Capítulo XXII

Laurent acababa de encargar al portero del hotel Ambassador que le reservara plaza en el primer vuelo hacia París. Disponía de cuarenta y cinco minutos libres. Se extendió sobre el lecho, encendió un cigarrillo y empezó a relajarse mecido por la suave música que difundía la radio. Al cabo de un cuarto de hora el timbre del teléfono le despertó de su somnolencia. Era Hersfeld, que llamaba desde Frankfurt:

—Esta mañana Mary Jane Cubitt, la inglesa, ha sido encontrada en el sur de Córcega, hacia la zona de Saréne. La primera cadena nacional de televisión (ARD) va a transmitir la noticia a las 19, dentro de siete minutos.

En el momento en que Laurent colgaba el teléfono entraba Schloss, tras llamar a la puerta. También el agente de la BND acababa de recibir aviso de Frankfurt en el mismo sentido. En seguida se abalanzó hacia el televisor y apretó el botón de contacto. Ambos permanecían sentados en el borde de la cama. Sin intercambiar palabra, siguieron distraídamente el programa musical.

A las 19 en punto, la ARD transmitía, en efecto, un boletín informativo especial. Aunque no daba muchas precisiones, el locutor dio a conocer a grandes rasgos el nuevo golpe teatral acontecido en el caso «Rosebud». La joven inglesa fue hallada al amanecer en condiciones muy similares a su predecesora. Lo único que cambiaba era el lugar de liberación. Al igual que Elena Nikolaos, Mary Jane fue depositada en el lugar, cubierta la cabeza con una capucha y las manos atadas. El locutor continuó diciendo que aun cuando físicamente la joven no parecía haber sufrido violencia alguna, parecía en cambio muy afectada psíquicamente. Llevaba también consigo otra película sonora de dieciséis milímetros. Había sido encontrada por un grupo de escandinavos acampados en la zona, y la gendarmería de Saréne la condujo sin demora al aeropuerto de Ajaccio, donde se le unió su padre, lord Cubitt, acompañado de varios miembros del parlamento y agentes del Special Intelligence Service.

Mary Jane Cubitt fue interrogada en el curso del trayecto aéreo, en un avión especial, entre Ajaccio y Londres. El avión sólo se detuvo breve tiempo en el aeropuerto de la capital británica. Lord Cubitt y los funcionarios británicos bajaron del aparato con la película, mientras lady Cubitt, la madre de Mary Jane, subía al avión para acompañar a su hija. El reactor despegó en seguida con destino a Glasgow. En el momento en que el locutor emitía el parte, Mary Jane se encontraba en los alrededores de Dufftown, en el extremo norte de Escocia, donde tenía que descansar por espacio de una semana en el Cubitt Loundge, el castillo Victoriano propiedad de la familia. Nada se sabía acerca de las nuevas exigencias formuladas por los guerrilleros en la película, aunque probablemente ya había sido revelada. Sólo se sabía —continuó el locutor— que a las 23 tendría lugar una proyección en la sede de los Servicios especiales del Reino Unido, la cual estaría destinada a los representantes del gobierno.

En Gran Bretaña existe la costumbre de no facilitar nunca la menor información sobre los servicios secretos; no obstante, Laurent y Schloss comprendieron que la proyección de la película se realizaría bien en las oficinas del 21 de la Queen Anne’s Gate o, lo que parecía más probable, en la calle Curzon, en el segundo piso del Curzon House Club, sede del Joint Intelligence Committes.

Laurent se abalanzó sobre el teléfono, anuló el billete para París y reclamó dos plazas con destino a Londres. Los dos agentes, que no llevaban consigo equipajes, dejaron los objetos de aseo que el botones les había comprado aquella misma mañana y se introdujeron con premura en el ascensor.

El conserje les informó de que el próximo vuelo hacia Londres salía de Berlín a las 23.15. Con todo, podían ganar tiempo tomando el avión hasta París y allí subir a uno de los pequeños aviones de línea que realizan regularmente el trayecto París-Londres.

Laurent se apresuró a consultar los horarios de las compañías europeas y encontró una solución todavía mejor: tomar un DC-8 de las líneas aéreas escandinavas, el cual despegaba de Tempelhof dentro de tres cuartos de hora, y en Copenhague hacía correspondencia casi inmediata con el vuelo regular de la Finnair: Helsinki-Estocolmo-Copenhague-Londres. Todavía no eran las diez de la noche cuando el taxi en que viajaban Laurent y Schloss giraba en torno a Picadilly Circus y enfilaba la avenida que conduce a Pall Mall.

El Curzon House Club tenía desde el exterior la apariencia sencilla y tradicional de la mayoría de clubs privados británicos. Unas escaleras de cinco peldaños, flanqueadas por una barandilla de hierro forjado, llevaba a una puerta de doble hoja de madera maciza. Un portero, vestido con un extravagante uniforme, permanecía de pie en el último escalón. Su estatura y digno continente eran los de un caballero de la muy ilustre Orden de San Patricio; parecía haber estado ensayando durante años aquella actitud con el rostro pétreo e inmutable que le permitía expresarse con sólo el labio inferior sin que su rubio bigote sufriera la menor vibración.

Can I do something for you, gentlemen? —dijo con voz rutinaria.

Sir Edmund Wycherley is waiting for us —mintió Laurent.

Minutos más tarde, Laurent y Schloss subían la escalera interior, alfombrada con tapiz rojo, hasta reunirse con los dieciséis miembros del gobierno y del Parlamento que hablaban por lo bajo en pequeños corros. Sir Edmund salió a su encuentro seguido como una sombra por Yefet Hamlekh. Decididamente, la «Shin-Beth» reaccionaba con prontitud.

—¿Tienen la película? —preguntó en seguida Laurent.

—Por supuesto. Hablaremos de ello después de esta nueva proyección, y mucho me temo que no compartamos el mismo criterio. A primera vista, el nuevo ultimátum no parece sino una broma siniestra y macabra. Pero si se analiza más a fondo... En fin, ustedes mismos podrán comprobarlo. Por favor, vengan a la sala de proyecciones.

Ansioso y anhelante, Laurent se sentó entre Wycherley y Hamlekh. Schloss se sentó en primera fila y se puso unas gafas de gruesa montura. Tras echar un vistazo circular por la sala, sir Edmund indicó con una señal que se cerraran las puertas y se apagaran las luces.

Casi al instante apareció la primera imagen. Era Sabine Fargeau, que ahora desempeñaba las funciones de locutora. A Laurent le llamó en seguida la atención la angustia que reflejaba aquel semblante de rasgos armoniosos. Uno se sentía inclinado a pensar que entre la presente imagen de la muchacha y la que presentaba en el puente del «Rosebud», el día del rapto, cuando apareció desnuda y llena de arrogancia, mediaban diez años de aflicción. Su tez tenía el color de la cera, la frente estaba surcada de arrugas, la mirada permanecía vacía y ausente, y los ojos reflejaban en su vítrea fijeza el desespero que la poseía. La blusa aparecía descolorida y arrugada, y en el sobaco se distinguían unas manchas de sudor.

La voz de la muchacha se dejó oír, apagada y monocorde:

—Se nos acaba de informar que mañana Mary Jane va a recobrar la libertad. Quedamos sólo tres y ahora ya sé que yo seré la última. No tenemos ni el valor ni la fuerza suficientes para alegrarnos por la liberación de Mary Jane. Nos sentimos indiferentes hacia todo y sabemos menos que ustedes respecto a nuestro futuro. Vivimos en una angustia continua y sabemos que, al menos en lo que a mí concierne, se prolongará todavía por varias semanas, tal vez más. He aquí, a continuación, las nuevas condiciones que exige «Septiembre Negro» para proceder a la siguiente liberación: el Movimiento de Liberación de Palestina pide que sean ustedes, la opinión pública, quienes formulen propuestas. Tras la difusión de esta película, todo el mundo debe participar en la elaboración de sugerencias constructivas. Estas deberán difundirse a diario por medio de la prensa y la televisión, que tendrán a su cargo la selección de las propuestas, las cuales los Gobiernos de todos los países tendrán que aceptar en un plazo de veinticuatro horas. En el momento en que el Movimiento de Liberación de Palestina estime válida una cualquiera de dichas propuestas, dará orden de que sea aplicada mediante una serie de cartas abiertas expedidas a la prensa. Sólo en este momento tendrá lugar la liberación de otra de nosotras. Además, «Septiembre Negro» exige que cada día se publiquen y difundan por radio dos sugerencias como mínimo. Con el objeto de que todo el mundo pueda proponer sugerencias constructivas, imponen la creación de un concurso internacional. Esto costará a mi abuelo cinco millones de dólares; pero, si lo desea, puede recabar la participación monetaria de los familiares de mis compañeras. Con esta cantidad se establecerán diez premios. En el momento en que «Septiembre Negro» juzgue aceptable una de las propuestas, designará por su cuenta, en una carta abierta, al ganador del primer premio de un millón de dólares. Además, indicarán por orden decreciente quiénes son los nueve sugerentes de ideas que restan y que han merecido la atención de la Organización, y en qué proporción estos nueve ganadores habrán de repartirse los cuatro millones de dólares sobrantes. Mis raptores me piden que aclare que este sistema, el cual puede parecer un juego pueril y cruel, constituye en realidad un paso inmenso hacia el único objetivo que pretenden, que no es otro que el de mostrar al mundo el destino de un pueblo martirizado. Por supuesto, para participar en este concurso y tratar de conseguir una fortuna considerable gracias a una idea personal, los candidatos tendrán que empezar por conocer en sus menores detalles la tragedia, vergonzosamente escamoteada a la atención pública, que ha vivido el pueblo palestino tras la creación del estado fascista de Israel. He aquí cuanto tengo que decirles. «Septiembre Negro» espera para saber si el mundo, el pueblo, las masas, decidirán que adopte el papel de verdugo o, como ellos desean, el de libertador.

La luz se encendió en un ambiente de silenciosa densidad. Durante más de un minuto, los espectadores permanecieron anonadados en sus asientos. Luego, la distinguida concurrencia empezó a levantarse y a evacuar la sala con meditabunda dignidad.

Richard Saudners, el agente de Estados Unidos, había llegado durante la proyección. En tanto sir Edmund le entregaba una copia de la nota leída por Sabine Fargeau, los representantes del gobierno y del parlamento desaparecieron en una demostración de cortesía exquisita. Todos ellos, en una actitud muy británica por lo demás, supieron refrenar con estoicismo los vivos deseos que tenían de asistir al debate. Los cinco delegados de los Servicios Especiales volvían a encontrarse reunidos. Sir Edmund Wycherley rogó a todos los presentes que le acompañaran a la sala de conferencias, situada en el piso superior.

La sala de reuniones del Joint Committee era una pieza espaciosa, de techo muy alto. Protegidos por unos pesados cortinajes de terciopelo oscuro, había tres enormes ventanales de doble hoja que daban a la calle Curzon. Una moqueta de espesor poco usual cubría el pavimento. Pese a la vastedad de la estancia, imperaba en ella una atmósfera de intimidad como la de un santuario inexpugnable. El mobiliario de estilo Commonwealth, un lienzo gigante de Johann Zoffany y otros dos más pequeños de William Beechey contribuían a dar al lugar un encanto sobrio y anticuado.

Richard Saudners buscó con mirada ávida el posible emplazamiento de un mueble bar. Sir Edmund se anticipó al pensamiento del americano y abrió un armario donde se hallaban las botellas de bebidas alcohólicas. Distribuyó vasos y escanció la bebida, rogando a cada cual que tomara asiento. Acto seguido, inició la discusión con su timbre refinado hecho de bruscas alternativas y sacudidas vacilantes.

—Me temo que desde la reunión en Central Park no hayamos realizado el más pequeño progreso. Nos hallamos frente a la misma dolorosa alternativa: ceder u afrontar la opinión que, tal como están las cosas, no dejará de atribuir la responsabilidad de la posible ejecución de uno de los rehenes a los respectivos Gobiernos. ¿Me explico con claridad?

—Con claridad e inútilmente —intervino el agente israelí—. Sabemos ya todo esto, pero ustedes se niegan a admitir que hoy la situación es más grave de lo que era ayer, y lo será más aún mañana. Están dejando que les atrapen en un engranaje de cuya inexorabilidad no parecen darse ustedes cuenta. Están siendo manipulados hábilmente, y cada vez aprietan los lazos que les atan.

—No creo —interrumpió Wycherley— que sea éste el sentimiento que hoy experimentan lord y lady Cubitt.

—¡No sea hipócrita, Wycherley! —cortó Saudners—. Que yo sepa, este debate no va a ser televisado.

—Atengámonos a los hechos —sugirió Laurent—. Ante todo, es cierto que, como de costumbre, el texto de la declaración llegará a poder de los periódicos en el término de cuarenta y ocho horas y que, hagamos lo que hagamos, todos los periódicos lo imprimirán con la excusa irrefutable de no dejarse «tostar» por el vecino. Por ejemplo, y en el caso de Francia, ¿cómo poner un bozal al «France-Soir» o a «Le Monde» cuando ni siquiera podremos, por más razones que aleguemos, amordazar al «Canard Enchainé» o a «Minute»? Y ni siquiera hablo de los periódicos de extrema izquierda. Creo que este postulado vale para sus naciones respectivas.

Todos los allí presentes, salvo Hamlekh, asintieron.

—Bien —prosiguió Martin—; primera certidumbre: debemos permitir a las cadenas de televisión que difundan la película, ya que cualquier intento de censura resultaría inoportuno y pueril.

El grupo se mostró conforme con estas palabras, y Martin continuó su argumentación:

—Tenemos, pues, que la opinión pública está al corriente de todo. Desde que se inició el caso se ha mostrado intrigada y apasionada por las incidencias del mismo. La enorme masa de gente que representan nuestros cuatro países, reacciona frente a una comunidad de ideas absolutamente idénticas. Centenares de millones de individuos siguen una emocionante intriga que se sucede por etapas. Ahora se les propone convertirse en partícipes de la misma, con una prima constituida por la posibilidad de conseguir una fortuna, y la sobreprima de un formidable pretexto humanitario. No les quepa duda de que después de la difusión general de la película, millones de personas, decenas de millones, dirán: «Quiero continuar disfrutando del espectáculo; tal vez incluso logre salvar una vida humana y al propio tiempo me convierta en millonario.»

—Lo cual significa —gruñó Saudners— que de nuevo no encuentran más solución que ceder, sin pensarlo dos veces. Me pregunto para qué sirven estas reuniones. Admitamos de una vez por todas que en el futuro estamos dispuestos a ceder siempre, y preparémonos a soltar la bomba atómica que nos exigirán lancemos sobre Israel en la última de sus exigencias.

—No, Saudners, no —intervino de nuevo Laurent—; no pedirán una cosa así. La fuerza de sus exigencias reside en el hecho de que, en apariencia, no involucran a vidas humanas, de que parecen inocuas, cuando en realidad estos cerdos están tratando, ni más ni menos, de mimar los fundamentos del mundo occidental. Lo más urgente es abortar las manifestaciones de simpatizantes, de poner fin a la acción paralela de los movimientos de sostén. Esto nos obligará a recurrir a la violencia, y como no podemos combatir en dos frentes, debemos ceder en el resto.

Schloss intervino:

—¿Se dan ustedes cuenta de las consecuencias? ¿De la organización de este concurso?

—¡Sí, hombre, sí! Incluso voy más lejos que usted y digo: «la organización de esos miles de concursos». Cada periódico, desde los más serios hasta los más sensacionalistas, montarán su concurso de marras al gusto de su clientela particular. Será un espectáculo lastimoso, cómico y triste a la vez; pero, aun así, todos los directores de periódicos podrán entretenerse llamándonos asesinos si tratamos de interponernos. Sí, amigos; en Francia, «France-Dimanche» publicará antes de una semana las sugerencias de sus lectores, y apostaría a que va a doblar su tirada.

A las seis de la mañana, Laurent Martin llamó a Charles— André Fargeau desde Orly, donde acababa de aterrizar el avión en el que había viajado.

—Venga sin demora al hotel Raphael si así lo desea —respondió el millonario—; ya no pego ojo, nunca.

El conserje del turno de noche acompañó a Laurent hasta las habitaciones del anciano. Fargeau acababa de afeitarse y estaba ya vestido. Sólo los rasgos desencajados del semblante y los vasos sanguíneos que surcaban como estrías la órbita de sus ojos traslucían la angustia y las horas de insomnio.

—¿Alguna novedad, Martin? —preguntó con un tono de voz que por vez primera correspondía a un hombre de su edad.

—No mucho más de lo que usted ya sabe, señor —replicó Laurent—. A decir verdad, soy más bien yo el que espera que usted me haga ciertas precisiones.

—No le comprendo.

Laurent pasó al ataque:

—Hablo de Patrice Thibaud, señor. Se ha entrevistado usted con su «futuro yerno», ¿no es verdad?

—No me agobie, Martin. Sabe usted muy bien que haré cuanto esté en mi mano para salvar a mi nieta.

—En tal caso, reaccione. ¿Es que no ha visto la última película? ¡No hay tiempo que perder, Fargeau!

El millonario se recostó en el butacón y cerró los ojos. Parecía como si la sangre no circulara por su rostro. De repente, Laurent sintió compasión de él. Nada había en común entre este anciano torturado por la pena y el magnate frío y calculador que ante las cámaras de la televisión había expuesto con tono convincente y enérgico las razones que le impulsaron a vender armas al Oriente Próximo: necesidad de diversificar las inversiones... de participar en las empresas multinacionales... incidencias de las crisis planetarias en la política económica a largo plazo de un grupo financiero... La exposición fue, en definitiva, tan brillante como las de Giscard d’Estaing, pero sin el menor atisbo de emoción, y menos aún de arrepentimiento. ¿Acaso Fargeau había cultivado el sueño insensato de que su «autocrítica» sería suficiente para liberar a su nieta? ¿O se acusaba inconscientemente de no haber sabido encontrar el tono capaz de convencer y enternecer a sus raptores? Laurent se imaginó lo mucho que aquel hombre estaría sufriendo, ya que hasta el momento su inteligencia le había permitido llevar a cabo todas las empresas y salir airoso de las mismas, mientras que ahora patinaba y se dejaba deslizar por una realidad que se le escapaba de las manos. El millonario volvió a abrir los ojos.

—Bien, Martin. ¿Qué es lo que desea saber?

Laurent adoptó a propósito un tono incisivo y hostil:

—El RIEPI...

—El RIEPU —rectificó Fargeau.

—¿Qué importan las siglas de este milésimo movimiento de fascistas rojos? ¿De dónde sacan los cuartos, así, tan de repente?

—De mí, Martin. Les he abierto cuentas prácticamente sin límites. Aun cuando ello pudiera conducirme al colmo del absurdo, utilizaría todos los medios para incrementar la presión sobre el Gobierno.

Laurent no supo qué responder. Comprendía al opulento anciano y, de encontrarse en su lugar, es muy probable que hubiera actuado del mismo modo.

—Tengo que ver a ese muchacho, señor.

—Martin, ¿está usted conmigo o con el Gobierno? ¿O acaso intenta hallar un compromiso y conseguir a la vez salvar la vida de las muchachas y el mantenimiento del Gobierno?

—Ya se lo dije, señor, y los altos responsables del Gobierno fueron prevenidos cuando acepté esta misión: para mí, la vida de los rehenes tiene prioridad absoluta.

—Debo creerle, no tengo otra elección. Thibaud y su camarilla de cerebros se han instalado en los dos pisos superiores de un edificio de la calle Turbigo, casi en el mismo chaflán de la calle Etienne-Marcel. Si quiere hablarle, dígaselo a la pequeña Nikolaos, que milita en su bando.

Laurent masculló entre dientes:

—¡Será estúpida la niña! Hubiera debido imaginármelo.