Trece

NO va a meter esa cosa en mi lancha —afirmó Quint. Se hallaban en el muelle, bajo la creciente luz. El sol había aparecido ya por el horizonte, pero se hallaba tras una baja cortina de nubes que cubría el mar hacia el este. Un suave viento soplaba del sur. La lancha estaba dispuesta a partir. En la proa, estaban alineados los barriles; las cañas se alzaban rectas en sus soportes, y los sedales estaban enrollados en los carretes. El motor hacía chup-chup suavemente, escupiendo burbujas cuando las pequeñas olas llegaban hasta el tubo de escape, tosiendo vapores de su combustión Diesel que se alzaban y eran dispersados por la brisa.

Al extremo del muelle, un hombre se subió a un camión de bordes bajos y puso en marcha el motor, y su vehículo comenzó a moverse lentamente a lo largo del camino de tierra. En la puerta del camión se leía: «Instituto Oceanógrafico de Woods Hole».

Quint estaba de espaldas a la lancha, enfrentándose con Brody y Hooper, que se hallaban a ambos lados de una jaula de aluminio. La jaula era de algo más de 1,80 metros de alto y otro tanto de ancho, y tenía 1,20 m de profundidad. Dentro había un tablero de control. Encima, dos tanques cilíndricos. En el suelo de la jaula había una botella de inmersión, un regulador, una boquilla, y un traje de hombre rana.

—¿Por qué no? —preguntó Hooper—. No pesa mucho, y puedo atarla donde no moleste.

—Ocupa demasiado sitio.

—Eso es lo que yo le dije —intervino Brody—, pero no quiso escucharme.

—Además, ¿qué infiernos es? —dijo Quint.

—Es una jaula contra-tiburones —explicó Hooper—. Los buceadores la usan para protegerse cuando están nadando en el océano abierto. Hice que me la enviaran desde Woods Hole… en ese camión que acaba de irse.

—¿Y qué planea hacer con ella?

—Cuando encontremos al tiburón, o cuando él nos encuentre a nosotros, quiero bajar en la jaula y tomar algunas fotos. Nadie ha sido capaz de fotografiar un pez de ese tamaño hasta ahora.

—Ni hablar de eso —exclamó Quint—. Al menos, no en mi lancha.

—¿Por qué no?

—Porque es una estupidez. Cualquier persona sensata sabe hasta dónde puede llegar. Eso va más allá.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque está más allá de la capacidad de cualquier persona. Un pez de ese tamaño podría comerse la jaula para desayunar.

—Pero ¿lo va a hacer? Yo no lo creo. Pienso que puede darle unos golpes, incluso quizá mordisquearla, pero no me parece que vaya a intentar seriamente tratar de comérsela.

—Lo hará si ve algo tan apetitoso como usted en el interior.

—Lo dudo.

—Bueno, olvídelo.

—Mire, Quint, ésta es una oportunidad única. Y no sólo para mí. No hubiera ni pensado en hacer esto hasta ver ayer el pez. Es único, al menos en este hemisferio. Y, aunque la gente ha filmado a gigantes blancos antes, nunca nadie ha filmado un blanco de seis metros nadando en pleno océano. Nunca.

—Ha dicho que lo olvide —intervino Brody—. Así que olvídelo. Además, no quiero correr con esa responsabilidad. Estamos aquí para matar al tiburón, no para hacerle una peliculita de recuerdo.

—¿De qué responsabilidad habla? No es usted responsable de mí.

—Oh, sí. Lo soy. El pueblo de Amity paga este viaje, así que se ha de hacer lo que yo diga.

Hooper se volvió hacia Quint:

—Le pagaré.

Quint sonrió.

—¿Oh, sí? ¿Cuánto?

—Olvídelo —repitió Brody—. No me importa lo que diga Quint. Yo digo que no va a llevar esa cosa.

Hooper lo ignoró y le dijo a Quint:

—Cien dólares. En efectivo. Por adelantado, como a usted le gusta. —Metió la mano en su bolsillo trasero, buscando su cartera.

—¡He dicho que no! —exclamó Brody.

—¿Qué es lo que dice usted, Quint? Cien dólares. En efectivo. Aquí los tiene. —Contó cinco billetes de veinte y se los tendió a Quint.

—No sé —luego, Quint tomó el dinero y dijo—: Mierda, supongo que no forma parte de mi trabajo tratar de evitar que alguien se suicide, si es que así lo desea.

—Usted meta esa jaula en la lancha —le dijo Brody a Quint—, y no recibirá los cuatrocientos.

Si Hooper quiere suicidarse, pensó Brody, que lo haga pagándoselo él.

—Pues si la jaula no va —replicó Hooper—, yo tampoco.

—Que lo parta un rayo —estalló Brody—. Por lo que a mi respecta, puede quedarse aquí.

—No creo que a Quint le guste eso. ¿No es así, Quint? ¿Quiere ir a buscar ese pez usted solo con el jefe? ¿Le parece bien esa idea?

—Encontraremos a otra persona —afirmó Brody.

—Adelante —espetó Hooper—. Buena suerte.

—No puede ser —afirmó Quint—. No con tan poco plazo.

—¡Entonces, al infierno con todo! —gritó Brody—. Iremos mañana. Hooper puede regresar a Woods Hole para jugar con sus peces.

Hooper estaba irritado… mucho más irritado, de hecho, de lo que se imaginaba, pues antes de poder contenerse, había dicho:

—No es eso lo único que yo podría… Oh, dejémoslo correr.

Durante varios segundos, un tenso silencio cayó sobre los tres hombres. Brody miró a Hooper, deseando no creer lo que había oído, sin saber cuánta verdad había en aquella afirmación, y cuánto en ella no era sino una vacía amenaza. Luego, de pronto, se sintió invadido por la ira. Llegó hasta Hooper en dos pasos, agarró ambas solapas de su camisa y cruzó sus puños sobre el cuello de Hooper.

—¿Qué ha dicho?

Hooper apenas si podía respirar. Clavó sus uñas en los dedos de Brody.

—¡Nada! —gimió, ahogándose—. ¡Nada!

Trató de echarse atrás, pero Brody lo aferró con más fuerza.

—¿Qué ha querido decir con eso?

—¡Le digo que nada! Estaba irritado. Lo dije por decir.

—¿Dónde estaba usted el pasado miércoles por la tarde?

—¡En ningún sitio! —las venas de las sienes de Hooper estaban palpitando—. ¡Déjeme! ¡Me ahoga!

—¿Dónde estaba? —Brody cruzó aún más los puños.

—¡En un motel! ¡Ahora, suélteme!

Brody disminuyó un poco la presión.

—¿Con quién? —dijo, rogando mentalmente: Dios, que no sea Ellen; que su coartada sea buena.

—Daisy Wicker.

—¡Mentiroso! —Brody aumentó de nuevo la presión y vió cómo comenzaban a aparecer lágrimas en sus ojos.

—¿Por qué dice eso? —exclamó Hooper, luchando por liberarse.

—¡Daisy Wicker es una maldita lesbiana! ¿Qué es lo que estaba haciendo usted, cerdo?

A Hooper se le estaba nublando la mente. Los nudillos de Brody le cortaban el fluido sanguíneo al cerebro. Sus párpados se agitaron y comenzó a perder el sentido. Brody lo empujó, tirándolo contra el muelle, donde quedó sentado sorbiendo aire.

—¿Qué es lo que me responde a eso? —preguntó Brody—. ¿Es usted tan macho que puede seducir a una lesbiana?

La mente de Hooper se aclaró rápidamente y contestó:

—No. No lo averigüé hasta que… hasta que era demasiado tarde.

—¿Qué quiere usted decir? ¿Acaso insinúa que fue con usted a un motel y luego lo rechazó?

—¡Ella lo hizo! —exclamó Hooper, tratando desesperadamente de mantener el ritmo de las preguntas de Brody—. Dijo que quería… que ya era hora de probar a hacerlo de una forma normal. Pero luego no pudo llevarlo a cabo. Fue horrible.

—¡Está usted contándome un cuento de hadas!

—¡No! Puede comprobarlo usted mismo hablando con ella. —Hooper sabía que era una débil excusa. Brody podría hacer la comprobación sin más problemas. Pero era lo único que se le ocurría. Aquella tarde podía detenerse en el camino de regreso y llamar a Daisy Wicker desde una cabina telefónica suplicándole que corroborase su historia. O, simplemente, podía no regresar jamás a Amity: dirigirse hacia el norte y tomar el transbordador en Orient Point y salir del Estado antes de que Brody pudiera ver a Daisy Wicker.

—Lo comprobaré —afirmó Brody—. Puede estar seguro.

Tras él Brody oyó reír a Quint que dijo:

—Esa es la cosa más divertida que jamás oí. ¡Tratar de acostarse con una lesbiana!

Brody intentó leer el rostro de Hooper buscando algo que pudiera mostrar que era una mentira. Pero Hooper mantenía sus ojos fijos en el suelo del muelle.

—Bueno, ¿qué dice? —interrogó Quint—. ¿Salimos hoy o no? De todos modos, Brody, pienso cobrárselo.

Brody se sentía estremecido. Estuvo tentado de anular el viaje, regresar a Amity y averiguar la verdad acerca de Hooper y Ellen. Pero, suponiendo que fuera cierto lo peor, ¿qué es lo que podía hacer entonces? ¿Enfrentarse con Ellen? ¿Darle una paliza? ¿Dejarla? ¿De qué iba a servir todo esto? Necesitaba tiempo para pensar. Así que le dijo a Quint:

—Iremos.

—¿Con la jaula?

—Con la jaula. Si este estúpido quiere suicidarse, que lo haga.

—Por mí, de acuerdo —replicó Quint—. Vamos a poner en marcha este circo.

Hooper se puso en pie y caminó hacia la jaula.

—Subiré a la lancha —dijo roncamente—. Si ustedes dos pueden empujar la jaula sobre el borde del muelle o inclinarla hacia mí, luego uno subirá a la lancha conmigo, la izaremos, y la pondremos en un rincón.

Brody y Quint deslizaron la jaula sobre los tablones, y a Brody le sorprendió lo ligera que era. Incluso con el equipo de bucear del interior, no pesaba más de ochenta kilos. La inclinaron hacia Hooper, que agarró dos de las barras, y esperó hasta que Quint se reunió con él en la lancha. Los dos hombres llevaron con facilidad la jaula hasta un rincón bajo la parte saliente del puente. Hooper la aseguró con dos trozos de cuerda.

Brody saltó a bordo y dijo:

—Vamos.

—¿No se olvida usted de algo? —le dijo Quint.

—¿De qué?

—De cuatrocientos dólares.

Brody sacó un sobre de su bolsillo y se lo entregó a Quint.

—Quint, usted morirá rico.

—Eso es lo que pretendo. Quite la amarra de popa, ¿quiere?

Quint quitó la de proa y la del centro y las tiró sobre el muelle, y cuando vio que la lancha también estaba desamarrada de popa, empujó hacia adelante la palanca del acelerador, guiando la embarcación fuera del muelle. Giró hacia la derecha y empujó la palanca a fondo, la lancha se movió con rapidez a través del mar tranquilo… junto a la Isla Hicks y Goff Point, frente a los cabos de Shagwong y Montauk. Pronto quedó tras ellos el faro de Montauk, y se hallaron navegando hacia el sur-suroeste, en el mar abierto.

Gradualmente, a medida que la lancha iba siguiendo el ritmo de las largas olas oceánicas, fue apagándose la furia de Brody. Quizá Hooper estuviese contando la verdad. Era posible. A nadie se le ocurriría nunca inventar una historia que era tan fácil de comprobar. Ellen no le había engañado nunca antes, estaba seguro de ello. Jamás había flirteado con otros hombres. Pero, se dijo a sí mismo, siempre hay una primera vez. Y, de nuevo, este pensamiento hizo que se atragantara. Se sentía celoso, injuriado, ultrajado. Saltó de la silla de pesca y subió al puente.

Quint dejó sitio en el banco para Brody y éste se sentó junto a él. Quint se echó a reír.

—Ustedes dos estuvieron a punto de tener una buena pelea allá en el muelle.

—No fue nada.

—A mí me pareció que sí. ¿Qué pasa? ¿Cree que ha estado flirteando con su esposa?

Confrontado con sus propios pensamientos, expresados de una forma tan brutal, Brody se sintió estremecido.

—A usted no le importa —replicó.

—Lo que usted diga. Pero, si quiere saber mi opinión, el otro no es bastante hombre.

—Nadie le ha preguntado nada —ansioso por cambiar de tema, Brody preguntó—: ¿Vamos de nuevo al mismo lugar?

—Al mismo lugar. Ya no falta mucho.

—¿Cuáles son las posibilidades de que el tiburón siga allí?

—¿Quién sabe? Pero es la única cosa que podemos hacer.

—Usted dijo el otro día por teléfono algo acerca de ser más listo que los peces. ¿Es el único truco? ¿Es la única clave del éxito?

—Es lo único que hay. Uno tiene que imaginarse lo que harán. Pero no cuesta mucho. Son absolutamente estúpidos.

—¿Nunca se ha encontrado con un pez astuto?

—Jamás me he encontrado ninguno.

Brody recordó el rostro sonriente y burlón que le había contemplado desde el agua.

—No sé —comentó—. Desde luego ese pez tenía cara de pocos amigos. Como si fuera un mal bicho. Como si supiera lo que estaba haciendo.

—Ese estúpido no sabe nada.

—¿Tienen diferentes personalidades?

—¿Los peces? —Quint se echó a reír—. Eso es valorarlos en más de lo que se merecen. No puede uno tratarlos como si fueran gente, aunque me imagino que algunas personas son tan tontas como los peces. No. En ciertas ocasiones hacen cosas diferentes, pero al cabo de un tiempo, uno ya sabe todo lo que pueden hacer.

—Entonces, no hay un verdadero reto. No está usted luchando con un enemigo.

—No. Al igual que no lo hace un fontanero que está tratando de desmontar un desagüe. Quizá lo maldiga y lo golpee con una llave inglesa. Pero en su interior sabe que no está luchando contra nadie. A veces me encuentro con un pez coriáceo que me da más problemas que los otros, pero entonces lo único que hago es utilizar diferentes herramientas.

—¿Hay algún pez que no pueda atrapar?

—Oh naturalmente, pero eso no significa que sean astutos o escurridizos, ni nada de eso. Sólo significa que no están hambrientos cuando uno trata de atraparlos, que son demasiado rápidos para uno, o que estás empleando un cebo equivocado.

Quint se quedó en silencio por un instante, y luego hablo de nuevo:

—En cierta ocasión —dijo—, un tiburón casi me atrapó a mí. Fue hace unos veinte años. Le había echado un garfio a un tiburón azul de buen tamaño, y entonces dio un gran tirón y me llevó de sobre la borda con él.

—¿Qué es lo que hizo usted?

—Subí otra vez a la lancha con tal rapidez que no creo que mis pies tocasen nada entre el agua y la cubierta. Tuve suerte de caer por popa, donde la borda es bastante baja y está cerca del agua. Si hubiera caído por el centro, no sé lo que hubiera hecho. De todos modos, había salido del agua antes de que el pez supiera que estaba en ella. Se hallaba demasiado ocupado tratando de soltarse el garfio.

—Supóngase que cayese con este tiburón. ¿Hay algo que pudiera hacer?

—Por supuesto: rezar. Sería como caer de un aeroplano sin paracaídas y esperar aterrizar en un pajar. Lo único que le salvaría a uno sería una intervención divina, y dado que probablemente habría sido Dios quien le hubiera empujado a uno por la borda, no apostaría ni un solo centavo por las posibilidades de salir con vida.

—Hay una mujer en Amity que piensa que ésa es la causa de que tengamos problemas —comentó Brody—. Piensa que es algún tipo de maldición divina.

Quint sonrió.

—Podría ser. Dado que fue él quien creó a ese mal bicho, supongo que también podría decirle lo que tiene que hacer.

—¿Habla en serio?

—No, en realidad no demasiado. No creo mucho en la religión.

—Entonces, ¿por qué cree que ha muerto toda esa gente?

—Mala suerte —Quint tiró de la palanca hacia atrás. La lancha perdió velocidad y comenzó a seguir el vaivén de las olas—. Trataremos de cambiar esa suerte.

Tomó un trozo de papel de su bolsillo, lo desdoblo, leyó las notas, y apuntando a lo largo de su brazo extendido, comprobó la posición. Giró la llave de ignición, y apagó el motor. En el repentino silencio se notaba un especie de pesadez; era casi palpable.

—De acuerdo, Hooper —dijo—. Comience a tirar mierda por encima de la borda.

Hooper tomó el cucharón del cubo de carnaza y comenzó a tirar el contenido al mar. La primera cucharada chapoteó en la quieta superficie, y, lentamente, la aceitosa mancha se extendió hacia el oeste.

Hacia las diez, había comenzado a soplar una brisa no demasiado fuerte, pero lo bastante para rizar el agua y refrescar a los hombres, que estaban sentados, mirando al mar y sin decir nada. El único sonido era el chapoteo regular cuando Hooper lanzaba cebo por popa.

Brody estaba sentado en la silla de pesca, luchando por mantenerse despierto. Bostezó, y entonces recordó que había dejado el ejemplar a medio leer de La virgen mortífera en un estante para libros de abajo. Se puso en pie, se estiró y descendió los tres escalones que llevaban a camarote. Encontró el libro y comenzó a subir de nuevo cuando su vista cayó sobre la nevera. Miró su reloj y dijo a sí mismo: «Al infierno con todo, aquí no corre el tiempo».

—Voy a tomar una cerveza —gritó—. ¿Alguien quiere otra?

—No —dijo Hooper.

—Yo sí —aceptó Quint—. Luego podemos disparar contra las latas.

Brody tomó dos cervezas de la nevera, arrancó las arandelas metálicas y comenzó a subir los escalones. Su pie estaba en el superior, cuando oyó la tranquila y átona voz de Quint decir:

—Ahí está.

Al principio, Brody pensó que Quint se refería a él, pero entonces vio cómo Hooper se ponía en pie de un salto y le escuchó silbar y decir:

—¡Guau! ¡Ya lo creo que sí!

Brody notó cómo se le aceleraba el pulso. Salió rápidamente a cubierta y preguntó:

—¿Dónde?

—Ahí mismo —indicó Quint—. Frente a popa.

Le llevó un momento ajustar su visión, pero luego vio la aleta: un triángulo desigual, marrón grisáceo, que hendía el agua, seguido por la cola en media luna, que barría la superficie de izquierda a derecha con rápidos y espasmódicos golpes. El pez estaba al menos a unos treinta metros tras la lancha, calculó Brody. Quizás a cuarenta.

—¿Está seguro que es él? —preguntó.

—Lo es —respondió Quint.

—¿Qué va a hacer?

—Nada. Al menos hasta ver lo que hace él. Hooper, usted siga tirando esa mierda. Traigámoslo hasta aquí.

Hooper alzó el cubo y tiró la carnada al agua. Quint caminó hacia delante y preparó un arpón. Tomó un barril y se lo metió bajo el brazo. Llevaba la soga enrollada en el otro brazo y asía el arpón con la mano. Lo transportó hacia atrás y lo dejó sobre la cubierta.

El pez nadaba de un lado para otro por la mancha, pareciendo buscar la fuente de los sangrientos despojos.

—Bobine esos sedales —le dijo Quint a Brody—. No van a servirnos de nada ahora que lo tenemos aquí.

Brody recogió los sedales uno tras otro, y dejó que el calamar de cebo cayese sobre cubierta. El tiburón se acercó algo más a la lancha, aún lentamente.

Quint colocó el barril a la izquierda del cubo de Hooper y dispuso la soga tras él. Luego, subió a la borda y se quedó con el brazo derecho echado hacia atrás, aferrando el arpón.

—Acércate —dijo—. Acércate aquí.

Pero el pez no se acercaba a menos de quince metros de la lancha.

—No lo entiendo —comentó Quint—. Debería venir a echarnos una mirada. Brody, tome el cortalambres de mi bolsillo trasero, desprenda uno de esos calamares de cebo y tíreselo. Quizá la comida le haga acercarse más. Y procure que chapotee mucho el agua cuando lo tire. Que se entere de que hay algo aquí.

Brody hizo lo que le decía, golpeando y agitando el agua con un garfio, pero sin perder al tiburón de vista, pues se lo imaginaba apareciendo repentinamente de las profundidades y agarrándolo por el brazo.

—Tire algunos cebos más ya que está en eso —le dijo Quint—. Están en esa nevera portátil de ahí. Y tire también esas cervezas.

—¿Las cervezas? ¿Para qué?

—Cuantas más cosas logremos meter en el agua, mejor. No importa lo que tiremos, mientras lo mantenga interesado.

—¿Y qué hay de ese delfín? —preguntó Hooper.

—Vaya, señor Hooper —exclamó Quint—. Pensaba que usted no aprobaba eso.

—Déjese ahora de esas cosas —dijo Hooper con los ojos brillantes por la excitación—. Quiero ver a ese pez. ¿Usara el delfín?

—Ya veremos —afirmó Quint—. Si tengo que usarlo, lo haré.

El calamar había flotado hacia atrás, en dirección al tiburón, y una de las cervezas cabeceaba en la superficie, al ir alejándose lentamente de la lancha. Pero, a pesar de esto, el tiburón seguía sin acercarse.

Esperaron. Hooper echando cebo, Quint apoyado en la borda y Brody de pie junto a una de las cañas.

—Mierda —dijo Quint—. Me parece que no hay más elección.

Dejó el arpón y saltó de la borda. Abrió la tapa del cubo de la basura situado junto a Brody, y éste vio los ojos sin vida del pequeño delfín, que se balanceaba en el agua salada. Aquella visión le repelía, así que desvió la mirada.

—Bueno, muchachito —dijo Quint—. Ha llegado el momento.

Tomó un trozo de cadena para perros y metió uno de los extremos en el ojo del anzuelo que salía por debajo de la mandíbula del delfín. El otro extremo de la cadena lo ató a un trozo de soga de dos centímetros de grosor.

Desenrolló varios metros de soga, la cortó, y la ató firmemente a una estaquilla de estribor.

—Me pareció haberle oído decir que ese tiburón podía arrancar una estaquilla —comentó Brody.

—Podría —dijo Quint—. Pero apuesto lo que sea a que puedo clavarle un arpón y cortar la soga antes de que la estire lo bastante como para arrancarla.

Quint tomó el extremo de la cadena para perros y sacó el delfín del cubo de basura. Lo llevó a la borda de babor y lo dejó caer. Se subió a la borda y tiró de él llevándolo hacia popa. Sacó el cuchillo de la funda de su cinturón. Con su mano izquierda, alzó el delfín hasta ponerlo frente a él. Luego, con la derecha, hizo una serie de profundos tajos en la panza del animal. Un líquido oscuro y acre fluyó de los agujeros y cayó en gotitas al mar. Quint tiró el delfín al agua, dejó un par de metros de soga, y luego pisó la cuerda, con fuerza. El delfín flotaba justo debajo de la superficie del agua, a menos de un par de metros de la lancha.

—Es demasiado cerca —dijo Brody.

—Tiene que ser así —le explicó Quint—. No puedo lanzar el arpón si está a nueve metros de distancia.

—¿Por qué está usted de pie sobre la cuerda?

—Para mantener el animal donde está. Lo necesito cerca de la lancha, pero no quiero lograrlo a base de dejarle poca cuerda. Si pica y no tiene espacio para moverse, puede agitarse junto a nosotros, y entonces nos haría pedazos.

Tomó el arpón y miró la aleta del tiburón.

El pez se movió más cerca, aún yendo de un lado a otro, pero disminuyendo la distancia que había entre él y la lancha con cada pasada. Luego, se detuvo, a unos seis metros de distancia y, por un segundo, pareció estar inmóvil en el agua, orientado directamente a la lancha. La cola cayó bajo la superficie, la aleta dorsal se deslizó hacia atrás y desapareció y se alzó la gran cabeza, con la boca abierta en una vacía y salvaje sonrisa, y los ojos negros y abismales.

Brody miraba con mudo terror, notando que aquello era parecido a tratar de mirar al demonio.

—¡Hey, pez! —gritó Quint. Estaba de pie sobre la borda, con las piernas abiertas, y su mano asía el mango del arpón que descansaba en su hombro—. ¡Ven y verás lo que tenemos para ti!

Por un momento el pez estuvo colgado en el agua, mirando. Luego, silenciosamente, la cabeza cayó hacia atrás y desapareció.

—¿A dónde ha ido? —preguntó Brody.

—Ahora vendrá —dijo Quint—. Ven, pez —ronroneó—. Ven, pez. Toma tu comida.

Apuntó con el arpón al delfín que flotaba.

De pronto, la lancha se estremeció violentamente sobre uno de sus costados. Las piernas de Quint resbalaron y cayó de espaldas sobre cubierta. La cabeza del arpón se separó del mango y resonó por el impacto. Brody cayó hacia un lado, se agarró al respaldo de la silla y giró con ésta. Hooper cayó hacia atrás y se golpeó contra la borda de babor.

La cuerda atada al delfín se tensó y estremeció. El nudo por el que estaba asegurada a la estaquilla se apretó tanto, que la cuerda se aplanó y se deshilachó un poco. Comenzó a crujir la madera de debajo de la estaquilla. Luego, la cuerda saltó hacia atrás, quedó floja y se enrolló en el agua, junto a la lancha.

—¡Maldito sea! —gritó Quint.

—Es como si supiera lo que quería hacer usted —dijo Brody—. Como si supiese que le habíamos preparado una trampa.

—¡Maldito! Jamás había visto antes a un pez hacer eso.

—Sabía que si lo derribaba a usted podría hacerse con el delfín.

—Mierda, lo que pasa es que se lanzó hacia el delfín, y falló.

—¿Apuntando desde el otro lado de la lancha? —preguntó Hooper.

—Bueno, realmente no me importa —exclamó Quint—. Fuera lo que fuese, le ha ido bien.

—¿Cómo cree que se escapó del anzuelo? —preguntó Brody—. ¿No arrancó la estaquilla?

Quint caminó hasta el lado de estribor y comenzó a recoger la soga.

—O bien rompió la cadena de un mordisco o… Ah, justo lo que me imaginaba. —Se inclinó sobre la borda y agarró la cadena. La subió a cubierta. Estaba intacta, con el extremo aún unido al ojo del garfio. Pero éste había sido destruido. El metal ya no formaba una curva. Estaba casi recto, y las pequeñas protuberancias mostraban dónde había estado antes curvado.

—¡Dios santo! —exclamó Brody—. ¿Ha hecho eso con la boca?

—Lo ha desdoblado con toda tranquilidad —comentó Quint—. Probablemente no le costó más que uno o dos segundos.

Brody notó que se le iba la cabeza. Le temblaban las manos. Se sentó en la silla e inspiró profundamente varias veces, tratando de ahogar el miedo que le invadía por momentos.

—¿Dónde supone que debe de haber ido? —preguntó Hooper, en pie a popa y mirando al mar.

—Está en algún sitio de por ahí —le contestó Quint—. Me imagino que volverá. Ese delfín no fue más para él de lo que es una anchoa para un sábalo. Vendrá a buscar más comida. —Volvió a montar el arpón, enrolló la cuerda, y le colocó junto a la borda—. Vamos a tener que esperar. Y no deje de echar carnaza. Yo ataré algunos calamares más y los colgaré del costado.

Esperando que le contradijesen, Brody dijo:

—Desde luego, ese pez parece astuto.

—No sé si será astuto o no —le respondió Quint—, pero está haciendo cosas que jamás se las había visto hacer a un pez. —Hizo una pausa, y luego añadió, tanto para Brody como para sí mismo—: Pero yo voy a atrapar a ese infeliz. De eso estoy seguro.

—¿Cómo puede estar seguro?

—Lo sé, y eso es suficiente. Bien, ahora, déjeme tranquilo.

Era una orden, no una petición, y aunque Brody deseaba hablar de cualquier cosa, incluso hasta del mismo tiburón, mientras esto le permitiese apartar su mente de la imagen de la bestia acechando en el agua bajo él, no dijo nada más. Miró su reloj: las once y cinco.

Esperaron, pensando que en cualquier momento podían ver alzarse la aleta por la popa, y atravesar el agua de un lado para otro. Hooper seguía tirando carnada cuyo sonido, cada vez que golpeaba en el agua, le recordaba a Brody una diarrea.

A las once y media, Brody fue sobresaltado por un seco y resonante clac. Quint saltó escalerilla abajo, corrió a lo largo de la cubierta y se subió a la borda. Tomó el arpón y lo mantuvo sobre su hombro, atisbando el mar por la popa.

—¿Qué infiernos fue eso? —preguntó Brody.

—Ha vuelto.

—¿Cómo lo sabe? ¿Qué fue ese sonido?

—Un sedal que se rompía. Se llevó uno de los calamares.

—¿Por qué iba a romperse? ¿Cómo es que no lo partió de un mordisco?

—Probablemente ni lo mordió. Lo tragó, y cuando cerró los dientes, el sedal le quedó dentro de la boca. Imagino que hizo así —Quint sacudió la cabeza hacia un lado—, y el sedal se partió.

—¿Y cómo lo oímos partirse, si lo hizo bajo el agua?

—¡Por Cristo, no se rompió bajo el agua! Se rompió aquí mismo. —Quint señaló los pocos centímetros de sedal que colgaban flojos de una estaquilla situada hacia la mitad de la embarcación.

—Oh —exclamó Brody. Mientras tanto, vio cómo otro trozo de sedal, situado un poco más allá en la borda, quedaba flojo—. Ahí hay otro —dijo. Se puso en pie, caminó hasta el costado y tiró del sedal—. Debe de estar bajo nosotros.

—¿Tiene alguien ganas de echarse a nadar? —preguntó Quint.

—Saquemos la jaula por la borda —dijo Hooper.

—Bromea —exclamó Brody.

—No, no lo hago. Quizá eso lo haga salir.

—¿Con usted dentro?

—Al principio no. Veamos lo que hace. ¿Qué opina usted, Quint?

—Que podemos hacerlo —contestó Quint—. No nos va hacer ningún daño meterla en el agua, y usted pagó por ello.

Dejó el arpón, él y Hooper caminaron hasta la jaula.

La pusieron de lado, y Hooper abrió la trampilla superior, metiéndose dentro. Sacó la botella de buceo, el guiador, la boquilla y el traje de neopreno, dejándolos sobre la cubierta. De nuevo levantaron la jaula y la deslizaron a lo ancho de la cubierta hasta el costado de estribor.

—¿Tiene un par de cuerdas? —preguntó Hooper—. Quiero asegurarla a la lancha.

Quint bajó y regresó con dos rollos de cuerda. Ataron uno a una estaquilla de atrás, otro a una del centro de la embarcación, y luego aseguraron los otros extremos a las barras de la parte superior de la jaula.

—De acuerdo —dijo Hooper—. Echémosla por la borda.

Alzaron la jaula, la inclinaron hacia atrás, y la empujaron sobre la borda. Se hundió hasta que las cuerdas la sostuvieron, a poca distancia bajo la superficie. Allí se quedó, subiendo y bajando suavemente al compás de las olas. Los tres hombres permanecieron en la borda, mirando al agua.

—¿Qué le hace pensar que esto lo atraerá a la superficie? —preguntó Brody.

—No he dicho que lo atraería a la superficie —aclaró Hooper—. He dicho que quizá esto lo haría salir. Me imagino que saldrá de las profundidades para darle una ojeada, para ver si es algo de comer o no.

—Eso no nos servirá para nada —intervino Quint—. No puedo pincharlo con el arpón si está a tres metros bajo el agua.

—Una vez que salga de su escondite —replicó Hooper, quizás salga a la superficie. No estamos afortunados con ninguna de las otras cosas que probamos.

Pero el pez no apareció. La jaula permaneció quieta en el agua, sin que nada la molestara.

—Otro calamar menos —dijo Quint, señalando hacia adelante—. Desde luego, está ahí. —Se inclinó sobre la borda y gritó—: ¡Maldito seas, tiburón! Sal a donde te pueda pegar un tiro.

Al cabo de quince minutos, Hooper exclamó:

—Oh, bueno. —Y se metió bajo cubierta. Reapareció momentos más tarde, llevando una cámara cinematográfica en un estuche, y lo que a Brody le parecía un bastón con una correa en un extremo.

—¿Qué está haciendo? —le preguntó Brody.

—Voy a bajar ahí. Quizá lo haga salir.

—Está usted totalmente loco. ¿Qué es lo que hará si sale?

—En primer lugar, voy a tratar de tomarle unos planos. Luego, intentaré matarlo.

—¿Con qué, si me permite preguntárselo?

—Con esto —Hooper alzó el palo.

—Muy bueno —dijo Quint con una risa burlona—. Si no sirve, puede probar a matarlo de risa, haciéndole cosquillas.

—¿Y qué es eso? —preguntó Brody.

—Algunas personas lo llaman palo explosivo. Otros cabeza de fuego. Básicamente, es un arma submarina —Tiró de ambos extremos del bastón, y se desmontó en dos piezas—. Aquí —dijo señalando una cámara en el punto en que se había abierto el bastón—, coloca uno un cartucho de escopeta de calibre doce. —Sacó un cartucho su bolsillo y lo metió en la cámara, luego, volvió a unir ambos extremos del bastón—. Después, cuando uno está lo bastante cerca del pez, se le da un golpe de punta, y se dispara el cartucho. Si el golpe está bien dado —el cerebro es el único lugar seguro—, uno lo mata.

—¿Incluso a un tiburón tan grande?

—Creo que sí. Si logro darle bien.

—¿Y si no lo logra? Supóngase que falla por un pelo.

—Eso es lo que me da miedo.

—También me lo daría a mí —intervino Quint—. No creo que me gustase tener a dos mil kilos de dinosaurio enfurecido tratando de comerme.

—No es eso lo que me preocupa —indicó Hooper—. Lo que me da miedo es que, si fallo, quizá lo haga huir. Probablemente descienda a las profundidades, y jamás sepamos si ha muerto o no.

—Hasta que se coma a alguien más —indicó Brody.

—Así es.

—Está usted totalmente loco —exclamó Quint.

—¿Lo estoy, Quint? No ha tenido usted mucho éxito con este pez. Podríamos permanecer aquí todo el mes, y seguiría comiendo sus cebos, justo debajo de nuestras narices.

—Ya saldrá —replicó Quint—. Se lo aseguro.

—Se morirá usted de viejo antes de que salga, Quint. Me parece que este pez le da un poco de miedo. No está jugando según las reglas.

Quint miró a Hooper y dijo con voz tranquila:

—¿Está usted tratando de explicarme mi profesión, muchacho?

—No. Pero estoy diciéndole que creo que este tiburón es más de lo que usted puede manejar.

—¿De verdad cree eso, muchacho? ¿Cree que puede hacerlo mejor que Quint?

—Llámelo como quiera. Creo que puedo matarlo.

—Muy bien, señorito, muy bien. Ahora tendrá su oportunidad.

—Vamos —intervino Brody—. No podemos dejar que se meta en esa cosa.

—¿De qué se queja usted? —le respondió Quint—. Por lo que he visto, lo mejor para usted sería que bajase ahí, y que jamás saliese. Al menos, así ya no podría seguir…

—¡Cierre la boca! —Las emociones de Brody estaban muy mezcladas. A una parte de él no le importaba que Hooper viviese o muriese… Incluso quizá disfrutase con la idea de la muerte de Hooper. Pero una venganza así sería hueca y, muy probablemente, inmerecida. ¿Podía realmente desear que muriese aquel hombre? No. Aún no.

—Adelante —le dijo Quint a Hooper—. Métase en eso.

—Ahora mismo. —Hooper se quitó la camisa, las zapatillas y los pantalones, y comenzó a ponerse el traje de neopreno por las piernas—. Cuando esté dentro —dijo metiendo con dificultad los brazos por las mangas de goma de la chaqueta—, quédense aquí y vigilen. Tal vez pueda usar el rifle si se acerca lo bastante a la superficie —Miró a Quint—. Y usted puede estar preparado con un arpón… si lo desea.

—Haré lo que crea oportuno —le contestó Quint—. Preocúpese por usted mismo.

Cuando estuvo vestido, Hooper colocó el regulador en el cuello de la botella de aire, apretando la palomita que lo mantenía sujeto, y abrió la válvula. Sorbió dos veces del interior de la botella para asegurarse de que salía aire.

—Ayúdeme a ponerme esto, ¿quiere? —le pidió a Brody.

Brody alzó la botella y la mantuvo en alto mientras Hooper metía sus brazos por los tirantes y se ataba una tercera correa alrededor de la cintura. Se colocó las gafas en la cabeza.

—Debería haber traído plomos —dijo Hooper.

—Debería haber traído un poco de sentido común —le replicó Quint.

Hooper metió su muñeca derecha por la correa situada al extremo del palo explosivo, tomó la cámara con su mano derecha y dijo:

—De acuerdo —caminó hasta la borda—. Si cada uno de ustedes toma una cuerda y tira, eso hará que la jaula suba a la superficie. Entonces, abriré la portezuela y me meteré por la parte superior. Luego, podrán soltar las cuerdas. Me quedaré colgado de ellas. No usaré los tanques de flotación a menos de que se rompa una de las cuerdas.

—O sea rota de un mordisco —comentó Quint.

Hooper miró a Quint y sonrió.

—Muchas gracias por haber pensado en eso.

Quint y Brody tiraron de las cuerdas, la jaula se alzó en el agua. Cuando la parte superior emergió, Hooper les dijo:

—De acuerdo, justo así —escupió en el cristal de las gafas, frotó la saliva por toda su superficie, y se las puso en la cara. Buscó el tubo del regulador, se puso la boquilla en la boca e inspiró. Luego, se inclinó sobre la borda, quitó el pasador de la portezuela y la abrió. Iba a arrodillarse en la cubierta, pero se detuvo. Se sacó la boquilla y dijo:

—Me olvidaba de algo —su nariz estaba metida dentro de las gafas, por lo que su voz sonaba gruesa y nasal. Caminó a lo ancho de la cubierta y tomó sus pantalones. Buscó en los bolsillos hasta que encontró lo que buscaba. Abrió la cremallera de su traje de bucear.

—¿Qué es eso? —le preguntó Brody.

Hooper alzó un diente de tiburón montado en plata. Era un duplicado del que le había regalado a Ellen. Lo dejó caer en el interior de su traje, y cerró la cremallera de la chaqueta. «Nunca se es lo bastante precavido», dijo sonriendo. Cruzó de nuevo la cubierta, se metió la boquilla en la boca, y se arrodilló en la borda. Dio una última inspiración y se zambulló en el agua a través de la portezuela abierta. Brody lo contempló irse, preguntándose si realmente deseaba saber la verdad acerca de Hooper y Ellen.

Hooper se detuvo antes de golpear el fondo de la jaula. Se revolvió sobre sí mismo, y se irguió. Tendió la mano hacia la portezuela y tiró de ella, cerrándola. Luego miró hacia Brody, juntó sus dedos índice y pulgar de la mano izquierda en el signo que indicaba que todo iba bien, y se agachó.

—Creo que ya lo podemos bajar —dijo Brody. Soltaron las cuerdas y dejaron que la jaula descendiese hasta que la portezuela se halló a más de un metro bajo la superficie.

—Traiga la carabina —dijo Quint—. Está en el armario de abajo. Ya está cargada.

Se subió al montante y alzó el arpón sobre su hombro.

Brody fue bajo cubierta, encontró la carabina y se apresuró a subir de nuevo. Abrió el cerrojo y metió un cartucho en la recámara.

—¿Cuánto aire tiene? —preguntó.

—No lo sé —le respondió Quint—. Pero, tenga el que tenga, dudo que viva para respirarlo todo.

—Quizá tenga razón. Pero usted mismo dijo que uno nunca sabe lo que harán esos peces.

—Ah, pero éste es diferente. Esto es como meter la mano en el fuego y esperar no quemarse. Una persona sensata no hace estas cosas.

Abajo, Hooper esperó hasta que se hubo disipado el burbujeo de su descenso. Había agua dentro de sus gafas, así que echó la cabeza hacia atrás y sopló aire por la nariz hasta que hubo expulsado el agua. Se sentía sereno. Era aquella gran sensación de libertad y tranquilidad que siempre sentía cuando buceaba. Estaba solo en el silencio azul moteado con rayos de luz solar que danzaban a través del agua. Los únicos ruidos eran los que él producía al respirar; un profundo y hueco sonido cuando inspiraba, un suave gorgoteo de burbujas cuando exhalaba. Contuvo la respiración, y el silencio fue completo. Sin plomos flotaba demasiado, y tenía que aferrarse a las barras para evitar que su botella golpease contra la parte superior de la jaula. Se volvió y miró hacia arriba, al casco de la lancha, una masa gris situada sobre él, cabeceando suavemente. Al principio, la jaula le molestaba. Le confinaba, le restringía, le impedía disfrutar de la gracilidad de los movimientos submarinos. Pero, cuando recordó por qué estaba allí, aceptó la situación.

Buscó al tiburón. Sabía que no estaría quieto bajo la lancha, como Quint había pensado. No podía quedarse quieto en parte alguna, no podía descansar o inmovilizarse. Tenía que moverse para sobrevivir.

A pesar de la brillante luz del sol, la visibilidad en las turbias aguas no era muy buena: no se veía a más de doce metros. Hooper giró lentamente alrededor, tratando de atravesar la frontera de la oscuridad y captar cualquier destello de color o movimiento. Miró bajo la lancha, donde el agua pasaba de azul a gris y a negro. Nada. Miró su reloj calculando que, si controlaba con método su respiración, podría permanecer abajo durante al menos media hora más.

Llevado por la corriente, uno de los pequeños calamares blancos se deslizó por entre las barras de la jaula y, retenido por el sedal, revoloteó frente al rostro de Hooper. Éste lo empujó fuera de la jaula.

Miró hacia abajo, comenzó a apartar la vista, y luego volvió de nuevo a mirar hacia allí. Alzándose del azul oscuro, lenta y suavemente, se veía al tiburón. Subía sin aparente esfuerzo, un ángel mortífero flotando hacia una cita predestinada.

Hooper miró, hechizado, sintiéndose impelido a huir, pero incapacitado de moverse. A medida que el pez llegaba más cerca, se maravilló por sus colores: los tonos marrón grisáceo mate que se veían en la superficie habían desaparecido. La parte superior del inmenso cuerpo era de un color gris ferroso fuerte, que se convertía en azul donde le tocaban los rayos del sol. Bajo la línea lateral, todo era de un blanco cremoso y fantasmal.

Hooper deseaba alzar la cámara, pero su brazo no quería obedecerle. Dentro de un minuto, se dijo a sí mismo. Dentro de un minuto.

El pez se acercó más, silencioso como una sombra, y Hooper se echó hacia atrás. La cabeza estaba tan sólo a unos pocos centímetros de la jaula cuando el pez se volvió y comenzó a pasar frente a la cara de Hooper… casualmente, como si mostrase orgullosamente su masa y poder incalculables. El morro pasó primero, luego las fauces, abiertas y sonrientes, armadas con hilera tras hilera de triángulos en sierra. Y luego el ojo negro y sin fondo, aparentemente clavado en él. Las agallas se agitaban: heridas que no sangraban en la piel acerada.

Tentativamente, Hooper sacó una mano a través de los barrotes y tocó el costado del pez. Lo notó frío y duro, no pegajoso, sino liso como el vinilo. Dejó que las yemas de sus dedos acariciasen la piel: más allá de las aletas pectorales, la aleta pélvica, los gruesos y firmes protectores genitales… hasta que finalmente (el tiburón no parecía acabar jamás) fueron apartadas de un golpe por la batiente cola.

El tiburón continuó alejándose de la jaula. Hooper oyó débiles sonidos como de botellas que se abrían, y vio tres rectas estelas de irritadas burbujas que llegaban aceleradas desde la superficie para luego disminuir en velocidad y detenerse, muy por encima del pez. Balas. Aún no, se dijo. Un pase más para la cámara. El tiburón comenzó al girar, inclinándose sobre sí mismo, con sus aletas pectorales sirviéndole de alerones.

—¿Qué infiernos hace Hooper ahí abajo? —exclamó Brody—. ¿Por qué no le golpea con el bastón?

Quint no contestó, permaneció en el montante, con el arpón agarrado en la mano, atisbando dentro del agua.

—Ven, pez —dijo—. Ven a Quint.

—¿Lo ve? —le preguntó Brody—. ¿Qué hace?

—Nada. Al menos, aún no.

El tiburón se había movido hasta el límite de la visión de Hooper: una mancha gris plateada espectral que describía un lento círculo. Hooper alzó la cámara y apretó el disparador. Sabía que el film no valdría para nada a menos de que el pez se le acercase una vez más, pero deseaba captar a la bestia cuando surgiera de la oscuridad.

A través del visor vio cómo el tiburón giraba hacia él. Se movía de prisa, con la cola golpeando vigorosamente, y la boca abriéndose y cerrándose, como si estuviera respirando. Hooper alzó la mano derecha para cambiar el enfoque. Acuérdate de cambiarlo de nuevo, se dijo a sí mismo, cuando gire.

Pero el pez no giró. Un estremecimiento le corrió el cuerpo cuando vio que se abalanzaba contra la jaula. La golpeó de frente, introduciendo el morro entre dos barrotes y separándolos. La punta del morro golpeó a Hooper en el pecho y lo lanzó hacia atrás. La cámara se le escapó de las manos y la boquilla de la boca. El tiburón se puso de costado, y la batiente cola introdujo aún más el enorme cuerpo dentro de la jaula. Hooper tanteó la boquilla, pero no pudo hallarla. Tenía el pecho convulso por la necesidad de aire.

—¡Está atacando! —aulló Brody. Agarró una de las cuerdas de sujeción y tiró, tratando desesperadamente de alzar la jaula.

—¡Dios maldiga tu jodida alma! —gritó Quint.

—¡Láncelo! ¡Láncelo!

—¡No puedo lanzarlo! ¡Tiene que estar en la superficie! ¡Sube, diablo! ¡Carajo!

El pez se deslizó hacia atrás, saliendo de la jaula y giró hacia la derecha en un cerrado círculo; Hooper tanteó tras su cabeza, halló el tubo del regulador y lo siguió con la mano hasta encontrar la boquilla. Se la metió en la boca y, olvidando exhalar primero, sorbió aire. Tragó agua, y se atragantó y ahogó hasta que al fin la boquilla quedó vacía y logró inspirar una bocanada agónica. Fue entonces cuando vio la gran abertura en los barrotes y la gigantesca cabeza abalanzándose a través de ella. Alzó las manos, tratando de aferrar la portezuela de escape.

El tiburón se lanzó como un ariete a través del espacio entre las barras, doblándolas hacia los lados aún más con cada golpe de su cola. Hooper, aplastado contra la parte de atrás de la jaula, vio cómo la boca se tendía, tratando de alcanzarlo. Recordó el bastón explosivo, y trató de bajar la mano derecha para agarrarlo. El tiburón dio un nuevo empellón, y Hooper vio con el terror del momento final que la boca iba a alcanzarle.

Las fauces se cerraron alrededor de su torso. Hooper notó un dolor increíble, como si le aplastasen los intestinos. Golpeó con el puño el ojo negro. El pez mordió, y la última cosa que Hooper vio antes de morir fue cómo el ojo lo contemplaba a través de una nube de su propia sangre.

—¡Lo ha atrapado! —gritó Brody—. ¡Haga algo!

—Ese hombre está muerto —afirmó Quint.

—¿Cómo lo sabe? Quizá podamos salvarlo.

—Está muerto.

Llevando a Hooper en la boca, el pez se echó hacia atrás, saliendo de la jaula. Se hundió un poco, masticando, tragando las vísceras que estaban apelotonadas en su gaznate. Luego, se estremeció y se abalanzó con un golpe de su cola, impulsándose hacia arriba.

—¡Está subiendo! —exclamó Brody.

—¡Agarre la carabina! —Quint echó hacia atrás su mano, preparándose para lanzar.

El tiburón salió a la superficie a cinco metros de la lancha, emergiendo entre un chorro de espuma. El cadáver de Hooper surgía de ambos lados de la boca, con su cabeza y brazos colgando inertes de un lado, y las rodillas, pantorrillas y pies del otro.

En los pocos segundos en los que el pez estuvo fuera del agua, Brody creyó ver los ojos muertos y vidriados de Hooper mirándole a través de las gafas. El ojo negro del pez giró hacia arriba hasta que desapareció bajo una protección blanca de carne. Como mostrando su triunfo y desprecio, el tiburón colgó suspendido, por un instante, retando su venganza.

Simultáneamente, Brody tomó la carabina y Quint lanzó el arpón. El blanco era grande, toda una extensión de blanca panza, y la distancia no era demasiada para un buen lanzamiento sobre el agua. Pero, en el mismo instante que Quint soltaba el arpón, el pez comenzó a deslizarse hacia abajo, y el hierro pasó demasiado alto.

Durante otro instante, el tiburón permaneció en la superficie, con su cabeza fuera del agua y Hooper colgando de su boca.

—¡Dispare! —aulló Quint—. ¡Por Cristo, dispare!

Brody disparó sin apuntar. Los dos primeros disparos dieron en el agua, frente al pez. El tercero, para horror de Brody, alcanzó a Hooper en la garganta.

—¡Venga, déme ese maldito trasto! —dijo Quint, arrancándole la carabina a Brody. En un solo y rápido movimiento alzó el arma hasta su hombro e hizo dos disparos. Pero el pez, con una última y perdida mirada, había comenzado ya a hundirse bajo la superficie. Las balas salpicaron inofensivamente en el torbellino que ocupaba el lugar donde había estado antes la cabeza.

Era como si el tiburón jamás hubiera estado allí. No había ruido alguno, excepto el susurro de la brisa. Desde la superficie, la jaula parecía indemne. El mar estaba tranquilo. La única diferencia era que Hooper había desaparecido.

—¿Qué hacemos ahora? —gimió Brody—. ¿Qué, en el nombre de Dios, podemos hacer ahora? Ya no nos queda nada. Podríamos volvernos a casa.

—Volveremos —aceptó Quint—. Pero no aún.

—¿No aún? ¿Qué quiere usted decir? No podemos hacer nada. Este tiburón es demasiado para nosotros. No es real. No es natural.

—¿Está usted derrotado?

—Estoy derrotado. Lo único que podemos hacer es esperar hasta que Dios, la Naturaleza o quienquiera que nos esté haciendo esta jugarreta, decida que ya hemos sufrido bastante. Esto ya queda fuera del poder humano.

—No opino así —exclamó Quint—. Voy a matar a ese bicho.

—No estoy seguro de poder conseguir más dinero después de lo que ha sucedido hoy.

—Quédese con su dinero. Esto ya no es cuestión de dinero.

—¿Qué quiere decir? —Brody miró a Quint, que estaba en pie a popa, observando el lugar en el que había estado la cabeza del pez, como si esperase que en cualquier momento fuera a reaparecer, sujetando entre sus fauces el cuerpo hecho pedazos. Atisbó el mar, deseando otro enfrentamiento.

—Voy a matar a ese pez —le repitió Quint a Brody—. Venga si quiere. Quédese en su casa si así lo desea. Pero yo voy a matar a ese pez.

Mientras Quint hablaba, Brody le miró a los ojos. Parecían tan negros y sin fondo como el ojo del tiburón.

—Vendré —le contestó Brody—. Me parece que no tengo elección.

—No —aceptó Quint—. No tenemos elección.

Sacó su cuchillo de la funda y se lo entregó a Brody.

—Tenga. Corte las amarras de esa jaula y larguémonos de aquí.

Cuando la lancha estuvo amarrada en el muelle, Brody caminó hacia su coche. Al extremo del muelle había una cabina telefónica, y se detuvo junto a ella, empujado por su anterior resolución de llamar a Daisy Wicker. Pero contuvo su impulso y fue hasta su coche. ¿De qué serviría eso?, pensó. Si hubo algo, ya se acabó.

Sin embargo, mientras conducía en dirección hacia Amity, Brody se preguntó cuál habría sido la reacción de Ellen cuando la hubiera llamado la Guardia Costera dándole la noticia de la muerte de Hooper. Quint había hablado por radio con la Guardia Costera antes de regresar, y Brody le había pedido al oficial de guardia que telefonease a Ellen y le dijese que, al menos él, estaba bien.

Cuando Brody llegó a casa, Ellen había dejado de llorar hacía bastante rato. Había llorado mecánica e irritadamente, no doliéndole tanto la muerte de Hooper como la impotencia y amargura de que hubiera muerto otra persona. Se había sentido más triste por la desintegración de Larry Vaughan de lo que se sentía ahora, pues Vaughan había sido un buen e íntimo amigo. Hooper había sido un «amante» sólo en el sentido menos profundo de la palabra. Ella no lo había amado. Lo había utilizado, y aunque estaba agradecida por lo que le había dado, no sentía ninguna obligación hacia él. Naturalmente, lamentaba que estuviese muerto, del mismo modo que hubiera lamentado oír que su hermano, David, había fallecido. En su mente, ambos eran ahora reliquias de su lejano pasado.

Oyó el coche de Brody entrar por el sendero, y abrió la puerta trasera. Dios mío, parece como si le hubieran dando una paliza, pensó mientras lo veía caminar hacia la casa. Tenía los ojos enrojecidos y hundidos, y parecía andar algo encorvado. Lo besó frente a la puerta y le dijo:

—Me parece que te sentaría bien un trago.

—Desde luego —entró en la sala de estar y se dejó caer en un sillón.

—¿Qué te gustaría tomar?

—Cualquier cosa. Mientras sea fuerte.

Entró en la cocina, llenó un vaso con porciones iguales de vodka y jugo de naranja, y se lo llevó. Se sentó en el brazo de su sillón y le pasó la mano por la cabeza. Sonrió y le dijo:

—Aquí está ese sitio donde no tienes cabello. Hacía tanto que no te tocaba este punto, que me había olvidado de que lo tenías.

—Me sorprende que me quede aún algo de cabello. Dios, jamás seré tan viejo como me siento hoy.

—Me lo imagino. Bueno, todo ha terminado ya.

—Me gustaría que fuera así —dijo Brody—. Realmente me gustaría.

—¿Qué quieres decir? Todo ha terminado, ¿no? Ya no puedes hacer nada más.

—Salimos mañana. A las seis.

—Bromeas.

—Ojalá.

—¿Por qué? —Ellen estaba anonadada—. ¿Qué creéis poder hacer?

—Atrapar al tiburón. Y matarlo.

—¿Realmente crees eso?

—No estoy seguro. Pero Quint sí lo cree. ¡Dios, cómo lo cree!

—Entonces, deja que vaya él. Deja que lo maten.

—No puedo.

—¿Por qué no?

—Es tarea mía.

—¡No es tarea tuya! —estaba furiosa y atemorizada, y en sus ojos comenzaron a agolparse las lágrimas.

Brody pensó por un instante y admitió:

—No, tienes razón.

—Entonces, ¿por qué?

—No creo poder explicártelo. Ni creo saberlo.

—¿Estás tratando de probar algo?

—Quizá. No lo sé. No pensaba así antes. Después de que Hooper muriese, estaba dispuesto a abandonar.

—¿Qué es lo que te hizo cambiar de idea?

—Supongo que Quint.

—¿Quieres decir que dejas que te diga lo que tienes que hacer?

—No. No me dijo nada. Es un sentimiento. No puedo explicarlo. Pero abandonar no es una respuesta adecuada. No se consigue nada con ello.

—¿Y por qué es tan importante conseguir algo?

—Supongo que por distintas razones. Quint piensa que si no mata al tiburón, estará equivocado todo aquello en lo que cree.

—¿Y tú?

Brody trató de sonreír.

—Yo, supongo, que porque no soy más que un estúpido policía.

—¡No bromees conmigo! —gritó Ellen, y las lágrimas brotaron de sus ojos—. ¿Qué hay de mí y de los niños? ¿Es que quieres morir?

—No, Dios, no. Es que…

—Crees que todo es culpa tuya. Crees ser el único responsable.

—¿Responsable de qué?

—De la muerte de aquel niño y del viejo. Piensas que matar al tiburón compensará las otras muertes. Deseas vengarte.

Brody suspiró.

—Quizá sí. No sé. Creo… Pienso que la única forma en que este pueblo puede voler a vivir es matando a esa bestia.

—Y tú estás dispuesto a morir tratando de…

—¡No seas tonta! No estoy dispuesto a morir. Ni siquiera estoy dispuesto, si esa es la palabra que quieres usar, a subir a esa maldita lancha. ¿Te crees que me gusta salir en ella? Estoy tan aterrado cada minuto que paso en alta mar, que me entran ganas de vomitar.

—Entonces, ¿para qué vas? —estaba suplicándole, mendigándole—. ¿No puedes nunca pensar en nadie más que en ti?

Brody se quedó muy asombrado ante esta sugerencia de egoísmo. Jamás se le hubiera ocurrido pensar que estaba siendo egoísta, cumpliendo con una necesidad personal de expiación.

—Te amo —le dijo—. Ya lo sabes… Pase lo que pase.

—Seguro que sí —comentó ella amargamente—. Oh, seguro que sí.

Cenaron en silencio. Cuando hubieron terminado, Ellen recogió los platos, los lavó y subió al piso de arriba.

Brody recorrió la sala de estar, apagando las luces. Justo cuando tendía la mano para apagar la luz del recibidor, oyó un golpe en la puerta delantera. La abrió, y vio a Meadows.

—Hola, Harry —exclamó—. Entra.

—No —le contestó Meadows—. Es demasiado tarde. Sólo quería entregarte esto.

Le dio a Brody un sobre marrón.

—¿Qué es?

—Ábrelo y verás. Te hablaré mañana. —Meadows se dio la vuelta y caminó por el sendero hasta la esquina, a donde tenía detenido su coche, con el motor y las luces encendidas.

Brody cerró la puerta y abrió el sobre. Dentro estaba una prueba de las galeradas de la página editorial del Leader del siguiente día. Los dos primeros editoriales habían sido rodeados con una línea de lápiz rojo. Leyó:

UNA NOTA DE CONDOLENCIA…

En las pasadas tres semanas, Amity ha sufrido una horrible tragedia tras otra. Sus ciudadanos y sus amigos han sido atacados por una salvaje amenaza que nadie puede explicar.

Ayer, otra vida humana fue truncada por el Tiburón Gigante Blanco. Matt Hooper, el joven oceanógrafo de Woods Hoole resultó muerto mientras trataba, él solo, de matar a la bestia.

Se puede discutir la sensatez del atrevido intento del señor Hooper, pero, llámesele valeroso o inconsciente, no cabe duda alguna sobre el motivo que le llevó a realizar su fatal misión. Estaba tratando de ayudar a Amity, gastando su propio tiempo y dinero en un esfuerzo por devolver la paz a esta desesperada comunidad.

Era un amigo, y dio su vida para que nosotros, sus amigos, pudiéramos sobrevivir.

… Y UN VOTO DE AGRADECIMIENTO

Desde que el tiburón asesino llegó a Amity, un hombre ha pasado cada uno de los minutos de vigilia tratando de proteger a sus conciudadanos. Ese hombre es el Jefe de la Policía, Martin Brody.

Tras el primer ataque, el Jefe Brody deseó informar al público del peligro y cerrar las playas. Pero un coro de voces menos prudentes, incluida la del director de este periódico, le dijeron que se equivocaba. No prestes atención al riesgo, dijimos, y desaparecerá. Fuimos nosotros los que nos equivocábamos.

Algunas personas en Amity tardaron en aprender la lección. Cuando, tras repetidos ataques, el Jefe Brody insistió en mantener cerradas las playas, fue vilipendiado y amenazado. Algunos de sus más activos críticos eran hombres motivados no por su espíritu cívico, sino por su codicia personal. El Jefe Brody persistió, y, de nuevo, resultó tener razón.

Ahora, el Jefe Brody está arriesgando su vida en la misma tarea que le costó la suya a Matt Hooper. Todos debemos ofrecer nuestras plegarias por su regreso sano y salvo… y nuestro agradecimiento por su extraordinaria fortaleza moral e integridad.

Brody dijo en voz alta:

—Gracias a ti, Harry.

Hacia medianoche, el viento comenzó a soplar con fuerza desde el noreste, silbando a través de las persianas y trayendo pronto una copiosa lluvia que salpicó el suelo del dormitorio. Brody se alzó de la cama y cerró la ventana. Trató de volver a dormirse, pero su mente rehusaba descansar. Se levantó de nuevo, se puso el batín, bajó a la sala de estar, y encendió la televisión. Fue cambiando de canal hasta que encontró una película: Fin de semana en el Waldorf, con Fred Astaire y Ginger Rogers. Entonces, se sentó en un sillón y pronto cayó en una intranquila somnolencia.

Se despertó hacia las cinco, a causa del sonido de la televisión. Apagó el aparato, y escuchó el viento. Había moderado su fuerza y parecía llegar de otra dirección, pero aún traía lluvia.

Debatió consigo mismo sobre si llamar a Quint, pero pensó: no, no vale la pena, iremos aunque esto se convierta en un huracán. Subió al dormitorio y se vistió en silencio. Antes de salir de la habitación, miró a Ellen que tenía fruncido el ceño en su rostro dormido.

—Te amo, ¿sabes? —susurró, y le besó en la frente. Comenzó a bajar las escaleras y entonces, impulsivamente, subió de nuevo y miró al interior de los dormitorios de los chicos. Todos ellos estaban dormidos.