Nueve

EL jueves por la mañana Brody recibió una llamada convocándole a la oficina de Vaughan para una reunión, a mediodía, del consejo cívico. Sabía que el tema de la reunión sería abrir las playas para el fin de semana del Cuatro de Julio, para el que sólo faltaban dos días. Cuando salió de su oficina en dirección a la Alcaldía, ya había planeado y examinado cada argumento en el que podía pensar.

Sabía que sus argumentos eran subjetivos, negativos, basados en la intuición, en la precaución y en una recurrente sensación de culpa. Pero estaba convencido de que tenía razón. Abrir las playas no sería ni una solución, ni una conclusión. Sería una apuesta que Amity, y Brody, no podían esperar ganar. Nunca sabrían con certidumbre si el tiburón se había alejado. Vivirían al día, esperando que las cosas siguiesen en tablas. Y un día, de eso estaba seguro Brody, perderían.

El Ayuntamiento se alzaba al principio de la calle Mayor, donde ésta era cruzada e interrumpida por la calle de la Playa. El edificio era como un punto situado en la parte superior de la T formada por ambas calles. Era una estructura imponente, seudogeorgiana: ladrillo rojo con ornamentos blancos y dos columnas blancas encuadrando la entrada. Un obús de la Segunda Guerra Mundial se hallaba en el césped delante de la Alcaldía, en recuerdo de los ciudadanos de Amity que habían servido en esa guerra.

El edificio había sido un regalo al pueblo, a finales de los años veinte, de un banquero de inversiones que, de alguna manera, se había convencido de que Amity sería algún día el centro de comercio del este de Long Island. Creía que los funcionarios públicos del pueblo debían trabajar en un edificio acorde con su destino y no, como había sucedido hasta entonces, conducir los negocios de la ciudad desde un pequeño grupo de habitaciones sin ventilación situado sobre un bar llamado El Molino. (En febrero de 1930, el banquero, arruinado, que no había tenido más éxito en predecir su propio destino que el de Amity, trató, sin éxito, de recuperar el edificio, insistiendo en que sólo había sido un préstamo al pueblo).

Las salas del interior del Ayuntamiento eran tan absurdamente grandiosas como el exterior. Eran enormes y de altos techos, y cada una de ellas contaba con su propio y elaborado candelabro. En lugar de gastarse dinero en remodelar el interior en pequeños cubículos, las sucesivas administraciones de Amity habían, simplemente, atestado más y más gente en cada habitación. Sólo al alcalde se le seguía permitiendo realizar su trabajo en esplendorosa soledad.

La oficina de Vaughan estaba en el rincón sureste del segundo piso, dominando la mayor parte de la ciudad y, en la distancia, el océano Atlántico.

La secretaria de Vaughan, una saludable y hermosa mujer llamada Janet Sumner, estaba sentada tras un escritorio junto a la oficina del alcalde. Aunque pocas veces la veía, Brody sentía un cariño paternal por Janet, y le extrañaba mucho que, a sus veintiséis años, aún siguiera sin casarse. Habitualmente, siempre se cuidaba de preguntarle acerca de su vida amorosa antes de entrar en la oficina de Vaughan. Hoy, dijo simplemente:

—¿Están todos dentro?

—Todos los que han de estar —Brody se dirigió hacia la puerta y Janet añadió—: ¿No quiere saber con quién estoy saliendo ahora?

Brody se detuvo, sonrió, y dijo:

—Naturalmente. Lo lamento. Hoy tengo la mente hecha un lío. ¿Con quién?

—Con nadie. Estoy retirada temporalmente. Pero le diré una cosa —bajó la voz y se inclinó hacia adelante—. No me importaría jugar un poco con ese señor Hooper.

—¿Está ahí dentro?

Janet asintió.

—Me pregunto cuándo lo han elegido miembro del consejo.

—No lo sé —contestó ella—. Pero, desde luego, es un tipo apuesto.

—Lo lamento, Jan, pero ya tiene consorte.

—¿Quién?

—Daisy Wicker.

Janet se echó a reír.

—¿Qué tiene de divertido esto? Se supone que acabo de partirle a usted el corazón.

—¿Es que no sabe nada acerca de Daisy Wicker?

—Supongo que no.

De nuevo, Janet bajó la voz.

—Es de la acera de enfrente. Tiene una amiga en su cuarto, y todo eso.

—Qué curioso —dijo Brody—. Desde luego, tiene usted un trabajo muy interesante, Jan.

Y mientras entraba en la oficina, Brody se dijo a sí mismo: de acuerdo, entonces, ¿dónde infiernos estaba Hooper ayer?

Tan pronto como se halló dentro de la oficina, Brody supo que iba a luchar solo. Los únicos miembros del consejo presentes eran amigos y aliados de siempre de Vaughan. Tony Catsoulis, un constructor con la figura de una toma de agua para incendios; Ned Thatcher, un frágil viejo cuya familia había sido propietaria del Hostal Abelard Artns durante tres generaciones; Paul Conover, propietario de la tienda de licores de Amity; y Rafe López, un portugués de tez oscura elegido para el consejo por la comunidad negra del pueblo, de la que era portavoz y defensor.

Los cuatro consejeros estaban sentados alrededor de una mesa de café en un extremo de la inmensa sala. Vaughan se hallaba tras su escritorio, en el otro extremo. Hooper estaba situado, en pie, junto a una ventana del sur, mirando al mar.

—¿Dónde está Albert Morris? —le preguntó Brody a Vaughan, tras saludar rápidamente a los otros.

—No ha podido venir —explicó Vaughan—. Me parece que no se encuentra bien.

—¿Y Fred Potter?

—Lo mismo. Debe de haber algún bicho suelto por ahí —Vaughan se puso en pie—. Bueno, supongo que ya estamos todos. Agarra una silla y llévala junto a la mesa de café.

¡Dios, qué aspecto tiene!, pensó Brody mientras miraba a Vaughan arrastrar una silla de respaldo recto a través de la habitación. Los ojos del alcalde estaban hundidos y ennegrecidos. Tenía la piel de color mayonesa. O bien tiene una terrible resaca, decidió Brody, o lleva un mes sin dormir.

Cuando todo el mundo estuvo sentado, Vaughan comenzó:

—Todos sabéis por qué estamos aquí. Y me parece que se puede decir que sólo hay uno entre nosotros al que haya que convencer acerca de lo que se debe hacer.

—Hablas de mí —dijo Brody.

Vaughan asintió.

—Míralo desde nuestro punto de vista, Martin. El pueblo está muriendo. La gente no tiene trabajo. Las tiendas que iban a abrir, ya no lo hacen. La gente no alquila casas, y no hablemos de comprarlas. Y cada día que mantenemos cerradas las playas, clavamos otro clavo en nuestro propio ataúd. Estamos diciendo, oficialmente, que este pueblo no es seguro: no se acerquen a él. Y la gente nos escucha.

—Suponte que abres las playas para el día Cuatro —espetó Brody—. Y suponte que muere alguien.

—Es un riesgo calculado, pero creo, creemos, que vale la pena correrlo.

—¿Por qué?

Vaughan dijo:

—¿Señor Hooper?

—Por varias razones —intervino Hooper—. En primer lugar, nadie ha visto al pez en una semana.

—Tampoco ha estado nadie dentro del agua.

—Eso es cierto. Pero yo he salido con la lancha, en su búsqueda, cada día… Cada día menos ayer.

—Quería preguntarle acerca de eso. ¿Dónde estaba usted ayer?

—Llovió —contestó Hooper—. ¿Lo recuerda?

—¿Y qué es lo que hizo?

—Estuve… —hizo una pausa, y luego continuó—: Estudié algunas muestras de agua. Y leí.

—¿Dónde? ¿En la habitación de su hotel?

—Ah, parte del tiempo. ¿A dónde quiere llegar?

—Llamé a su hotel. Me dijeron que estuvo fuera toda la tarde.

—¡Pues estuve fuera! —dijo irritado Hooper—. No tengo que presentarme cada cinco minutos, ¿verdad?

—No. Pero está usted aquí para hacer un trabajo, no para tontear por todos esos clubs campestres a los que pertenecía.

—Escuche, señor mío, no me está pagando usted. Puedo hacer lo que se me antoje.

Vaughan los interrumpió:

—Vamos. Esto no nos lleva a ninguna parte.

—De cualquier forma —continuó Hooper—, no he visto ni rastro de ese pez. Ninguna señal. Además, está el agua. Se calienta más con cada día que pasa. Casi está ya a veintiún grados. Y como norma, y ya sé que todas las normas tienen excepciones, a los gigantes blancos les gusta el agua más fría.

—Entonces, ¿piensa que se ha ido más al norte?

—O a aguas más profundas, más frías. Incluso podría haberse ido al sur. Uno no puede predecir lo que van a hacer esos bichos.

—Eso es justo lo que yo digo —exclamó Brody—. No se puede predecir. Así que lo que está haciendo es suponer.

—No puedes pedir una garantía, Martin —recalcó Vaughan.

—Dile eso a Christine Watkins. O a la madre de ese Kintner.

—Ya sé, ya sé —dijo con impaciencia Vaughan—. Pero tenemos que hacer algo. No podemos quedarnos aquí sentados, esperando una revelación divina. Dios no va a escribirnos un mensaje en la bóveda del cielo: «El tiburón se ha ido». Tenemos que sopesar la evidencia y tomar una decisión.

Brody asintió.

—Me imagino que sí. Así que, ¿a qué otras conclusiones ha llegado nuestro joven genio?

—¿Qué es lo que le pasa a usted? —preguntó Hooper—. Se me ha pedido mi opinión.

—De acuerdo —aceptó Brody—. ¿Qué más?

—Lo que ya hemos sabido desde el principio. Que no hay razón para que ese pez siga aquí. Yo no lo he visto. La Guardia Costera tampoco lo ha visto. No ha surgido ningún arrecife nuevo del fondo. No se están echando basuras al agua. No hay una vida piscícola extraordinaria por aquí. Simplemente, no hay razón para que esté aquí.

—Pero eso ha sido desde el principio, ¿no? Y ha estado aquí.

—Eso es cierto. No puedo explicarlo. Dudo que nadie pueda explicarlo.

—Entonces, ¿es un acto de Dios?

—Si quiere llamarlo así.

—Y no hay seguro alguno contra los actos de Dios, ¿verdad, Larry?

—No sé a dónde quieres llegar, Martin —se extrañó Vaughan—. Pero debemos tomar una decisión. En lo que a mí respecta, sólo cabe hacer una cosa.

—La decisión ya está tomada —dijo Brody.

—Sí, se podría decir eso.

—¿Y cuando muera otra persona? ¿Quién va a cargar con las culpas esta vez? ¿Quién va a hablar con el esposo, la madre o la esposa y decirle: «Estábamos corriendo un riesgo, y salió mal»?

—No seas tan negativo, Martin. Cuando llegue el momento… si llega el momento, y me apostaría cualquier rosa a que no llega, entonces ya pensaremos en eso.

—¡Ahora, maldita sea! Estoy harto de recibir todas las culpas de vuestros errores.

—Espera un momento Martin.

—Hablo en serio. Si me quitáis la autoridad para tener cerradas las playas, entonces quedaos también con la responsabilidad.

—¿Qué es lo que estás diciendo?

—Estoy diciendo que mientras sea jefe de policía de este pueblo, mientras se suponga que soy el responsable de la seguridad pública, esas playas no se abrirán.

—Te diré una cosa, Martin —exclamó Vaughan—. Si las playas están cerradas durante el fin de semana del Cuatro de Julio, no seguirás teniendo mucho tiempo ese trabajo. Y no te estoy amenazando, te lo estoy diciendo. Aún podemos trabajar este verano. Pero debemos decirle a la gente que no hay peligro en venir aquí. Veinte minutos después de que te oigan decir que no abres las playas, la gente de este pueblo revocará tu cargo, o buscará un palo, te embadurnarán de alquitrán y plumas, y te sacarán del pueblo montado en él. ¿Están de acuerdo, caballeros?

—Completamente —dijo Catsoulis—. Y yo mismo les proporcionaré el palo.

—Mi gente no tiene trabajo —comentó López—. Si no les deja trabajar, usted tampoco va a trabajar.

Brody les dijo secamente:

—Podéis quitarme mi empleo en el momento que os plazca.

Sonó un zumbador en el escritorio de Vaughan. Éste se puso en pie, irritado, y cruzó la sala. Tomó el teléfono.

—¡Le dije que no quería que me molestasen! —estalló. Hubo un momento de silencio, y luego le dijo a Brody—. Hay una llamada para ti. Janet dice que es urgente. Puedes contestarla aquí o fuera.

—La contestaré fuera —dijo Brody, preguntándose qué podía ser tan urgente como para interrumpirle en una reunión con el consejo. ¿Otro ataque? Salió de la sala y cerró la puerta tras él. Janet le entregó el teléfono de su escritorio, pero, antes de que apretase el botón encendido para darle comunicación, Brody le dijo—: Dígame, ¿llamó esta mañana Larry a Albert Morris y a Fred Potter?

Janet apartó la vista.

—Se me ordenó que no dijera nada a nadie.

—Dígamelo, Janet. Necesito saberlo.

—¿Me recomendará al chico apuesto ese de ahí dentro?

—Trato hecho.

—No. A los únicos que llamé fueron a los cuatro que están ahí.

—Apriete el botón —Janet oprimió el botón, y Brody dijo—: Habla Brody.

En su oficina, Vaughan vio que la luz se apagaba, y suavemente quitó el dedo de la horquilla y colocó la mano sobre el micrófono. Miró alrededor de la sala, buscando la reprobación en algún rostro. Nadie le devolvió la mirada… ni siquiera Hooper, que había decidido que cuanto menos estuviese envuelto en los asuntos de Amity, mejor sería para él.

—Soy Harry, Martin —le dijo Meadows—. Sé que estás en una reunión, y también que has de volver a ella. Así que escúchame, seré breve. Larry Vaughan está empeñado hasta el cuello.

—No me lo creo.

—¡Te he dicho que escuches! El que tenga deudas no quiere decir nada. Lo que importa es a quién le debe el dinero. Hace mucho tiempo, tal vez veinticinco años, antes de que Larry tuviera ningún dinero, su esposa enfermó. No recuerdo qué fue lo que tuvo, pero era grave. Y caro. Me falla algo la memoria de esto, pero recuerdo que después dijo que lo había ayudado un amigo, que había conseguido un préstamo para salir del paso. Debió de ser de varios millares de dólares. Larry me dijo el nombre del amigo. No hubiera pensado más en ello si no hubiera sido porque Larry comentó algo acerca de que ese hombre estaba dispuesto a ayudar a otras personas con problemas. Yo entonces era joven, y tampoco tenía ningún dinero. Así que tomé nota del nombre y lo guardé en mi archivo. Jamás se me ocurrió buscarlo de nuevo hasta que me pediste que comenzase a husmear. El nombre era Tino Russo.

—Al grano, Harry.

—Ya voy. Ahora saltemos al presente. Hace un par de meses, antes de que comenzase el asunto del tiburón, se formó una compañía llamada Terrenos Caskata. Es una financiera. Al principio, no poseía nada. La primera cosa que compró fue un gran campo de patatas al norte de la calle Scotch. Cuando el verano no resultó ser muy bueno, Caskata comenzó a comprar algunas otras propiedades. Todo era perfectamente legal. Obviamente, la compañía tiene fondos que la respaldan, sean de quien sean, y se estaba aprovechando del bajón del mercado para hacerse con propiedades a precios ínfimos. Pero luego, tan pronto como aparecieron los primeros artículos periodísticos sobre el tiburón, Caskata comenzó a comprar en serio. Cuanto más bajos caían los precios de los terrenos, más compraban. Todo muy silenciosamente. Los precios están ahora tan bajos que es casi como durante la guerra, y Caskata sigue comprando. Con muy poco dinero de pago inicial. Todo a base de largos plazos. Y los documentos están firmados por Larry Vaughan, que figura como presidente de Caskata. El vicepresidente ejecutivo de Terrenos Caskata es Tino Russo, que el Times ha estado señalando durante años como un jefe de segunda fila de una de las cinco familias de la Mafia de Nueva York.

Brody silbó entre dientes.

—Y el muy hijo de puta ha estado gimiendo acerca de que nadie le compra nada a él. Aún no comprendo por qué le están presionando para que abra las playas.

—No estoy seguro. Ni siquiera estoy seguro de que esté siendo presionado. Quizá lo haga por pura desesperación personal. Me imagino que ha intentado abarcar demasiado. No puede comprar nada más, por muy bajos que caigan los precios. La única forma en que puede salir de esto sin arruinarse es que el mercado cambie de signo y los precios suban. Entonces, podrá vender lo que ha comprado y obtener beneficios. O Russo se llevará los beneficios, según como hayan realizado el trato. Si los precios siguen bajando, en otras palabras, si la ciudad sigue siendo oficialmente peligrosa, va a comenzar a tener que pagar sus plazos. No creo que pueda hacerlo. Probablemente, debe de haber entregado ya medio millón en efectivo en pagos iniciales. Perdería ese dinero, y las propiedades, o bien volverían a sus propietarios originales, o Russo se haría con ellas si puede juntar ese dinero. Aunque no me imagino que Russo quisiese correr ese riesgo. Los precios podrían seguir bajando, y entonces se encontraría en la misma situación que Vaughan. Supongo que Russo aún espera obtener grandes beneficios, pero la única forma que tiene de obtenerlos es si Vaughan obliga a abrir las playas. Entonces, si no pasa nada, si el tiburón no mata a nadie más, no pasará mucho antes de que los precios suban, y Vaughan pueda vender. Russo se llevaría su parte, la mitad de los ingresos brutos, o algo así, y disolverían Caskata. Vaughan se quedaría con lo que sobrase, probablemente lo bastante para impedir que se arruinase. Si el tiburón mata a alguien más, entonces el único que pierde es Vaughan. Por lo que sé, Russo no tiene ni un centavo en efectivo en este asunto. Es todo…

—¡Eres un maldito mentiroso, Meadows! —aulló la voz de Vaughan por el teléfono—. ¡Imprime una sola palabra de todas esas mentiras y te demandaré hasta acabar contigo!

Hubo un click cuando Vaughan colgó de golpe el teléfono.

—Eso dice muy poco acerca de la integridad de nuestras personalidades electas —comentó Meadows.

—¿Qué es lo que vas a hacer, Harry? ¿Puedes publicar algo de esto?

—No, al menos aún no. No puedo probarlo documentalmente. Sabes tan bien como yo que la Mafia está introduciéndose más y más en Long Island. El negocio de las construcciones, los restaurantes, todo. Pero es infernalmente difícil demostrar una sola ilegalidad. En el caso de Vaughan ni siquiera estoy seguro de que, en el estricto sentido de la palabra, haya algo ilegal. Dentro de unos días, prosiguiendo con mis excavaciones, podré preparar un artículo en el que se diga que Vaughan ha estado asociado con un gángster bien conocido. Me refiero a un artículo que sea defendible aunque Vaughan intente llevarme a juicio.

—A mí me parece que ya tienes bastante material ahora —comentó Brody.

—Conozco los hechos, pero no tengo pruebas. No tengo documentos, ni siquiera copias de los mismos. Los he visto, eso es todo.

—¿Crees que algunos de los miembros del consejo están en el negocio? Larry ha cargado esta reunión en mi contra.

—No. Supongo que te refieres a Catsoulis y Conover. Son sólo viejos amigos que le deben a Larry un favor o dos. Si Thatcher está ahí, es demasiado viejo y está demasiado asustado para decir una sola palabra en contra de Larry. Y López es honrado, realmente le preocupa obtener trabajo para su gente.

—¿Sabe Hooper algo de todo esto? Está influyendo bastante para que se abran las playas.

—No, estoy casi seguro de que no. Yo mismo sólo he logrado aclararme un poco hace algunos minutos, y aún quedan muchos cabos sueltos.

—¿Qué crees que debo hacer? Quizá ya hayan aceptado mi dimisión. Se la ofrecí antes de salir a contestar tu llamada.

—¡Cristo, no lo hagas! En primer lugar, te necesitamos. Si te vas, Russo se reuniría con Vaughan y elegirían a tu sucesor. Quizá pienses que todos tus agentes son honestos, pero me apuesto algo a que Russo podría encontrar a uno al que no le importaría vender un poco de su integridad por algunos dólares… O quizá simplemente por conseguir el cargo de jefe.

—¿Y qué es lo que puedo hacer?

—Si yo fuera tú, abriría las playas.

—¡Por Dios, Harry! ¡Eso es lo que ellos quieren! Para eso, ya podía pedirles que me pusieran en su nómina.

—Tú mismo has dicho que Hooper estaba insistiendo para que se abriesen las playas. Creo que tiene razón. Vas a tener que abrirlas algún día, aunque nunca volvamos a saber nada de ese pez. Así que este momento es tan bueno como cualquier otro.

—¿Y dejar que la Mafia cobre su dinero y escape?

—¿Qué otra cosa puedes hacer? Si las mantienes cerradas, Vaughan hallará un método para librarse de ti, y las abrirá él mismo. Entonces, tú no serás de ninguna ayuda. Para nadie. Al menos, de esta manera, si abres las playas y no pasa nada, el pueblo quizá tenga una oportunidad. De esta forma, cuando llegue el momento, podremos hallar la forma para acusar de algo a Vaughan. No sé de qué, pero tiene que haber algo.

—Mierda —exclamó Brody—. De acuerdo, Harry, pensaré en ello. Pero, si las abro, lo haré a mi manera. Gracias por la llamada.

Colgó, y entró en la oficina de Vaughan.

Vaughan estaba en pie junto a una ventana del lado sur, dando la espalda a la puerta. Cuando oyó entrar a Brody, dijo:

—Se terminó la reunión.

—¿Qué quieres decir con que se terminó? —dijo Catsoulis—. No hemos decidido ni una maldita cosa de todo este embrollo.

Vaughan giró sobre sí mismo y exclamó:

—¡Se acabó, Tony! No me crees problemas. Todo saldrá en la forma que queremos. Sólo quiero una oportunidad de tener una pequeña charla con el jefe. ¿De acuerdo? Ahora, todos fuera.

Hooper y los cuatro miembros del consejo salieron de la oficina. Brody contemplaba a Vaughan mientras los acompañaba fuera. Sabía que debía sentir pena por Vaughan, pero no podía suprimir el desprecio que fluía por su interior. Vaughan cerró la puerta, caminó hasta el sofá, y se sentó pesadamente. Apoyó los codos en las rodillas y se frotó las sienes con las yemas de los dedos.

—Hemos sido amigos, Martin —dijo—. Espero que podamos volverlo a ser de nuevo.

—¿Qué hay de verdad en lo que ha dicho Meadows?

—No te lo diré. No puedo. Te debe bastar saber que en una ocasión un hombre me hizo un favor, y ahora quiere que se lo pague.

—En otras palabras, todo es cierto.

Vaughan alzó la vista, y Brody vio que tenía los ojos enrojecidos y húmedos.

—Te juro, Martin, que si hubiera tenido idea de hasta dónde iba a llegar esto, jamás me hubiera metido en ello.

—¿Cuánto le debes?

—La cantidad original fueron diez mil. Hace mucho tiempo, traté de pagársela en dos ocasiones, pero nunca conseguí que aceptaran mis cheques. Decían que era un regalo, que no me preocupara por ello. Pero jamás me devolvieron mi compromiso escrito. Cuando vinieron a verme hace un par de meses, les ofrecí cien mil dólares en efectivo. Dijeron que no era bastante. No querían el dinero. Querían que hiciese algunas inversiones. Me dijeron que todo el mundo iba a ganar con ello.

—¿Y a cuánto suben tus deudas ahora?

—Dios sabe. Cada centavo que poseo. Más aún. Probablemente sea cerca de un millón de dólares. —Vaughan suspiró profundamente—. ¿Puedes ayudarme, Martin?

—La única cosa que puedo hacer por ti es ponerte en contacto con el fiscal del distrito. Si atestiguas, quizá sea capaz de preparar un juicio por extorsión contra esos tipos.

—Estaría muerto antes de llegar a casa, de vuelta de la oficina del fiscal; y a Eleanor no le quedaría nada. No es ése el tipo de ayuda al que me refería.

—Ya lo sé —Brody miró a Vaughan, un animal herido y acosado, y sintió compasión por él. Comenzó a poner en duda su propia oposición a abrir las playas. ¿Qué parte de ella era un residuo de culpa anterior, y qué parte era miedo a otro ataque? ¿Hasta qué punto no estaba siendo indulgente consigo mismo, prefiriendo jugar seguro, y hasta qué punto era una prudente preocupación por el pueblo?

—Te diré lo que voy a hacer, Larry: abriré las playas. No para ayudarte, pues estoy seguro de que si no las abriese encontrarías una forma para librarte de mí, y abrirlas por ti mismo. Abriré las playas porque ya no estoy seguro de tener razón.

—Gracias, Martin. Agradezco esto.

—No he terminado. Como te he dicho, las abriré. Pero voy a apostar hombres en las playas. Y voy a hacer que Hooper patrulle en la lancha. Y me aseguraré de que cada persona que vaya a la playa conozca el peligro.

—¡No puedes hacer eso! —gimió Vaughan—. Daría lo mismo que las mantuvieras cerradas.

—Lo puedo hacer, Larry, y lo haré.

—¿Qué quieres hacer? ¿Poner señales advirtiendo de que hay un tiburón asesino? ¿Colocar un anuncio en el periódico que diga: «Se abren las playas… no se acerquen»? Nadie va a ir a la playa si está repleta de polizontes.

—No sé lo que voy a hacer. Pero haré algo. No pienso ocultar la verdad.

—De acuerdo, Martin —Vaughan se alzó—. No me dejas mucha elección. Si me deshago de ti, probablemente irás por las playas como simple ciudadano, y correrás arriba y abajo gritando: «¡Tiburón!» Así que de acuerdo, pero sé sutil… Si no por mí, por el pueblo.

Brody salió de la oficina. Mientras bajaba las escaleras, miró su reloj. Pasaba de la una, y tenía hambre. Descendió por la calle de la Playa hasta llegar a Loeffler, la única tienda de comestibles de Amity. Era propiedad de Paul Loeffler, compañero de Brody en la escuela superior.

Mientras Brody abría la puerta de cristal, oyó a Loeffler decir:

—… como un maldito dictador, en mi opinión. No sé cuál es su problema —cuando vio a Brody, Loeffler enrojeció. Había sido un chico delgado en la escuela superior, pero tan pronto como había heredado el negocio de su padres, había sucumbido a las terribles tentaciones que lo rodeaban durante doce horas de cada día, y ahora tenía el aspecto de una pera.

Brody sonrió.

—No estarías hablando de mí, ¿verdad, Paulie?

—¿Qué es lo lo que te hace pensar eso? —contestó Loeffler, mientras su rubor se acentuaba.

—Nada. No importa. Si me preparas un sandwich de jamón y queso suizo con mostaza y pan de centeno, te diré algo que te hará feliz.

—Ya me gustará ver eso —Loeffler comenzó a preparar el sandwich de Brody.

—Voy a abrir las playas para el día Cuatro.

—Eso me hace feliz.

—¿Van mal los negocios?

—Mal.

—Siempre dices que el negocio va mal.

—No como ahora. Si no mejora pronto, voy a ser el causante de un motín racial.

—¿Qué quieres decir?

—Se supone que tengo que contratar a dos chicos para recados duramente el verano. Me he comprometido. Pero no puedo permitirme contratar a dos. Aparte que no tendré trabajo suficiente para ellos tal como están las cosas. Así que sólo puedo contratar a uno. Y uno es blanco y el otro negro.

—¿Y a cuál ál vas a contratar?

—Al negro. Me imagino que necesita más el dinero. Y doy gracias a Dios de que el blanco no sea judío.

Brody llegó a casa a las cinco y diez. Mientras entraba en el sendero, se abrió la puerta trasera de la casa y Ellen corrió hacia él. Había estado llorando, y aún estaba visiblemente alterada.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Gracias a Dios que has llegado a casa. Traté de hablar contigo en el trabajo, pero ya habías salido. Ven aquí. Rápido —lo tomó por la mano y lo llevó a través de la puerta trasera hasta el cobertizo en donde guardaban los cubos de la basura—. Ahí dentro —dijo, señalando uno de los cubos—. Mira.

Brody levantó la tapa del cubo. Yaciendo en un desmañado montó sobre una bolsa de basura estaba el gato de Sean: un gatazo negro llamado Frisky. La cabeza del animal había sido retorcida completamente, y los ojos amarillos miraban a su lomo.

—¿Cómo infiernos pasó esto? —preguntó Brody—. ¿Un coche?

—No, un hombre —la respiración de Ellen era jadeante—. Lo hizo un hombre. Sean estaba justamente aquí cuando sucedió. El hombre salió de un coche en la esquina, tomó al gato y le retorció el cuello hasta que se lo rompió. Sean dice que se oyó un horrible chasquido. Luego, dejó caer el gato en el césped, se metió de nuevo en su coche y se marchó.

—¿Dijo algo?

—No sé. Sean está dentro. Está histérico, y no puedo culparle. Martin, dime por favor: ¿qué es lo que está pasando?

Brody colocó de nuevo la tapa en el cubo, con un tremendo golpe.

—¡Maldito hijo de puta! —exclamó. Notaba la garganta muy tensa, y apretó los dientes, haciendo que sobresalieran mucho los músculos de ambos lados de la mandíbula—. Vamos dentro.

Cinco minutos más tarde, Brody salió por la puerta trasera. Arrancó la tapa del cubo de basura y la lanzó a un lado. Metió la mano y sacó el cuerpo del gato. Lo llevó a su coche, lo lanzó por una ventanilla abierta, y subió. Salió del sendero y se alejó chirriando. A un centenar de metros más allá, en un estallido de furia incontrolable conectó la sirena.

Sólo le llevó un par de minutos llegar a casa de Vaughan, una enorme mansión de piedra estilo Tudor en la Sprain Drive, travesía de la calle Scotch. Salió del coche, arrastando el gato muerto por una de sus patas traseras, subió la escalinata delantera y tocó el timbre. Esperaba que Eleanor Vaughan no fuese a abrirle.

Se abrió la puerta, y Vaughan le dijo:

—Hola, Martin, yo…

Brody alzó el gato y lo empujó hacia el rostro de Vaughan.

—¿Qué me dices de esto, infeliz?

Los ojos de Vaughan se desorbitaron.

—¿Qué quieres decir? No sé de qué estás hablando.

—Uno de tus amigos hizo esto. Justo en mi jardín, justo delante de mi hijo. ¡Mataron a mi gato! ¿Les dijiste que lo hicieran?

—No seas loco, Martin —Vaughan parecía genuinamente asombrado—. Nunca haría una cosa así. Nunca.

Brody bajó el gato y dijo:

—¿Llamaste a tus amigos después de que me fui?

—Bueno… Sí. Pero sólo para decirles que las playas estarían abiertas mañana.

—¿Eso es todo lo que dijiste?

—Sí. ¿Por qué?

—¡Mentiroso de mierda! —Brody golpeó a Vaughan en el pecho con el gato y lo dejó caer al suelo—. ¿Sabes lo que dijo ese tipo cuando hubo estrangulado a mi gato? ¿Sabes lo que le dijo a mi hijo de ocho años?

—No. Naturalmente que no lo sé. ¿Cómo iba a saberlo?

—Dijo la misma frase que tú. Dijo: «Dile a tu viejo esto… Sé sutil».

Brody se volvió y bajó los escalones, dejando a Vaughan en pie junto al retorcido montón de huesos y pellejo.