6
Las mayores paradojas del universo tienen su origen en el ejercicio de la voluntad humana. No había considerado que la Escuela de Agentes Confidenciales pudiera estar tan interesada en el insigne Dámaso de Siena como yo mismo; tal vez, incluso más.
—Los delegados imperiales se suceden unos a otros, fugaces como las estaciones —manifiesta Néstor—; sin embargo, esa estirpe participa en el destino de Egipto generación tras generación. Ya sabrás, Atanasio, que cuando un río resulta demasiado caudaloso, nunca está de más proyectar un dique.
Expresado de otro modo, su oficina necesita conocer datos que puedan «contener» —es decir, desacreditar— a dicha familia; o, a falta de ellos, tanta información como alcancen a reunir sobre sus integrantes. Se da la circunstancia de que Dámaso es uno de los más esquivos. Y tal vez no sea fortuito que desde su ingreso en la tesorería episcopal hayan empezado a constatarse ciertas irregularidades en los repartos gratuitos de grano en la ciudad.
Así pues, el princeps Adriano se declara dispuesto a suministrarme los datos de que dispone a cambio de que yo le revele todo cuanto averigüe durante mis pesquisas.
—Ese linaje mantiene lazos ancestrales con el trono de Constantinopla y representa uno de nuestros más valiosos aliados —añade Néstor—. Comprenderás que no deseemos arriesgarnos a contrariarlos con métodos de investigación demasiado... agresivos. Pero tú eres libre de emplear en cada instancia el procedimiento más eficaz... Ya que, por descontado, nada te vincula con nosotros.
—¿Quién podría rechazar una oferta tan tentadora? En resumen, se trata de arrostrar todo tipo de riesgos para suministraros informes, sin contar con ninguno de vuestros medios ni de vuestros beneficios.
Extiende las manos sobre la mesa con las palmas hacia arriba.
—Yo no lo expresaría con tanta crudeza, Atanasio. Si algo nos caracteriza, es nuestra permanente disposición a negociar un pago adecuado... si el interlocutor se muestra razonable.
Resulta menos incómodo analizar las paradojas del comportamiento ajeno que las del propio. Desde la infancia albergo una profunda desconfianza hacia los delegados imperiales. Pese a todo, hoy me encuentro colaborando no sólo con la prefectura augustal, sino incluso —lo que me resulta mucho más difícil de justificar— con la Escuela de Agentes Confidenciales.
Dichoso el hombre que no debe sacrificar su albedrío ante los ardides del destino.
Con todo, no es eso lo que me desasosiega de mi reunión con Néstor. A decir verdad, me alarma mucho más su insistencia respecto a nuestra madre y guía. He de alertarla.
Acudo a la academia antes del inicio de la clase y solicito ver a la maestra. Me conducen a las estancias privadas de la casa, hasta un pequeño despacho en el que ella redacta su correspondencia.
Al verme entrar, interrumpe su labor. Cierra el tintero y deposita el cálamo en su estuche.
—¿Qué ocurre, Tanis? Pareces intranquilo.
—En efecto, algo me preocupa, sapientísima hermana. Sospecho que la Escuela de Agentes Confidenciales siente curiosidad por tus actividades.
Cruza las manos sobre el regazo.
—Así es, por supuesto —responde con sencillez—. Pero ese pensamiento no debiera inquietarte. He aprendido a convivir con la suspicacia y la aprensión ajenas.
Pensaba que mi revelación la sorprendería. Por el contrario, ni siquiera exterioriza el menor atisbo de asombro.
—Déjame explicarte algo —añade—. Era muy joven cuando mi padre comenzó a instruirme en la matemática y la astronomía. También cuando empecé a colaborar con él en la redacción de sus tratados exegéticos sobre Euclides y Ptolomeo. —Pasea la mirada sobre el jardín, con visible nostalgia—. Y lo era cuando creé en su casa mi propia academia, tras comprender que esas disciplinas no constituyen un fin en sí mismas, sino un instrumento de desarrollo intelectual que facilita la ascensión hacia el conocimiento superior.
Por primera vez caigo en la cuenta de que tuvo que fundar su escuela a muy temprana edad. Sinesio, que ni siquiera se contaba entre sus primeros discípulos, debía de ser apenas diez años menor que ella.
—Te agradezco tu celo, querido Tanis, pero te confesaré que esa noticia no supone una novedad. Por supuesto que se interesan por mis actividades. Desde siempre. Y te aseguro que ellos no son los únicos. —Me dedica una extraña sonrisa—. Verás, he cometido dos errores imperdonables: empecé a descollar siendo todavía demasiado joven; y aún peor, nací mujer. Para muchos, ambas circunstancias constituyen crímenes que no debieran quedar sin castigo.
Néstor estaba en lo cierto. La información que la Escuela de Agentes Confidenciales me proporciona acerca de Dámaso de Siena resulta bastante escasa. Con todo, averiguo algo que me sorprende: reside junto a una joven hermana.
A muy temprana edad, Dafne fue enviada por su familia a criarse en un cenobio, entre las vírgenes sagradas. Allí se consagró a la abstinencia, la lectura de los devocionarios, la oración y el trabajo de la rueca, hasta el momento de abandonar aquellos muros de contemplación y silencio para acompañar a su hermano hasta la capital del delta, con el fin de administrar su casa y asistirlo en las tareas del hogar. Según todos los indicios, personifica un dechado de virtud, abnegación y modestia; hay sobrada constancia de su asistencia diaria a los oficios y su sacrificada dedicación a las obras piadosas.
Se lo comunico a Nico por la mañana. Por toda respuesta, se limita a ignorar las fuentes que reposan sobre el mantel y a introducir la mano en mi cuenco del desayuno para arrebatarme un par de fresas.
—¿Qué quieres que te diga? —opina mientras se limpia los dedos en mi servilleta—. No hay nada que me inspire tanta desconfianza como una beata.
—Excelente observación. Sin duda avanzaremos con mayor rapidez gracias a esos criterios tan depurados.
No me queda otro remedio que ampliar la búsqueda. Si deseo encontrar un camino de acceso a Dámaso, tendré que indagar acerca de sus domésticos y de sus subordinados en la tesorería episcopal. Aunque reconozco que no me seduce en absoluto la perspectiva de dilapidar el escaso tiempo libre de mis jornadas hurgando en lo más mugriento de las vidas ajenas.
Tras escarbar durante días y días entre retazos de información, al fin encuentro un indicio prometedor sobre una de las personas que rodean al reverendo Dámaso. Por cuanto parece, éste utilizó sus influencias para otorgar un puesto de secretario en la tesorería episcopal a cierto Simón, también originario de Siena; una maniobra digna de un buen patrón, que lucha por ubicar a sus protegidos en puestos subordinados, cercanos al suyo.
En el resto de Egipto, la «gloriosísima ciudad de los alejandrinos» ha conquistado la merecida reputación de ser un nido en el que se incuban todo tipo de peligros y amenazas. El viajero que se aventure en la metrópolis se arriesga a perder para siempre no sólo su bolsa, sino también su alma; la primera, a manos de ladrones, estafadores y comerciantes sin escrúpulos; la segunda, en una marea de goces fáciles, siempre al alcance de la mano.
Son muchos los recién llegados que sucumben a las mil tentaciones que ofrece esta urbe. Todo apunta a que Simón de Siena no fue una excepción.
Bien sabe Dios que ya he transitado por ese camino. Hace tiempo que aprendí a no arriesgar nada a las riendas de los aurigas. Mi madre me enseñó a desdeñar a mi progenitor por sus muchas debilidades; entre ellas, la que le incitaba a apostar ingentes cantidades en las carreras del hipódromo. Una parte nada desdeñable de su hacienda —de lo que en justicia debería haber sido mi herencia— se dilapidó en la arena arrollada por las cuadrigas.
Simón podría ser un digno discípulo de mi padre. Sus pérdidas iniciales le condujeron hasta un conocido prestamista hebraico; pero cuando éste se exilió hace dos meses, tras los nefastos sucesos que conmocionaron la ciudad, comenzó a visitar ambientes menos recomendables; de los que sólo frecuentaría un individuo desesperado.
Envío a Saúl con la intención de que se informe sobre la cuantía de su deuda. Cuando se la transmito a Nico, abre los ojos de par en par.
—¿Treinta sólidos? —exclama—. Por todos los dioses, con esa cantidad podrían costearse cuatro jornadas completas de carreras.
Lo sé. Equivale casi a la tercera parte de la cantidad anual que, en mi situación de arconte, yo debía sufragar en Cirene para el mantenimiento del hipódromo y sus espectáculos.
—¿Y qué nos importa eso a nosotros? —De inmediato, su ceño se ensombrece—. No me digas que estás considerando la posibilidad de rescatar esa deuda.
Lo he sorprendido en el peristilo oriental, junto a Rufino, mientras desmenuzaba el bizcocho de almendras, pasas y miel sobrante de la cena de anoche para suministrárselo a los patos.
—Escúchame —respondo—. Estoy convencido de que Saúl podría negociar una buena reducción. Por lo que he visto, pasará mucho tiempo antes de que el deudor consiga reunir esa cantidad, si es que lo logra. Si sus acreedores aún no lo han comprendido, nos aseguraremos de hacerles entender que nuestra oferta representa su única opción para cosechar algo en efectivo de ese adeudo.
Se interrumpe. Ordena a su intendente que deje la bandeja sobre el borde del estanque y vuelva al interior de la casa.
—No finjas que no me has entendido —me recrimina—. No es ahí donde radica el problema, y lo sabes. ¿Tienes idea de quiénes son esos prestamistas? No quiero tratos con esa gente. Y harías bien en mantenerte también alejado de ellos.
Saúl me ha prodigado una advertencia muy similar. Nunca le había visto manifestar tanta renuencia ante uno de mis encargos.
—Intenta examinar la situación desde la perspectiva adecuada —objeto—. Si nos convertimos en sus fiadores, tendremos a ese hombre en nuestras manos. ¿Imaginas lo que eso significa?
Desvía la vista, en un gesto de clara reluctancia. Los patos se han abalanzado ansiosos sobre la bandeja; graznan con furia al tiempo que luchan entre sí para despedazar las sobras del pastel.
—Está bien, Tanis. Pero déjame decirte una cosa —me previene—. Todo este asunto te está arrastrando demasiado lejos. Deberías empezar a plantearte hasta dónde estás dispuesto a llegar.
Una de las principales diferencias entre Nico y yo estriba precisamente en que nunca me adentro en una senda si no estoy dispuesto a seguirla hasta el final. Sus límites son algo más laxos. Él acostumbra a abandonar en el mismo instante en que el camino deja de proporcionarle entretenimiento.
Tal vez por eso me admira la vehemencia de su rencor hacia Dámaso. Me pregunto si, en ocasiones, azotar la superficie del mar basta para sacudir al leviatán que yace en las profundidades.
Al regresar de sus trámites, Saúl me arroja sin contemplaciones un pequeño estuche de cuero.
—Ahí tienes un regalito como premio a tus afanes. Por cierto, he conseguido tu maldita rebaja. Y espero que sea la última vez que me encargas tratar con esa gente.
Según parece, cuando la presión de sus acreedores se tornó insostenible —pues no me cabe duda de que saben emplear métodos de persuasión más que contundentes—, Simón se vio obligado a entregarles en prenda un objeto de valor que recuperaría al satisfacer la deuda.
Me aproximo a la ventana para estudiarlo a la luz, con franca curiosidad. Se trata de un colgante en forma de crucifijo en el que se engasta un extraordinario conjunto de perlas rosadas; por su tonalidad resultan tan excepcionales que no puedo evitar interrogarme sobre cuánta insistencia, cuántos años y desvelos fueron necesarios para reunirlas.
No podría haber recibido un presagio más favorable. Si creyera que el Todopoderoso se digna participar en los indignos proyectos de los mortales, no tendría otro remedio que concluir que, al menos en lo concerniente a este asunto, cuento con su patrocinio.
Pero en otros ámbitos la voluntad del Altísimo se manifiesta con una fuerza inapelable. La Escuela de Agentes Confidenciales ha traído noticias de Constantinopla. El patricio Antemio, el hombre que asumió la regencia durante la minoría de edad de nuestro Teodosio, el que conservó durante casi diez años la prefectura del pretorio, acaba de fallecer.
Su cargo lo ocupa ahora el ilustre Monaxio, quien, según se comenta, no comparte la profunda religiosidad de Elia Pulqueria, hermana del emperador. De ser así, aún existen esperanzas de que una nueva legislación favorezca el regreso de los ciudadanos hebreos a Alejandría, o de que el excelentísimo Orestes reciba mayor respaldo institucional desde la capital del Bósforo. En las actuales circunstancias, cualquier nuevo apoyo que fortaleciera su posición frente al patriarcado resultaría, simplemente, providencial.
Hace tiempo que Nico me insta a que le presente a Dión; o, como él lo denomina, «el custodio de la llave»: aquél capaz de facilitarle el acceso a todas las actrices de Alejandría. Por supuesto, aún no lo he hecho.
—Créeme si te digo que te hago el mayor de los favores manteniéndolo lejos. Si lo conocieras como yo, me lo agradecerías.
Pero hoy, por primera vez, Dión ha acudido en compañía del prefecto Orestes a escuchar una de las disertaciones públicas de la maestra. Me siento junto a él en las gradas de mármol, muy cerca de la cátedra que ocupará nuestra madre y guía.
La conferencia traza una soberbia exposición sobre las virtudes cívicas tal y como se manifiestan en los diálogos platónicos y en las Enéadas de Plotino. Sin embargo, casi desde el inicio de la alocución —de la que, sin duda, él tendría mucho que aprender—, Dión se limita a exhibir muestras del tedio más monumental mientras juega a trazar con el dedo intrincadas imágenes sobre el regazo de su túnica.
Tras la conclusión, aprovechando que la maestra dialoga con el vicario y algunos otros asistentes, Nico se aproxima a nosotros haciendo gala de una perfecta naturalidad. No tengo más remedio que presentarle a mi acompañante.
—¡Loados sean los dioses! —exclama con fingido asombro—. ¿De modo que eres tú? Celebro conocerte al fin. Te confieso que sentía una profunda curiosidad por ver al hombre capaz de exasperar hasta tales extremos a mi querido Atanasio.
El aludido me obsequia una mueca sesgada.
—Tampoco es que tu querido Atanasio sea una delicia —responde, como fiel observador de las más elementales reglas de urbanidad; las cuales, es bien sabido, aconsejan vilipendiar sin pérdida de tiempo a las amistades del interlocutor.
Por fortuna, pocas cosas agradan tanto a Nico como infringir un puñado de normas antes del almuerzo.
—No sabes cuánta razón tienes —sonríe—. En ciertas ocasiones se comporta de manera tan aburrida que resulta por completo insoportable.
Dión, que obviamente no contaba con recibir una réplica semejante, reacciona con franca sorpresa. No obstante, se repone de inmediato, dispuesto a contraatacar con sus armas más contundentes.
—¿De modo que tú eres hijo del ilustre Damián de Constantinopla? Te agradará saber que tuve la oportunidad de conocer a tu hermano Filandro en una de las ocasiones en que visité la capital.
—Dices bien. Me complace sobremanera constatar que ya has tenido trato con lo más selecto de la familia. Y dime, ¿qué impresión te causó mi estimado hermano?
Mi acompañante le brinda esa mueca insolente que siempre esgrime antes de asestar un golpe de gracia.
—Pues, mira por dónde, me pareció un fanfarrón pretencioso y grandilocuente.
Nico estalla en carcajadas. A continuación me pasa un brazo alrededor de los hombros.
—¿Sabes qué te digo, amigo mío? Creo que todos tus temores eran infundados. Tengo la sospecha de que tu Dión y yo vamos a entendernos a la perfección.
He recibido un mensaje de Crito pidiéndome que me reúna con él. Saúl me lo entrega y, contra su costumbre, permanece frente a mí mientras lo leo.
—Lo ha traído el Apestoso. —Tal es su apodo para Timón—. Está en la cocina atiborrándose de pan y sopa. Pero insiste en que, aparte de que le entregues la respuesta, necesita hablar contigo sobre otro asunto. ¿Quieres que lo despache?
—No —contesto mientras garabateo la señal convenida en el papiro—. Enseguida estaré en el atrio oriental, frente al establo. Llévalo allí, pero sin pasar por el salón. Y cuida de que no se acerque a las hijas de Rufino.
Aparece al poco. El niño viene a sus talones, sacudiéndose las migas de su tosca indumentaria de lana.
—Escúchame, noble señor Atanasio —suelta sin más preámbulos—. Me pediste que mantuviera vigilado a ese Cara-de-camello.
En efecto, le he encargado que siga con cautela al esbirro de Dámaso. Quiero averiguar más sobre él, pues debo evitar a cualquier precio que vuelva a acercarse a Thais.
—Sí. ¿Qué pasa con él?
—Pues que no me gusta nada de nada. Ni su aspecto, ni la gente con la que se encuentra, ni a los sitios adonde va.
Comprendo que se sienta amedrentado. Las manos de ese carnicero gotean sangre. No me extrañaría que dejara a su paso un hedor a putrefacción, como los enterradores que palpan la muerte a diario.
Tiene razón. La tarea implica demasiado riesgo, un peso excesivo para los hombros de un niño.
—De acuerdo, te diré lo que haremos. Buscaré a otra persona para que se encargue de eso. En cuanto a ti, me has sido de gran ayuda. No soy el propietario de esta casa, pero tal vez podría conseguirte un puesto en el servicio doméstico...
—¿Qué te has creído? ¿Que voy a hacer faenas de mujeres? ¡No y no! No me asustas tú, y tampoco ese Cara-de-camello, ¿te enteras?
Saúl suelta un bufido desdeñoso.
—Ya basta de gimoteos, Apestoso. Responde de una vez, ¿qué demonios quieres?
El pequeño le da la espalda y se encara conmigo.
—Verás, señor. Me alegra que digas que te soy de gran ayuda. Pero la verdad es que como sopa de cebolla y duermo al raso mientras tú te atiborras en tus banquetes y roncas a pierna suelta en tu cama blanda y calentita.
—Pues sí que venimos con exigencias. —Mi acompañante no oculta su indignación—. Hace tres meses vestías harapos, mendigabas y robabas bolsas en el ágora. Sólo era cuestión de tiempo que acabaras en manos del verdugo. Hoy tienes calzado, ropa y comida caliente a diario. Date por satisfecho. Es más de lo que mereces.
Le atajo con un gesto antes de que escupa por completo su contraataque.
—Dame unos días, Timón. —Le entrego el papiro con mi respuesta—. Meditaré sobre esto hasta encontrar algo que resulte más de tu agrado.
—Está bien —concede—, pero piénsalo deprisa.
Pasa mascando rezongos junto a Saúl, que se obstina en ignorarlo.
—Déjame decirte algo, Tanis —comenta cuando el niño traspasa la puerta—: Te estás volviendo blando.
Tal vez esté en lo cierto. Pero tengo la impresión de luchar en demasiados frentes; empiezo a intuir que mis energías no alcanzan para abarcarlos todos. Debo reservarme para los más trascendentales.
He acordado reunirme con Crito en nuestro punto de encuentro en el distrito de Bruquión. Llego con absoluta puntualidad. Pese a habernos adentrado ya en el mes de mayo, hoy el mar insiste en recrear el invierno enviando bocanadas de un viento frío y húmedo.
El hijo de Dorotea se muestra sorprendido cuando le pregunto si me sería posible volver a coincidir en público con el reverendo Dámaso.
—Por supuesto que sí. De hecho, planea visitar el santuario martirial de San Marcos dentro de dos semanas, junto a algunos miembros de su casa. ¿Quieres que le comunique que estás dispuesto a unirte a la comitiva?
—No es necesario. Aún no sé si dispondré de tiempo en esa fecha. De ser así, ya nos encontraremos dentro del recinto.
—Como prefieras. Te diré que le causaste una excelente impresión durante aquella cena celebrada en casa de mi madre. De hecho, te ha mencionado en más de una ocasión.
Él, por su parte, acude con un anuncio y con una petición relativa al excelentísimo Orestes: quizás yo pueda satisfacerla, dado que formo parte del séquito que lo acompaña cada semana al Cesareo.
—Es importante que el día de la Ascensión acuda a la ceremonia con el ánimo adecuado.
—¿Por qué? ¿Prevés que ocurra algo especial?
En efecto. Teócrito se ha esforzado por realizar gestiones entre ciertos sectores del senado alejandrino que realizan cuantiosas contribuciones a las arcas episcopales, y que han reaccionado con honda preocupación ante los últimos disturbios y la marcha de los judíos. Una delegación encabezada por algunos de los más influyentes arcontes se ha reunido con el obispo para urgirle a que se reconcilie con la prefectura. De otro modo, el progresivo clima de resentimiento entre las dos mayores autoridades de la ciudad amenazaría con volver a desgarrar las calles; tal vez desembocando incluso en un conflicto más brutal y sangriento que el anterior.
La conclusión es evidente. El patriarca Cirilo cuenta con partidarios incondicionales, pero no con la lealtad sin fisuras de toda su congregación. Tanto su controvertido proceso de elección como su encarnizada persecución contra los novacianistas despiertan suspicacias entre ciertos sectores de su rebaño. Y no todos se dejaron arrastrar en la fervorosa riada de la ofensiva contra los hebreos, por mucho que ésta contribuyera a aglutinar a numerosas facciones de la cristiandad alejandrina gracias a la hostilidad compartida contra un adversario común.
—Nuestro reverendísimo obispo abrirá el camino hacia la reconciliación en la Archibasílica, durante la ceremonia de la Ascensión —me revela—. Confío en que este paso adelante nos ayude a dejar a nuestras espaldas todos los obstáculos del pasado.
El mar lanza una bocanada admonitoria ante estas palabras. Lamento compartir su pesimismo.
—Y yo confío en que estés en lo cierto —respondo, alzando la voz para imponerme a los aullidos de la ventisca—. Pero, si me preguntas, te diré que en nuestro mundo sólo existen dos fuerzas que induzcan al hombre a afrontar los obstáculos: la amistad o la ganancia personal.
—O la fe.
Bajo la vista al suelo. Un guijarro reposa frente a la puntera de mi bota. Lo aparto de un puntapié.
—Me temo, amigo mío, que ése es un privilegio al alcance de unos pocos. Esa bendita tregua, ese consuelo para el espíritu, es un regalo que el Hacedor concede sólo a un puñado de elegidos.
Niega con suavidad.
—La fe no es una dádiva del Señor a sus criaturas, sino a la inversa: una ofrenda que éstas realizan a su Creador. No es un remanso, sino una lucha continua contra la maldad y la injusticia que nos rodean y que pugnan sin descanso por doblegar el corazón del hombre. —Coloca sobre mi hombro su inmensa mano. Pese a su envergadura, no resulta pesada; al contrario, produce un roce tibio y liviano que parece inspirar aliento—. ¿Sabes, hermano? Un labriego combate contra la tierra y obtiene fruto. Pero existen numerosos frentes en los que la lucha sólo engendra destrucción. Creo que ése es tu caso. A veces tengo la impresión de que, aunque te entregas a un combate interminable, te agotas en las batallas equivocadas.
No deseo responder a esta reflexión. Miro a mi alrededor al tiempo que me resisto al viento que tironea de mi manto. Un puñado de cabras hurgan entre las ruinas en busca de alguna raquítica brizna de hierba. Algo más lejos, un corro de niños harapientos se congrega alrededor de algo que no alcanzo a identificar mientras lo hostigan con gritos y palos.
—Extraño discurso para un escenario como éste —comento—. Habría esperado oírlo en un sitio muy diferente, entre el incienso y los salmos, bajo la cúpula de una basílica.
Ante nosotros cruza una joven descalza y encorvada. Arrastra con enorme esfuerzo un carro desvencijado repleto de juncos secos, sobre los cuales llora un bebé de pocas semanas.
Crito observa su penoso avance con una tristeza profunda.
—Tal vez éste sea el lugar más adecuado —reflexiona—. Nuestro Salvador vino al mundo en un pesebre y prefirió ser adorado por los pastores antes que por los reyes. Su elección nos recuerda el fundamento de la fe. Es una lucha del alma humana por conservar su pureza original frente a las incontables miserias de este mundo.
Hoy conmemoramos la festividad de la Ascensión. La Archibasílica se exhibe en sus mejores galas, con la suntuosidad de una reina de las antiguas Escrituras; como una emperatriz que ocupara su trono en majestad, luciendo sobre sus sienes la diadema de la gloria sin temer a la viudedad ni al llanto.
Cuando las campanillas de los ostiarios llaman al silencio, ocupo mi puesto a los pies del altar, acompañando al vicario Orestes y al resto de su séquito. El palio reservado al representante imperial se impone sobre la nave bullente de fieles, con su solemne cátedra de cedro y sus enormes columnas de acacia que, como ondulantes colosos de piel veteada, sostienen el dosel brocado.
Sin embargo, toda esa grandiosidad queda mermada frente al monumental presbiterio. Se eleva sobre el nivel del santuario como una visión celestial, coronado por un titánico arco del triunfo cuyas proporciones convierten en irrisoria la escala humana. Cobija el altar, los asientos de los oficiantes y la formidable cátedra episcopal, entre una miríada de candelabros que arrancan destellos seráficos a los vapores de incienso.
Noto una punzada de aprensión. No es un escenario propicio para una reconciliación entre iguales, sino para una concesión de indulgencia que enfatiza la subordinación del poder humano a la inconmensurable misericordia divina.
Las lecturas no contribuyen a mermar mis sospechas. Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas. Porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la Tierra.
La poderosa voz de Teócrito, excelsa y arrolladora, acentúa la fuerza del mensaje hasta conferirle un ímpetu irrefrenable: Tocad para Dios, tocad; tocad para nuestro Rey. Porque Él es el Rey del mundo. Dios reina sobre las naciones. Dios se sienta en su trono sagrado.
Estudio de reojo la reacción del prefecto. Se mantiene impertérrito en su cátedra. Constato, sin embargo, que mantiene una respiración acompasada, lenta y profunda que denota su esfuerzo por encubrir una creciente contrariedad.
Concluidas las lecturas, el patriarca Cirilo se alza con su proverbial solemnidad. En contra de su costumbre, no se encamina al púlpito, sino hacia uno de los ambones. Posa sobre la Palabra sus manos consumidas por el ayuno y el estudio; a continuación, las extiende hacia los asistentes con un gesto pausado que enfatiza la gravedad del momento.
Si la elección del salmo no puede considerarse inocente, menos aún lo es la del Evangelio. El reverendísimo obispo modula las sentencias de Mateo de forma magistral. Sus ojos hundidos abarcan a la congregación con su mirada intensa y escrutadora, que desciende de las alturas para alcanzar las más secretas profundidades:
—Aproximándose a sus discípulos, Jesús les dijo —realiza una pausa perfecta, que condensa todo el efectismo de sus dotes declamatorias, mientras clava las pupilas en el palio de la prefectura—: «Se me ha otorgado pleno poder, tanto en el cielo como en la tierra».
Daría cualquier cosa por poder cerrar mis oídos al resto de la lectura. Alzo la vista hacia las vidrieras superiores, que filtran la luz del exterior. Fuera de la Archibasílica, el carro de Febo irradia toda la calidez y la refulgencia de la plena primavera. Pero apenas un ápice de su tibieza alcanza las entrañas del templo. Por primera vez, tengo la impresión de que los admirables ventanales no fueron concebidos para permitir la entrada del sol, sino con el propósito de mantenerlo alejado.
El reverendísimo obispo ha concluido la lectura del sagrado Evangelio y se dispone a comenzar su homilía.
—Así reza la Palabra: Reyes de la Tierra, cantad a Dios. Pues Él es la fuente de la que emana la Verdad, de la que proceden la autoridad y la justicia ejercidas en el mundo terreno. Como Él manifestó por boca de su profeta Isaías: Yo soy tu Dios, que te enseña provechosamente, que te orienta por el camino a seguir. Si hubieras atendido a mis mandamientos, tu paz sería como un río; y tu justicia, como las ondas del mar.
Una vez más, la maniobra del patriarca Cirilo denota una consumada habilidad. Ha calmado a sus sufragantes prometiéndoles un intento de reconciliación. Pero se ha cuidado de que ésta tenga lugar en un solemne acto litúrgico, sometida por completo a sus directrices, restringida a sus particulares términos.
A mi lado, Dión aprieta los dientes, pálido de ira. Sé lo que piensa. Probablemente no es el único de los asistentes en interpretar que la dialéctica episcopal, más que una tentativa de acuerdo, supone una provocación.
—Toda palabra de Dios es limpia; nada añadas a Su palabra, pues de otro modo merecerás Su recriminación. Muchas son las debilidades humanas. Pero todas ellas se le condonan a aquel que admite sus faltas y muestra su adhesión al Verbo.
Sostiene el Libro con ambas manos y lo alza sobre su cabeza en un movimiento ceremonioso que arranca un clamor de loas y aplausos a parte de la congregación. Nada puede reprocharse a la impecable destreza con que encauza su prédica hacia la apoteosis.
—Nuestro Señor Jesucristo nos ofreció a través de Su sangre la redención y el perdón de los pecados. Nos dio a conocer el misterio de la voluntad del Padre; quien, en Su infinita bondad, invita a la paz y abre los brazos a la reconciliación para todo aquel que posterga su orgullo y su resentimiento mostrando el debido respeto a Su palabra.
En un gesto solemne, extiende el misal hacia el palio del prefecto.
Es una maniobra impecable. Si el excelentísimo Orestes rehúsa las Sagradas Escrituras no sólo se le podrá responsabilizar de cualquier futuro enfrentamiento —por haber rechazado la oferta de concordia del obispado—, sino que además quedará expuesto a una acusación de impiedad. Si, por el contrario, se aproxima al presbiterio y acepta el Libro, su gesto no se traducirá como un signo de acatamiento del santo Evangelio, sino como una muestra de sumisión al patriarca Cirilo. Sin duda, tal será la interpretación que el trono de san Marcos se encargue de divulgar.
Desvío la mirada hacia el princeps Adriano. Recuerdo las frases que me confió en la litera que nos conducía a la residencia episcopal. «La imagen de nuestro excelso emperador no puede tolerar esa afrenta. El prefecto augustal no doblará la rodilla ante uno de los ciudadanos de su diócesis; y, mucho menos, ante un patriarca ansioso por suplantar a la autoridad civil».
El vicario Orestes no se levantará; no puede permitírselo. El reverendísimo Cirilo se ha asegurado de acorralarlo sin dejarle una salida. Ha orquestado justo lo contrario a una conciliación.