Diez

EL viernes estuvo nublado, con alguna que otra llovizna, y las únicas personas que nadaron fueron una joven pareja que se dio un chapuzón rápido a primera hora de la mañana, justo cuando el hombre de Brody llegaba a la playa. Hooper patrulló durante seis horas, y no vio nada. El viernes por la noche, Brody llamó a la Guardia Costera para pedir un informe sobre el tiempo. No estaba seguro de lo que deseaba oír. Sabía que hubiera debido desear un buen tiempo para aquel fin de semana de tres días. Eso haría que acudiese gente a Amity y, si nada pasaba, si no se veía nada, para el lunes comenzaría a creer que el tiburón se había ido. Si no pasaba nada. En secreto, hubiera recibido con alegría una tormenta de tres días que hubiese mantenido vacías las playas durante el fin de semana. En cualquier caso, rogaba a sus dioses personales que no dejasen que sucediera nada malo.

Deseaba que Hooper regresase a Woods Hole. No era sólo por el hecho de que Hooper estuviera siempre allí, la voz experta que contradecía su precaución. Brody presentía que, de alguna manera, Hooper había ido a su casa. Sabía que Ellen había hablado con Hooper después de la cena: el joven Martin había mencionado algo acerca de la posibilidad de que Hooper los llevase a un picnic playero, para buscar conchas. Luego, había aquello del miércoles. Ellen había dicho que estaba enferma, y ciertamente parecía agotada cuando él llegó a casa. Pero ¿dónde había estado Hooper aquel día? ¿Por qué se había mostrado tan evasivo cuando Brody le había interrogado al respecto? Por primera vez en su vida de casado, Brody se hacía preguntas, y esta situación lo llenaba de una inconfortable ambivalencia: autorreproches por dudar de Ellen, y miedo de que en realidad hubiera algo por lo que estar intranquilo.

El informe del tiempo hablaba de un fin de semana claro y soleado, con vientos del suroeste de ocho a quince kilómetros de velocidad. Bueno, pensó Brody, quizá sea para bien. Si tenemos un buen fin de semana y no le pasa nada a nadie, quizá pueda creérmelo. Y seguro que Hooper se irá.

Brody había dicho que llamaría a Hooper tan pronto como hablase con la Guardia Costera. Estaba junto al teléfono de la cocina. Ellen se hallaba fregando los platos de la cena. Brody sabía que Hooper se hospedaba en el Abelard Arms. Vio el listín telefónico enterrado bajo un montón de facturas y blocs de notas, en el mármol de la cocina. Iba a tomarlo, cuando se detuvo.

—Tengo que llamar a Hooper —dijo—. ¿Sabes dónde está el listín telefónico?

—Es el seis, cinco, cuatro, tres —le indicó Ellen.

—¿Qué es eso?

—El número del Abelard Arms: seis, cinco, cuatro, tres.

—¿Cómo lo sabes?

—Tengo buena memoria para los números de teléfono. Ya lo sabes. Siempre la he tenido.

Lo sabía, y se maldijo a sí mismo por aquella treta estúpida. Marcó el número.

—Abelard Arms —era una voz masculina, joven. El recepcionista de noche.

—Con la habitación de Matt Hooper, por favor.

—¿No sabrá por casualidad qué número tiene, señor?

—No —Brody tapó el micrófono con la mano y le dijo a Ellen—: No sabes el número de su habitación, ¿verdad?

Ella lo miró, y durante un instante no le contestó. Luego, negó con la cabeza.

El recepcionista dijo:

—Aquí lo tengo. Cuatro, cero, cinco.

El teléfono sonó dos veces antes de que Hooper lo contestase.

—Aquí Brody.

—Ah. Hola.

Brody se puso de cara a la pared, tratando de imaginarse qué aspecto tendría la habitación. Conjuró visiones de un pequeño cubículo oscuro, una cama deshecha, manchas en las sábanas. Notó, brevemente, que se le iba la cabeza.

—Supongo que tendremos trabajo mañana —dijo—. El informe del tiempo es bueno.

—Ya lo sé.

—Entonces, lo veré en el muelle.

—¿A qué hora?

—Sobre las nueve y media. Nadie va a ir a nadar antes.

—De acuerdo. A las nueve y media.

—Excelente. Oh, oiga, a propósito —continuó Brody—, ¿cómo fueron las cosas con Daisy Wicker?

—¿Cómo?

Brody deseó no haber hecho esta pregunta.

—Nada. Sólo era curiosidad. Ya sabe, acerca de si ustedes dos habían ligado.

—Bueno… pues sí, ya que lo menciona. Pero ¿es una parte de su trabajo investigar la vida sexual de la gente?

—Olvídelo. Olvide incluso que lo he mencionado —colgó el teléfono. Mentiroso, pensó. ¿Qué infiernos pasa aquí? Se volvió hacia Ellen—. Quería preguntártelo. Martin dijo algo acerca de un picnic en la playa. ¿Cuándo será eso?

—No está fijado —dijo ella—. Era sólo una idea.

—Oh —la miró, pero ella no le devolvió la mirada—. Creo que ya es hora de que te vayas a dormir.

—¿Por qué dices eso?

—Porque no te has sentido muy bien estos días. Y es la segunda vez que lavas ese vaso. —Tomó una cerveza de la nevera. Tiró de la arandela metálica y se le rompió en la mano—. ¡Mierda! —gritó, y tiró la lata llena a la basura, saliendo luego de la habitación.

El sábado al mediodía, Brody estaba sobre una duna vigilando la playa de la calle Scotch, sintiéndose medio agente secreto, medio estúpido. Llevaba una camisa de polo y un traje de baño: había tenido que comprar uno especialmente para aquella misión. Se sentía disgustado por sus blancas piernas, casi sin pelo tras muchos años de llevarlas enfundadas en pantalones largos. Deseaba que Ellen hubiera venido con él, para hacerlo sentirse menos incómodo, pero ella se había excusado, diciendo que ya que él no iba a estar en casa durante el fin de semana, sería un buen momento para adelantar los trabajos del hogar. En un bolso de playa, al lado de Brody, había unos prismáticos, un radio transmisor-receptor, dos cervezas y un sandwich envuelto en celofán. Frente a la costa, entre los cuatrocientos y los ochocientos metros, se movía lentamente hacia el este la Flicka. Brody contempló la lancha y se dijo a sí mismo: Por lo menos sé dónde está él hoy.

La Guardia Costera había tenido razón, el día era espléndido; sin nubes y cálido, con una ligera brisa marina. La playa no estaba abarrotada. Una docena, más o menos, de quinceañeros estaban dispersos en sus hileras habituales. Algunas parejas yacían somnolientas, inertes como cadáveres, como si el moverse fuera a interrumpir los ritmos cósmicos que generaban un bronceado. Una familia estaba reunida alrededor de una hoguera de carbón vegetal en la arena, y el aroma de hamburguesas a la plancha flotó hasta la nariz de Brody.

Nadie se había echado aún a nadar. En dos ocasiones, dos padres distintos habían llevado a sus hijos al borde del agua, permitiéndoles que chapotearan en la rompiente, pero, al cabo de unos pocos minutos, ya fuera aburridos o temerosos, los padres habían ordenado a los niños que saliesen del agua.

Brody oyó pasos sobre la arena de la playa, tras él, y se volvió. Un hombre y una mujer, probablemente cerca de la cincuentena, y ambos tremendamente gordos, estaban luchando por subir la duna, arrastrando a dos niños que se quejaban. El hombre llevaba pantalón caqui, una camiseta de media manga, y zapatillas deportivas. La mujer llevaba un vestido estampado que se le subía sobre sus arrugadas caderas. En la mano tenía un par de sandalias. Tras ellos, Brody vio una camioneta de camping marca Winnebago aparcada en la calle Sctoch.

—¿Puedo ayudarles? —preguntó Brody cuando la pareja hubo alcanzado la cima de la duna.

—¿Es ésta la playa? —preguntó la mujer.

—¿Qué playa buscan? La playa pública es…

—Es ésta, no cabe duda —dijo el hombre, sacando un mapa de su bolsillo. Hablaba con el inconfundible acento de un neoyorquino de Queensborough—. Giramos en la Veintisiete y seguimos esa carretera de ahí. Es ésta, no cabe duda.

—Entonces, ¿dónde está el tiburón? —dijo uno de los niños, un chico gordo de unos trece años—. Creí que habías dicho que íbamos a ver un tiburón.

—Cállate —le dijo su padre. Y luego le preguntó a Brody—. ¿Dónde está ese tiburón del que hablan?

—¿Qué tiburón?

—El tiburón que ha matado a esa gente. Lo vimos en la tele… en tres canales distintos. Hay un tiburón que mata a la gente. Justo aquí.

Hubo un tiburón aquí —corrigió Brody—. Pero ya no está. Y, si hay suerte, ya no volverá.

El hombre miró a Brody durante un segundo y luego resopló:

—¿Quiere usted decir que hicimos todo ese camino hasta aquí para ver a ese tiburón, y que ahora se ha ido? Eso no es lo que la tele dijo.

—Lamento no poder hacer nada —le contestó Brody—. No sé quién les dijo que iban a ver a ese tiburón. ¿Sabe usted?, los tiburones no acostumbran salir a la playa para estrechar la mano de la gente.

—No intente tomarme el pelo, amigo.

Brody se irguió.

—Escuche, señor mío —dijo, sacando la cartera del cinturón de su traje de baño y abriéndola para que el hombre pudiera ver su placa—. Soy el jefe de policía de este pueblo. No sé quién es usted, o quién piensa ser, pero lo que no puede hacer es entrar en una playa privada de Amity y comenzar a comportarse como un vivo. Ahora, diga que lo trae aquí, o lárguese.

El hombre dejó de hacerse el importante.

—Perdone —dijo—. Es que después de todo ese maldito tráfico y los chicos gritándome en los oídos, creí que al menos podríamos ver ese tiburón. Es para lo único que hemos venido aquí.

—¿Ha conducido dos horas y media para ver un tiburón? ¿Por qué?

—Por hacer algo. El pasado fin de semana fuimos a la Jungla, el sitio ése en que uno ve los animales desde el coche. Pensamos que esta semana podíamos ir a la costa de Jersey. Pero entonces, oímos lo del tiburón de aquí. Los niños nunca han visto un tiburón.

—Bueno, pues espero que hoy tampoco lo van a ver —respondió secamente Brody.

—Mierda —dijo el hombre.

—¡Dijiste que veríamos un tiburón! —gimió uno de los niños.

—¡Cierra la boca, Benny! —el hombre se volvió hacia Brody—. ¿Podemos comer aquí?

Brody sabía que podía ordenar a la gente que fuera a la playa pública, pero, sin un distintivo de aparcamiento como el que tenían todos los residentes, se verían obligados a aparcar a un par de kilómetros de la playa, así que dijo:

—No creo que haya problema. Si alguien se queja, tendrán que irse, pero dudo que nadie se queje hoy. Adelante. Pero no dejen nada tirado… ni un envoltorio de chicle o una cerilla, o les multaré por ensuciar la playa.

—De acuerdo. —El hombre preguntó a su mujer—: ¿Traes la nevera?

—La dejé en el coche —le contestó ella—. No sabía si nos íbamos a quedar.

—Mierda —el hombre bajó la duna, jadeando. La mujer y sus dos hijos se alejaron veinte o treinta metros y se sentaron en la arena.

Brody miró su reloj: las doce y cuarto. Metió la mano en la bolsa playera y sacó la radio. Apretó un botón y dijo:

—¿Estás ahí, Leonard? —luego, soltó el botón.

En un momento, llegó la respuesta, raspando por el altavoz:

—Le escucho, jefe. Corto.

Hendricks se había presentado voluntario para pasar el fin de semana en la playa pública, como tercer ángulo del triángulo de vigilancia. (—Vas a acabar siendo un verdadero vago playero —le había dicho Brody, cuando Hendricks se había presentado voluntario. Éste se había echado a reír y le había contestado—: Probablemente, jefe. Si uno tiene que vivir en un sitio como éste, vale la pena que haga como los nativos).

—¿Cómo van las cosas? —preguntó Brody—. ¿Ha pasado algo?

—Nada que podamos controlar. Pero hay un pequeño problema. La gente no deja de venir hacia mí y trata de darme unos billetes. Corto.

—¿Billetes de qué?

—Para entrar en la playa. Dicen que compraron unos billetes especiales en el pueblo que les dan derecho a entrar en la playa de Amity. Tendría que ver esas malditas cosas. Tengo uno de ellos aquí. Dice: «Playa del Tiburón. Entrada personal e intransferible. Dos dólares cincuenta.» Me imagino que algún tipo listo está haciendo su agosto vendiéndole a la gente billetes innecesarios. Corto.

—¿Cuál es su reacción cuando les devuelves los billetes?

—Primero se enfurecen cuando les digo que les han tomado el pelo, que no hay que pagar nada para entrar en la playa. Luego, aún se enfadan más cuando les digo que, con billete o sin billete, no pueden dejar sus coches en el aparcamiento sin un distintivo de aparcamiento. Corto.

—¿Te dijo alguno de ellos quién está vendiendo esos billetes?

—Dicen que es un tipo que se encontraron en la calle Mayor y les dijo que no podían entrar en la playa sin un billete. Corto.

—Quiero averiguar quién diablos está vendiendo esos billetes, Leonard, y quiero que se acabe eso. Ve a la cabina de teléfono del aparcamiento, llama a la comisaría y dile a quienquiera que te conteste que quiero que vaya uno de ellos a la calle Mayor y detenga a ese sinvergüenza. Si es de fuera del pueblo, que lo saque de aquí. Si es del pueblo, que lo encierre.

—¿Bajo qué acusación? Corto.

—No me importa. Que piensen algo. Fraude. Lo que quiero es que lo saquen de la calle.

—De acuerdo, jefe.

—¿Algún otro problema?

—No. Hay algunos tipos más de esos de la tele por aquí, con una de sus unidades móviles, pero lo único que lucen es entrevistar a la gente. Corto.

—¿Acerca de qué?

—Las cosas normales. Ya sabe: ¿Tiene usted miedo de meterse en el agua? ¿Qué es lo que piensa acerca del tiburón? Y todas esas estupideces. Corto.

—¿Cuánto tiempo llevan ahí?

—La mayor parte de la mañana. No sé cuánto se quedarán aún, especialmente dado que nadie se mete en el agua. Corto.

—Mientras no te causen problemas…

—No. Corto.

—De acuerdo. Oye, Leonard, no tienes por qué decir «corto» cada vez. Ya me doy cuenta cuando has acabado de hablar.

—Es el procedimiento que me enseñaron, jefe. Hace que las cosas sean más claras. Corto y cierro.

Brody esperó un momento, luego apretó de nuevo el botón y dijo:

—Hooper, aquí Brody. ¿Pasa algo por ahí? —No hubo respuesta—. Aquí Brody llamando a Hooper. ¿Puede oírme?

Estaba a punto de llamar una tercera vez, cuando oyó la voz de Hooper:

—Lo lamento estaba a proa. Me parecía haber visto algo.

—¿Qué es lo que vio?

—Nada. Estoy seguro de que no era nada. Una ilusión óptica.

—¿Qué es lo que cree que vio?

—Realmente no puedo describirlo. Una sombra, quizá. Nada más. La luz del sol puede engañarle a uno.

—¿No ha visto nada más?

—Nada. En toda la mañana.

—Ojalá siga así. Le llamaré más tarde.

—De acuerdo. Estaré frente a la playa pública, dentro de un minuto o dos.

Brody dejó la radio en la bolsa y tomó su sandwich. El pan estaba frío y reseco por haber estado junto a la bolsa de plástico, llena de hielo, que contenía las latas de cerveza.

Hacia las dos y media, la playa estaba casi vacía. La gente había ido a jugar a tenis, a navegar, a que les arreglasen el cabello. Los únicos que quedaban en la playa eran media docena de quinceañeros y la familia de obesos de Queens.

Las piernas de Brody habían comenzado a quemarse por el sol: en sus muslos y en la parte superior de sus pies estaban comenzando a aparecer débiles manchas rojas, así que se las cubrió con la toalla. Sacó la radio del bolso y llamó a Hendricks:

—¿Pasa algo, Leonard?

—Nada, jefe. Corto.

—¿Alguien está nadando?

—No. Chapotean, pero eso es todo. Corto.

—Lo mismo aquí. ¿Qué sabes del que vendía billetes?

—Nada, pero nadie me da ya ninguno, así que supongo que alguien acabó con ese problema. Corto.

—¿Qué hay de la gente de la televisión?

—Se han ido. Se marcharon hace unos minutos. Querían saber dónde estaba usted. Corto.

—¿Para qué?

—Ni idea. Corto.

—¿Se lo dijiste?

—Naturalmente. No veía por qué no iba a hacerlo. Corto.

—De acuerdo. Te hablaré luego.

Brody decidió dar un paseo. Apretó con un dedo una de las manchas sonrosadas de su muslo. Se puso muy blanca, y luego se tornó rojo intenso cuando quitó el dedo. Se alzó, se envolvió la toalla alrededor de la cintura, para impedir que el sol le diera en las piernas y, llevando la radio, caminó hacia el agua.

Oyó el sonido de un motor de coche, y giró y caminó hasta la cima de la duna. En la calle Scotch estaba aparcada una camioneta. Las letras negras de su costado decían «Noticiario de la WNBC-TV». Se abrió la puerta del conductor y salió un hombre, que caminó por la arena hacia Brody.

Al irse acercando el hombre, Brody pensó que le era vagamente familiar. Era joven, con cabello largo y rizado y un bigote de puntas caídas.

—¿Jefe Brody? —preguntó cuando estaba a algunos pasos de distancia.

—Exacto.

—Me dijeron que estaría usted aquí. Soy Bob Middleton, de las noticias del Canal Cuatro.

—¿Es usted el comentarista?

—Sí. Mi equipo está en la camioneta.

—Creí haberlo visto en alguna parte. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Me gustaría entrevistarle.

—¿Acerca de qué?

—De todo este asunto del tiburón. Del motivo por el cual abrió las playas.

Brody pensó un momento. Luego se dijo a sí mismo: ¡Qué diablos!, un poco de publicidad no puede irle mal al pueblo, sobre todo ahora que hay pocas posibilidades de que pase algo, al menos hoy.

—De acuerdo —dijo—. ¿Dónde quiere hacérmela?

—En la playa. Iré a buscar a mi equipo. Nos llevará unos minutos montarlo todo, así que, si tiene algo que hacer, dispone de tiempo. Le daré un grito cuando estemos dispuestos —Middleton corrió de vuelta a la camioneta.

Brody no tenía nada especial que hacer, pero, dado que había empezado a dar un paseo, pensó que lo mejor era continuarlo. Siguió caminando hacia el agua.

Mientras pasaba junto al grupo de quinceañeros, oyó decir a un chico:

—¿Qué os parece? ¿Alguien se anima? Diez dólares son diez dólares.

Una chica le respondió:

—Vamos, Limbo, déjalo ya.

Brody se detuvo a unos cinco metros de distancia, aparentando estar interesado en algo situado mar adentro.

—¿Por qué? —continuó el chico—. Es una oferta bastante buena. No creo que nadie se atreva. Hace cinco minutos todos decíais que de ninguna manera iba a estar ese tiburón aún por aquí.

—Si tú eres tan valiente —le replicó otro chico—, ¿por qué no te metes tú mismo?

—Yo soy el que hace la oferta —dijo el primer muchacho—. Nadie me va a pagar a mí diez dólares por meterme en el agua. Bueno, ¿qué es lo que decís?

Hubo un momento de silencio, y entonces, el otro muchacho preguntó:

—¿Diez dólares? ¿Contantes y sonantes?

—Estos mismos —dijo el primer chico, ondeando un billete de diez dólares.

—¿A qué distancia tengo que ir?

—Veamos. Un centenar de metros. Esa es una distancia bastante buena. ¿De acuerdo?

—¿Y cómo voy a saber cuándo estoy a cien metros?

—Más o menos. Simplemente vas nadando durante un rato, y entonces te detienes. Si parece que ya estás a cien metros, te haré una señal para que vuelvas.

—Trato hecho —el chico se puso en pie.

La muchacha le regañó:

—Estás loco, Jimmy. ¿Para qué quieres meterte en el agua? No necesitas esos diez dólares.

—¿Crees que tengo miedo?

—Nadie ha dicho que tengas miedo —le contestó la chica—. Pero es innecesario.

—Diez dólares siempre vienen bien —replicó el chico—. Especialmente cuando el viejo de uno le corta la asignación por fumar un poco en la boda de la tía de uno.

El chico se volvió y comenzó a trotar hacia el agua. Brody le dijo: «¡Hey!», y el chico se detuvo.

—¿Qué?

Brody caminó hasta el muchacho.

—¿Qué vas a hacer?

—Voy a nadar. ¿Quién es usted?

Brody sacó su cartera y le mostró al chico su placa.

—¿Quieres ir a nadar? —dijo. Vio que el chico miraba por encima de su hombro, a sus amigos.

—Naturalmente, ¿Por qué no? Es legal, ¿no?

Brody asintió. No sabía si los otros estaban lo bastante lejos como para no oírle, así que bajó la voz y dijo:

—¿Quieres que te ordene que no te metas en el agua?

El chico lo miró, dudó por un instante, y luego negó con la cabeza.

—No, señor. Me irán bien esos diez dólares.

—No te quedes mucho tiempo ahí dentro —le dijo Brody.

—No lo haré —el chico se metió en el agua. Se zambullo en una pequeña ola y comenzó a nadar.

Brody escuchó pasos que corrían tras él. Bob Middleton pasó a la carrera junto a él y llamó al chico:

—¡Hey! ¡Vuelve! —agitó los brazos y llamó de nuevo.

El chico dejó de nadar y se puso en pie.

—¿Qué es lo que pasa?

—Nada. Quiero hacer unas tomas de cuando te metas en el agua. ¿De acuerdo?

—Por supuesto. A mí no me importa —dijo el chico. Comenzó a caminar de regreso a la orilla.

Middleton se volvió hacia Brody y le dijo:

—Me alegra haberlo detenido antes de que se fuera muy lejos. Al menos, podremos filmar a alguien nadando hoy.

Dos hombres vinieron por detrás de Brody. Uno llevaba una cámara de 16 mm. y un trípode. Usaba botas de combate, pantalones de trabajo militares, una camisa caqui y un chaquetón de cuero. El otro era más pequeño, más viejo y más gordo. Llevaba un traje gris arrugado y transportaba una caja rectangular cubierta de diales e interruptores. Alrededor del cuello le colgaban unos auriculares.

—Aquí mismo está bien, Walter —indicó Middleton—. Hazme saber cuándo estáis dispuestos.

Sacó del bolsillo un bloc de notas y comenzó a hacer algunas preguntas al chico.

El hombre más viejo se acercó hasta Middleton y le entregó un micrófono. Retrocedió hasta estar junto al cámara, desenrollando un cable que llevaba en la mano.

—Cuando quieras —dijo el cámara.

—Necesito saber el nivel del chico —dijo el hombre de los auriculares.

—Di algo —le indicó Middleton al muchacho, y le puso el micrófono a unos pocos centímetros de la boca.

—¿Qué es lo que quiere que diga?

—Así está bien —dijo el hombre de los auriculares.

—De acuerdo —indicó Middleton—. Comenzaremos juntos, Walter, y luego pasas a tomarnos al uno y al otro, ¿de acuerdo? Dame el rodando cuando estéis a punto.

El cámara miró por el visor, alzó un dedo y lo apuntó hacia Middleton.

—Rodando —dijo.

Middleton miró a la cámara y comenzó:

—Hemos estado aquí, en la playa de Amity, desde primera hora de la mañana y, que nosotros sepamos, nadie se ha atrevido aún a aventurarse en el agua. No ha habido ni señal del tiburón, pero la amenaza aún acecha. Estoy aquí con Jim Prescott, un joven que acaba de decidir que va a nadar un poco. Dime, Jim, ¿te preocupa saber que puede haber algo nadando contigo ahí fuera?

—No —le contestó el chico—. No creo que haya nada ahí fuera.

—Así que no tienes miedo.

—No.

—¿Eres un buen nadador?

—Bastante bueno.

Middleton tendió la mano.

—De acuerdo, pues buena suerte, Jim. Gracias por hablar con nosotros.

El chico estrechó la mano de Middleton.

—Ah —dijo—. ¿Qué quiere que haga ahora?

—¡Corta! —exclamó Middleton—. La tomaremos desde arriba, Walter. Espera un segundo. —Se volvió hacia el chico—. No me preguntes eso, Jim. ¿De acuerdo? Después de que te dé las gracias, simplemente te das la vuelta y te metes en el agua.

—De acuerdo —dijo el chico. Estaba temblando y se frotó los brazos.

—Hey, Bob —dijo el cámara—. El chico tendría que secarse. No puede vérsele mojado, si se supone que aún no se ha metido en el agua.

—Tienes razón —afirmó Middleton—. ¿Puedes secarte, Jim?

—Naturalmente —el chico trotó hasta sus amigos y se secó con una toalla.

Detrás de Brody, una voz preguntó:

—¿Qué es lo que está pasando? —Era el hombre de Queens.

—La televisión —le explicó Brody—. Quieren filmar a alguien nadando.

—Oh, ¿sí? Debería haberme traído mi traje de baño.

La entrevista fue repetida, y, después de que Middleton hubo dado las gracias al chico, éste corrió al agua y comenzó a nadar.

Middleton regresó al cámara y le dijo:

—Manténla en marcha, Walter. Irv, tú puedes cortar el sonido. Probablemente usaremos esto como fondo de comentarios.

—¿Cuánto quieres que haga? —le preguntó el cámara, siguiendo al chico mientras nadaba.

—Una treintena de metros, más o menos —le contestó Middleton—. Pero quedémonos aquí hasta que salga. Y, por si acaso, estad preparados.

Brody se había acostumbrado tanto al sonido lejano y casi inaudible del motor de la Flicka, que su mente ya no lo registraba como un ruido. Era una parte tan integrante de la playa como el romper de las olas. De pronto, el tono del motor cambió de un bajo murmullo a un urgente gruñido. Brody miró más allá del chico que nadaba y vio la lancha haciendo un giro rápido y cerrado, que no se parecía en nada a las vueltas lentas y amplias que hacía Hooper en su patrulla normal. Se llevó la radio a la boca y dijo:

—¿Ve algo, Hooper? —Brody contempló cómo la lancha disminuía la velocidad, y luego se detenía.

Middleton escuchó hablar a Brody.

—Dame sonido, Irv —ordenó—. Toma esto, Walter. —Caminó hasta Brody y le preguntó—: ¿Pasa algo, jefe?

—No lo sé —le contestó Brody—. Es lo que estoy tratando de averiguar. —Luego dijo por la radio—: ¿Hooper?

—Sí —contestó Hooper—. Pero todavía no sé lo que es. Era esa sombra de nuevo. Ahora no la puedo ver. Quizá mis ojos se están cansando.

—¿Oyes eso, Irv? —preguntó Middleton. El hombre del sonido negó con la cabeza.

—Hay un chico nadando por ahí —indicó Brody.

—¿Dónde? —preguntó Hooper.

Middleton llevó el micrófono junto al rostro de Brody, metiéndolo entre su boca y el micrófono de la radio. Brody lo echó a un lado, pero Middleton lo volvió a situar, con gran rapidez, a un par de centímetros de la boca de Brody.

—A treinta, quizá a cuarenta metros de la orilla. Creo que lo mejor será que le diga que vuelva. —Se metió la radio entre la toalla y el estómago, hizo bocina con sus manos alrededor de la boca y gritó—: ¡Hey, el de ahí! ¡Vuelve!

—¡Jesús! —exclamó el hombre del sonido—. Casi me rompe los tímpanos.

El chico no oyó la llamada. Estaba nadando, alejándose directamente de la playa. El muchacho que había ofrecido los diez dólares oyó eI grito de Brody y caminó hasta el borde del agua.

—¿Qué problema hay ahora? —preguntó.

—Ninguno —dijo Brody—. Pero pienso que es mejor que salga.

—¿Quién es usted?

Middleton se colocó entre Brody y el chico, pasando el micrófono de un lado a otro, entre los dos.

—Soy el jefe de la policía, muchacho —contestó Brody—. ¡Y ahora, largo de aquí! —Se volvió hacia Middleton—. Y usted, quite ese maldito micrófono de mi cara, ¿quiere?

—No te preocupes, Irv —afirmó Middleton—. Luego podemos cortar eso.

Brody dijo por la radio:

—Hooper, no me oye. ¿Quiere acercarse aquí y decirle que vuelva a tierra?

—Por supuesto —contestó Hooper—. Llegaré ahí en un minuto.

El pez estaba en el fondo, flotando a unos pocos centímetros sobre el arenoso suelo a unos veinte metros por debajo de la Flicka. Durante horas, su sistema sensorial había estado siguiendo el extraño sonido de arriba. En dos ocasiones, el pez había subido hasta un metro o dos de la superficie, dejando que la vista, el olfato y los canales nerviosos estudiasen el ser que pasaba ruidosamente por encima. En dos ocasiones había vuelto al fondo, no sintiéndose llevado ni a atacar, ni a alejarse.

Brody vio la lancha, que había estado dirigiéndose hacia el oeste, girar en dirección a la costa lanzando chorros de espuma con su proa, que rebotaba en el agua.

—Toma la lancha, Walter —indicó Middleton.

Debajo, el pez notó un cambio en el sonido. Se hizo más fuerte, luego fue disminuyendo a medida que la lancha se alejaba. El pez giró, inclinándose sobre un lado como un aeroplano, y siguió el sonido que se iba desvaneciendo.

El chico dejó de nadar, alzó la cabeza, y miró hacia la costa, moviendo brazos y piernas para sostenerse. Brody hizo señas con las manos y gritó:

—¡Ven!

El chico le devolvió el saludo y comenzó a nadar hacia la costa. Lo hacía bien, girando la cabeza hacia la izquierda para respirar, pateando a ritmo con las brazadas. Brody supuso que estaba a unos setenta metros de la costa y que le llevaría un minuto o más llegar a tierra.

—¿Qué pasa? —dijo una voz junto a Brody. Era el hombre de Queens. Sus dos hijos estaban tras él, sonriendo ansiosos.

—Nada —dijo Brody—. Simplemente, que no quiero que el chico se aleje demasiado.

—¿Es por el tiburón? —preguntó el padre de los dos chicos.

—¡Hey, juegue limpio! —exclamó el otro quinceañero.

—¡Cállate! —dijo Brody—. Váyanse todos hacia atrás.

—Vamos, jefe —le pidió el hombre—. Hemos hecho un largo camino hasta aquí.

—¡Largo! —ordenó Brody.

A veintisiete kilómetros por hora, Hooper sólo necesitó treinta segundos para cubrir el par de centenares de metros y llegar junto al chico. Se detuvo a unos metros de distancia, poniendo el motor en punto muerto. Estaba justo más allá de la línea rompiente, y no se atrevía a acercarse más, por miedo a ser atrapado por las olas.

El chico oyó el motor y alzó la cabeza.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó.

—Nada —le dijo Hooper—. Sigue nadando.

El muchacho bajó la cabeza y nadó. Una ola lo atrapó y lo hizo moverse más rápido y, con dos o tres brazadas más, ya pudo ponerse en pie. El agua llegaba hasta sus hombros, y empezó a caminar hacia la orilla.

—¡Ven! —le gritó Brody.

—Ya voy —dijo el chico—. ¿Qué problema hay?

A algunos metros por detrás de Brody, estaba Middleton con el micrófono en la mano.

—¿Qué estás tomando, Walter? —preguntó.

—Al chico —dijo el cámara—. Y al poli. A los dos.

—De acuerdo. ¿Estás actuando, Irv?

El hombre del sonido asintió.

Middleton habló por el micrófono:

—Está pasando algo, señoras y caballeros, pero no sabemos exactamente qué es. Lo que sabemos con seguridad es que Jim Prescott se echó a nadar y, de pronto, un hombre que hay en una lancha mar adentro vio algo. Ahora, el jefe de policía, Martin Brody, está tratando de hacer que el chico salga a tierra lo más deprisa posible. Podría ser el tiburón, pero la realidad es que no lo sabemos.

Hooper puso el motor de la lancha en marcha atrás, para alejarse de las olas. Mientras miraba por el costado, vio una mancha plateada moviéndose en el agua gris azulada. Parecía formar parte del movimiento de las olas, pero se desplazaba independientemente. Por un segundo, Hooper no se dio cuenta de lo que estaba viendo. Y, aún en el mismo momento en que lo comprendió, no pudo ver al pez con claridad.

—¡Cuidado! —gritó.

—¿Qué pasa? —gritó Brody.

—¡El pez! ¡Saque al chico fuera! ¡Rápido!

El muchacho oyó a Hooper, y trató de correr. Pero, con agua hasta el pecho, sus movimientos eran lentos y laboriosos. Una ola lo echó a un lado. Se tambaleó, luego se irguió de nuevo y se inclinó hacia adelante.

Brody corrió dentro del agua y tendió la mano. Una ola lo golpeó en las rodillas y lo echó hacia atrás.

Middleton dijo por el micrófono: El hombre de la lancha acaba de decir algo sobre un pez… No sé si se refiere al tiburón.

—¿Es el tiburón? —dijo el hombre de Queens, poniéndose al lado de Middleton—. No lo veo.

—¿Quién es usted? —preguntó Middleton.

—Mi nombre es Lester Kraslow. ¿Quiere entrevistarme?

—Lárguese.

Ahora, el muchacho se estaba moviendo más deprisa, cortando el agua con los brazos y el pecho. No vio la aleta alzarse tras él, una afilada hoja de un color marrón grisáceo que hendía el agua.

—¡Ahí está! —gritó Kraslow—. ¿Lo ves, Benny, Davey? Está ahí mismo.

—No veo nada —dijo uno de sus hijos.

—¡Ahí está, Walter! —exclamó Middleton—. ¿Lo ves?

—Estoy haciendo zoom —dijo el cámara—. Sí, ya lo tengo.

—¡Apresúrate! —gritó Brody. Tendió los brazos hacia el muchacho. Los ojos del chico estaban desorbitados y llenos de pánico. Las aletas de su nariz se estremecían, burbujeando mucosidad y agua. La mano de Brody tocó la del chico, y tiró. Aferró al muchacho por el pecho, y juntos salieron tambaleantes del agua.

La aleta se hundió bajo la superficie y, siguiendo el contorno del suelo oceánico, el pez se movió hacia las profundidades.

Brody se quedó sobre la arena, con su brazo alrededor del muchacho.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Quiero ir a casa —se estremeció el muchacho.

—Me lo imagino —Brody comenzó a llevar al chico hacia donde estaban sus amigos, pero Middleton los interceptó.

—¿Puede repetírmelo? —preguntó Middleton.

—¿Repetir el qué?

—Lo que le ha dicho al chico. ¿Podemos repetir eso?

—¡Salga de mi camino! —estalló Brody. Llevó al chico con sus amigos, y le dijo al que había ofrecido el dinero—: Llévalo a casa. Y dale sus diez dólares.

El muchacho asintió, pálido y atemorizado.

Brody vio que su radio estaba en la arena, donde llegaban las olas. La recogió, la secó, apretó el botón de «Hablar» y dijo:

—Leonard, ¿puedes oírme?

—Le oigo, jefe. Corto.

—El pez ha estado aquí. Si hay alguien en el agua por allí, sácalo. Ahora mismo. Y quédate ahí hasta que te enviemos un relevo. Nadie debe acercarse al agua. La playa queda oficialmente cerrada.

—De acuerdo, jefe. ¿Ha resultado herido alguien? Corto.

—No, gracias a Dios. Pero casi.

—De acuerdo, jefe. Corto y cierro.

Mientras Brody caminaba de regreso hacia donde había dejado su bolsa playera, Middleton le llamó:

—¡Hey, jefe!, ¿podemos hacer esa entrevista ahora?

Brody se detuvo, tentado por decirle a Middleton que se fuera a la mierda. En lugar de eso, le preguntó:

—¿Qué es lo que quiere saber? Lo vio todo tan bien como yo.

—Sólo le haré un par de preguntas.

Brody suspiró y regresó hasta donde se encontraba Middleton con su equipo de cámara.

—De acuerdo. Adelante.

—¿Cuánto te queda en ese rollo, Walter? —preguntó Middleton.

—Unos quince metros. Hazlo breve.

—De acuerdo. Dame el rodando.

—Rodando.

—Bueno, jefe Brody —comenzó Middleton—. Ha habido suertecilla, ¿no le parece?

—Mucha suerte. El chico pudo haber muerto.

—¿Diría usted que es el mismo tiburón que mató a esas otras personas?

—No lo sé —contestó Brody—. Supongo que sí.

—Entonces, ¿qué piensan hacer?

—Las playas están cerradas. Por el momento, es lo único que se puede hacer.

—Me parece que tendrá que reconocer que aún no es seguro nadar aquí en Amity.

—Es cierto, hay que reconocer eso.

—¿Qué significa esto para Amity?

—Problemas, señor Middleton. Estamos en un gran apuro.

—En retrospectiva, jefe, ¿cómo se siente por haber abierto las playas hoy?

—¿Que cómo me siento? ¿Qué clase de pregunta es ésa? Irritado, molesto, confuso. Agradecido porque nadie haya resultado herido. ¿Le parece bastante?

—Excelente, jefe —dijo Middleton con una sonrisa—. Muchas gracias, jefe Brody. —Hizo una pausa, y luego añadió—: De acuerdo, Walter, eso es todo. Vámonos a casa y comencemos a montar todo este lío.

—¿Qué te parecería un primer plano? —dijo el cámara—. Me quedan unos siete metros y medio.

—De acuerdo —le dijo Middleton—. Espera hasta que piense algo profundo que decir.

Brody recogió su toalla y su bolsa de playa y caminó sobre la duna hacia su coche. Cuando llegó a la calle Scotch, vio a la familia de Queens, en pie junto a su vehículo.

—¿Era ése el tiburón que mató a la gente? —le preguntó el padre.

—¿Quién sabe? —le contestó Brody—. ¿Qué diferencia hay?

—No me pareció gran cosa. Sólo una aleta. Los chicos quedaron bastante desilusionados.

—Escúcheme, so estúpido —exclamó Brody—, un muchacho ha estado a punto de morir ahora mismo. ¿Está usted desilusionado porque eso no haya sucedido?

—No me venga con ésas —replicó el hombre—. Ese bicho ni siquiera estuvo cerca de él. Apuesto a que todo esto no ha sido más que algo arreglado por los tipos de la tele.

—Señor, salga de aquí. Usted y toda su maldita tribu. Lléveselos de aquí. ¡Ahora!

Brody aguardó mientras el hombre cargaba su familia y equipo en la camioneta. En tanto que se alejaba, oyó que el hombre le decía a su esposa:

—Me imaginé que toda la gente de aquí serían unos engreídos. Tenía razón. Incluso los polizontes.

A las seis de la tarde, Brody estaba en su oficina con Hooper y Meadows. Ya había hablado con Larry Vaughan, que le telefoneó, borracho y sollozante, y murmuró locamente acerca de la ruina de su vida. Sonó el zumbador del escritorio de Brody, y tomó el teléfono.

—Ha venido un tipo llamado Bill Whitman a verle, jefe —dijo Bixby—. Dice que es del Times de Nueva York.

—Oh, sí… De acuerdo, qué diablos. Hazle pasar.

Se abrió la puerta, y Whitman apareció en el umbral.

—¿Estoy interrumpiendo algo? —preguntó.

—No mucho —dijo Brody—. Entre. Ya recordará a Larry Meadows. Éste es Matt Hooper, de Woods Hole.

—Claro que recuerdo a Harry Meadows —exclamó Whitman—. Gracias a él, mi jefe me pateó el culo a todo lo largo de la Calle Cuarenta y Tres.

—¿Y eso por qué? —inquirió Brody.

—El señor Meadows se olvidó, muy convenientemente, de hablarme del ataque de Christine Watkins. Pero no se olvidó de contárselo a sus lectores.

—Debió pasársele por alto —dijo Meadows.

—¿Qué es lo que podemos hacer por usted? —preguntó Brody.

—Me preguntaba —explicó Whitman—, si estarán ustedes seguros de que ése es el mismo pez que mató a los otros.

Brody hizo un gesto hacia Hooper, quien dijo:

—No puedo estar seguro. Jamás vi al tiburón que mató a los otros, y realmente tampoco he podido ver muy bien al de hoy. Lo único que vi fue un destello, más o menos gris plateado. Sabía lo que era, pero no podía compararlo con nada. Sólo puedo basarme en las probabilidades, y lo más probable es que sea el mismo pez. De todos modos, y al menos para mí, es demasiado arriesgado creer que haya a la vez dos grandes tiburones comedores de hombres al sur de Long Island.

Whitman le preguntó a Brody:

—¿Qué va a hacer, jefe? Quiero decir además de cerrar las playas, lo que, según tengo entendido, ya ha sido hecho.

—No sé. ¿Qué podemos hacer? Diablos, preferiría un huracán. O incluso un terremoto. Al menos, cuando pasan ya se han acabado. Puede uno mirar a su alrededor y ver lo que ha pasado, y lo que se tiene que hacer. Son sucesos, algo con lo que uno puede enfrentarse. Tienen un inicio y un fin. Esto es una locura. Es como si hubiera un maníaco suelto, matando gente cuando le entrasen ganas. Uno sabe quién es, pero no puede atraparlo, ni detenerlo. Y, aún peor, ni siquiera sabe por qué lo está haciendo.

—Recuerda a Minnie Eldridge —intervino Meadows.

—Ah —admitió Brody—. Estoy comenzando a creer que quizá haya algo de verdad en lo que dice.

—¿Quién es ésa? —preguntó Whitman.

—Nadie. Sólo una loca.

Por un momento hubo un silencio, un silencio de cansancio, como si todo lo que debía ser dicho ya hubiera sido dicho. Luego, Whitman dijo:

—¿Y bien?

—Y bien, ¿qué? —le preguntó Brody.

—Tiene que haber alguna cosa que se pueda intentar. Algo que hacer.

—Seré feliz si me hacen alguna sugerencia. Personalmente, creo que estamos jodidos. Tendremos suerte si queda algo del pueblo después de este verano.

—¿No le parece eso un tanto exagerado?

—No me parece. ¿Y a ti, Harry?

—Tampoco —afirmó Meadows—. Este pueblo sobrevive gracias a los veraneantes, señor Whitman. Si quiere, puede decir que somos unos parásitos, pero así están las cosas. El animal del que nos alimentamos viene cada verano, y Amity se alimenta con furor del mismo, arrancándole cada molécula de alimento que puede, antes de que se marche de nuevo, después del Día del Trabajo. Si se nos quita ese animal, somos como garrapatas sin perro del que alimentarse. Nos morimos de hambre. Al menos, y como mínimo, el próximo verano va a ser el peor de la historia de este pueblo. Habrá tanta gente dependiendo de la seguridad social, que Amity se va a parecer a Harlem —Se echó a reír—. El Harlem de la costa.

—Daría el culo por saber —exclamó Brody— ¿por qué nosotros? ¿Por qué Amity? ¿Por qué no East Hampton o Southampton o Quogue?

—Eso —le contestó Hooper—, es algo que nunca sabremos.

—¿Por qué? —le preguntó Whitman.

—No quiero que parezca que estoy excusándome por haber malinterpretado ese pez —le respondió Hooper—. Pero la línea que hay entre lo natural y lo innatural es muy difusa. Ocurren cosas naturales, y para la mayor parte de ellas hay una explicación lógica. Pero existen muchísimas cosas para las que no hay una respuesta adecuada o sensata. Digamos que, por ejemplo, dos personas están nadando, una delante de la otra, y un tiburón llega por detrás, pasa junto al segundo tipo, y ataca al de delante. ¿Por qué? Quizá porque olían diferente. Tal vez porque el que había delante estaba nadando en una forma más provocativa. Digamos que el tipo de atrás, el que no ha sido atacado, va a ayudar al que sí lo ha sido. Puede que el tiburón ni lo toque… incluso hasta puede evitarlo, mientras no deja de acosar al que atacó. Se supone que los tiburones blancos prefieren el agua fría. Así que, ¿por qué surge uno en la costa de México, ahogado por un cadáver humano que no ha podido tragar? En cierta manera, los tiburones son como los tornados. Golpean aquí pero no allí. Aniquilan esta casa, pero repentinamente giran y dejan en pie la casa de al lado. El tipo de la casa que ha sido arrasada exclama: «¿Por qué yo?» El de la casa que ha sido respetada grita: «Gracias a Dios.»

—De acuerdo —dijo Whitman—. Pero sigo sin ver por qué no se puede atrapar al tiburón.

—Quizá pueda hacerse —le contestó Hooper—. Pero no creo que lo podamos hacer nosotros. Al menos, no con el equipo que tenemos aquí. Aunque supongo que podríamos tratar de atraerlo de nuevo con cebo.

—Ah —dijo Brody—. Ben Gardner nos podría decir sobre eso.

—¿Saben ustedes algo de un tipo llamado Quint? —preguntó Whitman.

—He oído ese nombre —comentó Brody—. ¿Sabes algo de ese tipo, Harry?

—He leído todo lo que tenía de él. Por lo que sé, nunca ha hecho nada ilegal.

—Bueno —comentó Brody—, quizá valga la pena llamarle.

—Está usted bromeando —exclamó Hooper—. ¿Realmente quiere tener algo que ver con ese tipo?

—Le diré una cosa, Hooper. En este momento, si alguien viniera aquí, dijera que es Superman y que podía alejar a ese bicho con una meada, yo diría que me parecía excelente.

—Ah, pero…

Brody interrumpió:

—¿Qué dices, Harry? ¿Crees que estará en el listín telefónico?

—Entonces, realmente habla en serio —comentó Hooper.

—Puede apostar su tierno culo. ¿Se le ocurre algo mejor?

—No, es sólo que… No sé. ¿Cómo sabemos si ese tipo no es un estafador, un borracho, o algo así?

—Nunca lo sabremos hasta que lo probemos. —Brody tomó un listín telefónico del cajón superior de su escritorio y lo abrió en la Q. Corrió el dedo página abajo—. Aquí está. «Quint». Es todo lo que dice. No trae ni el nombre. Pero es el único que hay en toda la página. Debe de ser él.

Marcó el número.

—Quint —dijo una voz.

—Señor Quint, le habla Martin Brody. Soy el jefe de policía de Amity. Tenemos un problema.

—He oído algo de eso.

—El tiburón ha vuelto a estar por aquí hoy.

—¿Ha atacado a alguien?

—No, pero estuvo a punto de alcanzar a un chico.

—Un pez tan grande necesita mucha comida —comentó Quint.

—¿Ha visto a ese pez?

—No. Lo busqué un par de veces, pero no pude pasar mucho tiempo en ello. Mi gente no gasta su dinero sólo para mirar. Quieren acción.

—¿Cómo sabe lo grande que es?

—He oído hablar. Más o menos, he sacado la media de lo que se decía, y me imagino que tendrá unos seis metros. Es un buen cacho de pez el que tienen ahí.

—Lo sé. Lo que me preguntaba es si podría usted ayudarnos.

—Ya veo. Pensé que me llamarían.

—¿Puede?

—Eso depende.

—¿De qué?

—Por una parte, de lo que quieran gastarse.

—Le pagaremos su tarifa habitual. Lo que cobre por un día. Le pagaremos por día hasta cuando mate al bicho.

—No creo que acepte —dijo Quint—. Me parece que éste es un trabajo especial.

—¿Qué significa eso?

—Mi tarifa normal es doscientos por día. Pero esto es especial. Creo que tienen que pagarme el doble.

—Ni hablar de eso.

—Adiós.

—¡Espere un momento! Veamos, hombre. ¿Por qué quiere atracarme?

—No tiene usted otra persona a quien acudir.

—Hay otros pescadores.

Brody escuchó reír a Quint… una risa corta y burlona.

—Ya lo creo que los hay. Ya han enviado a uno. Envíen a otro. Envíen a media docena más. Entonces, cuando acudan de nuevo a mí, quizá me paguen el triple. No pierdo nada esperando.

—No le estoy pidiendo ningún favor —le dijo Brody—. Sé que tiene que ganarse la vida. Pero este pez está matando gente. Quiero acabar con esto. Quiero salvar vidas. Deseo su ayuda. ¿No puede al menos tratarme como lo hace con sus clientes habituales?

—Me rompe usted el corazón —comentó Quint—. Tiene usted un pez que hay que matar. Trataré de matárselo. No garantizo nada, pero lo haré lo mejor que sepa. Y lo mejor que sé, vale cuatrocientos dólares al día.

Brody suspiró.

—No sé si el consejo me dará ese dinero.

—Ya lo encontrará en algún sitio.

—¿Cuánto tiempo cree que le llevará atrapar al tiburón?

—Un día, una semana, un mes. ¿Quién sabe? Quizá nunca lo hallemos. Tal vez se vaya.

—Ojalá —exclamó Brody. Hizo una pausa—. De acuerdo —dijo finalmente—. Supongo que no tenemos otra alternativa.

—No, no la tienen.

—¿Podría usted empezar mañana?

—Ni hablar. El lunes, lo más pronto. Tengo un compromiso mañana.

—¿Un compromiso? ¿A qué se refiere, a un compromiso con una chica?

Quint se rió de nuevo, con el mismo ladrido atronador.

—Un compromiso de trabajo —dijo—. No sabe usted mucho de pesca.

Brody enrojeció.

—No, tiene razón. ¿No podría cancelarlo? Ya que le vamos a pagar todo ese dinero, me parece que nos merecemos un servicio algo especial.

—Ni hablar. Se trata de clientes habituales. No podría hacerles eso, si no quiero perderlos. Y ustedes sólo me dan un trabajo una vez.

—Supóngase que se encontrase con el tiburón mañana. ¿Trataría de atraparlo?

—Eso les ahorraría a ustedes un buen montón de dinero, ¿no? Pero no veremos su pez. Vamos hacia el Este. Hay mucha pesca en el Este. Algún día tendría que probarlo.

—Ha pensado en todo, ¿no?

—Hay una cosa más —le dijo Quint—. Voy a necesitar a un hombre conmigo. Perdí a mi compañero, y no me sentiría muy a gusto ocupándome de ese bicho tan grande sin un par de manos extra.

—¿Perdió a su compañero? ¿Cómo, se cayó por la borda?

—No, se largó. Se puso nervioso. Le pasa a la mayor parte de la gente en este trabajo, al cabo de un tiempo. Comienzan a pensar demasiado.

—Pero eso no le pasa a usted.

—No. Sé que soy más listo que los peces.

—¿Y es suficiente ser más listo?

—Ha bastado hasta ahora. Sigo con vida. ¿Qué hay de eso? ¿Tiene un hombre para mí?

—¿No puede encontrar otro compañero?

—No tan rápidamente, y no para este tipo de trabajo.

—¿A quién va a usar mañana?

—A un chico. Pero no quiero llevarlo conmigo detrás de un gigante blanco.

—Puedo comprender eso —exclamó Brody, comenzando a dudar que fuera adecuado haber ido a pedirle ayuda a Quint. Luego, añadió con tono simple—: ¿Sabe?, iré con usted.

Tan pronto como hubo dicho las palabras, se sintió asombrado, anonadado por el lío en que se había metido.

—¿Usted? ¡Ja!

A Brody le dolió la ironía de Quint.

—Sé cómo comportarme —le dijo.

—Quizá. No le conozco. Pero si no sabe nada de pesca, no puede manejar un pez tan grande. ¿Sabe nadar?

—Naturalmente. Pero ¿qué tiene que ver eso con lo demás?

—La gente se cae por la borda y a veces se tarda un tiempo en dar la vuelta para irlos a recoger.

—No se preocupe por mí.

—Como usted quiera. Pero sigo necesitando a un hombre que sepa algo de pesca. O, al menos, algo de navegar.

Brody miró por encima del escritorio a Hooper. Lo que menos deseaba era pasar unos cuantos días en una lancha con Hooper, especialmente en una situación en la que Hooper le superaría en conocimientos, y quizá en autoridad. Podía enviar a Hooper solo, y quedarse en tierra. Pero eso, lo sabía, sería capitular, admitir definitivamente e irrevocablemente su falta de habilidad para enfrentarse y triunfar sobre aquel extraño enemigo que había declarado la guerra a su pueblo.

Además, quizá… Durante los largos días en la lancha, Hooper cometiera un desliz que le revelarse lo que había estado haciendo el pasado miércoles, el día que llovió. Brody estaba comenzando a sentirse obsesionado por averiguar dónde estaba Hooper aquel día, pues cuando se permitía considerar las diversas alternativas, su mente siempre acababa deteniéndose en aquella que más temía. Deseaba saber que Hooper estuvo viendo una película, o jugando a las cartas en el Club de Campo, o fumando droga con algún hippie, o enredado con alguna girl scout. No le importaba lo que hubiese hecho, mientras lograse averiguar que Hooper no había estado con Ellen. O que había estado. En ese caso… el pensamiento aún era demasiado retorcido como para poder enfrentarse con él.

Tapó con la mano el micrófono y le dijo a Hooper:

—¿Quiere venir con nosotros? Necesita un compañero.

—¿Ni siquiera tiene un compañero? ¡Menudo profesional!

—Déjese de eso ahora. ¿Quiere venir o no?

—Sí —aceptó Hooper—. Probablemente me arrepentiré durante el resto de mi vida, pero sí iré. Quiero ver ese pez, y me imagino que es la única oportunidad que tengo.

Brody le dijo a Quint:

—De acuerdo, tengo al hombre que necesita.

—¿Sabe algo de lanchas?

—Sabe mucho.

—El lunes por la mañana, a las seis en punto. Tráiganse lo que quieran comer. ¿Saben cómo venir aquí?

—Por la Carretera 27 hasta la salida hacia Promised Land, ¿correcto?

—Sí. Se llama calle Cranberry Hole. Recto hacia el pueblo. Un centenar de metros después de las últimas casas, giren hacia la izquierda en un camino de tierra.

—¿Hay alguna señal?

—No, pero es el único camino que hay por aquí. Lleva recto a mi muelle.

—¿Su lancha es la única que hay por ahí?

—La única. Se llama la Orca.

—De acuerdo. Lo veré el lunes.

—Una cosa más —añadió Quint—. Efectivo. Cada día, por adelantado.

—De acuerdo, pero ¿cómo es eso?

—Así es como yo hago mis negocios. No quiero que se caiga por la borda con mi dinero.

—Está bien —aceptó Brody—. Lo tendrá.

Colgó y le dijo a Hooper:

—El lunes, a las seis de la mañana, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Meadows preguntó:

—¿He entendido bien, por lo que decías, que tú también vas, Martin?

Brody asintió.

—Es mi tarea.

—Diría que vas más allá de lo que te exige el deber.

—Bueno, ahora ya está hecho.

—¿Cómo se llama su lancha? —preguntó Hooper.

—Creo que dijo Orca —le contestó Brody—. No sé lo que significa.

—No significa nada. Es algo. Es una ballena asesina.

Meadows, Hooper y Whitman se levantaron para irse.

—Buena suerte —dijo Whitman—. Siento algo de envidia por su viaje. Seguramente será excitante.

—No tengo ningún interés en lo excitante —afirmó Brody—. Sólo quiero que acabe de una vez este maldito asunto.

En la puerta, Hooper se volvió y le dijo:

—El pensar en la Orca me ha hecho recordar algo. ¿Saben cómo llaman los australianos a los tiburones gigantes blancos?

—No —dijo Brody, realmente no muy interesado—. ¿Cómo?

—La muerte blanca.

—Muchas gracias por decírmelo —exclamó Brody, cuando cerraba la puerta tras ellos.

Ya iba a salir, cuando el agente de turno en el mostrador lo detuvo y le dijo:

—Le llamaron antes, jefe, mientras estaba dentro. Pensé que no debía molestarle.

—¿Quién era?

—La señora Vaughan.

¡La señora Vaughan! Por lo que podía recordar Brody, nunca había hablado con Eleanor Vaughan por teléfono, en toda su vida.

—Dijo que no le molestase, que podía esperar.

—Mejor será que la llame yo. Es tan tímida, que si estuviera ardiendo su casa, llamaría a los bomberos, se excusaría por molestarlos y les preguntaría si por casualidad podían pasar por su casa la próxima vez que estuvieran en el vecindario. Mientras caminaba de regreso a su oficina, Brody recordó algo acerca de Eleanor: cada vez que extendía un cheque por un importe exacto, se negaba a escribir «con cero centavos». Creía que esto equivalía a un insulto, como si estuviese sugiriendo que la persona que fuera a cobrar el cheque podía intentar robar unos pocos centavos.

Brody marcó el número de la casa de los Vaughan, y Eleanor le contestó antes de que el teléfono acabase de sonar una sola vez. Ha estado sentada junto al teléfono pensó Brody.

—Soy Martin Brody, Eleanor. Me llamaste.

—Oh, sí. No me gusta tener que molestarte, Martin. Si tienes otra cosa que hacer…

—No, no hay ningún problema. ¿Dime, qué es lo que quieres?

—Es que… Bueno, la razón por la que te llamo es que sé que Larry habló contigo antes. Pensé que tal vez supieras si… si algo va mal.

Brody pensó: no sabe nada, nada en absoluto. Bueno, pues, desde luego, no se lo voy a decir yo.

—¿Por qué? ¿A qué te refieres?

—No sé exactamente cómo explicarte esto, pero… Bueno, ya sabes que Larry no bebe mucho. En contadas ocasiones, al menos en casa.

—¿Y?

—Esta tarde, cuando llegó a casa, no dijo nada. Simplemente fue a su estudio y, al menos eso creo, se bebió casi toda una botella de whisky. Ahora, está dormido en un sillón.

—No me preocuparía por eso, Eleanor. Probablemente tiene algún lío en la cabeza. Todos necesitamos beber más de la cuenta de vez en cuando.

—Lo sé. Pero es que… algo va mal. Estoy segura. No ha actuado en su forma habitual en estos últimos días. Pensé que quizá… tú eres su amigo. ¿Te imaginas lo que puede ser?

Su amigo, pensó Brody. También Vaughan había dicho eso, pero al menos, él sabía que no era verdad. «Antes, éramos amigos», había dicho.

—No, Eleanor, no lo sé —mintió—. No obstante, si lo deseas, le hablaré de eso.

—¿Lo harás, Martin? Te lo agradecería. Pero… por favor… No le digas que te llamé. Nunca ha querido que me metiera en sus asuntos.

—No lo haré. No te preocupes. Trata de dormir un poco.

—¿Estará bien si lo dejo en el sillón?

—Naturalmente. Sólo tienes que quitarle los zapatos y echarle una manta encima. Estará muy bien.

Paul Loeffler se irguió tras el mostrador de su tienda de comestibles y miró su reloj.

—Son las nueve menos cuarto —le dijo a su esposa, una mujer gorda y bonita llamada Rose, que estaba arreglando las cajas de mantequilla dentro de la nevera—. ¿Qué te parecería si hoy hiciéramos trampa y cerráramos quince minutos antes?

—Después de un día como hoy, estoy de acuerdo —aceptó Rose—. ¡Siete kilos y medio de mortadela! ¿Cuánto hacía que no vendíamos siete kilos y medio de mortadela en un solo día?

—Y el queso suizo —exclamó Loeffler—. ¿Cuándo antes nos habíamos quedado sin queso suizo? Desde luego, ya me gustaría tener unos cuantos días más como éste. Rosbif, foie-gras, todo. Es como si todo el mundo desde Brooklyn Heights hasta East Hampton se hubiese detenido aquí a comprar sandwiches.

—¡Narices, Brooklyn Heights, Pennsylvania! Un hombre me dijo que había venido desde la misma Pennsylvania. Y sólo para ver un pez. ¿Es que no tienen peces en Pennsylvania?

—¿Quién sabe? —contestó Loeffler. Esto está comenzando a parecer Coney Island.

—La playa pública debe parecer un basurero.

—Vale la pena. Nos merecemos uno o dos días buenos.

—He oído decir que las playas vuelven a estar cerradas —comentó Rose.

—Sí. Como siempre digo: no llueve, sino que diluvia.

—¿De qué estás hablando?

—No lo sé. Cerremos.