Cuatro
DURANTE los días siguientes el tiempo permaneció claro e inusitadamente tranquilo. El viento soplaba suave, siempre del suroeste, una dulce brisa que ondulaba la superficie del mar, pero no levantaba espuma. El aire sólo se enfriaba ligeramente por la noche y tras días de sol continuo, la tierra y la arena se habían calentado.
El 20 de junio era un domingo. Las escuelas públicas aún tendrían una semana más de clases, antes de las vacaciones de verano, pero las escuelas privadas de Nueva York ya habían liberado a sus alumnos. Las familias que poseían casas de verano en Amity habían ido a pasar los fines de semana desde principios de mayo. Los inquilinos de verano cuyos contratos iban desde el 15 de junio al 15 de septiembre habían deshecho las maletas y, ya familiarizados con el lugar donde se hallaban los armarios de la ropa, dónde estaba guardada la porcelana buena y dónde la vajilla de diario, y cuáles camas eran más blandas que otras, comenzaban a sentirse en casa.
Hacia el mediodía, la playa frente a la calle Scotch y al Viejo Molino estaba salpicada de gente. Los esposos yacían semicomatosos en las toallas de playa, tratando de ganar fuerzas del sol antes de una tarde de tenis y el viaje de regreso a Nueva York en el tren «Bala de Cañón» del Ferrocarril de Long Island. Las esposas se apoyaban en soportes de aluminio, leyendo a Helen Maclnnes, John Cheever y Taylor Caldwell, interrumpiéndose de vez en cuando para servirse una copa de vermut seco de la nevera portátil.
Los quinceañeros yacían muy juntos en hileras simétricas y apretadas, los chicos disfrutando de la sensación rascar sus pelvis contra la arena, pensando en partes pudendas y, de vez en cuando, estirando el cuello para lograr dar una ojeada a alguna que otra, expuesta, voluntariamente o no, por las chicas que yacían boca arriba, con las piernas abiertas.
No eran jóvenes de la Era de Acuario. No hablaban de paz o polución, justicia o revolución. Los privilegios habían sido transmitidos a ellos casi con los genes. Tal como el que sus ojos fueran azules o marrones, sus gustos y conciencias venían determinados por otras generaciones. No tenían deficiencias vitamínicas, ni anemias. Sus dentaduras, gracias a su crianza o a la odontología, eran fuertes, regulares y blancas. Sus cuerpos eran esbeltos, sus músculos tonificados por las lecciones de boxeo a los nueve años de edad, las de equitación a los doce, y las de tenis desde entonces. No tenían olor corporal. Cuando sudaban, las muchachas olían suavemente a perfume, los chicos tan sólo olían a limpio.
Lo que no quiere decir que fueran estúpidos o malvados. Si sus coeficientes de inteligencia pudieran haber sido medidos, hubieran mostrado una habilidad natural bien situada en el diez por ciento superior de toda la Humanidad. Y habían sido y estaban siendo educados en escuelas que les enseñaban todas las disciplinas, incluyendo resúmenes de las aspiraciones de los grupos minoritarios, filosofías revolucionarias, hipótesis ecológicas, tácticas de poder político, drogas y sexo. Intelectualmente, sabían mucho. En la práctica, elegían no saber casi nada. Habían sido condicionados para creer (o si no para creer, al menos para tener la sensación) de que en realidad el mundo no era cosa que les concerniese a ellos. Y tenían razón Nada les influía… ni los motines raciales en lugares como Trenton, Nueva Jersey o Gary, Indiana; ni el hecho de que algunas partes del Río Missouri estuvieran tan sucias que a veces en el agua se prendía fuego espontáneamente; ni la corrupción policíaca en Nueva York o el creciente número de asesinatos en San Francisco o las revelaciones acerca de que los perros calientes contenían trozos de insectos y que el hexaclorofeno ocasionaba daños cerebrales. Incluso no se sentían afectados por los espasmos económicos que sacudían al resto de los Estados Unidos. Las fluctuaciones de los mercados de valores eran molestias que se notaban, si se notaban, al igual que cuando los padres exponían sus quejas reales o imaginarias.
Aquellos eran los que regresaban a Amity cada verano. Los otros, y había algunos entre ellos, iban a manifestaciones, gritaban, se reunían, firmaban manifiestos y pasaban el verano trabajando para infinidad de grupos de acción social. Pero, a causa de que habían dejado a un lado Amity y, como mucho, aparecían algún que otro fin de semana, tampoco ellos tenían importancia alguna.
Los niños pequeños jugaban en la arena, a la orilla del mar, haciendo agujeros y echándose arena mojada unos a otros, inconscientes y sin importarles lo que eran y en lo que se convertirían.
Un niño de seis años dejó de lanzar piedras planas de forma que rebotasen en el agua. Caminó playa arriba hasta donde su madre estaba echada, dormitando, y se dejó caer junto a ella, sobre la toalla.
—Hey, mamá —dijo, trazando círculos con su dedo en la arena.
Su madre se volvió para mirarle, haciendo pantalla con la mano para protegerse del sol.
—¿Qué?
—Estoy aburrido.
—¿Cómo puedes estar aburrido? Ni siquiera estamos en julio.
—No importa. Estoy aburrido. No tengo nada que hacer.
—Tienes toda una playa para jugar en ella.
—Lo sé. Pero no hay nada que hacer en ella. ¡Vaya si estoy aburrido!
—¿Por qué no vas a jugar a la pelota?
—¿Con quién? Aquí no hay nadie.
—Veo a mucha gente. ¿Has buscado a los Harris? ¿Y qué hay de Tommy Converse?
—No están aquí. No hay nadie. Estoy muy aburrido, mamá…
—Oh, por Dios, Alex.
—¿Puedo ir a nadar?
—No. El agua está demasiado fría.
—¿Y cómo lo sabes?
—Lo sé, y basta. Además, ya sabes que no puedes ir solo.
—¿Por qué no vienes conmigo?
—¿Al agua? Desde luego que no.
—No, quiero decir a mirarme.
—Alex, mamá está rendida, absolutamente agotada, ¿no puedes hacer otra cosa?
—¿Puedo ir en mi colchón hinchable?
—¿A dónde?
—Sólo un poco fuera. No iré a nadar. Estaré sobre el colchón.
Su madre se sentó, y se puso las gafas de sol. Miró arriba y abajo por la playa. No muy lejos, un hombre estaba metido en el agua hasta la cintura, con un niño sobre los hombros. La mujer lo miró, permitiéndose un momento de envidia y autocompasión por no poder pasarle ya a su esposo la responsabilidad de divertir al niño.
Antes de que pudiera volver la cabeza, el chico imaginó lo que estaba sintiendo.
—Apuesto a que papá me hubiera dejado —dijo.
—Alex, ya deberías saber que no es ésa la forma de lograr que te deje hacer algo —miró la playa en la otra dirección. Exceptuando a algunas parejas en la lejanía, estaba vacía—. Oh, de acuerdo. Adelante. Pero no salgas mucho. Y no nades.
Clavó la vista en el chico y, para mostrar que era en serio, bajó las gafas para que pudiera verle los ojos.
—De acuerdo —dijo él. Se puso en pie, agarró su colchón de goma y lo arrastró hasta el agua. Allí lo alzó, lo mantuvo en alto frente a él, y se internó en el agua. Cuando le llegó a la cintura, se inclinó hacia adelante. Una ola llegó al colchón y lo alzó, con el chico a bordo. Se situó en el centro, para que el colchón quedase plano. Palmeó con ambas manos, remando suavemente. Se introdujo en el mar algunos metros, luego giró y comenzó a remar arriba y abajo a lo largo de la playa. Aunque no se daba cuenta de ello, una suave corriente lo iba llevando con lentitud mar adentro.
Cincuenta metros más allá, el suelo del océano se hundía de súbito; no abruptamente, como en las paredes de un cañón, pero sí con una pendiente que pasaba de diez grados a más de cuarenta y cinco. Donde cambiaba la inclinación, el agua tenía cuatro metros y medio de profundidad. Pronto pasaban a ser siete y medio, luego doce, luego quince. Se nivelaba en treinta metros durante más o menos un kilómetro, y después se alzaba en un arrecife próximo a la superficie, a dos kilómetros de distancia de la orilla. Más allá del arrecife, el fondo se hundía rápidamente hasta sesenta metros y, aún más mar adentro, comenzaban los verdaderos fondos oceánicos.
En donde había diez metros y medio de profundidad, el gran pez nadaba lentamente, con su cola agitándose justo lo necesario para mantenerlo en movimiento. No veía nada, pues el agua estaba turbia con motas de vegetación. El pez había estado moviéndose paralelo a la línea de costa. Ahora se volvió, inclinándose suavemente sobre sí mismo, y siguió el fondo que gradualmente se alzaba. El pez notaba más luz en el agua, pero aún seguía sin ver nada.
El chico descansaba con los brazos colgando, y sus pies y tobillos entraban y salían del agua con cada pequeña ola. Tenía la cabeza vuelta hacia la costa y se dio cuenta de que había sido arrastrado más allá de donde su madre consideraría seguro. La podía ver echada sobre la toalla, y también al hombre y al niño que jugaban donde rompían las olas. No tenía miedo, pues el mar estaba tranquilo, y en realidad no estaba muy lejos de la orilla: sólo unos cuarenta metros o así. Pero más valía que se acercase; de lo contrario, tal vez su madre se sentase, lo viese y le ordenase salir del agua. Se echó un poco hacia atrás para poder usar los pies como propulsor. Comenzó a patear y a dar manotazos, dirigiéndose hacia la orilla. Sus brazos aplazaban el agua casi en silencio, pero sus pies chapoteaban desordenadamente y dejaban remolinos de burbujas tras él.
El pez no oyó el sonido, sino que más bien registró los agudos y discontinuos impulsos emitidos por el pataleo. Eran señales, débiles pero efectivas, y el pez se orientó por él, tomando esa dirección. Se alzó, primero con lentitud, luego ganando velocidad al ir haciéndose más fuertes las señales.
El chico se detuvo un momento para descansar. Cesaron las señales. El pez aminoró su velocidad, girando la cabeza de un lado al otro, tratando de recuperarlas. El chico yacía perfectamente quieto, y el pez pasó bajo él, rozando el suelo arenoso. De nuevo se volvió.
El chico reanudó sus movimientos. Daba una patada únicamente cada tres o cuatro brazadas; el patear era más pesado que ir remando continuamente con las manos, pero sus patadas ocasionales enviaron nuevas señales al pez. Esta vez sólo tuvo que orientarse por ellas un instante, pues estaba casi debajo mismo del niño. Se alzó. Casi vertical, ahora vio la conmoción en la superficie. No tenía convicción de que lo que estaba moviendo el agua arriba fuera comida, pero para él la comida no era un concepto perfectamente definido. El pez sentía el impulso de atacar; si lo que tragaba era digerible, aquello era comida; si no, luego lo regurgitaba. Abrió las fauces, y, con un último batir de cola en forma de media luna, el pez atacó.
El último y único pensamiento del chico fue que le habían dado un puñetazo en el estómago. Se quedó sin aliento en un abrir y cerrar de ojos. No tuvo tiempo de gritar, ni, aunque lo hubiera tenido, hubiera sabido qué gritar, pues no podía ver al pez. La cabeza de éste empujó el colchón fuera del agua. Las mandíbulas se cerraron de golpe, engullendo cabeza, brazos, hombros, tronco, pelvis y la mayor parte del colchón. Casi la mitad del pez había salido del agua, y se deslizó hacia adelante y hacia abajo con un movimiento de su parte central, triturando la masa de carne, huesos y goma. Las piernas del niño quedaron cortadas por las caderas, y se hundieron, girando lentamente, hacia el fondo.
En la playa, el hombre con el niño gritó: «¡Hey!» No estaba seguro de lo que había visto. Se hallaba mirando hacia el mar, y había empezado a volver la cabeza cuando un movimiento le llamó la atención. Giró de nuevo la cabeza hacia el mar, pero para entonces ya no había nada más que ver, salvo las olas ocasionadas por el chapoteo que se iban extendiendo en círculos.
—¿Viste eso? —gritó—. ¿Viste eso?
—¿Qué, papá, qué? —su hijo lo miró, excitado.
—¡Por ahí! ¡Un tiburón o una ballena o algo así! ¡Algo grande!
La madre del niño, medio dormida sobre su toalla, abrió los ojos y miró, con los párpados entrecerrados, al hombre. Vio cómo señalaba hacia el agua y le oyó decirle algo al niño, que corrió playa adentro y se quedó junto a un montón de ropas. El hombre se dirigió apresuradamente hacia ella, por lo que se sentó. No comprendía lo que le estaba diciendo, pero estaba señalando al agua, así que hizo pantalla sobre los ojos y miró al mar. Al principio, el no ver nada no le pareció extraño. Luego, recordó y dijo: «Alex».
Brody estaba comiendo: pollo al horno, puré de patatas y guisantes.
—Puré de patatas —le dijo a Ellen cuando le servía—. ¿Qué es lo que tratas de hacer conmigo?
—No quiero que te coja una anemia. Además, tienes buen aspecto cuando estás rechoncho.
Sonó el teléfono. Ellen dijo: «Voy», pero Brody se alzó. Así era como las cosas sucedían habitualmente. Ella decía: «Contestaré yo», pero él era quien siempre iba. Pasaba lo mismo cuando se había olvidado algo en la cocina. Decía: «Me olvidé de las servilletas, voy a por ellas», pero ambos sabían que sería él quien se levantaría a buscarlas.
—No vale la pena —puntualizó él—. De todas maneras, probablemente es para mí.
Sabía que era muy posible que la llamada fuera para ella, pero las palabras surgieron sin pensar.
—Soy Bixby, jefe —dijo una voz desde la comisaría.
—¿Qué pasa, Bixby?
—Creo que será mejor que venga por aquí.
—¿Por qué?
—Bueno, las cosas son, jefe… —obviamente, Bixby no quería entrar en detalles. Brody le oyó decir algo a alguien, y luego volver al teléfono—. Tengo a una histérica aquí, jefe.
—¿Por qué está histérica?
—Su chico en la playa.
Una comezón de inquietud recorrió el estómago de Brody.
—¿Qué ha sucedido?
—Es… —A Bixby se le fue la voz, y luego dijo con rapidez—: Jueves.
—Escucha, so memo… —Brody se detuvo, pues ahora comprendía—. Voy en seguida. Colgó el teléfono.
Se sentía ruborizado, casi febril. El miedo, la sensación culpa y la furia se combinaban en una sensación de dolor que le retorcía las tripas. Se creía, al mismo tiempo, traidor y traicionado, mentiroso y mentido. Era un criminal obligado a serlo, una puta que no lo deseaba. Tenía que aceptar la culpa, pero realmente no era suya. Pertenecía a Larry Vaughan y sus socios, fueran quienes fuesen. Él había querido hacer lo correcto; ellos le habían forzado a no hacerlo. Pero ¿quiénes eran para forzarlo? Si no podía enfrentarse con Vaughan, ¿qué clase de policía era? Debería haber cerrado las playas.
Supongamos que lo hubiera hecho. El pez hubiera ido a lo largo de la playa hasta… digamos East Hampton, y matado a alguien allí. Pero no era así como habían sucedido las cosas. Las playas habían permanecido abiertas y a causa de esto había muerto un niño. Así de simple. Causa y efecto. De súbito, Brody se odió a sí mismo. Y, simultáneamente, tuvo un acceso de autocompasión.
—¿Qué pasa? —preguntó Ellen.
—Acaba de morir un niño.
—¿Cómo?
—Lo ha matado un maldito carajo de tiburón.
—¡Oh, no! Si hubieras cerrado las playas… —se detuvo sin saber qué decir.
—Ajá, ya lo sé.
Harry Meadows estaba esperando en el aparcamiento de la parte trasera de la comisaría cuando llegó Brody. Abrió la puerta de al lado del conductor del coche de Brody e introdujo con dificultad su masa en el asiento.
—Para que se fíe uno del azar —dijo.
—Ajá. ¿Quién está ahí dentro, Harry?
—Un hombre del Times, dos del Newsday, y uno de los míos. Y la mujer. Y el hombre que dice que lo vio suceder.
—¿Cómo se enteró el Times?
—Mala suerte. El tipo estaba en la playa. Y también uno de los del Newsday. Ambos estaban pasando el fin de semana con gente de aquí. Llegaron allí en un par de minutos.
—¿A qué hora pasó?
Meadows miró su reloj.
—Hace quince o veinte minutos. Nada más.
—¿Saben lo de la Watkins?
—No sé. El mío sí, pero no hablará. En cuanto a los otros, depende con quién hayan estado conversando. Dudo que se hayan enterado. No han tenido tiempo para investigar.
—Lo averiguarán, más tarde o más temprano.
—Lo sé —dijo Meadows—. Eso me coloca en una posición bastante difícil.
—¡A ti! No me hagas reír.
—Hablo en serio, Martin. Si alguien del Times obtiene su historia y la escribe, aparecerá en el periódico de mañana, junto con lo que ha pasado hoy, y el Leader va a quedar como un trapo. Yo mismo voy a tener que usarla, para protegerme, aunque los demás no lo hagan.
—¿Cómo vas a usarla, Harry? ¿Qué vas a decir?
—Aún no lo sé. Ya te he dicho que estoy en una posición bastante difícil.
—¿Quién vas a decir que ordenó que se mantuviera todo en silencio? ¿Larry Vaughan?
—Ni soñarlo.
—¿Yo?
—No, no. No voy a decir que nadie ordenó que se mantuviera todo en secreto. No hubo conspiración alguna Voy a hablar con Carl Santos. Si puedo hacer que pronuncie las palabras correctas, quizá todos nos evitemos muchos problemas.
—¿Qué opinas de la verdad?
—¿Qué verdad?
—¿Qué te parecería contarlo de la forma en que sucedió? Explicar que yo deseaba cerrar las playas y advertir a la gente, pero que el consejo no estuvo de acuerdo, y que como yo fui tan gallina que no me atreví a luchar y jugarme el puesto, les seguí la corriente. Decir que todos los caciques de Amity estuvieron de acuerdo en que no había razón para alarmar a la gente sólo porque hubiera rondando un tiburón al que le gusta comer niños.
—Vamos, Martin. No fue culpa tuya. No fue culpa de nadie. Llegamos a una decisión. Aceptamos un riesgo, y perdimos. Eso es todo.
—Maravilloso. Ahora, sólo tengo que ir a informar a la madre del niño que lamentamos mucho haber tenido que usar a su hijo como ficha en una apuesta —Brody salió del coche y se dirigió a la puerta trasera de la comisaría. Meadows, tardando más en extraer su cuerpo del interior, le siguió a unos pasos por detrás.
Brody se detuvo.
—¿Sabes lo que me gustaría saber, Harry? Quién tomó realmente la decisión. Tú estuviste de acuerdo en ella. Yo estuve de acuerdo en ella. No creo que Larry Vaughan fuera la persona que tomó la decisión; pienso que también él estuvo de acuerdo con ella.
—¿Qué es lo que te hace pensar eso?
—No estoy seguro. ¿Sabes algo de sus socios en el negocio?
—¿Pero es que tiene verdaderos socios?
—Estoy empezando a preguntármelo. De todos modos, que les den por el culo… por el momento —Brody dio otro paso, y cuando vio que Meadows aún le seguía, añadió—. Mejor será que vayas por la puerta delantera, Harry… para mantener las apariencias.
Brody entró en su oficina a través de una puerta lateral. La madre del niño estaba sentada frente a su escritorio, retorciendo un pañuelo. Llevaba un corto albornoz sobre su traje de baño. Sus pies estaban descalzos. Brody la miró nervioso, sintiéndose de nuevo culpable. No podía saber si estaba llorando, pues sus ojos estaban cubiertos por grandes gafas de sol redondas.
Un hombre estaba de pie, junto a la pared de atrás. Brody supuso que era el que decía haber sido testigo del accidente. Estaba estudiando con aire ausente la colección de recuerdos de Brody: encomios de grupos de servicio comunales, fotos de Brody con autoridades que habían pasado por allí. No era exactamente una cosa demasiado atractiva para un adulto, pero mirarla era mejor que arriesgarse a conversar con la mujer.
Brody nunca había sido muy partidario de consolar al la gente, así que se presentó, y empezó a hacer preguntas. La mujer le informó de que no había visto nada. En un instante el chico estaba allí, al siguiente había desaparecido, «y todo lo que vi fueron trozos de su colchón». Su voz era débil pero no se quebraba. El hombre describió lo que había visto, o lo que creía haber visto.
—Así que nadie vio realmente a un tiburón —dijo Brody, manteniendo una débil esperanza en lo profundo de su mente.
—No —dijo el hombre—. Supongo que no. Pero ¿qué otra cosa pudo ser?
—Muchas cosas —Brody se estaba mintiendo a sí mismo, tanto como a ellos, probando a ver si podía creerse sus propias mentiras, mirando si alguna alternativa a la verdad podía sonar verosímil—. El colchón pudo deshincharse, y el niño haberse ahogado.
—Alex es un buen nadador —protestó la mujer—. O… lo era.
—¿Y qué hay del chapoteo? —dijo el hombre.
—El chico pudo haberlo producido.
—No gritó nada. Ni una palabra.
Brody se dio cuenta de que era fútil seguir así.
—De acuerdo —dijo—. Probablemente lo sabremos en seguida.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el hombre.
—De una forma u otra, la gente que muere en el agua acostumbra a aparecer en algún sitio. Si fue un tiburón, no habrá duda alguna. —Los hombros de la mujer cayeron y Brody se maldijo a sí mismo por ser un tonto sin tacto alguno—. Lo lamento.
La mujer agitó la cabeza y se echó a llorar.
Brody le dijo al hombre y a la mujer que esperaran en su oficina, y salió a la parte delantera de la comisaría. Meadows estaba en pie junto a la puerta de entrada, apoyado contra la pared. Un joven, que Brody supuso que sería el periodista del Times, estaba haciéndole gestos y parecía interrogarle. El joven era alto y delgado. Llevaba sandalias y un traje de baño, así como una camisa de manga corta con un emblema en forma de caimán cosido al lado izquierdo del pecho, lo que ocasionó que Brody sintiese una antipatía instintiva e instantánea hacia el hombre. Durante su adolescencia, Brody había pensado que esas camisas eran símbolo de riqueza y posición. Toda la gente de verano las usaba. Brody estuvo dando la lata a su madre hasta que le compró una, «una camisa de dos dólares con un lagarto que vale seis», dijo ella… y cuando no se vio felicitado por masas de veraneantes, se sintió humillado. Arrancó el caimán del bolsillo y usó la camisa como trapo para limpiar la podadora del césped con la que se ganaba su dinero de bolsillo en verano. Más recientemente, Ellen había insistido en comprar conjuntos hechos por el mismo fabricante, pagando un sobreprecio que a duras penas podían permitirse sólo por el emblema del caimán… para ayudarle a recuperar la entrada en su viejo ambiente. Para sorpresa del propio Brody, una noche se encontró a sí mismo regañando a Ellen por comprar «un vestido de diez dólares con un lagarto que vale veinte».
Dos hombres estaban sentados en un banco: los periodistas del Newsday. Uno llevaba un traje de baño, el otro un blasier y pantalones. El periodista de Meadows, que Brody sabía que se llamaba Nat algo, estaba inclinado sobre el escritorio, charlando con Bixby. Se quedaron en silencio en cuanto vieron entrar a Brody.
—¿Qué puedo hacer por ustedes? —preguntó Brody.
El joven situado junto a Meadows dio un paso hacia adelante y declaró:
—Soy Bill Whitman, del Times de Nueva York.
—¿Y? —¿Qué es lo que se supone que debo hacer?, pensó Brody. ¿Caerme de culo?
—Estaba en la playa.
—¿Qué es lo que vio?
Uno de los periodistas del Newsday le interrumpió:
—Nada. Yo también estaba allí. Nadie vio nada. Excepto quizá el tipo que está en su oficina. Él dice que vio algo.
—Lo sé —dijo Brody—. Pero no está seguro de lo que vio.
—¿Está dispuesto a considerar esto como el ataque de un tiburón? —interrogó el hombre del Times.
—No estoy dispuesto a considerar nada, y les sugiero que ustedes tampoco vayan afirmando nada hasta que sepan muchas más cosas de las que saben en este momento.
El periodista del Times sonrió.
—Vamos, jefe, ¿qué es lo que quiere que hagamos? ¿Que lo llamemos desaparición misteriosa? ¿Un chico que se pierde en el mar?
A Brody le resultaba difícil resistir a la tentación de intercambiar airadas ironías con el periodista del Times así que dijo:
—Escuche, señor… Whitman, ¿no?… Whitman. No tenemos ningún testigo que viera más que un chapoteo. El hombre que hay ahí dentro vio una cosa grande y plateada que piensa pudo ser un tiburón. Afirma que jamás ha visto un tiburón vivo en toda su vida. Así que no es lo que podría llamarse el testimonio de un experto. No tenemos cadáver, ni verdadera evidencia de que algo violento le haya sucedido al chico… Quiero decir que lo único que sabemos es que ha desaparecido. Es posible que se haya ahogado. Se puede pensar que tuvo un ataque o le dio algún calambre y entonces se ahogó. Y también cabe imaginar que fue atacado por algún tipo de pez o animal… o incluso una persona, en lo que a suposiciones respecta, todas esas cosas son posible, y hasta que consigamos…
Brody fue interrumpido por el sonido de unos neumáticos rechinando sobre la grava del aparcamiento público situado frente a la comisaría. Sonó el ruido de una puerta de coche cerrándose de golpe, y Len Hendricks entró a la carga en el edificio, sin más ropa que un traje de baño. Su cuerpo tenía el color gris blanquecino moteado de una copa de café de material plástico. Se detuvo en medio de la sala.
—Jefe…
Brody se quedó asombrado por la increíble visión de Hendricks en traje de baño: los muslos repletos de pecas, los genitales que abultaban bajo el apretado tejido.
—¿Has estado nadando, Leonard?
—¡Ha habido otro ataque! —exclamó Hendricks.
El periodista del Times preguntó con rapidez:
—¿Cuándo fue el primero?
Antes de que Hendricks pudiera contestar, Brody intervino:
—Estábamos discutiéndolo en este mismo momento, Leonard. No quiero que ni tú ni nadie saque conclusiones hasta saber de lo que estamos hablando. ¡Por Dios, ese chico puede haberse ahogado!
—¿Chico? —dijo Hendricks—. ¿Qué chico? Ha sido un hombre, un viejo. Hace cinco minutos. Estaba un poco más allá de donde rompen las olas y, repentinamente, gritó como si lo estuviesen asesinando y su cabeza se hundió bajo el agua, salió de nuevo y gritó algo más, y entonces se hundió otra vez. Chapoteaba mucho, y por todas partes había sangre. El pez regresaba una y otra vez y le atacaba, le volvía a atacar y le atacaba otra vez. Era el más jodidamente grande de los peces que jamás haya visto en toda mi vida, Tan grande como una camioneta. Me metí hasta la cintura y traté de sacar al tipo, pero el bicho seguía atacándolo —Hendricks se interrumpió, mirando al suelo. La respiración salía de su pecho en cortas explosiones—. Luego, el pez lo dejó. Quizá se fue. No sé. Caminé por el agua hasta donde estaba flotando el tipo. Tenía la cabeza dentro del agua. Agarré uno de sus brazos y tiré.
—¿Y? —preguntó Brody.
—Me quedé con él en la mano. El tiburón debió haberlo cortado casi por completo, excepto una tira de piel —Hendricks alzó la vista, con los ojos rojos y repletos de lágrimas de agotamiento y miedo.
—¿Vas a vomitar? —inquirió Brody.
—No creo.
—¿Llamaste a la ambulancia?
Hendricks negó con la cabeza.
—¿Ambulancia? —repitió el periodista del Times—. ¿No es eso como cerrar la puerta del corral cuando ya se ha escapado el caballo?
—Cierre la boca, niño bonito —gritó Brody—. Bixby, llama al hospital. Leonard, ¿te animas a trabajar un poco? —Hendricks asintió con la cabeza—. Entonces, ponte algo de ropa y busca alguno de esos carteles que dicen que las playas están cerradas.
—¿Tenemos alguno?
—No sé. Deberíamos. Quizá ahí atrás en el almacén, con esos otros que dicen «Esta propiedad está protegida por la Policía». Si no tenemos, tendremos que hacer alguno que sirva hasta que nos lo haga un profesional. No me importa. De una forma u otra, cerraremos de una vez esas malditas playas.
El lunes por la mañana, Brody llegó a la oficina un poco después de las siete.
—¿Lo has conseguido? —le dijo a Hendricks.
—Está en su mesa.
—¿Bueno o malo? No importa, voy a verlo por mí.
—No le costará encontrarlo.
La edición del Times de Nueva York se hallaba en el centro del escritorio de Brody. Aproximadamente a tres cuartas partes hacia abajo de la columna derecha de la primera página, vio el titular:
Tiburón mata a dos personas en Long Island.
Brody dijo: «Mierda», y comenzó a leer.
Por William F. Whitman
Especial para el New York Times
Amity, L.I., 20 junio. — Un niño de seis años y un viejo de sesenta y cinco resultaron muertos hoy a causa de dos ataques de tiburón que ocurrieron con una hora de diferencia, cerca de las playas de esta comunidad veraniega.
Aunque el cadáver del niño, Alexander Kintner, no fue hallado, se dice oficialmente que no hay duda de que fue muerto por un tiburón. Un testigo, Thomas Daguerre, de Nueva York, dijo que vio un gran objeto plateado salir del agua y atrapar al niño y el colchón de goma, desapareciendo de nuevo en el agua con un gran chapoteo.
El forense de Amity, Carl Santos, declaró que las manchas de sangre halladas en jirones de goma recuperados luego no dejaba lugar a dudas acerca de que el niño había fallecido de muerte violenta.
Al menos quince personas presenciaron el ataque a Morris Cater, de sesenta y cinco años, que tuvo lugar aproximadamente a las dos, y a medio kilómetro de distancia de la playa en la que fue atacado el niño Kintner.
Aparentemente, el señor Cater estaba nadando justo más allá de la línea de rompiente cuando fue golpeado de súbito por detrás. Gritó pidiendo ayuda, pero todo intento de rescatarle fue en vano.
«Me metí hasta la cintura y traté de sacarlo —dijo el agente de policía Leonard Hendricks, de Amity, que se hallaba en aquel momento en la playa—, pero el pez no dejaba de atacarle.»
El señor Cater, un mayorista de joyería con su oficina en número 1224 de la Avenida de las Américas, fue declarado muerto a su llegada al Hospital Southampton.
Estos incidentes son los primeros casos documentados a ataques de tiburones a bañistas en la costa este, en más de dos décadas.
Según el doctor David Dieter, ictiólogo del Acuario de Nueva York, en Coney Island, es lógico asumir, aunque no sea totalmente seguro, que ambos ataques fueron obra del mismo tiburón.
«En esta época del año y en esas aguas —dijo el doctor Dieter—, hay muy pocos tiburones. Es raro en cualquier época año que los tiburones se acerquen tanto a la playa. Así que las posibilidades de que dos tiburones se hallen frente al mismo lugar y en el mismo momento, y que cada uno de ellos ataque a una persona, son prácticamente infinitesimales.»
Cuando se le informó de que un testigo había descrito al tiburón que atacó al señor Cater como «tan grande como una camioneta» el doctor Dieter dijo que probablemente el tiburón fuera un «gigante blanco» (Carcharodon carcharias), una especie conocida en todo el mundo por su voracidad y agresividad.
Según dijo, en 1916 un gigante blanco atacó a cuatro bañistas en Nueva Jersey el mismo día, siendo el único otro caso del que se tiene noticia de ataque fatal y múltiple de un tiburón producido en los Estados Unidos en este siglo. El doctor Dieter atribuye estos ataques a «la mala suerte, como cuando un rayo cae sobre una casa. El tiburón probablemente pasaba por allí. Resulta que era un buen día, y que la gente estaba nadando, justo cuando él pasaba por allí. Fue pura casualidad.»
Amity es una comunidad veraniega de la costa sur de Long Island, aproximadamente a medio camino entre Bridgehampton y East Hampton, con una población invernal de mil personas. En el verano, la población se incrementa a diez mil.
Brody acabó de leer el artículo y dejó el periódico sobre la mesa. Casualidad, decía el doctor, pura casualidad. ¿Qué es lo que hubiera dicho si estuviera enterado del primer ataque? ¿Seguiría pensando que era pura casualidad? ¿O diría que era negligencia, una terrible e imperdonable negligencia? Había ya tres personas muertas, y dos de ellas podrían seguir con vida si él se hubiera…
—Ya has leído el Times —dijo Meadows. Estaba en la puerta.
—Ajá, acabo de verlo. No se enteraron de lo de la Watkins.
—Ya lo sé. Es bastante curioso, especialmente después de la metedura de pata de Len.
—Pero tú sí hablas de ello.
—He hablado. Tenía que hacerlo. Toma —Meadows entregó a Brody un ejemplar del Leader de Amity. Un gran titular se extendía a lo ancho de las seis columnas de la primera página: Dos personas muertas por un monstruoso tiburón en las playas de Amity. Bajo esto, con tipo más pequeño, un subtítulo: El número de victimas del pez asesino se eleva ya a tres.
—Desde luego consigues buenas noticias, Harry.
—Léelo.
Brody leyó:
Dos visitantes veraniegos de Amity fueron brutalmente muertos ayer por un tiburón comedor de hombres que los atacó mientras se divertían en las frías aguas de la playa situada frente a la calle Scotch.
Alexander Kintner, de seis años, que vivía con su madre en la casa de Goose Neck Lane, propiedad de los señores Richard Packard, fue el primero en morir, atacado desde abajo mientras se hallaba echado sobre un colchón de goma. Su cadáver no ha sido hallado.
Menos de media hora más tarde, Morris Cater, de sesenta y cinco años de edad, que estaba pasando el fin de semana en el Hostal Abelard Arms, fue atacado desde atrás mientras nadaba en el suave oleaje, frente a la playa pública.
El gigantesco pez lo golpeó una y otra vez, salvajemente, mientras el señor Cater gritaba pidiendo auxilio. El patrullero Len Hendricks, que por pura coincidencia estaba allí, bañándose en el mar por primera vez en cinco años, hizo un valeroso intento de rescatar a la víctima que aún se debatía, pero el animal no dio cuartel. El señor Cater estaba ya muerto cuando fue sacado de las aguas.
Las muertes fueron la segunda y tercera originadas por ataques de tiburón en Amity, en los últimos cinco días.
El pasado miércoles por la noche, la señorita Christine Watkins, huésped de los señores John Foote, de la Carretera del Viejo Molino, salió a nadar y desapareció.
El jueves por la mañana, el jefe de la policía, Martin Brody y el agente Hendricks recuperaron su cadáver. Según el forense Carl Santos, la causa de la muerte había sido «definitiva e incontrovertiblemente, el ataque de un tiburón.»
Preguntado acerca de por qué no se hizo pública la causa de la muerte, el señor Santos rehusó comentarlo.
Brody alzó la vista del periódico y preguntó:
—¿Es cierto que Santos rehusó comentarlo?
—No. Dijo que nadie más que tú y yo le había preguntado la causa de la muerte, así que no se sintió obligado decírselo a nadie. Como puedes ver, no iba a publicar esa respuesta. Nos hubiera echado todas las culpas sobre ti y sobre mí. Esperaba haber conseguido que dijera algo al como: «Su familia requirió que se mantuviese en privado la causa de su muerte y dado que obviamente no se trataba de un crimen, estuve de acuerdo», pero no quiso. No puedo decir que yo no hubiera hecho lo mismo.
—Entonces, ¿qué es lo que hiciste?
—Traté de hablar con Larry Vaughan, pero se había ido fuera a pasar el fin de semana. Pensé que sería e mejor portavoz oficial.
—¿Y qué hiciste al no poder encontrarlo?
—Lee.
No obstante, se cree que los funcionarios gubernativos y la policía de Amity decidieron no hacer pública esa información en interés común. «La gente tiende a reaccionar de forma excesiva cuando oye hablar del ataque de un tiburón —dijo un miembro del consejo ciudadano—. No queríamos iniciar un pánico. Y teníamos la opinión de un experto acerca de que la posibilidad de otro ataque era prácticamente nula».
—¿Quién es ese miembro del consejo tan parlanchín? —preguntó Brody.
—Todos y ninguno —le respondió Meadows—. Básicamente, es lo que todos dijeron, pero ninguno de ellos quiso que se le citase.
—¿Y qué hay de que no cerrásemos las playas? ¿Hablaste de eso?
—Tú lo hiciste.
—¿Qué yo lo hice?
Al preguntársele por qué no ordenó que se cerrasen las playas hasta que fuera atrapado el tiburón asesino, el jefe Brody contestó: «El océano Atlántico es muy grande. Los peces nadan en él y van de un sitio a otro. No permanecen siempre en un sitio, especialmente en un área como ésta en la que no tienen una fuente de alimentos. ¿Qué íbamos a hacer? Si cerrábamos las playas de Amity, la gente se iría simplemente en coche a East Hampton y nadarían allí. Y había tantas posibilidades de que muriesen en East Hampton como en Amity.»
Sin embargo, tras los ataques de ayer, el jefe Brody ordenó que las playas fueran cerradas hasta nueva orden.
—Dios mío, Harry —dijo Brody—. Realmente me la has hecho buena. Me haces argumentar en favor de un caso en el que no creo. Luego queda demostrado que me equivoqué y me veo obligado a hacer una cosa que yo deseé hacer desde el principio. Es una jugada bastante puerca.
—No ha sido una jugada. Tenía que hacer que alguien emitiese la declaración oficial, y dado que Vaughan no estaba, tú eres el más lógico. Tienes que admitir que estuviste de acuerdo con la decisión, así que, por las buenas o por las malas, la apoyaste. No veo que vayamos a sacar nada bueno de airear todos nuestros trapos sucios y disputas privadas.
—Creo que tienes razón. De todos modos, ya está hecho. ¿Hay algo más que tenga que leer del periódico?
—No. Sólo cito a Matt Hooper, ese tipo de Woods Hole. Dice que sería muy raro que se produjera otro ataque. Pero está algo menos seguro que la última vez.
—¿Cree que es un solo pez el que está haciendo todo esto?
—Naturalmente, no puede estar seguro, pero diría que sí. Piensa que se trata de un gigante blanco.
—Yo también. Bueno, a lo que me refiero es que no sé distinguir entre los blancos, verdes o azules, pero pienso que es un solo tiburón.
—¿Por qué?
—No estoy muy seguro, para hablar con exactitud. Ayer por la tarde llamé a la Guardia Costera en Montauk. Les pregunté si habían visto muchos tiburones por aquí recientemente y me contestaron que no habían visto ni uno. Aún no habían visto ninguno esta primavera, porque es todavía muy pronto, así que esta respuesta no es demasiado extraña. Dijeron que enviarían una lancha por aquí más tarde, y me llamarían si veían algo. Al fin, les llamé yo. Me informaron de que habían estado rastreando por esta área, arriba y abajo, durante dos horas, sin ver nada. Por consiguiente, no hay demasiados tiburones por los alrededores. También me dijeron que cuando hay tiburones por aquí, normalmente son azules, de tamaño medio, de un metro y medio a tres, y tiburones de arena que generalmente no molestan a la gente. Por lo que Leonard afirma que vio ayer, ése no es un tiburón azul de tamaño medio.
—Hooper dijo que había una cosa que podíamos hacer —le explicó Meadows—. Ahora que has cerrado las playas, podríamos echar cebo. Ya sabes, tirar tripas de pescado y cosas así por el agua. Me informó que si había un tiburón por los alrededores, eso lo haría venir a la carrera.
—Oh, excelente. Esto es lo que necesitamos, atraer tiburones. ¿Y si aparece? ¿Qué es lo que hacemos?
—Pescarlo.
—¿Con qué? ¿Con mi cañita querida?
—No, con un arpón.
—Un arpón. Harry, ni siquiera tengo una lancha de policía, para no hablar de una lancha con arpones.
—Hay pescadores por aquí. Ellos tienen lanchas.
—Sí, a ciento cincuenta dólares al día, más o menos.
—Cierto. Pero a mí me parece que… —Una conmoción que se produjo en el vestíbulo interrumpió a Meadows a media frase.
Él y Brody oyeron a Bixby decir:
—Ya le he dicho, señora, que está en conferencia.
Luego, una voz de mujer exclamó:
—¡Y una mismísima mierda! No me importa lo que esté haciendo; voy a entrar ahí.
Se oyeron pasos a la carrera, primero los de una persona, luego los de dos. Se abrió de golpe la puerta de la oficina de Brody y, en el hueco de la misma, aferrando un periódico y con lágrimas rodándole por las mejillas, apareció la madre de Alexander Kintner.
Bixby surgió tras ella y dijo:
—Lo lamento, jefe. Traté de detenerla.
—No te preocupes, Bixby —le contestó Brody—. Entre, señora Kintner.
Meadows se alzó y le ofreció su silla, que era la más cercana al escritorio de Brody. Ella lo ignoró, y caminó hasta el jefe de policía, que se hallaba en pie tras su mesa.
—¿Qué es lo que puedo hacer…?
La mujer le golpeó el rostro con el periódico. A Brody no le hizo tanto daño como le produjo asombro… especialmente por el ruido, una seca detonación que resonó profundamente en su oído izquierdo. El periódico cayó al suelo.
—¿Qué dice de esto? —gritó la señora Kintner—. ¿Qué dice?
—¿Que qué digo de qué? —interrumpió Brody.
—De lo que dice aquí. De que usted sabía que era peligroso nadar. De que alguien había sido ya asesinado por ese tiburón. De que lo mantuvo en secreto.
Brody no sabía qué contestar. Naturalmente, todo aquello era cierto, al menos de una forma estricta. No podía negarlo. Y sin embargo, tampoco podía admitirlo, dado que no era toda la verdad.
—Más o menos —dijo—. Quiero decir que sí, que es cierto, pero que… Oiga, señora Kintner…
Trataba de suplicarle que se controlase hasta poderle dar una explicación.
—¡Usted asesinó a Alex! —aulló las palabras, y Brody estuvo seguro de que las podrían oír en el apartamento, en la calle, en el centro del pueblo, en las playas, por todo Amity. Estaba seguro que su esposa las habría oído, y también sus hijos.
Pensó para sí mismo: hazla callar antes de que diga nada más. Pero lo único que pudo hacer fue:
—¡Chissst!
—¡Lo hizo! ¡Lo mató! —Sus puños estaban agarrotados a ambas lados de su cuerpo, y su cabeza saltaba hacia adelante mientras gritaba, como si quisiese clavarle las palabras a Brody—. ¡No se escapará de ésta!
—Por favor, señora Kintner —dijo Brody—. Cálmese. Sólo un instante. Déjeme explicarle.
Adelantó la mano para tocarle el hombro y ayudarla a sentarse en una de las sillas, pero ella se apartó con un estremecimiento.
—¡Quíteme sus asquerosas manos de encima! —gritó—. Usted lo sabía. Lo sabía desde siempre, pero no lo quería decir. Y ahora un niño de seis años, un hermoso niño de seis años. Mi niño…
Las lágrimas parecían salir escupidas de sus ojos, y, mientras se estremecía por la ira, saltaban gotitas de su rostro.
—¡Lo sabía! ¿Por qué no lo dijo? ¿Por qué? —Se abrazó a sí misma, rodeándose el cuerpo con las manos, como si estuviese metida en una camisa de fuerza, y miró a Brody directamente a los ojos.
—¿Por qué?
—Es… —Brody buscó palabras—. Es una larga historia.
Se sentía herido. Tan incapacitado como si le hubieran disparado. No sabía si podría explicarse ahora. Ni siquiera estaba seguro de poder hablar.
—Seguro que sí —dijo la mujer—. Es usted un hombre malvado. Malvado. Malvado. Usted…
—¡Basta ya! —el grito de Brody era tanto una súplica como una orden. La hizo callar—. Ahora escuche, señora Kintner, se equivoca usted totalmente, totalmente. Pregúnteselo al señor Meadows.
Meadows, congelado por la escena, asintió como sin darse cuenta.
—Claro que dirá eso. ¿Por qué no lo iba a decir? Es su amigo, ¿no? Probablemente le habrá dicho que usted ha hecho lo que tenía que hacer. —Su ira crecía de nuevo, anegándola, resucitaba por una nueva explosión de amperaje emotivo—. Seguro que lo decidieron juntos. Así las cosas son más fáciles, ¿no es cierto? ¿Sacaron mucho dinero?
—¿Cómo?
—¿Sacaron mucho dinero de la sangre de mi hijo? ¿Les pagó alguien para que no dijeran lo que sabían?
Brody se sintió horrorizado.
—¡No! Por Cristo, claro que no.
—Entonces, ¿por qué? Dígamelo, dígame el porqué. Yo sí que le pagaré. ¡Pero dígame el porqué!
—Porque no pensábamos que fuera a suceder de nuevo —Brody se sintió sorprendido por la concisión de su respuesta. Pero en realidad, eso era todo, ¿no?
La mujer se quedó en silencio por un instante, dejando que las palabras fueran registradas por su confusa mente. Parecía repetírselas para sí misma. Dijo:
—¡Oh! —Luego, un segundo más tarde—: ¡Jesús!
De pronto, como si hubiesen girado un control en su interior, quitándole la corriente, ya no tuvo más autocontrol. Se desplomó en la silla situada junto a la de Meadows, y comenzó a llorar con sollozos jadeantes, que la ahogaban.
Meadows trató de calmarla, pero ni lo oyó. Tampoco oyó a Brody cuando le dijo a Bixby que llamase a un doctor. Y ni vio, ni oyó, ni notó nada cuando el doctor entró en la oficina, escuchó la descripción hecha por Brody de lo que había sucedido, tras de hablar con ella, le dio una inyección de Librium, se la llevó a su coche con la ayuda de uno de los hombres de Brody, y la trasladó al hospital.
Cuando hubo partido, Brody miró su reloj y dijo:
—Y ni siquiera son las nueve. Si alguna vez he creído necesitar un trago… Guau.
—Si lo dices en serio —le repuso Meadows—, tengo algo de whisky en mi oficina.
—No. Si esto ha sido un indicativo de cómo va a ser el resto del día, mejor será que tenga la cabeza bien serena.
—Es difícil, pero tendrías que tratar de no tomarte demasiado en serio lo que dijo. Quiero decir que la mujer estaba bajo un shock.
—Lo sé, Harry. Cualquier doctor afirmaría que no sabía lo que estaba diciendo. El problema es que yo ya había pensado muchas de esas cosas. Quizá no con esas mismas palabras, pero la idea era la misma.
—Vamos, Martin. Sabes que no puedes echarte las culpas.
—Lo sé. Podría culpar a Larry Vaughan. O quizá incluso a ti. Pero lo cierto es que las dos muertes de ayer podían haberse evitado. Yo podía haberlas evitado, y no lo hice. Eso es lo importante.
Sonó el teléfono. Lo contestaron en la otra habitación y una voz dijo por el interfono:
—Es el señor Vaughan.
Brody apretó el botón encendido, tomó el receptor y dijo:
—Hola, Larry. ¿Pasaste un buen fin de semana?
—Hasta aproximadamente a las once de anoche —dijo Vaughan—, cuando encendí la radio de mi coche, camino de casa. Tuve tentaciones de llamarte inmediatamente, pero pensé que ya habrías tenido un día bastante malo para que se te molestase a esa hora.
—Esa es una decisión con la que estoy completamente de acuerdo.
—No hurgues en la herida, Martin. Ya me siento bastante mal.
Brody deseaba decir: «¿De verdad, Larry?» Deseaba hurgar en la herida hasta abrirla y verla sangrar, para descargar parte de su angustia sobre alguien. Pero sabía que era poco digno el intentarlo y además imposible de lograr, así que todo lo que dijo fue:
—Naturalmente.
—Ya he tenido dos anulaciones esta mañana. Alquileres altos. Buena gente. Ya habían firmado, y les dije que podía llevarlos a juicio. Me dijeron que adelante, pero que ellos se iban a otro sitio. Me da miedo contestar al teléfono. Aún tengo veinte casas que no han sido alquiladas para agosto.
—Me gustaría poder decirte otra cosa, Larry, pero todo va ponerse peor.
—¿Qué quieres decir?
—Hablo de que ahora están las playas cerradas.
—¿Cuánto tiempo piensas que tendrás que tenerlas cerradas?
—No lo sé. Tanto como sea necesario. Algunos días. Quizá más.
—Ya sabes que a finales de la semana que viene es el Cuatro de Julio.
—Sí, ya lo sé.
—Ya es demasiado tarde para esperar un buen verano, pero quizá podamos salvar algo, al menos para agosto, si el día cuatro es bueno.
Brody no sabía qué opinar del tono de la voz de Vaughan.
—¿Estás discutiendo conmigo, Larry?
—No. Creo que estaba pensando en voz alta. O rezando. De todas maneras, ¿hasta cuándo piensas tener cerradas las playas? ¿Indefinidamente? ¿Cómo sabrás cuándo se ha ido esa bestia?
—No he tenido tiempo de pensar tan lejos. Ni siquiera sé por qué está ahí. Déjame preguntarte una cosa, Larry. Por pura curiosidad.
—¿Qué?
—¿Quiénes son tus socios?
Pasó un largo momento antes que Vaughan replicara:
—¿Por qué lo quieres saber? ¿Qué tiene que ver eso con lo demás?
—Como te he dicho, es pura curiosidad.
—Guarda tu curiosidad para tu trabajo, Martin. Deja que yo me preocupe de mi negocio.
—Por supuesto, Larry. No te ofendas.
—Entonces, ¿qué es lo que vas a hacer? No podemos quedarnos sentados y esperar que se vaya. Podemos morirnos de hambre mientras esperamos.
—Lo sé. Meadows y yo estábamos justamente hablando de esto. Un experto en peces, amigo de Harry, dice que podríamos intentar atrapar al tiburón. ¿Qué te parecería tratar de reunir un par de centenares de dólares para alquilar la lancha de Ben Gardner por un día o dos? No creo que jamás haya pescado ningún tiburón, pero valdría la pena intentarlo.
—Todo vale la pena, si sirve para librarnos de esa bestia, y podemos volver a ganarnos la vida. Adelante. Di le que sacaré el dinero de algún sitio.
Brody colgó el teléfono y le dijo a Meadows:
—No sé por qué me interesa tanto, pero daría un huevo por saber algo más acerca de los negocios del señor Vaughan.
—¿Por qué?
—Es un hombre muy rico. Por mucho que dure el asunto del tiburón, a él no le ocasionará un daño grave. Seguro, perderá algo de pasta, pero está hablando de esto como si fuera cuestión de vida o muerte… y no me refiero a los habitantes de este pueblo. Sino como si lo fuera para él.
—Quizá sea simplemente una persona consciente.
—No era la conciencia lo que le hacía hablar así. Créeme, Harry. Sé lo que es ser consciente.
A quince kilómetros al sur de la punta este de Long Island, una lancha de pesca alquilada derivaba lentamente en la corriente. Dos sedales colgaban flojamente a popa, en una mancha de aceite. El patrón de la lancha, un hombre alto y enjuto, estaba sentado en un banco del puente, mirando al agua. Abajo, en la cabina, los dos hombres que habían alquilado la lancha estaban leyendo. Uno leía una novela y el otro el Times de Nueva York.
—Hey, Quint —dijo el hombre del periódico—, ¿has leído eso acerca del tiburón que mató a esa gente?
—Ya lo he visto —dijo el patrón.
—¿Crees que nos encontraremos con ese tiburón?
—Ni hablar.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
—¿Y si fuéramos a buscarlo?
—No iremos.
—¿Por qué no?
—Aquí no tenemos problemas. Nos quedaremos.
El hombre agitó la cabeza y sonrió.
—Muchacho, eso sí que sería un buen deporte.
—Peces como ése no son deporte —comentó el patrón.
—¿A qué distancia está Amity de aquí?
—Un poco más allá por la costa.
—Bueno, si está por alguna parte de ahí, quizá te lo encuentres uno de estos días.
—Desde luego, nos encontraremos el uno con el otro, pero no hoy.