Ocho
BRODY se despertó con un sobresalto, intranquilizado por algún signo que decía que algo iba mal. Extendió la mano hacia el otro lado de la cama, para tocar a Ellen. No estaba allí. Se irguió y la vio sentada en el sillón junto a la ventana. La lluvia golpeaba los cristales, y oyó el viento silbando entre los árboles.
—Vaya un día feo, ¿eh? —comentó. Ella no le contestó, y siguió mirando fijamente las gotas que se deslizaban por el cristal—. ¿Cómo es que te has levantado tan pronto?
—No podía dormir.
Brody bostezó.
—Pues te aseguro que yo no tuve problemas.
—No me sorprende.
—Oh, Dios. ¿Vamos a empezar de nuevo?
Ellen agitó la cabeza.
—No. Lo lamento. No quise decir nada —parecía decaída, triste.
—¿Qué pasa?
—Nada.
—Si tú lo dices…
Brody se levantó de la cama y entró en el baño.
Cuando se hubo afeitado y vestido, bajó a la cocina. Los chicos estaban acabando su desayuno, y Ellen estaba friendo un huevo para él.
—¿Qué es lo que vais a hacer, chicos, en este día repelente? —preguntó.
—Limpiar podadoras de césped —dijo Billy, que durante el verano trabajaba para un jardinero local—. ¡Cómo odio los días lluviosos!
—¿Y vosotros dos? —les preguntó Brody a Martin y Sean.
—Martin va a ir al Club Juvenil —explicó Ellen—. Y Sean pasará el día en casa de los Santos.
—¿Y tú?
—Tengo un día completo en el hospital. Lo que me hace pensar en que no vendré a casa a la hora de comer.
—¿Puedes tomar algo en el centro?
—Naturalmente.
—No recuerdo que jamás trabajases un día completo los miércoles.
—Habitualmente no lo hago. Pero una de las otras chicas está enferma, y yo dije que la reemplazaría.
—Oh.
—Volveré a la hora de la cena.
—Perfecto.
—¿Crees que podrías dejar a Sean y a Martin camino del trabajo? Quiero hacer algunas compras antes de ir al hospital.
—No hay problema.
—Los pasaré a recoger yo misma cuando vuelva a casa.
Brody y los dos chicos más pequeños salieron primero. Luego Billy, envuelto de pies a cabeza con su ropa impermeable, se dirigió en bicicleta al trabajo.
Ellen miró el reloj de la pared de la cocina. Faltaban unos minutos para las ocho. ¿Demasiado pronto? Quizá. Pero era mejor llamarlo ahora, antes de que se fuera a algún sitio y se perdiese la oportunidad. Extendió la mano derecha y trató de impedir que sus dedos temblasen, pero se estremecían incontrolablemente. Sonrió ante su nerviosismo y susurró para sí misma: «no sirves para esto». Subió al dormitorio, se sentó en la cama y tomó el listín verde. Buscó el número de teléfono del Hostal Abelard Arms, y puso la mano sobre el teléfono, dudó un momento, y luego levantó el receptor y marcó el número.
—Aquí el Abelard Arms.
—Por favor, póngame con la habitación del señor Hooper. Matt Hooper.
—Un momento, por favor. Hooper. Aquí está. Cuatro cero cinco. Le llamaré yo mismo.
Ellen oyó el teléfono sonar una vez, y luego otra. Podía sentir los latidos de su corazón, y vio cómo le batía el pulso en su muñeca derecha. Cuelga, se dijo a sí misma, Cuelga. Aún hay tiempo.
—¿Alo? —dijo la voz de Hooper.
—Oh —buen Dios, pensó, suponte que tiene a Daisy Wicker en la habitación con él.
—¿Alo?
Ellen tragó saliva y dijo:
—Hola. Soy yo… Quiero decir que soy Ellen.
—Oh, hola.
—Espero no haberle despertado.
—No. Estaba preparándome para bajar a tomar el desayuno.
—Bien. No hace demasiado buen día, ¿no?
—No, pero realmente no me importa. Para mí es un lujo poder dormir hasta tan tarde.
—¿Podrá… le será posible trabajar hoy?
—No sé. Estaba justamente tratando de determinar eso. Desde luego, no puedo salir en la lancha y esperar hacer algo.
—Oh —hizo una pausa, luchando con el mareo que estaba apoderándose de ella. Adelante, se dijo a sí misma. Hazle la pregunta—. Me estaba diciendo… —No, ten cuidado; ve con pies de plomo—. Deseaba agradecerle su maravilloso regalo.
—No hay de qué. Me alegra que le guste. Además, debería ser yo quien le diese las gracias a usted. Lo pasé muy bien anoche.
—Yo también… Nosotros también. Me alegra que viniese.
—Sí.
—Fue como en los viejos tiempos.
—Sí.
Ahora, se dijo a sí misma. Hazlo. Las palabras surgieron de su boca:
—Me estaba preguntando, si no puede trabajar hoy, quiero decir, si no puede salir en la lancha o algo así, me estaba preguntando si… si hay alguna posibilidad de que le gustase… si está libre para ir a comer.
—¿Comer?
—Sí. Ya sabe, si no tiene otra cosa que hacer, pensé que podríamos ir a comer juntos.
—¿Juntos? ¿Se refiere a usted, el jefe y yo?
—No, sólo usted y yo. Martin acostumbra a comer en la comisaría. No quiero interferir con sus planes ni nada de eso. Es decir, si tiene mucho trabajo…
—No, no. Me parece bien. Diablos, ¿Por qué no? Por supuesto. ¿En qué había pensado?
—Hay un sitio maravilloso en Sag Harbor. Se llama Banner. ¿Lo conoce? —esperaba que no lo conociese. Ella tampoco había estado nunca allí, lo que quería decir que nadie la iba a reconocer. Pero había oído decir que era bueno, tranquilo, y oscuro.
—No, nunca he estado allí —dijo Hooper—. Pero, Sag Harbor… es un buen trecho sólo para ir a comer.
—En realidad no es tanto, sólo quince o veinte minutos. Podríamos encontrarnos allí a la hora que prefiera.
—A mí me va bien a cualquier hora.
—Entonces, ¿qué le parece las doce y media?
—A las doce y media. Hasta luego.
Ellen colgó el teléfono. Aún le temblaban las manos, pero se sentía excitada y feliz. Sus sentidos parecían despiertos e increíblemente agudos. Cada vez que inspiraba, saboreaba los aromas que la rodeaban. Sus oídos tintineaban con una sinfonía de pequeños sonidos caseros: chirridos, crujidos y golpes. Se sentía más intensamente femenina que en muchos años pasados: era una sensación cálida y húmeda, que al mismo tiempo resultaba deliciosa e incómoda.
Entró en el baño y se dio una ducha. Se depiló las piernas y los sobacos. Deseó haber comprado uno de esos desodorantes de higiene femenina que había visto anunciados, pero, como no lo tenía, se puso talco y se dio un toque de colonia tras las orejas, en el interior de los codos, tras las rodillas, en los pechos, y entre las piernas.
Había un espejo grande en el dormitorio, y se detuvo frente a él, examinándose. ¿Era bastante bueno lo que tenía que ofrecer? ¿Sería aceptada la oferta? Había trabajado para mantenerse en forma, para conservar la sinuosidad y lisura de la juventud. No podía soportar el pensar que fueran a rechazarla.
Lo que se ofrecía era bueno. Las arrugas en su cuello eran pocas y apenas se podían ver. Tenía el rostro sin defectos ni arrugas. No tenía bolsas, ojeras o papada. Se puso firme y admiró el contorno de sus pechos. Tenía una cintura delgada, y el estómago plano… la recompensa de interminables horas de ejercicio después de tener cada uno de los niños. El único problema, se dijo mientras observaba críticamente su cuerpo, eran sus caderas, pues no podía decirse de ninguna forma que fueran juveniles. Indicaban que había sido madre. Eran, como había dicho Brody en una ocasión, las caderas de una paridera. Este recuerdo le ocasionó un instante de remordimiento, pero la excitación se cuidó de ahogarlo en seguida. Sus piernas eran largas y, tras el cojín de grasa de la parte trasera, esbeltas. Sus tobillos eran delicados, y sus pies, con las uñas muy bien cuidadas, eran lo bastante perfectos como para alegrar a cualquier entendido.
Se vistió con la ropa del hospital. De la parte trasera del armario sacó un bolso de compra de plástico, en el que metió unas bragas, un sujetador, un traje de verano color lavanda, cuidadosamente doblado, un par de zapatillas, un desodorante en spray, una botella de sales de baño, un cepillo de dientes, y un tubo de pasta. Llevó la bolsa al garaje, la puso en el asiento trasero de su coche Volkswagen, salió al sendero, y fue hasta el Hospital de Southampton.
El aburrido viaje incrementó la fatiga que había estado sintiendo durante horas. No había dormido en toda la noche. Al principio se había echado en la cama, luego había permanecido sentada junto a la ventana, luchando contra las sensaciones de emoción y las recriminaciones de la conciencia, con el deseo y los remordimientos, las ansias y las dificultades. No sabía exactamente en qué momento había decidido llevar a cabo aquel plan tan peligroso y manifiestamente atrevido. Había estado pensando en ello, y al mismo tiempo tratando de no pensar en ello, desde el momento en que había conocido a Hooper. Había sopesado los riesgos y, de alguna manera, calculado que valía la pena correrlos, aunque no estaba totalmente segura de lo que podría sacar de aquella aventura. Sabía que deseaba un cambio, que casi aceptaría cualquier cambio. Deseaba asegurarse de que aún era deseable… no sólo para su esposo, pues eso ya no la emocionaba, sino para la gente que ella consideraba como sus verdaderos iguales, la gente de la que aún creía formar parte. Notaba que, si no le ponía remedio, la parte de ella misma a la que más cariño tenía, iba a morir. Quizá el pasado jamás pudiera ser revivido, pero acaso pudiera ser rememorado físicamente, tal como era posible hacerlo mentalmente. Deseaba una inyección, una transfusión de la esencia de su pasado, y creía que Matt Hooper era el único donante posible. El pensamiento de un amor jamás entró en su mente. Tampoco deseaba imaginarse una relación profunda o duradera. Sólo buscaba ser reconfortada, restaurada.
Se sintió agradecida de que el trabajo que le asignaron cuando llegó al hospital exigiese concentración y conversación, pues le impedía pensar. Ella y la otra voluntaria cambiaron la ropa de los pacientes más ancianos para los cuales la comunidad hospitalaria era un sustituto del hogar, y a veces su última morada. Tenía que recordar los nombres de sus hijos, que habitaban en lejanas ciudades, e imaginar nuevas excusas para explicar el motivo por el que no habían escrito. Tenía que hacer ver que recordaba los guiones de los programas de televisión y especular acerca de por qué tal o cual personaje habría dejado a su esposa por una mujer que, claramente, era una aventurera.
A las once cuarenta y cinco, Ellen le dijo al supervisor de voluntarios que no se sentía demasiado bien. Le explicó que su tiroides estaba portándose mal de nuevo, y que además tenía el período. Le parecía que lo mejor sería ir a acostarse un rato en la sala de personal. Y si una siestecita no la ayudaba, le explicó, probablemente se iría a casa. De hecho, si no estaba de vuelta en el trabajo hacia la una y media o así, el supervisor podía suponer que se había ido a casa. Era una explicación que esperaba fuese lo bastante vaga como para evitar que nadie la buscase demasiado.
Fue a la sala del personal, contó hasta veinte, y abrió la puerta un poco para ver si el pasillo estaba vacío. Lo estaba; la mayor parte del personal se hallaba ya en la cafetería del otro lado del edificio, o camino hacia ella. Salió al pasillo, cerró la puerta suavemente tras ella, y corrió para doblar una esquina tras la que había una puerta secundaria que daba al aparcamiento del personal.
Recorrió la mayor parte del camino hasta Sag Harbor, luego se detuvo en una gasolinera. Cuando hubo llenado el depósito y pagado el combustible, pidió que le dejasen utilizar el lavabo de señoras. El encargado le dio la llave, y llevó el coche al otro lado de la gasolinera, aparcándolo junto a la puerta del lavabo. Abrió la puerta, pero antes de entrar le devolvió la llave al encargado. Fue hasta su coche, tomó la bolsa de plástico del asiento trasero, entró en el reservado y corrió el cerrojo.
Se desnudó, y en pie sobre el frío suelo, descalza, mirando su imagen en el espejo que había sobre el lavabo, notó un escalofrío de emoción debido al riesgo. Se roció desodorante bajo los brazos y en los pies. Tomó las bragas limpias de la bolsa de plástico y se las puso. Colocó un poco de talco en el sujetador y se lo ajustó. Sacó el vestido de la bolsa, lo desplegó, comprobó que no tuviera arrugas, y se lo metió por la cabeza. Puso talco en cada uno de los zapatos, se limpió la planta de los pies con una toalla de papel, y se los colocó. Luego, se lavó los dientes y se peinó, metió sus ropas del hospital en la bolsa de plástico, y abrió la puerta. Miró hacia ambos lados, vio que no había nadie, y entonces salió del lavabo de señoras, tiró la bolsa al interior del coche y entró.
Mientras salía de la gasolinera se acurrucó en el asiento para que el encargado, si por casualidad la miraba, no viera que se había cambiado de ropa.
Eran las doce y cuarto cuando llegó al Banner, un pequeño restaurante especializado en filetes y pescado, que estaba junto al mar, en Sag Harbor. El aparcamiento estaba situado en la parte de atrás, lo cual le convenía mucho. En el caso, poco probable, de que alguien que la conociese pasase por Sag Harbor, prefería que su coche no estuviera a la vista.
Una de las razones por las que había escogido el Banner era porque tenía mucha reputación como el restaurante nocturno favorito de los propietarios de yates y veraneantes, lo cual quería decir que probablemente tuviera poca clientela a la hora de comer. Y era caro, lo que daba casi la total seguridad de que no habría en él residentes de todo el año, ni de que ningún comerciante local iría allí a comer. Comprobó su cartera. Llevaba casi cincuenta dólares, todo el dinero de emergencia que Brody y ella tenían en casa. Tomó nota mental de los billetes: uno de veinte, dos de diez, uno de cinco y tres de uno. Deseaba reemplazarlos exactamente en la lata de café que había en el armario de la cocina.
En el aparcamiento se veían otros dos coches, un Chevrolet Vega y un coche mayor, color marrón claro. Recordó que el coche de Hooper era verde y que tenía el nombre de algún animal. Salió de su vehículo y entró en el restaurante, colocando las manos sobre su cabeza para protegerse el cabello de la suave lluvia.
El restaurante era oscuro, pero dado que el día era sombrío, sólo tardó unos instantes en ajustar su vista. Únicamente había una sala, con una barra a la derecha y unas veinte mesas en el centro. La pared de la izquierda albergaba ocho compartimentos. Las paredes eran de madera oscura, decoradas con carteles de películas y corridas de toros.
Una pareja, que Ellen supuso tendrían entre veinte y treinta años, estaba tomando un trago en una mesa junto a la ventana. El encargado del bar, un joven con barbita en punta, se hallaba sentado junto a la caja registradora, leyendo el Daily News de Nueva York. Eran las únicas personas en el local. Ella miró su reloj. Casi las doce y media.
El encargado de la barra alzó la vista y dijo:
—Hola. ¿Puedo servirle en algo?
Ellen se adelantó hacia la barra.
—Sí… sí. En seguida. Pero primero, me gustaría… ¿me puede decir dónde está el lavabo de señoras?
—Al final de la barra, gire a la derecha. Es la primera puerta que hay a la izquierda.
—Gracias —Ellen caminó rápidamente a lo largo de la barra, dobló a la derecha y entró en el lavabo de señoras.
Se colocó frente al espejo y alzó su mano derecha. Temblaba, por lo que la cerró en un puño. Cálmate, se dijo a sí misma. Tendrás que calmarte o no servirá de nada. Se habrá perdido. Notó que estaba sudando, pero cuando metió la mano dentro de su traje y la palpó el sobaco, estaba seco. Se peinó el cabello y contempló los dientes. Recordó lo que le había dicho en cierta ocasión un chico con el que había salido: no hay nada que me repugne más que ver a una chica con restos de comida entre los dientes. Comprobó la hora en su reloj: las doce y treinta y cinco.
Regresó al restaurante y miró a su alrededor. Sólo la misma pareja, el encargado del bar, y una camarera junto a la barra, doblando servilletas.
La camarera vio a Ellen salir del lavabo, y le dijo:
—Hola. ¿Puedo servirla en algo?
—Sí, gracias. Me gustaría una mesa. Para comer.
—¿Para uno?
—No. Para dos.
—Perfecto —dijo la camarera. Dejó una servilleta, tomó un bloc y llevó a Ellen hasta una mesa situada en el centro de la sala—. ¿Le parece bien ésta?
—No. Quiero decir que sí, que está muy bien, pero me gustaría aquélla del compartimento de la esquina, si no le importa.
—No hay problema —le contestó la camarera—. Elija la mesa que prefiera. Realmente, no se puede decir que tengamos un lleno —llevó a Ellen hasta la mesa, y ésta se deslizó en el compartimiento, con la espalda hacia la puerta de entrada. Hooper la localizaría fácilmente, si es que venía—. ¿Quiere que le traiga algo de beber?
—Sí. Un gin tonic, por favor. —Cuando la camarera se alejó de la mesa. Ellen sonrió. Era la primera vez desde que se había casado que bebía algo durante el día.
La camarera le trajo el vaso, y Ellen se bebió la mitad de un trago, ansiosa por notar el calor relajante del alcohol. Constantemente miraba hacia la puerta y a su reloj. No va a venir, pensó. Eran casi las doce cuarenta y cinco. Se habrá amilanado. Debe de tener miedo de Martin. O tal vez tenga miedo de mí. ¿Qué haré si no viene? Supongo que comeré un poco y volveré a trabajar. ¡Tiene que venir! No me puede hacer esto.
—Hola.
La palabra sobresaltó a Ellen. Dio un respingo y exclamó:
—¡Oh!
Hooper se deslizó en el asiento situado frente a ella y comentó:
—No quería atemorizarla. Y lamento haber llegado larde. Tuve que detenerme por gasolina, y la gasolinera estaba llena. El tráfico era terrible. Y ya basta de excusas. Debería haber salido antes. Lo lamento. —La miró a los ojos y sonrió.
Ella bajó la vista a su vaso.
—No tiene por qué excusarse. Yo también llegué tarde.
La camarera se acercó a la mesa.
—¿Quiere que le traiga algo de beber? —preguntó a Hooper.
Él se fijó en el vaso que tenía Ellen y repuso:
—Oh, naturalmente. Claro que sí. Ya que usted lo está tomando, también yo quiero un gin tonic.
—Y a mí tráigame otro —indicó Ellen—. Éste ya casi me lo he acabado.
La camarera se marchó y Hooper comentó:
—Normalmente no bebo en las comidas.
—Ni yo tampoco.
—Tras unos tres vasos comienzo a decir estupideces. Jamás he podido soportar demasiado los licores.
Ellen asintió.
—Conozco esa sensación. Yo acostumbro a volverme muy…
—¿Impetuosa? Yo también.
—¿Realmente? No me lo puedo imaginar impetuoso. Pensé que los científicos jamás eran impetuosos.
Hooper sonrió y dijo con tono histriónico:
—Podría parecer, madame, que estamos casados con nuestros tubos de ensayo. Pero bajo nuestros gélidos exteriores palpitan los corazones de algunas de las personas más atrevidas y apasionadas del mundo entero.
Ellen se echó a reír. La camarera trajo los vasos y dejó dos menús en el borde de la mesa. Hablaron, en realidad charlaron, acerca de los viejos tiempos, acerca de la gente que había conocido y lo que esta gente estaba haciendo ahora, acerca de las ambiciones de Hooper en la ictiología. Nunca mencionaron al tiburón, a Brody, o a los niños de Ellen. Era una conversación fácil y sin rumbo que le iba muy bien a ella. Su segundo trago le soltó la lengua, y se sintió feliz y muy dueña de sí misma.
Deseaba que Hooper pidiese otra bebida, y sabía que no era muy probable que tomase la iniciativa para pedirla. Tomó uno de los menús, esperando que la camarera se fijase en ello, y dijo:
—Déjeme ver. ¿Qué hay de bueno?
Hooper tomó el otro menú y comenzó a leer y, al cabo de un minuto o dos, la camarera se acercó tranquilamente a la mesa.
—¿Ya saben lo que quieren?
—Aún no del todo —contestó Ellen—. Todo me parece bueno. ¿Usted ya lo sabe, Matthew?
—No del todo —admitió Hooper.
—¿Por qué no tomamos otro trago mientras decidimos?
—¿Los dos? —preguntó la camarera.
Hooper pareció pensárselo por un momento. Luego, asintió con la cabeza y exclamó:
—Por supuesto. Es una ocasión especial.
Se quedaron en silencio, leyendo los menús. Ellen trató de averiguar cómo se sentía. Tres bebidas serían una carga bastante pesada para ella, y deseaba estar segura de que no se le nublaría la cabeza, o se le trabaría la lengua. ¿Cómo era aquello que se decía acerca de que el alcohol incrementaba el deseo, pero disminuía la capacidad de actuación? Pero eso es con respecto a los hombres. Me alegra no tener que preocuparme por eso. Pero ¿y qué hay de él? Suponte que no… ¿Hay algo que yo pueda hacer al respecto? Pero, todo esto son tonterías. No va a pasar con sólo dos bebidas. Tendría que tomarse cinco, o seis o siete vasos. Tendría que ser un incapaz. Pero, la cosa se complica si está asustado. ¿Parece asustado? Atisbó por encima de su menú, estudiando a Hooper. No parecía nervioso. En todo caso, parecía algo perplejo.
—¿Qué sucede? —le preguntó.
Él alzó la vista.
—¿A qué se refiere?
—Tenía los ojos muy abiertos. Parecía confuso.
—Oh, no es nada. Estaba mirando las vieiras, o lo que ellos llaman vieiras. Todas las posibilidades son de que sea lenguado, arreglado para que parezca marisco.
La camarera les trajo los vasos y dijo:
—¿Dispuestos?
—Sí —contestó Ellen—. Yo tomaré un cóctel de gambas y pollo.
—¿Qué clase de aderezo quiere en la ensalada? Tenemos salsa francesa, Roquefort, Mil Islas, y aceite y vinagre.
—Roquefort, por favor.
Hooper le preguntó:
—¿Esto que está aquí son realmente vieiras de la bahía?
—Me imagino que sí —contestó la camarera—, si eso es lo que dice.
—De acuerdo. Tomaré las vieiras, y salsa francesa en la ensalada.
—¿Algo para empezar?
—No —negó Hooper, alzando su vaso—. Ya está bien.
En unos pocos minutos, la camarera trajo el cóctel de gambas de Ellen. Cuando se hubo ido, ésta comentó:
—¿Sabe lo que me encantaría? Algo de vino.
—Esa es una idea muy interesante —comentó Hooper, mirándola—. Pero recuerde lo que le he dicho antes acerca de mi impetuosidad. Podría convertirme en irresponsable.
—Eso no me preocupa —mientras hablaba, Ellen notó cómo el rubor cubría sus mejillas.
—De acuerdo, pero primero déjeme comprobar el tesoro —buscó en su bolsillo trasero la cartera.
—Oh, no. Invito yo.
—No sea tonta.
—No, hablo en serio. Fui yo quien le invité a comer —comenzó a entrarle pánico. Jamás se le había ocurrido que pudiese insistir en pagar. No quería preocuparlo obligándole a pagar una cuenta grande. Por otra parte, no quería parecer condescendiente, ofendiendo su virilidad.
—Ya lo sé —aceptó él—. Pero me gustaría ser yo quien invitase.
¿Era aquello una pura fachada? No podía saberlo. Si no lo era, no deseaba rehusar, pero si sólo estaba mostrándose cortés…
—Es usted un encanto —le dijo—. Pero…
—Hablo en serio. Por favor.
Bajó la vista y jugueteó con la gamba que quedaba en el plato.
—Bueno…
—Sé que está usted pensando en mi economía —le dijo Hooper—. Pero no lo haga. ¿No le habló nunca David acerca de nuestro abuelo?
—No, que recuerde. ¿Qué pasa con él?
—Al viejo Matt le conocían, y no demasiado afectuosamente, como el Bandido. Si estuviera vivo hoy en día, probablemente yo estaría a la cabeza de un mitin pidiendo su cuero cabelludo. Pero no lo está, así que la única preocupación que tuve fue si quedarme con el montón de dinero que me dejó, o regalárselo a alguien. No fue un dilema moral demasiado difícil. Creo que puedo gastarlo tan bien como cualquiera a quien se lo hubiese regalado.
—¿Tiene David también mucho dinero?
—Sí. Esa es una de las cosas acerca de él que siempre me ha asombrado. Tiene lo bastante como para mantenerse él y a un cierto número de esposas durante toda una vida. Así que, ¿por qué buscó a ese desastre como segunda esposa? Quizá sea porque aún tiene más dinero que él. No sé. Quizá el dinero no se siente a gusto hasta que no está casado con más dinero.
—¿Qué es lo que hizo su abuelo?
—Ferrocarriles y minería. Es decir, teóricamente, en la práctica, era un verdadero ladrón. En un momento dado poseía la mayor parte de Denver. Era el propietario de todo el distrito de las prostitutas.
—Eso debía de ser muy rentable.
—No tanto como se imagina —dijo Hooper con una carcajada—. Según he oído, la mayor parte de las veces cobraba en especies.
Quizá fuera ahora el momento, pensó Ellen. ¿Qué es lo que debía contestar?
—Se supone que ésa es una fantasía que se les ocurre a todas las colegialas —aventuró jovialmente.
—¿El qué?
—El ser una… ya sabe, una prostituta. El dormir con un montón de hombres distintos.
—¿También la tuvo usted?
Ellen se echó a reír, esperando ocultar de este modo su turbación.
—No recuerdo si era así —contestó—. Pero me imagino que todos tenemos fantasías de un tipo y otro.
Hooper sonrió y se inclinó hacia atrás en su asiento. Llamó a la camarera y le ordenó:
—¿Querría traernos una botella de Chablis frío, por favor?
Algo ha pasado, pensó Ellen. Se preguntó si él podía notar ¿u oler? como un animal, la invitación que ella había hecho. Fuese como fuese, él ya había tomado la ofensiva. Lo único que tenía que hacer era evitar descorazonarle.
Llegó la comida, seguida más tarde por el vino. Las vieiras de Hooper tenían el tamaño de malvaviscos.
—Artificio —dijo cuando la camarera se hubo ido—. Debía habérmelo imaginado.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Ellen. Inmediatamente, deseó no haber dicho esto. No quería que la conversación fuera hacia otro lado.
—Por una parte, son demasiado grandes. Y demasiado perfectas. Obviamente, las han moldeado.
—Supongo que las podría devolver —esperaba que no lo hiciese, una pelea con la camarera podía estropear su estado de ánimo.
—Es cierto —dijo Hooper, sonriendo a Ellen—. Lo haría en otras circunstancias —le sirvió a Ellen un vaso de vino, luego llenó el suyo y lo alzó para un brindis—: Por las fantasías —dijo—. Cuénteme las suyas.
Sus ojos eran brillantes, de un azul líquido, y sus labios estaban entreabiertos en una media sonrisa.
Ellen rió entre dientes.
—Oh, las mías no son muy interesantes. Imagino que son fantasías del montón.
—No existe tal cosa —negó Hooper—. Cuénteme.
Estaba pidiendo, no ordenando, pero Ellen notó que el juego que ella había iniciado exigía que respondiese.
—Oh, ya sabe —le contestó. Notaba el estómago caliente, y tenía enrojecida la nuca—. Las cosas normales. Supongo que una de ellas es la violación.
—¿Cómo sucede?
Trató de pensar, y recordó las veces en que, a solas, dejaba correr su mente y conjurar las imágenes carnales. Habitualmente era cuando estaba en la cama, y a veces con su esposo dormido junto a ella. A veces sentía deseos de acariciarse.
—De diferentes formas —contestó.
—Dígame una.
—A veces estoy por la mañana en la cocina, cuando todo el mundo se ha ido, y un trabajador de una de las casas vecinas llega por la puerta trasera. Quiere usar el teléfono, o me pide un vaso de agua. —Se detuvo.
—¿Y entonces?
—Le abro la puerta, y me amenaza con matarme si no lago lo que él quiere.
—¿Le hace daño?
—Oh, no. Quiero decir que no me clava un cuchillo ni nada de eso.
—¿Le golpea?
—No. Sólo… me viola.
—¿Y es divertido?
—Al principio no. Es aterrador. Pero luego, al cabo de un tiempo, cuando ya ha…
—Cuando ya la tiene a usted… dispuesta.
Los ojos de Ellen se movieron hacia los de él, buscando si había dicho aquello con humor, ironía o crueldad. No vio nada de eso. Hooper se pasó la lengua por los labios y se inclinó hacia delante hasta que su rostro estuvo sólo a un palmo del de ella.
Ellen pensó: la puerta está abierta ahora. Lo único que tienes que hacer es atravesarla. Y dijo:
—Sí.
—Entonces es divertido.
—Sí —se agitó en el asiento, pues el recuerdo se estaba convirtiendo en algo físico.
—¿Siente a veces placer?
—A veces —le contestó ella—. No siempre.
—¿Qué tamaño tiene?
—¿Se refiere a si es muy alto? No…
Hasta entonces habían estado hablando en voz muy baja, y en ese momento Hooper la bajó aún más hasta que no fue más que un susurro:
—¿Es negro?
—No. He oído que algunas mujeres tienen fantasías acerca de que las violan hombres negros, pero yo jamás las he tenido.
—Cuénteme otra.
—Oh, no —dijo, riéndose—. Ahora le toca a usted.
Oyeron pasos y se volvieron, viendo que la camarera se acercaba a su mesa.
—¿Todo va bien? —preguntó.
—Sí —dijo con sequedad Hooper—. Todo va bien.
La camarera se marchó.
—¿Cree que nos habrá oído? —susurró Ellen.
Hooper se inclinó hacia delante.
—Ni hablar. Ahora, cuénteme otra.
Va a suceder, pensó Ellen y, repentinamente, se sintió nerviosa. Deseaba explicarle por qué se estaba comportando así, decirle que no hacía esto continuamente. Probablemente piense que soy una puta. No sigas así, no te irrites, o lo arruinarás todo.
—No —dijo con una sonrisa—. Es su turno.
—Las mías son habitualmente sobre orgías —dijo él—, o al menos tríos.
—¿Tríos?
—Tres personas. Yo y dos chicas.
—Divertido. ¿Y qué es lo que hace?
—Depende. Todo lo imaginable.
Ellen rió nerviosa. Miró su pollo a medio comer, y se echó a reír.
—¿Qué es lo que la divierte? —preguntó él.
—Me estaba imaginando —dijo ella, y crecieron sus risas—, me estaba preguntando si… Oh, Dios, me está dando un dolor en el costado… Si los pollos tienen…
—¡Naturalmente! —exclamó Hooper.
Se echaron a reír juntos, y cuando pasó la risa, Ellen dijo impulsivamente.
—Inventémonos una fantasía.
—De acuerdo. ¿Cómo quieres empezarla? —le contestó Hooper, pasando, no menos impulsivamente, a tratarla de tú.
—¿Qué te parecería si tú y yo fuéramos a…? Ya sabes.
—Esa es una cuestión muy interesante —dijo él, con falsa gravedad—. Pero, no obstante, antes de considerar el cómo, tenemos que considerar el dónde. Supongo que siempre podemos contar con mi habitación.
—Demasiado peligroso. Todo el mundo me conoce en el Abelard. Cualquier parte en Amity sería muy peligrosa.
—¿Y qué hay de tu casa?
—Dios, no. Supón que llegase uno de mis hijos. Además…
—Ya sé. De acuerdo, ¿qué más sitios quedan?
—Debe de haber moteles entre aquí y Montauk. O, aún mejor, entre aquí y Orient Point.
—Me parece bien. Y, si no los hay, siempre tenemos el coche.
—¿En pleno día? Desde luego tienes unas fantasías muy alocadas.
—En las fantasías, todo es posible.
—De acuerdo. Eso ya está solucionado. Entonces, ¿qué es lo que tú harías?
—Creo que deberías proceder cronológicamente. Antes que nada nos iríamos en un solo coche. Probablemente el mío, porque es el menos conocido. Y regresaríamos aquí más tarde, a recoger el tuyo.
—De acuerdo.
—Y antes de salir irías al lavabo a disponerte.
—Ya veo —dijo ella, tratando de parecer que no le daba importancia. Se sentía excitada, ruborizada, y notaba que la mente estaba flotando en algún lugar fuera de su cuerpo. Era una tercera persona escuchando la conversación. Tuvo que luchar para evitar agitarse sobre el banco forrado con imitación de piel. Quería moverse de un lado para otro, frotarse los muslos. Pero tenía miedo de dejar una mancha en el asiento.
—Entonces —dijo Hooper—, mientras estuviésemos por la carretera, tú podrías estar sentada muy junto, muy junto a mí… yo te abrazaría con el brazo disponible. Pero con prudencia de manera de evitar un terrible accidente en el que quedásemos los dos muertos.
Ellen comenzó a reír nerviosamente de nuevo, imaginándose la visión de Hooper yaciendo al lado de la carretera, y ella junto a él, con la ropa desordenada, a la vista de todo el mundo.
—Trataríamos de encontrar un motel —continuó Hooper—, en el que las habitaciones estuviesen o bien en casitas o separadas o, al menos, no apelotonadas unas contra otras, con sólo una pared de separación.
—¿Por qué?
—Por los ruidos. Las paredes están hechas habitualmente de papel y saliva, y no nos gustaría estar inhibidos por la idea de que un vendedor de zapatos estuviese en la habitación de al lado apretando la oreja contra la pared.
—Suponte que no podamos encontrar un motel así.
—Seguro que podríamos —le contestó Hooper—. Como ya te he dicho, en las fantasías todo es posible.
¿Por qué está insistiendo siempre en eso?, pensó Ellen. ¿No estará jugando realmente, concibiendo una fantasía que no tiene intención alguna de llevar a cabo? Su mente rebuscó una pregunta para mantener la conversación con vida.
—¿Bajo qué nombre nos registrarías?
—Ah, sí, me había olvidado de eso. No me imagino que en estos tiempos nadie se vaya a preocupar mucho de una cosa así, pero tienes razón: deberíamos tener un nombre, por si nos encontráramos con un administrador de la vieja escuela. ¿Qué te parece señor Al Kinsey y señora? Podríamos decir que estábamos realizando un prolongado viaje de estudios.
—Y que le enviaríamos una copia autografiada de nuestro informe.
—¡Que se lo dedicaríamos a él!
Ambos se echaron a reír, y Ellen preguntó:
—¿Y qué haríamos cuando ya estuviésemos registrados?
—Bueno, iríamos a la habitación que nos hubieran dado, y exploraríamos los alrededores para ver si parecía haber alguien en las habitaciones cercanas… a menos que tuviéramos una casita para nosotros solos. Luego, entraríamos.
—¿Y entonces?
—Entonces es cuando se amplían nuestras posibilidades. Probablemente, yo estaría tan ansioso que obraría precipitadamente.
—¿Qué quieres decir?
—La primera vez sería una cosa incontrolable: bum-barrabum-muchas-gracias-señora. Después de eso, tendría más control.
—¿Cómo harías eso?
—Con delicadeza y finura.
La camarera se estaba acercando a la mesa, así que se echaron hacia atrás y dejaron de hablar.
—¿Quieren algo más?
—No —le respondió Hooper—. Sólo la cuenta.
Ellen supuso que la camarera regresaría a la barra para hacer la suma, pero se quedó junto a la mesa, anotando y contando. Ellen se deslizó hasta el borde del asiento y dijo, mientras se ponía en pie:
—Excúsame. Quiero empolvarme la nariz antes de que nos vayamos.
—Ya sé —dijo Hooper, sonriendo.
—¿Ya sabe? —dijo la camarera, mientras Ellen pasaba junto a ella—. Chico, eso es lo que hace el matrimonio. Espero que jamás nadie me conozca tan bien.
Ellen llegó a casa un poco antes de las cuatro y media. Subió, se metió en el baño y comenzó a llenar la bañera de agua Se quitó toda la ropa y la metió en la cesta de la ropa sucia, mezclándola con lo que ya había dentro. Se miró en el espejo y examinó su rostro y cuello. No había señales.
Tras el baño, se empolvó, se lavó los dientes e hizo gárgaras con un licor dentífrico. Entró en el dormitorio, se puso una bata de dormir, abrió la cama y se metió en ella. Cerró los ojos, esperando que el sueño se abalanzase sobre ella.
Pero el sueño no podía sobreponerse a un recuerdo que no abandonaba su mente. Era una visión de Hooper, con los ojos grandes y muy fijos en la pared, pero sin verla, mientras se aproximaba al clímax. Los ojos parecían ir desorbitándose hasta que temió que llegasen a saltar de las órbitas. Los dientes de Hooper estaban apretados, y los hacía chirriar, como hacen algunas personas cuando duermen. De su garganta surgía un gemido gorgoteante, cuyo tono se alzaba más y más. Incluso tras su obvio y violento éxtasis, el comportamiento de Hooper no había cambiado. Seguía teniendo los dientes apretados, los ojos clavados en la pared, y continuaba sin relajarse. Ellen se asustó… No sabía muy bien de qué, pero la ferocidad e intensidad de su asalto le parecía una búsqueda de algo en la que ella era sólo un instrumento. Al cabo de un rato, le había dado unas palmadas en la espalda y dicho suavemente: «Hey, que yo también estoy aquí», y en un momento se le cerraron los ojos y su cabeza cayó sobre el hombro de ella. Luego, más adelante, Hooper había sido más suave, más controlado, menos ido. Pero la furia del primer encuentro aún seguía permaneciendo en la mente de Ellen.
Al fin, su mente se abandonó a la fatiga, y cayó dormida.
Casi en el mismo instante, o así le pareció, la despertó una voz que decía:
—Hey, oye, ¿estás bien? —abrió los ojos y vio a Brody sentado a los pies de la cama.
Bostezó.
—¿Qué hora es?
—Casi las seis.
—Oh, oh. Tengo que ir a recoger a Sean, Phyllis Santos debe de estar a punto de tener un ataque.
—Fui yo —le dijo Brody—. Me figuré que sería lo mejor, cuando no pude lograr hablar contigo.
—¿Trataste de hablar conmigo?
—Un par de veces. Probé en el hospital hacia las dos. Me dijeron que creían que vendrías aquí.
—Es cierto. Lo hice. Me sentía muy mal. Mis pildoras para la tiroides no están haciendo lo que debieran. Así que me vine a casa.
—Luego traté de hablar contigo aquí.
—Vaya, debió de ser importante.
—No, no era nada importante. Si quieres saberlo, te llamaba para excusarme por lo que hice anoche, fuera lo que fuese, que te molestó tanto.
Una punzada de vergüenza golpeó a Ellen, pero pasó, y contestó:
—Eres un encanto, pero no te preocupes. Ya me había olvidado de eso.
—Oh —dijo Brody. Esperó un momento para ver si iba a decir algo más, y cuando estuvo claro que no iba a hacerlo, le preguntó—: ¿Y dónde estabas?
—¡Ya te lo he dicho, aquí! —Las palabras surgieron más duras de lo que había deseado—. Vine a casa y me metí en la cama, y aquí es donde me has encontrado.
—¿Y no oíste el teléfono? Si está aquí mismo —Brody señaló a la mesita de noche situada al otro lado de la cama.
—No, es que… —iba a decir que había desconectado el telélono, cuando recordó que aquel teléfono no se podía desconectar—. Me tomé una píldora. El gemir de los coros infernales no me hubiera hecho despertar después de tomarme una de esas píldoras.
Brody agitó la cabeza.
—Te aseguro que uno de estos días voy a tirar esas malditas píldoras al retrete. Te estás convirtiendo en una adicta. —Se puso en pie y entró en el lavabo.
Ellen le oyó levantar la tapa del inodoro y comenzó a orinar… un chorro poderoso, continuo y sonoro que duraba, duraba y duraba. Sonrió. Hasta entonces, había imaginado que Brody era alguna especie de bicho raro, urinariamente hablando: podía pasarse casi un día entero sin orinar. Luego, cuando lo hacía, parecía que no iba a acabar nunca. Hacía mucho tiempo, había llegado a la la conclusión de que debía de tener una vejiga del tamaño de una sandía. Ahora, sabía que una gran capacidad de vejiga era, simplemente, una característica masculina. Ahora, se dijo a sí misma, soy una mujer de mundo.
—¿Sabes algo de Hooper? —preguntó Brody por encima del ruido.
Ellen pensó un momento qué respuesta dar, y luego contestó:
—Llamó esta mañana, sólo para darnos las gracias. ¿Por qué?
—También traté de hablar con él hoy. Hacia mediodía, y un par de veces durante la tarde. En el hotel me dijeron que no sabían dónde estaba. ¿A qué hora llamó aquí?
—Justo después de que te fueras al trabajo.
—¿Te dijo lo que iba a hacer?
—Dijo… dijo que trataría de trabajar en la lancha, me parece. Realmente, no lo recuerdo.
—Oh, es extraño.
—¿El qué?
—Me detuve en el muelle, camino de casa. El encargado me dijo que no había visto a Hooper en todo el día.
—Quizá cambiase de idea.
—Probablemente estuviera fornicando con Daisy Wicker en alguna habitación del hotel.
Ellen escuchó cómo dejaba correr el agua.