Capítulo IV
Múnich. Domingo, 29 de octubre
Las 11.30 de la mañana
Hans Schloss franqueó una de las portezuelas del vestíbulo del aeropuerto Munich-Riem, por las que afluían los pasajeros de las líneas interiores provenientes de Bonn. No tardó en descubrir a la persona que buscaba. Bajo el panel de horarios de las compañías se encontraba un hombre corpulento, de elevada talla, cabellos castaños muy cortos. Iba vestido con una chaqueta de tweed, de corte holgado, camisa de lana color mostaza, una corbata de trencilla, de las llamadas «cabeza de negro», y pantalones de franela gris sin dobladillo que caían sobre un par de zapatos marrones que sólo podían provenir de «Clark», en Bond Street. Aun cuando era la primera vez que lo veía, Schloss supo en seguida de quién se trataba.
—Laurent Martin, ¿verdad? —inquirió.
Los dos hombres se estrecharon la mano y con paso vivo se dirigieron hacia la puerta de salida, provista de célula fotoeléctrica.
El coche NSU, modelo RO-80 azul metálico, esperaba en una zona de aparcamiento prohibido. Schloss alargó al chófer su billete de avión, que llevaba cosido con una grapa el resguardo del equipaje.
—Yo conduciré, Kurt. Vaya por mi equipaje y regrese a Pullach en taxi.
Schloss conducía con rapidez y pericia. El RO-80 enfiló la carretera número 12, que conducía al cruce este-oeste de la capital bávara. En sentido contrario la circulación era excesivamente densa, y es que los habitantes de Múnich aprovechaban aquel domingo de otoño para ir a almorzar al bosque de Ebersberger. En cambio, en la dirección Riem-Munich el automóvil NSU circulaba a ciento cuarenta kilómetros por hora sin encontrar obstáculos. Cuando Schloss veía a lo lejos a un coche que venía en sentido contrario y que trataba de adelantar a otro vehículo, con una simple presión del pie ponía en marcha toda la batería de luces a yodo, y el coche en cuestión, atemorizado, no tardaba en reintegrarse a la caravana de automóviles.
—¿Qué se sabe del avión? —interrogó Schloss, sin dejar de vigilar la carretera.
—El viento soplaba en contra y han tenido que hacer nueva escala en Zagreb. Han llenado los depósitos de combustible y a las 11.02 despegaron de nuevo. En menos de un cuarto de hora los tendremos encima de Múnich.
—¿Algún incidente?
—Los piratas intentaron imponer la idea de un aterrizaje en el aeropuerto civil de Riem. Uno de los fedayín maneja la radio perfectamente y habla sin acento francés e inglés. He permanecido varios minutos en contacto con él y por fin han aceptado realizar el canje en el aeropuerto militar de Fürstenfeldbruck.
Laurent Martin hablaba alemán sin ningún acento que pudiera delatar su origen. Sacó del bolsillo una cajetilla metálica de «Benson and Hedges» y, tras encender un cigarrillo, preguntó a su vez:
—¿Y el canciller?
—Ningún problema. Se ha hecho cargo de todo, aunque no lo ha dado a entender ni con un simple guiño de complicidad. El militar que asistió a la entrevista no era tan listo. También él lo entendió, pero estaba tan contento de haber podido asimilar algo en su vida, que pretendió dárselas de agudo metiendo las narices en el asunto. El canciller tuvo que echarle un bufido sin contemplaciones. Así pues, ningún obstáculo; tenemos carta blanca.
—¿Y los prisioneros palestinos? —continuó preguntando Martin.
Schloss consultó el reloj.
—Ya deben estar en Fürstenfeldbruck. Una sección de paracaidistas monta guardia en las celdas de la base. Cuando nos parezca oportuno un helicóptero iniciará la maniobra de distracción.
Ya en los arrabales de la ciudad, Schloss dirigió el RO-80 por la Toginger Strasse. Las calles estaban prácticamente desiertas. Sin aminorar la marcha, contorneó la Max Weber Platz, atravesó el Isar y llegó a la estación siguiendo la Maximiliam Strasse.
—Dentro de una hora todo tiene que estar listo —dijo Schloss—. Los prisioneros suben al Boeing; luego los fedayín hacen bajar a los pasajeros y a la tripulación, excepto el piloto y el navegante. Se llenan los tanques de combustible y el aparato pone rumbo a donde ellos digan.
Martin no respondió, y Schloss se volvió hacia él con aire inquisitivo. Laurent aspiró el humo del cigarrillo: la arruga que surcaba su frente acentuaba todavía más las enérgicas facciones.
—¡Ojalá tenga usted razón! —repuso al fin—. Es indudable que «Septiembre Negro» no ha informado a su comando de que desempeñan el papel de simples monigotes y, por lo tanto, van a tomarse las cosas en serio. No olvidemos que llevan armas y munición. Harán cualquier desatino con tal de demostrarnos que tienen la sartén por el mango. Será preciso actuar con prudencia.
El automóvil tomó la autopista de Augsburg, desviándose de la misma en la salida de Geiselbullach. Lanzado a ciento veinte por hora, avanzó por la carretera 471, que conducía al aeródromo militar de Fürstenfeldbruck.
Antes de poder franquear las alambradas eléctricas que se extendían paralelas a las pistas, tuvieron que exhibir sus salvoconductos en tres ocasiones. Por todas partes se divisaban policías y soldados. En la divisoria del lado izquierdo se veían grupos de camiones, y gran número de policías y soldados aparecían armados con fusiles de mira telescópica.
—Pero, ¿qué significa todo esto? —preguntó Martin, sorprendido—. Creía que Brandt deseaba que todo se llevase a cabo con naturalidad y sin estridencias.
—Y así es —asintió Schloss, con el ceño fruncido—. Todo eso parece una iniciativa personal de Kallenberg, el adjunto del subprefecto. Debe de estar esperándonos en la central de transmisiones.
Schloss pisó el pedal del freno junto a la torre de control de radar. Los dos hombres se introdujeron en el ascensor, que llegaba hasta el cuarto piso y desembocaba directamente en la inmensa sala circular de la que emanaban todas las órdenes relativas al tráfico aéreo de la base militar. Se aproximaron a la pantalla del radar: el recorrido circular del rayo luminoso se quebraba regularmente al completarse cada vuelta. El Boeing estaría al alcance de la vista en menos de diez minutos.
El comisario Kallenberg se unió a Martin y al agente del HND.
—Hay novedades —aclaró—. Sabemos de buena tinta que los agentes del «Shin Beth» tratan de llevar a cabo un intento desesperado para evitar la salida del avión. Mientras les esperaba a ustedes he asumido la responsabilidad de ordenar al ejército y a la policía que registraran el terreno en un radio de tres kilómetros.
Laurent Martin frunció el entrecejo. Ahora todas las miradas de los presentes confluían en él, inquietas e interrogantes. Con expresión de crispada reflexión, encendió un cigarrillo:
—¿Siguen en contacto con el avión?
Kallenberg señaló la central de radio.
—Estamos en doble escucha permanente, exactamente igual que cuando mantuvo usted su primera conversación con ellos, señor. El palestino sigue manipulando con habilidad las frecuencias de la radio, y el comandante Klaussen recibe la comunicación a través de sus auriculares.
Con una ligera presión en la espalda del sargento encargado de la radio, Martin pasó a ocupar su sitio. Calándose los enormes auriculares de escucha, estableció contacto y habló en alemán:
—¡Klaussen! ¿Me oye? Aquí el jefe de vigilancia. ¿Cómo está de carburante? Cambio.
La voz del comandante del aparato llegó con un timbre nasal, amplificada:
—Le escucho. Comprendido. Nos quedan tres horas cincuenta minutos de autonomía, a velocidad de crucero y respetando el margen legal de seguridad. Terminado. Cambio.
Pero Hacam terció entonces en inglés:
—Hablen en francés o en inglés; es una orden.
Obediente, Martin reanudó la conversación en inglés.
—Las consignas que voy a transmitir les afectan a ambos. No aterricen bajo ningún pretexto y sobrevuelen el campo. El canciller Brandt ha dado instrucciones formales y se aviene a sus exigencias. Esta espera que ahora les exijo es un factor suplementario de seguridad. ¿Han comprendido? No aterricen en ningún caso.
Ahora fue Hacam quien, en francés, respondió:
—A la primera señal de una trampa haré saltar el avión por los aires. Acepto permanecer a la espera hasta nueva orden, pero les doy una hora como máximo.
—Conforme. Cambio —concluyó Martin.
Schloss intervino:
—Por lo menos que le digan cómo se encuentran los pasajeros.
Con un encogimiento de hombros, Martin estableció nuevo contacto y habló de nuevo en inglés:
—Llamando al comandante Klaussen. ¿Puede decirnos cuál es el estado de los pasajeros?
—Klaussen a torre de control. Recibido y comprendido. Los fedayín tenían previsto distribuir comprimidos de Valium 10. Todos los pasajeros han tomado una dosis masiva de tranquilizante. ¿Me han comprendido? He aceptado y aconsejado la distribución de tales comprimidos. Cambio.
Martin cerró el contacto y silbó admirativamente.
—¡Cuánta delicadeza! ¡Estamos ante unos gentleman-fedayín!
Schloss intervino secamente:
—Déjese de humoradas. No me gustaría verlas como titulares en la cabecera del «Stern». ¿Qué piensa hacer?
—Hay que desviar el Boeing a otro aeropuerto y hacer que aterrice aquí un avión rápido, para embarcar en él a los tres prisioneros. Luego será preciso organizar un aterrizaje simultáneo en cualquier otra parte.
—¿Dónde?
—Es indiferente; Núremberg, Stuttgart. No, espere, mejor Salzburgo, ya que está en la ruta del aparato.
—Debo comunicar con Bonn. No puedo asumir esta responsabilidad.
—Espere un segundo, Schloss —cortó Martin—. El sitio ideal sería Zagreb, el punto de procedencia del avión. Si el canciller se muestra conforme, que realice las gestiones pertinentes ante el mariscal Tito. Por nuestra parte dejaríamos filtrar la información de que el canje va a tener lugar en Salzburgo. Zagreb nos ofrece las máximas garantías. La escala que acaban de efectuar allí fue debida únicamente a las condiciones atmosféricas; no estaba prevista, y a pesar de ello pudo realizarse sin dificultad. ¿Podríamos disponer de algún avión militar que esté en condiciones de despegar rumbo a Zagreb para dentro de una hora?
Kallenberg terció en la conversación:
—Tendríamos que avisar al comandante en jefe del ejército del Aire.
El coronel Markt, comandante de la base, indicó a su vez:
—El general está en visita de inspección en Oldenburg. Siendo hoy domingo, es casi seguro que habrá salido a la caza del ciervo en helicóptero. De todos modos, no hay ni que pensar en que uno de nuestros aviones sobrevuele el territorio yugoslavo, y menos todavía en que aterrice en Zagreb dentro del plazo requerido.
—En tal caso, trate de encontrar un avión civil.
—Eso tiene que ser factible —aprobó Schloss—. Voy a llamar al palacio Schaumburg. Kallenberg, empiece a ver si puede dar con el director de alguna compañía privada.
Willy Brandt dio su plena aprobación. Su primera reacción fue la de reprochar a Schloss la pérdida de tiempo en consultarle. Este objetó que sólo el canciller tenía influencia suficiente para hacerse escuchar por el mariscal Tito. Brandt aseguró que en seguida se ocuparía del asunto, añadiendo que en el caso de no poder localizarse un avión privado en el plazo del tiempo necesario, ordenaría a la tripulación de su avión personal, estacionado en la base militar de Baden-Baden, que estuviera dispuesta, no sin antes dejar bien sentado que consideraba esta eventualidad como una solución de urgencia que implicaba una repercusión política negativa frente a la opinión pública israelí.
Schloss abandonó, sudoroso, la cabina telefónica, y resumió su larga conversación con el canciller diciendo:
—Carta blanca. Va a prevenir a los yugoslavos.
Kallenberg reapareció menos optimista. Hasta el momento sólo había podido dar con un vetusto aparato de la compañía de vuelos charter «Condor». El director se llamaba Herman Zeisskam y era un antiguo Ober-Leutnant de la Luftwafe. Kallenberg logró al fin comunicar con Zeisskam, que estaba pasando el fin de semana en una propiedad que poseía cerca de Uberlingen, en el lago Constanza. El antiguo piloto había prometido llamar en menos de un cuarto de hora, y, en efecto, así lo hizo al cabo de diez minutos. Explicó que había podido ponerse al habla con el piloto y el navegante de uno de sus aparatos. Dicha tripulación tenía que transportar a un grupo de hombres de negocios escandinavos y luego despegaría hacia Zúrich, sin pasaje, al objeto de regresar a su base, en Coblenza. Zeisskam se comprometió a ordenar la alteración del plan de vuelo, y para dentro de cincuenta y cinco minutos el aparato estaría encima de Fürstenfeldbruck. Se trataba de un birreactor Hawker-Siddley 125. Si llenaba los depósitos de combustible en la base militar, su autonomía de vuelo sería de mil ochocientos kilómetros, respetando el margen de seguridad.
Eran las 13.26. Martin lanzó un suspiro. Volvió a ocupar el lugar del sargento encargado de la radio. El Boeing 727 estaba describiendo el quinto y amplio círculo sobre la vertical del antiguo campo de Dachau y, luego, al oeste de Mering.
Hacam y Klaussen respondieron que tenían establecido contacto. El fedayín conservaba una calma y una sangre fría desconcertantes. Martin optó por emitir sus instrucciones en francés, y con tono claro y preciso explicó:
—Hemos arbitrado un plan de liberación que presenta un riesgo mínimo. Tienen que regresar a Zagreb. Estamos a la espera de un birreactor privado que aterrizará aquí a las 14.28. Los prisioneros subirán a bordo mientras se llenan los tanques, operación que se efectuará en menos de un cuarto de hora. El aparato despegará entre las 14.35 y las 14.40 y alcanzará la vertical de Zagreb entre las 15.30 y 15.45. Ustedes pueden anticiparse en tres cuartos de hora y aprovechar para repostar el Boeing en Zagreb. Seguidamente se dirigirán al extremo de la pista, junto al punto de salida. Allí se les acercará el avión privado tan pronto aterrice. Sus camaradas subirán entonces a bordo. Informe de ello a Klaussen, por si no comprende el francés.
—He comprendido perfectamente —intervino el comandante del aparato en francés.
Pero Hacam empezó a gritar como un energúmeno a través del micrófono:
—¡Ni hablar! ¡Quieren tendernos una trampa! Ya he tenido una hora más de la cuenta de paciencia y voy a dar orden al comandante de que aterrice. Que nuestros camaradas se preparen a subir a bordo. Cambio.
Martin suspiró. Una vez más maniobró con el alternador de la radio.
—¿Sigue a la escucha?
Se oyó una respuesta afirmativa.
—Empecemos de nuevo. A buen seguro que no es usted ningún imbécil ni un exaltado, al menos así lo ha demostrado hasta el momento. Quiero que reflexione bien y sin demora. Sabemos que tiene dos granadas para hacer estallar el aparato por los aires. Esté volando o en tierra, se encuentre en Múnich o en Zagreb la potencia explosiva de las granadas sigue siendo la misma. ¿Entiende lo que trato de decirle? Le doy un minuto para pensarlo. Permanezco a la escucha.
Fueron suficientes menos de veinte segundos. Martin no apartaba la vista del amplificador, a través del cual percibía con claridad la respiración del fedayín. Imaginó sin esfuerzo la tensión interior del árabe. Por último, Hacam exclamó:
—De acuerdo. Volaremos rumbo a Zagreb.
—Una cosa más —añadió Martin—. Yo personalmente acompañaré a los prisioneros a bordo del Boeing y realizaremos juntos la última escala. Cambio.
—¡Ni hablar! —bramó Hacam—. Sea usted quien sea, no necesitamos de su presencia. Le prohíbo que se acerque al avión.
—Considero mi presencia indispensable. No discuta. Estaré allí. Tómese tiempo para reflexionar. Usted va armado con una pistola y yo no llevaré armas. Haré que sus camaradas me registren previamente y ellos le garantizarán que no voy armado. Si lo desea, podrá matarme tranquilamente cuando suba la escalerilla.
Por toda respuesta, Hacam lanzó una imprecación en árabe. Martin devolvió la palanquita a su posición. Una amplia sonrisa le surcaba el rostro.
—¿Entiende usted el árabe? —preguntó Schloss.
—Un poco.
—¿Y qué es lo que ha dicho?
—Ha sido una especie de perífrasis un tanto vulgar sobre mi ascendencia materna.
El Hawker-Siddley se posó graciosamente en el aeropuerto dentro del plazo previsto. Era un avión mixto de gran turismo y bello diseño, con las alas y el fuselaje de inmaculada blancura. Una franja horizontal de color rojo se extendía de un extremo al otro del aparato, desde la cabina hasta la cola, serpenteando armoniosamente a la altura de los reactores y prolongándose hasta el centro de los mismos. El aparato se deslizaba, lento y majestuoso, por los bloques de asfalto ensamblados, sacudido por el estridente zumbido de sus propulsores. Cuando se hubo detenido, un camión cisterna Mercedes, pintado con los colores verdosos de la Bundeswebr, se situó paralelamente a la cabina del piloto. Dos bastidores móviles afianzaron el tubo metálico de inyección y, sin más, los depósitos empezaron a llenarse de queroseno.
Once minutos más tarde, el camión cisterna se cruzaba con el Opel que transportaba hacia la libertad a los tres palestinos supervivientes del atentado en los Juegos Olímpicos. El coche se detuvo junto a la pasarela incorporada del Hawker y los fedayín ascendieron a la cabina bajo la amenaza de las armas de cuatro paracaidistas apostados al pie de la escalerilla.
Siempre conducido por Schloss, el RO-80 se alejó de la torre de control. Sentado en la parte delantera, Martin conservaba el aire de serena despreocupación de un viajero que se dispone a disfrutar de su fin de semana.
—¿Y a qué se debe este interés en acompañarles? —preguntó Schloss.
—Es preciso que oriente el testimonio de Walter Klaussen y de la tripulación. Conviene que su versión de los hechos resulte plausible.
—¿Confía en convencer a los israelíes?
—Por supuesto que no, y se me da un comino. Lo más probable es que ya hayan tomado una decisión, pero no podemos permitir que esgriman argumentos demasiado obvios en su favor. Que se desgañiten, que formulen cuantas hipótesis les venga en gana, que descarguen su bilis en los campos de refugiados de la frontera libanesa. Hasta cierto punto, serían reacciones naturales. Pero no podemos permitir que sus periódicos publiquen incongruencias notorias en nuestra versión de los hechos; y eso en buena parte depende de lo que diga Klaussen.
—Entendido; buen viaje.
El RO-80 se detuvo junto al Hawker. Laurent Martin ascendió la pequeña escalerilla seguido de dos paracaidistas armados. El mecánico esperaba el momento de apartar la pasarela y cerrar la puerta. Luego, indicó:
—Listo, Sigmund.
Inmediatamente se oyó el silbido estridente de los reactores.
Ed Denaoui Abdel Kheiz, Samer Mohamed Abdallah e Ibrahim Mahmoud Badran volvieron la cabeza. Visiblemente aturdidos, contemplaban al recién llegado. Cumpliendo las instrucciones del navegante, se abrocharon los cinturones de seguridad. Sus rostros descompuestos ponían en evidencia hasta qué punto se hallaban superados por los acontecimientos.
—¿Alguno de vosotros habla inglés, alemán o francés? —preguntó Martin, en inglés.
—Yo hablo francés —balbuceó Abdel Kheiz—. Mis hermanos sólo entienden el árabe.
Martin se sentó en el sillón vecino. El navegante había ocupado su sitio en la cabina de mando. El Hawker tomó velocidad y empezó a ganar altura rápidamente. Tenía capacidad para dieciocho pasajeros.
—Yo y mis hermanos estamos dispuestos a morir —declaró Abdel Kheiz, con solemnidad—. Díganos la suerte que nos espera y el tiempo que nos queda de vida. Sabíamos que Alemania había abolido la pena de muerte y que nos matarían discretamente, como a chacales.
—¡No me vengas con monsergas, amigo! —le espetó Martin—. Esta noche cenaréis en vuestra patria o en un país amigo. De hecho, puede decirse que ya estáis libres.
Laurent volvió a la cabina de mando y se dirigió al piloto.
—¿Algún problema?
—No, en lo referente a mí. Llegaremos a Zagreb dentro de cuarenta minutos.
El pequeño avión rebotaba ya sobre la pista del aeropuerto de Zagreb cuando Martin reanudó el diálogo con Abdel Kheiz. Había renunciado a convencerle durante el vuelo, dejando a los prisioneros sumidos en la piadosa lectura de un ejemplar de bolsillo del Corán, puesto a su disposición.
—Mira, ahora vas a registrarme —explicó—. Asegúrate de que no llevo armas porque tendrás que confirmarlo ante tu camarada para que me permita subir al otro avión. ¿Empiezas a comprender?
Cada vez más estupefacto, Kheiz ejecutó las órdenes sin demasiada convicción y afirmó:
—No, no lleva usted armas.
—Ya lo sabía. No es a mí a quien tienes que decirlo.
El traslado de los prisioneros a bordo del Boeing se efectuó tal como se había previsto. Laurent Martin fue el primero en subir al enorme avión de la Lufthansa, seguido de los tres prisioneros, que ascendieron por la escalerilla brutalmente empujados por los fusiles de los paracaidistas, visiblemente contrariados ante los hechos. Luego, los soldados regresaron al Hawker.
Por fin, los tres fedayín comprendían lo que estaba sucediendo. Su primera reacción fue precipitarse en brazos de Hacam, pero éste les contuvo con gesto terminante. Ordenó cerrar la portezuela y Walter Klaussen aceleró los reactores. A más de ochocientos metros de distancia, siete representantes de la prensa, apostados en el techo del aeropuerto, siguieron la escena con unos prismáticos. Pertenecían a las delegaciones locales de la UP, Reuter, AFP y la agencia soviética Tass. Todos los despachos que remitieron minutos después aludían a la presencia de un cuarto personaje que, tras descender del Hawker-Siddley, subió a bordo del Boeing. La prensa y la radio yugoslavas también difundieron la noticia. El detalle pareció intrascendente a los jefes de redacción de los periódicos de todo el mundo. Sólo «Le Monde», en el número del martes, 31 de octubre, puesto a la venta en París el lunes 30, a las 15 horas, mencionaba en el artículo de su corresponsal en Belgrado, Paul Yankovitch, el embarque de una «personalidad de la Alemania occidental» cuya identidad no había sido revelada.
Antes de que el Boeing alcanzara la altitud y velocidad de crucero, Hacam había dado instrucciones al piloto.
—Rumbo a Tirana. Ya le facilitaré más indicaciones.
Walter Klaussen, que se sentía agotado, repuso:
—Escuche, ahora ya se han salido con la suya; no me obliguen a volar dando rodeos. No me cabe duda de que su deseo es aterrizar en el Próximo Oriente; pues bien, señáleme otro rumbo más alejado que me permita utilizar el piloto automático.
Hacam cedió ante el argumento.
—De acuerdo. Ponga rumbo a la punta Este de la isla de Creta. Ya le daré nuevas instrucciones.
En la cabina, Laurent Martin cogió el micrófono y pronunció unas palabras para tranquilizar al pasaje y a los miembros de la tripulación.
—No teman. Están ustedes completamente a salvo. Ahora regresamos al Próximo Oriente, pero mañana podrán ustedes alcanzar sus respectivos destinos a través de distintos vuelos regulares. Por otra parte, me complace anunciarles que la Compañía Lufthansa ha decidido conceder a cada uno de ustedes una importante cantidad en concepto de indemnización, a fin de compensar en cierto modo los incidentes de esta aventura. Manténganse tranquilos y consideren esta última parte del vuelo como un simple paseo.
Martin supo dar a sus palabras un tono convincente y los pasajeros se relajaron en sus asientos, entablando mutuo diálogo acerca del hipotético importe de la prima. Laurent volvió A la cabina de mando. Hacam seguía en su interior, empuñando la pequeña pistola, aparentemente inofensiva.
—Tengo que hablar con la tripulación —indicó Martin, con firmeza—. Haga que vengan todos a la cabina.
—De acuerdo, converse en inglés y en mi presencia —precisó Hacam.
—No hay inconveniente.
Los miembros de la tripulación se amontonaron en la cabina. Hacam no les perdía de vista; mantenía el arma apuntada y la espalda apoyada en la puerta del lavabo delantero, destinado a los tripulantes del aparato.
—Me llamo Martin —comenzó diciendo Laurent—. Laurent Martin, y estoy a bordo siguiendo instrucciones comunes de su gobierno y de la compañía Lufthansa para darles algunas indicaciones de importancia capital. Me interesa de modo especial la versión de los hechos que les pedirán los representantes de la prensa.
—Diremos la verdad —interrumpió Klaussen—. Se hubiera podido ahorrar el viaje.
—Esta reacción le honra, capitán Klaussen. Sin embargo, confiamos en que acepten alterar un tanto la verdad de lo ocurrido. Conviene que la opinión pública ignore que el canje se ha efectuado al fin en Zagreb, a instancias de las autoridades de tierra; es decir, del Gobierno de la Alemania Federal. Sería mejor una versión en la que fueran los piratas del aire palestinos los que exigieron en el último instante la modificación del plan inicial. El canje en el aeropuerto militar de Múnich entrañaba un riesgo, y aunque mínimo, el canciller Brandt no ha querido asumirlo. Sólo le preocupaba la seguridad de todos ustedes y de los pasajeros. No obstante, algunos medios informativos tal vez se atrevieran a insinuar que el lujo de precauciones adoptadas por el gobierno alemán radica en el peso que se sacudiría de encima librándose de los prisioneros del comando árabe de los Juegos Olímpicos de Múnich, para, de esta forma, evitar un espinoso proceso político.
—¿Y no habrá algo de verdad en eso? —preguntó con malicia Klaussen.
—Lo ignoro —mintió Laurent con descaro—. Ahora ustedes saben tanto como yo. Cuando se me rogó que tratara de convencerles no me pareció necesario profundizar más en el asunto.
—Por mí, de acuerdo —asintió Klaussen—; siempre que mis compañeros también se muestren conformes.
Todos dieron su beneplácito.
—Otra cosa —insistió Klaussen—. ¿Qué ocurrirá si los dos piratas exponen su propia versión de lo sucedido y cuentan la verdad?
Laurent ni siquiera se dio la vuelta para mirar a Hacam; se limitó a declarar con una sonrisa:
—No lo harán, porque no les conviene. Cuanto más audaces parezcan sus acciones, mayor será la aureola de que disfrutarán ante sus aliados. ¿Me equivoco, camarada pirata?
—Tu versión me parece bien y será también la nuestra, camarada espía.
—Nos acercamos a la punta Este de Creta —anunció Klaussen—. ¿Qué hago ahora?
—Ahora rumbo a Trípoli —indicó escuetamente Hacam.
Tras haber solventado la papeleta, Laurent Martin sintió que sus nervios se relajaban. Desplomándose en un asiento, al lado de una de las ventanillas del avión, se sumió con expresión soñadora en la contemplación del abigarrado curso de las nubes.
«¡Vaya porquería de misión! —dijo para sí—. Nunca hay que jugar con fuego. El día que alguien verdaderamente inteligente se dé cuenta de que el chantaje es el arma más poderosa del siglo veinte, nos encontraremos todos en paños menores.»