Capítulo VI

El tren expreso París-Ventimiglia hizo su entrada en la estación de Cannes. Patrice Thibaud fue el primero en abandonar el compartimento de segunda en que viajaba. Su único equipaje lo constituía un pequeño bulto en el bolsillo de la izquierda, formado por una máquina de afeitar y un cepillo de dientes, todo ello envuelto en tres Kleenex introducidos en el bolsillo de sus pantalones tejanos. Dondequiera que se encontrara, siempre tenía a mano un trozo de jabón que cumplía perfectamente la doble función de crema de afeitar y de dentífrico. Por toda indumentaria una camisa azul marino, con dos listas grises en el cuello. Era una camisa limpia y nueva, pero el modelo databa de diez años atrás. Patrice la había comprado el día anterior, en el mercado de Aix-en-Provence. Calzaba unas alpargatas.

A la salida tendió el billete de cartón marrón al funcionario de la SNCF y se encontró en la plaza de la estación. Tenía la sensación de encontrarse dentro de un horno. El cielo sin nubes mostraba un tinte pálido, y la humedad, convertida en bruma, flotaba sobre el asfalto. La temperatura debía de estar próxima a los treinta grados. Con paso vivo y ágil llegó a la calle Antibes y optó por atravesar la ciudad siguiendo aquella vía, en vez de hacerlo por la Croisette.

No resultaba fácil adivinar la edad del joven. Aun cuando Patrice todavía no había cumplido los veintiséis años, sus sienes ya empezaban a teñirse de gris. Los negros cabellos, abundantes, lisos y suaves no eran exageradamente largos. El grueso mechón que con frecuencia le caía sobre la frente volvía a su sitio siempre que el joven, en un movimiento maquinal, sacudía la cabeza. Sus facciones conferían al rostro matices paradójicos. Los rasgos, suaves y regulares, poseían un encanto casi femenino y, sin embargo, a pesar de las grandes y pobladas cejas negras, la mirada taciturna de Patrice fulguraba con exaltada pasión. Eran unos ojos que plasmaban en todo momento el fanatismo intelectual que devoraba al joven. Su estatura era algo superior a lo normal y poseía unos miembros esbeltos y nerviosos. Las estilizadas manos semejaban las de una muchacha.

Tras caminar unos ochocientos metros, se cansó de andar por la calle Antibes y se dirigió hacia la Croisette. Atravesó la calzada doble y el terraplén central y prosiguió la marcha por la acera que dominaba la playa, hasta llegar a «Port Canto» cuando faltaban unos minutos para las ocho. El vigilante todavía no se hallaba en su puesto y Patrice Thibaud penetró sin dificultad en el recinto del puerto artificial, donde recalaban los más espléndidos palacios flotantes de la Costa Azul. El puerto parecía desierto. Sólo un camarero barría con desgana la terraza del «Moby-Dick», el bar-restaurante reservado para los propietarios de yates. Patrice Thibaud se aproximó a él, y le preguntó:

—¿Podría indicarme dónde se encuentra un barco llamado «Rosebud»?

Visiblemente satisfecho de encontrar un motivo para detener sus cansinos movimientos con la escoba, el camarero repuso con aire jovial impregnado con el acento del Midi:

—¡Muy fácil! Es el más bonito, el más grande y el más lujoso (pronunciaba «mase» en vez de «más»). Su sitio es el E.26, pero desde aquí puede verlo. Es aquél, todo blanco y limpio como el velo de Nuestra Señora. Diez tipos como yo trabajando durante cinco siglos sin gastar ni cinco no podrían pagar un barquito como ése.

El camarero no podía imaginar lo mucho que había complacido a Patrice esta comparación. El joven volvió a preguntar:

—¿Dónde podría afeitarme y lavarme un poco?

—En el «Rosebud» tiene usted cuatro baños.

—Sí, pero no son para mi uso particular.

—Bien; he preferido decírselo por si acaso era usted de la familia Fargeau. Hoy en día, uno no sabe qué pensar; los millonarios se visten como vagabundos y los vagabundos como chulos. Detrás del «Moby-Dick» tiene las duchas del personal.

Patrice le dio las gracias y llegó ante la bóveda de cemento gris, en la que había tres duchas. Un lavabo perdía agua por el grifo y el espejo colocado encima presentaba una hendidura que lo cruzaba en diagonal. Bajo la plataforma de madera de una de las duchas el joven dio con los restos de una pastilla de jabón, medio podrida por la humedad. Diez minutos más tarde se sentía como nuevo. Al pasar por delante de la cristalera del bar, el camarero, sin soltar el mango de la escoba, le hizo señas de que se aproximara.

—¿No buscaba al «Rosebud»? Pues aquí está su capitán.

Patrice dirigió la mirada a un hombre entrado en carnes y de baja estatura, que le saludó con prudente reserva.

—Brian Jhosman. ¿En qué puedo servirle?

—Thibaud —repuso Patrice—. Busco a la señorita Sabine Fargeau, aunque imagino que todavía estará durmiendo.

—Yo también, pero no en el barco —repuso Jhosman—. La señorita Sabine y sus amigas llegaron a la conclusión de que se aburrían y se fueron a Saint-Tropez por carretera. He de pasar a recogerlas al mediodía.

Un velo de tristeza nubló la mirada del joven.

—Ha de partir usted mañana a primera hora, ¿me equivoco? —adivinó Jhosman.

—Supongo, además, que esta noche la señorita Fargeau cenará con su abuelo en Saint-Tropez.

—Veo que está usted muy al corriente. En efecto, ese es el programa. De momento, el único cambio ha sido la inesperada partida de la señorita y de sus amigas. Tenían que haber llegado esta mañana a Saint-Tropez en el «Rosebud». Encontrará al señor Charles-André Fargeau en el hotel París de Montecarlo. Saldrá del principado hacia Saint-Tropez después de la siesta, hacia las cuatro de la tarde.

—¿Sabe dónde se encuentran en Saint-Tropez?

—Claro; están en el Byblos.

—¿Podría llamar por teléfono?

—El número es el 972121. Las cabinas están en la parte de atrás.

Patrice pidió a la telefonista de aquel auténtico palacio que era el hotel Byblos de Saint-Tropez comunicación con Sabine Fargeau. Pero fue Elena Nikolaos la que se puso al teléfono.

—¡Patrice! ¿Dónde estás?

—¿Y Sabine? Estoy aquí, en Cannes, muerto de asco.

—Aguarda, voy a despertarla. ¡Ayer nos acostamos tarde!

Sabine dormía boca abajo, desnuda, en la cama vecina. Elena se levantó y puso el auricular junto a la oreja de su amiga de la infancia, al tiempo que le propinaba unas palmaditas en las nalgas. Un gruñido de reprobación fue toda la respuesta que obtuvo.

—Despierta, Sabine. Tu amor está lloriqueando en Cannes. La joven dio un respingo.

—¿Patrice?

—¿Es que hay otro?

Sabine tomó conciencia de la voz que resonaba metálicamente junto a su oreja, a través del auricular.

—¡Amor mío! ¡Qué contenta estoy de oírte! ¿Qué haces en Cannes?

—Suponía que estarías aquí. Quería decirte adiós y regresar a Aix en tren después de tu partida.

—Corre, Patrice; ven, ven en seguida a Saint-Tropez. Mi abuelo no llega hasta la noche. Tendremos todo el día para los dos. Estoy muy contenta, Patrice. Te espero; métete en un taxi y ven sin tardanza.

—Sabine, ¿tendré que recordarte una vez más que no cuento con los mismos medios que tú?

—No seas ridículo. Diré a la recepción del hotel que paguen el taxi; luego me devuelves el dinero.

—Mira, Sabine, sabes que no puedo devolverte ese dinero.

La muchacha se mordió los labios hasta que, de repente, se le ocurrió una solución.

—Atiende; ve a Port Canto y busca el barco de mi abuelo. El capitán se llama Brian Jhosman. Dile que me llame. No tendrás más que subir a bordo. El «Rosebud» tiene que pasar a recogernos en Saint-Tropez.

—Sabine, despierta de una vez. Te llamo desde Port Canto y Brian Jhosman está lo bastante cerca para oír nuestra conversación. Fue él quien me dijo que estabas en el Byblos.

—¡Naturalmente! Ponme con él.

Jhosman se limitó a responder: «Bien, señorita», «claro, señorita», «comprendido, señorita», «no, no, ayer llenamos los depósitos e hicimos acopio de provisiones. Estamos listos para aparejar. Atracaremos en Saint-Tropez en menos de dos horas. Hasta luego, señorita».

El «Rosebud» bordeaba la costa de Esterel a la velocidad de crucero de dieciséis nudos. Al salir del puerto de Cannes, Brian Jhosman tomó el largo durante cuatro millas y, tras haber trazado con premura una línea a lápiz y superpuesto la escuadra transparente de modo que la punta central coincidiera exactamente con dicha línea, entonces rectificó el rumbo ochenta y cinco grados oeste. Jhosman leyó con mirada experta el resultado de la escala graduada, en el punto de intersección con una una de las líneas de latitud del mapa. Variando la caña del timón un cuarto de rueda, orientó el yate hacia el rumbo que lo llevaría hasta el cabo Camarat. Acto seguido puso en marcha el sistema de pilotaje automático.

Patrice no tenía la menor idea de todo lo referente al mar y la navegación.

—Una vez estemos a la altura de los «Sardinaux», le quitaré su autonomía —explicó Jhosman—. Todavía no han encontrado el medio de que estos corchos atraquen ellos solitos, pero también llegaremos a eso.

Patrice Thibaud sentía gran curiosidad por conocer cosas de la mar, y Jhosman experimentaba pareja complacencia en enseñarlas, y así, disertó en torno al «Rosebud» con la misma pasión que si lo hubiera diseñado él.

—Es el yate más hermoso de cuantos surcan los mares. El señor Fargeau lo encargó en 1967 a la oficina de estudios «Navigation» de Mónaco. Los cuatro mejores ingenieros navales del mundo trabajaron en los planos casi todo un año. Luego se encargó la construcción a los astilleros Van Lent y Zonen de los Países Bajos. El barco tiene una longitud de treinta y seis metros, toda la estructura es de aluminio y va impulsado por dos motores diesel Caterpillar de dos mil seiscientos caballos cada uno.

—Lo que más me asombra —interrumpió Patrice— es el mecanismo de pilotaje automático.

—Hoy en día es de uso corriente. La originalidad de éste reside en un sistema de doble seguridad basado en la acción conjunta del giroscopio y uno de los compases magnéticos.

No quedó ningún detalle pendiente de explicación ni lugar por visitar: los camarotes, el «puente móvil» y los pañoles impulsados a motor; explicaciones relativas al sonar, al radioteléfono BLU y VHF, los estabilizadores Maxi-Fin Wosper... Patrice Thibaud tenía la impresión de estar preparándose a fondo para el examen de ingreso en la Escuela Central de la Marina mercante.

Cuando el «Rosebud» llegó a la altura de Saint-Raphael, el joven ya no sabía qué otra cosa preguntar. A falta de algo más consistente optó por decir:

—¿Y por qué el nombre de «Rosebud»?

Jhosman sonrió:

—¡Ah! ¿No está enterado? Al viejo Fargeau le fascina la extravagante escalada profesional de Hearst. Ha visto Ciudadano Kane más de diez veces.

—¡Ah, ya recuerdo! La palabra mágica y misteriosa que pronuncia Kane antes de morir. Para un millonario, estas tres sílabas deben de simbolizar todo el poder de la tierra... Sin embargo, ni el capullo de una rosa ni el pezón de un seno constituyen el fin del mundo.

Encogiéndose de hombros, Patrice se dirigió a la espaciosa cubierta de popa y se dejó caer en un mullido canapé circular, con la mirada perdida en la larga y bullente estela que iba a morir al infinito. Sus pensamientos se concentraron en Sabine.

Patrice Thibaud la había conocido cinco años antes, a raíz de los turbulentos sucesos del mes de mayo de 1968, en París. De inmediato quedó seducido por aquella adolescente que todavía no había cumplido los dieciséis y que parecía descubrir la vida al contacto con la violencia. Jamás olvidaría la escena que se presentó a sus ojos, súbitamente, en el cruce del bulevar Saint-Germain con el de Saint-Michel. Detrás de una endeble barricada, dos muchachas lanzaban adoquines que describían una parábola simbólica, puesto que iban a caer a más de veinticinco metros de su objetivo. Pese a la agitación que las poseía, los gráciles movimientos de sus cuerpos, flexibles y sincronizados, no conseguían sugerir una imagen de hostilidad. Creían entregarse a gestos de violencia y sólo conseguían ofrecer un emotivo espectáculo coreográfico. Ambas muchachas se cubrían el rostro con un paño de fina seda. Los grandes ojos malva de Sabine y los ojos verdigrises con reflejos de ostra, de Elena, brillaban anegados en gruesos lagrimones —que no eran producto de la aflicción—, impregnando el velo que las protegía.

Frente a las muchachas, la brigada de agentes del CRS no parecía muy sensible a la belleza. Un oficial bramó una orden, y el compacto grupo de guardias encasquetados se precipitó hacia el cruce, provocando la inmediata y ágil estampida de los estudiantes; una retirada sin fanfarrias ni timbres de gloria.

Con la mirada fija en la perfecta curva de aquellos cuerpos, Patrice se encontraba a unos diez metros detrás de ellas, desconcertado ante la actitud de aquellas dos adolescentes plantadas en medio de la calle. Cimbreándose de las caderas a los tobillos, enfundadas en unos tejanos desgastados por el uso, permanecían allí, inmóviles, solas, con las piernas entreabiertas y blandiendo sendos adoquines, esperando resueltas a que los agentes estuvieran a tiro. Patrice, sin pensarlo dos veces, corrió hasta las muchachas y, agarrándolas, las obligó a darse la vuelta, devolviéndolas a la realidad con la rudeza del gesto. Ambas corrieron delante suyo por el bulevar Saint-Michel. Las granadas lacrimógenas estallaban a su alrededor. Al enfilar la calle Serpente, Patrice las rebasó gritando:

—¡Seguidme!

El joven torció por la calle Hautefeuille y penetró en un portal anodino, sin portería. Los tres sentían vértigo. Patrice acertó a decir:

—¿Dónde diablos creéis que estamos? Un poco más y os aplastan.

Las dos jóvenes se libraron del pañuelo de seda que les cubría el rostro.

—Subamos —dijo él—; vivo aquí, en el altillo.

Las dos adolescentes le siguieron en silencio, subiendo con dificultad los carcomidos peldaños de la escalera de madera. Patrice vivía en un apartamento de tres habitaciones que comunicaban entre sí, pues carecían de puertas. Las muchachas descubrieron con ingenuidad aquel «antro revolucionario», los innumerables estantes de madera, de ensamblaje casero, que soportaban el peso de montones de libros; las paredes cubiertas de carteles y consignas... En la repisa de la chimenea había un busto de Diderot, colocado frente a otro del marqués de Sade. Patrice había dispuesto las dos esculturas de modo tal que Diderot parecía absorto en la contemplación de un gran dibujo de Justine, mientras el marqués parecía seguir atento la escena. Las múltiples máximas pintadas con rabiosas pinceladas en las paredes estaban entresacadas en buena parte de la obra de Sade:

«La tolerancia es la virtud del débil.»

«La insurrección no es un estado moral, y sin embargo debiera ser el estado permanente de la república.»

«La guillotina sería para mí el trono de mis voluptuosidades. Afrontaría la muerte disfrutando del placer de expirar víctima de mis delitos.»

Otros dos paneles aparecían cubiertos con ampliaciones fotográficas de unas páginas de Budé en torno a la República de Platón. Decenas de libros se hallaban esparcidos por el suelo, la cama y la mesa de trabajo.

Elena y Sabine vagaban, aturdidas y fascinadas, por entre aquella panoplia libresca que colmaba todo el abanico de sus sueños.

—¿Lees todo eso? —inquirió Sabine.

—Lo aprendo y, además, lo enseño.

—¿Eres profe?

—Sí, en el instituto de Beauvais. Sólo vengo a París dos veces por semana.

—Eres tremendamente joven para ser profe.

Patrice Thibaud tenía veintidós años recién cumplidos cuando se presentó, el año anterior, a las oposiciones de agregado de filosofía. Quedó en segundo lugar.

—Tengo veintitrés años —dijo sonriendo.

Aquella noche se convirtió en el amante de Sabine Fargeau. Era la primera vez que desfloraba a una chica.

Durante tres semanas, las muchachas anduvieron siempre tras él, subyugadas y llenas de admiración, de la Sorbona al Odeón, asistiendo como espectadoras apasionadas a sus múltiples intervenciones oratorias, sus panegíricos en pro de la revolución y sus arengas implacables, en las que sabía poner el acento arrebatado de los grandes tribunos.

Patrice Thibaud sólo se enteró del parentesco que unía a su nueva amiga con «el hombre más rico del mundo» a primeros de junio, cuando París hubo emergido de aquella insólita insurrección. Sabine y Elena eran alumnas de último curso en el instituto Fénelon. Durante la semana, la joven heredera habitaba en casa de los Nikolaos, padres de su íntima amiga y gente de escasos recursos económicos. Georges, el padre, era un exiliado griego que vivía de los conocimientos que poseía de diversas lenguas extranjeras, y ganaba su vida como traductor para diversas editoriales. En cuanto a Frédérique, la madre de Elena, había roto con su familia, perteneciente a la rica burguesía católica, y a la que este matrimonio escandalizó en gran manera. La vida bohemia que llevaba no logró borrar por completo la huella dejada por su nacimiento y educación. Su belleza y elegancia eran innatas.

Elena jamás ocultaba nada a sus padres, de modo que éstos no tardaron en tener conocimiento del amigo de Sabine. Patrice echó raíces en el vasto apartamento de los Nikolaos, en la calle Guynemer. El exiliado griego había acogido con complacencia al joven y apasionado filósofo, cuyas argumentaciones escuchaba, con divertido escepticismo.

Charles-André Fargeau detestaba a su hijo y a su nuera, cuando Sabine le contó, dos años atrás, su proyecto de irse vivir con los Nikolaos, el anciano millonario se cuidó de obtener informes sobre la familia de Elena. Su intuición le permitió llegar a la conclusión de que aquel ambiente «bohemio» de irreprochable moralidad redundaría en beneficio de la educación de su nieta. Por otra parte, el anciano estaba decidido a todo con tal de que la muchachita se alejara del ambiente de mundana frivolidad en que vivían los padres de la chica. Tras una conversación con los Nikolaos, decidió que el pequeño apartamento de tres piezas que estos habitaban en la plaza Monge, y en el que su nieta deseaba pasar parte de su vida, no era apropiado para admitir a una nueva inquilina. Una de sus secretarias se encargó de buscar un piso de ocho habitaciones en la sexta planta de un edificio de la calle Guynemer, y Charles-André Fargeau estampó con gesto indiferente su firma en un talón bancario por valor de un millón doscientos cincuenta mil francos contra un contrato de propiedad a nombre de Georges y Frédérique Nikolaos. Luego sostuvo una nueva entrevista con los padres de Elena, pero se equivocó al prever la reacción de éstos.

Es probable que fuera aquel el único asunto en su vida que el anciano millonario llevó con flexibilidad y tacto. En primer lugar, quiso excusarse ante el riesgo de herir la dignidad de aquellas gentes a las que tenía intención de ofrecer un valioso regalo. Pero Georges Nikolaos le interrumpió sonriente:

—Sea sincero consigo mismo, señor Fargeau. A usted le importa un bledo mi dignidad, y lo comprendo. Pierda cuidado; acepto encantado y sin aspavientos su obsequio. Creo que no tiene sentido hacer comedia cuando, por razones diametralmente opuestas, ni usted ni yo damos importancia al dinero.

—Les enviaré a mi decorador.

—Preferiría que fuera mi esposa quien se encargara de arreglar la casa.

—Bien; en tal caso no tienen más que remitirme las facturas.

—Eso pensaba hacer.

Charles-André Fargeau nunca había sonreído tanto tiempo. Al fin concluyó diciendo:

—Se lo agradezco, Nikolaos. Si algún día busca usted trabajo, le ruego que no venga a verme. Es usted demasiado inteligente para que yo pueda confiarle una responsabilidad.

—Tomo nota de ello, señor. ¡Ah! Una cosa más. Queremos de veras a Sabine.

—Jamás he dudado de ello.

Y ya nunca volvieron a verse; ni siquiera hubo entre ellos llamadas telefónicas o envío de tarjetas de Navidad.

Nacido en un clima de exaltación, el amor de Patrice y Sabine resistió la vuelta a la normalidad. La sola mención de la palabra matrimonio estremecía al joven agregado; pero ambos, de común acuerdo, decidieron compartir su vida tan pronto Sabine alcanzara la mayoría de edad.

En 1969, Patrice Thibaud, que desde el inicio de los estudios superiores se contaba entre los discípulos del profesor Althusser, consiguió una plaza de asistente en el «pandemonio experimental» creado por Edgar Faure en Vincennes. Allí, «mano a mano», se hizo cargo de una clase de jóvenes exaltados, de largos cabellos y descuidada vestimenta, que se suponía estudiaban el programa del primer ciclo de licenciatura.

El joven profesor esperaba que el ímpetu y los exaltados ánimos de sus alumnos le ayudaran a preparar una tesis que había empezado en torno al pensamiento de Marcuse, y que llevaba por título: «Importancia del Eros en el sociopsicoanálisis de la contestación.» Pero muy pronto tuvo que rendirse a la evidencia. El ambiente de aquel «sumidero experimental» de Vincennes constituía un freno a su tarea. Sus alumnos no eran más que una pandilla de exaltados vocingleros, y la mayor parte ocultaban bajo el disfraz contestatario unas raíces burguesas indestructibles. A la postre, su actitud se manifestó en una mentalidad claramente reaccionaria y conservadora.

Desanimado, Patrice solicitó una plaza de profesor de conferencias fuera de París, y en 1971 se le asignó un puesto en la universidad de Aix-en-Provence. Hacía casi dos años que apenas veía a su amiga, lo que explicaba su presencia, un tanto insólita y furtiva, a bordo del yate de Charles-André Fargeau.