Seis
CAMINO de casa el viernes al mediodía, tras una mañana de trabajo voluntario en el Hospital de Southampton, Ellen se detuvo en Correos para comprar sellos y recoger la correspondencia. En Amity, el correo no se llevaba a casa. En teoría, sólo las cartas urgentes eran llevadas hasta la casa de uno… siempre que la casa estuviera en un radio de un par de kilómetros de la oficina de Correos. De hecho, incluso las cartas urgentes (excepto aquellas que venían claramente marcadas como envíos del Gobierno Federal) eran guardadas en la oficina hasta que alguien pasaba a recogerlas.
La oficina de Correos era un pequeño edificio cuadrado en la calle Teal, travesía de la Mayor. Tenía quinientos casilleros-apartados, trescientos cuarenta de los cuales estaban alquilados a los residentes permanentes de Amity. Los otros ciento sesenta eran distribuidos entre los veraneantes, según las preferencias de la encargada, Minnie Eldridge. Dejaba que la gente que le caía bien alquilase apartados durante el verano. Aquéllos que no le gustaban tenían que hacer cola frente al mostrador. Dado que rehusaba alquilar un apartado a cualquier veraneante para todo el año, los visitantes del estío nunca sabían de un año para otro si iban a tener o no un apartado cuando llegasen en junio.
Generalmente, se suponía que Minnie Eldridge tenía algo más de setenta años, y que de alguna manera había convencido a las autoridades de Washington de que aún le faltaba mucho para la edad obligatoria de jubilación. Era pequeña y de aspecto frágil, pero en cambio era muy fuerte, siendo capaz de manejar los paquetes y cajas casi tan rápidamente como los dos jóvenes que trabajaban con ella en la oficina. Nunca hablaba de su pasado o de su vida privada. Lo único que se sabía de ella era que había nacido en la Isla de Nantucket y salido de allí poco después de la Primera Guerra Mundial. Llevaba en Amity tanto tiempo como cualquiera podía recordar, y se consideraba no sólo como nativa, sino además como la mayor experta en la historia del pueblo. No necesitaba que se la animase mucho para embarcarse en un discurso acerca de quién había dado nombre al pueblo, una mujer que vivió en el siglo diecisiete, llamada Amity Hopewell, que había sido convicta de brujería, y le encantaba recitar la lista de los principales acontecimientos sucedidos en el pasado de la ciudad: el desembarco de algunas tropas británicas durante la Guerra de la Independencia, en un fracasada intento de flanquear una fuerza de colonos (los británicos habían perdido el camino y marchado sin rumbo de un lado a otro de Long Island); el fuego de 1823 que destruyó todos los edificios del pueblo, excepto la única iglesia del mismo; el hundimiento de un barco contrabandista de ron en 1921 (más tarde, el barco sería reflotado, pero toda su carga, que había sido llevada a tierra para hacerlo más ligero, se desvaneció); el huracán de 1938, y el muy comentado (aunque nunca completamente demostrado) desembarco de tres espías alemanes en la playa frente a la calle Scotch, en 1942.
Ellen y Minnie se ponían mutuamente nerviosas. Ellen notaba que no le caía bien a Minnie, y tenía razón. Minnie se sentía intranquila con Ellen porque no podía catalogarla, no era ni una persona de verano, ni de invierno. No se había ganado un apartado para todo el año, se había casado con él.
Minnie estaba sola en la oficina de Correos, distribuyendo cartas, cuando llegó Ellen.
—Buenos días, Minnie —dijo Ellen.
Minnie miró el reloj situado sobre el mostrador, y rectificó:
—Buenas tardes.
—¿Me puede dar sellos de ocho centavos, por favor? —Ellen colocó un billete de cinco dólares y tres de uno sobre el mostrador.
Minnie puso unas cuantas cartas más en los apartados, dejó el montón, y caminó hasta el mostrador. Le entregó a Ellen los sellos y dejó caer los billetes en un cajón.
—¿Qué piensa hacer Martin con ese tiburón? —preguntó.
—No sé. Supongo que tratarán de atraparlo.
—¿Se puede atrapar un leviatán con un anzuelo?
—¿Cómo dice?
—El libro de Job —dijo Minnie—. Ningún hombre mortal va a atrapar ese pez.
—¿Por qué dice eso?
—Porque no estamos destinados a atraparlo, ése es el porqué. Estamos siendo preparados.
—¿Para qué?
—Lo sabremos cuando llegue el momento.
—Ya veo —Ellen metió los sellos en el bolso—. Bueno, quizá tenga usted razón. Muchas gracias, Minnie.
Se volvió y caminó hacia la puerta.
—No quedará lugar a dudas —dijo Minnie, mirando a la espalda de Ellen.
Ellen fue hasta la calle Mayor y giró a la derecha, pasando junto a una boutique y la tienda de un anticuario. Se detuvo en la ferretería de Amity y entró. No hubo una respuesta inmediata al tintineo de la campana que hizo sonar la puerta al abrirla. Así que esperó unos instantes, y luego llamó:
—¿Albert?
Pasó a la parte trasera de la tienda, llegando a una puerta abierta que daba al sótano. Oyó a dos hombres hablando abajo.
—Voy en seguida —dijo la voz de Albert Morris—. Aquí hay una caja entera de eso —le dijo Morris al otro hombre—. Mire en el interior, y vea si encuentra lo que busca.
Morris llegó al pie de la escalera y comenzó a subirla, lenta y deliberadamente, tomando los escalones uno a uno, y agarrándose a la barandilla. Tenía poco más de sesenta años, y dos años antes había sufrido un ataque al corazón.
—Estaquillas —dijo cuando llegó a la parte alta de las escaleras.
—¿Qué? —preguntó Ellen.
—Estaquillas. Un tipo quiere estaquillas para una lancha. Por el tamaño que busca, debe de ser el capitán de un acorazado. Bueno, ¿qué puedo hacer por usted?
—El gollete de mi fregadero se rompió. Ya sabe, ése que se usa para rociar. Quiero uno nuevo.
—No hay problema. Están por aquí —Morris llevó a Ellen hasta un armario en el centro de la tienda—. ¿Es esto lo que busca?
Sacó un gollete de goma.
—Perfecto.
—Ochenta centavos. ¿Lo paga o se lo pongo en cuenta?
—Se lo pago. No quiero que tenga que hacer una nota por sólo ochenta centavos.
—Las he hecho para cantidades mucho más pequeñas —indicó Morris—. Le podría contar historias que le harían zumbar los oídos.
Atravesaron la estrecha tienda hasta la caja registradora, y mientras marcaba la venta, Morris dijo:
—Mucha gente está alterada por eso del tiburón.
—Ya lo sé. Y no es que no tengan razón para estarlo.
—Piensan que deberían abrirse de nuevo las playas.
—Bueno, yo…
—Si quiere saber mi opinión, creo que están como, y perdone la expresión, gallinas. Pienso que Martin está haciendo lo que debe.
—Me alegra que diga eso, Albert.
—Quizá este tipo nuevo nos pueda ayudar.
—¿De quién habla?
—Del experto en peces que ha venido de Massachusetts.
—Oh, sí. He oído que estaba en el pueblo.
—Está aquí mismo.
Ellen miró a su alrededor y no vio a nadie.
—¿Qué quiere decir?
—Abajo, en el sótano. Es el que busca las estaquillas.
Justo entonces, Ellen oyó pisadas en los escalones. Se volvió y vio a Hooper atravesando la puerta, y repentinamente notó un ataque de nerviosismo juvenil, como si estuviese viendo a un antiguo novio, después de muchos años. El hombre era un desconocido, y sin embargo había algo familiar en él.
—Las he encontrado —dijo Hooper, enseñando dos grandes estaquillas de acero inoxidable. Caminó hasta el mostrador, sonrió educadamente a Ellen, y le dijo a Morris—: Éstas me irán muy bien.
Dejó las estaquillas sobre el mostrador y le entregó a Morris un billete de veinte dólares.
Ellen miró a Hooper tratando de definir su vago recuerdo. Esperaba que Albert Morris los presentase, pero no parecía tener la más mínima intención de hacerlo.
—Excúseme —le dijo a Hooper—, pero quisiera preguntarle algo.
Hooper la miró, y sonrió de nuevo con una sonrisa agradable y amistosa que suavizaba lo angular de sus facciones y hacía que brillasen sus ojos azul claro.
—¿Por casualidad tiene usted alguna relación con David Hooper?
—Es mi hermano mayor. ¿Conoce usted a David?
—Sí —contestó Ellen—. Mejor dicho, lo conocí. Salía con él hace mucho tiempo. Soy Ellen Brody. Antes me llamaba Ellen Shepherd. Antes de casarme.
—Oh, sí, me acuerdo de usted.
—No es posible.
—Ya lo creo. No bromeo. Se lo probaré. Veamos… Usted llevaba entonces el cabello más corto, algo así como un corte a lo paje. Siempre usaba un brazalete con colgantes. Me acuerdo de esto porque tenía un gran colgante que se parecía a la torre Eiffel. Y siempre estaba cantando aquella canción… ¿Cómo se llamaba?… Shiboom, o algo así. ¿Correcto?
Ellen se echó a reír.
—Santo cielo, tiene usted una buena memoria. Me había olvidado de esa canción.
—De niño uno se siente impresionado por cosas muy extrañas. Estuvo usted saliendo con David durante… ¿dos años?
—Dos veranos —rectificó Ellen—. Fueron muy divertidos. No había pensado mucho en ellos en estos últimos años.
—¿Se acuerda de mí?
—Vagamente. No estoy muy segura. Recuerdo que David tenía un hermano más pequeño. Debía usted tener por aquel entonces nueve o diez años.
—Más o menos; David tiene diez años más que yo. Otra cosa que recuerdo es que todo el mundo me llamaba Matt. Yo creía que eso me hacía parecer mayor, pero usted me llamaba Matthew. Decía que sonaba más digno. Probablemente, estaba enamorado de usted.
—¿Sí? —Ellen enrojeció, y Albert Morris se echó a reír.
—Siempre me enamoré de todas las chicas con las que salió David —le explicó Hooper.
—Oh.
Morris le devolvió el cambio a Hooper, y éste le dijo a Ellen:
—Voy hasta el muelle. ¿Puedo dejarla en algún sitio?
—Gracias. Tengo coche —se despidió de Morris y, con Hooper tras ella, salió de la tienda—. Así que ahora es usted un científico —comentó cuando estuvieron fuera.
—Fue una cosa bastante accidental. Comencé a estudiar literatura inglesa. Pero luego ingresé a un curso de biología marina para cumplir con el requisito de ciencia y… ¡pum!, quedé atrapado.
—¿Por qué? ¿El océano?
—No, bueno, sí y no. Siempre estuve loco por el océano. Cuando tenía doce o trece años, mi forma de pasármelo bien era llevarme un saco de dormir a la playa y pasar la noche echado en la arena escuchando las olas, preguntándome de dónde habrían venido y con qué cosas fantásticas se habrían encontrado por el camino. Lo que me cautivó en el colegio fueron los peces o, para ser más específico, los tiburones.
Ellen se echó a reír.
—¡Vaya una cosa tan horrible de la que enamorarse! Es como estar apasionado por las ratas.
—Eso es lo que piensa la mayor parte de la gente —reconoció Hooper—. Pero están equivocados. Los tiburones tienen todo aquello con que pueda soñar un científico. Son hermosos. ¡Dios, qué hermosos que son! Son como una máquina imposiblemente perfecta. Tan gráciles como cualquier pájaro, y tan misteriosos como el que más entre los animales de la Tierra. Nadie sabe con seguridad cuánto tiempo viven o a qué impulsos, descartando el del hombre, responden. Hay más de doscientas cincuenta especies de tiburón, y cada una es diferente de las demás. Los científicos se pasan la vida tratando de hallar respuestas sobre los tiburones, y tan pronto como llegan a una bonita y adecuada generalización, algo la manda a paseo. La gente ha tratado de hallar un repelente eficaz contra los tiburones durante más de dos mil años. Jamás han hallado uno que funcione de verdad. —Se detuvo, miró a Ellen, y sonrió—. Lo lamento. No quise darle una conferencia. Como puede ver, soy un verdadero adicto.
—Y como usted puede ver —dijo Ellen—, yo era muy ignorante de todo lo que me estaba hablando. Imagino que fue a Yale.
—Naturalmente. ¿Dónde si no? Durante cuatro generaciones, el único varón de nuestra familia que no fue a Yale fue un tío mío que fue expulsado de Andover y acabó en la Miami de Ohio. Después de Yale, fui a graduarme a la Universidad de Florida. Tras esto, pasé un par de años persiguiendo tiburones por el mundo.
—Eso suena interesante.
—Para mí fue el paraíso. Era como entregarle a un alcohólico las llaves de una destilería. Marqué tiburones en el Mar Rojo y me zambullí con ellos junto a Australia. Cuanto más aprendía de ellos, más me daba cuenta de que no sabía nada.
—¿Se zambulló con ellos?
Hooper asintió.
—La mayor parte de las veces dentro de una jaula, pero a veces no. Ya sé lo que debe de estar pensando. Mucha gente cree que estoy jugando con la muerte… especialmente mi madre. Pero, si uno sabe lo que hace, puede lograr que el peligro sea casi nulo.
—Debe de ser usted el más grande experto en tiburones del mundo.
—Ni hablar —negó Hooper con una risa—. Pero lo intento. La expedición que me perdí, a pesar de que hubiera dado cualquier cosa por estar en ella, fue la de Peter Gimbel. Hicieron una película. Sueño con ese viaje. Estuvieron en el agua con dos gigantes blancos, el mismo tipo de tiburón que hay aquí ahora.
—Me alegra que no pudiera ir en ese viaje —exclamó Ellen—. Probablemente habría tratado de averiguar qué se veía desde el interior de uno de esos tiburones. Pero, hábleme de David. ¿Cómo está?
—Tal como van las cosas, se puede decir que bien. Es agente de Bolsa en San Francisco.
—¿Qué quiere usted decir con eso de «tal como van las cosas»?
—Bueno, ya va por su segunda esposa. Quizá conociera usted la primera, fue Patty Fremont.
—Naturalmente. Jugué tenis con ella. Se podría decir que heredó a David de mí. Y eso diciéndolo de manera elegante.
—Pues eso duró tres años, hasta que atrapó a alguien con un buen negocio familiar y una casa en Antibes. Por lo que David buscó y encontró para él una chica cuyo padre es el mayor accionista de una compañía petrolífera. Es bastante buena persona, pero tiene tanta inteligencia como una alcachofa. Si David tuviera un poco de sentido, hubiera pensado mejor las cosas y se habría quedado con usted.
Ellen se ruborizó y dijo en voz baja:
—Es muy amable por su parte decir eso.
—Lo digo en serio. Es lo que yo hubiera hecho, de haber sido él.
—¿Y qué es lo que hizo usted? ¿Qué chica afortunada lo consiguió al fin?
—Hasta el momento, ninguna. Supongo que las chicas que me rodean no saben lo afortunadas que serían —Hooper se echó a reír—. Hábleme de usted. No, no lo haga. Deje que lo imagine: tres niños. ¿Acierto?
—Sí. No me daba cuenta de que se me notara tanto.
—No, no. No me refiero a eso. No se le nota en lo más mínimo. En absoluto. Su esposo es… un abogado. Tiene un apartamento en la ciudad y una casa en la playa de Amity. No podría ser más feliz. Y eso es exactamente lo que le deseo.
Ellen agitó la cabeza, sonriendo.
—No ha acertado. No me refiero a la parte de la felicidad, sino al resto. Mi esposo es el jefe de policía de Amity.
Hooper dejó que la sorpresa ápareciese en sus ojos, pero sólo un instante. Luego, se dio una palmada en la frente y exclamó:
—¡Qué estúpido soy! Naturalmente, Brody. Jamás se me ocurrió relacionarlo. Es estupendo. Conocí a su esposo anoche. Parece ser todo un hombre.
Ellen pensó que podía detectar un atisbo de ironía en la voz de Hooper, pero luego se dijo a sí misma: no seas tonta… te estás imaginando cosas.
—¿Cuánto tiempo estará usted aquí? —le preguntó Ellen.
—No sé. Eso depende de lo que pase con ese pez. Tan pronto como se vaya, me iré yo también.
—¿Vive usted en Woods Hole?
—No, pero no muy lejos. En Hyannisport. Tengo una pequeña casa junto al mar. Siento la necesidad de vivir cerca del agua. Si voy más allá de quince kilómetros hacia el interior, empiezo a sentir claustrofobia.
—¿Vive usted solo?
—Completamente. Yo solito con un centenar de millones de dólares de equipo estéreo y un millón de libros. Hey, ¿sigue usted bailando?
—¿Bailar?
—Ah. Acabo de recordarlo. Una de las cosas que David acostumbraba a decir era que usted fue la mejor bailarina con que jamás salió. Ganó usted un concurso, ¿no?
El pasado volaba hacia ella como un pájaro que durante mucho tiempo ha estado encerrado en una jaula y que repentinamente es liberado, revoloteando alrededor de su cabeza, rociándola de añoranza.
—Un concurso de sambas —dijo—. En el Club Playero. Me había olvidado. No, ya no bailo. Martin no baila, y aunque lo hiciese, no creo que ya nadie siga tocando estopo de música.
—Es una pena. David decía que era usted maravillosa.
—Aquella fue una noche encantadora —rememoró Ellen, dejando que su mente flotase hacia el pasado, recuperando los viejos recuerdos—. Era la banda de Lester Lanin. El Club Playero estaba repleto de decoraciones de papel crepé y globos. David llevaba su chaqueta favorita de seda roja.
—Ahora la tengo yo —intervino Hooper—. Eso lo heredé de él.
—Tocaban todas esas canciones maravillosas. Una de ellas era Mountain Greenery. Bailaba maravillosamente el pasodoble. Apenas si podía seguirle. La única cosa que no le gustaba era el vals. Decía que los valses lo mareaban. ¡Todo el mundo estaba tan moreno! No creo que lloviese en todo el verano. Recuerdo que elegí un vestido amarillo para aquella noche porque quedaba bien con mi tez morena. Hubo dos concursos, uno de charleston, que ganaron Susie Kendall y Chip Fogarty. Y el de samba. Tocaron Brasil en la eliminatoria final, y lo bailamos como si en ello nos fuera la vida. Inclinándonos hacia los lados y hacia atrás como enloquecidos. Creí que me iba a desplomar cuando se terminó. ¿Sabe lo que ganamos como primer premio? Un pollo enlatado. Lo tuve en mi habitación hasta que se puso tan viejo que comenzó a hincharse la lata y papá me hizo tirarla —Ellen sonrió—. Aquéllos sí eran tiempos divertidos. Trato de no pensar mucho en ellos.
—¿Por qué?
—El pasado siempre se ve mejor cuando uno lo recuerda, de lo que le pareció en su momento. Y el presente jamás se ve tan bueno como parecerá en el futuro. Si uno pasa demasiado tiempo reviviendo viejas alegrías, llega a ser deprimente. Se llega a pensar que jamás volverá a vivir tan bien.
—A mí me resulta muy fácil no pensar en el pasado.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Porque después de todo no fue tan bueno. David era el primogénito. Yo se puede decir que fui una postdata. Me parece que mi propósito en la vida fue mantener unido el matrimonio de mis padres. Y fracasó. Se siente uno bastante mal cuando fracasa en la primera cosa que se supone que debe hacer. David tenía veinte años cuando nuestros padres se divorciaron. Yo aún no tenía once. Y el divorcio no fue lo que se dice muy amistoso. Y los años anteriores al mismo tampoco lo fueron. Es la vieja historia, nada en especial, pero realmente no lo pasé bien. Es probable que me tomara las cosas demasiado a pecho. De todos modos, a mí me gustaba mucho pensar en lo que vendrá, y no mirar hacia atrás.
—Supongo que es más sano.
—No lo sé. Quizá si hubiera tenido un pasado maravilloso, estaría todo el tiempo reviviéndolo. Pero… ya basta de esto. Tengo que ir al muelle. ¿Está usted segura de que no puedo dejarla en ningún sitio?
—Segura, gracias. Tengo el coche al otro lado de la calle.
—De acuerdo. Bueno… —Hooper tendió la mano—. Ha sido realmente estupendo el volver a verla, y espero que nos encontremos antes de que me vaya.
—Me gustaría —dijo Ellen, estrechándole la mano.
—Supongo que no podría llevarla a un campo de tenis una tarde, a última hora.
Ellen se echó a reír.
—Oh, no. No he tenido una raqueta de tenis en la mano desde hace no sé cuánto tiempo. Pero gracias por pedírmelo.
—De acuerdo. Bueno, ya nos veremos —Hooper se dio la vuelta y trotó los pocos metros que lo separaban de su coche, un Ford Pinto verde.
Ellen se quedó en el mismo sitio y contempló cómo Hooper ponía en marcha el coche, maniobraba y lo sacaba a la calle. Cuando pasó junto a ella, alzó la mano hasta el hombro y saludó, con aire tentativo y tímido. Hoopen sacó su mano izquierda por la ventanilla del coche y la agitó. Luego, dobló la esquina y desapareció.
Una terrible y dolorosa tristeza se apoderó de Ellen. Notaba más que nunca que su vida, al menos la mejor parte, la lozana y divertida, quedaba ya tras ella. Reconocer esta sensación la hacía sentirse culpable, pues consideraba que era una prueba de que era una madre no satisfactoria, y una esposa insatisfecha. Odiaba su vida, y se odiaba a sí misma por odiarla. Pensó en una frase de una canción que Billy ponía en el estéreo: «Cambiaría diez de mis mañanas por un solo ayer». ¿Haría ella un trato así?
Se lo preguntó. Pero ¿de qué servía hacerse preguntas así? Los ayeres habían desaparecido, y caían cada vez más profundamente en un pozo sin fondo. No podía ser recuperada ninguna parte de su riqueza, nada de su alegría.
Una visión del rostro sonriente de Hooper pasó relampagueante por su cerebro. «Olvídalo», se dijo a sí misma. «Eso es estúpido. Aún peor, es derrotarte a ti misma».
Atravesó la calle y subió a su coche. Mientras se introducía en el tráfico, vio a Larry Vaughan de pie en una esquina. «Dios», pensó, «parece tan triste como yo me siento».