Tres

PASARON varios minutos antes de que Brody se sintiera lo bastante bien como para alzarse, caminar de regreso a su coche, y llamar a una ambulancia del Hospital Southampton, y pasó casi una hora antes de que llegase ésta y el cuerpo truncado fuera metido dentro de una bolsa de goma y transportado.

Hacia las once, Brody estaba de regreso en su oficina, llenando impresos acerca del accidente. Lo había completado todo excepto la «causa de la muerte», cuando sonó el teléfono.

—Soy Carl Santos, Martin —dijo la voz del forense.

—Ajá, Carl. ¿Qué tienes que decirme?

—A menos que tengas alguna razón para sospechar que se trata de un asesinato, yo diría que ha sido un tiburón.

—¿Asesinato? —preguntó Brody.

—No estoy sugiriendo nada. A lo que me refería es que es concebible, aunque poco, que algún loco pudiera haber hecho esto a la chica con un hacha y una sierra.

—No creo que se trate de un asesinato, Carl. No hay motivo, no hay armas homicidas y, a menos que me imagine algo muy retorcido, no tengo ningún sospechoso.

—Entonces es un tiburón. Y una bestia muy grande. Ni siquiera la hélice de un gran transatlántico hubiera hecho esto. La hubiera cortado en dos, pero…

—De acuerdo, Carl —le atajó Brody—. Evítame los detalles sangrientos. Mi estómago no está demasiado tranquilo, tal como están las cosas.

—Lo siento, Martin. De todos modos, voy a indicar que se trató del ataque de un tiburón. Diría que esto es lo que también te va mejor a ti a menos que haya… ya sabes… otras consideraciones.

—No —informó Brody—. Esta vez no las hay. Gracias por llamar, Carl.

Colgó, mecanografió «ataque de un tiburón» en el casillero «Causa de la muerte» de los impresos, y se recostó en su sillón.

La posibilidad de que «otras consideraciones» pudieran estar envueltas en aquel caso ni se le había ocurrido a Brody. Aquellas consideraciones eran la parte más delicada de su trabajo, obligándole constantemente a considerar las mejores maneras de proteger el bien común, sin compromisos ni para él ni para la ley.

Eran los inicios de la temporada de verano, y Brody sabía que del éxito o fracaso de aquellas breves doce semanas dependía la fortuna de Amity durante todo el año. Una estación próspera significaba suficiente dinero para compensar al pueblo de un invierno duro. La población invernal de Amity era de unas mil personas. Y esos nueve mil visitantes estivales mantenían vivos a los mil residentes permanentes, durante todo el año.

Los comerciantes, desde los propietarios de la ferretería, la tienda de deportes y las dos gasolineras hasta el farmacéutico local, necesitaban un buen verano para mantenerse durante el invierno, en el cual nunca lograban hacer que los números cuadrasen. Las esposas de los carpinteros, electricistas y fontaneros trabajaban durante el verano como camareras o agentes de la propiedad inmobiliaria, para ayudar a que sus familias pudieran superar el invierno. Sólo había dos permisos para vender licor durante todo el año en Amity, así que las doce semanas del verano eran críticas para la mayor parte de restaurantes y tabernas. Los que alquilaban botes de pesca necesitaban toda la buena suerte posible: buen tiempo, buena pesca y, por encima de todo, mucha gente.

Incluso tras los mejores veranos, los inviernos eran difíciles en Amity. Tres de cada diez familias necesitaban de la asistencia pública. Docenas de hombres se veían obligados a trasladarse durante el invierno a la costa norte de Long Island, donde malvivían rascando cascos de buques por unos pocos dólares al día.

Brody sabía que un mal verano duplicaría el número de gente necesitada de asistencia social. Si no se alquilaban todas las casas, no habría suficiente trabajo para los negros de Amity, la mayor parte de los cuales eran jardineros, mayordomos, camareros y camareras. Y dos o tres malos veranos seguidos, una circunstancia que afortunadamente no se producía desde hacía más de dos décadas, podía crear un ciclo que arruinase al pueblo. Si la gente no tenía bastante dinero para comprar ropa o gasolina o adecuados suministros alimenticios, si no podían permitirse que sus casas y aparatos domésticos fueran reparados, entonces los comerciantes y empresas de servicios nunca lograrían bastante dinero para mantenerse hasta el verano siguiente. Cerrarían, y los ciudadanos de Amity tendrían que ir a comprar a otro lugar. El pueblo perdería ingresos por impuestos. Los servicios municipales se deteriorarían y los habitantes comenzarían a irse a otros lugares.

Así que había un pacto común, aunque tácito, en Amity, nacido de la necesidad de sobrevivir. Se esperaba que todo el mundo pondría de su parte lo que pudiera para asegurarse de que Amity seguía siendo una agradable comunidad veraniega. Brody recordaba que hacía algunos años un joven y su hermano se habían mudado al pueblo, comenzando a trabajar como carpinteros. Llegaron en primavera, cuando había suficiente trabajo para preparar las casas de los residentes de verano, de modo que todos estaban ocupados, y se les dio la bienvenida. Parecían bastante competentes, y varios carpinteros ya establecidos empezaron a pasarles trabajos.

Pero, a mediados del verano, corrieron inquietantes rumores acerca de los hermanos Felix. Albert Morris, el propietario de la ferretería de Amity, hizo saber que estaban comprando clavos de acero baratos en lugar de clavos galvanizados, y que cobraban a sus clientes como si fueran de estos últimos. En un clima marítimo, los clavos de acero comienzan a oxidarse en pocos meses. Dick Spitzer, que tenía el almacén de maderas, le contó a alguien que los Felix habían ordenado una carga de madera verde, mala, para usar en algunos armarios de una casa de la calle Scotch. Las puertas del armario empezaron a combarse poco después de ser instaladas. Una noche, en un bar, el mayor de los Felix, Armando, fanfarroneó con un amigo de borrachera que en su actual trabajo estaba cobrando por colocar tacos de soporte cada cuarenta centímetros, pero que en realidad los estaba poniendo cada sesenta. Y al Felix más joven, un muchacho de veintiún años llamado Danny, afectado por un incorregible caso de acné, le gustaba mostrar a sus amigos libros eróticos que afirmaba haber robado de las casas en que trabajaba.

Otros carpinteros dejaron de pasarles trabajos a los Felix, pero por aquel entonces ya habían montado un negocio lo bastante grande como para permitirles sobrevivir durante el invierno. Silenciosamente, el pacto de Amity comenzó a entrar en funciones. Al principio, sólo fueron unas alusiones a los Felix de que ya no eran tan bien recibidos. Armando reaccionó arrogantemente. Pronto, empezaron a ocurrirle pequeñas desgracias. Misteriosamente, todos los neumáticos de su camión se vaciaban de aire y cuando pedía ayuda a la gasolinera Gulf de Amity, se le decía que la bomba de aire estaba rota. Cuando se quedó sin propano en su cocina, la compañía local de gas tardó días en suministrarle un nuevo bidón. Sus pedidos de madera y otros suministros eran, inexplicablemente, retardados o equivocados. En tiendas en que antes habían podido comprar a crédito, se les obligaba a pagar en efectivo. A finales de octubre, los hermanos Felix no podían funcionar como negocio y tuvieron que marcharse.

Generalmente, la contribución de Brody al pacto de Amity consistía, además de mantener la ley y cuidar de que en el pueblo las cosas funcionasen juiciosamente, en suprimir los rumores, y, de acuerdo con Harry Meadows, el director del Leader de Amity, en conservar una cierta prudencia en los escasos acontecimientos desafortunados que podían considerarse noticia.

Las violaciones del anterior verano habían sido mencionadas por el Leader, pero suavizándolas (como molestias a personas), porque Brody y Meadows estuvieron de acuerdo en que el espectro de un violador negro amenazando a todas las mujeres de Amity no sería demasiado bueno para los negocios turísticos. En aquel caso, había el problema adicional de que ninguna de las mujeres que había referido a la policía su violación quería repetir su historia a nadie más.

Si uno de los más ricos residentes veraniegos de Amity era detenido por conducir borracho, Brody estaba dispuesto, si era por primera vez, a denunciarlo sólo por conducir sin licencia, y tal denuncia era convenientemente publicada en el Leader. Pero Brody tenía muy en cuenta advertir al conductor que la segunda vez que fuera atrapado conduciendo borracho sería detenido, acusado y enjuiciado por este delito.

La relación de Brody con Meadows estaba basada e un delicado equilibrio. Cuando llegaban grupos de jóvenes al pueblo de los Hamptons y causaban problemas, le suministraba a Meadows todos los datos: nombres, edades, y acusaciones. Cuando los jóvenes del propio Amity hacían demasiado ruido en una fiesta, el Leader acostumbraba a imprimir un suelto de un solo párrafo sin nombres ni direcciones, informando al público de que la policía había sido llamada para callar un pequeño incidente que había ocurrido en, por ejemplo, la Carretera del Viejo Molino.

Debido a que varios residentes estivales creían divertido suscribirse todo el año al Leader, el asunto del vandalismo invernal a las casas de veraneo era particularmente delicado. Durante años, Meadows lo había ignorado… dejándole a Brody la tarea de asegurarse de que el propietario luera avisado, los culpables castigados y los pertinentes operarios enviados a la casa. Pero en el invierno de 1968, fueron saqueadas dieciséis casas en el espacio de pocas semanas. Brody y Meadows estuvieron de acuerdo en que había llegado el momento de iniciar una campaña total en el Leader contra los vándalos de invierno. El resultado fue la conexión de cuarenta y ocho casas con la comisaría de policía, lo que, dado que el público no sabía qué casas estaban conectadas y cuáles no, había eliminado casi por completo estos abusos, lográndose que el trabajo de Brody fuera mucho más fácil, y conferido a Meadows la imagen de ser un director de periódico preocupado por el bienestar social.

De vez en cuando, Brody y Meadows chocaban. Meadows era inflexible en su condena del uso de los narcóticos. También era un hombre con una oreja especialmente buena para lo que era noticia, y cuando le parecía oír una buena historia, una que no fuera susceptible de «otras consideraciones», iba tras ella como un cerdo tras las trufas. Durante el verano de 1971, la hija de una de las más ricas familias de Amity había muerto frente a la playa de la calle Scotch. A Brody le pareció que no había nada que indicase algo sucio en el caso, y, dado que la familia se oponía a una autopsia, se diagnosticó oficialmente la muerte por ahogamiento.

Pero Meadows tenía razones para creer que la muchacha tomaba drogas y que quien las suministraba era el hijo de un polaco cultivador de patatas. Le llevó a Meadows casi dos meses el obtener la historia, pero al fin obligó a realizar una autopsia que probó que, en el momento de ahogarse, la chica estaba inconsciente por una sobredosis de heroína. También le siguió la pista al vendedor de la droga, y dejó al descubierto un tinglado de venta de estupefacientes bastante grande, que operaba en el área de Amity. El relato dejó en muy mal lugar a Amity, y peor a Brody, que, debido a que en el caso estaban implicados varios delitos federales, ni siquiera pudo redimir su anterior despreocupación efectuando una o dos detenciones. E hizo que Meadows ganase dos premios regionales de periodismo.

Ahora le tocaba a Brody apretarle las clavijas para que diera la noticia completa. Pretendía cerrar las playas durante un par de días, para darle al tiburón tiempo de alejarse de la costa de Amity. No sabía si los tiburones podían acostumbrarse al sabor de la carne humana (como había oído que ocurría con los tigres), pero estaba determinado a privar al pez de cualquier otra persona. Aquella vez quería publicidad, para hacer que la gente temiera al agua y se mantuviera alejada del mar.

Brody sabía que habría una fuerte argumentación en contra de dar publicidad al ataque. Como el resto del país, Amity aún estaba notando los efectos de la recesión. Hasta el momento, aquel verano estaba resultando mediocre. Los alquileres habían aumentado desde el año pasado, pero no eran «buenos» alquileres. Muchas de las casas estaban ocupadas por grupos, bandas de diez o quince jóvenes que llegaban de la ciudad y se repartían el pago de una casa grande. Al menos una docena de las mansiones de primera línea de playa, que costaban de siete a diez mil dólares por temporada, aún no habían sido contratadas, y muchas más de la clase de cinco mil dólares seguían sin alquilar. Un informe sensacionalista sobre el ataque del tiburón podría convertir esa mediocridad en un desastre.

Sin embargo, pensaba Brody, una muerte a mediados de junio, antes de que llegasen las muchedumbres, probablemente sería olvidada pronto. Con certeza tendría menos efecto que si se producían dos o tres muertes. Quizá el pez ya se hubiera marchado, pero Brody no deseaba arriesgar vidas sobre esta posibilidad: tal vez pudiera hacerlo, pero no se atrevía a aventurarse tanto.

Marcó el número de Meadows.

—Hey, Harry —dijo—. ¿Estás libre para comer?

—Me estaba preguntando cuándo llamarías —contestó Meadows—. Naturalmente. ¿En mi casa o en la tuya?

De repente, Brody deseó no haber llamado a la hora de comer. Su estómago seguía agitado, y sólo pensar en comida le daba náuseas. Alzó la vista hacia el calendario de la pared. Era jueves. Como todos sus amigos que se hallaban sometidos a ingresos fijos y poco amplios, los Brody compraban de acuerdo con las ofertes del supermercado. La del lunes era pollo, la del martes cordero, y así durante toda la semana. A medida que consumían cada artículo, Ellen lo anotaba en su lista y lo remplazaba la siguiente semana. Las únicas variables eran la lubina o algún otro pescado que eran insertados en el menú cuando algún pescador amigo iba a visitarles. La oferta del jueves era la hamburguesa, y Brody ya había tenido bastante carne picada por aquel día.

—En la tuya —dijo—. ¿Por qué no pedimos la comida a Cy’s? Podríamos comer en tu oficina.

—A mí me va bien —repuso Meadows—. ¿Qué es lo que quieres? Lo pediré ahora mismo.

—Ensalada de huevo, supongo, y un vaso de leche. Iré enseguida. —Brody llamó a Ellen para decirle que no iría a casa a comer.

Harry Meadows era un hombre inmenso, para el que el hecho de inspirar era ya lo bastante trabajoso como para originar que su frente se perlase de sudor. Tenía casi cincuenta años, comía demasiado, fumaba en cadena cigarros baratos, bebía whisky barato y según palabras de su doctor, era el principal candidato del mundo occidental para un tremendo infarto de coronarias. Cuando llegó Brody, Meadows estaba sentado frente a su escritorio, haciendo abanico con una toalla frente a una ventana abierta.

—En deferencia a lo que debe de ser un estómago agitado, a juzgar por lo que has pedido de comer —comentó—, estoy tratando de limpiar el aire de la esencia del White Owl.

—Te lo agradezco —dijo Brody. Miró por la pequeña y abarrotada habitación, buscando un lugar en que sentarse.

—Sólo tienes que tirar esos papeles que hay sobre aquella silla —indicó Meadows—. Al fin y al cabo no son más que informes gubernamentales. Informes del condado, informes del estado, informes de la comisión de carreteras y de la comisión de aguas. Posiblemente cuestan un millón de dólares de realizar, y desde el punto de vista informativo no valen lo que una meada.

Brody tomó el montón de papeles y los apiló sobre un radiador. Llevó la silla junto al escritorio de Meadows y se sentó.

Éste buscó en el interior de una gran bolsa de papel marrón, sacó una taza de plástico y un sándwich envuelto en celofán, y se los pasó a Brody por encima de la mesa. Luego, comenzó a desenvolver su propia comida, cuatro paquetes distintos que abrió y colocó frente a sí con el cariño de un joyero mostrando unas gemas raras: un plato gigante de albóndigas que rezumaban salsa de tomate, una bandeja de cartón plastificado repleta de aceitosas patatas fritas, un pepinillo en vinagre del tamaño de una calabaza pequeña y un cuarto de pastel de merengue de limón. Tendió la mano tras su sillón y de una pequeña nevera sacó una lata de cerveza grande.

—Delicioso —dijo con una sonrisa mientras contemplaba el festín extendido frente a él.

—Asombroso —replicó Brody, conteniendo un ácido eructo—. Jodidamente asombroso. Quizá haya comido un millar de veces contigo, Harry, pero sigo sin acostumbrarme a ello.

—Todo el mundo tiene sus pequeñas manías, amigo mío —dijo Meadows mientras empezaba con las albóndigas—. Algunas personas persiguen a las esposas de los demás. Otros se ahogan en whisky. Yo encuentro mi solaz en los alimentos que nos ofrece la Madre Naturaleza.

—Eso será de un gran consuelo para Dorothy cuando tu corazón diga: «Ya hubo bastante, so bestia, adiós».

—Ya hemos discutido esto Dorothy y yo —puntualizó Meadows, filtrando las palabras a través de su boca repleta de pan y carne—. Y estamos de acuerdo en que una de pocas ventajas que tiene el hombre sobre los otros animales es la posibilidad de elegir la forma de su propia muerte. Puede que la comida me mate, pero también es lo que habrá hecho agradable mi vida. Además, prefiero morir a mi manera que en la tripa de un tiburón. Y, después de lo de esta mañana, estoy seguro de que tú también estarás de acuerdo.

Brody estaba empezando a tragar un bocado de su ensalada de huevo, y tuvo que obligarlo a pasar en lucha contra una arcada que ascendía.

—No me hagas eso —suplicó.

Comieron en silencio durante algunos instantes. Brody acabó su sandwich y la leche, hizo una bola con el envoltorio del primero y la metió dentro de la taza de plástico. Se echó hacia atrás y encendió un cigarrillo. Meadows seguía comiendo, pero Brody sabía que su apetito no disminuiría por ninguna discusión. Recordó una ocasión en la que Meadows había visitado la escena de un sangriento accidente automovilístico y procedido a entrevistar a la policía y a los sobrevivientes mientras lamía un helado de coco.

—Acerca de lo de la Watkins —comenzó Brody—, tengo un par de ideas, y me gustaría que las escuchases. —Meadows asintió—. Primero, me parece que la causa de la muerte queda bien clara. He hablado con Santos y…

—Yo también.

—Así que ya sabes lo que piensa. Fue el ataque de un tiburón, y nada más. Y, si hubieras visto el cadáver, estarías de acuerdo. Lo que…

—Lo he visto.

Brody se sintió asombrado, sobre todo porque no podía imaginarse cómo alguien que hubiera visto aquella carnicería podía estar allí sentado, chupándose los dedos, embadurnados de pastel de limón.

—¿Estás de acuerdo?

—Sí, estoy de acuerdo en lo que la ha matado. Pero hay algunas cosas de las que no estoy tan seguro.

—¿Y cuáles son?

—Por ejemplo, eso de que estuviera nadando a esas horas de la noche. ¿Sabes cuál era la temperatura hacia la medianoche? Quince grados y medio. ¿Sabes cuál era la temperatura del agua? Alrededor de diez grados. Uno tiene que estar loco para echarse a nadar en tales condiciones.

—O borracho —dijo Brody—, que es lo que probablemente ocurría.

—Puede. No, tienes razón… probablemente. He hecho algunas comprobaciones, y los Foote no tienen nada que ver con la marihuana o la mescalina, ni ninguna otra de esas cosas. Sin embargo, hay algo que me preocupa.

Brody se sentía molesto.

—Por Cristo, Harry, deja de perseguir sombras. De vez en cuando, la gente muere por accidente.

—No es eso. Es, simplemente, que me parece muy raro que tengamos un tiburón por aquí, cuando el agua está aún tan fría.

—¿Sí? Quizá haya tiburones a los que les guste el agua fría. ¿Sabes quién podría saber esas cosas de los tiburones?

—Hay quien las sabe. Y hay tiburones a los que les gusta el agua fría. Por ejemplo, el de Groenlandia, pero jamás bajan tanto, y, aunque lo hicieran, habitualmente no molestan a la gente. ¿Que quién sabe esas cosas de los tiburones? Te diré una cosa: en este momento sé muchísimo más sobre ellos que esta mañana. Después de ver lo que quedaba de la señorita Watkins, llamé a un chico joven que conozco en el Instituto Oceanográfico de Woods Hole y le describí el estado del cadáver, y él me dijo que es muy probable que sólo haya un tipo de tiburones capaz de hacer una cosa así.

—¿Qué tipo?

—El blanco gigante. Hay otros que atacan a la gente, como los tigres, los martillo y quizá incluso el mako y los azules; pero ese chico, Hooper, Matt Hooper, me dijo que para cortar a una mujer en dos de esa manera, se necesitaría un pez con una boca de este tamaño —extendió las manos a una distancia de casi un metro una de otra—. Y que el único tiburón que crece tanto y ataca a la gente es el blanco gigante. También tiene otro nombre.

—¿Sí? —Brody estaba comenzando a perder interés—. ¿Y cuál es?

—Comedor de hombres. Otros tiburones matan a la gente de vez en cuando, por varios tipos de razones: quizá hambre, o confusión o porque huelen sangre en el agua. Por cierto, ¿tenía anoche su período esa chica?

—¿Cómo infiernos voy á saberlo?

—Pura curiosidad. Hooper dijo que es una de las formas para asegurarse de un ataque si hay un tiburón por los alrededores.

—¿Qué dijo acerca del agua fría?

—Que no es inusitado que un gigante blanco aparezca en aguas tan frías. Hace algunos años, a un chico lo mató uno de esos cerca de San Francisco. La temperatura del agua era de casi catorce grados.

Brody chupó fuertemente su cigarrillo, y subrayó:

—Desde luego te has estudiado bien el asunto, Harry.

—Me parecía que era cuestión de… ¿cómo lo diríamos?… sentido común e interés público el determinar exactamente lo que sucedió, y qué posibilidades había de que sucediese de nuevo.

—¿Y has determinado cuáles son las posibilidades?

—Lo he hecho. Casi inexistentes. Por lo que he podido averiguar, este accidente fue realmente casual. Según Hooper, la única cosa buena de los gigantes blancos es que son escasos. Existen todas las razones para creer que el tiburón que atacó a la Watkins se ha ido ya hace mucho. Por aquí no hay escollos. No hay ninguna fábrica de conservas de pescado, o matadero que eche sangre o tripas al agua. Así que no hay nada que pueda mantener interesado al tiburón. —Meadows hizo una pausa y miró a Brody, que le devolvió en silencio la mirada—. Por tanto, me parece, Martin, que no hay razón para intranquilizar al público con algo que es casi seguro que no volverá a suceder.

—Ése es un punto de vista, Harry. Otro es que, dado que no es posible que suceda de nuevo, no hay ningún mal en decirle a la gente que ha pasado ya.

Meadows suspiró.

—Periodísticamente, quizá tengas razón. Pero me parece que ésta es una de esas ocasiones, Martin, en la que tenemos que olvidarnos de las normas y pensar en lo que es mejor para la gente. No creo que sea de interés público difundir esto por ahí. No estoy pensando en la gente del pueblo. Pronto lo averiguarán, los que aún no lo sepan. Pero ¿y qué hay de la gente que lee el Leader en Nueva York, Filadelfia o Cleveland?

—No se percatarán.

—Sabes lo que quiero decir. Y conoces cuál es la situación de los alquileres este verano. Estamos justo en el límite, y también otros lugares como Nantucket y Vineyard y East Hampton. Hay gente que aún no han hecho sus planes veraniegos. Saben que este año pueden elegir entre muchos lugares. No hay carestía de casas por alquilar… en ninguna parte. Si publico un artículo sobre una joven partida en dos por un tiburón monstruoso frente a Amity, no se alquilará ninguna otra casa en este pueblo. Los tiburones son como los asesinos del hacha, Martin. La gentil reacciona ante ellos con la tripa. Hay algo loco, malvado o incontrolable en ellos. Si le decimos al público que tenemos un tiburón asesino por aquí, ya podemos despedirnos del verano.

Brody asintió.

—No puedo discutirte eso, Harry, y no deseo contarle a la gente que hay un tiburón asesino por aquí. Pero, por un segundo, míralo desde mi punto de vista. No te discutiré las probabilidades, ni nada. Casi seguro que tienes razón. Ese tiburón ya debe de estar a un centenar de kilómetros de aquí, y jamás volverá a aparecer. Probablemente lo más peligroso que hay en estos momentos en el agua es la resaca de fondo. Pero, Harry, existe la posibilidad de que estés equivocado, y no creo que podamos correr ese riesgo. Supón… supóntelo, que no decimos ni una palabra, y que ese bicho ataca a alguien más. ¿Y entonces? Estoy sentado sobre un barril de pólvora. Se supone que debo proteger a la gente de por estos andurriales, y si no puedo protegerlos de algo, lo menos que debo hacer es advertirles de que existe un peligro. También tú tienes el culo sobre el barril. Se supone que tienes que dar las noticias, y no cabe duda de que el que a alguien lo mate un tiburón es una noticia. Quiero que publiques ese artículo, Harry. Quiero cerrar las playas, sólo durante un par de días, y por si acaso. No será una grave molestia para nadie. Aún no hay demasiada gente aquí, y el agua está fría. Si contamos esto tal cual es, le decimos a la gente lo que sucedió y por qué estamos haciendo lo que hacemos, creo que las cosas irán bien.

Meadows se recostó en su sillón y reflexionó por un instante.

—No puedo hablar por ti, Martin, pero en lo que a mí ir refiere, la decisión ya está tomada.

—¿Qué significa eso?

—Que no habrá ningún artículo en el Leader acerca del ataque.

—Así de simple.

—Bueno, no exactamente. No ha sido totalmente decisión mía, aunque creo estar bastante de acuerdo con ella. Soy el director de este periódico, Martin, y poseo parte del mismo, pero no la bastante como para resistir a ciertas presiones.

—¿Tales cómo?

—Esta mañana ya he recibido seis llamadas telefónicas. Cinco eran de anunciantes: un restaurante, un hotel, dos empresas de bienes inmobiliarios y una heladería. Estaban muy ansiosos por saber si planeaba o no publicar un artículo sobre lo de la Watkins, y muy ansiosos por hacerme saber que creían que sería en bien de Amity dejar que lo sucedido se olvidase en el silencio. La sexta llamada fue del señor Coleman de Nueva York. El señor Coleman, que posee el cincuenta y cinco por ciento del Leader. Parece ser que el señor Coleman había recibido también algunas llamadas telefónicas. Me dijo que no habría artículo en el Leader.

—Supongo que no te diría si el hecho de que su esposa fuera agente de bienes inmobiliarios tenía algo que ver con esta decisión.

—No —informó Meadows—. Este tema no fue tocado.

—Ya me imagino. Bueno, Harry, ¿dónde nos deja eso? Tú no vas a publicar un artículo, así que, en lo que se refiere a los buenos lectores del Leader, jamás ha pasado nada. Pero yo voy a cerrar las playas y colocar unos cuantos carteles explicando el motivo.

—De acuerdo, Martin. Es tu decisión. Pero déjame recordarte algo: eres un funcionario elegido, ¿no?

—Igualito que el Presidente. Por cuatro años repletos de emociones.

—A los funcionarios elegidos se les puede revocar el cargo.

—¿Es eso una amenaza, Harry?

Meadows sonrió.

—No eres tan estúpido. Además, ¿quién soy yo para ir haciendo amenazas? Sólo deseo que te des cuenta de lo que estás haciendo antes de que juegues con el fluido vital de todas esas personas sensatas y prudentes que te eligieron.

Brody se levantó para irse.

—Gracias, Harry. Siempre he oído decir que en la cumbre uno se siente muy solitario. ¿Qué te debo por la comida?

—Olvídalo. No podría aceptar dinero de un hombre cuya familia pronto estará mendigando por las esquinas.

Brody se echó a reír.

—Ni hablar de eso. ¿Acaso no te has enterado? Lo mejor de trabajar en la policía es la seguridad.

Diez minutos después de que Brody regresara a su oficina, sonó el zumbador del interfono y una voz anunció:

—Ha venido el alcalde a verle, jefe.

Brody sonrió. El alcalde. No Larry Vaughan, que pasaba a echar un vistazo. Ni Lawrence Vaughan de la Compañía de Bienes Inmobiliarios Vaughan y Penrose, pasando a quejarse de algunos inquilinos ruidosos. Sino el alcalde Lawrence P. Vaughan, el elegido del pueblo…, por sesenta y un votos de margen, en las últimas elecciones.

—Haga pasar a su excelencia —replicó Brody.

Larry Vaughan era un hombre apuesto, de poco más de cincuenta años, con una tupida cabellera negra con muchas canas y un cuerpo que mantenía en forma con ejercicio. Aunque era nativo de Amity, con los años había ido desarrollando un aire de tranquila elegancia. Había hecho mucho dinero en las especulaciones de terrenos en la posguerra, y era el principal accionista (algunos pensaban que el único accionista, ya que nadie nunca había visto o hablado con ningún Penrose en la oficina de Vaughan) de la agencia más boyante del pueblo. Se vestía con elegante simplicidad, imperecederas chaquetas británicas, camisas clásicas y botines. Al contrario de Ellen Brody, que había descendido desde el status de la gente del verano al de la gente del invierno y era incapaz de ajustarse a ello, Vaughan había ascendido suavemente desde la gente del invierno a la del verano, dando grácilmente cada paso del camino. No era uno de ellos, pues de hecho se trataba de uno de los comerciantes locales. Así que jamás le invitaban a que los visitase en Nueva York o Palm Beach. Pero en Amity se movía libremente entre ellos, exceptuando a los miembros más altaneros de la comunidad veraniega, lo que, naturalmente, era excepcional para su trabajo. Se le invitaba a casi todas las fiestas veraniegas de importancia, a las que siempre acudía solo. Muy pocos de sus amigos sabían que tenía en casa una esposa, una mujer simple que lo adoraba y que pasaba gran parte de su tiempo haciendo calceta frente al aparato de televisión.

A Brody le caía bien Vaughan. No lo veía mucho durante el verano, pero después del Día del Trabajo, cuando las cosas se calmaban, Vaughan creía llegado el momento de abandonar algunas de sus obligaciones sociales, y a intervalos de algunas semanas él y su esposa llevaban a Brody y Ellen a cenar a uno de los mejores restaurantes de los Hamptons. Estas veladas eran grandes Ocasiones para Ellen, y esto ya bastaba para hacer feliz a Brody. Vaughan parecía comprender a Ellen. Siempre la trataba de modo encantador, actuando como si fuera una compañera de club y camarada.

Vaughan entró en la oficina de Brody y se sentó.

—Acabo de hablar con Harry Meadows —puntualizó.

Evidentemente, estaba nervioso, lo que interesaba a Brody. No se había esperado esta reacción.

—Ya veo —comentó—. El amigo Harry no pierde el tiempo.

—¿Dónde piensas conseguir la autoridad para cerrar las playas?

—¿Me lo preguntas como alcalde, como agente de la propiedad inmobiliaria, o es que tienes un interés amistoso en ello, Larry?

Vaughan se agitó, y Brody pudo ver que tenía problemas para controlar su mal humor.

—Quiero saber dónde vas a conseguir esa autoridad. Y quiero saberlo ahora.

—Oficialmente, no estoy seguro de poder hacerlo —puntualizó Brody—. Hay algo en el reglamento que dice que puedo tomar cualquier medida que considere necesaria en caso de emergencia, pero me parece que el consejo ciudadano tiene que declarar el estado de emergencia. No me imagino que quieras pasar por todo ese circo.

—Ni hablar de ello.

—Bueno, entonces, de modo no oficial, me imagino que es responsabilidad mía mantener tan segura como sea posible a la gente que vive aquí, y por el momento me parece que se requiere cerrar las playas por un par de días. Particularizando, no estoy seguro de poder arrestar a alguien que lo ignorase y se fuera a nadar, a menos —Brody sonrió—, que pudiera acusarlo de estupidez criminal.

Vaughan ignoró la insinuación.

—No quiero que cierres las playas —encareció.

—Ya veo.

—Ya sabes el por qué. Falta poco para el Cuatro de Julio, y ése es el fin de semana en que lo logramos o nos estrellamos. Sería cortarnos el cuello nosotros mismos.

—Conozco ese argumento, y estoy seguro de que tú conoces las razones por las que deseo cerrar las playas. Y no es que vaya a ganar nada con ello.

—No. Yo diría que más bien vas a perder. Mira, Martin, este pueblo no necesita ese tipo de publicidad.

—Tampoco necesita a más gente muerta.

—¡Por Dios, nadie más va a morir! Lo único que lograrás si cierras las playas es invitar a un montón de periodistas que vendrán a husmear donde menos falta hacen.

—¿Y? Vendrán aquí, y cuando se encuentren con que no hay nada de qué hablar, se volverán a casa. No me imagino que el Times de Nueva York tenga mucho interés en hablar de un picnic de una logia, o la cena en el jardín Bel club.

—Simplemente, no necesitamos eso. Suponte que hallasen algo. Habría un gran escándalo, que no le haría bien a nadie.

—¿Cómo qué, Harry? ¿Qué es lo que podrían hallar? Yo no tengo nada que ocultar. ¿Y tú?

—No, claro que no. Sólo que estaba pensando en… algo como las violaciones. Algo de mal gusto.

—Tonterías —manifestó Brody—. Todo eso es historia pasada.

—¡Maldita sea, Martin! —Vaughan hizo una pausa, tratando de calmarse—. Mira, si no quieres escuchar a la razón, ¿querrás escucharme como amigo? Estoy bajo una gran presión por parte de mis socios. Algo así podría ser muy malo para nosotros.

Brody se echó a reír.

—Es la primera vez que te he oído admitir que tienes socios, Larry. Pensé que dirigías tu negocio como único dueño y señor.

Vaughan se sintió azorado, como si creyese haber hablado demasiado.

—Mi negocio es muy complicado —observó—. Hay momentos en que no estoy muy seguro de comprender yo mismo lo que está pasando. Hazme ese favor. Por esta vez.

Brody miró a Vaughan, tratando de imaginar sus motivos.

—Lo lamento, Larry, pero no puedo. No estaría cumpliendo con mi trabajo.

—Si no me escuchas —encareció Vaughan—, quizá no conserves por mucho más tiempo este trabajo.

—No tienes ningún control sobre mí. No puedes despedir a ningún policía de este pueblo.

—No puedo echarlo del cuerpo, claro que no. Pero, lo creas o no, puedo determinar quién debe ostentar el cargo de jefe de policía.

—No lo creo.

Del bolsillo de su chaqueta, Vaughan sacó un ejemplar de los estatutos municipales de Amity.

—Lo puedes leer por ti mismo —dijo, pasando hojas hasta hallar la página que buscaba—. Está aquí —lanzó el librito sobre la mesa, en dirección a Brody—. Lo que dice exactamente es que, aunque hayas sido elegido para el cargo de jefe de la policía por el pueblo, el consejo ciudadano tiene poder para destituirte.

Brody leyó el párrafo que Vaughan había indicado.

—Supongo que tienes razón —dijo—. Pero me encantaría ver qué invocabas como «causa buena y suficiente».

—Espero fervientemente que no tengamos que llegar a eso, Martin. Me imaginé que esta conversación ni siquiera llegaría tan lejos. Pensé que estarías de acuerdo en cuanto supieses lo que opinábamos los miembros del consejo y yo.

—¿Todos los miembros del consejo?

—Una mayoría.

—¿Quiénes?

—No voy a darte los nombres. No tengo por qué hacerlo. Lo único que debes saber es que tengo al consejo detrás de mí, y si no haces lo que se debe hacer, pondremos a alguien en tu lugar que sí lo haga.

Brody jamás había visto a Vaughan en una actitud tan desagradablemente agresiva. Se sentía fascinado, pero también algo estremecido.

—Realmente lo deseas, ¿no, Larry?

—Sí. —Notando la proximidad de la victoria, Vaughan dijo con tono tranquilo—. Confía en mí, Martin. No te arrepentirás.

Brody suspiró.

—Mierda —dijo—. No me gusta nada. No huele bien. Pero estoy de acuerdo, si es tan importante como sostienes.

—Es tan importante. —Por primera vez desde que había llegado, Vaughan sonrió—. Gracias, Martin —dijo, y se puso de pie—. Ahora tengo la poco agradable tarea de ir a visitar a los Foote.

—¿Cómo vas a lograr que no se vayan de la boca con el Times o el News?

—Espero ser capaz de apelar a su espíritu cívico —dijo Vaughan—, tal como he apelado al tuyo.

—Vaya fea jugada.

—Tenemos otra cosa a nuestro favor. La señorita Watkins no tenía importancia alguna, y venía de un pequeño pueblo llamado Pennington, de Nueva Jersey, que ni siquiera tiene periódico propio. Así que si le publican una necrológica en algún sitio, será cortita y la olvidarán pronto.

Brody llegó a casa un poco antes de las cinco. Su estómago se había tranquilizado lo bastante como para permitirle tomar una cerveza o dos antes de la cena. Ellen estaba en la cocina, aún vestida con el uniforme blanco de voluntaria del hospital. Sus manos estaban hundidas en carne picada, amasándola en un pan de carne.

—Hola —dijo, volviendo la cabeza para que Brody pudiera besarla en la mejilla—. ¿Qué crisis era ésa?

—Estabas en el hospital. ¿No lo has oído?

—No. Hoy era el día de bañar a las viejas. Jamás salgo del pabellón Ferguson.

—Una chica murió frente al Viejo Molino.

—¿Qué le pasó?

—Un tiburón —Brody metió la mano en la nevera y encontró una cerveza.

Ellen dejó de amasar la carne y lo miró.

—¡Un tiburón! Jamás había oído hablar de eso por aquí. Se ve alguno, de vez en cuando, pero jamás hacen nada.

—Ajá, ya lo sé. También es nuevo para mí.

—¿Y qué es lo que vas a hacer?

—Nada.

—¿Sí? ¿Te parece sensato? Quiero decir, ¿no hay nada que puedas hacer?

—Naturalmente, hay algunas cosas que podría hacer Teóricamente. Pero, en la práctica, no puedo hacer nada Lo que tú y yo pensamos no importa mucho por estos contornos. Los caciques del lugar están preocupados y piensan que no estaría bien si nos excitásemos sólo por que una forastera fue muerta por un pez. Prefieren correr el riesgo de que haya sido un accidente aislado, que no volverá a suceder. O, mejor dicho, están dispuestos a dejar que yo corra el riesgo, dado que la responsabilidad es mía.

—¿A quién te refieres con eso de los caciques?

—Por ejemplo, a Larry Vaughan.

—Oh. No sabía que hubieras hablado con Larry.

—Vino a verme en cuanto se enteró de que planeaba cerrar las playas. No fue lo que se diría muy sutil al indicarme que no quería que las cerrase. Me puntualizó que iba a perder el empleo si las cerraba.

—No puedo creer eso, Martin. Larry no es así.

—Yo tampoco lo pensaba. Hey, a propósito, ¿qué sabes de sus socios?

—¿En el negocio? No creía que tuviera ninguno. Pensaba que Penrose era su segundo apellido, o algo así. De todos modos, siempre he creído que era el único propietario.

—Y yo. Pero, aparentemente, no es así.

—Bueno, me hace sentir mejor el saber que hablaste con Larry antes de tomar una decisión. Acostumbra a tener una visión más amplia, más a largo plazo que la mayoría de la gente. Probablemente, él sabe lo que es mejor.

Brody notó cómo la sangre se agolpaba en su cuello. Simplemente, exclamó: «Estupideces». Luego, tiró de la arandela metálica de la lata de cerveza, la lanzó hacia el cubo de la basura, y caminó hacia la sala de estar, para escuchar las noticias.

Desde la cocina, Ellen le gritó:

—Me olvidaba de decírtelo, Martin, te llamaron hace poco.

—¿Quién?

—No lo dijo. Simplemente, quería expresar que estabas haciendo un excelente trabajo. Fue muy amable por su parte haber llamado, ¿no crees?