Capítulo XIII
Hacam tomó la nacional 198, en dirección Norte. Necesitó más de dos horas para contornear Bastia, a través de la tortuosa pista forestal, muy accidentada, que pasa por Muchietta. Cogió luego la nacional 190, en Miomo, a unos veinte kilómetros al norte de Bastia; bordeó completamente el contorno del cabo Córcega, antes de descender de nuevo hacia Nonza y Saint-Florent y tomar la carretera de Calvi. Tres kilómetros antes de esta población, giró a la izquierda por la carretera que, tras bordear el aeropuerto, atraviesa el bosque de Bonifato a lo largo de catorce kilómetros antes de morir sin salida posible. Hacam detuvo el vehículo tras once kilómetros de recorrido en pleno bosque. Eran las 3.45 de la mañana.
Desde el punto escogido, Tardets hubiera avizorado u oído a una distancia de cinco kilómetros cualquier vehículo que viniera en aquella dirección, tanto de un lado como del otro. Sosteniendo a Elena por el brazo, la precedió a través del bosque; éste formaba una pendiente suave hasta el lecho de un torrente que serpenteaba más abajo en el valle. La muchacha avanzaba con precaución, con las manos apoyadas en las espaldas del viejo. Había luna llena y un cielo sin nubes, lo que permitía a Tardets distinguir perfectamente las formas. Sin ninguna dificultad llegó a la roca que había escogido el día antes. Hizo sentar a la muchacha y disimuló la voz, hablando con un tono cavernoso:
—Alargue las muñecas, voy a maniatarla.
Ató con fuerza las muñecas de la joven por delante del cuerpo, y luego los tobillos; todo con la misma cuerda, para impedir de este modo que la chica realizara cualquier movimiento que le permitiera librarse de su capucha, a pesar de tener las manos atadas. Acto seguido, sujetándola por los sobacos, la recostó de lado contra el suelo. Finalmente explicó:
—Está usted apoyada en una roca; le bastará palparla un poco para encontrar una arista cortante. Acerque la cuerda a la arista y desátese frotándola. En media hora puede quedar libre. Luego espabílese sola. Sobre todo, no se olvide de la película que lleva usted junto al vientre. Atención. Que nadie intente abrirla con luz de día. Piense en sus amigas. Adiós; buen retorno a la libertad.
Elena oyó cómo doscientos o trescientos metros más arriba la camioneta se ponía en marcha y alejaba; por algún tiempo escuchó el ruido decreciente del motor. No le costó mucho dar con un saliente agudo de la roca, y empezó a frotar la cuerda con un empeño furioso, insensible al dolor lacerante que eso le provocaba, debido a la tensión de las ataduras en torno a sus muñecas. Después de treinta y cinco minutos, la soga cedió. La muchacha distendió su flexible cuerpo apoyándose sobre la espalda. Notó que poco a poco sus músculos se iban relajando. Se quitó la capucha y sin dificultad se liberó de la cuerda que le ataba los tobillos. El alba apenas despuntaba. Elena inspeccionó sin sorpresa el lugar en que se encontraba: el continuado discurrir de agua y el olor del bosque húmedo habían suscitado en su mente una imagen correcta del entorno. De repente, Elena sintió unas ganas locas de reír. Empezó a gritar sin escuchar más respuesta que un triple eco. Por fin, agachada en el suelo, con el rostro sepultado entre las manos, rompió en sollozos. El bello rostro de la muchacha se inundó de lágrimas, mezclándose con la suciedad que se le había ido pegando durante el viaje. Finalmente se sosegó un tanto y se incorporó con la gracia de un felino que emerge del sueño.
Por instinto, tomó el camino inverso que antes había recorrido a ciegas. Pese a la fatiga que había ido acumulando, de la tensión nerviosa y de la angustia que experimentaba, la imagen que ofrecía era la de una hermosísima muchacha. Caminaba con paso etéreo. Las nalgas y los muslos marmóreos acusaban a cada paso el movimiento oscilante que imponían las amplias caderas, estirando desmesuradamente la tela ligera de los tejanos, que se adhería, dilatada en demasía, a la piel.
Un mechón de sus rubios cabellos le cubría la mitad de la frente. Una ardilla cruzó ante ella, atravesando la carretera. Elena sonrió y dos profundos hoyuelos se marcaron en sus mejillas. Aspiraba con avidez el aire suave del alba, haciendo con cada inspiración palpitar los senos firmes, cuyas puntas desnudas vibraban al contacto con la tela de su blusa.
A sus espaldas oyó el ruido de un motor, que gemía quejumbroso tratando de sostener con la segunda marcha la plancha medio podrida de un dos caballos. La chica se giró y aguardó.
El viejo Antoine la distinguió a cien metros delante suyo. Provocando un chirrido estridente, hundió el pedal del freno y sólo llegó a detener un tanto la marcha. Soltó el freno, desembragó y tiró hacia sí de la palanca de cambios, poniéndola en punto muerto. El pie derecho del viejo apretó con todas sus fuerzas el acelerador, espoleando furiosamente el vetusto motor, del que se escapó una densa emanación de aceite requemado. El viejo desembragó otra vez y, en medio de trepidaciones terroríficas, logró poner la primera. Tras una serie de bruscas sacudidas desordenadas, el cacharro perdió al fin su impulso. El gemido estridente de los tambores de los frenos se hizo oír de nuevo. Antoine logró al fin detener el coche, veinte metros más allá de donde se encontraba Elena, la cual corrió hacia él.
Con acento muy marcado, el viejo se expresó con la parla franco-corsa:
—¡Eh! ¿Qué hace usted aquí, sola y de noche?
Elena creía que se encontraba en Italia o España, pero la matrícula y el acento del viejo le abrieron de golpe los ojos.
—¿Puede usted dejarme en la gendarmería más cercana, por favor?
—En Calenzana si quiere. No, en Calvi. Suba.
—De acuerdo, gracias.
El viejo había calado el motor. Dejó que el coche se deslizara cuesta abajo, embragó la segunda y, prescindiendo de los pedales, se concentró en la serie ininterrumpida de curvas; conducía sin preocuparse de nada, con evidente riesgo. El viejo Antoine acababa de atrapar seis mirlos en las trampas tendidas en el bosque. No sabía leer y no tenía más ocupación que su vida de buey solitario, exceptuando las numerosas ideas que iluminaban su mente para traficar contra las ordenanzas legales.
—La dejaré enfrente de la gendarmería —explicó—. La verdad es que no le tengo muchas simpatías. ¿Qué le ha ocurrido? Espero que no la hayan agredido.
—No, no. Gracias.
Antes de llegar al aeropuerto de Calvi, Antoine torció a la derecha y tomó la comarcal que en un sinuoso trazado llega a Calenzana, pasando por Moncale. Su instinto de trapisondista avezado le decía que la muchacha no tenía ganas de hacerle confidencias. Así pues, se mantuvo callado hasta llegar a cincuenta metros del puesto policial. Era un edificio de construcción reciente, que quebraba lastimosamente el encanto vetusto del antiguo pueblo corso.
El reloj del campanario de una de las iglesias dio las cinco. Elena pulsó el timbre. Tuvo que repetir el gesto tres veces antes de que en el interior se oyera ruido de puertas y pasos; por último, se escuchó el sonido metálico de alguien que abría el bien aceitado cerrojo.
El joven gendarme se estaba acabando de atar el cinturón. Iba en camiseta, tenía los ojos medio cerrados y los cabellos tenían el falso pliegue producido por el frote con la almohada. Al ver a la muchacha, su primera reacción fue pasarse los dedos por entre la tupida cabellera. Aquel semblante se le antojaba familiar. La contempló con más atención hasta que de pronto, enarcando las cejas, exclamó:
—¡La madre que...! Entre.
Elena le siguió hasta el solitario despacho del jefe del puesto. El gendarme empujó una silla hacia la chica y tartamudeó, boquiabierto:
—¡Diantre! ¡Pero quién me iba a decir esto! ¿De dónde sale usted? ¡No es posible! ¡No, no es posible! ¿Es usted Elena Nikolaos o es que estoy soñando?
Ahora fue Elena la que le miró sorprendida. ¿Cómo había podido reconocerla? El gendarme debió de leer la sorpresa que reflejaba el semblante de la muchacha.
—¡Todo el mundo la ha visto por la televisión! En Francia, en todo el mundo... Desde hace cuatro días sólo se habla de ustedes...
—No me lo imaginaba —replicó un tanto pensativa—. De todos modos... Bien mirado hubiera debido sospecharlo... Pero el viejo que me acompañó hasta aquí no me reconoció, de eso estoy segura.
—¿Qué viejo?
—Uno muy poco hablador, bajito y que hablaba con mucho acento.
—¿Con un dos caballos hecho cisco?
—Sí, ése.
—Es el viejo Antoine, que venía de revisar las trampas. Seguramente es la única persona del mundo que no está al corriente del rapto. No sabe leer y nunca habla con nadie.
—Comprendo. Quisiera telefonear a mis padres.
—Antes tengo que avisar al jefe. No puedo asumir responsabilidades. Soy militar, ¿comprende?
Descolgó el teléfono, marcó un número y habló en tono explicativo:
—¿Clara? Soy Pierre-Ange. Despierta a Dominique y dile que venga en seguida... No, nada, un accidente, pero que se dé prisa.
Volvió a colgar.
—¿Por qué no ha dicho la verdad? —preguntó Elena.
—Clara es mi hermana y el teniente mi cuñado. Conozco a mi hermana, y si llego a decirle lo suyo, antes de una hora toda Córcega sabría que está usted aquí; y sólo hay tres carreteras que llegan a Calenzana. ¿Quiere café? No voy a preguntarle nada, el jefe preferirá hacerlo.
El teniente llegó al cabo de poco; pasado el primer momento de estupor, se negó de plano a permitir que la muchacha telefoneara a su familia. Luego la tranquilizó, aclarando:
—De este modo irá todo igual de rápido, déjeme hacer a mí.
Pidió comunicación con el domicilio particular del comandante de la gendarmería de Ajaccio. Este llamó a la central de la calle Saint-Didier, que le puso en contacto con el director de la gendarmería nacional, Jean-Pierre Clochard, quien a su vez despertó al ministro del Ejército. Robert Galley previno a su colega en el ministerio del Interior, quien, según las instrucciones recibidas, avisó en primer lugar a Laurent Martin. El agente especial despertó entonces a Georges Nikolaos y a Charles-André Fargeau, acordando una entrevista a las siete de la mañana en el despacho del ministro, situado en la plaza Beauvau. Seguidamente, las instrucciones siguieron el camino de vuelta. Transcurrida media hora desde la llamada, el jefe del puesto de Calenza asentía con la cabeza, pegado al teléfono; en seguida se dirigió a la muchacha:
—Sus padres ya están avisados, señorita. No debe usted salir de la gendarmería bajo ningún pretexto, hasta nuevas órdenes, que espero recibir pronto.
—¡Ni hablar! Me voy. Quiero llamar a mi familia, lavarme y descansar.
—Piense en sus amigas; se lo ruego, señorita, no complique mi tarea. ¿Desea comer o beber algo?
—Bueno, esperaré. No, no tengo ni hambre ni sed. Gracias, déjenme en paz.
La joven volvió a sentarse, malhumorada.
A las 7.20, Charles-André Fargeau avisaba desde el ministerio del Interior al piloto de su Mystère 20, para que se mantuviera dispuesto a despegar de Bourget a las 8 de la mañana.
—Un segundo... —requirió el anciano.
Cubrió el receptor con la palma de la mano y se dirigió a Martin:
—No podemos aterrizar en Calvi, la pista es demasiado corta.
Laurent se dio cuenta de la situación.
—Es cierto. Diga a su piloto que trace el plan de vuelo con destino a Bastia.
Dirigiéndose luego al ministro, Laurent Martin prosiguió:
—Voy a llamar al teniente coronel Huguenain. Está como subjefe del 2.° REP y su base se encuentra a sólo ocho kilómetros de Calenzana. Sería preferible que fueran a buscar a la chica; se encontrará más tranquila mientras espera nuestra llegada. De otro lado, seguro que la Legión dispone de algún aparato de hélices. Un Nord 2500 o un Transai podría pasar a recogernos en Bastia para llevarnos a Calvi. Ganaríamos más de una hora.
—Tengo que prevenir a la Defensa Nacional —hizo observar Raymond Marcellin—; esto no depende de mí.
—Por favor, señor ministro —dijo Laurent, en tono zumbón—. La Defensa tendrá que llamar al estado mayor del ejército del Aire, que se pondrá en contacto con la base de Istres, y ésta contactará o no con alguno de sus pilotos en Calvi. Así las cosas, lo mejor es que tomemos el vuelo regular de Air-Inter. Estaremos allí hacia las 14 horas. Déjeme hacer a mí. Huguenain se hará cargo de todo.
Divertido, el ministro abdicó de su idea.
Laurent Martin logró comunicar sin dificultad con el joven teniente coronel y le expuso de forma sucinta la situación. La respuesta no le sorprendió en lo más mínimo:
—Buen plan, Laurent; pero que prevengan a los gendarmes de Calenzana, no tengo intención de raptar por segunda vez a la muchacha. En cuanto al Transai, no hay problema; en estos momentos tengo uno que regresa a la base tras haber lanzado a un grupo de paracaidistas y que llegará a Bastia antes que vosotros. De todos modos, procura que me «guarden las espaldas» en el ministerio; el patrón está en unas maniobras con el primer batallón, y yo llevo la gorra hasta pasado mañana.
—Me ocuparé de cubrirte de cabo a rabo. Trata de entretener a la muchacha hasta que lleguemos nosotros. No creo que esté fresca como una rosa.
—¡Desde luego! No te inquietes. Hasta luego.
Martin colgó y se dirigió a Georges Nikolaos:
—Le pido perdón por anticipado, señor, pero quisiera pedirle que renuncie a venir con nosotros. Quiero hablar con su hija durante el regreso, y creo que su presencia la distraería.
—Eso mismo iba a sugerirle yo. Su madre y yo hemos salido ya de la pesadilla. Disponga de Elena a su mejor criterio, en beneficio de sus compañeras que permanecen como rehenes.
El teniente de la gendarmería recibió las nuevas instrucciones a las 7.45: de un momento a otro el coronel Huguenain vendría en persona para hacerse cargo de la chica. A él y a su subordinado sólo se les exigía que guardaran absoluto silencio. Colgó, ya tranquilizado, y se dirigió a Elena con una sonrisa serena:
—El coronel Jean-Pierre Huguenain, al mando del 2.° regimiento extranjero de paracaidistas, va a llegar de un momento a otro para llevarla a usted a la base de Raffalo. Allí podrá descansar.
Un 204 que ostentaba en la aleta el banderín del 2.° REP, y en los parachoques los distintivos militares, junto con un símbolo formado por un pequeño paracaídas, frenó delante del puesto; la portezuela trasera quedó a la altura del portal.
El coronel llevaba uniforme de verano, color beige claro. Antes de bajar del coche dejó el quepis en el estante posterior e inmediatamente se introdujo precipitadamente en el edificio. No llevaba ninguna condecoración, pero los galones mostraban una doble hilera de barras, y su distintivo del cuerpo de paracaidistas exhibía tres círculos tricolores, testimonio de su participación en los Juegos Olímpicos.
Al entrar, los gendarmes adoptaron la posición de firmes. Tras volver la cabeza, Elena los envolvió con la mirada en una expresión que traducía a la vez una burla compasiva y de mofa.
—A sus órdenes, mi coronel —profirió con energía el oficial del puesto de gendarmes—. Acabo de recibir las instrucciones: la señorita Nikolaos está a su disposición.
En el momento en que el automóvil, tras una media vuelta muy forzada, enfiló la carretera que conducía al litoral, Elena se desmoronó de golpe y cayó en un sueño agitado. Cuando llegaron al campamento de Raffalo, Huguenain la condujo a la enfermería. La muchacha se tambaleaba y parecía andar dormida. El coronel y su chófer siciliano tuvieron que sostenerla por los sobacos al objeto de conducirla a una habitación de pequeñas proporciones. Mientras la acomodaban en una cama, la joven abrió los ojos sin que pareciera verles. Luego se acurrucó y su respiración cobró el ritmo lento y regular del que duerme profundamente.
Huguenain la cubrió con una manta y luego indicó al siciliano:
—Busca a una mujer de confianza para desnudarla y haz que laven, sequen y planchen los trapos de la chica.
—¿Una mujer de confianza en el campamento, mi coronel? A menos que la señora Jackie...
—De acuerdo —dijo; pero inmediatamente cambió de opinión—. Espera, corremos el peligro de que hable...
El campamento de Raffalo disponía de su propia casa de placer.
—Yo mismo puedo desnudarla, mi coronel. Duerme de tal modo que ni siquiera se dará cuenta.
—Ni lo sueñes, amigo. Anda a buscar al mediquillo y conténtate con la colada.
El comandante médico desnudó enteramente a Elena, la cual no se despertó. La cubrió de nuevo con la manta y salió con sigilo de la pieza. Huguenain le esperaba en el pasillo.
—¿Te parece normal este desmoronamiento?
—Completamente. Comprende que viniendo de donde viene... Tiene el pulso lento y regular. Desde hace algunos días habrá vivido torturando sus nervios, y el retorno a la normalidad le ha provocado un shock. Dentro de una o dos horas se despertará fresca como una gacela... ¡y qué gacela, amigo!; puedes creerme, mi coronel.
—Oye, mediquillo, ¿no te da vergüenza a tu edad caer en una crisis lúbrica porque has visto a una chiquilla en cueros?
—Mira, no tienes idea de lo que una chiquilla como ésa se parece a una mujer; y, además, resulta mucho más agradable que mi clientela habitual.
Con un cuarto de hora de anticipación, Huguenain recibió aviso del aterrizaje del Transai en Calvi. En seguida se hizo conducir al aeropuerto, hasta el área reservada al tráfico militar. En el momento en que descendía del coche, el gran bimotor estaba virando por encima del cabo Revelata y se disponía a ponerse en posición de aterrizaje sobre el eje de la pista.
El teniente coronel y Charles-André Fargeau se introdujeron en la trasera del 204 color negro, mientras que Laurent se colocaba junto al chófer.
—¿Cómo está ella, coronel? —preguntó con avidez el millonario—. ¿Cómo llegó a Córcega? ¿Ha dicho algo del trato recibido?
—Está durmiendo, señor. Estaba agotada. Según lo que dijo a los gendarmes, todas sus compañeras reciben un trato digno. La señorita Nikolaos efectuó el viaje de regreso cubierta con un capuchón y atada a un asiento que ella estima como el de una avioneta de turismo. Según sus cálculos, el vuelo duró entre ocho y quince horas. Antes de aterrizar en Córcega, parece que la avioneta aterrizó y despegó tres veces. Luego, según ella, la tuvieron arriba y abajo casi toda la noche en un automóvil, lo cual no permite localizar, ni siquiera vagamente, el punto de aterrizaje.
—¿Ninguna señal del radar? —interrumpió Laurent.
—Nada. Fue lo primero que comprobé; pero eso no significa gran cosa. La última escala pudo producirse en la parte este de Argelia, o bien en Túnez. Es posible que la avioneta volara muy bajo, a ras del mar, y que escapara al control del radar. Tampoco los italianos han detectado ninguna señal. Si admitimos que ese cacharro salió del Oriente Próximo, y que la chiquilla no anda muy despistada, podemos calcular que la velocidad de crucero es de unos doscientos kilómetros por hora, por lo que bien pudiera tratarse de una avioneta muy pequeña, capaz de aterrizar en un campo de fútbol. Lo único que sabemos con certeza es que los raptores disponen de cómplices en Córcega. Créanme, esto no nos sirve de gran cosa.
—De todos modos —intervino otra vez Martin—, es una pista que hay que descartar hasta nueva orden. Mientras tengan en su poder a una sola de estas muchachas, anticipar su escondrijo no tiene ningún valor.
Ya en la base de Raffalo, los tres hombres se dirigieron a las construcciones del fondo, en las que se encontraban las oficinas del estado mayor, del jefe de cuerpo y las del propio Huguenain. Los tres se instalaron en la sala de visitas.
—¿Quieren tomar la comida? —preguntó Huguenain.
—Gracias, coronel, pero regresamos en seguida —repuso Fargeau—. Entiende, ¿no?
—Por supuesto.
—¿Ha hablado Elena de las condiciones de su encarcelamiento? —insistió Fargeau.
—Sí; están encerradas en una cueva de grandes proporciones y alimentadas convenientemente. Se les distribuyen tranquilizantes a dosis fuertes, pero no excesivas. No han sufrido malos tratos; ni siquiera un gesto o iniciativa fuera de lugar.
—¿Opina que la chica Nikolaos está en situación de responder a todas las preguntas? —inquirió Laurent.
—Lo estará en breve. Como he dicho, se encontraba extenuada, a punto de estallarle los nervios. Pero, según el médico, todo es una consecuencia lógica y no hay por qué inquietarse. Duerme desde hace dos horas y media; podemos despertarla. Su ropa está ya lavada y planchada. Después de una ducha fría, se encontrará completamente repuesta.