estoy de mi inocencia, sé perfectamente que el objeto de este interrogatorio es hacerle perder un tiempo que podría resultar precioso si, en un impulso de amabilidad desinteresada y cándida, yo abonara las acciones de la policía con un aura de eficacia.
La cara coloradota del comisario adquirió el aspecto de un fruto desteñido. Levantándose de un salto, asestó un fuerte golpe en la mesa con la palma de su mano al tiempo que vociferaba como un energúmeno:
—¡Cierre esa boca! No es usted más que un estúpido idiota lleno de pretensiones imbéciles, cínico y repugnante. Un sapo asqueroso que merece un par de tortas o un puntapié en el trasero.
—No se moleste. Ya imagino que la aplicación de malos tratos no es en usted un hallazgo de última hora, sino que la cosa se remonta a los días en que le dieron el primer silbato como guardián de la paz.
Le Breton se volvió a sentar. Estaba pálido y sus nervios se hallaban hipertensos debido al inmenso esfuerzo que había tenido que realizar para dominar su rabia. Respiraba entrecortadamente, las ventanas de la nariz se le dilataban y los labios se le crispaban.
Patrice le escrutaba loco de alegría, rogando al cielo que el prefecto no le asignara un auxiliar menos fácil de manejar.
En su mente había empezado a tomar cuerpo una idea. Sin exteriorizar su sorpresa, descubrió el hilo que bajaba sujeto a la pata de la mesa. Adivinó que el micro debía de hallarse oculto en la falsa tabaquera de paja trenzada. Patrice decidió continuar «importunando».
—Cálmese, demonios —comenzó diciendo en un tono de suave condescendencia—. Le haré una confesión puesto que estoy aquí para eso: desde hace años quiero de veras a Sabine Fargeau. Admiro su mente crítica, la claridad de su juicio y su apertura intelectual hacia los grandes problemas del mundo, pese al abominable hándicap de su cuna.
A sus espaldas, un comisario rió burlonamente. Patrice prosiguió:
—Sin embargo, y pese al dolor que ha provocado este drama y el grave peligro que corre mi amiga, no puedo en conciencia desaprobar la acción de los palestinos. Admiro su valor y la astucia del plan. Frente al desespero, al martirio y a la humillación de todo un pueblo, cinco vidas nada representan, y menos todavía el dolor que provocaría en mí la trágica desaparición de la mujer que amo. Espero y estoy convencido de que, frente a la muerte, ella sabrá perdonar y comprender a sus verdugos, y sabrá también que yo les perdono y les comprendo.
Ahora el asco había sustituido a la cólera; el comisario replicó:
—No eres más que basura. Si fueras hijo mío te saltaría los sesos. Y para declararme inocente mi abogado no tendría más que alegar legítima defensa o eutanasia. Por el momento sólo me quedo con una cosa de todas estas divagaciones de cínico granuja, y es que son una confesión malamente disfrazada.
—Saque las conclusiones que quiera.
Detrás, un inspector ironizó sarcástico:
—Y pensar que este hijo de puta ha hecho sus estudios con becas. Lo peor es que somos nosotros, yo, el que ha soltado la mosca. ¡Da gusto ver lo bien que se patean en Hacienda la pasta que nos arañan!
Patrice se volvió hacia él:
—Ustedes, como casi todos sus compadres, pagarán sus impuestos extorsionando a las putas de la calle Saint-Denis; de manera que imagínese el círculo completo.
El inspector endosó a Patrice una bofetada violenta y sonora.
—¡Maldita sea, Grandval! ¡Eso no! —vociferó el comisario.
La reacción del comisario inquietó a Patrice. Sin malos tratos y, sobre todo, sin huellas, su manifiesto perdería consistencia. Había que actuar sin demora.
—Quiero a un abogado —dijo Patrice.
—Arresto como sospechoso; habrás oído hablar de esto, ¿no?
—Admito que les quedan unas horas, pero luego tendrán que pedir la prolongación del arresto al procurador de la República.
—No te inquietes por eso.
El comisario Le Breton no tenía la menor idea de hasta qué punto el joven agregado no se sentía inquieto, y de hasta qué punto había organizado a fondo su defensa, calibrando la posibilidad de que la policía traficara con el plazo legal de detención. Por otra parte, no era ésta una idea que hubiera acudido a su mente como inspiración, sino que sus actividades como militante le habían llevado a estudiar los procedimientos legales. Así se había enterado de cómo los policías pueden prolongar el plazo para el interrogatorio de un sospechoso sin incurrir en riesgos considerables. Seguro que a partir de las 9.15 de la mañana, su brazo derecho, Philippe Duchemain, al constatar su ausencia habría puesto en práctica el plan de respuesta. Dentro de una hora u hora y media, un cortejo de estudiantes se reuniría en el Cours Mirabeau blandiendo pancartas con el señuelo: «¿Dónde está Patrice Thibaud?», «¡Entregadnos a Thibaud!», etc. Philippe Duchemain aprovecharía la ocasión para dar a conocer públicamente sus relaciones con Sabine Fargeau. Entonces se haría preciso oficializar su detención, y el movimiento estudiantil alcanzaría a todas las universidades, que gritarían ese único eslogan: «¡Que pongan en libertad a Patrice Thibaud!» Todo esto había sido preparado con la precisión de un reloj suizo. Sólo que convenía reforzar los hechos con las huellas de los golpes recibidos en comisaría, y aquel estúpido comisario, pese a su evidente debilidad intelectual, tenía por lo visto intención de conservarlo intacto.
En un movimiento imprevisto y con un salto de fiera que se lanza sobre su presa, Patrice se levantó, asestó un golpe a la tabaquera y puso al descubierto el micrófono, que arrancó del hilo. Antes de que los policías que tenía a sus espaldas salieran de su sorpresa, Patrice volcó la mesa sobre los muslos del comisario, acentuando el gesto con un impulso que desequilibró el sillón que ocupaba Le Breton, el cual cayó de espaldas al suelo. El joven se dio la vuelta en el momento preciso en que uno de los inspectores se disponía a sujetarle. En un gesto brusco levantó la rodilla derecha. El inspector lo esperaba todo menos eso, y recibió el golpe de lleno en los órganos genitales, desplomándose entre rugidos de dolor. Los técnicos de la habitación vecina habían acudido a toda prisa, atónitos. Patrice se escudó en una silla pegándose a la pared, y de este modo logró rechazar tres embestidas asestando en cada ocasión golpes de silla, tratando de que fueran lo más dolorosos posible. Sus asaltantes estaban poseídos por una rabia demencial. Patrice se abalanzó sobre ellos y empezó la jarana. En conjunto, la escena duró más de diez segundos, pero en verdad resultó ejemplar. Los golpes empezaron a llover sobre el agregado, abriéndole una ceja, partiéndole el labio, rompiéndole un par de incisivos. El propio Patrice se fracturó la nariz al tratar de asestar un cabezazo a uno de los «agresores». Perdió el equilibrio y se desplomó al suelo de costado. Lo único que podía ver eran las piernas de los tres policías que le rodeaban. Los hombres empezaron a patearle resoplando como focas marinas. Con un supremo esfuerzo de voluntad, Patrice sacó fuerzas de flaqueza y asestó su último golpe imprevisto. Apoyando el cuerpo en el brazo izquierdo proyectó con todas sus fuerzas el puño derecho, que describió una parábola por entre las piernas separadas de un pequeño comisario adjunto, alcanzándole de lleno en los testículos. Luego, destrozado, se desplomó de espaldas sin apenas darse cuenta de la violencia de las patadas que le propinaban los policías y que terminaron por transformar su rostro en una llaga aterradora. Todo estaba consumado y el comisario Le Breton se levantó con la ayuda de dos de los técnicos, una vez se hubo librado de la mesa y de los accesorios que habían caído sobre él.
El viejo policía se dio cuenta en seguida de la trampa burda pero eficaz en que se habían dejado atrapar sus subordinados. Tenía la mirada extraviada y permanecía aturdido, sin poder apartar la vista de aquel rostro ensangrentado que parecía haber soportado el paso de un tractor. Le Breton acertó a balbucir:
—¡En nombre de Dios! ¡Hatajo de idiotas! ¡En nombre de Dios!
—Somos ocho testigos, jefe —respondió uno de los inspectores.
—Ocho polis estúpidos frente a un agitador profesional, un filósofo, un intelectual. Ya estoy viendo los editoriales de Sartre y de su fulana: ocho salvajes que pretenden hacernos creer que han sido agredidos por un poeta cándido e indefenso, un cantor sensible y exquisito de la no violencia. Ni hablar. Hay que componerlo lo mejor y lo más rápido posible y quedarnos con él a toda costa. Confeccionen una lista de las comisarías de distrito con las que podamos contar y lo pasearemos de comisaría en comisaría cada veinticuatro horas, ya apañaremos la cuestión del papeleo. Que uno de ustedes avise al doctor Lambert, en la sección de guardia del depósito. Entretanto, encierren a este tipo en una celda y monten una guardia permanente.
—Es huérfano y no tiene familia, jefe, pero puede ser que algún compañero le encuentre a faltar.
—Coja el primer avión con destino a Marsella y arrégleselas para explicar su desaparición. No va a ser difícil. ¿Están seguros que nadie ha presenciado la escena cuando le han detenido?
—Esto se lo garantizo, jefe, nadie.
—Dígale a la portera que le ha encargado remitir su correo a la lista de correos de Praga. El que este género de basura salga de improviso a recibir órdenes de los países del Este parecerá lógico.
Mientras, en Aix-en-Provence, Philippe Duchemain organizó sin grandes dificultades una manifestación estudiantil, a celebrar a las 6 de la tarde. Patrice Thibaud gozaba a los ojos del ochenta por ciento de sus alumnos de un grado de estimación basado en el encanto personal y en la llama interior que animaban sus exaltaciones político-pedagógicas.
A las 17.45, Duchemain, sentado en la terraza de los Deux Garçons en compañía de otros chicos y chicas militantes, esperaba con estoicismo la evolución previsible de los acontecimientos por él provocados. Echó un vistazo a unos ciento cincuenta metros de distancia, frente al cine Rex, y comprobó que los manifestantes pasaban ya del centenar. Algunos grupos empezaban a desplegar pancartas reivindicativas. «¡Queremos una explicación!» «Se han llevado a nuestro profesor», etcétera.
Duchemain consultó el reloj. En buena lógica, no podían tardar más de dos minutos. Dirigió la mirada hacia la fuente que, desde la posición que ocupaba, cubría la entrada de la agencia Havas, en cuya sede se encontraba la corresponsalía en Aix del «Provençal». Duchemain sonrió satisfecho: el viejo Carasso, seguido por el pequeño fotógrafo gordezuelo que solía acompañarle, acababa de hacer su aparición. Se acercó a los manifestantes y les preguntó alguna cosa; una muchacha señaló hacia la terraza del Deux Garçons. Dos minutos más tarde, respirando con dificultad debido al rápido caminar, el corresponsal local del periódico se sentó frente a Duchemain, acompañado del técnico.
—Veamos, Duchemain, ¿qué clase de ensalada es esa? —preguntó, secándose con un pañuelo de colores inciertos el sudor que perlaba su frente—. ¿Acaso la policía ha dado luz verde a la manifestación?
—No hemos tenido tiempo de hablar con ella. La cosa es demasiado sonada.
—Venga, hombre. ¡Explícate!
Duchemain adoptó un aire conspirador antes de responder:
—No quiero perder el tiempo con la página local del «Provençal». En cambio, sí concedería una entrevista a los de «Europa 1».
El viejo Carasso acumulaba varias funciones. Era, asimismo, corresponsal de la importante cadena radiofónica en la zona, pero desde el momento en que el asunto a informar iba más allá de una reunión de la hermandad de labradores o de una exposición canina, «Europa 1» enviaba el equipo de Marsella.
—¿No ve que no llevo el material? —suspiró.
—Cien metros de ida y otros cien de vuelta. ¿Le parece mucho a cambio del reportaje de su vida?
El periodista se encogió de hombros y se volvió hacia el fotógrafo:
—Marcel, ve a buscarme el «Nagra».
—Ese no es mi trabajo, señor Carasso. Soy periodista, no recadero. Marcel, haz esto; Marcel, haz aquello. Marcel hace fotos para la prensa y tiene un sindicato.
El viejo se levantó, mascullando maldiciones. Duchemain envió a uno de los suyos para que retrasara un cuarto de hora el comienzo de la manifestación. Carasso volvió agotado, fijó el micro en la grabadora, realizó unas pruebas de voz, y dijo al fin, con su acentuado acento provenzal:
—Bien; empezamos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco... Aquí Raoul Carasso hablándoles desde Aix-en-Provence, donde va a tener lugar una gran manifestación. Centenares, tal vez miles de estudiantes están agrupándose en la parte alta del Cours Mirabeau y se disponen a bajar por el paseo dentro de breves instantes...
Un coche de la policía, precedido de un 404, acababa de dejar a ocho policías a la altura de la Maison de la Presse. Del Peugeot habían descendido tres inspectores vestidos de civil, de aspecto linfático. Carasso volvió a grabar por el micrófono:
—Les he dicho que se trataba de una gran manifestación. En efecto, se me acaba de informar que ni la subprefectura ni las fuerzas de la policía han sido prevenidas... En el momento en que les hablo, las fuerzas del orden están ante mí tomando posiciones. Se teme vayan a producirse choques extremadamente violentos si los organizadores no renuncian a su idea de manifestarse. Pero tengo ante el micrófono al señor Philippe Duchemain, secretario general en la Facultad de Aix del movimiento RIEPU (Reunión Internacional de los Estudiantes Progresistas Unificados), al que cedo la palabra.
Los tres inspectores acababan de llegar junto al grupo. Uno de ellos, con gesto apático, cerró el contacto del magnetófono. Carasso se lanzó de lleno, en un soberbio número de indignación al estilo provenzal.
—¡Félix! ¡Esto que acabas de hacer tiene un nombre! O mejor, dos: ¡Abuso de poder y atentado contra la libertad de información! ¡Otros más fuertes que tú han sido sancionados por mucho menos!
—Déjeme hablar, inspector. Déjele grabar, le interesará lo que dice.
—Usted podrá contar cuanto le venga en gana, pero llévese a sus payasos del Paseo.
—Primero escuche y luego hablaremos.
—Continúe, Duchemain.
El joven comenzó a hablar.
—Esta mañana, antes de las ocho y media, ha sido raptado de su domicilio Patrice Thibaud, agregado de filosofía y asistente en la Facultad de Aix-en-Provence. Todo induce a creer que se trata de una actuación de la policía, llevada en la clandestinidad, ya que el presidente de nuestra asociación me había participado sus temores. Como esperaba que la policía quisiera interrogarle, habíamos quedado en que me prevendría por teléfono cuatro horas después de su citación o arresto. Si no lo ha hecho es porque se lo impiden, lo que constituye una violación inadmisible de los derechos de un testigo. Ante la gravedad de la situación, puedo revelar por qué Patrice Thibaud ha sido detenido clandestinamente por la policía: desde hace varios años mantiene estrechas relaciones con la señorita Sabine Fargeau. La casualidad hizo que se encontrara a bordo del «Rosebud» unas pocas horas antes de la tragedia del rapto. Patrice Thibaud temía que por el mero hecho de estas coincidencias fortuitas la burda mentalidad de la policía les hiciera llegar a una serie de conclusiones aberrantes y ridículas. Esta tarde, a las seis y cinco minutos, la prolongación de su silencio aporta la prueba formal de lo fundado de sus sospechas.
Con un ademán indicó que había terminado. El inspector se había sentado, confuso, mientras los ojos del viejo Carasso centelleaban de un modo que no se había producido desde hacía años.
—Oye, tú; antes de transmitir esto espera que yo te lo diga —gruñó el inspector ante las narices del periodista.
—¿Esperar qué, Félix? ¿Que vaya a tirarlo a los de la RTL?
El inspector se dio cuenta de la situación. Varios centenares de estudiantes estaban al corriente. Impedir a Carasso que llevara a cabo su tarea no haría más que retardar la explosión algunos minutos.
—¿Y la manifestación? —preguntó a Duchemain.
—Mire, inspector; vamos a bajar por el Cours Mirabeau y al llegar a la Rotonda nos dispersaremos.
—¡Ni hablar! Esta es mi demarcación. Dispersa a tus chicos o llamaré a los refuerzos.
Duchemain replicó con suavidad, sonriendo, al tiempo que acentuaba la fórmula de deferencia con un deje burlesco:
—Señor inspector principal, ¿quiere prestarnos un inmenso favor? Sabré agradecérselo.
—¿Cuál?
—Avise a los RCS, a los gendarmes móviles, ¡y que estalle la torta, demonios! Que explote sobre muchachos ingenuos y pacíficos que sólo tienen la desfachatez de pedir que se aplique la ley.
El inspector se levantó y giró sobre sí mismo.
—¡Chulo indecente! ¡Anda ya...!
A las 19.40 «Europa 1» interrumpió sus programas para radiar un sucinto boletín informativo en el que se anunciaba que en el curso del diario hablado de las veinte horas se daría a conocer nueva información relacionada con el asunto del rapto. A las 20.04 la bomba había estallado. Charles-André Fargeau se precipitó al teléfono, pidiendo y consiguiendo comunicación con el ministro del Interior.
Sí; había oído la radio, pero... —No, tenía que confesarlo.-...Pero no estaba al corriente... No comprendía lo ocurrido... El ministro pedía unos minutos para informarse. El ministro colgó y llamó al prefecto de la policía.
—«Europa 1», ¿no? No, no he escuchado la emisión... Sigo las informaciones del segundo canal en color... Ah, espero, señor ministro.
En aquellos momentos Jean-Pierre Elkabach acababa de recibir una nota e interrumpió la emisión del noticiario televisivo para anunciar:
—Se me acaba de indicar que, según una emisión radiofónica del extrarradio...
El prefecto llamó al comisario Le Breton. Quien se puso al otro extremo del hilo era un hombre anonadado, que a duras penas consiguió murmurar:
—En estos momentos estaba redactando mi carta de dimisión, señor prefecto.