Cinco

EL jueves por la mañana estaba nublado, una húmeda niebla que se pegaba al suelo y era tan espesa que hasta tenía sabor, fuerte y salado. La gente conducía por debajo del límite de velocidad, con las luces encendidas. Hacia mediodía, se alzó la niebla, y esponjosas nubes en forma de cúmulos atravesaron el cielo bajo una alta cubierta de cirros. Allá a las cinco de la tarde, la cobertura de nubes había empezado a desintegrarse como trozos caídos de rompecabezas. El sol se introdujo por los orificios, clavando brillantes trozos de azul en la superficie grisverdosa del mar.

Brody estaba sentado en la playa pública, con los codos apoyados en las rodillas para mantener firmes los prismáticos que tenía en las manos. Cuando los bajaba, apenas si podía ver la lancha: un punto blanco que desaparecía y reaparecía en las olas. El potente instrumento la traía clara pero temblorosamente, a la vista. Brody llevaba allí sentado cerca de una hora. Trató de forzar sus ojos, para extender la visión y así delinear más claramente la silueta de lo que veía. Maldijo, y dejó caer los prismáticos, que colgaron de la correa que llevaba al cuello.

—Hola, jefe —dijo Hendricks, caminando hasta Brody.

—Hola, Leonard. ¿Qué haces aquí?

—Pasaba y vi su coche. ¿Qué es lo que hace usted?

—Tratando de imaginar qué infiernos intenta Ben Gardner.

—Pescar, ¿no cree?

—Para eso se le está pagando, pero es la pesca más extraña que jamás he visto. No se ha movido nadie en la lancha desde hace una hora.

—¿Puedo dar una ojeada? —Brody le pasó los prismáticos. Hendricks los alzó y miró al mar—. Sí, tiene usted razón. ¿Cuánto tiempo lleva ahí?

—Creo que todo el día. Hablé con él anoche, y me dijo que saldría a las seis de la mañana.

—¿Fue solo?

—No lo sé. Me dijo que iba a tratar de conseguir que fuera con él su compañero, ese Danny o como se llame, pero que había algo de una visita al dentista. Espero fervientemente que no haya ido solo.

—¿Quiere ir a ver? Aún nos quedan al menos dos horas de luz.

—¿Cómo piensas ir ahí?

—Le pediré a Chickering su bote. Tiene un AquaSport con un motor Evinrude de ochenta caballos. Con eso podemos ir ahí.

Brody notó cómo un estremecimiento de miedo le recorría la espina dorsal. Era un nadador muy malo, y la idea de estar encima, y no hablemos de estar dentro del agua, en un sitio donde le cubría, le producía lo que su madre acostumbraba a llamar el miedo frío: palmas sudorosas, una necesidad persistente de tragar saliva, y un dolor de estómago… básicamente, la sensación que algunas personas tienen cuando vuelan. En los sueños de Brody, las aguas profundas estaban pobladas de cosas horribles y pegajosas, que se alzaban del fondo y le desgarraban las carnes, demonios que cloqueaban y gemían.

—De acuerdo —dijo—. No creo que tengamos mucha elección. Quizá para cuando lleguemos al muelle ya se dirija hacia aquí. Ve a preparar el bote. Yo pasaré por la oficina y llamaré a su esposa, para ver si le ha hablado por radio.

El muelle de Amity era pequeño, con sólo veinte plazas, un muelle de combustible, y un barracón de madera en el que se vendían perros calientes y almejas en bandejas de cartón. Los barcos estaban en una caleta protegida del mar por un rompeolas de piedra que se extendía hasta la mitad del ancho de la boca de la bahía. Hendricks estaba ya a bordo del AquaSport, con el motor en marcha, y estaba charlando con un hombre que se hallaba en la motora de siete metros y medio atracada en el lugar contiguo. Brody caminó a lo largo del muelle de madera y bajó por la corta plancha hasta el bote.

—¿Qué es lo que ha dicho la esposa? —preguntó Hendricks.

—Ni palabra. Ha estado tratando de que le contestase desde hace media hora, pero piensa que debe de haber apagado la radio.

—¿Va solo?

—Según parece. Su compañero había sufrido un golpe en una muela del juicio, que tenían que sacarle hoy.

El hombre de la motora dijo:

—Si no les importa que me meta, les diré que eso es bastante extraño.

—¿Qué? —preguntó Brody.

—Apagar la radio cuando uno va solo. La gente no hace esas cosas.

—No sé. Ben siempre está maldiciendo toda la cháchara que hay entre las lanchas, cuando está por ahí pescando. Quizá se aburriese y la apagara.

—Quizá.

—Vamos, Leonard —dijo Brody—. ¿Sabes cómo conducir esta cosa?

Hendricks quitó el cable de amarre, caminó hacia popa, desenroscó el cable de popa, y lo tiró sobre cubierta. Se fue hacia el tablero de control y empujó una palanca anamórfica. El bote dio un tirón hacia adelante, petardeando. Hendricks empujó más la palanca, y el motor tuvo un encendido más regular. La popa se hundió, y la proa se alzó. Mientras viraban para rodear el rompeolas, Hendricks empujó la palanca totalmente a fondo y el bote se niveló.

—Planeando —dijo Hendricks.

Brody se agarró a una manija de acero situada al costado del tablero de mando.

—¿Hay chalecos salvavidas? —preguntó.

—Sólo los cojines —dijo Hendricks—. Lo mantendrían perfectamente a flote, si fuera usted un niño de ocho años.

—Gracias.

La poca brisa había desaparecido, y el mar apenas se movía. Pero había alguna que otra pequeña ola, y el bote las tomaba de mala manera, y recuperando el equilibrio con un estremecimiento que ponía muy nervioso a Brody.

—Este cacharro se va a hacer pedazos si no aminoras la velocidad —dijo.

Hendricks sonrió, disfrutando de aquel momento de dominio.

—No se preocupe, jefe. Si freno, nos moveremos mucho. Nos llevaría una semana el llegar ahí y le parecería tener el estómago lleno de ardillas.

La lancha de Gardner estaba a algo más de un kilómetro de la costa. Mientras se acercaban, Brody la podía ver cabecear suavemente sobre las olas. Hasta podía distinguir las letras negras en el puente: Flicka.

—Está anclado —dijo Hendricks—. Muchacho, es mucha agua para anclar una lancha. Debe de haber más de treinta metros ahí.

—Cojonudo —dijo Brody—. Justo lo que me faltaba oír.

Cuando estuvieron a unos cincuenta metros del Flicka, Hendricks redujo la velocidad, y el bote comenzó a balancearse lentamente. Se aproximaron con rapidez. Brody fue hacia adelante, y se subió a una plataforma que había a proa. No vio signo alguno de vida. No había ninguna caña en los soportes para las mismas.

—¡Hey, Ben! —gritó. No hubo respuesta.

—Quizá esté bajo cubierta —dijo Hendricks.

Brody llamó de nuevo:

—¡Hey, Ben!

La proa del AquaSport estaba a sólo unos pocos centímetros del lado de babor del Flicka. Hendricks puso la palanca en punto muerto, y luego le dio un momentáneo tirón hacia atrás. El AquaSport se detuvo y, con la siguiente ola, llegó hasta el costado del Flika. Brody lo agarró.

—¡Hey, Ben!

Hendricks tomó un cabo, caminó hacia adelante y lo ató a un escobén del AquaSport. Pasó la cuerda sobre la barandilla de la otra embarcación e hizo rápidamente un burdo nudo.

—¿Quiere subir a bordo? —dijo.

—Ajá. —Brody subió a bordo del Flicka. Hendricks lo siguió, y se hallaron en la cabina de mando. Hendricks metió la cabeza a través de la escotilla delantera.

—¿Estás ahí, Ben? —Miró alrededor, sacó la cabeza y dijo—: No está ahí.

—No está a bordo —dijo Brody—. De eso no hay duda.

—¿Qué es eso? —dijo Hendricks, señalando un cubo en un rincón.

Brody caminó hasta el cubo y se inclinó. Un hedor de pescado y aceite le llenó la nariz. El cubo estaba lleno de tripas y sangre.

—Debe de ser el cebo —dijo—. Tripas de pescado y otras mierdas. Uno las tira por el agua y se supone que atraen a los tiburones. No usó mucho. El cubo está casi lleno.

Un sonido repentino hizo saltar a Brody:

—Equis, zeta, e, dos, cinco, nueve —dijo una voz cascada, por la radio—. Aquí el Pretty Belle. ¿Estás ahí, Jaken?

—Anulada esa teoría —dijo Brody—. Nunca apagó la radio.

—No entiendo nada, jefe. No hay cañas. No llevaba un bote auxiliar, así que no pudo alejarse remando. Nadaba como un pez, por lo que si hubiera caído por la borda debería haber vuelto a subir.

—¿Ves un arpón por algún lugar?

—¿Qué aspecto tiene?

—No sé. De arpón. Y barriles. Se supone que uno los usa como flotadores.

—No veo nada así.

Brody se quedó en el costado de estribor, mirando las proximidades. El bote se movía lentamente, y se sujetó con la mano derecha. Notó algo extraño y miró hacia abajo. Había cuatro agujeros de tornillo irregulares en donde antes debió haber una estaquilla. Evidentemente los tornillos no habían sido sacados con un destornillador: la madera de alrededor de los agujeros había sido arrancada.

—Mira esto, Leonard.

Hendricks pasó su mano sobre los agujeros. Miró al lado de babor donde una estaquilla de acero de veinticinco centímetros de alto seguía firmemente atornillada a la madera.

—¿Se imagina si lo que había aquí era tan grande como éste de allí? —comentó—. Dios mío, ¿qué fuerza se necesitaría para arrancar esa cosa?

—Mira aquí, Leonard —Brody pasó su dedo índice por la superficie del costado de estribor. Había una señal de veinte centímetros de largo, en la que había sido arrancada la pintura y arañada la madera—. Parece como si alguien hubiera limado esta madera.

—O bien le hubiera dado una frotada infernal con un trozo de cable grueso y muy tenso.

Brody caminó hacia el lado de babor de la cabina de mando y comenzó a tantear, a la ventura, a lo largo del costado.

—Ese es el único lugar —dijo. Cuando llegó a popa, apoyó los codos en la borda y miró hacia el agua.

Por un momento, contempló atontado el casco, sin ver nada. Luego, comenzó a divisar una trama, una trama de agujeros, de profundas estrías en el costado de madera, formando un burdo semicírculo de más de noventa centímetros de diámetro. Junto al mismo había otra figura similar. Y en la parte inferior del costado, justo junto a la linea de flotación, tres pequeñas manchas de sangre. Por favor, Dios, pensó Brody, otro más, no.

—Ven aquí, Leonard —dijo.

Hendricks caminó hacia popa y miró.

—¿Qué?

—Si te sostengo por las piernas, ¿crees que podrás colgar del costado, dar una mirada a esos agujeros de allí y tratar de averiguar cómo fueron hechos?

—¿Cómo cree que fueron hechos?

—No sé. Pero sería de alguna manera. Quiero averiguarlo. Vamos. Si no puedes hacerlo en un minuto o dos, lo dejaremos correr y nos iremos a casa. ¿De acuerdo?

—Me imagino que sí —Hendricks se echó de bruces sobre la cubierta—. Jefe, agárreme fuerte… por favor.

Brody se inclinó y aferró las piernas de Hendricks.

—No te preocupes —dijo. Se puso cada una de las piernas bajo un sobaco e hizo fuerza. Hendricks fue alzado y luego pasado sobre la borda.

—¿Todo va bien, Leonard?

—Bájeme un poco más. ¡No tanto! Jesús, acaba de meterme la cabeza en el agua.

—Lo siento. ¿Qué tal ahora?

—De acuerdo, así está bien —Hendricks comenzó a examinar los agujeros—. ¿Y si un tiburón viniese en este momento? —gruñó—. Me podría arrancar de sus manos.

—No pienses en eso. Limítate a mirar.

—Estoy mirando. —Al cabo de unos momentos dijo—: ¡Será…! Mire eso. Oiga, súbame, necesito mi cuchillo.

—¿Qué pasa? —preguntó Brody cuando Hendricks estuvo otra vez sobre cubierta.

Éste abrió la hoja grande de su cuchillo de bolsillo.

—No sé —replicó—. Hay un trozo de algo blanco clavado en uno de los agujeros. —Con el cuchillo en la mano dejó que Brody lo bajase de nuevo por el costado. Trabajó un instante, con su cuerpo agitándose por el esfuerzo. Luego, indicó—: Ya está, lo tengo. Súbame.

Brody caminó hacia atrás, tirando de Hendricks hasta subirlo de nuevo. Luego, bajó los pies de éste hasta cubierta.

—Veamos —dijo, tendiendo la mano. Hendricks dejó caer un triángulo de dentículo blanco brillante sobre la palma de Brody. Tenía casi cinco centímetros de largo. Los lados tenían forma de sierra. Brody rascó la madera con el diente, y éste la cortó. Miró al agua y dijo agitando la cabeza—: Dios mío.

—Es un diente, ¿no? —preguntó Hendricks—. ¡Santísimo Jesucristo! ¿Cree que el tiburón atrapó a Ben?

—No se me ocurre otra cosa —dijo Brody. Miró de nuevo el diente, y luego se lo metió en el bolsillo—. Podemos irnos. No hay nada más que hacer aquí.

—¿Qué quiere que hagamos con la lancha de Ben?

—La dejaremos aquí hasta mañana. Luego, mandaremos a alguien a buscarla.

—Si quiere, la puedo tripular yo.

—¿Y dejarme a mí llevando la otra? Olvídalo.

—Podríamos remolcar una de las dos.

—No. Está oscureciendo, y no quiero tener que tontear tratando de atracar dos embarcaciones de noche. A esta lancha no le pasará nada por quedarse aquí esta noche. Simplemente, comprueba el ancla de delante y asegúrate de que está firme. Luego, vámonos. Nadie va a necesitar esta embarcación antes de mañana… y especialmente Ben Gardner.

Llegaron al muelle a primera hora del anochecer.

Harry Meadows y otro hombre, desconocido para Brody, estaban esperándoles.

—Desde luego, tienes buenas antenas, Harry —dijo Brody mientras bajaba la pasarela hasta el muelle. Meadows sonrió, orgulloso.

—Esa es mi profesión, Martin. —Hizo un gesto indicando al hombre que había junto a él—. Éste es Matt Hooper, jefe Brody.

Los dos hombres se estrecharon la mano.

—Usted es el hombre de Woods Hole —dijo Brody, tratando de darle una buena ojeada en la menguante luz. Era joven, de unos veinticinco años, pensó Brody… y bien parecido, moreno, con el cabello desteñido por el sol. Era casi tan alto como Brody, 1,82 m, pero más enjuto; Brody se imaginó que pesaría unos 70 kilos, y los comparó con sus 80. Un reflejo mental le hizo observar a Hooper como un posible enemigo. Luego, con lo que reconoció como orgullo infantil, determinó que si alguna vez llegaban a enfrentarse, podría vencer a Hooper. La experiencia sería decisiva.

—Así es —le contestó Hooper.

—Harry ha estado aprovechándose de sus conocimientos sin que tuviera usted que venir por aquí —dijo Brody—. ¿Cómo es que al fin ha venido?

—Lo llamé —intervino Meadows—. Pensé que podía ser capaz de averiguar lo que estaba sucediendo.

—Mierda, Harry, sólo tenías que habérmelo preguntado —dijo Brody—. Podría habértelo dicho. Mira, está ese pez que ronda por ahí y…

—Ya sabes lo que quiero decir.

Brody pensaba en su propio resentimiento ante la intrusión, la complicación que Hooper, en su calidad de experto, iba a añadir, y la implícita división de autoridad que había creado la llegada de Hooper. Y reconoció que su resentimiento era estúpido.

—Está bien, Harry —dijo—. No hay problemas. Es que ha sido un día muy duro.

—¿Qué es lo que han encontrado ahí? —preguntó Meadows.

Brody comenzó a buscar el diente en su bolsillo, pero se detuvo. No quería tener que contar todo aquello de pie en un muelle, casi a oscuras.

—No estoy seguro —dijo—. Vengan a la comisaría y se lo contaré.

—¿Va a quedarse Ben toda la noche allí?

—Parece que sí, Harry —Brody se volvió hacia Hendricks, que había acabado de amarrar el bote—. ¿Vas a casa, Leonard?

—Sí. Quiero asearme antes de ir a trabajar.

Brody llegó a la comisaría antes de que lo hicieran Meadows y Hooper. Eran casi las ocho. Tenía que hacer dos llamadas telefónicas: una a Ellen, para ver si podía recalentarle las sobras de la cena o si debía comprar algo camino de casa, y la llamada que generalmente temía, la que tenía que hacer a Sally Gardner. Llamó primero a Ellen: carne asada. Podía ser recalentada. Tendría sabor a suelas de zapato, pero estaría caliente. Colgó, buscó en el listín el número de Gardner, y lo marcó.

—¿Sally? Aquí Martin Brody —repentinamente, se arrepintió de haber llamado sin antes pensar lo que iba a decir. ¿Hasta qué punto debía informarla? Decidió que no debía decirle mucho, al menos no hasta que tuviera una oportunidad de comprobar su teoría con Hooper para ver si era plausible o absurda.

—¿Dónde está Ben, Martin? —la voz sonaba calmada, pero un poco más aguda de lo que Brody recordaba como normal.

—No lo sé, Sally.

—¿Qué quieres decir con eso de que no lo sabes? Saliste a buscarlo, ¿no?

—Sí. Pero no estaba en la lancha.

—Pero la lancha sí estaba allí.

—La lancha estaba allí.

—¿Subiste a bordo? ¿Buscaste en todas partes? ¿Bajo cubierta?

—Sí —luego tuvo una débil esperanza—. ¿Acaso Ben llevaba un bote auxiliar?

—No. ¿Cómo podía no estar allí? —La voz era ahora más aguda.

—Yo…

—¿Dónde está?

—Brody captó el tono de incipiente histeria. Deseaba haber ido personalmente a la casa.

—¿Estás sola, Sally?

—No. Los niños están conmigo.

Parecía más tranquila, pero Brody estaba seguro que esta tranquilidad no era más que la pausa antes del estallido de dolor que se produciría cuando se diera cuenta de que los temores con los que había convivido cada uno de los días de los dieciséis años que Ben llevaba pescando profesionalmente —miedos ocultos enterrados en las profundidades mentales y jamás manifestados de viva voz porque parecerían ridículos—, esos temores se habían hecho realidad.

Brody hurgó en su memoria tratando de recordar las edades de los niños de los Gardner. Uno tendría doce, Otro unos nueve, y el último más o menos seis. ¿Qué clase de chico era el de doce? No lo sabía. ¿Quién era el vecino más cercano? Mierda. ¿Por qué no pensó en esto antes? Los Finley.

—Espera un momento, Sally. —Llamó al agente de recepción—. Clemente, llama a Grace Finley y dile que vaya a la casa de Sally Gardner como si tuviera un cohete en el culo.

—¿Y si me pregunta por qué?

—Dile simplemente que necesito que vaya. Que se explicaré más tarde. —Volvió al teléfono—. Lo siento, Sally. Lo único que puedo decirte con seguridad es que fuimos hasta donde está anclada la lancha de Ben. Subimos a bordo y Ben no estaba allí. Miramos por todas partes, abajo y en todos sitios.

Meadows y Hooper entraron en la oficina de Brody. Les indicó que se sentaran.

—Pero ¿dónde podría estar? —preguntó Sally Gardner—. Uno no se baja de una embarcación en medio del océano.

—No.

—Y no pudo haber caído por la borda. Quiero decir que quizá sí, pero que hubiera vuelto a subir.

—Sí.

—Quizá alguien se acercase y se lo llevara en otra embarcación. Tal vez el motor no se ponía en marcha, y tuvo que pedir a alguien que le echara una mano. ¿Probaron el motor?

—No —dijo Brody, azarado.

—Entonces, probablemente ésa será la respuesta —la voz era sutilmente más suave, casi infantil, cubierta de una capa de esperanza que, cuando se rompiese, haría que todo se hiciera pedazos como un trozo de hielo—. Y si se había quedado sin batería, eso puede explicar porqué no llamó por radio.

—La radio funcionaba, Sally.

—Espera un minuto. ¿Quién está ahí? Oh, eres —hubo una pausa. Brody oyó cómo Sally hablaba Grace Finley. Luego, volvió al teléfono—. Grace dice que la has mandado venir aquí. ¿Por qué?

—Pensé…

—Crees que está muerto, ¿no? Piensas que se ha ahogado —se le rompió la voz, y comenzó a sollozar.

—Me temo que sí, Sally. Es lo único que se me ocurre por el momento. Déjame hablar con Grace un instante por favor.

Un par de segundos después, la voz de Grace Finley se oyó por el teléfono:

—¿Sí, Martin?

—Lamento tener que hacerte esto, pero no se me ocurre otra cosa. ¿Puedes quedarte con ella un rato?

—De acuerdo. Lo haré.

—Quizá sea una buena idea. Trataré de ir más tarde. Gracias.

—¿Qué ha pasado, Martin?

—No estamos seguros.

—¿Es esa cosa… de nuevo?

—Quizá. Eso es lo que estamos tratando de averiguar. Pero, hazme un favor, Grace. No le hables del tiburón a Sally. Las cosas ya están bastante mal.

—De acuerdo, Martin, espera un momento —cubrió el micrófono con la mano, y Brody escuchó una conversación apagada. Luego, Sally Gardner tomó el aparato.

—¿Por qué lo hiciste, Martin?

—¿Qué es lo que he hecho?

Aparentemente, Grace Finley trataba de quitarle el teléfono de la mano, pues Brody oyó cómo Sally gritaba:

—¡Déjame hablar, maldita sea! —Luego, le dijo a él—: ¿Por qué lo enviaste a él? ¿Por qué a Ben?

Su voz no era particularmente alta, pero hablaba con una intensidad que golpeó a Brody con tanta fuerza como si estuviera chillando.

—Sally, estás…

—¡Esto no tuvo que haber pasado! —continuó ella—. Podrías haberlo impedido.

Brody tenía ganas de colgar. No deseaba una repetición de la escena con la madre de aquel chico, Kintner. Pero tenía que defenderse. Ella tenía que saber que lo que había sucedido no era culpa suya. ¿Cómo podía culparlo? Así que dijo:

—¡Tonterías! Ben era pescador, y además bueno, conocía los riesgos.

—Si tú no hubieras…

—¡Basta ya, Sally! —Brody se permitió interrumpirla—. Trata de descansar.

Colgó el teléfono. Estaba furioso, pero su furia era confusa. Estaba irritado con Sally Gardner por acusarle, y consigo mismo por estar irritado con ella. «Si», había dicho ella. ¿Si, qué? Si no hubiera enviado a Ben. Naturalmente. Y si los cerdos tuvieran alas serían águilas. Si hubiera ido él mismo. Pero aquella no era su profesión. Había enviado a un experto. Alzó la vista, mirando a Meadows.

—Ya lo has oído.

—No todo. Pero lo bastante como para imaginarme que Ben Gardner se ha convertido en la víctima número cuatro.

Brody asintió.

—Eso creo —les contó a Meadows y Hooper su viaje con Hendricks. En una o dos ocasiones, Meadows le interrumpió con una pregunta. Hooper escuchaba, con su rostro angular plácido y sus ojos, de un claro azul pólvora fijos en Brody. Al final de su relato, éste buscó en el bolsillo de sus pantalones—. Encontramos esto. Leonard lo sacó de la madera.

Lanzó el diente a Hooper, que le dio vueltas en la mano.

—¿Qué piensas, Matt? —preguntó Meadows.

—Es un blanco.

—¿De qué tamaño?

—No puedo estar seguro, pero es grande. Cuatro metros y medio, seis. Ese pez vuestro es fantástico. —Miró a Meadows—. Gracias por llamarme. Podría pasarme toda una vida entre los tiburones, y no ver jamás un pez como ése.

—¿Cuánto pesaría un bicho así? —preguntó Brody.

—De dos mil a dos mil quinientos kilos.

Brody silbó admirativamente.

—Dos toneladas y media.

—¿Tienes alguna idea acerca de lo que pasó? —preguntó Meadows.

—Por lo que dice el jefe, parece como si el tiburón hubiera matado al señor Gardner.

—¿Cómo? —inquirió Brody.

—Pudo haber sido de muchas maneras. Tal vez Gardner se cayese por la borda. Lo más probable es que fuera arrastrado. Quizá se le enredase una pierna en el cabo de un arpón. Incluso lo pudo atrapar mientras se inclinaba sobre la borda.

—¿Cómo explica usted el mordisco en el casco?

—El pez atacó la lancha.

—¿Para qué infiernos?

—Los tiburones no son muy inteligentes, jefe. Sólo están guiados por el instinto y el impulso. Y el impulso de alimentarse es muy poderoso.

—Pero una lancha de nueve metros…

—Un tiburón no piensa. Para él no era una lancha, era sólo algo grande.

—E incomestible.

—No lo supo hasta que lo probó. Tiene que tratar de comprenderlo. No hay nada en el mar que ese pez tenga que temer. Otros peces han de escapar de animales mayores. Ese es su instinto. Pero este tiburón no huye ante nada. No sabe lo que es el miedo. Quizá se muestre cauto… digamos cuando se encuentra con otro tiburón blanco aún mayor. Pero no hay nada que le dé miedo.

—¿A qué otras cosas atacan?

—A cualquier cosa.

—¿De veras? ¿A todo?

—Prácticamente sí.

—¿Tiene alguna idea de por qué está quedándose tanto tiempo por aquí? —siguió interrogando Brody—. No sé si sabrá mucho acerca de esta costa, pero…

—Me crié aquí.

—¿Sí? ¿En Amity?

—No, en Southampton. Pasé todos los veranos allí, desde que inicié los estudios hasta que entré en la universidad.

—Los veranos. Entonces, realmente no se crió aquí —Brody estaba buscando algo con lo que restablecer su paridad, si no su superioridad, sobre el joven, y se conformó con un esnobismo a la inversa, una actitud bastante frecuente entre los residentes de todo el año en las comunidades estivales. Les proporcionaba una armadura contra el desprecio que notaban en las gentes ricas del verano. Era una actitud de machismo social que igualaba la riqueza con la decadencia, la simplicidad con la bondad, y la pobreza (hasta un cierto punto) con la honestidad. Y era una actitud que, en general, Brody consideraba tan repugnante como estúpida. Pero se había sentido amenazado por el joven, aunque no supiera muy bien por qué, y esa sensación era tan inusitada que había buscado el caparazón más conveniente, aquél que Hooper mismo le había entregado.

—Está usted muy puntilloso —dijo testarudo Hooper—. De acuerdo, no nací aquí; pero he pasado mucho tiempo en esta costa, y escribí una tesis sobre ella. De todos modos, sé adonde quiere llegar, y tiene razón. Estos lugares no son un medio ambiente que normalmente pueda proporcionar los medios de subsistencia para que un tiburón se quede largo tiempo.

—Entonces, ¿por qué sigue aquí éste?

—Es imposible decirlo. Desde luego, no es característico en ellos, pero los tiburones hacen tantas cosas no características que el azar se convierte en norma. Cualquiera que apostase dinero, y no digamos su vida, en una predicción acerca de lo que hará un gran tiburón en una situación dada, es un verdadero imbécil. Este tiburón podría estar enfermo. Su forma de vida está tan fuera de su control que los daños sufridos por un pequeño mecanismo podrían ocasionarle una desorientación y hacerlo portarse en forma extraña.

—Si es así como se comporta cuando está enfermo —dijo Brody moviendo su cabeza—, no me gustaría verlo cuando esté sano.

—No. Personalmente, no creo que esté enfermo. Hay otras cosas que podrían hacer que se quedase aquí. Muchas cosas que jamás comprenderemos, factores naturales, caprichos…

—¿Como qué?

—Cambios en la temperatura del agua, en el flujo de la corriente o en la disponibilidad de alimento. Cuando se trasladan las existencias de alimentos, también lo hacen los animales de presa. Hace dos veranos, por ejemplo, tuvo lugar un fenómeno completamente inexplicable a la altura de las costas de ciertas partes de Connecticut y Rhode Island. Toda la costa se vio inundada por sábalos… a los que los pescadores de por aquí llaman bunker. Enormes bancos, millones de peces. Cubrían las aguas como una mancha de aceite. Había tantos, que uno podía lanzar un anzuelo sin cebo al agua, recogerlo, y la mayor parte de las veces uno había pescado un sábalo porque se le había enganchado en algún sitio. Las lubinas y otros peces se alimentan de sábalos, así que, repentinamente hubo masas de lubinas alimentándose de esos bancos, justo junto a las playas. En Watch Hill, en Rhode Island, la gente se metía en el agua caminando y atrapaba lubinas con rastrillos. ¡Rastrillos de jardín! Sólo tenían que empujar los peces fuera del agua. Entonces, llegaron los grandes peces de pesca: los atunes de ciento cincuenta, ciento sesenta, ciento setenta kilos. Los barcos de pesca de alta mar pescaban atunes de lomo azul a cien metros de la costa. A veces, incluso en el puerto. Y, de pronto, todo terminó. Los sábalos se marcharon, y también todos los otros peces. Estuve más de tres semanas allí tratando de imaginar qué era lo que había sucedido. Aún sigo sin saberlo. Todo forma parte del equilibrio ecológico. Cuando algo desequilibra demasiado una cosa u otra, ocurren hechos peculiares.

—Pero esto es aún más raro —insistió Brody—. Este tiburón se ha quedado en un mismo lugar, en una extensión de agua de unos diez kilómetros cuadrados, durante más de una semana. No ha ido ni en una ni en otra dirección a lo largo de la playa. No ha molestado a nadie en East Hampton o Southampton. ¿Qué es lo que tiene Amity para él?

—No sé. Dudo que nadie pueda darle una buena respuesta.

Meadows intervino:

—Minnie Eldridge tiene la respuesta.

—¡Tonterías! —exclamó Brody.

—¿Quién es Minnie Eldridge? —preguntó Hooper.

—La encargada de Correos —le explicó Brody—. Dice que es la voluntad de Dios, o algo así. Estamos siendo castigados por nuestros pecados.

Hooper sonrió.

—Desde luego, en este momento, es tan buena respuesta como cualquier otra.

—Eso me anima mucho —dijo Brody—. ¿Tiene algún plan para conseguir una respuesta?

—Hay que hacer varias cosas. Tomaré muestras del agua aquí y en East Hampton. Trataré de averiguar cómo se están comportando otros peces… Si hay algo extraordinario en los alrededores, o si no hay algo que debiera haber. Y trataré de encontrar ese tiburón, lo que me obliga a pensar en una cosa: ¿Hay alguna embarcación disponible?

—Sí, aunque lamento decirlo —respondió Brody—. La de Ben Gardner. Le llevaremos a ella mañana, y la pueda usar, al menos hasta que arreglemos algo con su esposa. ¿Cree realmente que puede atrapar a ese bicho, después de lo que le pasó a Ben Gardner?

—No he dicho que fuera a intentar atraparlo. Ni siquiera creo que desee hacerlo. Al menos, no sólo eso.

—Entonces, ¿qué infiernos va a hacer?

—No lo sé. Tendré que tantear mi camino.

Brody miró a Hooper directamente a los ojos y recalcó:

—Quiero ver a ese pez muerto. Si usted no puede hacerlo, encontraremos a alguien que pueda.

Hooper se echó a reír.

—Suena usted como un gángster de película: «Quiero ver a ese pez muerto». Así que me contrata para que mate. ¿A quién encargará que lo haga, si no lo hago yo?

—No sé. ¿Qué opinas tú de eso, Harry? Se supone que sabes todo lo que pasa por los alrededores. ¿Hay algún pescador en toda esta maldita zona equipado para atrapar tiburones grandes?

Meadows pensó un momento antes de responder:

—Puede que haya uno. No sé mucho de él, pero creo que se llama Quint, y me parece que trabaja con base en un muellecito privado de algún lugar cerca de Promised Land. Si quieres, puedo averiguar algo sobre él.

—¿Por qué no? —le contestó Brody—. Suena a posible candidato.

Hooper intervino:

—Escuche, jefe, no puede ir por ahí con las manos cerca de las pistoleras, tratando de vengarse de ese pez. Ese tiburón no es un malvado. No es un asesino. Simplemente está obedeciendo a sus propios instintos. Tratar de ajustarle las cuentas a un pez es una locura.

—Oiga, usted… —Brody estaba empezando a sentirse muy irritado, con una irritación nacida de la frustración y la humillación. Sabía que Hooper tenía razón, pero creía que hablar de lo razonable no tenía nada que hacer en aquella situación. El pez era un enemigo. Había caído sobre la comunidad y matado a dos hombres, una mujer y un niño. El pueblo de Amity exigiría la muerte del tiburón. Necesitarían verlo muerto antes de sentirse lo bastante seguros como para continuar con sus vidas normales. Y, sobre todo, Brody lo necesitaba muerto, pues la muerte del pez sería una catarsis para él. Hooper había hurgado en aquella herida, y eso le enfurecía aún más. Pero se tragó su ira y dijo—: Olvídelo.

Sonó el teléfono.

—Es para usted, jefe —dijo Clements—. El señor Vaughan.

—Oh, maravilloso. Justo lo que necesitaba. —Apretó el botón de encendido del teléfono y alzó el receptor—. Ajá, Larry.

—Hola, Martin. ¿Cómo estás? —La voz de Vaughan era amistosa, casi efusiva, pensó Brody. Probablemente llevaba en el cuerpo un par de tragos.

—Tan bien como se puede esperar, Larry.

—Trabajas hasta bien tarde. Te había llamado antes a casa.

—Bueno, cuando eres jefe de policía y los ciudadanos a los que debes proteger están siendo muertos cada veinte minutos, más bien te hallas un tanto ocupado.

—He oído lo de Ben Gardner.

—¿Qué es lo que has oído?

—Que había desaparecido.

—Las noticias corren mucho.

—¿Estás seguro que ha sido el tiburón otra vez?

—¿Seguro? Creo que sí. Ninguna otra explicación parece tener sentido.

—Martin, ¿qué es lo que vas a hacer? —había una urgencia patética en la voz de Vaughan.

—Esa es una buena pregunta, Larry. Estamos haciendo ya todo lo que podemos. Tenemos cerradas las playas. Hemos…

—A decir verdad, ya me había dado cuenta de eso.

—¿Qué se supone que quieres decir?

—¿Has tratado alguna vez de vender terrenos en una leprosería a gente sana?

—No, Larry —dijo cansadamente Brody.

—Recibo anulaciones cada día. La gente se marcha, a pesar de que aún le dura el alquiler. No he tenido un nuevo cliente desde el domingo.

—Bueno, ¿qué es lo que quieres que haga?

—Bien, pensé… Es decir, lo que me estoy preguntando es si no estaremos reaccionando excesivamente ante este asunto.

—Bromeas. Dime que bromeas.

—Ni hablar de eso, Martin. Ahora cálmate. Discutamos esto racionalmente.

—Yo soy racional. No obstante, no estoy muy seguro acerca de ti.

Hubo un momento de silencio, y entonces Vaughan dijo:

—¿Qué opinarías de abrir las playas, sólo para el fin de semana del Cuatro de Julio?

—Ni loco. No voy a hacer eso.

—Escúchame…

—No, escúchame tú a mí, Larry. La última vez te escuché, y murieron dos personas. Si atrapamos a ese tiburón, si matamos a ese hijo de puta, entonces abriremos las playas. Hasta ese momento, olvídalo.

—¿Qué opinas de las redes?

—¿Qué es eso?

—¿No podríamos poner redes de acero para proteger las playas? Alguien me ha dicho que en Australia lo hacen.

Debía estar borracho, pensó Brody.

—Larry, esta costa es recta. ¿Vas a poner redes a lo largo de cuatro kilómetros de playas? Excelente. Consigue el dinero. Diría que, para empezar, necesitas un millón de dólares.

—¿Y patrullas? Podríamos contratar gente para que patrullasen las playas arriba y abajo, en botes.

—Eso no bastaría, Larry. Pero ¿qué diablos te pasa? ¿Te están pinchando el culo tus socios otra vez?

—Eso no te importa un comino, Martin. ¡Por Dios, este pueblo está muriendo!

—Lo sé, Larry —dijo en voz baja Brody—. Y, por lo que yo sé, no hay una maldita cosa que podamos hacer al respecto. Buenas noches.

Colgó el teléfono.

Meadows y Hooper se alzaron para irse. Brody los acompañó hasta la puerta delantera de la comisaría. En el momento en que iban a salir, Brody le dijo a Meadows:

—Hey, Harry, te has dejado dentro el encendedor —Meadows comenzó a decir algo, pero Brody interrumpió sus palabras—. Entra y te lo daré. Si lo dejas por aquí toda la noche, puede que desaparezca. —Saludó con la mano a Hooper—. Ya nos veremos.

Cuando estuvieron de vuelta en la oficina de Brody, Meadows sacó su encendedor del bolsillo y dijo:

—Me parece que tienes algo que decirme.

Brody cerró la puerta de su oficina.

—¿Crees que puedes averiguar algo acerca de los socios de Larry?

—Supongo que sí. ¿Por qué?

—Desde que comenzó todo esto, Larry me ha estado pinchando el culo para que tuviera abiertas las playas. Y ahora, después de todo lo que ha pasado, dice que quiere que estén abiertas para el día Cuatro. El otro día me dijo que sus socios le estaban presionando. Ya te lo dije.

—¿Y?

—Creo que deberíamos saber quién tiene el suficiente poder para hacer que a Larry se le caigan los pantalones. No me importaría si no fuera el alcalde de este pueblo, pero si hay alguien que le dice lo que debe hacer, creo que deberíamos saber quién es.

Meadows suspiró.

—De acuerdo, Martin. Haré lo que pueda. Pero remover en los asuntos de Larry Vaughan no es algo que me parezca muy divertido.

—¿No te parece que hay muchas cosas poco divertidas estos días?

Brody acompañó a Meadows a la puerta, regresó a su escritorio, y se sentó. Pensó que Vaughan había tenido razón en una cosa: Amity estaba mostrando todos los síntomas de una muerte inminente. No era únicamente el asunto de los bienes inmobiliarios, aunque aquella plaga era tan contagiosa como la viruela. Evelyn Bixby, la esposa de uno de los agentes de Brody, había perdido su trabajo como agente de bienes inmobiliarios, y estaba trabajando de camarera en un local de mala muerte de la Carretera 27.

Dos nuevas boutiques que tenían que abrir al día siguiente habían retrasado la inauguración hasta el tres de julio, y los propietarios de ambos se habían preocupado de llamar a Brody para decirle que si las playas no estaban abiertas para entonces, no abrirían sus locales. Uno de ellos ya estaba buscando una tienda que alquilar en East Hampton. El negocio de deportes había colocado carteles anunciando un saldo… Saldo que normalmente tenía lugar después del fin de semana del Día del Trabajo. En lo que a Brody se refería, la única cosa buena del estado de la economía de Amity era que a Saxon’s le iban tan mal las cosas que habían despedido a Henry Kimble. Ahora que no tenía su trabajo de encargado de la barra, dormía de día y podía, de vez en cuando, sobrevivir todo un turno de policía sin echar un sueñecito.

A partir del lunes por la mañana, el primer día que las playas habían estado cerradas, Brody había colocado a dos agentes en las playas. En total, tuvieron diecisiete enfrentamientos con personas que insistían en nadar. Uno fue con un hombre llamado Robert Dexter, que invocaba un derecho constitucional a nadar en su propia playa, y que permitió que su perro molestase al agente de guardia, hasta que el polizonte sacó su pistola y amenazó con matar al perro. Otro lío tuvo lugar en la playa pública cuando un abogado de Nueva York comenzó a recitarle la Constitución de los Estados Unidos a un policía y a una multitud de jóvenes que lo aclamaban.

De todos modos, Brody estaba convencido de que, al menos por el momento, nadie se había echado a nadar.

El miércoles, dos chicos habían alquilado un esquife y remado hasta unos trescientos metros de la costa, donde pasaron una hora tirando sangre, tripas de pollo y cabezas de pato por la borda. Un barco de pesca que pasaba los divisó y llamó a Brody, por medio del operador del radioteléfono marino. Brody llamó a Hooper y juntos fueron en el Flicka a remolcar a los chicos hasta la costa. En el esquife, los muchachos llevaban un garfio atado a doscientos metros de cuerda de tender, asegurada a la proa con una lazada. Dijeron que planeaban arponear al tiburón con un garfio y hacer un «viaje en trineo, estilo Nantucket», la antigua operación de los balleneros que, clavado el arpón, dejaban que el animal se agotase arrastrando su bote. Brody les dijo que si intentaban hacer aquello de nuevo, los detendría por intento de suicidio.

Había habido cuatro informes de ocasiones en las que se habían visto tiburones. Uno de los casos había resultado ser un tronco flotante. Dos, según los pescadores que investigaron los informes, eran bancos de peces saltarines. Y el último, según parecía, era pura ilusión.

El martes por la tarde, cuando empezaba a anochecer, Brody recibió una llamada anónima por teléfono, diciéndole que un hombre estaba echando cebo para tiburones al agua, en la playa pública. Resultó no ser un hombre sino una mujer vestida con un impermeable de hombre, Jessie Parker, una de las dependientes de la papelería de Walden. Al principio negó haber tirado nada al agua pero al fin admitió que había tirado una bolsa de papel a las olas. Contenía tres botellas de vermut vacías.

—¿Por qué no las puso en la basura? —le preguntó Brody.

—No quería que el basurero pensase que soy una borracha.

—Entonces, ¿por qué no las puso en la basura de alguna otra persona?

—Eso no hubiera sido correcto —le contestó ella—. La basura es… algo privado, ¿no cree?

Brody le dijo que, en adelante, debería tomar sus botellas vacías, meterlas en una bolsa de plástico, introducir esta bolsa en otra de papel marrón grueso, y luego machacar las botellas con un martillo hasta hacerlas polvo. Entonces, nadie sabría nunca que habían sido botellas.

El jefe de policía miró su reloj. Eran más de las nueve, demasiado tarde para ir a visitar a Sally Gardner. Esperaba que estuviese dormida. Quizá Grace Finley le hubiera dado una pastilla, o un vaso de whisky para ayudarla a descansar. Antes de abandonar la oficina, llamó a la estación de la Guardia Costera en Montauk, y le explicó al oficial de guardia lo de Ben Gardner. El oficial dijo que mandaría una lancha patrullera al romper el alba, para que buscase el cadáver.

—Gracias —le dijo Brody—. Espero que lo hallen antes de que lo devuelva el mar.

Repentinamente, Brody se sintió asombrado de sí mismo. Aquel «lo» era Ben Gardner, un amigo. ¿Qué pensaría Sally si oyese a Brody referirse a su esposo como un objeto inanimado? Quince años de amistad borrados de un plumazo, eliminados. Ben Gardner ya no existía. Sólo quedaba un objeto inanimado, que debía ser hallado antes de que se convirtiera en una repugnante molestia.

—Lo intentaremos —dijo el oficial—. Muchacho, siento mucho lo que les ha ocurrido. Deben de estar pasando un verano infernal.

—Sólo espero que no sea nuestro último verano —dijo Brody. Colgó el teléfono, apagó la luz de su oficina y caminó hasta su coche.

Mientras entraba en el sendero de su casa, Brody vio la familiar luz gris azulada brillando en las ventanas de la sala de estar. Los chicos estaban mirando la televisión. Atravesó la puerta delantera, apagó la luz exterior y metió la cabeza en la oscura sala de estar. El chico mayor, Billy, estaba echado en el sofá, apoyado en un codo. Martin, el mediano, de doce años, se hallaba con sus pies descalzos colocados sobre la mesita de café. Sean, de ocho años de edad, estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el sofá, y acariciando a un gato en su regazo.

—¿Qué tal va eso? —preguntó Brody.

—Bien, papá —dijo Bill, sin apartar la vista de la televisión.

—¿Dónde está tu madre?

—Arriba. Dijo que te avisásemos que tienes la cena en la cocina.

—De acuerdo. No te quedes hasta muy tarde, Sean, ¿eh? Son ya casi las nueve y media.

—De acuerdo, papá —respondió el chico.

Brody fue a la cocina, abrió la nevera y sacó una cerveza. Los restos de la carne asada se hallaban sobre la mesa de la cocina en un cazo con mango, rodeados por una gelatina de salsa congelada. La carne tenía un color gris marrón y aspecto correoso. «¿Cena?», se dijo Brody. Buscó en el frigorífico por si había algo con lo que hacerse un bocadillo. Había algunas hamburguesas, un paquete de patas de pollo, una docena de huevos, una jarra de variantes, y doce latas de refresco. Halló un trozo de queso americano, seco y arrugado por el tiempo que llevaba allí, hizo una bola con él y se lo metió en la boca. Pensó si valía la pena calentar la carne y luego dijo en voz alta: «Que se vaya al infierno». Encontró dos trozos de pan, los unió con mostaza, tomó un cuchillo de trinchar de la placa magnética de la pared y cortó una gruesa rodaja de la fría carne asada. Colocó la carne sobre uno de los trozos de pan, puso unas cuantas variantes encima, la cubrió con el otro trozo de pan, y apretó el sandwich con la palma de la mano. Lo puso en un plato, tomó la cerveza, y subió las escaleras que llevaban a la alcoba.

Ellen estaba sentada en la cama, leyendo el Cosmopolitan.

—Hola —dijo—. ¿Has tenido un día duro? No me dijiste nada por teléfono.

—Un día duro. Es lo único que tenemos últimamente. ¿Has oído lo de Ben Gardner? No estaba totalmente seguro cuando hablé contigo —dejó el plato y la cerveza en el tocador y se sentó en el borde de la cama para quitarse los zapatos.

—Sí. Recibí una llamada de Grace Finley preguntándome si sabía dónde estaba el doctor Craig. No se lo sabían decir, y Grace quería darle a Sally un sedante.

—¿Lo encontraste?

—No. Pero hice que uno de los chicos le llevase Seconol.

—¿Qué es el Seconol?

—Píldoras para dormir.

—No sabía que tomaras píldoras para dormir.

—No lo hago a menudo. Sólo de vez en cuando.

—¿De dónde las has sacado?

—Del doctor Craig, cuando fui a verle la última vez a causa de mis nervios. Ya te lo dije.

—Oh —Brody tiró sus zapatos a un rincón, se puso en pie, y se quitó los pantalones, que colgó cuidadosamente sobre el respaldo de una silla. Se quitó la camisa, la puso en un colgador, y la metió en el armario. En camiseta y calzoncillos, se sentó en la cama y comenzó a comer el sandwich. La carne estaba seca y se desmigaba. El único sabor que tenía era a mostaza.

—¿No encontraste la carne asada? —preguntó Ellen.

La boca de Brody estaba llena, así que asintió con la cabeza.

—Entonces, ¿qué es lo que estás comiendo?

Tragó.

—La carne.

—¿La calentaste?

—No. No me importa que esté fría.

Ellen puso cara rara y dijo:

—Uf.

Brody comió en silencio, mientras Ellen volvía descuidadamente las páginas de su revista. Al cabo de unos instantes, la cerró, la dejó sobre su regazo y dijo:

—Buen Dios.

—¿Qué pasa?

—Estaba pensando en Ben Gardner. Es horrible. ¿Qué crees que hará Sally?

—No sé —contestó Brody—. Me preocupa. ¿Alguna vez has hablado de su situación económica con ella?

—Nunca. Pero no creo que tenga mucho. Me parece que sus hijos no se han comprado ropa nueva en un año, y siempre está diciendo que le gustaría poder comprar carne más de una vez a la semana, en lugar de tener que comer el pescado que trae Ben. ¿Le darán algo en la Seguridad social?

—Supongo que sí, pero no será mucho. Siempre puede ir a la asistencia social.

—Oh, no hará tal cosa —exclamó Ellen.

—Espera y verás. El orgullo es algo que no podrá permitirse. Ahora, ni siquiera tendrá el pescado.

—¿Hay algo que podamos hacer?

—¿Personalmente? No veo qué. No se puede decir que estemos en una situación muy boyante. Pero quizá haya algo que el pueblo pueda hacer. Hablaré con Vaughan al respecto.

—¿Han adelantado algo?

—¿Acerca de atrapar a ese maldito bicho? No. Meadows llamó a ese amigo suyo oceanógrafo de Woods Hole, que ha venido hoy. Aunque no sé qué es lo que va a poder hacer.

—¿Qué aspecto tiene?

—Supongo que es un buen chico. Es un tipo joven y de aspecto decente. Un poquitín sabihondo, pero eso no es sorprendente. Parece conocer bastante bien esta región.

—¿Eh? ¿Cómo es eso?

—Dijo que pasaba los veranos en Southampton.

—¿Trabajando?

—No sé, probablemente viviendo con sus padres. Parece ser de ese tipo.

—¿De qué tipo?

—Rico. De buena familia. Los veraneantes de Southhampton. Por Dios, ya tendrías que saber de qué tipo hablo.

—No te irrites. Sólo te preguntaba.

—No estoy irritado. Únicamente dije que deberías conocer ese tipo de gente, eso es todo. Lo que quiero decir es que tú también eres de ese tipo.

Ellen sonrió.

—Antes lo era, pero ahora sólo soy una vieja dama.

—Eso no es cierto —afirmó Brody—. Nueve de cada diez de las individuas que veranean en este pueblo no tienen el aspecto que tú tienes en traje de baño.

Estaba contento de ver que ella buscaba sus cumplidos, y feliz de poder hacérselos. Aquel era uno de sus preludios rituales antes del acto sexual, y ver a Ellen en la cama hacía que a Brody le entrasen deseos. Su cabello colgaba hasta los hombros a ambos lados de la cabeza, inclinándose luego en un rizo. El camisón tenía un escote tan pronunciado que se le veían ambos senos casi completamente, exceptuando los pezones.

—Me voy a lavar los dientes —dijo—. Vuelvo enseguida.

Cuando regresó del lavabo, estaba tumescente. Fue hasta el tocador, para apagar la luz.

—¿Sabes? —comentó Ellen—. Creo que deberíamos dar lecciones de tenis a los chicos.

—¿Para qué? ¿Han dicho que quieren jugar a tenis?

—No. No lo han dicho claramente. Pero es bueno que conozcan ese deporte. Los ayudará cuando hayan crecido, Es una buena introducción.

—¿A qué?

—A la gente que deberían conocer. Si uno juega bien al tenis, puede ir a un club de cualquier lugar y conocer gente. Es ya hora de que comiencen a aprender.

—¿Y dónde van a ir a aprender?

—Estaba pensando en el Club de Campo.

—Que yo sepa, no somos miembros del Club de Campo.

—Creo que podríamos entrar. Aún conozco a algunas personas que son socios. Si se lo pidiese, estoy segura que nos recomendarían.

—Olvídalo.

—¿Por qué?

—En primer lugar, porque no podemos permitírnoslo. Apuesto cualquier cosa a que deben de cobrar mil pavos por entrar, y que luego cuesta al menos unos cuantos cientos por año. No tenemos tanto dinero.

—Tenemos nuestros ahorros.

—¡Eso no es para lecciones de tenis! Vamos, dejémoslo correr. —Tendió la mano hacia la luz.

—Sería bueno para los chicos.

Brody dejó que su mano cayese sobre el tocador.

—Mira, no somos gente de la que juega tenis. No nos sentiríamos bien allí. Yo no me sentiría bien. No quieren vernos allí.

—¿Cómo lo sabes? Nunca lo hemos intentado.

—Olvídalo. —Apagó la luz, caminó hasta la cama, abrió las sábanas y se deslizó junto a Ellen—. Además —dijo besándola en el cuello—, hay otro deporte que sé practicar mucho mejor.

—Los chicos están despiertos.

—Están viendo la televisión. No se enterarían ni aunque una bomba estallase aquí arriba —la besó en el cuello, y comenzó a frotar su estómago en círculos, subiendo mas con cada rotación.

—Tengo tanto sueño —dijo—. Me tomé una pildora antes de que llegases a casa.

—¿Para qué infiernos?

—No dormí muy bien anoche, y no deseaba despertarme si volvías tarde a casa. Así que me tomé una píldora.

—Voy a echar esas malditas píldoras a la basura —la besó en la mejilla, y luego trató de besarla en la boca, pero la encontró esbozando un bostezo.

—Lo lamento —dijo ella—. Me temo que no va a funcionar.

—Funcionará. Lo único que has de hacer es ayudarme un poco.

—Estoy tan casada. Pero sigue adelante si lo deseas. Trataré de mantenerme despierta.

—Mierda —dijo Brody—. Rodó de nuevo a su lado de la cama.

—No era necesario que dijeras eso.

Brody no replicó. Se quedó boca arriba, mirando al techo, y notando cómo disminuía su deseo. Pero la presión seguía en su interior, un apagado dolor en las ingles.

Un momento más tarde, Ellen preguntó:

—¿Cuál es el nombre del amigo de Harry Meadows?

—Hooper.

—¿No será David Hooper?

—No. Creo que su nombre es Matt.

—Oh. Salí con un David Hooper hace mucho, mucho tiempo. Recuerdo…

Antes de que pudiera terminar la frase, se le cerraron los ojos, y pronto cayó en el pausado respirar del sueño.

A algunas manzanas de distancia, en una pequeña casa de tablas, un negro estaba sentado a los pies de la cama de su hijo.

—¿Qué historia quieres leer? —le preguntó.

—No quiero leer una historia —dijo el chico, que tenía siete años—. Quiero contar una historia.

—De acuerdo. ¿Acerca de qué la vamos a contar?

—De un tiburón. Contemos una de un tiburón.

El hombre parpadeó.

—No. Contemos una de un… un oso.

—No, un tiburón. Quiero saber cosas de los tiburones.

—¿Te refieres a una historia de esas de «érase una vez»?

—Naturalmente. De esas, ya sabes, de esas que dicen que érase una vez un tiburón que se comía a la gente.

—No me parece una historia muy divertida.

—¿Por qué los tiburones se comen a la gente?

—Supongo que porque tienen hambre. No sé.

—¿Se ve sangre si te come un tiburón?

—Sí —le contestó el hombre—. Vamos, contemos una historia acerca de algún otro animal. Tendrás pesadillas si la contamos sobre un tiburón.

—No, no las tendré. Si un tiburón tratase de comerme, le daría un puñetazo en la nariz.

—Ningún tiburón va a tratar de comerte.

—¿Por qué no? Apuesto que si estuviese nadando, alguno lo haría. ¿O es que los tiburones no se comen a los negros?

—¡Basta ya! No quiero oír nada más sobre los tiburones —el hombre tomó un montón de libros de la mesita de noche—. Toma, leamos Peter Pan.