Siete

EL fin de semana fue tan tranquilo como los fines de semana de finales de otoño. Con las playas cerradas y con la policía patrullándolas durante las horas de luz, Amity estaba prácticamente desierta. Hooper iba arriba y abajo en la lancha de Ben Gardner, pero los únicos signos de vida que atisbaba en el agua eran algunos bancos de pequeños peces y uno, no muy grande, de sábalos. El domingo por la noche, tras pasar el día frente a East Hampton, cuyas playas estaban repletas, por lo que pensó que quizá fuera posible que el tiburón apareciese donde nadaba la gente, le dijo a Brody que había llegado a la conclusión de que el pez había regresado a las profundidades.

—¿Qué es lo que le hace pensar así? —le había preguntado Brody.

—No hay señales de él —contestó Hooper—. Y hay otros peces por los alrededores. Si hubiera un gigante blanco en estas proximidades, todo lo demás desaparecería. Es una de las cosas que los buceadores cuentan de los blancos. Cuando están por algún sitio, hay una quietud extraña en las aguas.

—No estoy convencido —dijo Brody—. Al menos no lo bastante como para abrir las playas. Aún no.

Sabía que tras un fin de semana sin acontecimientos llegarían las presiones: de Vaughan, de los otros agentes de bienes inmobiliarios, de los comerciantes, para que abriese las playas. Casi deseaba que Hooper hubiese visto al tiburón. Aquello hubiera sido una certidumbre. Ahora, sólo había evidencia negativa, y esto, para su mente de policía, no era bastante.

El lunes por la tarde, Brody estaba sentado en su oficina cuando Bixby le anunció una llamada telefónica de Ellen.

—Siento molestarte —le dijo—, pero deseaba preguntarte una cosa. ¿Qué te parecería si diésemos una cena?

—¿Para qué?

—Simplemente para dar una cena. No lo hemos hecho en años. Ni siquiera recuerdo cuándo dimos la última.

—No —admitió Brody—, tampoco yo.

Pero era una mentira. Recordaba demasiado bien su última cena: hacía tres años, cuando Ellen estaba en plena cruzada para restablecer sus lazos con la comunidad veraniega. Había invitado a tres parejas veraneantes. Eran gente bastante afable, recordaba Brody, pero las conversaciones habían sido forzadas, poco naturales, y se habían sentido incómodos. Brody y sus invitados se habían interrogado buscando algún interés o experiencia comunes, y no lo habían hallado. Así que, al cabo de un tiempo, los invitados se habían dedicado a hablar entre ellos, cuidándose muy educadamente de incluir a Ellen cada vez que decía algo como «Oh, lo recuerdo». Ella había estado nerviosa y asustada, y cuando los invitados se hubieron ido, después de lavar los platos y decir un par de veces a Brody: «¿No te pareció una velada deliciosa?», se había encerrado en el baño a llorar.

—Bueno, ¿qué te parece? —volvió a preguntar Ellen.

—No sé. Supongo que está bien, si tú lo deseas. ¿A quién vas a invitar?

—Antes que a nadie, creo que deberíamos invitar a Matt Hooper.

—¿Para qué? Come en el Abelard, ¿no? Está incluido en el precio de la habitación.

—Esa no es la cuestión, Martin. Lo sabes. Está solo en el pueblo, y además es muy amable.

—¿Cómo lo sabes? No me dijiste que lo conocieses.

—¿No te lo dije? Me encontré con él el viernes, en la tienda de Albert Morris. Estoy segura de que te lo comenté.

—No, pero no importa.

—Resulta que es el hermano del Hooper que yo conocía. Recordaba muchas más cosas de mí que yo de él. Aunque sea mucho más joven.

—Uh, uh. ¿Para cuándo planeas ese festín?

—Pensaba en mañana por la noche. Y no va a ser un festín. Creí que podríamos tener una pequeña y agradable cena con algunas parejas. Quizá seis u ocho personas en total.

—¿Crees que podrás lograr que la gente acepte con tan poco plazo?

—Oh, sí. Nadie hace gran cosa durante la semana. Hay unas cuantas partidas de bridge, pero nada más.

—Ah —exclamó Brody—. Te refieres a los veraneantes.

—En eso es en lo que pensaba. Me imagino que Matt se sentirá muy a gusto con ellos. ¿Qué opinas de los Baxter? ¿No te parecen divertidos?

—No creo conocerlos.

—Sí, claro que sí, so tonto. Clem y Cici Baxter. Ella era Cici Davenport. Viven en Scotch. Él está ahora de vacaciones. Lo sé porque lo he visto esta mañana en la calle.

—De acuerdo. Inténtalo a ver qué pasa.

—¿Quién más?

—Alguien con quien yo pueda hablar. ¿Qué te parecen los Meadows?

—Pero si él ya conoce a Harry.

—Pero no conoce a Dorothy. Y es bastante charlatana.

—De acuerdo —aceptó Ellen—. Supongo que un poco de colorismo local no hará daño. Y Harry sabe todo lo que pasa por aquí.

—No estaba pensando en colorismo local —indicó secamente Brody—. Son nuestros amigos.

—Lo sé. No quería darle ese significado.

—Si quieres colorismo local, no tienes más que buscarlo en el otro lado de tu cama.

—Lo sé. Ya te he dicho que lo lamento.

—¿Qué te parece una chica? —dijo Brody—. Creo que tendrías que intentar buscar alguna buena muchachita para Hooper.

Hubo una pausa antes de que Ellen contestase:

—Si a ti te parece…

—A mí realmente no me importa. Pero pienso que quizá se divertiría más si tuviese a alguien de su propia edad con quien hablar.

—No es tan joven, Martin, y nosotros no somos tan viejos. Pero está bien. Veré si puedo pensar en alguna chica que le resulte agradable.

—Te veré luego —dijo Brody, y colgó el teléfono. Estaba deprimido, pues creía notar algo desagradable en aquella cena. No estaba seguro, pero le parecía, y cuanto más pensaba en ello más fuerte se hacía su convencimiento, que Ellen estaba iniciando otra campaña para volver a entrar en el mundo que él le había arrebatado, y que esta vez tenía una palanqueta con la que forzar su camino: Hooper.

A la tarde siguiente, Brody llegó a casa un poco después de las cinco. Ellen estaba poniendo la mesa en el comedor. Brody la besó en la mejilla y dijo:

—Oye, hace mucho tiempo que no había visto esa plata. —Era el servicio de plata de Ellen, regalo de boda de sus padres.

—Lo sé. He pasado horas limpiándola.

—¿Y qué es esto? —Brody tomó una copa de vino—. ¿De dónde las has sacado?

—Las he comprado en Lure.

—¿Cuánto? —Brody dejó la copa en la mesa.

—No demasiado —le contestó ella, doblando una servilleta y colocándola correctamente bajo un tenedor normal y otro de ensalada.

—¿Cuánto?

—Veinte dólares. Pero fue por toda una docena.

—No te privas de nada cuando das un festín.

—No teníamos ningún vaso decente para vino —dijo ella, en plan defensivo—. Los últimos que teníamos viejos se rompieron hace meses, cuando Sean tiró al suelo el bufete.

Brody contó los lugares dispuestos en la mesa.

—¿Sólo seis? —preguntó—. ¿Qué ha pasado?

—Los Baxter no pueden venir. Llamó Cici. Clem tiene que ir a la ciudad para algún negocio, y pensó que sería mejor ir con él. Pasarán allí la noche. —Había un frágil tono de tranquilidad en su voz, un falso no darle importancia.

—Oh —dijo Brody—. Qué pena. —No se atrevía a demostrar lo complacido que estaba—. ¿Quién has encontrado para Hooper? ¿Alguna chica potable?

—Daisy Wicker. Trabaja para Gibby en el Bibelot. Es una buena chica.

—¿A qué hora va a venir la gente?

—Los Meadows y Daisy a las siete y media. Le dije a Matthew que viniera a las siete.

—Creía que su nombre era Matt.

—Oh, es un viejo chiste que me recordó. Aparentemente, yo lo llamaba Matthew cuando era joven. La razón por la que le pedí que viniese más pronto es que los chicos tengan una oportunidad de conocerle. Creo que los fascinará.

Brody miró su reloj.

—Si la gente no viene hasta las siete y media, eso significa que no cenaremos hasta las ocho y media o las nueve. Probablemente me moriré de hambre antes. Me parece que me haré un sandwich. —Se dirigió a la cocina.

—No te atiborres —le aconsejó Ellen—. Estoy preparando una cena deliciosa.

Brody percibió los aromas de la cocina, contempló la masa de potes y paquetes, y exclamó:

—¿Qué es lo que estás cocinando?

—Se llama cordero mariposa —explicó ella—. Espero no hacer nada estúpido que lo estropee.

—Huele bien —dijo Brody—. ¿Qué es esa cosa que hay junto al lavadero? ¿Quieres que lo tire y lave el pote?

Desde la sala de estar, Ellen preguntó:

—¿Qué cosa?

Esa cosa roja que hay en el pote.

—¿Qué…? ¡Oh, Dios mío! —gritó ella y se apresuró a entrar en la cocina—. No te atrevas a tirarlo —vio la sonrisa en el rostro de Brody—. Oh, eres una rata —le dio una palmada en el trasero—. Eso es gazpacho, una sopa.

—¿Estás segura de que está bien? —bromeó él—. Tiene un aspecto viscoso.

—Ese es el aspecto que se supone debe tener, so ignorante.

Brody agitó la cabeza.

—El bueno de Hooper va a lamentar no haberse quedado a comer en el Abelard.

—Eres una bestia —le dijo ella—. Espera a que lo pruebes. Ya verás cómo cambias de idea.

—Quizá. Si logro sobrevivir —se echó a reír y se dirigió a la nevera. Buscó por el interior y encontró algo de mortadela y queso para hacerse un sandwich. Abrió una cerveza y se dirigió a la sala de estar—. Creo que miraré un rato las noticias, y luego iré a ducharme y cambiarme.

—Te he dejado ropa limpia sobre la cama. También podrías afeitarte. A las cinco de la tarde siempre lo vuelves a necesitar.

—Buen Dios, ¿quién va a venir a cenar… el Príncipe Felipe y Jacqueline Onassis?

—Sólo quiero que tengas buen aspecto, nada más.

A las siete y cinco minutos sonó el timbre de la puerta y Brody fue a abrir. Llevaba puestos una camisa azul tipo madrás, pantalones azules de uniforme, y zapatos negros de punta fina. Se notaba limpio y elegante. Apuesto, como había dicho Ellen. Pero cuando le abrió la puerta a Hooper, se sintió, si no mal vestido, al menos sobrepasado. Hooper llevaba téjanos de pata de elefante, mocasines Weejun, y una camisa Lacoste roja con un cocodrilo en el pecho. Era el uniforme de los jóvenes ricos en Amity.

—Hola —dijo Brody—. Entre.

—Hola —contestó Hooper. Tendió la mano y Brody la estrechó.

Ellen salió de la cocina. Llevaba puesta una larga falda estampada, zapatillas de gala y una blusa de seda azul. También llevaba el collar de perlas cultivadas que Brody le había dado como regalo de bodas.

—Matthew —dijo—, me alegro de que haya venido.

—Y a mí me alegra que me lo pidiese —le respondió Hooper, estrechándole la mano—. Lamento no tener un aspecto más respetable, pero no traje conmigo más que ropa de trabajo. Lo único que puedo decir en mi favor, es que está limpia.

—No sea tonto —exclamó Ellen—. Tiene muy buen aspecto. El rojo se combina perfectamente con su color de piel y cabello.

Hooper se echó a reír. Se volvió y le preguntó a Brody:

—¿Le importa si le doy algo a Ellen?

—¿Qué quiere decir? —preguntó a su vez Brody. Y pensó para sí mismo: «Darle ¿qué? ¿Un beso? ¿Una caja de bombones? ¿Un puñetazo en la nariz?»

—Un regalo. Realmente, no es nada. Una tontería que ya llevaba.

—No, no me importa —dijo Brody, aún perplejo porque le hubiera hecho aquella pregunta.

Hooper metió la mano en el bolsillo de sus pantalones y sacó un pequeño paquete envuelto en papel fino. Se lo entregó a Ellen.

—Para la anfitriona —dijo—. Para que me perdone mi ropa poco adecuada.

Ellen se rió entre dientes y desenvolvió cuidadosamente el papel. Dentro había lo que parecía ser un amuleto, o quizá un colgante de collar, de un par de centímetros o asi de diámetro.

—Es encantador —exclamó—. ¿Qué es?

—Es un diente de tiburón —explicó Hooper—. Para ser más específico, es un diente de tiburón tigre. La montura es de plata.

—¿Dónde lo consiguió?

—En Macao. Pasé por allí hace un par de años, en una misión. Había una pequeña tienda apartada, donde un chino aún más pequeño se pasaba toda la vida pulimentando dientes de tiburón y moldeando las coronas de plata que sujetan la anilla. No pude resistirme.

—Macao —suspiró Ellen—. No creo que ni lograse situar Macao en un mapa, si me pidieran hacerlo. Debió de ser fascinante.

Brody intervino.

—Está cerca de Hong Kong.

—Correcto —dijo Hooper—. De todos modos, dicen que hay una superstición acerca de estas cosas, que si uno las lleva consigo, está a salvo de las mordeduras de tiburón. En las presentes circunstancias, creí que sería un regalo apropiado.

—Completamente —dijo Ellen—. ¿Tiene usted uno?

—Tengo uno —contestó Hooper—. Pero no sé cómo llevarlo. No me gusta colgarme cosas al cuello, y si uno lleva un diente de tiburón en el bolsillo del pantalón, he averiguado por experiencia que corres dos riesgos: uno, clavártelo en la pierna, y el otro, acabar con un agujero en los pantalones. Es como llevar un cuchillo abierto en el bolsillo. Así que, en mi caso, lo práctico toma preferencia sobre la superstición, al menos mientras estoy en tierra firme.

Ellen se echó a reír y le dijo a Brody:

—Martin, ¿podría pedirte un gran favor? ¿Querrías correr arriba y traerme esa cadena de plata delgada que hay en mi joyero? Me pondré el diente de tiburón de Matthew ahora mismo. —Se volvió hacia Hooper y dijo—: Una nunca sabe cuándo se puede encontrar con un tiburón en la cena.

Brody comenzó a subir las escaleras y Ellen le indicó:

—Oh, Martin, diles a los chicos que bajen.

Mientras doblaba la esquina, en la parte alta de la escalera, Brody oyó a Ellen que decía:

—Es tan agradable volver a verle de nuevo.

Brody entró en el dormitorio y se sentó al borde de la cama. Inspiró profundamente y cerró y abrió la mano derecha. Estaba luchando contra la ira y la confusión, y estaba perdiendo. Se sentía amenazado, como si un intruso hubiese llegado a su casa, poseyendo sutiles e intangibles armas con las que no podía enfrentarse: buen aspecto, juventud y sofisticación, y, sobre todo, una comunión con Ellen nacida en un tiempo que, como bien sabía Brody, Ellen deseaba que nunca hubiera acabado. Si bien previamente había creído que Ellen estaba tratando de usar a Hooper para impresionar a otros veraneantes, ahora pensaba que estaba tratando de impresionar al mismo Hooper. No sabía por qué. Quizá estuviera equivocado. Después de todo, Ellen y Hooper se habían conocido hacía mucho tiempo. Tal vez estuviese tomándose demasiado en serio el intento de dos amigos de volver a reanudar unas relaciones. ¿Amigos? Caramba, Hooper tenía diez años menos que Ellen, o casi. ¿Qué clase de amigos pudieron haber sido? Conocidos, y apenas. Entonces, ¿por qué estaba llevando a cabo aquella actuación supersofisticada? La rebajaba, pensó Brody, y rebajaba a Brody el que intentase, al tomar esa actitud, negar su vida con él.

—Mierda —dijo en voz alta. Se alzó, abrió un cajón del tocador y rebuscó en él hasta que halló el joyero de Ellen. Tomó la cadena de plata, cerró el cajón, y salió al pasillo. Metió la cabeza en la habitación de los chicos y dijo—: Vamos, soldados. —Y luego bajó.

Ellen y Hooper estaban sentados en los extremos opuestos del sofá y, mientras Brody entraba en la sala de estar, oyó a Ellen que decía:

—¿Preferiría que no le llamase Matthew?

Hooper se echó a reír y contestó:

—No me importa. De alguna manera, me trae de nuevos viejos recuerdos y, a pesar de lo que dije el otro día, no hay nada malo en eso.

«¿El otro día?», pensó Brody. «¿En la ferretería? Debió de ser toda una conversación».

—Toma —le dijo a Ellen, entregándole la cadena.

—Gracias —abrió el cierre del collar de perlas y las tiró sobre la mesa de café—. Ahora, Matthew, muéstreme cómo debe ir esto.

Brody tomó el collar de perlas de la mesa, y se lo guardó en el bolsillo.

Los chicos bajaron en fila india, todos vestidos cuidadosamente con camisas deportivas y pantalones largos. Ellen cerró la cadena de plata alrededor de su cuello, sonrió a Hooper, y llamó:

—Venid, niños. Venid a que os presente al señor Hooper. Éste es Billy Brody. Billy tiene catorce años —Billy estrechó la mano a Hooper—. Y éste es Martin hijo. Tiene doce. Y éste es Sean. Tiene nueve… casi cumplidos. El señor Hooper es un oceanógrafo.

—En realidad soy un ictiólogo —corrigió Hooper.

—¿Y qué es eso? —preguntó Martin hijo.

—Un zoólogo que se especializa en la vida de los peces.

—¿Y qué es un zoólogo? —preguntó Sean.

—Eso lo sé yo —intervino Billy—. Es un tipo que estudia los animales.

—Exacto —dijo Hooper—. Muy bien.

—¿Vas a atrapar a ese tiburón? —preguntó Martin.

—Voy a tratar de encontrarlo —le respondió Hooper—. Pero no sé si podré. Quizá ya se haya ido.

—¿Has atrapado alguna vez un tiburón?

—Sí, pero no tan grande como éste.

—¿Ponen huevos los tiburones? —preguntó Sean.

—Esa, jovencito —le respondió Hooper—, es una buena pregunta, y además muy complicada. No los ponen como las gallinas, si es a eso a lo que te refieres. Pero sí, algunos tiburones ponen huevos.

Ellen intervino.

—Dadle un respiro al señor Hooper, chicos. —Se volvió hacia Brody—. Martin, ¿podrías prepararnos algo de beber?

—Naturalmente —contestó Brody—. ¿Qué será?

—A mi me parecería excelente un gin tonic —contestó Hooper.

—¿Y qué es lo que tú quieres, Ellen?

—Déjame pensar. ¿Qué es lo que me gustaría? Creo que me tomaré un poco de vermut con hielo.

—Hey, mamá —dijo Billy—. ¿Qué es lo que llevas alrededor del cuello?

—Un diente de tiburón, cariño. El señor Hooper me lo ha regalado.

—Hey, eso sí que está bien. ¿Me dejas verlo?

Brody entró en la cocina. Tenían los licores en un armarito sobre el fregadero. La puerta estaba atrancada. Tiró de la manija metálica, y se quedó con ella en la mano. Sin pensar, la lanzó al cubo de la basura. De un cajón tomó un destornillador y forzó la puerta del armario. Vermut. ¿Qué maldito color tenía la botella? Nadie bebía nunca vermut con hielo. Cuando Ellen bebía, lo que era raro, era whisky. Verde. Allí estaba, muy hacia atrás. Agarró la botella, desenroscó el tapón y husmeó. Olía como uno de aquellos vinos baratos con sabor a fruta que los alcohólicos compraban por sesenta y nueve centavos la botella de medio litro.

Brody preparó las dos bebidas, luego se fue a servir un whisky para él. Por hábito, comenzó a medir el whisky con un vasito de medida, pero luego cambió de idea y se sirvió hasta que el vaso estuvo un tercio lleno. Lo acabó de llenar con cerveza, echó unos cuantos cubos de hielo, y tomó los otros dos vasos. La única forma conveniente de llevarlos en una mano era agarrar uno con el pulgar y los tres dedos inferiores y luego soportar el otro contra el primero metiendo el dedo índice por dentro del vaso. Tomó un trago de su propio vaso, y regresó a la sala de estar.

Billy y Martin se habían apelotonado en el sofá con Ellen y Hooper. Sean estaba sentado en el suelo. Brody escuchó cómo Hooper decía algo de un cerdo, y Martin exclamó «Guau».

—Toma —dijo Brody, dando el primer vaso, aquel en que tenía el dedo, a Ellen.

—No te pienso dar propina —dijo ella—. Menos mal que no te decidiste a trabajar de camarero.

Brody la miró, consideró una serie de respuestas rudas, y al fin se decidió por:

—Perdóname, duquesa —le dio el otro vaso a Hooper y le dijo—: Supongo que esto es lo que quería.

—Excelente. Gracias.

—Matt estaba hablándonos de un tiburón que atrapó —le dijo Ellen—. Encontró un cerdo casi entero en su interior.

—No me diga —comentó Brody, sentándose en un sillón frente al sofá.

—Y eso no es todo, papá —intervino Martin—. También había un rollo de papel embreado.

—Y un hueso humano —añadió Sean.

—Dije que parecía un hueso humano —aclaró Hooper—. No había forma de estar seguro. Pudo ser una costilla de buey.

—Pensé que ustedes los científicos podían dilucidar esas cosas con sólo verlas —comentó Brody.

—No siempre —le respondió Hooper—. Especialmente cuando es sólo un trozo de hueso que parece una costilla.

Brody tomó un largo trago de su vaso y exclamó:

—Oh.

—Oye, papá —dijo Billy—. ¿Sabes cómo mata un delfín a un tiburón?

—¿Con una pistola?

—No, hombre. Lo mata a golpes. Es eso lo que dice el señor Hooper.

—Terrible —dijo Brody, y se bebió lo que quedaba en el vaso—. Voy a tomar otro trago. ¿Hay alguien más que repita?

—¿En un día laborable? —exclamó Ellen—. Vaya.

—¿Por qué no? No todas las noches damos una cena seria y relamida. —Brody comenzó a dirigirse a la cocina, pero fue detenido por el sonido del timbre. Abrió la puerta y vio a Dorothy Meadows, pequeña y delgada, vestida como siempre con un traje azul oscuro y un collar de perlas de una sola vuelta. Tras ella, estaba una chica que Brody supuso era Daisy Wicker: una muchacha alta y delgada con cabello largo y lacio. Llevaba pantalones y sandalias y no iba maquillada. Tras ella se adivinaba la inconfundible masa de Harry Meadows.

—Hola —saludó Brody—. Entren.

—Buenas tardes, Martin —dijo Dorothy Meadows—. Nos encontramos con la señorita Wicker mientras cruzábamos el sendero.

—Vine caminando —explicó Daisy Wicker—. Hace buen tiempo.

—Excelente, excelente. Entre. Soy Martin Brody.

—Lo sé. Lo he visto pasando en coche. Debe de tener usted un trabajo muy interesante.

Brody se echó a reír.

—Se lo contaría detenidamente, si no fuera porque lo más probable es que la hiciera dormir.

Brody los llevó a la sala de estar y se los pasó a Ellen para que hiciera la presentación de Hooper. Les preguntó lo que querían beber: whisky con hielo para Harry, un refresco de soda con limón para Dorothy y un gin tonic para Daisy Wicker. Pero, antes de preparar esas bebidas, se sirvió otra para sí mismo, y la fue tomando mientras preparaba las demás. Para cuando estuvo dispuesto a regresar a la sala de estar, ya se había bebido más de la mitad, así que se sirvió otra generosa cantidad de whisky con un chorrito de cerveza.

Llevó primero los vasos de Dorothy y Daisy, y regresó a la cocina a buscar los de Meadows y el suyo. Estaba dando el último trago antes de unirse al grupo, cuando Ellen apareció en la cocina.

—¿No crees que sería mejor que no bebieras tan de prisa? —comentó ella.

—Me siento muy bien —aseguró él—. No te preocupes por mí.

—No te estás comportando lo que se dice muy bien.

—¿No? Creía que estaba siendo encantador.

—Ni hablar de eso.

Le sonrió, y dijo:

—Y una mierda —y, mientras hablaba, se dio cuenta de que tenía razón: sería mejor que no bebiese tanto. Salió a la sala de estar.

Los niños habían ido arriba. Dorothy Meadows estaba sentada en el sofá junto a Hooper, y charlaba con él acerca de su trabajo en Woods Hole. Meadows, en el sillón situado frente al sofá, escuchaba en silencio. Daisy Wicker estaba de pie, sola, al otro lado de la habitación, junto al hogar, mirando la habitación con una sonrisita en el rostro. Brody entregó a Meadows su vaso y fue junto a Daisy.

—Esta usted sonriendo —le dijo.

—¿Sí? No me había dado cuenta.

—¿Piensa en algo divertido?

—No. Creo que sólo estaba interesada. Jamás había estado antes en la casa de un policía.

—¿Qué es lo que esperaba? ¿Barrotes en las ventanas? ¿Un centinela en la puerta?

—No, nada. Simplemente, sentía curiosidad.

—¿Y a qué conclusión ha llegado? Parece igual a la casa de una personal normal, ¿no?

—Supongo que sí. Más o menos.

—¿Qué quiere decir eso?

—Nada.

—Oh.

Tomó un trago y preguntó:

—¿Le gusta ser policía?

Brody no podía saber si había o no hostilidad en la pregunta.

—Sí —contestó—. Es un buen trabajo, y tiene una finalidad.

—¿Y cuál es esa finalidad?

—¿Qué es lo que cree? —preguntó, algo irritado—. Mantener la ley, por supuesto.

—¿Y no se siente marginado?

—¿Por qué infiernos tendría que sentirme marginado? ¿Marginado de qué?

—De la gente. Me refiero a que la única cosa que justifica su existencia es decir a la gente lo que no debe hacer. ¿No le hace eso sentirse un tanto raro?

Por un momento, Brody pensó que le estaba tomando el pelo, pero la chica ni sonrió, ni hizo una mueca, ni apartó los ojos de él.

—No, no me siento raro —le respondió—. No veo por qué tendría que sentirme más raro que usted, que trabaja en…

—El Bibelot.

—Ah. Además, ¿qué es lo que venden ahí?

—Vendemos a la gente su pasado. Eso les reconforta.

—¿Qué quiere decir con eso de vender el pasado?

—Antigüedades. Las compra la gente que odia su presente y necesita la seguridad del pasado. Si no del suyo, el de alguna otra persona. Y, una vez lo han comprado, se convierte en suyo. Me imagino que eso también debe de ser muy importante para usted.

—¿Qué, el pasado?

—No, la seguridad. ¿No se supone que ésa es una de las cosas importantes de ser policía?

Brody miró al otro lado de la habitación y se dio cuenta que el vaso de Meadows estaba vacío.

—Excúseme —dijo—. Tengo que atender a los otros invitados.

—Naturalmente. Me ha gustado mucho hablar con usted.

Brody tomó el vaso de Meadows y el suyo, llevándolos a la cocina. Ellen estaba llenando una bandeja con tacos de tortilla.

—¿Dónde infiernos encontraste a esa chica? —preguntó—. ¿Bajo una roca?

—¿Quién, Daisy? Ya te lo he dicho. Trabaja en el Bibelot.

—¿Has hablado alguna vez con ella?

—Un poco. Parece encantadora y muy inteligente. ¿No estás de acuerdo?

—Es un fantasmón. Es como algunos de esos chicos a los que detenemos y que comienzan a increparnos en la comisaría —preparó un trago para Meadows y luego se sirvió otro para él. Alzó la vista, y vio que Ellen lo estaba mirando.

—¿Qué te pasa? —le preguntó.

—Supongo que no me gusta que vengan desconocidos a mi casa y me insulten.

—Francamente, Martin, creo que no pretendía insultarte. Lo más probable es que estuviese tan sólo siendo sincera. La sinceridad está muy de moda en estos tiempos.

—Bueno, pues te diré una cosa, si se muestra más sincera conmigo, la voy a echar de casa —tomó los dos vasos y se dirigió a la puerta.

Ellen dijo:

—Martin… —y se interrumpió—. Hazlo por mí… por favor.

—No te preocupes por nada. Todo irá bien. Como dicen en los anuncios, cálmate.

Volvió a llenar el vaso de Hooper y el de Daisy Wicker, sin llenar de nuevo el suyo. Luego, se sentó y fue jugueteando con el vaso mientras escuchaba una larga historia que Meadows le estaba contando a Daisy. Se sentía bien… en realidad, muy bien, y sabía que si no bebía nada más antes de la cena, todo iría estupendamente.

A las ocho y media, Ellen sacó los platos de sopa de la cocina y los colocó en la mesa.

—Martin —dijo—. ¿Querrías abrir la botella de vino mientras yo siento a la gente?

—¿Vino?

—Hay tres botellas en la cocina. Una de blanco en el congelador y dos de tinto sobre el mármol. Puedes abrirlas todas. Las de tinto necesitan un tiempo para airearse.

—Naturalmente que sí —dijo Brody mientras se alzaba—. Todos lo necesitamos.

—Oh, y el tire-bouchin está sobre el mármol, junto a las botellas de vino tinto.

—¿El qué?

—En realidad es el tire-bouchon —corrigió Daisy Wicker—. El sacacorchos.

Brody tuvo un placer vengativo al ver cómo Ellen enrojecía, pues esto le liberaba de parte de su propio azoramiento. Encontró el sacacorchos y comenzó a trabajar en las dos botellas de vino tinto. Sácó limpiamente uno de los corchos, pero el otro tapón se désmigó mientras lo estaba quitando, y algunos trozos cayeron dentro de la botella. Sacó la botella de blanco de la nevera, y, mientras la descorchaba, se le enredó la lengua tratando de pronunciar el nombre del vino: Montrachet. Llegó a lo que él le parecía una pronunciación aceptable, sacó la botella cuidadosamente con un paño de cocina y la llevó al comedor.

Ellen estaba sentada en el extremo de la mesa más cercano a la cocina. Hooper estaba a su izquierda, Meadows a su derecha. Junto a Meadows, Daisy Wicker, luego había un sitio vacío para Brody en el extremo opuesto de la mesa y, frente a Daisy, Dorothy Meadows.

Brody se puso la mano izquierda tras la espalda y, en pie por detrás del hombro izquierdo de Ellen, le sirvió un vaso de vino.

—Un vaso de Mount Ratchet —le dijo—. Muy buen año, 1970. Lo recuerdo muy bien.

—Ya basta —dijo Ellen, empujando hacia arriba la boca de la botella—. No tienes que llenar el vaso hasta el borde.

—Lo lamento —se excusó Brody, y luego llenó el vaso de Meadows.

Cuando hubo terminado de servir el vino, Brody se sentó. Miró la sopa que tenía enfrente. Luego, atisbo furtivamente alrededor de la mesa y vio que los otros realmente se la estaban comiendo: no era una broma. Así que tomó una cucharada. Estaba fría, y no se parecía en lo más mínimo a una sopa, pero no era mala.

—Me encanta el gazpacho —dijo Daisy—. Pero da tanto trabajo el prepararlo, que no lo hago muy a menudo.

—Hummm —dijo Brody, tomando otra cucharada de sopa.

—¿Lo toman muy a menudo?

—No —le contestó—. No muy a menudo.

—¿Lo han probado alguna vez con hierba?

—No sabría decirle.

—Tendría que probarlo alguna vez. Naturalmente, quizá no disfrutase con él, dado que estaría vulnerando la ley.

—¿Quiere decir que comer esta cosa va contra la ley? ¿Cómo es eso? ¿Qué es?

—Me refiero a la hierba y el gazpacho. En lugar de las especias normales, uno le echa encima un poco de hierba. Entonces, uno fuma un poco, come un poco, fuma un poco, come un poco. Es una verdadera locura.

Pasó un momento antes de que Brody se diera cuenta de qué hierba estaba hablando y, aún cuando comprendió, no contestó en seguida. Inclinó el plato sopero hacia sí, tomó lo que quedaba con la cuchara, se acabó el vino de un solo trago, y se limpió la boca con la servilleta. Miró a Daisy, que le sonreía dulcemente, y a Ellen, que estaba sonriendo a causa de algo que decía Hooper.

—Le aseguro que lo es —afirmó Daisy.

Brody decidió ir con tiento, mostrarse algo ofendido, pero ir con tiento para no irritar a Ellen.

—¿Sabe? —comenzó—. No creo que…

—Apostaría a que Matt lo ha probado.

—Quizá sí. Pero no veo lo que esto…

Daisy alzó la voz y dijo:

—Matt, perdóname —se detuvo la conversación en el otro extremo de la mesa—. Siento curiosidad: ¿Has probado alguna vez gazpacho con hierba? Por cierto, señora Brody, este gazpacho es excelente.

—Gracias —le contestó Ellen—. Pero ¿qué es un gazpacho con hierba?

—Probé uno en una ocasión —admitió Hooper—. Pero realmente nunca me dediqué a esas cosas.

—Explíquenmelo —rogó Ellen—. ¿Qué es eso?

—Matt se lo explicará —dijo Daisy, y justo cuando Brody se volvía para decirle algo, se inclinó hacia Meadows y le dijo—: Cuénteme algo más de la tabla de aguas.

Brody se alzó y comenzó a recoger los platos soperos. Mientras entraba en la cocina, notó una ligera sensación de mareo y náusea, y se le llenó la frente de sudor. Pero en el momento en que colocó los platos en el fregadero, ya le había pasado la sensación.

Ellen le siguió a la cocina y se puso un delantal.

—Necesitaré ayuda para cortar la carne.

—De acuerdo —aceptó Brody, y buscó en un cajón el cuchillo y el tenedor de trinchar—. ¿Qué opinas de eso?

—¿De qué?

—De eso del gazpacho con hierba. ¿Te explicó Hooper cómo se hace?

—Sí. Suena divertido, ¿no te parece? Además, debe de ser muy sabroso.

—¿Cómo puedes decir eso?

—Nunca te imaginarías lo que hacemos las mujeres cuando nos reunimos en el hospital. Toma, corta la carne —con una horquilla de servir llevó el cordero al tablero de cortar—. Si puedes haz lonchas de dos centímetros de grueso, tal como cortarías un filete.

Aquella mala puta de la Wicker tenía razón en una cosa, pensó Brody mientras se vengaba con la carne: desde luego, me siento realmente marginado en este momento. Cayó una loncha de carne y Brody exclamó:

—Hey, pensé que habías dicho que esto era cordero.

—Lo es.

—Pues ni siquiera está hecho. Mira esto.

Alzó el trozo que acababa de cortar. Tenía un color rosado y, hacia el centro, casi rojo.

—Así se supone que debe quedar.

—No, si es cordero no ha de quedar así. Se supone que el cordero debe estar totalmente hecho, muy hecho. El centro no debe quedar semicrudo.

—Martin, créeme. No hay nada malo en no dejar muy hecho el cordero mariposa. Te lo aseguro.

Brody alzó la voz:

—¡Pues yo no me voy a comer un cordero crudo!

—¡Chisst! Por Dios, ¿no puedes mantener la voz baja?

Brody le replicó en un ronco susurro.

—Entonces, vuelve a meter esa cosa en el horno hasta que esté hecha.

—¡Está hecha! —afirmó Ellen—. Si no quieres comerlo no lo comas, pero así es como lo voy a servir.

—Entonces, córtalo tú misma —Brody dejó caer el cuchillo y el tenedor sobre el tablero, tomó las dos botellas de vino tinto, y salió de la cocina.

—Habrá un corto retraso —dijo cuando se aproximaba a la mesa—, mientras la cocinera mata nuestra cena. Trató de servirla tal como estaba, pero le mordió en una pierna —alzó una botella de vino sobre una de las copas limpias y exclamó—: Me pregunto por qué uno no puede servir el vino tinto en el mismo vaso en que tomó el vino blanco.

—Los sabores —dijo Meadows—, no se complementan el uno con el otro.

—Lo que quieres decir es que te produce gases —Brody llenó los seis vasos y se sentó. Tomó un sorbito de vino, dijo—: Bueno —y luego tomó otro y otro. Volvió a llenarse la copa.

Ellen salió de la cocina llevando la tabla de cortar. La puso en la mesita auxiliar, junto a un montón de platos. Regresó a la cocina, y volvió a salir con dos platos de verduras.

—Espero que esté bueno —dijo—. Es la primera vez que lo hago.

—¿Qué es? —preguntó Dorothy Meadows—. Huele deliciosamente.

—Cordero mariposa escabechado.

—¿De verdad? ¿Me puedes decir qué has puesto en el escabeche?

—Jengibre, salsa de soja, y muchas otras cosas —colocó una gruesa loncha de cordero, algunos espárragos y ensaladilla en cada plato, y se los fue pasando a Meadows, que los hizo circular por la mesa.

Cuando todo el mundo estuvo servido, y Ellen se hubo sentado, Hooper alzó su copa y dijo:

—Un brindis por el chef.

Todos alzaron sus copas, y Brody dijo:

—Que tengamos suerte.

Meadows tomó un trocito de carne, lo masticó, lo saboreó y exclamó:

—Fantástico. Es como el más tierno de los filetes, sólo que mejor. ¡Qué sabor tan exquisito!

—Viniendo de ti, Harry —dijo Ellen—, eso es un cumplido muy especial.

—Es delicioso —afirmó Dorothy—. ¿Prometes darme la receta? Harry nunca me lo perdonaría si no se lo hiciese al menos una vez por semana.

—Sería mejor que robase un banco —dijo Brody.

—Pero es delicioso, Martin, ¿no te parece?

Brody no contestó. Había comenzado a masticar un trozo de carne cuando le llegó otra oleada de náuseas. De nuevo el sudor perló su frente. Se sintió desligado, como si su cuerpo estuviese controlado por otra persona. Sintió pánico ante la pérdida del control de su cuerpo. Su tenedor le parecía muy pesado, y por un instante temió que se le escaparía de los dedos y caería sobre la mesa. Apoyó la mano sobre ésta, y resistió. Estaba seguro de que su lengua no le obedecería si trataba de hablar. Era el vino. Tenía que ser el vino. Con una precisión tremendamente exagerada, se inclinó hacia adelante para apartar la copa de vino. Deslizó los dedos sobre el mantel para minimizar las posibilidades de derribar la copa. Se recostó en la silla e inspiró profundamente. Se le nubló la vista. Trató de enfocar los ojos en una pintura situada sobre la cabeza de Ellen, pero le distrajo la imagen de Ellen hablando con Hooper. Cada vez que hablaba, tocaba el brazo de éste… suave, pero a Brody le pareció que íntimamente, como si estuviesen compartiendo secretos. No oía nada de lo que se estaba diciendo. La última cosa que recordaba haber oído era: «¿no te parece?» ¿Cuándo había sido eso? ¿Quién lo había dicho? No sabía. Miró a Meadows, que estaba hablando con Daisy. Luego, miró a Dorothy y dijo pastosamente:

—Sí.

—¿Qué has dicho, Martin? —lo miró—. ¿Has dicho algo?

No podía hablar. Quería ponerse en pie y caminar hasta la cocina, pero no se fiaba de sus piernas. No lo lograría sin agarrarse a algo. Quédate quieto, sentado, se dijo. Ya pasará.

Y así fue. Su cabeza comenzó a aclararse. Ellen estaba tocando de nuevo a Hooper. Hablaba y tocaba, hablaba y tocaba.

—Muchachos, qué calor hace —dijo Brody. Se puso en pie y caminó, cuidadosa pero decididamente hasta una ventana, abriéndola. Se apoyó en el alféizar y apretó el rostro contra la mosquitera—. Una hermosa noche —comentó. Se irguió—. Creo que iré a buscar un vaso de agua.

Entró en la cocina y agitó la cabeza. Abrió el grifo del agua fría y se salpicó un poco la frente. Llenó un vaso y lo bebió. Luego lo volvió a llenar y también lo vació. Inspiró profundamente unas cuantas veces, y luego regresó al comedor, sentándose. Miró la comida de su plato. Luego, suprimió un estremecimiento y sonrió a Dorothy.

—¿Alguien quiere más? —preguntó Ellen—. Aquí aún queda mucho.

—Desde luego —dijo Meadows—. Pero será mejor que sirvas a los otros antes. Si de mí dependiese, me lo comería todo.

—Y ya sabes lo que dirías mañana —comentó Brody.

—¿Qué es lo que diría?

Brody bajó la voz y dijo con tono grave:

—No puedo creer que me comiera todo eso.

Meadows y Dorothy rieron, y Hooper bromeó, con un gemido de tono muy alto.

—No, Ralph, yo me lo comí.

Entonces, incluso Ellen se echó a reír. Todo iba a salir bien.

Cuando se sirvió el postre, helado de café bañado en crema de cacao, Brody se sentía bien. Repitió el helado, y charló amistosamente con Dorothy. Sonrió cuando Daisy le contó una historia acerca de cómo habían sazonado el relleno de pavo de la pasada fiesta de Acción de Gracias con marihuana.

—Mi única preocupación —admitió Daisy—, fue cuando mi tía soltera se presentó la mañana del día de Acción de Gracias y me preguntó si podía quedarse a comer. Y el pavo ya estaba hecho y relleno.

—¿Y qué es lo que pasó? —preguntó Brody.

—Traté de largarle un poco de pavo sin relleno, pero ella se cuidó muy bien de pedírmelo, así que me dije ¡qué infiernos!, y le di una buena cucharada.

—¿Y?

—Al final de la comida estaba partiéndose de risa como una colegiala. Incluso quería bailar, o ir a una sala de fiestas.

—Pues tuvieron suerte de que yo no estuviera allí —dijo Brody—. Los hubiera detenido por corromper la moral de una solterona.

Tomaron el café en la sala de estar, y Brody ofreció licores, pero sólo Meadows aceptó.

—Un poco de coñac, si tienes —le dijo.

Brody miró a Ellen, como preguntándole «¿tenemos?»

—Creo que en el armario hay —le informó ella.

Brody sirvió la copa de Meadows y pensó por un instante ponerse otra él. Pero resistió, diciéndose a sí mismo: no abuses de tu suerte.

Un poco después de las diez, Meadows bostezó y afirmó:

—Dorothy, creo que será mejor que nos marchemos. Me cuesta llevar a cabo las tareas que el público me ha confiado si estoy despierto hasta tarde.

—Yo también debería irme —añadió Daisy—. Tengo que entrar a trabajar a las ocho. Y no es que estemos vendiendo demasiado estos días.

—No son los únicos, preciosa —comentó Meadows.

—Lo sé. Pero si se trabaja a comisión, uno lo pasa realmente mal.

—Bueno, esperemos que lo peor haya pasado ya. Por lo que me ha dicho nuestro experto aquí presente, lo más probable es que el leviatán se haya ido —Meadows se puso en pie.

—Lo más probable —repitió Hooper—. Al menos, eso espero.

Se alzó para irse.

—Yo también tengo que marcharme.

—¡Oh, no se vaya! —le dijo Ellen a Hooper. Las palabras surgieron con mucha más fuerza de lo que ella había querido. En lugar de una petición cortés, sonaba como una súplica desgarrada. Quedó turbada, y añadió con rapidez—: Quiero decir que la noche aún es joven. Sólo son las diez.

—Lo sé —dijo Hooper—. Pero si mañana hace buen tiempo, quiero levantarme pronto y salir a la mar. Además, tengo coche y puedo dejar a Daisy de camino a mi casa.

Daisy afirmó:

—Eso sería divertido —su voz, como siempre, no tenía ni tonalidad ni color, y no sugería nada.

—Los Meadows pueden dejarla —intervino Ellen.

—Cierto —aceptó Hooper—, pero realmente debería irme, para poder levantarme pronto. Pero, de todos modos, gracias por pedírmelo.

Se despidieron en la puerta: cortesías puntillosas, agradecimientos redundantes. Hooper fue el último en irse, y cuando extendió su mano hacia Ellen, ésta la tomó entre las dos suyas y le dijo:

Muchas gracias por el diente de tiburón.

—De nada. Me alegra que le haya gustado.

—Y gracias por comportarse tan amablemente con los niños. Les ha fascinado el conocerle.

—También a mí. No obstante, todo tenía un aire de irrealidad. Debía de tener más o menos la edad de Sean cuando la conocí a usted. No ha cambiado demasiado.

—Bueno, pues usted si que ha cambiado.

—Eso espero. No me hubiera gustado nada tener nueve años de edad toda mi vida.

—¿Lo veremos de nuevo antes de que se vaya?

—Puede estar segura.

—Maravilloso —le soltó la mano. Él se despidió rápidamente de Brody y caminó hacia su coche.

Ellen se quedó en la puerta hasta que el último de los coches hubo salido del sendero, luego, apagó la luz exterior. Sin decir palabra, comenzó a recoger las copas, tazas de café y ceniceros de la sala de estar.

Brody llevó un montón de platos de postre a la cocina, los colocó en él fregadero y dijo:

—Bueno, estuvo bien. —No quería decir nada con esta afirmación, ni buscaba más que un simple asentimiento.

—Pues no ha sido gracias a ti —le contestó Ellen.

—¿Cómo?

—Te has comportado muy mal.

—¿Sí? —Estaba realmente sorprendido por la ferocidad de su ataque—. Sé que estuve un tanto ido por un minuto, pero no creo que…

—Durante toda la velada, desde el principio al fin, te comportaste de una forma horrible.

—¡Todo eso son puras estupideces!

Despertarás a los niños.

—No me importa un mismísimo rábano. No me voy a quedar tranquilo mientras tú descargas toda la hiel que llevas dentro diciéndome que soy una mierda.

Ellen sonrió con amargura.

—¿Lo ves? Ya empiezas de nuevo.

—¿Cómo que empiezo de nuevo? ¿De qué estás hablando?

—No quiero hablar de esto.

—Y te quedas tan tranquila. No quieres hablar de esto. Escucha… De acuerdo, me equivoqué acerca de la maldita carne. No debería haberme puesto así. Lo lamento. Pero…

—¡Ya te he dicho que no quiero hablar de ello!

Brody estaba dispuesto a pelearse, pero se echó atrás, pues estaba lo bastante sobrio como para darse cuenta de que sus únicas armas eran la crueldad y las burlas, y que Ellen estaba a punto de echarse a llorar. Y las lágrimas, tanto si las derramaba en el orgasmo o cuando estaba airada, le desconcertaban. Así que se limitó a decir:

—Bueno, lamento eso —salió de la cocina, y subió la escalera.

En el dormitorio, mientras se estaba desnudando, se le ocurrió la idea de que la causa de toda aquella situación tan poco agradable, el origen de todo aquel lío, era un pez: una bestia estúpida que ni siquiera había visto. Lo ridículo de la situación le hizo reír.

Se metió en la cama, y casi en el mismo instante en que su cabeza tocó la almohada cayó en un profundo sueño.

Una chica y su acompañante estaban sentados bebiendo cerca en un extremo de la larga barra de caoba del Oso en Celo. El chico tenía dieciocho años, y era el hijo del propietario de la farmacia de Amity.

—Tendrás que decírselo alguna vez —comentó la chica.

—Lo sé. Y cuando se lo diga, se va a poner como una bestia.

—No fue culpa tuya.

—¿Sabes lo que dirá? Que debe de haber sido por algo que he hecho. Que si no me hubiera portado mal, hubiera seguido allí, y hubiesen despedido a algún otro.

—Pero han despedido a mucha gente.

—Y también han conservado a muchos.

—¿Cómo decidieron a quien iban a despedir?

—No lo dijeron. Sólo nos informaron de que no tenían los suficientes clientes como para justificar tanto personal, así que iban a despedir a unos cuantos. Chica, mi viejo va a subirse por las paredes.

—¿No podría telefonearles? Seguro que él conoce a alguien de la dirección. Quiero decir que si les explica que realmente necesitas el dinero para ir a la universidad…

—No lo haría. Eso sería mendigar —el chico se acabó su cerveza—. Sólo me queda una cosa que hacer. Vender drogas.

—Oh, Michael, no hagas eso. Es demasiado peligroso. Puedes acabar en la cárcel.

—Menuda elección, ¿no te parece? —dijo el chico con amargura—. La universidad o la cárcel.

—¿Qué le dirás a tu padre?

—No sé. Quizá le diga que me dedico a vender cinturones.