Once

EL mar estaba tan llano que parecía gelatina. No había ningún hálito de viento que rizara la superficie. El sol arrancaba temblorosas oleadas de calor del agua. De vez en cuando una golondrina de mar se zambullía en busca de alimento, y se alzaba de nuevo, mientras las pequeñas olitas de su zambullida se convertían en círculos que crecían sin cesar.

La lancha estaba quieta sobre el agua, derivando imperceptiblemente en la corriente. Dos cañas de pesca, situadas en sujetadores, a popa, arrastraban sus sedales en la mancha aceitosa que se extendía hacia el oeste, detrás de la embarcación. Hooper estaba sentado a popa, con un cubo de basura de setenta y cinco litros de capacidad a su lado. Cada pocos segundos, hundía un cazo en el cubo y lo echaba por encima de la borda, a la mancha.

Delante, en dos hileras que se juntaban en la proa, había diez barriles de madera del tamaño de los pequeños de cerveza. Cada uno de ellos estaba envuelto en varias tapas de soga de esparto de casi dos centímetros de grueso, que continuaba en un rollo de treinta metros de largo, tras el barril. Sujeto al extremo de cada soga había un arpón.

Brody estaba sentado en la silla giratoria de pescador que había, atornillada, en cubierta, tratando de mantenerse despierto. Era un día cálido y húmedo. No había soplado brisa alguna durante las seis horas que llevaban sentados, esperando. Tenía ya el cogote quemado de mala manera por el sol, y cada vez que movía la cabeza el cuello de su camisa de uniforme le irritaba la dolorida piel. Su olor corporal subía hasta su nariz y unido al hedor de las tripas y la sangre de pescado que estaban tirando al mar, le producía náuseas. Estaba cocido.

Miró a la figura que había en el puente: Quint. Llevaba una camiseta de manga corta blanca, unos téjanos desteñidos, calcetines blancos y un par de viejas zapatillas de náutica. Brody pensaba que Quint debía de tener unos 50 años, y, aunque seguramente una vez había tenido 20 y llegaría algún día a los 60, resultaba imposible imaginar qué aspecto tendría en cualquiera de esas edades. Su edad actual parecía ser la que siempre había tenido, y la que siempre tendría. Medía 1,90 m y era muy delgado… quizá de 75 a 80 kilos. Tenía la cabeza totalmente calva; no era que se la afeitase, pues no se le veían puntitos negros en la piel, sino que era tan calvo como si jamás hubiera tenido ni un solo cabello. Cuando, como ahora, el sol estaba alto y calentaba, llevaba un gorro de trabajo de los Marines. Su rostro, como todo el resto de él, era duro y anguloso. Estaba dominado por una larga y recta nariz. Cuando miraba hacia abajo desde el puente, parecía apuntar sus ojos —los más negros que Brody hubiera visto jamás— a lo largo de la nariz, como si fuera el cañón de un arma. Su piel estaba permanentemente bronceada y curtida por el viento, la sal y el sol. Miraba hacia popa, sin apenas parpadear nunca, con los ojos fijos en la mancha.

Un chorrito de sudor que corría a lo largo del pecho de Brody le hizo agitarse. Volvió la cabeza, haciendo una mueca ante la irritación de su nuca, y trató de mirar a la mancha. Pero el reflejo del sol en el agua le hacía daño en los ojos, por lo que los apartó.

—No sé cómo lo hace, Quint —comentó—. ¿No usa nunca gafas de sol?

Quint miró hacia abajo y contestó: «Nunca». Su tono era completamente neutral, ni amistoso ni enemistoso. No invitaba a proseguir la conversación.

Pero Brody estaba aburrido y deseaba hablar.

—¿Cómo es eso?

—No lo necesito. Veo las cosas tal como son. Así es mejor.

Brody miró su reloj. Eran algo más de las dos: faltaban tres o cuatro horas antes de que diesen por terminado el día, y se fueran a casa.

—¿Tiene muchos días así?

La excitación y ansiedad de las primeras horas de la mañana habían pasado ya hacía mucho, y Brody estaba seguro de que no verían al pez aquel día.

—¿Cómo así?

—Como éste. En que uno se pasa todo el día sentado, y no sucede nada.

—Algunos.

—¿Y la gente le paga, aunque no pesquen nada?

—Ésas son las reglas.

—¿Aunque ni siquiera piquen una sola vez?

Quint asintió.

—Eso no sucede muy a menudo. Generalmente algo muerde el anzuelo. O hay algo que podemos pinchar.

—¿Pinchar?

—Con un hierro —Quint señaló hacia los arpones de proa.

Hooper le preguntó:

—¿Qué clase de animales pinchan, Quint?

—Cualquier cosa que nade por los alrededores.

—¿De verdad? No creí…

Quint lo interrumpió en seco:

—Algo está tomando uno de los cebos.

Haciendo pantalla sobre los ojos con la mano, Brody miró por popa, pero, por lo que él podía ver, la mancha seguía como antes, y el mar llano y tranquilo.

—¿Dónde? —preguntó.

—Espere un segundo —le dijo Quint—. Ya lo verá.

Con un suave siseo metálico, el sedal de la caña de estribor comenzó a ser arrastrado hacia el agua, hendiendo la superficie en una línea plateada y recta.

—Tome la caña —le dijo Quint a Brody—. Y, cuando se lo diga, ponga el freno y déle un buen golpe.

—¿Es el tiburón? —preguntó Brody. La posibilidad de que al fin fuese a enfrentarse con el pez, la bestia, el monstruo, la pesadilla, hacía que el corazón de Brody latiese muy fuerte. Tenía la boca pegajosa y seca. Se frotó las manos contra los pantalones, sacó la caña del soporte y la metió entre sus piernas, en la silla.

Quint se echó a reír con un ladrido corto y agrio.

—¿Esa cosa? No. Es un bicho pequeño. Pero le dará algo de práctica para cuando nos encuentre su pez. —Contempló el sedal algunos instantes más, y luego añadió—: Déselo ahora.

Brody empujó la pequeña palanca del carrete, se inclinó hacia adelante y luego tiró hacia atrás. La punta de la caña se inclinó en un arco. Con su mano derecha, Brody comenzó a darle vueltas a la manivela para recoger el sedal, pero el carrete no le respondió. El sedal seguía saliendo.

—No malgaste sus energías —dijo Quint.

Hooper, que había estado sentado en un costado, se puso en pie y dijo:

—Déme, tensaré el carrete.

—¡No lo haga! —le dijo Quint—. Deje en paz esa caña.

Hooper alzó la vista, asombrado y un tanto molesto.

Brody se fijó en la expresión molesta de Hooper, y pensó: ¿Qué te parece? Ya era hora.

Tras un momento, Quint dijo:

—Si tensa demasiado el sedal, le arrancará el anzuelo de la boca.

—Oh —exclamó Hooper.

—Pensé que usted sabía algo de pesca.

Hooper no dijo nada. Giró y se sentó en la borda.

Brody agarró la caña con ambas manos. El pez se había hundido en las profundidades y estaba moviéndose lentamente de lado a lado, pero ya no estaba tomando sedal. Brody fue enrollando carrete: inclinándose hacia adelante y dándole rápidamente a la manivela mientras recogía el sedal destensado, echándose luego hacia atrás con los músculos de su espalda y hombros. Le dolía la muñeca izquierda, y los dedos de su mano derecha comenzaron a agarrotársele de tanto rebobinar el carrete.

—¿Qué infiernos he pescado? —preguntó.

—Uno azul —dijo Quint.

—Debe pesar media tonelada.

Quint se echó a reír.

—Quizá sesenta kilos.

Brody tiró y se inclinó, tiró y se inclinó, hasta que al final oyó a Quint decir:

—Ya lo está consiguiendo. Aguántelo —dejó de bobinar.

Con un movimiento suave y nada apresurado, Quint bajó por la escalerilla del puente. Llevaba en la mano una carabina, una vieja M-1 del ejército. Llegó hasta la borda y miró hacia abajo.

—¿Quiere usted ver el pez? —preguntó—. Venga a ver.

Brody se alzó, y recogiendo sedal para evitar que se destensase mientras caminaba, fue al costado de la lancha. En las oscuras aguas, el tiburón tenía un color azul acrílico. Era de unos dos metros y medio de largo, esbelto, con largas aletas pectorales. Nadaba lentamente de lado a lado, sin luchar ya.

—Es hermoso, ¿no? —preguntó Hooper.

Quint quitó el seguro de la carabina y, cuando el tiburón acercó su cabeza a unos pocos centímetros de la superficie, disparó tres tiros muy seguidos, las balas hicieron limpios agujeros redondos en la cabeza del tiburón, sin que surgiera sangre. El pez se estremeció, y luego dejó de moverse.

—Está muerto —comentó Brody.

—Vete a la mierda —le respondió Quint—. Quizá esté atontado, pero eso es todo.

Quint tomó un guante de su bolsillo trasero, se lo puso en la mano derecha, y agarró el sedal. De una funda que llevaba en el cinturón sacó un cuchillo. Alzó la cabeza del tiburón fuera del agua y se inclinó sobre la borda. La boca del tiburón estaba abierta unos seis o siete centímetros. Su ojo derecho, parcialmente cubierto por una protección carnosa, miraba desenfocadamente a Quint. Éste clavó el cuchillo en la boca del tiburón y trató de hacérsela abrir más, pero el tiburón cerró las mandíbulas, aferrando la hoja entre sus pequeños dientes triangulares. Quint movió y tiró del cuchillo hasta que logró soltarlo. Lo volvió a meter en la funda y sacó del bolsillo un cortalambres.

—Me imagino que con lo que me pagan puedo permitirme perder un anzuelo y un poco de sedal —dijo. Puso el sedal entre las hojas del cortalambres y estaba a punto de cortarlo cuando añadió—: Un momento. —Se metió el cortalambres otra vez en el bolsillo y sacó el cuchillo—. Miren esto. Siempre le pone los pelos de punta a la gente.

Aferrando el sedal con una mano, sacó la mayor parte del tiburón fuera del agua. Entonces, con un único y rápido movimiento abrió la barriga del tiburón desde la aleta anal hasta casi debajo de la mandíbula. Se separaron las carnes y las ensangrentadas entrañas, rojas, blancas y azules, cayeron al agua como si fueran ropa sucia que cae de un cesto. Luego, Quint cortó el sedal con el cortalambres, y el tiburón se hundió en el agua. Tan pronto como su cabeza estuvo bajo la superficie, el tiburón comenzó a revolverse en una nube de sangre y tripas, mordiendo cada bocado que pasaba frente a su boca. El cuerpo se estremecía mientras el tiburón tragaba, y trozos de intestinos salían por el agujero del vientre para ser comidos de nuevo.

—Ahora miren —dijo Quint—. Si tenemos suerte, en un minuto llegarán otros azules, y le ayudarán a comerse a sí mismo. Si llegan bastantes, será un verdadero frenesí. Es un espectáculo bastante inusitado. A la gente le gusta.

Brody miró, atónito, mientras el tiburón seguía mordisqueando sus tripas que flotaban. En un momento vio un destello azul alzarse de las profundidades. Un pequeño tiburón, de no más de 1,20 m de largo, lanzó un mordisco al cuerpo del pez destripado. Sus mandíbulas se cerraron sobre un trozo de carne aún palpitante. Su cabeza se agitó violentamente de lado a lado, y su cuerpo tembló, como el de una serpiente. Se desprendió un trozo de carne, y el tiburón más pequeño se la tragó. Pronto apareció otro tiburón, y otro, y el agua comenzó a enturbiarse. Gotas de sangre, mezcladas con otras de agua, salpicaban la superficie.

Quint tomó un garfio de debajo de la borda. Se inclinó sobre ésta, manteniendo el garfio en alto, como un hacha. De pronto, se inclinó hacia adelante y luego tiró hacia atrás. Atravesado por el gancho del garfio, estremeciéndose y lanzando bocados, había un pequeño tiburón. Quint sacó el cuchillo de su funda, abrió el vientre del tiburón y lo soltó.

—Ahora verán qué interesante —dijo.

Brody no podía determinar cuántos tiburones había en aquella explosión de agua. Las aletas se entrecruzaban en la superficie, las colas golpeaban el agua. Entre los sonidos de chapoteo se oía algún gruñido ocasional cuando algún pez chocaba con otro. Brody miró su camisa y vio que estaba manchada de agua y sangre.

El frenesí continuó durante varios minutos, hasta que sólo quedaron tres tiburones grandes, nadando de un lado a otro por debajo de la superficie.

Los hombres contemplaron esto en silencio hasta que el último de los tres hubo desaparecido.

—Jesús —dijo Hooper.

—No está usted de acuerdo —comentó Quint.

—Así es. No me gusta ver morir animales para que se divierta la gente. —Quint lanzó una risita y Hooper añadió—: ¿Y a usted?

—No es cuestión de que me guste o no. De eso es de lo que como.

Metió la mano en una nevera portátil y sacó otro anzuelo y sedal. El anzuelo había sido cebado antes de que salieran del muelle: un calamar atravesado y atado. Usando unos alicates Quint unió este sedal al extremo del otro, metálico. Dejó caer el cebo al agua, soltó unos treinta metros de sedal, y hábilmente, lo hizo derivar hacia la mancha.

Hooper reasumió su tarea de echar carnaza al agua. Brody preguntó: «¿Alguien quiere una cerveza?» Tanto Quint como Hooper asintieron, se metió bajo cubierta y tomó tres latas de la nevera. Mientras salía del camarote, Brody se fijó en dos fotografías, viejas, agrietadas y amarillentas, que estaban clavadas con chinchetas en el mamparo. Una mostraba a Quint en pie, metido hasta la cintura en un montón de enormes peces de extraño aspecto. La otra era una foto de un tiburón muerto, tirado en una playa. No había nada más en la fotografía con lo que comparar el pez, así que Brody no pudo determinar su tamaño.

Salió de la cabina, entregó las cervezas a los otros, y se sentó en la silla de pescar.

—He visto sus fotos ahí abajo —le dijo a Quint—. ¿Qué son todos esos peces con los que se le ve?

—Son tarpons —explicó Quint—. Fue hace algún tiempo, cuando estuve una temporada en Florida. Nunca vi nada como eso. Debimos atrapar treinta o cuarenta, y además grandes, en cuatro noches de pesca.

—¿Y se los quedó? —preguntó Hooper—. Se supone que ha de volverlos a tirar al agua.

—Los clientes los querían. Imagino que para disecarlos. De todos modos, no son un bocado muy malo, bien picados.

—Lo que está usted diciendo es que son más útiles muertos que vivos.

—Naturalmente. Y lo mismo pasa con la mayoría de los peces. Y con un montón de animales. Jamás he tratado de comerme un novillo vivo.

Quint se echó a reír.

—¿Qué es esa otra foto? ¿Un tiburón?

—Bueno, no un tiburón corriente. Era un gigante blanco de unos cuatro metros y medio. Pesaba más de mil doscientos kilos.

—¿Cómo lo atrapó?

—Lo arponeé. Pero le aseguro —Quint cloqueó—, que durante un rato no estuvo muy claro quién iba a atrapar a quién.

—¿Qué quiere usted decir?

—El maldito bicho atacó a la lancha. No hubo provocación, ni nada. Estábamos tan tranquilos, ocupándonos de nuestros asuntos, cuando ¡blam! Pareció que nos golpeaba un tren de carga. Echó por cubierta a mi compañero, y el cliente comenzó a lanzar gritos de que nos hundíamos. Entonces, la bestia nos golpeó de nuevo. Le clavé un hierro y lo perseguimos. ¡Diablo!, debimos perseguirlo por medio Océano Atlántico.

—¿Cómo podían seguirlo? —preguntó Brody—. ¿Por qué no se hundió en las profundidades?

—No podía. No con ese barril siguiéndolo. Flotan. Lo arrastró debajo durante un tiempo, pero no pasó mucho antes de que el cansancio lo venciera y tuvo que salir a la superficie. Así que sólo tuvimos que ir siguiendo el barril. Al cabo de un par de horas ya le habíamos clavado otros dos hierros más, y finalmente salió, muy quieto, y le atamos una cuerda a la cola y lo arrastramos hasta la costa. Durante todo el tiempo aquel cliente estuvo gritando tonterías, pues estaba seguro de que nos íbamos a hundir y nos comería.

—¿Y saben lo más divertido de todo? Cuando ya hubimos sacado al bicho y todo estaba arreglado, y era seguro que no nos íbamos a hundir, ese estúpido jodido de cliente viene y me ofrece quinientos dólares si digo que atrapó el tiburón con su caña. ¡Lleno de agujeros de arpón, y quiere que jure que lo atrapó con anzuelo y caña! Luego, comienza a decir no sé qué estupideces acerca de que debería cobrarle sólo la mitad porque no le di ni una oportunidad de atrapar ese pez con su caña. Le contesté que si le hubiera dejado probar, posiblemente tendría en esos momentos un anzuelo, trescientos metros de sedal de alambre, probablemente un carrete y una caña, e indudablemente un pez menos. Entonces va y me habla de toda la publicidad valiosa que voy a obtener de un viaje que él ha pagado. Y le contesto que me dé el dinero, y se quede con la publicidad, para comérsela en un sandwich entre él y su esposa.

—Me ha hecho pensar con eso del anzuelo y la caña —intervino Brody.

—¿Qué es lo que quiere decir?

—Hablo de lo que usted estaba contando. No intentará atrapar al pez que perseguimos con un anzuelo y sedal ¿verdal?

—Mierda, no. Por lo que he oído, el tiburón que ha estado molestándoles a ustedes hace que el que atrapé parezca un cachorro.

—¿Para qué sirven entonces los sedales?

—Para dos cosas. Primero, un gigante blanco podría picar en un pequeño cebo de calamar como ése. Yo cortaría el sedal en el acto, pero al menos sabríamos que estaba por aquí. Es un buen indicador. El otro motivo es que uno nunca sabe lo que puede atraer una mancha de carnaza. Aunque su pez no aparezca, quizá nos encontremos con alguna otra cosa que sí pique.

—¿Como qué?

—¿Quién sabe? Puede que algo útil. A mí me ha picado un pez espada un cebo de calamar flotante, y con todas esas tonterías federales acerca del mercurio nadie los está pescando comercialmente ya, así que uno puede sacar cinco dólares por kilo por uno de esos peces en Montauk. O tal vez algo que fuera emocionante de pescar, como un tiburón mako. Ya que está pagando cuatrocientos dólares diarios, al menos podría pasar un buen rato por su dinero.

—Supongamos que el gigante blanco venga por aquí —indico Brody—. ¿Qué sería lo primero que usted haría?

—Tratar de tenerlo interesado para que se quedase por los alrededores mientras nos preparábamos para cazarlo. No es que sea muy difícil, son unos peces muy estúpidos. Depende de cómo nos encuentre. Si nos hace la misma carajada que el otro, y ataca a la lancha, comenzaremos a clavarle hierros tan deprisa como podamos, luego nos apartaremos y dejaremos que se canse. Si pica en uno de los sedales, no habrá forma de detenerlo si desea correr. Pero trataré de hacerlo volver hacia nosotros, tensaré el sedal y correré el riesgo de que lo arranque. Probablemente desdoblará el anzuelo bastante de prisa, pero quizá podamos acercarnos lo bastante como para clavarle un hierro. Y, una vez le hayamos clavado uno, ya es sólo cuestión de tiempo. Lo más probable es que venga guiándose por su olfato, y aparezca justo en la mancha, ya sea en la superficie o debajo. Y es entonces cuando tendremos algunos problemas. El calamar no es bastante para mantenerlo interesado. Un tiburón de ese tamaño se traga un calamar y ni siquiera se entera de que lo ha hecho. Así que tendremos que darle algo especial que no pueda rechazar, algo con un buen anzuelo dentro que lo mantenga entretenido al menos hasta que podamos pincharle una o dos veces.

—Si el anzuelo se ve demasiado —preguntó Brody—, ¿no lo evitará?

—No. Esos bichos no tienen el cerebro ni de un mosquito. Se comen cualquier cosa. Si están comiendo, uno puede echarles un anzuelo desnudo y, si lo ven, se lo tragarán. Un amigo mío me contó que en una ocasión apareció uno y trató de comerse el motor fuera borda de su bote. Lo dejó solamente porque no podía tragarlo todo de una sola vez.

Desde popa, donde seguía echando carnaza, Hooper preguntó:

—¿Y qué es eso especial, Quint?

—¿Se refiere a lo que tendremos que darle y que no podrá rechazar? —Quint sonrió y señaló un cubo de basura verde, de plástico, que estaba en un rincón, hacia el centro de la embarcación—. Dé una ojeada usted mismo. Está en ese cubo. Lo he estado guardando para un bicho como el que estamos persiguiendo. Usarlo para otra cosa sería desperdiciarlo.

Hooper fue hasta el cubo, levantó las abrazaderas metálicas de los lados y alzó la tapa. El asombro en lo que vio le hizo jadear. Flotando verticalmente en el cubo lleno de agua, con su cabeza muerta moviéndose suavemente con el balanceo de la lancha, había un pequeño delfín, de no más de medio metro de largo. Surgiendo de un agujero en la parte baja de su mandíbula, se veía el ojo de un anzuelo para tiburones, y de otro orificio en la panza sobresalía la punta aserrada del mismo. Hooper asió con fuerza los lados del cubo y exclamó:

—Una cría.

—Aún mejor —dijo Quint con una sonrisa—. Ni siquiera había nacido.

Hooper contempló el interior del cubo durante unos segundos más, y luego cerró de golpe la tapa, diciendo:

—¿Dónde lo consiguió?

—Oh, me parece que a unos diez kilómetros de aquí en dirección este. ¿Por qué?

—Quiero decir que cómo lo consiguió.

—¿A usted qué le parece? Lo conseguí de la madre.

—La mató.

—No. —Quint se echó a reír—. Saltó dentro de la lancha y se tragó un puñado de pildoras somníferas. —Hizo una pausa, esperando una carcajada, y cuando vio que no había ninguna, prosiguió—: ¿Sabe?, uno no puede comprar una cosa de ésas.

Hooper miró a Quint. Estaba furioso, afrentado. Pero sólo dijo:

—Usted sabe que están protegidos.

—Hijo, cuando pesco, atrapo lo que me da la gana.

—Pero ¿y las leyes? ¿Acaso no…?

—Hooper, ¿a qué se dedica usted?

—Soy un ictiólogo. Estudio los peces. Por eso estoy aquí. ¿No lo sabía?

—Cuando la gente alquila mi lancha, no hago preguntas acerca de quiénes son. De acuerdo, usted estudia los peces para vivir. Si tuviera que trabajar para vivir… y me refiero al tipo de trabajo en el que la cantidad de dinero que uno hace depende de la cantidad de sudor que echa, sabría más acerca de lo que realmente valen las leyes. Seguro, esos delfines están protegidos. Pero esa ley no fue hecha para impedirle a Quint que atrapase uno o dos para usarlos como cebo. Fue hecha para impedir que los pesquen comercialmente, para impedir que haya locos que les peguen tiros por deporte. Así que le diré una cosa, Hooper: puede usted gemir y protestar todo lo que quiera, pero no le diga a Quint que no puede atrapar unos pocos peces que le ayuden a seguir viviendo.

—Mire, Quint, de lo que se trata es de que esos delfines están en peligro de ser extinguidos, aniquilados. Y lo que usted hace acelera ese proceso.

—¡No me venga con imbecilidades! Dígales a los barcos atuneros que dejen de atrapar delfines en sus redes. Dígales a los balleneros japoneses que dejen de arponearlos. Le dirán que se vaya a joder a la Luna. Tienen bocas que alimentar. Bueno, yo también, la mía.

—Comprendo su idea —le contestó Hooper—. Es más o menos que uno tiene que usar las cosas mientras pueda, y que después, cuando ya no quede nada, bueno, pues entonces se comienza a agarrar otra cosa. ¡Es una estupidez!

—No se pase de la raya, hijo —exclamó Quint. Su voz era átona, sin inflexión, y miraba directamente a Hooper en los ojos.

—¿Cómo?

—Que no siga llamándome estúpido.

Hooper no había intentado ofender y se sorprendió al ver que se había molestado.

—Por Dios, no quería decir eso. Lo que estoy diciendo…

En su asiento, entre los dos hombres, Brody decidió que ya era hora de detener la discusión…

—Dejemos ya eso, Hooper, ¿quiere? —intervino—. No estamos aquí para oír una conferencia sobre ecología.

—¿Qué es lo que usted sabe sobre ecología, Brody? —le contestó Hooper—. Seguro que para usted lo único que significa es que alguien le dice que no puede quemar hojas en su patio de atrás.

—Escuche, no necesito ninguna de sus tonterías de dos al cuarto, de niño rico.

—¡Así que es eso! Tonterías de niño rico. Eso del niño rico le resulta insoportable, ¿no?

—¡Escúcheme, maldito sea! Estamos aquí para impedir que un pez siga matando gente, y si usando un delfín logramos salvar Dios sabe cuántas vidas, a mí me parece bastante bueno.

Hooper hizo una mueca y le recalcó a Brody:

—Así que ahora es usted un experto en salvar vidas, ¿verdad? Muy bien, veamos: ¿Cuántas se hubieran salvado si hubiera cerrado las playas después de que…?

Brody estaba en pie moviéndose hacia Hooper antes de que conscientemente supiera que se había levantado de la silla.

—¡Cierre la boca! —le gritó. Sin pensarlo, dejó caer su mano derecha hacia la cadera. Se quedó helado al no encontrar ninguna pistola en su costado, aterrorizado al darse cuenta de que, si hubiera tenido una pistola, quizá la hubiera usado. Se quedó mirando a Hooper, que le devolvió una mirada cargada de odio.

Una risa seca y corta de Quint rompió el hilo de la tensión.

—Qué par de tontos del culo —afirmó—. Había visto venir esto desde que subieron a bordo esta mañana.