Capítulo XXVI
Durante algún tiempo, Laurent estuvo dando vueltas y más vueltas alrededor de la mesa. Sus guardianes no le impedían pasearse por la estancia, pero nunca le perdían de vista y los cañones de las armas seguían el curso de su figura.
Volvió a sentarse en el banco, de espaldas a la mesa, sobre la que apoyó ambos codos. Encendió un cigarrillo. Su mirada inspeccionaba escrupulosamente cada centímetro cuadrado de la pieza, sin la menor idea, sin la menor esperanza; pero no tenía otra cosa que hacer. El pavimento era de tierra batida y había sido cuidadosamente aplanado con el pisón. Laurent se entretenía siguiendo el vuelo caprichoso de una mosca. El insecto se aproximó a una raya trazada vagamente en el suelo se alejó sin cruzarla y se acercó de nuevo a ella. Laurent realizó una apuesta consigo mismo: la próxima vez, la mosca traspasaría la raya; pero la mosca no lo hizo, sino que reemprendió su vuelo obsesivo; Laurent la siguió con la mirada hasta el techo, mientras encendía otro cigarrillo con ayuda de la colilla del anterior. Estaba furioso contra aquella estúpida mosca que había frustrado su entretenimiento. El techo, pintado de cal blanca, no presentaba ninguna señal que le permitiera establecer un pronóstico sobre el curso voluble del insecto. En su interior, parecía adivinar algo que le desazonaba. Dejó aquel vagar de la mente y procuró concentrarse. No tardó en averiguar qué era lo que había conmocionado su subconsciente.
Sin abandonar su actitud de serena indiferencia, dejó resbalar la vista por el suelo. Aquella raya que le había servido como demarcación para adivinar el vuelo de la mosca resultaba extraña. La habían trazado desde la pared con el filo de un cuchillo o de una hoja de afeitar, hundiendo cerca de un metro en el pavimento de tierra batida. Pero lo que en verdad intrigaba a Laurent era que aquel que la había trazado se había servido de una regla u otro objeto rectilíneo para guiar el filo. Ello quería decir que aquel hilillo había sido trazado poniendo en la tarea un empeño especial, al que forzosamente iba vinculado un objetivo, aunque por el momento Laurent no acertaba a perfilarlo, ni siquiera en el terreno de una vaga hipótesis. Desde un punto de vista geométrico, la cosa no tenía ni pies ni cabeza, puesto que la raya formaba un ángulo agudo con la pared; pero tenía que haber alguna razón para ello.
Durante más de una hora, Laurent se devanó los sesos. Por dos veces decidió postergar la idea, pero inconscientemente volvió a sus elucubraciones. De repente, una idea que parecía absurda cruzó por su mente, pero la rechazó varias veces con el pretexto de que resultaba de un optimismo exagerado. Transcurrió una hora y ninguna idea nueva acudió a su mente.
Así las cosas, decidió actuar partiendo de la confusa hipótesis construida en el vacío. Empezó a jugar con uno de los paquetes de cigarrillos hasta que, en un momento dado, extrajo con los dedos el fino cartoncito publicitario que contienen los paquetes de Benson, al tiempo que fingía concentrar todo su interés en la lectura de las excelencias de la marca. Sus gestos traducían una apatía absoluta. Por espacio de media hora larga conservó el papel entre sus dedos, haciéndolo pasar de una mano a otra. Los guardianes no concedieron la menor atención a este gesto maquinal de un individuo constreñido a una larga y fastidiosa espera. Laurent se levantó con pereza, recorrió varias veces la pieza y luego, con un ademán perfectamente natural, se tumbó en el suelo a un centímetro de la hendedura rectilínea, reclinando la espalda contra la pared.
Fingió adormilarse y fue deslizándose cada vez más hasta encontrarse completamente estirado sobre el suelo. Simulando un sueño profundo, decidió contar hasta mil al ritmo aproximado de un número por segundo.
Nada más llegar al millar se dio la vuelta simulando el acto reflejo de alguien que dormido cambia de posición. Ahora daba la espalda a los guardianes. Laurent abrió los ojos; la mano izquierda, que continuaba sosteniendo el cartoncito, se encontraba prácticamente sobre el ángulo agudo formado por la pared y la misteriosa hendedura. Sin realizar el menor movimiento logró, utilizando los dedos, doblar el cartoncito hasta formar un ángulo exactamente igual al que aparecía dibujado en el suelo. Con la uña del pulgar acabó de marcar el trazo dejado por el plegado papel. A continuación alisó el cartoncito hasta restaurarlo a su forma inicial.
Instantes después se desperezó con lentitud, se levantó con gran naturalidad de gestos y se acercó a la mesa con paso despreocupado, al tiempo que extraía un nuevo cigarrillo del paquete. El movimiento mediante el cual deslizó el cartoncillo publicitario en el bolsillo del chaquetón nada tenía de extraño, ya que necesitaba de ambas manos para encender la cerilla.
Transcurrieron las horas fastidiosamente, y nada vino a turbar la desesperante monotonía de la espera. La inerte estoicidad de los guardianes se mantuvo, e incluso se negaron a decirle qué hora era; por otra parte, ninguno de ellos parecía tener reloj alguno. La pasividad y el silencio de los guardianes tenían un carácter rayano en lo místico.
Laurent se hallaba entregado por completo a la tarea de calcular la hora cuando, de repente, todo se aclaró. En pocos segundos tuvo la evidencia pura y simple de que el éxito de su misión había rebasado las esperanzas más optimistas.
El silencio, que por espacio de unas horas interminables se prolongaba con insulsa monotonía, quedó roto por una voz lejana, nasal y continuada. Laurent reconoció la melodía calmosa del salât. Imaginó sin esfuerzo unas decenas de metros fuera de la casa el minarete desde el cual el almuédano llamaba a oración. Martin conocía la oración ritual: «¡Alá es el más grande! Yo atestiguo que no hay más divinidad que Dios, yo atestiguo que Mahoma es el enviado de Dios. Acudid a la oración, acudid a la salvación. ¡Alá es el más grande! No hay más divinidad que Dios.»
Mientras uno de los guardianes permanecía alerta, el otro dejó el arma a un lado y se aproximó al sitio donde poco antes se había tumbado Laurent. La furtiva mirada que el fedayín arrojó a la raspadura del pavimento no pasó inadvertida a Laurent. El árabe se postró de rodillas en la dirección de la raya y empezó sus rezos rituales, describiendo con los brazos extendidos inclinaciones de un cuarto de círculo que morían en el suelo. Con un tono plañidero y firme pregonaba las intransigentes atestaciones acerca de la supremacía de Alá, los dioses impostores y la irreprochable probidad de su profeta Mahoma.
El corazón de Laurent latía con fuerza en su pecho. Su aventurada hipótesis encontraba afirmación. La raya se hallaba orientada en la dirección exacta de La Meca y en su bolsillo poseía la huella precisa del ángulo que la raya formaba con el muro de la pieza. Con tales datos, un alumno de cuarto grado podía calcular en tres minutos la orientación exacta de la construcción rectangular.
Pero hubo un detalle suplementario deducido de los conocimientos que Laurent poseía del Corán que vino a incrementar su entusiasmo, y es que el salât tiene lugar ritualmente una hora después de la puesta del sol. Así, pues, no esperaría por mucho tiempo más. En efecto, en seguida que el segundo centinela, el cual había sustituido al primero en la plegaria, hubo finalizado el rezo, volvieron a cubrir la cabeza del agente francés con la capucha. Al cabo de tres horas de camino le dejaron en libertad, siempre con la capucha puesta, detrás de la mezquita de El Khoder, en la zona desierta donde se hallaban ubicados los mataderos municipales. Así pues, para regresar al hotel Saint-Georges tuvo que atravesar la ciudad en diagonal.
Cuando miró en el bolsillo del chaquetón para asegurarse de que el cartoncito de la caja de cigarrillos seguía allí, descubrió también dos cartas que no iban timbradas. Una de ellas iba dirigida a Duchemain, en la dirección central del partido en la calle Turbigo, y la otra sólo llevaba el nombre del propio Martin; en ella Thibaud le rogaba que ordenara sus efectos personales y sus ropas en la maleta y que avisara al conserje de que un amigo pasaría a retirarla. Laurent encontró las ropas que había tenido que sacarse a la fuerza, cuidadosamente ordenadas sobre una silla de la habitación.
Laurent Martin tomó una ducha y pidió que se le despertara a las cinco de la madrugada. El vuelo diario de Alitalia a Roma, con escala en El Cairo y Atenas, salía del aeropuerto de Khaldé a las 6.30. Laurent se durmió analizando con serenidad el asunto sobre la base de un axioma irrefutable: no existe un hombre capaz de prever todos los detalles.