Catorce

CUANDO llegó al muelle, Quint estaba esperándole, una silueta alta e impasible, cuyo impermeable amarillo brillaba bajo el oscuro cielo. Estaba afilando un arpón en una muela de carborundo.

—Casi le llamé por si no salíamos —le dijo Brody mientras se ponía su propio impermeable—. ¿Qué significa este tiempo?

—Nada —respondió Quint—. Pasará al cabo de un rato. Y, si no lo hace, tampoco importa. Estará allí.

Brody alzó la vista hacia las apelotonadas nubes.

—Un día muy triste.

—Muy adecuado —añadió Quint, saltando a bordo de la lancha.

—¿Vamos solos?

—Solos. ¿Esperaba a alguien más?

—No. Pero pensé que le gustaría llevar otro par de manos.

—Usted conoce ese pez tan bien como cualquier otro y, ahora, más manos no representarán ninguna diferencia. Además, esto no es asunto de nadie más.

Brody saltó del muelle al montante, y estaba a punto de bajar a la cubierta, cuando se fijó en una lona que cubría algo en un rincón.

—¿Qué es eso? —preguntó, señalando.

—Un cordero. —Quint giró la llave de ignición. El motor tosió una vez, arrancó y comenzó a hacer chup-chup de forma continua.

—¿Para qué? —Brody bajó a la cubierta—. ¿Va a sacrificarlo?

Quint ladró una corta y amarga risa.

—Quizá —contestó—. No, es un cebo. Le daremos un pequeño desayuno antes de atraparlo. Desamarre a popa.

Caminó hacia delante y desamarró la proa y el centro.

Mientras Brody se inclinaba para coger el cable de popa, oyó el motor de un coche. Un par de faros corrieron a lo largo del camino, y se oyó un gemir de neumáticos cuando el coche se detuvo al extremo del muelle. Un hombre saltó del coche y corrió hacia la Orca… Era Bill Whitman.

—Casi se me escapan —dijo jadeando.

—¿Qué es lo que desea? —le preguntó Brody.

—Quiero ir con ustedes. O, mejor dicho, me han ordenado que vaya con ustedes.

—Está loco —le dijo Quint—. No sé quién es usted, pero nadie va a venir con nosotros. Brody, tire la amarra de popa.

—¿Por qué no? —preguntó Whitman—. No les molestaré. Quizá pueda ayudar. Escuche, esto es un notición. Si van a atrapar ese tiburón, yo quiero estar allí.

—Que le den por el culo —dijo Quint.

—Alquilaré un bote y los seguiré.

Quint se echó a reír.

—Adelante. Vea si puede encontrar a alguien lo bastante estúpido como para sacarle a la mar. Entonces, trate de encontrarnos. Este es un océano muy grande. ¡Tire la amarra, Brody!

Brody lanzó la amarra de popa al muelle. Quint empujó hacia adelante la palanca y la lancha se apartó del muelle. Brody miró hacia atrás y vio a Whitman caminando hacia su coche.

Frente a Montauk la mar se hallaba agitada, pues el viento, que ahora llegaba del sureste, estaba cruzado con la marea. La lancha cabeceó sobre las olas, clavando la proa y arrancando cortinas de espuma. El cordero muerto rebotaba a popa.

Cuando llegaron a mar abierto, con rumbo sur y un poco hacia el oeste, se suavizó su cabeceo. La lluvia se había convertido en llovizna, y a cada momento había menos crestas de espuma en la cima de las olas.

Sólo llevaban quince minutos tras doblar la punta, cuando Quint tiró hacia atrás la palanca y redujo la marcha del motor.

Brody miró hacia la costa. A la luz creciente podía ver claramente la torre de agua: un punto negro alzándose en la tira gris que era la orilla. La luz del faro aún estaba encendida.

—No estamos tan afuera como acostumbramos —comentó.

—No.

—No debemos de hallarnos a más de unos cuatro kilómetros de la costa.

—Más o menos.

—Entonces, ¿por qué está parando?

—Tengo un presentimiento —Quint señaló hacia la izquierda, a un grupo de luces situado más allá a lo largo de la costa—. Eso es Amity.

—¿Y?

—No creo que esté afuera hoy. Me parece que debe de estar en algún punto entre aquí y Amity.

—¿Por qué?

—Como ya le he dicho, es un presentimiento. Esas cosas no siempre responden a un porqué.

—Durante dos días seguidos lo hemos encontrado más hacia fuera.

—O él nos ha encontrado.

—Quint, no le comprendo. Para ser un hombre que dice que no existen peces astutos, está convirtiendo a éste en un genio.

—Yo no diría tanto.

Brody se sintió irritado por el tono misterioso y enigmático de Quint.

—¿A qué clase de juego está jugando?

—No es un juego. Si estoy equivocado, estoy equivocado.

—Y volveremos a probar mañana, en algún otro sitio —Brody casi esperaba que Quint estuviese equivocado, que tuviesen un día de respiro.

—O más tarde hoy mismo. Pero no creo que tengamos que esperar tanto —cortó el motor, fue hacia popa y llevó a la borda un cubo de carnaza—. Comience a tirarla —le dijo a Brody, entregándole el cucharón. Destapó el cordero, le ató una cuerda alrededor del cuello, y lo puso junto a la borda. Le abrió el estómago y lo tiró al agua, dejando que derivara hasta unos seis metros de la lancha, antes de asegurar la cuerda a una de las estaquillas de atrás. Luego, fue hacia delante, desató dos barriles y los llevó, con sus sogas y arpones, hacia popa. Colocó los barriles a cada lado del montante, y preparó los arpones—. De acuerdo —dijo—. Ahora veamos cuánto tiempo nos hará esperar.

El cielo había ido iluminándose hasta alcanzar la claridad diurna, aunque grisácea, y, de una en una, las luces de la costa fueron apagándose.

El hedor de la porquería que Brody estaba echando al mar hacía que su estómago se revolviese, y deseó haber comido algo… cualquier cosa, antes de haber salido de casa.

Quint estaba sentado en el puente, observando el ritmo del mar.

El trasero de Brody estaba dolorido de estar sentado sobre la dura cubierta, y su brazo ya estaba cansándose de tanto meter y vaciar el cucharón. Así que se puso en pie, se estiró, y de cara a popa, probó un nuevo movimiento de vaciado del cucharón.

Repentinamente vio la monstruosa cabeza del tiburón, a menos de un metro y medio de distancia, tan cercana que hubiera podido extender el brazo y tocarla con el cucharón. Los ojos negros lo miraban, el morro gris plateado apuntaba recto hacia él, y las entreabiertas fauces le sonreían.

—¡Oh, Dios! —exclamó Brody, preguntándose en su asombro cuánto tiempo llevaría allí el tiburón antes de que él se hubiera alzado y dado la vuelta—. ¡Ahí está!

Quint bajó la escalerilla y estuvo en popa en un instante. Mientras saltaba sobre el montante, la cabeza del pez se hundió de nuevo en el agua y, un segundo más tarde, golpeó el costado. Las fauces se cerraron sobre la madera, y la cabeza se agitó violentamente de un lado a otro. Brody se agarró a una estaquilla y se sostuvo con todas sus fuerzas, incapaz de apartar la vista de los ojos del monstruo. La lancha se estremecía y vacilaba cada vez que el pez movía su cabeza. Quint resbaló y cayó de rodillas sobre cubierta. El pez soltó su presa y se hundió bajo la superficie, y la lancha quedó de nuevo inmóvil.

—¡Estaba esperándonos! —aulló Brody.

—Lo sé —respondió Quint.

—¿Cómo pudo…?

—No importa —atajó Quint—. Ahora, lo tenemos.

—¿Lo tenemos? ¿Ha visto lo que le ha hecho a la lancha?

—Le ha dado una buena sacudida, ¿no?

La cuerda que sostenía al cordero se tensó, se agitó un instante, y luego colgó floja.

Quint se alzó y recogió el arpón.

—Se ha llevado el cordero. Pasará un minuto antes de que regrese.

—¿Cómo es que no se llevó antes al cordero?

—Es un mal educado —bromeó Quint—. Ven ya, so hijo de puta. Ven y recibirás tu merecido.

Brody vio fiebre en el rostro de Quint: un calor que encendía sus ojos negros, una intensidad que tiraba de sus labios descubriendo sus dientes en una horrible sonrisa, una excitación que hacía sobresalir los músculos de su cuello y blanquear sus nudillos.

La lancha se estremeció de nuevo, y se oyó un golpe hueco y apagado.

—¿Qué es lo que está haciendo? —preguntó Brody.

Quint se inclinó sobre el costado y gritó:

—¡Sal de ahí debajo, so cabrón! ¿Es que no tienes cojones? ¡No me hundirás antes de que te atrape!

—¿Por qué dice eso de hundirnos? —exclamó Brody—. ¿Qué es lo que está haciendo?

—¡Está tratando de abrir a dentelladas un agujero en el fondo de esta lancha jodida! Mire en la sentina. ¡Sal maldito hijo de puta! —Quint alzó muy alto su arpón.

Brody se arrodilló y levantó la tapa de la escotilla de acceso al motor. Atisbo el interior de la oscura y aceitosa cavidad. Había agua en las sentinas, pero siempre la había, y no vio ningún agujero por el que entrase un chorro.

—A mí me parece que está bien —exclamó—. A Dios gracias.

La aleta dorsal y la cola emergieron a diez metros hacia la derecha de la popa y, de nuevo, comenzaron a moverse hacia la lancha.

—Ven aquí —dijo Quint, animándolo—. Ven aquí.

Permaneció en pie, con las piernas separadas, la mano izquierda en su cadera y la derecha extendida hacia el cielo, aferrando el arpón. Cuando el tiburón se halló a poca distancia de la lancha, dirigiéndose directamente hacia ella, Quint le lanzó el hierro.

El arpón golpeó al pez frente a la aleta dorsal. Y, entonces, el tiburón golpeó a la lancha, haciéndola girar de costado y lanzando a rodar a Quint. Su cabeza golpeó el soporte de la silla de pesca, y un hilillo de sangre corrió por su cuello, pero saltó en pie y gritó:

—¡Te di! ¡Te he dado, bestia!

La soga unida al arpón de hierro serpenteó sobre la borda cuando el pez se hundió y, cuando se hubo desenrollado por completo, el barril saltó sobre el costado, cayó al agua y desapareció.

—¡Lo ha hundido con él! —gritó Brody.

—No por mucho tiempo —le contestó Quint—. Volverá. Y le lanzaremos otro. Y otro. Y otro, hasta que se hunda. ¡Entonces, será nuestro!

Quint se apoyó en la borda, contemplando el agua.

La confianza de Quint era contagiosa, y ahora Brody se sentía animado, contento, tranquilizado. Era como sentirse libre, libre de la niebla de la muerte.

—¡Viva la madre que lo parió! —gritó. Luego, se fijó en la sangre que corría por el cuello de Quint, y le dijo—: Le sangra la cabeza.

—Traiga otro barril —le ordenó Quint—. Tráigalo aquí detrás. Y no líe la soga. Quiero que se desenrosque tan suavemente como si fuera mantequilla.

Brody corrió hacia delante, desató un barril, se metió el rollo de cuerda en el brazo y se lo llevó todo a Quint.

—Ahí viene —dijo Quint, señalando hacia la izquierda. El barril emergió y cabeceó en el agua. Quint preparó el nuevo arpón y lo alzó sobre su cabeza—. ¡Ya llega!

El tiburón surgió a unos pocos metros de la lancha. Como un cohete que despegase, el morro, las fauces y las aletas pectorales se alzaron rectas sobre el agua. Después el vientre blanco ahumado, la aleta pélvica y los grandes protectores genitales, parecidos a salchichones.

—¡Te veo el culo, so bastardo! —gritó Quint. Y lanzó un segundo hierro, con toda la fuerza de su brazo. El arpón se clavó en la tripa del pez, justo cuando el gran cuerpo comenzaba a caer. La panza golpeó el agua con un atronador estallido, lanzando una cegadora lluvia de espuma sobre la lancha—. ¡Ya está perdido! —dijo Quint cuando la segunda soga se desenrolló y cayó por encima de la borda.

La lancha se estremeció una y otra vez, y se oyó un lejano sonido de algo que se aplastaba.

—Conque me atacas, ¿eh? —gritó Quint—. ¡Esta vez no te llevarás a nadie contigo, jodido de mierda!

Quint corrió hacia adelante y puso en marcha el motor. Empujó la palanca hacia delante, y la embarcación se apartó de los barriles que flotaban en el agua.

—¿Nos ha hecho algún daño? —preguntó Brody.

—Un poco. Vamos algo hundidos de popa. Probablemente nos haya hecho un agujero. Pero no hay por qué preocuparse. Bombearemos el agua.

—Entonces, todo ha terminado —sonrió Brody.

—¿Qué es lo que ha terminado?

—Podemos considerar que ese pez ya está muerto.

—No del todo. Mire.

Siguiendo a la lancha, a la misma velocidad, se veían los dos barriles de madera roja. No flotaban. Arrastrados por la gran fuerza del tiburón, cada uno de ellos cortaba el agua, levantando una ola por delante y dejando una estela por detrás.

—¿Nos está persiguiendo? —inquirió Brody.

Quint asintió.

—¿Por qué? No puede seguir pensando que seamos comida.

—No. Ahora quiere presentar batalla.

Por primera vez, Brody vio una mueca de inquietud en el rostro de Quint. No era miedo, ni verdadera preocupación, sino más bien una mueca de intranquilidad, como si en un juego hubiesen sido cambiadas las reglas, sin previo aviso, o aumentadas las apuestas. Viendo el cambio en el estado de ánimo de Quint, Brody sintió miedo.

—¿Alguna vez le había sucedido esto con un pez? —inquirió.

—Así no. Como ya le dije, me han atacado la lancha, pero, la mayor parte de las veces, en cuanto uno les clava un hierro dejan de luchar contigo para dedicarse a combatir a la cosa que tienen clavada.

Brody miró por el costado. La lancha se estaba moviendo a una velocidad moderada, girando a un lado y a otro en respuesta a las vueltas que, al azar, daba Quint al timón. Pero los barriles les seguían siempre.

—A tomar por culo —exclamó Quint—. Si lo que quieres es lucha, la conseguirás.

Disminuyó la velocidad hasta el mínimo, salto del puente y se subió al montante. Tomó el arpón. La excitación había vuelto a su rostro.

—¡De acuerdo, comemierda! —gritó—. ¡Ven y verás lo que es bueno!

Los barriles seguían acercándose, hendiendo el agua a treinta metros de distancia, luego a veinticinco, después a veinte. Brody vio cómo la masa gris pasaba a lo largo del costado de estribor de la lancha, a un par de metros bajo la superficie.

—¡Aquí está! —gritó—. Va hacia adelante.

—¡Mierda! —gritó Quint maldiciendo lo mal que había calculado el largo de las cuerdas. Soltó el arpón y corrió hacia proa. Cuando llegó, se inclinó, tomó el arpón de otro barril y se alzó sobre la plataforma delantera, con el arpón en alto.

El pez ya estaba más allá de su alcance. La cola salió a la superficie a seis metros por delante de la lancha. Los dos barriles golpearon la popa casi simultáneamente. Rebotaron una vez y luego corrieron a lo ancho de la popa, uno por cada lado, y resbalaron a lo largo de los costados de la embarcación.

A treinta metros por delante de ésta el tiburón se volvió. La cabeza surgió del agua y se hundió de nuevo. La cola, alzándose como una vela, comenzó a batir de un lado para otro.

—¡Ahí viene! —dijo Quint.

Brody corrió escalerilla arriba hasta el puente. Justo cuando llegaba allí, vio cómo Quint echaba hacia atrás su brazo derecho y se ponía de puntillas.

El pez golpeó la proa de cabeza, con un sonido que fue como una explosión apagada. Quint lanzó el hierro. Golpeó al pez en la cabeza, sobre el ojo derecho, y se quedó bien clavado. La cuerda cayó lentamente por encima de la borda, a medida que el tiburón se echaba hacia atrás.

—¡Perfecto! —exclamó Quint—. Esta vez le he dado en la cabeza.

Ahora había tres barriles en el agua, y corrían a lo largo de la superficie. Luego, desaparecieron.

—¡Maldita sea! —gritó Quint—. Un pez que puede hundirse con tres hierros clavados y tres barriles que tratan de mantenerlo a flote, no es un pez normal.

La lancha tembló, pareciendo alzarse, y luego cayó de nuevo. Los barriles surgieron a la superficie, dos en un lado de la lancha, uno en el otro. Acto seguido se sumergieron de nuevo. Unos segundos más tarde reaparecieron a veinte metros de la embarcación.

—Vaya abajo —dijo Quint, mientras preparaba otro arpón—. Mire si ese cabrón nos ha hecho algún daño delante.

Brody bajó al camarote. Estaba seco. Apartó la alfombra, vio una escotilla y la abrió. Un río de agua estaba fluyendo hacia atrás bajo el suelo del camarote. «Estamos hundiéndonos», se dijo, y el recuerdo de sus pesadillas de niñez asaltó su mente. Subió a cubierta y le dijo a Quint:

—No tiene buen aspecto. Hay mucha agua bajo el suelo del camarote.

—Mejor será que vaya a dar una ojeada. Tenga —Quint le entregó a Brody el arpón—. Si vuelve mientras estoy abajo, clávele esto, por si acaso.

Fue hacia atrás y se metió bajo cubierta.

Brody se quedó en la plataforma, agarrando el arpón, y miró a los barriles flotantes. Prácticamente estaban quietos en el agua, agitándose de vez en cuando al moverse el pez por debajo. ¿Por qué no te mueres?, le dijo en silencio al tiburón. Oyó cómo se ponía en marcha un motor eléctrico.

—No hay problema —dijo Quint caminando hacia él. Tomó el arpón de manos de Brody—. Desde luego, nos ha dado un buen golpe, pero las bombas se cuidarán de eso. Podremos remolcarlo.

Brody se secó las palmas de las manos en el fondillo de los pantalones.

—¿Realmente va a remolcarlo?

—Sí. Cuando muera.

—¿Y cuándo será eso?

—Cuando le toque.

—¿Y hasta entonces?

—Esperaremos.

Brody miró su reloj. Eran las ocho y media.

Esperaron durante tres horas, siguiendo a los barriles cuando éstos se movían, cada vez más lentamente, nadando un camino irregular a través de la superficie del mar. Al principio, desaparecían cada diez o quince minutos, volviendo a surgir a la superficie a algunas docenas de metros más allá. Después, sus inmersiones se hicieron más raras, hasta que, a las once, ya no se habían hundido desde hacía casi una hora. A las once y media, los barriles estaban flotando quietos en el agua.

La lluvia había cesado, y el viento disminuido hasta convertirse en una brisa agradable. El cielo era una masa gris compacta.

—¿Qué le parece? —preguntó Brody—. ¿Está muerto?

—Lo dudo. Pero puede estar lo bastante próximo a la muerte como para que podamos atarle una cuerda a la cola y remolcarlo mientras se muere.

Quint tomó un rollo de soga de uno de los barriles de proa. Ató un extremo a una de las estaquillas traseras. Con el otro hizo un nudo corredizo.

Al pie del palo había una maquinilla eléctrica. Quint la conectó para asegurarse que funcionaba apagándola en seguida. Aceleró el motor y llevó la embarcación hacia los barriles. Maniobraba lenta y cautamente, dispuesto a virar alejándose si el pez los atacaba. Pero los barriles siguieron quietos.

Quint puso el motor en punto muerto cuando llegó junto a los barriles. Se inclinó sobre la borda con un garfio, enganchó una soga y subió a bordo un barril. Trató de desatar la soga del barril, pero el nudo estaba mojado y muy apretado. Así que sacó su cuchillo de la funda y cortó la cuerda. Clavó el cuchillo en los maderos, liberando su mano izquierda para aferrar la soga, y su derecha para echar el barril sobre cubierta.

Subió al montante, metió la soga por una polea situada en el extremo de la cabria, atando la punta a la maquinilla. Tan pronto como hubo enrollado el trozo de soga que colgaba flojo, la lancha se inclinó mucho hacia estribor, por el peso del tiburón.

—¿Bastará esa maquinilla? —preguntó Brody.

—Supongo que sí. No logrará sacarlo del agua, pero me imagino que lo subirá hasta nosotros —la maquinilla estaba girando lentamente, zumbando, dando un giro completo cada tres o cuatro segundos. La soga se estremecía por la tensión, lanzando gotitas de agua a la camisa de Quint.

De pronto, la soga comenzó a subir demasiado deprisa. Se enredó en la maquinilla, no enrollándose bien. La embarcación volvió a la vertical.

—¿Se ha roto la cuerda? —inquirió Brody.

—¡Mierda, no! —exclamó Quint, y ahora Brody vio miedo en su rostro—. ¡Ese hijo de puta está subiendo!

Corrió hacia los mandos y puso el motor marcha atrás. Pero era demasiado tarde.

El tiburón salió a la superficie justo al lado de la lancha, con un gran estruendo siseante. Se alzó vertical, y, en un instante de terror, Brody se quedó mirando con la boca abierta el tamaño de su cuerpo. Irguiéndose por encima, bloqueaba la luz. Las aletas pectorales se extendían como alas, rectas y rígidas y, mientras el tiburón caía hacia delante, parecían tenderse hacia Brody.

El pez cayó sobre la popa de la embarcación con un estruendo ensordecedor, hundiéndola bajo las olas. El agua saltó por encima del montante. En pocos segundos, Quint y Brody se hallaron con agua hasta la cintura.

El tiburón yacía allí, con sus fauces a menos de un metro del pecho de Brody. Su cuerpo se agitaba, y, en el ojo negro, tan grande como una pelota de béisbol, Brody creyó ver reflejada su propia imagen.

—¡Dios maldiga tu negra alma! —aulló Quint—. ¡Has hundido mi lancha!

Un barril flotó dentro de la cabina, con la soga serpenteando como una reunión de gusanos. Quint asió el arpón del extremo de la cuerda y, con toda la fuerza de su brazo, lo clavó en la blanda y blanca panza del pez. De la herida brotó sangre que manchó las manos de Quint.

La embarcación estaba hundiéndose. La popa se hallaba totalmente sumergida, y la proa se alzaba en el aire.

El tiburón rodó sobre cubierta y se deslizó bajo las olas. La soga, unida al arpón que Quint le había clavado, le siguió.

De pronto, Quint perdió el equilibrio y cayó hacia atrás en el agua.

—¡El cuchillo! —gritó, alzando su pierna izquierda sobre la superficie, y Brody vio la soga enrollada alrededor del pie de Quint.

Brody miró hacia la borda de estribor. El cuchillo estaba allí, clavado en la madera. Se abalanzó hacia él, lo arrancó y se volvió, luchando por correr en el agua que cada vez se hacía más profunda. No podía moverse lo bastante deprisa: contempló con inerme terror cómo Quint, tendiendo hacia él unos dedos agarrotados, y con los ojos desorbitados y suplicantes, era arrastrado lentamente hacia el oscuro mar.

Durante un instante hubo un silencio, sólo interrumpido por el sonido succionante de la embarcación que se iba deslizando gradualmente hacia el fondo. El agua llegaba ya a los hombros de Brody, y éste se agarró desesperadamente a la cabria. El cojín de un asiento surgió en la superficie junto a él, y Brody lo aferró. («Lo mantendrían perfectamente a flote», recordó Brody que le había dicho Hendricks, «si usted fuera un niño de ocho años.»)

Brody vio que la cola y la aleta dorsal aparecían en la superficie, a veinte metros de distancia. La cola se agitó una vez hacia la izquierda, y otra hacia la derecha, y la aleta dorsal se acercó.

—¡Lárgate, maldito seas! —aulló Brody.

El tiburón siguió acercándose, apenas si moviéndose, más y más cerca. Los barriles y las sogas lo seguían.

La cabria se hundió, y Brody la soltó. Trató de patear hacia el casco de la lancha, que ahora casi estaba vertical. Antes de que pudiera alcanzarlo, se alzó aún más y luego, rápida y silenciosamente, se deslizó bajo la superficie.

Brody se aferró al cojín, y halló que, manteniéndolo frente a él, con los antebrazos encima, y pateando constantemente, podía mantenerse a flote sin agotarse de cansancio.

El tiburón se acercó aún más. Estaba a pocos centímetros de distancia, y Brody podía ver su morro cónico. Gritó, en un acto de desesperación, y cerró los ojos, esperando una agonía que ni podía imaginar.

No pasó nada. Abrió los ojos. El pez estaba casi tocándole, a sólo unos treinta centímetros de distancia, pero se había detenido. Y, entonces, mientras Brody lo contemplaba, el cuerpo gris plateado comenzó a retroceder en la oscuridad. Parecía irse desvaneciendo, una aparición que se perdía entre las sombras.

Brody metió la cabeza en el agua y abrió los ojos. A través del escozor del agua salada vio cómo el tiburón se hundía en una lenta y grácil espiral, arrastrando tras de sí el cadáver de Quint, que tenía los brazos tendidos hacia los costados, la cabeza echada hacia atrás, y la boca abierta en muda protesta.

El pez desapareció de su vista. Pero, no pudiendo hundirse en las profundidades a causa de los barriles que flotaban, quedó detenido en algún lugar, más allá de donde alcanzaba la luz, y el cadáver de Quint quedó suspendido, una sombra que giraba lentamente en la penumbra.

Brody miró hasta que sus pulmones le dolieron por la falta de aire. Alzó la cabeza, se aclaró los ojos y buscó en la distancia el punto negro que era la torre de agua. Al instante, comenzó a patalear hacia la orilla.