Doce

EL segundo día de la persecución fue tan de calma chicha como el primero. Cuando salieron del muelle a las seis de la mañana, soplaba una suave brisa del suroeste, que prometía refrescar el día. El paso frente a la punta de Montauk fue agitado, pero hacia las diez la brisa había muerto, y la embarcación estaba inmóvil en el mar cristalino, como un vaso de papel en un charco. No había nubes, pero el sol era amortiguado por una espesa neblina Mientras iba hacia el muelle, Brody escuchó por la radio que la polución en la ciudad de Nueva York había alcanzado un estado crítico… algo acerca de una inversión del aire. La gente estaba cayendo enferma, y aquéllos que ya estaban malos, o eran muy viejos, morían en algunos casos.

Aquel día, Brody se había vestido más sensatamente. Llevaba una camisa blanca de manga corta y cuello alto, pantalones finos de algodón, calcetines blancos y zapatillas. Se había llevado un libro para pasar el tiempo, una novela policíaca sexy que le había prestado Hendricks y cuyo título era La virgen mortífera.

Brody no quería tener que pasar el rato conversando, pues la conversación podría llevar a una repetición de la escena de ayer con Hooper. Le había molestado mucho, y creía que también a Hooper. Hoy, apenas si se hablaron el uno al otro, dirigiendo la mayor parte de sus comentarios a Quint. Brody no se fiaba mucho de sus posibilidades de mostrarse educado con Hooper.

Había observado que, por la mañana, Quint estaba en silencio: cerrado en sí mismo y reservado. Había que arrancarle las palabras. Pero, a medida que pasaba el día, iba tomando confianza y se tornaba más y más locuaz. Por ejemplo, mientras salían del muelle aquella mañana, Brody le había preguntado a Quint cómo sabía qué lugar elegir para esperar al pez.

—No —le había respondido Quint.

—¿No lo sabe?

Quint movió su cabeza de izquierda a derecha, y luego al revés.

—Entonces, ¿cómo escoge un lugar?

—Escojo uno.

—¿Y qué es lo que busca en él?

—Nada.

—¿No se guía por la marea?

—Bueno, sí.

—¿Importa si el agua es profunda o no?

—Algo.

—¿Hasta qué punto?

Por un instante, Brody pensó que Quint iba a rehusar contestarle. Miraba directamente frente a él, con la vista clavada en el horizonte. Luego dijo, como si efectuara un esfuerzo supremo:

—Los peces grandes como ése probablemente no se metan en aguas poco profundas. Pero uno nunca sabe.

Brody se dio cuenta de que debía abandonar la conversación, y dejar a Quint en paz, pero estaba interesado, así que le hizo otra pregunta:

—Si encontramos a ese pez, o él nos encuentra a nosotros, habremos tenido mucha suerte, ¿no?

—Algo así.

—Es como hallar una aguja en un pajar.

—No tanto.

—¿Por qué no?

—Si la marea va bien, podemos hacer una mancha que se extienda quince kilómetros o más al final del día.

—¿No hubiera sido mejor si hubiéramos pasado la noche por aquí?

—¿Para qué? —respondió Quint.

—Para seguir haciendo la mancha. Si la podemos extender quince kilómetros en un día, podríamos llegar hasta más de treinta quedándonos toda la noche.

—Si la mancha se hace muy grande, no sirve de nada.

—¿Por qué?

—Se hace confusa. Si uno se quedase aquí todo un mes podría cubrir entero el maldito océano. Eso no tendría mucho sentido.

Quint sonrió, aparentemente ante la idea de una mancha de cebo cubriendo todo el océano.

Brody lo dejó correr, y se puso a leer La virgen mortífera. Hacia el mediodía, Quint se había abierto. Los sedales llevaban en la mancha más de cuatro horas. Aunque nadie le había asignado específicamente aquella tarea, Hooper había tomado el cazo de la carnaza tan pronto como empezaron a derivar, y ahora estaba sentado a popa, metiéndolo y vertiendo su contenido metódicamente. Hacia las diez, un pez había picado en el sedal de estribor, causando algunos segundos de excitación. Pero resultó ser un bonito de dos kilos que apenas si podía abrir la boca lo bastante como para tragarse el anzuelo. A las diez y media, un pequeño tiburón azul picó en el sedal de babor. Brody lo acercó recogiendo hilo, Quint lo engarfió, le abrió la barriga y lo soltó. El tiburón mordisqueó débilmente algunos trozos de sí mismo, y luego se hundió en las profundidades. No aparecieron otros tiburones a comérselo.

Un poco después de las once, Quint divisó la aserrada aleta dorsal de un pez espada acercándose a ellos por entre la mancha. Esperaron en silencio, suplicando al pez que mordiese el anzuelo, pero ignoró ambos calamares y pasó sin rumbo a sesenta metros de la popa. Quint dio unos tirones a uno de los cebos, sacudiendo el sedal para hacer que el calamar se moviese y pareciese vivo… pero el pez espada no se mostró impresionado. Finalmente, Quint decidió arponearlo. Puso en marcha el motor, le dijo a Brody y Hooper que recogiesen los sedales, y condujo la lancha en un amplio círculo. Ya estaba preparado uno de los arpones, y sobre cubierta se veía el barril correspondiente. Quint explicó el método de ataque: Hooper guiaría la lancha. Quint se colocaría en la plataforma de proa, aguantando el arpón sobre su hombro derecho. Cuando se acercase al pez, Quint apuntaría con el arpón hacia la izquierda o a la derecha, dependiendo de la dirección en que quisiese que girase la embarcación. Hooper la haría girar hasta que el arpón estuviese de nuevo apuntado recto hacia adelante. Era como seguir la aguja de un compás. Si todo iba bien, podrían acercarse al pez y Quint lanzaría el arpón, a una distancia de unos tres metros y medio, casi verticalmente. Brody estaría junto al barril, asegurándose de que el cable salía bien mientras el pez se hundía en las aguas.

Todo fue bien hasta el último momento. Marchando lentamente, con el ruido del motor apenas un murmullo, la embarcación se acercó al pez, que estaba descansando en la superficie. La lancha tenía un timón muy sensible, y Hooper podía seguir con precisión las órdenes de Quint. Pero entonces, de alguna forma, el pez notó la presencia de la lancha. Justo cuando Quint alzaba el brazo para lanzar el hierro, el pez se abalanzó hacia delante, alzó la cola y se hundió en las profundidades. Quint hizo el lanzamiento, gritando: «¡Carajo!», y falló por un par de metros.

Momentos después volvían a estar de nuevo al borde de la mancha.

—Me preguntó usted ayer si teníamos muchos días como éste —le dijo Quint a Brody—. No sucede muy a menudo que haya dos seguidos. Ya deberíamos haber encontrado al menos un montón de tiburones azules.

—¿Es por el tiempo?

—Podría ser. Al menos a la gente la pone de bastante mal humor. Tal vez también a los peces.

Comieron sandwiches y cerveza, y, cuando hubieron terminado, Quint comprobó su carabina para ver si estaba cargada. Luego, se metió en el camarote y regresó con un aparato que Brody jamás había visto.

—¿Tiene aún su lata de cerveza? —preguntó Quint.

—Por supuesto —le respondió Brody—. ¿Para qué la quiere?

—Ya lo verá —el aparato parecía una granada de las de mango: un cilindro metálico con un mango de madera en el extremo. Quint metió la lata de cerveza en el cilindro, lo giró hasta que se oyó un click y sacó un cartucho de Bruco calibre 22 del bolsillo de su camisa. Metió el cartucho en un pequeño agujero en la base del cilindro, y luego giró el mango hasta que se oyó otro click. Entregó el artefacto a Brody—. ¿Ve esta palanquita de aquí? —indicó, señalando la parte superior del mango—. Apunte este trasto al cielo, y cuando se lo diga apriete esa palanca.

Quint tomó la M-1, sacó el seguro, se llevó la carabina hombro y dijo:

—Ahora.

Brody apretó la palanquita. Se oyó una detonación alta y fuerte, hubo un leve retroceso, y la lata de cerveza salió disparada hacia lo alto. Giraba sobre sí misma, y a la brillante luz del sol lanzaba destellos como un fuego de artificio. En lo alto de su trayectoria, en el instante en que quedó colgada en el aire, Quint disparó. Apuntó bajo, para alcanzar la lata mientras comenzaba a caer, y le dio en la parte inferior. Se oyó un fuerte bang y la lata fue lanzada hacia atrás, hasta llegar al agua. No se hundió inmediatamente, sino que flotó oblicuamente, cabeceando en la superficie.

—¿Quiere probar? —ofreció Quint.

—Ya lo creo —dijo Brody.

—Recuerde que debe tratar de apuntar a la lata justo en el momento en que llega arriba y luego seguirla un poco adelantado. Si trata de darle mientras sube o mientras baja, tendrá que adelantarse mucho, y es bastante difícil. Si falla, baje un poco más, adelántela de nuevo y pruebe otra vez.

Brody cambió el lanzador por la M-1 y se situó junto a la borda. Tan pronto como Quint hubo vuelto a cargar el lanzador, Brody le gritó:

—¡Ahora! —y Quint lanzó la lata. Brody disparó una vez. Nada. Lo intentó de nuevo en la parte superior de arco. Nada. Y se adelantó demasiado mientras caía—. Muchacho, no es difícil ni nada.

—Cuesta un poco acostumbrarse —le explicó Quint—. Mire a ver si le puede dar ahora.

La lata flotaba vertical en las tranquilas aguas, a quince o veinte metros de la lancha. La mitad quedaba expuesta sobre la superficie. Brody apuntó, esta vez conscientemente un poco bajo y tiró del gatillo. Hubo un plop metalico cuando la bala golpeó la lata en la línea de flotación. Se hundió.

—¿Hooper? —preguntó Quint—. Aún queda una lata, y siempre podemos beber más cerveza.

—No, gracias —negó Hooper.

—¿Cuál es el problema?

—Ninguno. Simplemente, no quiero disparar.

Quint sonrió.

—¿Le preocupan las latas en el mar? Desde luego, estamos tirando mucho latón al océano. Probablemente, se oxida y se hunde hasta el fondo, ensuciándolo todo allá abajo.

—No es eso —contestó Hooper, teniendo mucho cuidado en no picar en el anzuelo de Quint—. No pasa nada. Simplemente, no tengo ganas.

—¿Tiene miedo a las armas?

—¿Miedo? No.

—¿Alguna vez ha disparado con una?

Brody se sentía fascinado al ver cómo Quint presionaba, y cómo Hooper sufría, pero no sabía por qué lo estaba haciendo Quint. Tal vez se pusiese de mal humor cuando estaba aburrido y no pescaba nada.

Hooper tampoco sabía por qué lo estaba haciendo Quint, pero no le gustaba. Le parecía como si se estuviera preparando para darle un puñetazo.

—Naturalmente —contestó—. He disparado antes.

—¿Dónde? ¿En el servicio?

—No. Yo…

—¿Hizo el servicio?

—No.

—Ya me parecía a mí.

—¿Qué diablos pretende insinuar con todo eso, Quint?

—Diablos, apostaría a que incluso es usted virgen.

Brody miró al rostro de Hooper para ver qué respondía, y durante un instante sorprendió a Hooper mirándole a él.

Luego, Hooper apartó la vista, y su rostro comenzó a enrojecer.

—¿Qué es lo que quiere, Quint? —preguntó—. ¿A dónde quiere llegar?

Quint se recostó en su silla y sonrió.

—No quiero nada —explicó—. Sólo estoy intentado llevar a cabo una pequeña conversación amistosa, para pasar el tiempo. ¿Le importaría darme su lata de cerveza cuando haya terminado? Quizá a Brody le guste probar otra vez.

—No, no me importará —le contestó Hooper—. Pero no me moleste más, ¿quiere?

Durante la hora siguiente, permanecieron en silencio, Brody dormitaba en la silla de pescar, con un sombrero cubriéndole la cara, para protegerla del sol. Hooper estaba sentado a popa, echando carnaza y agitando ocasionalmente la cabeza para mantenerse despierto. Y Quint se hallaba sentado en el puente, contemplando la mancha y con su gorra del cuerpo de Infantería de Marina echada hacia atrás.

Repentinamente, Quint dijo con una voz suave, átona, como sin darle importancia:

—Tenemos un visitante.

Brody se despertó con un sobresalto. Hooper se puso en pie. El sedal de estribor estaba desenrollándose, con suavidad y muy de prisa.

—Tome la caña —indicó Quint. Se quitó la gorra y la dejó caer sobre el banco.

Brody tomó la caña del soporte, la colocó entre sus piernas y la sujetó fuerte.

—Cuando se lo diga —le explicó Quint—, ponga ese freno y déle un buen golpe.

El sedal dejó de correr. Quint exclamó:

—Espere. Está volviendo. Empezará de nuevo. No debemos hacerlo ahora o romperá el anzuelo.

Pero el sedal yacía muerto en el agua flojo y sin moverse. Tras algunos instantes, Quint exclamó:

—¡Maldita sea! Recójalo.

Brody fue enrollando el sedal. Salía con facilidad, demasiada facilidad. No había ni quiera la débil resistencia del cebo.

—Aguante el sedal con un par de dedos o se enmarañará —le aconsejó Quint—. Fuera lo que fuese, se nos ha llevado el cebo limpiamente. Debe de haber cortado el sedal.

El extremo salió del agua y colgó de la punta de la caña. No había ni anzuelo ni cebo, ni sedal de unión. El alambre había sido cortado limpiamente. Quint bajó del puente y lo miró. Palpó el extremo, hizo correr las yemas de sus dedos sobre los bordes del corte, y miró hacia la mancha.

—Creo que acabamos de encontrarnos con su amigo —dijo.

—¿Cómo? —se sobresaltó Brody.

Hooper se acercó de un salto y dijo excitado:

—Debe de estar usted bromeando. Sería demasiado maravilloso.

—Es sólo una suposición —explicó Quint—. Pero apostaría cualquier cosa a que tengo razón. Este alambre ha sido cortado de un mordisco. De una sola vez. Sin dudas, No hay más marcas en él. Probablemente, el pez ni supo que lo tenía en la boca. Simplemente se tragó el cebo, cerró la boca, y ya está.

—Entonces, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Brody.

—Esperamos a ver si pica en el otro, o si sale a la superficie.

—¿Utilizamos el delfín?

—Cuando sepa que es él —replicó Quint—. Cuando le de una ojeada y vea que la bestia es lo bastante grande como para merecer la pena. Entonces, le daré el delfín, esos peces son máquinas de comer basura, y no quiero malgastar un cebo de primera en algún pequeñajo sin importancia.

Esperaron. No hubo movimiento alguno en la superficie del agua. Ningún pez se zambulló, ningún pez saltó. El único sonido era el plop líquido de la carnaza que Hooper echaba por la borda. Luego, el sedal de babor comenzó a correr.

—Déjelo en el soporte —indicó Quint—. No vale la pena prepararse si también va a cortar éste.

La adrenalina estaba circulando por el cuerpo de Brody. Estaba excitado y temeroso al mismo tiempo, asombrado al pensar en lo que estaba nadando bajo ellos, un ser cuya fuerza no podía ni imaginarse. Hooper se hallaba en pie junto al costado de babor, con la vista fija en el sedal que corría.

El sedal se detuvo y cayó flojo.

—Mierda —exclamó Quint—. Lo ha vuelto a hacer.

Sacó la caña del soporte y comenzó a rebobinar. El trozo cortado fue subido a bordo, y era exacto al otro.

—Le daremos otra oportunidad —dijo Quint—, y pondré una unidad más dura. Y no es que espere que esto le detenga, si es el pez que me imagino.

Metió la mano en la nevera portátil para tomar otro cebo, quitándole el sedal de unión de alambre. De un armario del puente de mando tomó un trozo de un metro veinte de cadena de un centímetro de grosor.

—Eso parece una cadena de perro —comentó Brody.

—Lo era —afirmó Quint. Ató un extremo de la cadena al sedal y el otro al ojo del anzuelo cebado.

—¿Puede romper eso?

—Me imagino que sí. Quizá tarde un poco más, pero, si quiere, lo hará. Lo que estoy tratando de hacer es llamarle un poco la atención y atraerlo a la superficie.

—¿Qué haremos si esto no funciona?

—Aún no lo sé. Supongo que podríamos poner un anzuelo para tiburones de diez centímetros al extremo de una cadena bien resistente y dejarlo caer por la borda con un buen puñado de cebo en él. Pero arrancaría cualquiera de las estaquillas que hay a bordo, y hasta que lo vea no voy a correr el riesgo de enrollar una cadena alrededor de algo importante. —Quint lanzó el anzuelo cebado al agua y soltó unos pocos metros de sedal—. Ven de una vez, so marica. Deja que te demos una ojeada.

Los tres hombres contemplaban el sedal de estribor. Hooper se inclinó, llenó el cazo de carnaza y lo tiró a la mancha. Vio algo con el rabillo del ojo y se volvió hacia la izquierda. Lo que divisó le arrancó un gruñido profundo, ininteligible, pero suficiente para atraer la atención de los otros dos.

—¡Dios mío! —escupió Brody.

A no más de tres metros de la popa, ligeramente a estribor, se veía el morro cónico y plano del tiburón. Salía del agua más de medio metro. La parte superior de la cabeza era de un gris ceniciento, en el que se veían dos ojos negros. A cada lado del extremo del morro, donde el gris se convertía en blanco cremoso, estaban los orificios nasales: profundos tajos en su piel acorazada. La boca estaba abierta menos de la mitad, una oscura y tenebrosa caverna guardada por grandes dientes triangulares.

El pez y los hombres se enfrentaron durante quizá diez segundos. Luego, Quint aulló:

—¡Traigan un hierro! —y, obedeciéndose a sí mismo, corrió hacia proa y comenzó a luchar con un arpón. Brody tendió la mano hacia el rifle. Justo entonces, el pez se deslizó tranquilamente hacia atrás, hundiéndose en el agua. La larga cola en media luna dio un solo golpe (Brody disparó contra ella y falló) y el pez desapareció.

—Se ha ido —exclamó Brody.

—¡Fantástico! —gritó Hooper—. Ese pez es tal como pensé. Y más. ¡Es fantástico! Esa cabeza debe de tener un metro veinte de ancho.

—Podría ser —aceptó Quint, caminando hacia popa. Dejó allí dos arpones, dos barriles y dos rollos de soga—. Por si vuelve.

—¿Ha visto alguna vez un pez como ése, Quint? —preguntó Hooper. Tenía los ojos brillantes y se sentía vibrante y muy animado.

—No tan grande —le contestó Quint.

—¿Qué longitud diría usted que tiene?

—Es difícil decirlo. Seis metros. Tal vez más. No lo sé. Con esos bichos, ya no importa mucho cuando pasan del metro ochenta. Una vez que llegan al metro ochenta, ya son un problema. Y ese hijo de puta es un gran problema.

—Dios, espero que vuelva —dijo Hooper.

Brody notó un escalofrío, y se estremeció.

—Fue muy extraño —afirmó, agitando la cabeza—. Parecía que estaba sonriendo.

—Ese es el aspecto que tienen cuando llevan la boca abierta —le explicó Quint—. No lo convierta en más de lo que es. No pasa de ser un estúpido cubo de basura.

—¿Cómo puede usted decir eso? —se indignó Hooper—. Ese pez es una belleza. Es el tipo de cosa que le hace a uno creer en Dios. Le demuestra a uno lo que puede hacer la Naturaleza cuando se empeña en lograr una cosa.

—Y una gran mierda —le respondió Quint, y subió la escalerilla al puente.

—¿Va a usar el delfín? —preguntó Brody.

—No es necesario. Ya hemos hecho que salga a la superficie en una ocasión. Volverá.

Mientras hablaba Quint, un sonido tras Hooper lo hizo volverse. Era un sonido siseante, un susurro líquido.

—Miren —gritó Quint.

Dirigiéndose directamente hacia la lancha, a nueve metros de distancia, se veía una aleta dorsal triangular de más de treinta centímetros de alto, hendiendo el agua y dejando una estela ondeante. Iba seguida por una tremenda cola que palmeaba hacia la derecha y la izquierda en rápida cadencia.

—¡Está atacando la lancha! —aulló Brody. Involuntariamente, se echó hacia atrás en el asiento de la silla de pescar e hizo ademán de sacar su pistola.

Quint bajó del puente, maldiciendo:

—Nada de jodidos avisos esta vez —exclamó—. Denme un hierro.

El pez estaba ya casi sobre la lancha. Alzó su cabeza plana, miró con aire ausente a Hooper con uno de sus ojos negros, y pasó bajo la embarcación. Quint alzó el arpón y regresó al lado de babor. El mango del arpón chocó con la silla de pesca, y se le salió la punta, cayendo sobre la cubierta.

—¡Carajo! —gritó Quint—. ¿Sigue aún ahí?

Se inclinó, agarró la punta y la volvió a meter en el extremo del mango.

—¡Por su lado, por su lado! —aulló Hooper—. Ya ha pasado por este costado.

Quint se volvió justo a tiempo para ver la silueta marrón grisácea del pez mientras se alejaba de la lancha y comenzaba a sumergirse. Dejó caer el arpón y, lleno de rabia, asió el rifle y vació el cargador en el agua, tras el tiburón.

—¡Infeliz! —le gritó—. Dame un poco de tiempo la próxima vez. —Luego, dejó el rifle y se echó a reír—. Supongo que debería estar agradecido —exclamó—. Al menos, no atacó a la lancha. —Miró a Brody y le dijo—: Le ha dado a usted un buen susto.

—Y bastante —reconoció Brody. Agitó la cabeza, como para ordenar sus pensamientos y apartar sus visiones—. Aún no estoy muy seguro de creérmelo.

Su mente estaba repleta de imágenes de una silueta de torpedo subiendo en la oscuridad y haciendo pedazos a Christine Watkins, del chico en el colchón, sin saber nada, sin sospechar nada, hasta que había sido atrapado repentinamente por un ser de pesadilla; y de los horribles sueños que sabía que tendría, sueños de violencia y sangre, y de una mujer gritándole que le había matado al hijo.

—No pueden decirme que eso es un pez —afirmó—. Se parece más a uno de esos bichos que salen en las películas. Ya saben, el monstruo de tiempos remotos.

—Es un pez, no cabe duda —intervino Hooper. Aún estaba visiblemente excitado—. ¡Y qué pez! Casi se parece al megalodon.

—¿De qué está hablando? —le preguntó Brody.

—Es una exageración, claro —aceptó Hooper—. Pero, si algo así va nadando por ahí, ¿quién se atreve a decir que no lo esté haciendo también el megalodon? ¿Usted qué opina, Quint?

—Yo diría que le ha hecho daño el sol —le contestó Quint.

—No, le hablo en serio. ¿Hasta qué tamaño cree que crecen esos peces?

—No soy muy bueno imaginando cosas. Diría que ese pez tiene seis metros, así que me atrevería a afirmar que crecen hasta los seis metros. Si mañana veo uno que tiene siete metros y medio, diré que crecen hasta siete metros y medio. Imaginar cosas es una pura estupidez.

—¿Cuánto dicen que crecen? —preguntó Brody, deseando inmediatamente no haber dicho nada. Notaba que la pregunta lo subordinaba a Hooper.

Pero Hooper estaba demasiado inmerso en el momento, demasiado emocionado y feliz, para mostrarse superior.

—Eso es lo interesante —le explicó—, que nadie lo sabe. Hubo uno en Australia que se enredó en unas cadenas y murió. Lo midieron, y según los informes, tenía casi once metros.

—Eso es casi el doble que éste —dijo Brody. Su mente, que apenas si podía digerir la idea del que había visto, no podía aferrar la inmensidad de aquél que Hooper describía.

Hooper asintió.

—Generalmente, la gente parece aceptar los nueve metros como tamaño máximo, pero ese número es una pura entelequia. Es como dice Quint: si mañana ven uno que tiene 18 metros, aceptarán los 18 metros. Lo realmente asombroso, la cosa que le hace poner febril a uno, es imaginar… y podría ser verdad, que haya gigantes blancos muy abajo, en las profundidades, que tengan 30 metros de largo.

—Mierda —intervino Quint.

—No digo que sea cierto —le indicó Hooper—. Lo que digo es que podría ser.

—Y yo sigo diciendo que es una mierda.

—Quizá. Y quizá no. Mire, el nombre latino de ese pez es Carcharodon carcharias, ¿de acuerdo? El antepasado más próximo que le podemos hallar es algo llamado Carcharodon megalodon, un pez que existió quizá hace treinta o cuarenta mil años. Tenemos dientes fósiles del megalodon. Tienen quince centímetros de largo. Eso nos dice que el pez debía tener entre 24 y 30 metros de largo. Y los dientes son exactamente iguales a los que se ven en los gigantes blancos de hoy. A lo que quiero llegar es a que supongamos por un momento que los dos peces sean realmente de la misma especie. ¿Por qué decimos que el megalodon está extinto? ¿Por qué debería estarlo? No será por falta de alimento. Si hay bastante comida ahí abajo para mantener a las ballenas, hay también la suficiente para mantener a los tiburones de ese tamaño. Que nunca hayamos visto a un blanco de 30 metros no quiere decir que no pueda existir. No tienen razón alguna para salir a la superficie. Todo su alimento debe de estar en las profundidades. Y uno muerto no flotaría hasta la orilla, porque no tienen vejigas de flotación. ¿Se imagina el aspecto que tendría un tiburón blanco de 30 metros de largo? ¿Se imaginan lo que podría hacer, la potencia que tendría?

—Prefiero no imaginármelo —le contestó Brody.

—Sería como una locomotora con una boca llena de cuchillos de carnicero.

—¿Está usted diciendo que ése es sólo un bebé? —Brody estaba comenzando a sentirse solitario y vulnerable. Un tiburón tan grande como el que Hooper estaba describiendo podría hacer astillas aquella lancha.

—No, este pez es un adulto —le contestó Hooper—. Estoy seguro. Pero pasa como con la gente, algunas personas tienen un metro y medio de alto, otras llegan a los dos metros. Muchacho, lo que daría por poder ver un megalodon grande.

—Está usted loco —afirmó Brody.

—No, hombre, piense en ello. Sería como encontrar al abominable hombre de las nieves.

—Hey, Hooper —intervino Quint—. ¿Cree que puede dejarse de cuentos de hadas y comenzar a tirar carnaza al mar? Me gustaría atrapar un pez.

—Por supuesto —le contestó Hooper. Volvió a su lugar en popa y comenzó a tirar desperdicios al agua.

—¿Cree que volverá? —preguntó Brody.

—No lo sé —le contestó Quint—. Uno nunca sabe lo que van a hacer esas bestias. —Sacó un bloc de notas y un lápiz del bolsillo. Extendió el brazo izquierdo y apuntó con él hacia la costa. Cerró el ojo derecho y miró a lo largo del dedo índice de su mano izquierda, tras lo que escribió algo en el bloc. Movió su mano unos cinco centímetros hacia la izquierda, miró de nuevo y tomó otra nota. Anticipando una pregunta de Brody, explicó—: Estoy tomando marcaciones. Quiero saber dónde estamos para que, si no aparece durante el resto del día, sepamos dónde venir mañana.

Brody miró hacia la costa. Aún haciendo pantalla sobre sus ojos y forzando la vista, lo único que podía ver era una confusa línea verde de tierra.

—¿En qué se está fijando?

—En el faro de la punta y la torre de agua del pueblo. Se alinean de formas distintas según donde uno esté.

—¿Puede verlos? —Brody forzó de nuevo la vista, pero no divisó nada más diferenciado que alguna irregularidad en la línea.

—Naturalmente. Usted también lo podría hacer si llevara treinta años saliendo al mar.

Hooper sonrió e inquirió:

—¿Cree realmente que el pez se quedará en un sitio?

—No lo sé —replicó Quint—. Pero aquí es donde lo hemos encontrado esta vez, y no lo hemos hallado en ninguna otra parte.

—Desde luego, el bicho éste no se aparta de Amity —comentó Brody.

—Es porque aquí ha encontrado comida —le explicó Hooper. No había ironía en su voz ni intención de herir. Pero el comentario era como una aguja que se clavaba en el cerebro de Brody.

Esperaron tres horas más pero el tiburón no regresó. Fue disminuyendo la marea por lo que la mancha se extendió aún con más lentitud.

Un poco después de las cinco, Quint exclamó:

—Vale más que volvamos a tierra. Esto le haría perder la paciencia a un santo.

—¿A dónde cree que fue? —preguntó Brody. Su pregunta era retórica. Sabía que no había respuesta.

—A cualquier sitio —contestó Quint—. Cuando uno los busca, jamás están cerca. Sólo aparecen cuando uno no los desea y no los espera. Esos jodidos siempre llevan la contraria.

—¿Y no cree que deberíamos pasar aquí la noche, para mantener la mancha?

—No. Como ya dije, si se hace demasiado grande no sirve para nada. Además, no tenemos comida para nosotros y, en último lugar, pero no lo menos importante, usted no me paga por una jornada de veinticuatro horas.

—Si lograse el dinero, ¿lo haría?

Quint pensó un instante.

—No. No obstante, la idea es tentadora, pero no creo que haya muchas posibilidades de que ocurriese algo durante la noche. La mancha se haría grande y confusa, y aunque saliese a nuestro costado y nos mirase, no sabríamos que estaba allí a menos de que nos diese un mordisco. Así que sería cobrarle dinero sólo por dejarle dormir a bordo. Pero no lo haría, por dos razones. En primer lugar, si la mancha se hiciera demasiado grande, nos estropearía la búsqueda del día siguiente. En segundo lugar, me gusta llevar la lancha a tierra por la noche.

—Me parece que le comprendo —le contestó Brody—. Además, su esposa también debe de preferir tenerlo en casa.

Quint replicó secamente:

—No tengo esposa.

—Oh. Lo lamento.

—No tiene por qué. Jamás vi la necesidad de tenerla.

Quint se volvió y subió la escalerilla que llevaba al puente.

Ellen estaba preparando la cena de los chicos cuando sonó el timbre. Sus hijos estaban mirando la televisión en la sala de estar, y les gritó:

—¿Querría alguien ir a abrir la puerta, por favor?

Oyó abrirse la puerta, un breve intercambio de palabras y, un instante más tarde, vio a Larry Vaughan en el hueco de la puerta de la cocina. Hacía menos de dos semanas que lo había visto por última vez y, sin embargo, el cambio en su apariencia era tan asombroso, que no pudo evitar quedarse mirándolo. Como siempre, iba vestido impecablemente: un blasier azul de dos botones, camisa blanca, pantalones grises y unos zapatos Gucci. Era su rostro lo que había cambiado. Había perdido peso y, como mucha gente a la que no le sobre grasa en el cuerpo, a Vaughan se le veía la pérdida en el rostro. Sus ojos se habían hundido en las órbitas, y a Ellen le pareció que su color era más claro de lo normal, un gris pastoso. También su tez tenía un tono gris, y parecía colgar de las mejillas. Sus labios estaban húmedos, y pasaba la lengua por ellos cada pocos segundos.

Turbada cuando se dio cuenta de la forma en que la estaba mirando, Ellen bajó la vista y dijo:

—Hola, Larry.

—Hola, Ellen. He pasado un momento para… —Vaughan retrocedió unos pasos y atisbo hacia la sala de estar—. En primer lugar, ¿qué te parecería si me dieses un trago?

—Naturalmente. Ya sabes dónde está todo. Prepáratelo tú mismo. Lo haría yo, pero tengo las manos sucias del pollo.

—No te preocupes. Puedo arreglármelas por mí mismo. —Vaughan abrió el armario donde guardaban los licores, sacó una botella y se sirvió todo un vaso de gin—. Como había empezado a decir, he pasado un momento para decirte adiós.

Ellen dejó de colocar trozos de pollo en la sartén y preguntó:

—¿Te vas? ¿Por cuánto tiempo?

—No lo sé. Quizá para siempre. Aquí ya no hay nada que me retenga.

—Pero ¿y tu negocio?

—Acabado. O pronto lo estará.

—¿Qué quieres decir con eso de acabado? Un negocio no se acaba así como así.

—No, pero ya no será mío. Lo poco que quede pertenecerá a mis… socios —escupió la palabra y luego, como para limpiarse la boca de un residuo repugnante, tomó un largo sorbo de gin—. ¿Te ha hablado Martin de nuestra conversación?

—Sí —Ellen bajó la vista a la sartén y movió el pollo.

—Supongo que ya no debes de tener muy buen opinión de mí.

—No me corresponde a mí juzgarte, Larry.

—Jamás deseé hacerle daño a nadie. Espero que creas eso.

—Lo creo. ¿Qué es lo que sabe Eleanor?

—Mi pobre esposa no sabe nada. Si puedo, deseo evitárselo. Es una de las razones por las que quiero irme de aquí. Ella me ama, ya lo sabes, y no soportaría que ese amor se acabase… en uno u otro. —Vaughan se apoyó contra el fregadero—. ¿Sabes una cosa? A veces pienso, y es algo que he pensado bastantes veces a lo largo de los años, que tú y yo hubiéramos sido una pareja maravillosa.

Ellen enrojeció.

—¿Qué quieres decir?

—Que eres de buena familia. Que conoces a toda la gente que yo tuve que luchar mucho por conocer. Nos hubiéramos complementado perfectamente, y nos hubiéramos ajustado muy bien a Amity. Eres encantadora, buena y fuerte. Hubieras sido una verdadera ayuda para mí. Y creo que yo te hubiera podido dar una vida que te hubiera encantado.

Ella sonrió.

—No soy tan fuerte como piensas, Larry. No sé qué clase de… ayuda hubiera sido.

—No te disminuyas a ti misma. Sólo espero que Martin aprecie el tesoro que tiene. —Vaughan terminó su vaso y lo dejó en el fregadero—. De todos modos, no sirve de nada soñar. —Atravesó la cocina, puso la mano en el hombro de Ellen y la besó en la frente—. Adiós, querida. Piensa en mí de vez en cuando.

Ellen lo miró.

—Lo haré —le besó en la mejilla—. ¿Adonde vais a ir?

—No lo sé. Quizá a Vermont, o New Hampshire. Tal vez venda terrenos a los aficionados al esquí. ¿Quién sabe? Incluso puedo dedicarme yo mismo a ese deporte.

—¿Se lo has dicho a Eleanor?

—Le dije que quizá nos mudásemos. Ella sonrió y me contestó: «Lo que tú quieras.»

—¿Os iréis pronto?

—Tan pronto como hable con mis abogados acerca de mis… responsabilidades.

—Envíanos una postal para saber dónde estáis.

—Lo haré. Adiós.

Vaughan salió de la habitación, y Ellen oyó la mosquitera cerrarse tras él.

Cuando hubo servido la cena a los chicos, Ellen subió a su dormitorio y se sentó en la cama. «Una vida que te hubiera encantado», había dicho Vaughan. ¿Cómo habría sido una vida con Larry Vaughan? Hubiera habido dinero, y aceptación social. Nunca hubiera echado de menos la vida que llevó de joven, pues jamás hubiera cesado. No hubiera sentido ansias de renovación, ni necesidad de incrementar su autoconfianza y confirmar su feminidad, ni urgencia de un flirteo con alguien como Hooper.

Pero no. La habría llevado a ello el aburrimiento, como a tantas de las mujeres que pasaban toda la semana en Amity, mientras sus esposos estaban en Nueva York. La vida con Larry Vaughan hubiera sido una vida sin reto alguno, una vida de satisfacciones sin valor alguno.

Mientras pensaba en lo que Vaughan le había dicho, comenzó a darse cuenta de la riqueza de su verdadera vida: una relación con Brody que le daba más satisfacciones que cualquiera que hubiera podido experimentar jamás con Larry Vaughan. Una amalgama de pequeños enfrentamientos y triunfos secundarios que, en total, daban como resultante algo que se parecía mucho a la alegría. Y, a medida que iba incrementándose este darse cuenta, también ocurría lo mismo con el desconsuelo por haber tardado tanto en darse cuenta de la pérdida de tiempo y de energía vital que había sido tratar de aferrarse a su pasado. Repentinamente, sintió miedo… miedo de que estuviese llegando a la sensatez demasiado tarde, de que le pudiera pasar algo a Brody antes de que pudiera disfrutar de ese nuevo estado de conciencia. Miró su reloj: las seis y veinte. Ya debería haber llegado a casa. Le ha pasado algo, pensó. Oh, Dios, por favor que no le pase nada a él.

Oyó abrirse la puerta de abajo. Saltó de la cama, corrió al pasillo y bajó a saltos las escaleras. Lanzó sus brazos alrededor del cuello de Brody y le besó con fuerza en la boca.

—Dios mío —exclamó él cuando le soltó—. Esto si que es una bienvenida.