11
Dión parte hacia Constantinopla tres días antes de las calendas de octubre, en una de las escasas jornadas en que, a lo largo del año, Alejandría presenta su rostro grisáceo. Las nubes envuelven la ciudad en un manto caluroso, tan pesado y opresivo como una manta húmeda.
Una llovizna silenciosa ensombrece la ciudad y a sus habitantes. Aparto las cortinas de la litera para observar las calles opacadas bajo este insólito clima.
—Maldito sea —mascullo—. Era demasiado pedir que se despidiera bajo el sol, en un día apacible. Tiene un talento especial para lograr que todo resulte difícil e incómodo, desde el principio hasta el fin.
A mi lado Nico se limita a sonreír.
—No sé si nuestro querido amigo posee el poder de invocar a los vientos y la lluvia, pero es innegable que a ti consigue tensarte como una cuerda de cítara. He visto cómo te hacer vibrar y te arranca las notas más profundas, las de tus sentimientos más irracionales.
—Cualquiera diría que admiras su habilidad para crisparme.
—En cierto modo, sí. Dión no te irritaría si no te sorprendiera con lo imprevisto. Demuestra casi a diario que no eres inmune al asombro. Voy a echarlo de menos.
Vuelvo la vista hacia el exterior. Las sandalias de los porteadores nubios levantan salpicaduras del empedrado resbaladizo. Hoy los viandantes de la Vía Canópica se congregan bajo los pórticos. Entregan la calzada a los carruajes, cuyos aurigas, enfundados en sus capas de lluvia, chasquean el látigo con la frente inclinada.
Preferiría transitar por cualquiera de las calles paralelas y evitar así las aglomeraciones del ágora, pero mi hermano adora exhibirse ante el público.
—Un hombre distinguido nunca dispone de espectadores en demasía —afirma al acomodarse en el vehículo—. Cuantos más, mejor.
Pese a este innecesario retraso, cuando alcanzamos el puerto de Ciboto el séquito del prefecto aún no ha hecho su aparición. Por fortuna no se demora demasiado.
El vicario ha insistido en ofrecer a su protegido una despedida oficial, al frente de una comitiva integrada por los dignatarios de su gabinete. Entre ellos distingo al princeps Adriano y a Néstor, con su inconfundible dalmática anaranjada bajo una capa de tonalidades leonadas. A diferencia de los protectores, que se mantienen impertérritos en perfecta formación, los oficiales administrativos exteriorizan cierta impaciencia; algunos incluso manifiestan el evidente deseo de que la ceremonia concluya cuanto antes.
Felizmente para todos, Dión solventa con rapidez las cortesías de rigor. Al llegar frente a mí titubea, antes de decidirse a aferrar mi antebrazo y a apretarlo con fuerza; el gesto expresa una familiaridad, incluso un afecto, del todo inesperados.
—Bien, Atanasio, imagino que te aliviará librarte de mí.
—Lo mismo digo.
Aunque mantiene la presa con firmeza, de nuevo leo en él signos de vacilación. Entonces, no sin cierta brusquedad, me atrae hacia sí y me estrecha en un férreo abrazo.
Durante un instante permanezco anonadado, sin acertar a reaccionar. No se trata de un arranque fraternal, ni siquiera amistoso; sino, más bien, de una muestra de gratitud y respeto no muy diferente a la que un discípulo ofrendaría a un maestro a cuya sombra ha hallado enseñanza y cobijo.
Finalmente, algo me impulsa a corresponder a su gesto. También yo lo abrazo, cediendo a un ímpetu que me sorprende a mí mismo.
—Que los vientos del futuro te guíen a buen puerto —le auguro a modo de adiós.
Soy sincero. No deseo para él tormentas, sólo la lejanía. Espero que el mañana lo acune en aguas tranquilas y lo guíe a fondeaderos abrigados; no me importa cuáles sean, con tal de que las corrientes no lo traigan de regreso a mí.
Recuerdo que a los diecisiete años partí por primera vez de Damocaris para dirigirme a la casa que mi padre comparte en Cirene con Altea y sus criaturas. Aunque no nos hubiéramos visto desde hacía una década, él me hizo llamar para conducir la ceremonia que simbolizaría mi ingreso en la edad adulta.
En sus habitaciones dormí con la túnica recta, al igual que una virgen en la noche previa a su boda. A la mañana siguiente me despojé ante él de los símbolos de mi niñez: las ropas de la vigilia y la bulla que pendía de mi cuello desde mi nacimiento. Cuando terminé de ataviarme con mi indumentaria de caballero, él me contempló con detenimiento, antes de poner las manos sobre mis hombros y concederme su bendición.
—Eres el hijo del que tu madre se sentiría orgullosa si se dignase conceder su aprobación a alguien más que a sí misma.
En el atrio de entrada aguardaba un séquito de parientes y amigos de la familia, con Sinesio y Euoptio al frente. Sabía que acudían para guiarme en comitiva hasta el ágora, sellando así mi ingreso en la vida pública. Lo que no esperaba era que mi padre propusiera que a continuación lo acompañara al hipódromo. Rechacé su invitación sin el menor titubeo.
—Los hombres se forjan en el deber, no en el ocio —respondí—; crecen en la plaza, en la asamblea y en los campos de batalla, no en los hipódromos y los teatros. La arena sólo resulta provechosa para las bestias y la plebe; o para quienes, como ellos, encuentran placer al revolcarse en el barro.
Percibí en su rostro una desaprobación no exenta de cierta tristeza.
—Veo que aún hablas por boca de tu madre. Espero que, a diferencia de ella, algún día bajes de ese pedestal, Atanasio. Pues entonces comprenderás muchas cosas; entre ellas, que todo dignatario deseoso de mantener su popularidad debe esforzarse por cultivar una buena relación con las banderías circenses.
Aunque su ejemplo nunca resultó muy aleccionador, hoy reconozco en aquellas palabras una lección, una de las pocas que aprendí de sus labios. He tardado años en admitir la valía de su consejo.
De hecho, mi primera diligencia como flamante supervisor de los escenarios alejandrinos consiste en reunirme con los dirigentes de las facciones. Los azules y los verdes no sólo gozan de gran influencia en el hipódromo, sino también en las gradas del teatro. Y saben muy bien cómo instigar al público para conseguir tanto sus aplausos como sus muestras de reprobación multitudinarias.
—Las aclamaciones o las protestas proferidas por los asistentes a los espectáculos se recogen en actas oficiales. —Fue la primera enseñanza que el arconte Heliodoro comunicó a Dión—. Y éstas se transmiten directamente al emperador antes de archivarse en las oficinas palatinas.
En otras palabras, las banderías del hipódromo tienen el poder de lograr que el trono de Constantinopla escuche la voz del pueblo. Pero no es la única fuerza de que hacen gala. La historia demuestra que, en casos extremos, pueden llegar incluso a originar serios disturbios.
Hace veinticuatro años el primer Teodosio se alojó en Tesalónica. Las facciones circenses canalizaron el descontento de una ciudad contrariada por verse obligada a alojar a las tropas imperiales. Excusándose en el arresto de un auriga, organizaron levantamientos, profirieron insultos al emperador y asesinaron al prefecto de la urbe. Ante la gravedad de los eventos, el augusto Teodosio ofreció una respuesta contundente. Cuando el pueblo estuvo reunido en el hipódromo, ordenó atrancar las puertas. Según las crónicas, sus soldados provocaron un gigantesco baño de sangre, masacrando a más de quince mil espectadores.
Los brutales sucesos de Tesalónica no sólo ponen de manifiesto hasta qué punto la autoridad imperial sabe reaccionar con encarnizamiento, sino también que la plebe azuzada por las facciones es capaz de desplegar una ferocidad temible.
Así pues, mi entrevista con los dirigentes de las banderías me exige exhibir esmero y elegancia, tanto en mi atuendo como en mis maneras. Los recibo junto a la fuente, bajo las palmeras del atrio de la villa en que Dión instaló sus oficinas, y que aún conserva el suave aroma del alhelí en su segunda floración, antes de ceder ante el avance del otoño.
Aunque admiten mi hospitalidad, mi comida y mi bebida, no me resulta sencillo que acepten con igual complacencia mi retórica. La negociación se anuncia larga y fatigosa como una penitencia.
No esperaba menos. Las facciones alejandrinas se resisten a reconocer la buena disposición de un prefecto que acaba de arrebatarles a su actriz más idolatrada. No sin esfuerzo, consigo mantener el timón entre la marea de sus recriminaciones hasta avistar el primer indicio de tierra firme, cuando mis interlocutores confiesan sentirse poco inclinados a aceptar las explicaciones de un vicario que ni siquiera se digna asistir a las carreras del hipódromo.
Sólo ahora comienzo a entrever la vía hacia un posible acuerdo. El primer paso consiste en oponer a las suyas mis propias protestas.
—Debo admitir que me siento sorprendido por vuestros argumentos —les reprocho—. Sabéis tan bien como yo que las normas vedan a nuestro excelentísimo prefecto presidir el palco imperial, excepto con ocasión de las celebraciones oficiales.
El trono de Constantinopla prohíbe a sus administradores acudir a cualquier otro acto lúdico, a fin de evitar que reclamen para sí el reconocimiento debido a los curiales, encargados de financiar los espectáculos; lo que restringe la asistencia de los gobernadores a los aniversarios imperiales: el ascenso al trono de nuestro augusto Teodosio y su natalicio, junto al de su hermana Pulqueria. Un gobernante adulto y capaz conmemoraría además sus éxitos políticos y militares. En el caso de nuestro emperador-niño habremos de esperar aún para celebrar tales aniversarios, si es que esos triunfos llegaran a producirse.
—No esperamos que el prefecto ocupe el palco imperial y realice la triple bendición —es la respuesta—. Pero nos duele constatar que ni él ni ninguno de sus hombres de confianza se preocupa por acudir al hipódromo de forma extraoficial, en condición de ciudadano particular.
Me recuesto sobre el respaldo y finjo meditar.
—En tal caso, os confesaré que tal vez el supervisor de los escenarios accedería a personarse en el hipódromo si contara con la promesa de que allí será bien recibido.
Intercambian una mirada. Es evidente que la propuesta resulta de su agrado.
—Si el protegido del gobernador acudiera en persona nos sentiríamos muy honrados de recibirlo. Y, dado que no puede ocupar el estrado imperial, nos encargaríamos de acomodarlo frente a la línea de llegada, en el palco de los jueces.
A veces me pregunto si el destino del hombre no se sustenta en la paradoja, si no se nutre por igual de logros y concesiones. Hoy me he comprometido a entregarme a la misma costumbre que tanto denigré en mi padre. Desde ahora frecuentaré el hipódromo con cumplida asiduidad.
Esta vez no tengo que pedir a Crito que se reúna conmigo entre las ruinas de Bruquión. Me ha enviado una invitación formal para acudir a su casa. En breve celebrará su aniversario, acompañado por un discreto grupo de familiares y allegados entre los que me ha concedido el honor de incluirme.
Dudo mucho que su madre apruebe mi asistencia, aunque me complace comprobar que ni siquiera su presión —que, imagino, ha debido de resultar tenaz— ha logrado hacer claudicar a su hijo.
Al leer el billete esbozo una sonrisa. Para regirse por la inestabilidad de la Balanza, mi amigo muestra un pulso firme y un admirable equilibrio; igual que exhibe una notoria austeridad pese a hallarse bajo los seductores influjos de Afrodita, su planeta natal. Pero yo no dispongo del talento de Isaac para encontrar la respuesta a estas aparentes contradicciones en el sutil equilibrio de una carta astral, con su ascendente y sus complejas relaciones de cuadraturas, trígonos, sextiles, oposiciones y conjunciones entre los cuerpos celestes.
Me sorprende recibir a los pocos días una segunda invitación, esta vez a manos de la propia Dorotea, quien me invita a personarme en su casa con antelación al convite para «conversar sobre ciertos asuntos de particular relevancia».
El día señalado envuelvo con sumo cuidado la joya de mi exigua biblioteca, mi adorado ejemplar del Peri Arjon de Orígenes. He meditado mucho antes de decidirme. La colección de Crito supera con creces a la mía, tanto en número de volúmenes como en la calidad de los manuscritos. Sin embargo, presenta una carencia que para mí resulta profundamente dolorosa: la del que tal vez sea el mayor pensador de la escuela alejandrina, cuya memoria se ha visto desterrada de su ciudad natal por los últimos ocupantes del trono de san Marcos, el reverendísimo Teófilo y su sobrino Cirilo.
Soy consciente de que un libro constituye un obsequio costoso en extremo, tanto que muchos podrían considerarlo desproporcionado. Pero, para un diácono de un episcopado que persigue con tanto encono el pensamiento origenista, este tratado encierra un riesgo aún superior a su valor, por inestimable que éste sea. Si, pese a todo, Crito decidiera aceptarlo, me sentiría muy honrado de compartir con él mi mayor tesoro; la posesión que, muy por encima de cualquier fortuna material, más ha contribuido a enriquecer mi espíritu.
Concluidos los preparativos, mando ensillar mi montura y la de Saúl. Tras dejar atrás las murallas citadinas y el canal de Esquedia continuamos cabalgando hasta la residencia de Dorotea. Entrego las riendas a su palafrenero hacia el inicio de la hora nona, puntual a mi cita con la señora de la casa.
Contra todo pronóstico, ella se complace en exponerme a la afrenta de la espera. Sólo accede a recibirme después de obligarme a aguardar cuanto estima conveniente, como es costumbre hacer con los peticionarios de baja alcurnia y los visitantes indeseados.
Al cabo, su portero me invita a pasar a una discreta sala de recibir orientada hacia poniente, que acoge al sol vespertino a través de un amplio ventanal. La señora de la casa me saluda exhibiendo una rígida corrección, con la espalda muy erguida sobre su silla de ébano y marfil. Sus primeras palabras me permiten comprender que no alberga la menor intención de excusarse por su tardanza.
—Espero que comprendas, Atanasio, que una elevada reputación conlleva también altas responsabilidades. He recibido una visita tardía y no he juzgado oportuno despedirla. Me precio de que mis puertas estén siempre abiertas a todos los necesitados.
Tomo asiento frente a ella.
—Una loable disposición. Ejercer un justo patronazgo sobre todas las almas que dependen de nosotros es una labor ardua, lo reconozco. También yo me esfuerzo por atender sin falta a los numerosos solicitantes que se congregan cada día ante mi umbral.
Intuyo que estas afirmaciones provocarán su disgusto. Por cuanto sé, pocas cosas la contrarían tanto como que me atreva a mencionar nuestros vínculos de parentesco o a establecer cualquier analogía entre nuestras casas.
—Los insectos que se arrastran sobre el barro y el estiércol no sabrían presentar sus respetos a las aves moradoras de las cumbres —replica—. Tienen que conformarse con rendir pleitesía al escorpión, cuya supremacía reside en su veneno.
A diferencia de ella, no estoy dispuesto a permitir que sus embates me afecten.
—Estoy aquí porque tú me has convocado, señora. Dime, pues, con qué motivo.
Apoyo los codos sobre el respaldo de mi silla, fingiendo la misma comodidad de que podría hacer gala en mis propias habitaciones.
—Confieso que no logro comprender por qué mi hijo te aprecia tanto, Atanasio. Pero ni yo ni tú somos tan confiados como él. Sé que sabes mirar en el interior de tu corazón y reconocer con honestidad que sólo puedes ejercer una pésima influencia. Comenzaste frecuentando a esa farsante desvergonzada, a esa afrenta para las mujeres virtuosas que se hace llamar filósofa. Ahora te rodeas de actrices y aurigas, de las más infames de entre las criaturas que deshonran nuestra ciudad. Ni el falso dios pagano de las vides, con todo su cortejo de borrachos, sátiros y ménades, podría operar un influjo más pernicioso que el tuyo sobre un hombre decente.
—Comprendo tu preocupación, señora, pero mi influencia sobre tu reverendo hijo no es tanta como crees. Nos hemos visto apenas en un par de ocasiones desde mi llegada a esta ciudad; casi todas ellas —agrego no sin malicia— bajo tu supervisión.
Sus manos se crispan sobre los brazos de su asiento. De sus siguientes palabras brota una rabia intensa, demasiado arrolladora para poder contenerse en los diques de la prudencia.
—Tus manos están contaminadas de sangre, y tus dedos de iniquidad; tus labios tejen mentiras, habla la maldad tu lengua.
Reconozco las frases. Pertenecen al libro de Isaías, el furioso profeta de las admoniciones, anunciador de funestos presagios y de la venganza divina, cuyos versículos tanto gusta citar nuestro patriarca en sus homilías y escritos. Es obvio que también mi anfitriona se considera autorizada a utilizarlo para justificar sus fines.
—No acostumbro a creer en las promesas o las amenazas pronunciadas con palabras ajenas —manifiesto—. Y en cuanto a los sagrados versículos del Libro, debieran usarse para ensalzar al Altísimo, no para proferir advertencias en Su nombre. Como canta el salmista: Sea llena mi boca de Tu alabanza, de Tu gloria todo el día; con ella publicaré Tu justicia y Tus hechos de salvación.
Cada una de mis respuestas la irrita aún más que la anterior.
—¿Creías que podrías ocultármelo? Sé que te reúnes con mi hijo a escondidas en ese inmundo barrio de Bruquión, en el que mis domésticos no se atreven a penetrar; que lo arrastras a algún infecto escondrijo entre las ruinas, con Dios sabe qué propósitos.
Así pues, tiene noticia de nuestros encuentros. Sin duda ha hecho que alguno de los sirvientes siga el rastro a su hijo, como si de una alimaña se tratara.
—Te lo repito. Deberías confiar algo más en la sangre de tu sangre. Mi influencia sobre él no es tan nefanda como imaginas.
Se pone en pie con brusquedad, furibunda.
—Te lo advierto por última vez. Aléjate de Teócrito, por tu propio bien. Si no lo haces, te arrepentirás.
También yo me alzo.
—Te agradezco que me participes tus preocupaciones, señora. Y ahora, si me disculpas, he de ir a ver a tu hijo.
Abandono a mi anfitriona y me encamino hacia la biblioteca. Crito me espera allí. Ya conozco el camino.
Sé que, incluso si todos los coros celestiales se ofrecieran como garantes de mis intenciones, Dorotea aún rehusaría creer que ella y yo compartamos el mismo interés respecto al futuro de su hijo. Ha llegado a mis oídos que sufragó con ciento ochenta libras de oro y doscientos mil modios de trigo el diaconato de Crito, por supuesto a espaldas de éste. El cereal alcanza casi dos terceras partes de la annona oficial de Alejandría; en cuanto al metal, representa una cantidad suficiente para garantizar un año de subsistencia a cuatro mil bocas.
Pero si aspira a ascender al siguiente peldaño, a costear un presbiterado en la Archibasílica bajo el patrocinio personal del patriarca, deberá ofrecer mucho más que una contribución material. La información de que dispongo respecto a Dámaso y sus maniobras en los graneros obispales puede suponer una baza ganadora para quien sepa cómo utilizarla.
El primer día que pisé la casa de Dorotea partí con el firme propósito de obligarle a pagar por sus palabras. Hoy sé que no puedo alzar la mano contra ella sin herir a su hijo, y pocas ideas me resultan tan deplorables como la de causar a éste el mínimo dolor.
Mi amigo idolatra a su madre y se esfuerza por ser el hombre que ella ha modelado en él desde la infancia. Conozco muy bien ese anhelo. Pero, en este caso, Dorotea exige incluso que él renuncie a su propia voz. Ha convencido a su vástago de que está en deuda con ella, de que debe pagar por todas las renuncias que ha realizado por él. De las mil cadenas que aprisionan el alma humana, sólo una esclaviza más que la cobardía: la culpabilidad.
Crito escucha la voz de su progenitora. Ésa es su debilidad. Se ha dejado someter por el peso de una culpa que ella ha cargado sobre sus hombros como una cruz ineluctable. Mi madre intentó inculcarme esa misma culpabilidad durante cada uno de los días que pasé a su lado. No lo consiguió.
Me reúno con mi amigo en su biblioteca, tal y como me indicó en su invitación. Apenas traspaso el umbral me abraza con alegría, envolviéndome con toda la fuerza de su enorme envergadura.
—Querido Atanasio, no sabes cuánto te agradezco que me acompañes hoy.
—Es un verdadero placer que sólo podría superarse si me hicieras el honor de aceptar este presente. —Tras comprobar que estamos a solas, le tiendo mi regalo—. No he podido menos que pensar en algo excepcional, digno de esta doble celebración.
Mientras despliega el envoltorio de seda le ofrezco mis más sinceras felicitaciones por el doble evento: su aniversario y la obtención de su diaconato. Al abrir el estuche de cuero repujado que protege el ejemplar y leer el título, se queda sin habla. Durante un momento temo haber traspasado una frontera vedada. Sólo espero no haber juzgado de forma errónea el espíritu del hombre que atesora en sus anaqueles las Enéadas de Plotino.
—Toda lectura, incluso la de la revelación, debe filtrarse en el tamiz de nuestro raciocinio —explico—; y el hombre que busca la Verdad no debe temer una aproximación intelectual a la fe. Pues, si bien es cierto que las palabras y las enseñanzas de Cristo constituyen la fuente primordial de nuestra sabiduría, no es menos real que Él dotó a su hijo predilecto de razón, para que así pudiéramos interpretar correctamente Su mensaje y Sus actos, junto con los de los profetas y hombres santos que Lo precedieron.
La duda combate en su interior durante unos instantes más. Al fin, vuelve a cerrar el estuche y a envolverlo en la tela, con sumo miramiento. Se arrodilla, aparta algunos de sus manuscritos y oculta el mío tras éstos, en el fondo de su anaquel.
—Agradezco tu gesto en lo mucho que vale, querido Atanasio. Puedo asegurarte que lo estudiaré con detenimiento. No sabría responder de otro modo a una invitación procedente de ti.
Me indica con un gesto que me acomode. Querría hacerlo, pero no puedo; no antes de comunicarle el resto de las razones que me han conducido hasta aquí.
—Aún tengo para ti otro presente, si decides recibirlo.
Sonríe, algo confuso.
—¿Por qué piensas que no lo admitiría?
—Porque éste es incluso más difícil de aceptar que el anterior.
Si resultaba complicado convencer a las facciones circenses de que toleraran sin protestas la marcha de Aspolia, persuadir de lo mismo a su compañía teatral y a las gradas se presagia mucho más peliagudo.
Por fortuna, cuento con la imponderable ayuda de Basilio. Al principio se muestra reacio a asumir la partida de su actriz principal y, aún más, a defender mis acciones tanto ante sus asociados como ante los dirigentes de la claque. Pero esgrimo el argumento que ya se verificó irrebatible en el pasado. Al igual que entonces, termina por mostrarse receptivo a mi propuesta... no sin antes formular la pregunta de rigor:
—¿Qué ofrece mi supervisor a cambio de mi ayuda en tan espinoso asunto?
—Mi gratitud y mi silencio.
—Si mal no recuerdo, me ofreciste ambas cosas ya una vez, caballero Atanasio. Pero veo que tus compromisos son de corta duración.
—En esta existencia terrena todo es efímero, mi buen Basilio; incluso la vida misma.
Arquea los labios en un claro rictus de disgusto.
—La filosofía y el teatro no suelen llegar a un buen entendimiento. Necesito una garantía sólida de que no tendré que satisfacer cien pagos a cambio de un solo desliz. Supongo que lo comprendes.
Por supuesto. Y, dado que demanda un aval, estoy dispuesto a concedérselo. Aunque la vida rara vez se muestra tan magnánima como para dejar de exigirnos incontables expiaciones por cada uno de nuestros errores.
—Ésta es mi garantía, y la tuya: dentro de unos meses abandonaré esta ciudad. Conmigo se irá el peso de un secreto que nunca más volverá a inquietarte.
Dicho de otro modo, es más que probable que éste sea el último favor que deba solicitarle. Por supuesto, acaba asegurándome su colaboración. De no ser por su ayuda, en absoluto desinteresada, solventar la situación me habría resultado arduo en extremo.
Una vez resuelto este conflicto, las ominosas predicciones del arconte Heliodoro distan mucho de cumplirse, tal como auguró la maestra. Los retos a los que me enfrenta mi nuevo cargo no difieren demasiado de los problemas que hube de solucionar en los últimos meses como asistente del supervisor.
Al fin y al cabo, Dión me asignaba las labores más arduas, en especial aquellas que requerían unas dotes diplomáticas de las que él carece por completo. No es fácil mediar entre los comediantes —que invariablemente protestan de que la financiación resulta insuficiente— y los organizadores, que siempre consideran excesivos los requerimientos de la compañía teatral. Él se limitaba a revisar mis gestiones y, ante todo, se reservaba para los trámites que requieren contacto directo con las intérpretes.
Por suerte, para estos últimos menesteres cuento con Nico, quien, al igual que hizo durante el período en el cual Dión actuó de supervisor, me ofrece gustoso su asistencia.
—Será para mí un placer —me asegura—. Quien acude a su hermano suma cuatro manos para levantar su carga.
—No estoy seguro de que tus manos sean de gran ayuda —matizo, aunque no albergo la esperanza de que las mantenga quietas—. Más bien necesito tus ojos.
—Los tendrás, por descontado. Quien acude a su hermano suma cuatro pupilas para escrutar el horizonte. En cualquier caso, necesitarás más de dos si quieres inspeccionar como es debido a todas las cómicas de la metrópolis.
Uno de mis primeros cometidos consiste en revisar los nuevos números de Iris, quien, tras la marcha de Aspolia, ha recuperado el puesto de actriz principal en la compañía de Basilio. Protagonizará una versión satírica de varios episodios mitológicos sobre la diosa Afrodita, que se presta a ensayar ante nosotros. Nico acoge con especial entusiasmo la escena relativa a sus bodas con Hefesto y, sobre todo, aquélla en que éste sorprende a su esposa junto a Ares y encadena a los amantes desnudos sobre el lecho.
Concluida la representación, mi hermano abandona la estancia. Sin duda —aduce—, preferiré quedarme a solas con la intérprete para «manifestarle mi opinión».
Iris regresa en breve para presentarme sus respetos. Exhibe una amplia sonrisa y una túnica ajustada que vela apenas la esplendidez de su busto.
—¿Y bien, perfectísimo supervisor? ¿Qué opinas?
—Me agrada comprobar que en esta ocasión no hay animales involucrados.
Por increíble que parezca, su sonrisa se ensancha aún más. Observo que de su cuello pende una trencilla de lana con tres nudos, el último de los cuales se sumerge entre el canal de sus senos. Diría que se trata del ceñidor que portaba la mañana en que la encontré en nuestro salón.
—Me alegra que tengamos la oportunidad de conversar a solas. Hay algo que debo confesarte. —Acaricia su extraño colgante con las yemas de los dedos—. La Gran Señora está satisfecha contigo. Muy, muy satisfecha.
—¿A qué te refieres, querida?
—Isis, la Gran Maga, clavó en ti Sus ojos hechiceros, a los que ningún hombre puede resistirse. —Se desprende del collar de lana y lo hace oscilar tres veces ante mí, como si de un péndulo se tratara—. Te ha mantenido atado a Su voluntad cual un durmiente encadenado al poder de Su sueño.
Recita estas palabras con la entonación cadenciosa de un encantamiento. A continuación, extrae el prendedor que sostiene el hombro izquierdo de su túnica, permitiendo que la tela resbale hasta su cintura.
—Expulsaste a la intrusa llegada de los países del sur para que Su hija fiel, la que lactó de Su pecho, recuperara su lugar. —Con ayuda del alfiler desbarata los tres nudos de la trencilla, uno tras otro—. Ahora la Reina de los Cielos te libera de Su mirada para que puedas proseguir tu camino.
Lanza el ceñidor a mi regazo. Lo arrojo al suelo con el dorso de la mano y lo alejo de un puntapié.
—Yo también tengo que confesarte algo, señora de los cisnes. No creo en sortilegios.
Vuelve a prender el hombro de su túnica con la fíbula.
—Ésa es la razón de que no sepas defenderte de ellos. Es la causa de que haya funcionado.
Las siguientes semanas parten veloces, como navíos arrastrados mar adentro por algún viento feroz, para nunca más regresar. Antes aguardaba con impaciencia la aparición de algún barco de occidente que portara nuevas desde Libia. Ahora anhelo que cualquiera de las naves que regresan de Constantinopla con las bodegas vacías me entregue crónicas de los teatros capitalinos; y, ante todo, de sus actrices.
Hasta hoy mi espera ha sido en vano. Sin embargo, sí recibo noticias desde Cirene. Mi madre ha vuelto a instalarse en la casa de mi niñez. No agradece mis desvelos, sino que me hace partícipe de los suyos.
«No imaginas cuánto hube de afanarme —me escribe— para borrar todo rastro de la obscena presencia de esos soldados que registraron mi casa sin la menor muestra de pudor. Debieras haber evitado que eso sucediera. En el fondo, sus manos portaban toda la suciedad de ese inmundo Thoas, y con su tacto profanaron lo poco que las hordas salvajes habían respetado».
Pero no pienso permitir que su desánimo amargue las mieles de mi júbilo. La imagino recorriendo con su mirada reprobadora esas estancias cuyos mínimos detalles alcanzo a describir con los ojos cerrados, esos patios radiantes de sol cuya evocación me arranca una sonrisa en el alma.
Sé que ve en esos muros el fantasma de la pérdida y la destrucción. Yo vislumbro la promesa de nuevos cimientos. Aunque ella aún lo ignora, yo lograré que esa heredad resurja de sus cenizas, más próspera y hermosa que nunca. Volveré a hacer correr el agua de sus fuentes, a reverdecer sus jardines. Y esta vez no deberé nada a nadie; pues no cosecharé frutos heredados, sino las primicias brotadas de mis propias semillas.
Acaricio mi dedo anular. Hoy está desnudo, pero algún día sustituiré el anillo de Sinesio. Y el símbolo que mis descendientes heredarán, que transmitirán con orgullo de generación en generación, será forjado gracias a mí.
Cuando arribé a esta ciudad dependía de las sumas que mi administrador me entregaba a cuenta de mis rentas. Durante un tiempo me despojaron de ellas y tuve que aprender a valerme sin el apoyo del mundo que había dejado a mis espaldas. Hoy yo remito dinero a mi representante en Damocaris. Soy el protegido del prefecto augustal. Los peticionarios se congregan a mis puertas deseosos de solicitar favores y dispuestos a pagar por ellos.
Hace una semana prometí a un individuo que lo recomendaría para un puesto notarial vacante en las oficinas del vicario. A cambio recibí treinta libras de oro, casi una décima parte de la producción anual que, antes de la guerra, recolectaba en mi hacienda cirenaica. Decididamente, el cobro de sobornos y prebendas resulta mucho más lucrativo que el arduo cultivo de la tierra.
Necesitaría al menos dos años de regalos equivalentes antes de recaudar lo bastante para reparar por completo la devastación causada en mis tierras por las hordas del desierto; pero al menos la cantidad enviada servirá a mi madre para abordar las reformas más urgentes. Gracias a mi aportación contará con medios mucho más sustanciales que el capital de que disponen la mayoría de nuestros convecinos.
En ocasiones, aún me sorprendo al escuchar cómo los decuriones alejandrinos me desgranan sus quejas respecto a los costes desmesurados de los espectáculos; las mismas protestas que yo realizaba hace once meses, antes de mi llegada a la capital del delta. Me resulta casi increíble comprobar con qué rapidez, brazada a brazada, en un avance apenas perceptible, he cubierto mi trayecto hasta la otra orilla.
El pecado original, el que valió a nuestra especie la maldición del Creador, no radica en la maldad del espíritu humano, sino en su debilidad: la avaricia y la cobardía, ésos son los manantiales de los que brotan los males de este mundo y el daño que los hombres se infligen unos a otros. Las autoridades civiles desangraron a mi estirpe durante siglos; pero cuando los bárbaros del desierto se abalanzaron sobre nosotros, nos abandonaron a nuestra suerte.
He meditado mucho respecto a los vínculos que ahora me hermanan a la administración imperial. Me limito a compensar sus flaquezas mediante mi tenacidad. En el fondo, únicamente estoy recuperando lo que ella me arrebató.
En cualquier caso, sé que jamás me habría adentrado en este camino si Orestes no me inspirara un respeto sólo en parte atribuible a su cargo. Su trato, ahora más cercano, me suscita cada día mayor admiración.
Al ingresar hoy en el atrio que conduce a las oficinas del prefecto, me encuentro con Néstor. Se detiene para saludarme.
—Te alegrará saber que contamos con un notario nuevo que, por cuanto se dice, es un viejo conocido tuyo —comenta con cierta sorna. Llevo un tiempo demasiado escaso en esta urbe para contar en ella con «viejos conocidos».
—Me alegra, en efecto. —La elección de mi recomendado es un claro signo de que los despachos de la prefectura conceden valor a mis opiniones. Y un anuncio de que, en consecuencia, muchos más peticionarios acudirán a mi puerta.
—Los problemas causados por la gestión de tu predecesor parecen haberse solucionado —añade—. Apuesto a que en pocos meses, cuando nuestro vicario abandone esta metrópolis, te llevará junto a él en calidad de asesor.
Sonrío.
—Normalmente no cometería la insensatez de apostar en tu contra, perfectísimo, ya que siempre dispones de información de la que el resto de los mortales carecemos. Sin embargo, a este respecto, te equivocas. Mi futuro, como mi pasado, pertenece a Cirene.
Cuando haya permanecido junto a la maestra el tiempo suficiente y mis deberes para con el vicario concluyan, regresaré a mi hogar. Nada reconforta tanto el corazón como la propia tierra. Sinesio escribió una vez: El aire que respiro está contaminado por la putrefacción de los cadáveres... y, sin embargo, amo mi patria.
Prosigo mi camino. El excelentísimo Orestes me ha convocado hoy en su residencia para que le informe sobre mis últimas gestiones; en especial las relativas a una función patrocinada por cierto arconte que ofrece una visión nada benévola sobre un eremita que recibe visitas muy tentadoras en su cenobio, incluyendo la de una acémila «de próvida grupa».
El prefecto me escucha con seriedad.
—¿Qué opinas al respecto? —pregunta tras mi exposición.
—Nuestras relaciones con el patriarcado atraviesan su período más tenso. Por añadidura, la plebe alejandrina siempre ha sentido veneración por los anacoretas del desierto. En mi opinión, convendría rebajar el tono de algunas escenas.
—Encárgate de que se haga así. —Me indica que tome asiento frente a él. La reunión oficial ha concluido—. Acabo de recibir una misiva de Dión desde Constantinopla.
Estoy considerablemente sorprendido. Teniendo en cuenta la distancia y la demora de los transportes, debió de redactarla justo a su llegada a la capital del Bósforo, a lo sumo un par de días después. En tal caso resultaría lógico que no dispusiera de mucho que contar. Por el contrario, compruebo que se trata de una epístola extensa. Sólo puedo concluir que mi antiguo protegido comparte con su tutor un afecto y una familiaridad aún mayores de cuanto me había atrevido a imaginar.
—Tu nombre aparece varias veces en esa carta —añade, para mi mayor asombro—. Dión ha oteado el laberinto de los corredores palatinos y lamenta no tener a su lado tu capacidad de visión. Creo que empieza a comprender que representabas algo más que su hilo de Ariadna.
—Disculpa mi desconcierto, excelentísimo prefecto. Tenía la impresión de que tu favorito me detestaba.
—En efecto. Pero eso, querido Atanasio, sólo demuestra que estabas cumpliendo tu labor a la perfección.
Pliega la misiva y la guarda en uno de los cajones.
—Recuerdo que el día en que nos trajeron del ágora me encontraba conmocionado —reconoce—. Sólo acertaba a pensar en Dión, y en lo mucho que debía agradecer que lo hubieras sacado a tiempo del torbellino.
Han transcurrido casi tres meses desde la agresión de Amonio y sus fanáticos seguidores de Nitria. Al inicio, los médicos tenían miedo de que la herida abierta en la cabeza del vicario pudiera acarrear graves lesiones internas. El tiempo ha corroborado que no hay que temer secuelas. Al menos, no de tipo físico.
Aún siento un estremecimiento al recordar aquellas túnicas negras como el abismo, asfixiantes como el infierno. Reprimo el escalofrío y las aparto de mi mente.
—He de admitir que desde entonces contemplo a la plebe con otros ojos.
—Un notable avance —concede—. Aunque debieras preguntarte si es suficiente.
—¿En qué sentido?
—Hay una opinión más importante que la que puedas albergar acerca de los alejandrinos: la que ellos tengan sobre de ti. Te aseguro que no habrían acudido en socorro de un individuo a quien desconocen; menos aún si esa persona les inspirase desconfianza y temor.
Intento buscar el sentido preciso de estas palabras, sin encontrarlo.
—¿Piensas en alguien concreto, excelentísimo señor?
—Tu profesora es una mujer sublime en muchos aspectos. Por desgracia para ella, somos muy pocos los que estamos en disposición de apreciarlo. Pues vive recluida en un mundo de accesos demasiado estrechos, enclaustrada en su jardín de los durmientes.
Apoya ambas manos sobre el tablero.
—Piensa en ello —me invita—. Medita sobre qué habría ocurrido aquel día en el ágora si hubiera sido ella quien se hallara en mi lugar.
No necesito cavilar demasiado. Conozco la respuesta. Nadie habría corrido en su auxilio, excepto yo. La excelsa Hipatia, la maestra cuya mirada iguala a la de los dioses, habría muerto desangrada como una bestia de corral ante las pupilas impasibles de toda Alejandría. Y yo con ella.