Dos

EL patrullero Len Hendricks estaba sentado en su escritorio de la comisaría de policía de Amity, leyendo una novela policíaca titulada Soy mortalmente tuya. En aquel momento en que sonó el teléfono, la heroína, una chica llamada Dixie la Silbadora, estaba a punto de ser violada por una banda de motociclistas. Hendricks dejó que el teléfono sonase hasta que la señorita Dixie hubo castrado al primero de sus atacantes con un cuchillo de cortar linóleo que había ocultado en su cabello.

Tomó el teléfono.

—Policía de Amity, patrullero Hendricks —dijo—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Aquí Jack Foote, en la Carretera del Viejo Molino. Quiero informar de la desaparición de una persona. O al menos, de que creemos que ha desaparecido.

—Repita el mensaje —Hendricks había servido en Vietnam como radio, y le gustaba la terminología militar.

—Una de las invitadas a mi casa salió a nadar hacia la una de esta madrugada —dijo Foote—. Aún no ha regresado. Su pareja encontró sus ropas en la playa.

Hendricks comenzó a tomar notas en un bloc.

—¿Cuál es el nombre de esa persona?

—Christine Watkins.

—¿Edad?

—No lo sé. Un momento. Digamos que sobre los veinticinco. Su compañero dice que debe de ser más o menos eso.

—¿Altura y peso?

—Espere un momento —hubo una pausa—. Creemos que probablemente un metro sesenta y cinco, y unos cincuenta kilos.

—¿Color del cabello y de los ojos?

—Escuche, agente, ¿para qué necesita todo esto? Si la mujer se ha ahogado, seguramente será la única que encuentren… al menos esta noche, ¿no? ¿O es que hay un promedio de más de un ahogado cada noche por este lugar?

—¿Quién dice que se haya ahogado, señor Foote? Quizá haya ido a dar un paseo.

—¿En cueros, a la una de la madrugada? ¿Tiene algún informe sobre una mujer que paseaba desnuda?

A Hendricks le agradó la posibilidad de mostrarse insufriblemente frío.

—No, señor Foote. Aún no. Pero, en cuanto empieza la estación veraniega, uno no sabe nunca qué esperar. El pasado agosto, un grupo de maricas organizó un baile en el exterior del Club… un baile nudista. ¿Color del cabello y ojos?

—Su cabello es… Oh, supongo que rubio sucio. Arenoso. No sé qué color de ojos tiene. Tendré que preguntárselo a su compañero. No, dice que él tampoco lo sabe. Digamos que castaños.

—De acuerdo, señor Foote. Nos ocuparemos de ello. Tan pronto como averigüemos algo, nos pondremos en contacto con usted.

Hendricks colgó el teléfono y miró su reloj. Eran las cinco y diez. El jefe no llegaría hasta dentro de una hora, y Hendricks no estaba ansioso de despertarle por algo tan vago como la denuncia de una persona desaparecida. Tal vez la mujer estuviera revolcándose por los matorrales con algún tipo que se hubiera encontrado en la playa. Por otra parte, si el mar la dejaba en algún sitio, el Jefe Brody desearía que las cosas estuvieran en marcha antes de que el cadáver fuera hallado por alguna niñera con un par de críos, y se convirtiese en una molestia pública.

Juicio, eso es lo que el jefe siempre estaba diciendo que necesitaba; eso es lo que hace que uno sea un buen polizonte. Y el reto cerebral del trabajo policíaco había tenido buena parte de influencia en la decisión de Hendricks de alistarse en las fuerzas de Amity después de regresar de Vietnam. La paga era adecuada: nueve mil dólares para empezar, quince mil al cabo de quince años, más extras. El trabajo como policía ofrecía seguridad, un horario regular y la oportunidad de pasárselo bien: no sólo dando palizas a muchachos delincuentes o atrapando borrachos, sino resolviendo robos, tratando de cazar a algún violador ocasional (el verano anterior un jardinero negro había violado a siete mujeres blancas ricas, ninguna de las cuales quería aparecer ante el juez para atestiguar en su contra), y… en un plano algo más elevado, la oportunidad de convertirse en un miembro respetado y activo de la comunidad. Además, el ser un polizonte de Amity no era muy peligroso; ciertamente no como el trabajar para la policía de una gran ciudad. La última fatalidad relacionada con el trabajo sucedida a un agente de Amity ocurrió en 1957, cuando éste había tratado de detener a un borracho que corría con su coche a lo largo de la autopista de Montauk, y había sido empujado fuera del asfalto y lanzado contra una pared de piedra.

Hendricks estaba convencido de que tan pronto como pudiera escapar a aquel maldito turno de medianoche a las ocho, empezaría a disfrutar de su trabajo. No obstante, por el momento, era una lata. Sabía perfectamente por qué tenía el último turno. Al Jefe Brody le gustaba ir metiendo en harina a sus chicos lentamente, dejándoles que se enterasen de los fundamentos del trabajo policíaco: buen sentido, razonamiento sólido, tolerancia y amabilidad, a una hora del día en que no se hallasen demasiado atareados.

El turno burocrático era de ocho de la mañana a cuatro de la tarde, y se necesitaba para él experiencia y diplomacia. Seis hombres trabajaban en él. Uno regulaba el tráfico veraniego en la intersección de las calles Mayor y de la Playa. Dos patrullaban en coches. Uno estaba a cargo del teléfono en la comisaría. Otro se ocupaba del trabajo de oficina. Y el jefe se cuidaba del público: las señoras que se quejaban de que no podían dormir a causa del bullicio que había en el Randy Bear o en el Saxon’s, las dos tabernas del pueblo; de los propietarios de casas que protestaban de que los vagos estuvieran ensuciando las playas y perturbando la paz; y los banqueros, agentes de Bolsa y abogados de vacaciones que pasaban a discutir sus diversos planes para conservar Amity como una colonia veraniega prístina y exclusiva.

De las cuatro a medianoche era el turno de los problemas, cuando los jóvenes sementales de los Hamptons se reunían en el Randy Bear para iniciar una pelea, o, simplemente, para emborracharse de tal forma que se convertían en una amenaza en las carreteras; cuando, cosa rara, un par de bestias de rapiña de Queens acechaban en las oscuras travesías para atracar a los paseantes; y a veces, más o menos en un par de ocasiones por mes durante el verano, habiendo acumulado los suficientes datos, la policía se sentía obligada a realizar una redada a causa de la marihuana en alguna de las grandes casas de la ribera. Había seis hombres de las cuatro a medianoche, los seis más corpulentos de la fuerza, todos ellos de treinta a cincuenta años de edad.

De medianoche a las ocho las cosas estaban normalmente tranquilas. Durante nueve meses del año, la paz estaba prácticamente garantizada. El mayor acontecimiento del invierno anterior había sido una tormenta eléctrica que había hecho dispararse todas las alarmas que conectaban a la comisaría de policía con cuarenta y ocho de las más grandes y caras mansiones de Amity. Usualmente, durante el verano, el turno de medianoche a las ocho estaba servido por tres agentes. Sin embargo, uno de ellos, un chico joven llamado Dick Angelo, tomaba ahora sus dos semanas de vacaciones, antes de que la estación llegase a su momento álgido. El otro era un veterano con treinta años en la fuerza, llamado Henry Kimble, que había elegido el turno de medianoche a ocho porque le permitía dormir, pues tenía otro trabajo diurno como encargado de la barra en el Saxon’s. Hendricks trató de entrar en contacto con Kimble por radio para hacer que caminase a lo largo de la playa junto a la Carretera del Viejo Molino; pero sabía que era un intento inútil. Como siempre, Kimble estaba dormido como un leño en un coche patrullero aparcado detrás de la farmacia de Amity. Asi que Hendricks tomó el teléfono y marcó el número de la casa del Jefe Brody.

Brody estaba dormido, en aquel incierto estado anterior al despertar, cuando los sueños cambian con rapidez y hay momentos de semiconsciencia. El primer timbrazo del teléfono fue asimilado a su sueño: una visión de que estaba de regreso en la escuela superior, sobando a una chica en la escalera. El segundo timbrazo hizo pedazos la visión. Rodó sobre sí mismo y tomó el receptor.

—¿Ajá?

—Jefe, aquí Hendricks. No me gusta tener que molestarle tan pronto, pero…

—¿Qué hora es?

—Las cinco y veinte.

—Leonard, será mejor que tengas una buena excusa.

—Creo que tenemos un flotador entre las manos, jefe.

—¿Un flotador? ¿Qué demonios es un flotador?

Era una palabra que Hendricks había tomado de sus lecturas nocturnas.

—Una ahogada —dijo azorado. Le contó a Brody la llamada telefónica de Foote—. No sabía si usted querría que investigásemos antes de que la gente comenzase a nadar. Quiero decir que parece que va a hacer un día agradable.

Brody lanzó un suspiro exagerado.

—¿Dónde está Kimble? —dijo, y luego añadió rápidamente—. Oh, no importa. Ha sido una pregunta estúpida. Uno de estos días voy a arreglar la radio que lleva, para que no pueda apagarla.

Hendricks esperó un instante, y luego añadió:

—Como ya le he dicho, jefe, no me gusta tener que molestarle…

—Ajá, ya sé, Leonard. Has hecho bien en llamar. Ya que estoy despierto, me voy a levantar. Me afeitaré, me daré una ducha y tomaré un poco de café, y camino ahí, echaré una mirada a lo largo de la playa frente al Viejo Molino y Scotch, para ver si tu «flotador» no está ensuciando la playa de alguien. Luego, cuando lleguen los chicos de día, iré a hablar con Foote y el compañero de la muchacha. Te veré luego.

Brody colgó el teléfono y se desperezó. Miró a su esposa, que estaba echada junto a él en la cama de matrimonio. Se había estremecido un poco al sonar el teléfono, pero tan pronto como estuvo segura de que no había emergencia alguna, cayó de nuevo en el sueño.

Ellen Brody tenía treinta y seis años, cinco menos que su esposo, y el hecho de que apenas si parecía tener treinta despertaba al mismo tiempo el orgullo y la envidia de Brody: orgullo porque, dado que tenía un aspecto encantador y joven y estaba casada con él, le hacía parecer un hombre de excelente gusto y sustancial atractivo; envidia porque había sido capaz de mantener su buen aspecto a pesar de la prueba de tener tres hijos, mientras que Brody, si bien no era grueso con su 1,82 m. de estatura y sus 80 kilos, estaba comenzando a preocuparse por su presión sanguínea y su creciente panza. A veces, durante el verano, Brody se sorprendía atisbando con despreocupada lujuria a alguna de las jóvenes de largas piernas que andaban por la ciudad con sus pechos sin sujetador saltando bajo finas camisetas de algodón. Pero jamás disfrutaba de esta sensación, pues siempre le hacía preguntarse si Ellen sentiría el mismo cosquilleo cuando miraba a los morenos y delgados jóvenes que, tan perfectamente, complementaban a las chicas de piernas largas. Y, en cuanto se le ocurría este pensamiento, aún se sentía peor, pues lo reconocía como un signo de que estaba en el mal lado de los cuarenta, y que ya había vivido más de la mitad de su vida.

Los veranos eran malas épocas para Ellen Brody, pues en el verano se sentía torturada por pensamientos que no deseaba tener: pensamientos de oportunidades perdidas y vidas que pudieron ser. Veía a la gente con la que había crecido: compañeras de la escuela primaria ahora casadas con banqueros y agentes de Bolsa, que veraneaban en Amity e invernaban en Nueva York, gráciles mujeres que jugaban tenis y animaban conversaciones con igual facilidad, mujeres que (eso era algo de lo que Ellen estaba convencida) bromeaban entre ellas acerca de que Ellen Shepherd se había casado con aquel policía porque la había dejado preñada en el asiento trasero de su Ford modelo 1948, lo que además no era cierto.

Ellen tenía veintiún años cuando había conocido a Brody. Acababa de terminar el primer curso en Wellesley y pasaba el verano en Amity con sus padres, tal como había hecho en los anteriores once veranos, desde que la agencia publicitaria de su padre lo había transferido de Los Angeles a Nueva York. Aunque, a diferencia de varias de sus amigas, Ellen Shepherd no estaba en lo más mínimo obsesionada con el matrimonio; suponía que al cabo de uno o dos años de acabar sus estudios, se casaría con alguien de aproximadamente su propia situación social y financiera. Este pensamiento ni la preocupaba ni la alegraba. Disfrutaba de la modesta riqueza que su padre había ganado, y sabía que también su madre lo hacía. Pero no estaba ansiosa por vivir una vida que fuera repetición de la de sus padres. Estaba familiarizada con los inconsecuentes problemas sociales, y la aburrían. Se consideraba a sí misma una chica simple, orgullosa de que en el anuario de la promoción de 1953 en la Escuela de la señorita Porter hubiera sido elegida «la más sincera».

Su primer contacto con Brody fue profesional. Fue detenida… o, mejor dicho, detuvieron a su acompañante. Era tarde por la noche, y estaba siendo llevada a casa por un joven muy borracho, que se dedicaba a conducir a gran velocidad por calles muy estrechas. El coche fue interceptado y parado por un policía que impresionó a Ellen por su juventud, su aspecto y su amable comportamiento. Tras entregar una denuncia, confiscó las llaves del luche del acompañante de Ellen y llevó a ambos a sus respectivas casas. A la mañana siguiente, Ellen iba de compras cuando se encontró junto a la comisaría de policía. En plan de broma, entró en ella y preguntó el nombre del joven agente que había estado de servicio hacia la medianoche del día anterior. Luego, regresó a casa y escribió a Brody una nota de agradecimiento por ser tan amable, y también otra al jefe de policía encomiando al joven Martin Brody. Brody le telefoneó para agradecerle su nota de agradecimiento.

Cuando le pidió que fuera a cenar y al cine con él en su noche libre, aceptó por pura curiosidad. Casi nunca había hablado con un policía, y menos salido con uno. Brody estaba nervioso, pero Ellen parecía tan genuinamente interesada en él y en su trabajo, que al fin se calmó lo bastante como para pasárselo bien. Ellen lo encontró encantador: fuerte, simple, amable… sincero. Llevaba seis años de policía. Le dijo que su ambición era llegar a ser el jefe de la policía de Amity, tener hijos con los que ir a cazar patos en otoño, y ahorrar lo bastante como para tomarse unas vacaciones de verdad cada dos o tres años.

Se casaron aquel noviembre. Los padres de Ellen habían querido que acabase los estudios, y Brody había estado dispuesto a esperar hasta el verano siguiente, pero Ellen no podía imaginar que un año más pudiera significar alguna diferencia en la vida que había escogido.

Hubo algunos momentos apurados durante los primeros años. Los amigos de Ellen los invitaban a comer o a cenar, o a ir a nadar, e iban; pero Brody se encontraba a disgusto y le parecía que le trataban con condescendencia. Cuando se reunían con los amigos de Brody, el pasado de Ellen parecía atenuar la diversión. La gente se comportaba como si tuviesen miedo de dar un mal paso. Gradualmente, a medida que fueron creciendo sus amistades, desaparecieron los apuros. Pero ya nunca veían a los viejos amigos de Ellen. Y aunque el ostracismo por parte de la «gente de verano» le ganó el afecto de los residentes de todo el año de Amity, esto le ocasionó la pérdida de muchas cosas agradables y familiares de sus primeros veintiún años de vida. Era como si se hubiera trasladado a otro país.

Hasta hacía unos cuatro años, esto no la había preocupado. Estaba demasiado ocupada, y demasiado feliz, criando niños, para dejar que su mente contemplase las alternativas perdidas hacía tanto. Pero, cuando su último niño comenzó a ir a la escuela, se sintió a la deriva, y empezó a recordar cómo su madre había vivido su vida una vez que sus hijos hubieron iniciado la separación de ella: ir de compras (divertidas porque había suficiente dinero para comprarlo todo excepto las cosas más horriblemente caras), largas comidas con amigos, tenis, cócteles, viajes de fin de semana… Lo que en otro tiempo le había parecido poco profundo y tedioso, ahora se alzaba en su memoria como el paraíso.

Al principio trató de restablecer nexos con amigos que no había visto en diez años, pero todo interés y experiencia común se habían desvanecido hacía mucho. Ellen hablaba alegremente acerca de la comunidad, de la política local, de su trabajo voluntario en el Hospital Southampton, temas acerca de los que sus viejos amigos, muchos de los cuales habían estado viniendo a Amity cada verano durante más de treinta años, sabían poco y les importaban aún menos. Ellos hablaban de la política, de Nueva York, de las galerías de arte y los pintores y escritores que conocían. La mayor parte de las conversaciones terminaban con débiles reminiscencias y especulaciones acerca de dónde estarían ahora los viejos amigos. Siempre había promesas de llamarse de nuevo y volver a reunirse.

De vez en cuando trataba de hacer nuevos amigos entre la gente de verano que no conocía, pero estas relaciones eran forzadas y breves. Hubieran podido durar si Ellen se hubiera preocupado menos por su casa, por el empleo de su esposo, y por lo mal pagado que estaba. Se cuidaba muy bien de que todos aquellos a quienes conocía supiesen que había iniciado su vida en Amity en un plano totalmente diferente. Se daba cuenta de lo que estaba haciendo, y se odiaba a sí misma por ello, porque, en realidad, amaba profundamente a su esposo, adoraba a sus hijos y, durante la mayor parte del año, estaba bastante satisfecha de su suerte.

Por aquel entonces, ya había abandonado casi por completo sus activas exploraciones de la comunidad veraniega, pero aún le quedaban los resentimientos y los deseos. No era feliz, y hacía caer la mayor parte de su infelicidad sobre su esposo, hecho que ambos comprendían, pero que sólo él podía tolerar. Le hubiera gustado poder ser puesta en animación suspendida durante un trimestre cada año.

Brody rodó hacia Ellen, alzándose sobre un codo y apoyando la cabeza en su mano. Con la otra mano apartó un mechón de cabello que estaba haciéndole cosquillas en la nariz a su esposa, que se agitaba. Debatió consigo mismo sobre si despertarla para una rápida sesión de sexo. Sabía que a ella le costaba despertarse y que su comportamiento de primeras horas de la mañana era más quisquilloso que romántico. Y, sin embargo, podría ser divertido. No había habido mucho sexo en casa de los Brody últimamente. No solía haberlo cuando Ellen estaba con su humor de verano.

Justo entonces, Ellen abrió la boca y comenzó a roncar. Brody sintió que se le pasaban las ganas tan rápidamente como si alguien le hubiera echado agua helada sobre los riñones. Se levantó, y fue al baño.

Eran casi las seis y media cuando Brody llegó a la Carretera del Viejo Molino. El sol se hallaba bastante alto. Había perdido su color rojo matutino y estaba pasando de naranja a amarillo brillante. En el cielo no había nubes.

Teóricamente, había un pasaje reglamentario entre cada casa, para permitir el acceso público a la playa, que podía ser propiedad privada únicamente hasta el límite medio de la marea alta. Pero los pasajes entre la mayor parte de las casas estaban cortados por garajes o cercas de arbolillos. Desde la carretera no se veía la playa. Lo único que Brody podía ver eran las cimas de las dunas. Así que, cada cien metros, más o menos, tenía que detener el coche patrullero y caminar por un sendero para llegar a un punto desde el que pudiera dar una ojeada a la playa.

No había señal de cadáver alguno. Lo único que se veía en la ancha extensión blanca eran algunos trozos de madera arrastrada por el agua, una lata o dos, y una faja de un metro de ancho de algas, que iba siendo empujada hacia la costa por la brisa del sur. Prácticamente no había oleaje, así que si un cuerpo estuviera flotando en la superficie, habría sido visible. Si hay un flotador por ahí, pensó Brody, está flotando bajo la superficie, y jamás lo veré hasta que sea arrojado a la playa.

Hacia las siete, Brody había recorrido toda la costa entre la Carretera del Viejo Molino y Scotch. La única cosa que había visto que le pareció algo rara era un plato de papel en el que se hallaban tres cáscaras de naranja en espiral, señal de que los picnics playeros de ese verano iban a ser más elegantes que nunca.

Volvió hacia atrás a lo largo de la calle Scotch, giró hacia el norte en dirección al centro por Bayberry Lane, y llegó a la comisaría a las siete y diez.

Hendricks estaba acabando con su papeleo cuando entró Brody, y pareció decepcionado al ver que no arrastraba un cadáver tras él.

—¿No ha tenido suerte, jefe? —preguntó.

—Eso depende de lo que entiendas por suerte, Leonard. Si quieres decir si encontré un cadáver y que si no lo encontré eso es malo, la respuesta a ambas preguntas es no. ¿Ha vuelto ya Kimble?

—No.

—Bueno, espero que no se quede dormido. Sería encantador que la gente lo viera roncando en un coche de la policía cuando salgan de compras.

—Estará aquí a las ocho —dijo Hendricks—. Siempre lo hace.

Brody se sirvió una taza de café, entró en su oficina y comenzó a hojear los periódicos matutinos: la primera edición del Daily News de Nueva York y la del local, el Leader de Amity, que salía semanalmente en invierno y diariamente en verano.

Kimble llegó un poco antes de las ocho, con aspecto de haber estado durmiendo vestido con el uniforme, y se llenó una taza de café con Hendricks mientras esperaban que llegase el turno de día. El reemplazo de Hendricks llegó a las ocho en punto, y éste estaba poniéndose su chaqueta corta de cuero y preparándose a irse, cuando Brody salió de su oficina.

—Voy a ir a ver a Foote, Leonard —dijo Brody—. ¿Quieres venir conmigo? No tienes porqué hacerlo, pero pensé que quizá te gustaría seguir el asunto de tu… flotador —Brody sonrió.

—Seguro, ya lo creo —contestó Hendricks—. No tengo nada que hacer hoy, así que puedo dormir toda la tarde.

Fueron en el coche de Brody. Mientras entraban por el sendero de la casa de Foote, Hendricks dijo:

—¿Qué te apuesto a que están todos dormidos? Recuerdo que el verano pasado una mujer llamó a la una de la madrugada y me preguntó si podría ir lo más pronto posible a la mañana siguiente, porque pensaba que le faltaban algunas de sus joyas. Me ofrecí para ir en seguida, pero me dijo que no, que se iba a la cama. De todos modos, aparecí a las diez en punto, a la mañana siguiente. Me echó fuera. «No quería decir tan pronto», me gritó.

—Ya veremos —dijo Brody—. Si están realmente preocupados por esa dama, estarán despiertos.

La puerta se abrió casi antes de que Brody hubiera dejado de golpear.

—Estábamos esperando su llamada —dijo un hombre joven—. Soy Tom Cassidy. ¿La han encontrado?

—Soy el Jefe Brody. Éste es el agente Hendricks. No, señor Cassidy, no la hemos encontrado. ¿Podemos pasar?

—Oh, naturalmente. Perdonen. Pasen a la sala de estar. Iré a buscar a los Foote.

A Brody le llevó menos de cinco minutos averiguar todo lo que creía que tenía que saber. Luego, tanto para parecer concienzudo como por si había alguna posibilidad de descubrir algo útil, pidió que le enseñaran la ropa de mujer desaparecida. Lo hicieron entrar en el dormitorio y miró la ropa que había en la cama.

—¿Llevaba puesto un traje de baño?

—No —dijo Cassidy—. Está en el cajón superior de ahí. Lo he mirado.

Brody hizo una pausa, sopesando sus palabras y luego preguntó:

—Señor Cassidy, no quiero parecer entrometido, ni nada similar, pero ¿sabe si esta señorita Watkins tenía costumbre de hacer cosas raras? Quiero decir, como escaparse en medio de la noche… o ir por ahí desnuda.

—No, que yo sepa —contestó Cassidy—, pero en realidad, no la conocía demasiado bien.

—Ya veo —dijo Brody—. Entonces, supongo que lo mejor será volver a la playa. No tiene por qué venir. Hendricks y yo podemos ocuparnos del asunto.

—Me gustaría ir, si no le importa.

—No me importa. Pensé que quizá no lo desease.

Los tres hombres caminaron hasta la playa. Cassidy mostró a los policías dónde se había quedado dormido; la marca que había dejado su cuerpo en la arena seguía visible, y señaló dónde había hallado la ropa de la mujer.

Brody miró a un lado y otro de la playa. Tan lejos como alcanzaba su vista, casi dos kilómetros en ambas direcciones, la playa estaba vacía. Los únicos puntos oscuros en la arena blanca eran montones de algas.

—Demos un paseo —dijo—. Leonard, ve por el este hasta la punta. Señor Cassidy, usted y yo iremos al oeste ¿Llevas tu silbato, Leonard? Por si acaso.

—Lo tengo —respondió Hendricks—. ¿Le importa si me quito los zapatos? Es más fácil caminar sin ellos por la arena dura, y no quiero que se me mojen.

—No me importa —dijo Brody—. Hablando estrictamente, estás fuera de servicio. Hasta puedes quitarte los pantalones si lo deseas. Claro que entonces tendré que detenerte por atentado a la moral.

Hendricks comenzó a caminar hacia el oeste. La arena húmeda tenía un tacto frío y crujiente bajo sus pies. Caminaba con la cabeza baja y las manos en los bolsillos mirando las pequeñas conchas y las masas de algas. Algunos bichos con aspecto de pequeños escarabajos negro corrían apartándose de su camino, y cuando las olas retrocedían, veía cómo diminutas burbujas surgían de los orificios hechos por los gusanos de arena. Disfrutaba con ello. Era curioso, pensó, que cuando uno pasa toda su vida en un lugar, casi nunca hace las cosas que les gusta hacer a los turistas, como caminar por la playa o nadar en verano. No podía ni recordar la última vez que se había bañado. Ni siquiera estaba seguro de tener un traje de baño. Era como algo que había oído acerca de Nueva York, que la mitad de la gente que vive en la ciudad jamás sube a la azotea del Empire State Building o visita la Estatua de la Libertad.

De vez en cuando, Hendricks alzaba la vista para ver lo cerca que estaba de la punta. En una ocasión, se volvió para otear si Brody y Cassidy habían hallado algo. Supuso que estaban a casi un kilómetro de distancia.

Cuando se volvió y comenzó a caminar, Hendricks vio algo frente a él, un montón de algas que parecía inusitadamente grande. Estaba a unos treinta metros de distancia del mismo, cuando pensó que quizá las algas estuviesen enredadas con algo.

Al llegar al montón, Hendricks se inclinó para apartar algunas de las algas. De pronto, se detuvo. Durante algunos segundos miró, congelado. Buscó en el bolsillo de sus pantalones tratando de hallar su silbato, se lo llevó a los labios e intentó soplar. En lugar de esto, vomitó, trastabilló hacia atrás, y cayó de rodillas.

Envuelta por el montón de algas, se hallaba la cabeza de una mujer, aún unida a los hombros, parte de un brazo y cerca de la tercera parte del tronco. La masa de desgarrada carne estaba moteada de azul y gris, y, mientras vaciaba sus tripas en la arena, Hendricks pensó, y el pensamiento lo hizo arquear de nuevo, que el pecho que quedaba de la mujer aparecía tan plano como una flor aprisionada entre un libro.

—Espere —dijo Brody, deteniéndose y tocando el brazo de Cassidy—. Creo que he oído un pitido.

Escuchó, atisbando bajo el sol matutino. Vio un punto negro en la arena, que supuso era Hendricks, y entonces oyó con más claridad el silbato.

—Venga —dijo—, y los dos hombres comenzaron a trotar sobre la arena.

Hendricks seguía de rodillas cuando llegaron hasta él. Había dejado de vomitar, pero su cabeza aún colgaba, con la boca abierta, y su respiración era difícil por la flema.

Brody iba algunos pasos por delante de Cassidy, y dijo:

—Señor Cassidy, quédese ahí atrás un momento, ¿quiere? —apartó algunas de las algas, y cuando vio lo que había dentro, notó cómo la bilis subía por su garganta. Tragó saliva y cerró los ojos. Al cabo de un momento añadió—: Ahora puede mirar, señor Cassidy, y decirme si es ella o no.

Cassidy estaba aterrorizado. Sus ojos iban del exhausto Hendricks a la masa de algas.

—¿Eso? —dijo, señalando a las algas. Dio un paso hacia atrás—. ¿Esa cosa? ¿Qué quiere decir con si es ella?

Brody aún estaba luchando por controlar su estómago.

—Creo —dijo—, que puede ser parte de ella.

De mala gana, Cassidy se adelantó. Brody apartó algunas de las algas para que Cassidy pudiera ver claramente el rostro gris y boquiabierto.

—¡Oh, Dios mío! —dijo Cassidy, y se llevó una mano a la boca.

—¿Es ella?

Cassidy asintió mirando aún al rostro. Luego, se volvió y preguntó:

—¿Qué es lo que le ha pasado?

—No estoy seguro —contestó Brody—. A primera vista, diría que la atacó un tiburón.

Las rodillas de Cassidy se doblaron, y mientras se hundía en la arena, dijo:

—Creo que voy a vomitar —inclinó la cabeza, y comenzó a tener arcadas.

El hedor del vómito llegó a Brody casi instantáneamente, y supo que había perdido su combate.

—Ahí voy yo —dijo, y también vomitó.