8

El amanecer llega bajo un manto opaco de lluvia. Saúl salta de su cama, atravesada frente a la puerta de la estancia, y camina descalzo hasta la antesala. Pese a que el suelo abrasa debido a la calefacción, no necesita suelas de corcho; las plantas de sus pies han crecido duras e insensibles como el cuero. Por voluntad de mi madre careció de calzado y de abrigo hasta alcanzar la edad adulta.

Llena la jofaina de agua recién traída del pozo y se enjuaga con energía.

—Menuda nochecita me has dado. Te revolvías y farfullabas igual que si estuvieras durmiendo sobre un avispero.

Debe de estar en lo cierto, pues también yo me levanto exhausto. La angustia puebla las noches con pesadillas. —Deja de quejarte como una matrona. ¿Has completado la tarea que te encomendé?

—Aún no. Ese mocoso es tan escurridizo como una sombra. Seguiré buscándolo hoy, a menos que necesites que te acompañe a algún sitio.

—Sabré arreglármelas solo —respondo. Los peligros que me acechan en este momento no son adversarios de los que él pueda defenderme.

Han quedado atrás los tiempos en que me sentía a salvo; esa época en que aún se mantenían en pie las ilusiones que me servían de refugio. Recuerdo una mañana muy diferente a la de hoy, una jornada de sol y sudor en Damocaris. Bajo la atenta mirada de nuestro instructor militar, Saúl y yo practicamos en el atrio de las acacias. Desde que su hermana regresó, me siento con vigor para adelantarme a todos sus golpes —normalmente, tan difíciles de atajar—, como si la savia vivificante de la madre Gea inundara mi sangre y mis huesos.

Advierto que Eliana se ha detenido a mirarnos. Carga sobre la cadera un cántaro de agua. Bajo la espada de entrenamiento y le indico que se aproxime.

—Ven aquí.

—¿Para qué?

—No preguntes. Ven.

Se acerca con una sonrisa esquiva. Alargo el brazo hacia ella y libero unos mechones de su recogido, de forma que resbalen sobre su nuca y su cuello.

—Mucho mejor así.

Ríe. Aferra mi peto de entrenamiento con la mano libre y, mediante dos tirones limpios, suelta las ligaduras que lo mantienen atado a mis hombros. Lo arroja al suelo y me propina una palmada sobre el pecho desnudo.

—Mucho mejor así.

Luego rodea con su brazo el cuello de Saúl, que se mantiene adusto —como siempre que interrumpo una sesión de ejercicios—, y lo besa en la mejilla.

—Tienes un duro trabajo, hermanito. Nuestro señor necesita que le enseñes a concentrarse. Parece que se distrae con facilidad.

Los días de lluvia Hipatia preside la clase desde el pórtico del jardín mientras las nubes descargan su fardo sobre los robustos sicomoros. La lección de hoy nos conduce hasta la tetractis, el símbolo místico de Pitágoras.

La maestra lo traza sobre una tablilla de cera y se vuelve hacia nosotros.

—El verdadero ser se muestra numéricamente. La realidad computable, el mundo sensorial nace, crece, se reproduce y muere. Pero el número nos remite a la esencia del universo. Existe por encima de la materia, más allá de nuestras mentes; no se descompone, no cambia ni desaparece. De él emanan patrones cuyo estudio permite que el ojo interior se aproxime a la Verdad.

Nos pide que cada uno de nosotros demuestre una emanación de la Tétrada Mística. Pese a la trascendencia del argumento, sólo consigo prestarle una atención superficial. Oigo cómo Isaac diserta sobre su analogía con el Tetragrámaton, las cuatro letras hebreas —yod-he-vau-he— que conforman el nombre de Jehová en los textos masoréticos. Por su parte, Nico expone un intrincado razonamiento en el que armoniza las proporciones cósmicas del Timeo, los diez puntos de la tetractis y los cinco intervalos musicales pitagóricos: los tres simples —diapasón, diapente y diatesarón— y los dos compuestos —diapasón con diapente y disdiapasón—.

El resto de mis hermanos proponen ejemplos menos complejos. El tebano Antínoo se centra en las cuatro dimensiones y sus equivalencias con cada una de las líneas de la Tétrada. Dionisio de Antioquía razona cómo su número total de componentes representa la Década y, por tanto, la Unidad en el orden superior y el primer peldaño del ascenso hacia la fusión con lo Divino. El alejandrino Fedro la relaciona con los cuatro puntos cardinales y sus proyecciones geométricas sobre el plano. Su hermano Lisandro, con las cuatro estaciones y las relaciones numéricas que —según los cálculos de Ptolomeo— la excentricidad de la Tierra presenta en cada una de ellas respecto a la órbita solar. Teofilacto de Éfeso analiza la composición aritmética del Diez como adición de los cuatro primeros dígitos y su dimensión cósmica, expresada en la suma de los primos tres —número de la armonía— y siete, la cifra de los planetas.

Durante todo este tiempo, mi mente cae una y otra vez hacia terrenos mucho más mundanos, como si hoy mis alas no tuvieran fuerzas para elevarme hasta las cimas de la contemplación. Ni siquiera logro seguir los razonamientos de mis últimos compañeros, Zósimo y Filemón. Mi pensamiento permanece en la tierra encharcada, bajo las ramas de los sicomoros. Me fascina que soporten imperturbables los rigores de la intemperie, con una placidez digna de los antiguos estoicos.

Sólo hallarás el camino hacia la libertad cuando aceptes tu propio destino; hacia la felicidad, cuando admitas tus circunstancias presentes; hacia la paz, cuando te entregues a la guía de la razón sin dejarte arrastrar por tus pasiones.

Casi puedo escuchar sus susurros, irresistibles como la llamada de una sirena. Desearía que ese cántico tranquilizara mi espíritu. Pero temo que sea demasiado fácil traspasar la linde entre la aceptación y la rendición.

—Tanis, ¿desearías añadir algo a la perspectiva de tus hermanos?

La voz de la maestra me libera del ensalmo. Lo último que quiero es ofenderla con mi silencio o, aún peor, con una manifestación de ignorancia. De modo que me apresuro a improvisar sobre la identidad metafísica de la tetractis con los cuatro elementos de Empédocles: agua, tierra, aire y fuego.

Su manera de escucharme transmite la misma serenidad que la cadencia de la lluvia sobre los sicomoros. Pero sé que no puedo aspirar a engañarla; ni todos mis artificios bastarían para ocultar la verdad a sus ojos.

—Quien no te conozca, Tanis, pensaría que ignoras la existencia de un quinto elemento. O aún peor, que la desdeñas.

Comprendo el verdadero significado de sus palabras. El éter supralunar, sutil y perfecto, es tan superior a los cuatro elementos materiales como la esencia de la filosofía lo es a las preocupaciones terrenas.

Pero, pese al azoramiento que me produce su reconvención, no puedo evitar bajar la vista hacia mi anillo. El veredicto del prefecto augustal amenaza con arrancármelo para siempre.

No sólo representa mi alcurnia o las posesiones que pueden serme arrebatadas, sino, ante todo, el reflejo de lo que soy; de algo inmanente que trasciende mi vida terrenal. Igual que una parte de mí ha sido modelada a través de las incontables generaciones que me antecedieron, ansío dejar mi huella en los que me sucederán. Esta sortija simboliza mi existencia futura, la que sobrevivirá a mi muerte; la memoria que aspiro a legar al porvenir.

A menudo me he preguntado cómo me recordará la historia. Pero nunca, antes de ahora, había considerado que el destino pudiera impedirme dejar el mínimo vestigio de mi paso. Quien me acusó no busca mi muerte, sino algo más escalofriante: arrebatarme todo, incluso mi nombre y mi herencia, antes de arrojarme a la Parca; borrar conmigo el último rastro de una conciencia común acumulada durante siglos.

Mi madre estaba en lo cierto. Es posible que me despojen incluso de eso. Que me conviertan en nada, en una ausencia. El olvido constituye un fin aterrador. Es la muerte sin paliativos.

Al concluir la clase, la maestra se dirige a mí:

—Quédate, Tanis.

Nuestras reglas establecen que uno de nosotros se encargue de limpiar tras la lección, pues ni siquiera los sirvientes están autorizados a vislumbrar los sagrados arcanos reservados a los hermanos de la academia. Cuando mis compañeros se han despedido, alumbro una lamparilla de aceite y caliento en su llama el extremo romo del estilo.

Ella me observa con la espalda apoyada contra una columna y las manos cruzadas sobre el regazo.

—Debo decirte que he encontrado tu participación mucho menos inspiradora que de costumbre.

Esbozo una media sonrisa. En el particular dialecto de los alejandrinos, «inspirador» suele emplearse como eufemismo de «polémico». Tanto Nico como yo nos ganamos ese epíteto con frecuencia.

—Lamento no haber estado a la altura de tus expectativas, sapientísima Hipatia.

—Nunca me oirás hablar de «expectativas», Tanis. Tal vez algún día también tú aprendas a desterrarlas de tu espíritu, pues son una de las trampas más peligrosas de la naturaleza humana. ¿Sabes por qué?

Rechazo la tentación de volver la vista hacia los sicomoros, que permanecen impasibles a cielo abierto mientras la lluvia, impotente, resbala sobre ellos.

—Creo que sí. Las expectativas hacen que los hombres sean infelices; no debemos exigir nada a la vida porque entonces, inevitablemente, nos sentiremos defraudados.

—Veo que conoces la respuesta. Veo que la comprendes. Sin embargo, diría que no crees en ella.

Nadie te hará daño si aprendes a ocultar tus verdaderos pensamientos. Fue la primera lección que mi madre se encargó de inculcarme. Pasé toda mi infancia aprendiendo a interponer ante el mundo el escudo del silencio. Mi fortaleza estriba en mi habilidad para levantar muros y saber defenderlos. Pero ¿de qué me sirve ante quien es capaz de atravesarlos todos con una sola mirada?

—Tienes razón —revelo. Prefiero no imaginar el precio que habré de pagar por esta confesión—. A decir verdad, ni siquiera sé si quiero creer en ella.

Asiente.

—Me lo imagino. La juventud es la edad de los anhelos y la esperanza. No es nada sencillo mantener ese fuego sin la llama de las expectativas.

Sus palabras me dejan boquiabierto. Tengo la estremecedora sensación de escuchar mis propias frases a través de sus labios.

—¿Cómo sabes...?

—No es tan difícil, en serio. Aunque no lo parezca, yo también fui joven. —Para mi sorpresa, sonríe, con una mueca casi cómplice—. Hagamos un pacto, ¿quieres? Dime que recordarás esa lección. Y que, en algún momento del futuro, meditarás sobre ella. A veces el tiempo nos ayuda a adquirir una perspectiva diferente.

Prometo que así lo haré. Y siempre cumplo mis promesas.

—Pero, mientras esperamos a que llegue ese instante, dime: ¿piensas tardar mucho en terminar la limpieza?

Señala hacia la tablilla colgada en la pared, que conserva las últimas anotaciones de Zósimo. No he llegado a borrarla.

Vuelvo a calentar el estilo de bronce y aliso la cera hasta suprimir todo rastro. Los signos borrados arrojaban destellos de la Realidad que ama permanecer oculta.

Mientras realizo esta tarea, recuerdo que ayer Aspolia nos acusó, tanto a Nico como a mí, de no responder a la imagen del filósofo. En este momento caigo en la cuenta de que nuestra madre y hermana jamás ha intentado enmendar nuestro modo de vida. Otros guías exigen al alumno que se transforme en un reflejo de ellos mismos o, al menos, de la imagen que aspiran a proyectar de sí.

La sublime Hipatia ha transfigurado su existencia hasta convertirla en el perfecto paradigma de su doctrina. Pero, aunque encarne el ideal de la austeridad, la virtud y la mesura, no pretende imponer esa misma batalla a quienes la rodean.

La auténtica fortaleza sabe que sus cotas no deben rebajarse a la altura de la debilidad ajena.

—Me gustaría plantearte algo —continúa, mientras descuelga la tablilla. Deposita el estilo en su interior y la cierra como si manejara un códice de incalculable valor—. Imagina que gobiernas un navío y que navegas por un océano de intensas corrientes. Unas veces te arrastran; otras consigues dominarlas y seguir tu propio rumbo.

Asiento. También la vida posee corrientes turbulentas, que casi siempre nos arrastran a su capricho. Con todo, en algunas ocasiones, muy escasas, logramos domeñarlas y avanzar por los derroteros que nos hemos marcado.

—Imagina ahora que te encuentras con otro viajero. Y que te menciona una playa de inexpresable belleza, placentera y apacible. Él ya ha estado allí y, si así lo deseas, accede a guiarte. Una vez que te muestre el camino, podrás recordarlo, regresar y refugiarte en ese lugar siempre que lo desees.

—¿Acaso debo negarme? Si existe un sitio parecido, sin duda querría descubrir cómo llegar hasta allí. Y si además el viajero está dispuesto a mostrarme el camino, no veo razón alguna por la que rechazar su oferta.

Es una dialéctica similar a la que desarrolla durante las lecciones y que, paso a paso, abre el ascenso hacia la vía de la trascendencia.

—Ahora bien, imagina que, durante la ruta, debéis atravesar una zona de arrecifes, de la que sólo tú posees el mapa. Ese pergamino es el mayor de tus tesoros. Lo has creado con tu tiempo y tu esfuerzo, y en él has depositado todo tu orgullo y el peso de los secretos que no deseas compartir.

Empiezo a comprender. Ese mapa existe en realidad. Y representa algo más que unos trazos de tinta sobre un pergamino.

—La decisión es tuya, Tanis. ¿Estarías dispuesto a mostrar ese tesoro o preferirías seguir manteniéndolo oculto?

Me mira desde el umbral de la puerta, con la tablilla en el regazo.

—Depende del viajero —respondo—. Y de su facultad para leer los mapas ajenos.

Da media vuelta y, con un gesto, me invita a acompañarla al interior de la vivienda. La sigo.

Resulta de lo más extraño. Pocas cosas resultan tan abrumadoras como el peso de una preocupación. Y pocas otras alivian tanto esa carga como el poder de la palabra. Lo he comprobado hoy. He abandonado mi parapeto para sincerarme ante mi madre y guía, y ella me ha hecho el honor de escucharme. Durante unos instantes, he podido despojarme de una loriga opresiva hasta la asfixia, aun siendo consciente de que al despedirme tendría que volver a ajustármela y proseguir mi camino.

En casa de Nico me aguarda una sorpresa: una nota de Teócrito, que me propone acudir esta noche a su casa para disfrutar de un ágape en compañía de «otros insignes invitados». Tras las expresiones pomposas y algo áridas de la invitación, el hijo de Dorotea ha añadido una apostilla en un tono mucho más fraternal, en la que me manifiesta su interés personal en que asista al convite.

Mientras me preparo para redactar una respuesta, aparece Saúl, dejando un reguero a su paso. Tiene el aspecto de haber pasado la jornada buceando en los canales, con manto incluido.

—¿Qué es esto? ¿No has oído hablar de los pórticos o es que te gusta recorrer la ciudad a nado?

—¿Pórticos? Prueba a buscar alguno en el distrito de Bruquión.

Se despoja de las botas. De su interior brota líquido suficiente para aguar una jarra de vino.

—De acuerdo. Es mejor que te quedes en casa el resto de la jornada. —Dudo mucho que con este tiempo su presa salga a retozar por las calles, a no ser que se haya convertido en un tritón—. Además, esta noche tienes que acompañarme a una cena.

Por fortuna, a la caída de la tarde el cielo muestra un rostro más benévolo. Aunque Nico ha puesto a mi disposición su litera, prefiero recorrer las calles a lomos de mi caballo. Nunca me ha gustado ocultarme tras cortinajes. Cualquiera que sea la emboscada que la ruta me depare tras el próximo recodo, prefiero enfrentarme a ella con el rostro descubierto.

A ambos lados del canal de Esquedia, las calles están pobladas de olores procedentes de los hogares humildes: cebolla, tomillo, polenta y, en menor medida, vestigios de ajo, garbanzos, nabo, orégano y queso de cabra. También distingo efluvios de ese pan plebeyo cuyo aroma recuerda al pan canino que se suministra a los sabuesos en vísperas de una cacería.

Las grandes villae despuntan un poco más al sur. A sus puertas el ambiente destila la suave fragancia de los eléboros y los iris de Mauritania.

En esta ocasión la casa de Dorotea me dispensa una bienvenida muy distinta. Un palafrenero conduce mi montura a los establos. En el vestíbulo, una joven sirvienta se ofrece a lavarme los pies y, a continuación, me los frota con ungüentos olorosos.

Teócrito acude a darme la bienvenida en mitad de esta operación. Se ha desprendido de su ropa monacal para ataviarse con una impecable túnica ocre, arena y verde oliva con bordados en tonos marfileños. Tras los saludos de rigor, señalo su indumentaria y, con una ironía benévola, me confieso sorprendido de que en el desierto de Nitria se mantengan tan al día respecto a los últimos dictados de la moda.

Mi comentario le provoca un leve sonrojo.

—En realidad, yo hubiera preferido mi hábito de monje, pero mi madre ha insistido. Dice que sería una ofensa que me presentara ante nuestros egregios huéspedes con el aspecto de un pordiosero —se excusa—. ¿Qué puedo decir? Me temo que nunca he tenido sensibilidad para el protocolo. Y, desde luego, estos años en el monasterio no han contribuido a solucionar el problema.

No puede negarse que esos ropajes resaltan su inmensa envergadura. En contraste, su túnica negra disimulaba lo desgarbado de sus movimientos.

—No te imaginas lo mucho que me alegro de que hayas aceptado venir. —Su alegría parece tan sincera que, pese a mi natural desconfianza, no me permito dudar de su honestidad.

—No tanto como yo lo estoy de que me hayas honrado con una invitación. —Que espero que sea la primera de muchas. Acompáñame. Me gustaría mostrarte algo.

Me conduce hasta una puerta más allá del atrio, a través de la cual se adivina la luz temblorosa de una lámpara de aceite.

—Mi biblioteca privada —anuncia. Es la primera vez que oigo en su voz el timbre del orgullo.

No es para menos. Los estantes agrupan una impresionante colección de al menos una treintena de títulos. No faltan Homero, Platón y Aristóteles, junto a Eurípides, Hesíodo, Píndaro, Isócrates y —aún más inesperado— las Enéadas de Plotino.

Pero, sin duda, el protagonismo recae sobre el género patrístico. Los Padres Capadocios ocupan un lugar destacado: las Homilías de Gregorio de Nisa reposan junto a los valientes escritos de su hermano Basilio de Cesarea y la intachable oratoria y la delicadeza poética de Gregorio de Nacianzo. También hay lugar para la prosa enérgica de Ireneo de Lyon en su polémica contra el gnosticismo. Pero la posición más preeminente la detentan el antioqueno Juan Crisóstomo y dos de los tres grandes Padres Alejandrinos: Clemente y Atanasio. No dejo de constatar la ausencia del tercero, Orígenes. Comprendo muy bien lo que esto implica.

Sé que no resulta sensato mencionar ni a este último ni a su principal comentarista, el monje Evagrio Póntico. El difunto patriarca Teófilo persiguió con vigor a los eremitas partidarios de la doctrina origenista. En los tiempos que corren, el jardín de la maestra Hipatia es el único lugar en el que puedo defender sin temor mi creencia en la preexistencia de las almas o mi negativa a aceptar la existencia de un castigo eterno como el Infierno, por su intrínseca incoherencia filosófica.

Para ser sincero, no siento la menor premura por concluir la inspección. Permanezco largo rato acuclillado junto a los anaqueles mientras él me ilumina con la lámpara de aceite.

—Te felicito —reconozco, con franca admiración—. No sólo cuentas con una selección de títulos envidiable, sino también con unos ejemplares magníficos.

Así es. Todos estos volúmenes, por su excelente caligrafía, la calidad de sus materiales y su exquisita encuadernación, merecerían haber reposado en los anaqueles de la desaparecida Escuela Catequética de Alejandría.

Personalmente, siempre he encontrado interesantes algunos escritos de los grandes directores de esta Escuela: las Stromata de Clemente, por su valoración de la gnosis y su marcada inspiración platónica; y, ante todo, el Peri Arjon de Orígenes, que además abraza el estoicismo y el pensamiento pitagórico. Pero me limito a comentar mi admiración por el primero. Mi anfitrión me contempla con un asombro cercano al estupor.

—No sabía que conocieras la obra de los Padres Alejandrinos.

—Sólo de forma superficial, lo reconozco. En Cirenaica estudié durante algo más de un año en una escuela catequética.

—¿Sólo un año? ¿Por qué la abandonaste tan pronto?

—Sucedió algo inesperado que me obligó a replantearme muchas cosas.

—¿En serio? ¿Qué fue lo que ocurrió?

—Tuve que empezar a frecuentar una academia más exigente: la guerra.

Durante unos instantes guardamos un silencio espeso, cargado de resonancias de la devastación. Al cabo, se acuclilla frente a mí, como si solicitara mi permiso.

—¿Quieres saber cuál es mi favorito?

Asiento. Me cede la lámpara, posa la mano sobre uno de los anaqueles y toma un volumen, igual que si manejara un objeto soplado en el más frágil de los vidrios.

—Lo he copiado yo mismo. Son las Reglas de Basilio el Grande.

Conozco la obra. Se trata de un libro de pautas que, aunque carente de la complejidad de un tratado teológico, refleja un profundo compromiso con el ascetismo y la ética monacales. Lo abre para mí. No esperaba descubrir que su caligrafía resulta tan excelsa como su voz.

—Mi enhorabuena. Afirmaría sin temor a equivocarme que este ejemplar excede en calidad a todos los demás.

—Mi madre opina que sería un digno regalo para el patriarca Cirilo. Nuestro obispo tratará el incidente de San Alejandro en su homilía del domingo. Y me ha invitado a asistirle como lector en la Iglesia Mayor.

La Archibasílica —también conocida como el Gran Cesareo— es la sede del metropolitano alejandrino, la parroquia a la que acuden los altos cargos de la ciudad; entre ellos, el prefecto augustal, que asistirá en primera fila al sermón del patriarca.

Por lo visto, el obispo de Alejandría pretende exprimir todo el jugo a tan suculento episodio. No es de extrañar. Cirilo ya ha demostrado todas las cualidades de un político hábil y ambicioso. Sólo que, en esta ocasión, su maniobra me perjudica de forma desastrosa.

No es que yo cuente con las simpatías del vicario Orestes; pero todas mis esperanzas de evitar una represalia residían en que el hecho permaneciera en secreto. Si el comportamiento del oficial Dión sale a la luz, la prefectura tendrá que buscar un chivo expiatorio y aplicarle un correctivo ejemplar.

La fortuna es una amante traicionera que además se complace en las rupturas despiadadas. El episodio de San Alejandro está a punto de costarme el odio perpetuo del único hombre capaz de evitarme la espada del verdugo; o, en su defecto, una vida de miseria.

Por contra, Teócrito ha conseguido un sillón de lector en una de las iglesias más poderosas de la cristiandad; y nada menos que durante el último domingo de Adviento. Una distinción que podría suponer el primer peldaño de un ascenso hacia la jerarquía eclesiástica... suponiendo, claro está, que el homenajeado sepa extraer provecho de tan extraordinaria oportunidad. Aunque algo me dice que su madre ya ha empezado a maniobrar para sacarle partido.

—Por supuesto —concluye—, he insistido para que a ti también te inviten, tanto a la eucaristía del domingo como a esta cena.

Empiezo a comprender que el simposio de esta noche guarda cierta relación con el patriarca o, al menos, con su entorno. Y si Teócrito ha tenido dificultades para conseguir que yo asista, eso sólo puede implicar que alguien está interesado en mantenerme lejos.

Para mí, el único atributo conocido de Dorotea era su voz recia, desbordante de orgullo y autoridad. Este rasgo, junto a las formidables proporciones de su hijo, me había llevado a imaginarla como una mujer de tamaño colosal. Nada más lejos de la realidad. Nuestra anfitriona resulta ser menuda y enjuta, con rasgos secos y el porte de una soberana acostumbrada a conquistar la voluntad del mundo que la rodea. Sus cabellos ni siquiera han comenzado a mostrar vetas blancas. Me pregunto si la causa es que ella les ha prohibido encanecer.

No me queda más remedio que concluir que las principales cualidades de Teócrito —su envergadura física y su sencillez en el trato— provienen íntegramente de su difunto padre.

La señora de la casa me recibe con una sonrisa tan gélida que, sin duda, debe de producirle daño en los dientes. Sus otros tres invitados aguardan ya en el oecus corintio. Me pregunto de quién ha partido la idea de que Teócrito me mostrara su biblioteca. Esa estratagema nos ha apartado a ambos del resto de los comensales durante el tiempo suficiente para que la anfitriona despliegue sus redes.

Los libros se han encargado de mantener a buen recaudo tanto al convidado inoportuno como al vástago con mil virtudes encomiables... entre las que, por desdicha, no se cuenta la destreza política.

—Atanasio de Cirene —me amonesta—, es imperdonable que hayas tardado tanto en visitarnos. Quienquiera que traiga noticias de nuestra Teria debería correr hasta aquí sin dilación.

Por indicación suya, Teócrito se dirige a saludar a los demás invitados. Su progenitora se ha cuidado de pronunciar estas palabras mientras la cercanía de su hijo aún le permite oírlas.

—Si no te han llegado nuevas de tu querida prima, te ruego que no lo atribuyas a mi descortesía, señora. Confieso que traía una carta de Teria; pero, de forma inexplicable, me la han sustraído. Temo que esas líneas jamás lleguen a manos de quien sabría apreciarlas.

—Es una dura lección, en efecto. Pero Alejandría no acostumbra a recibir con clemencia a los viajeros que acuden de las provincias sin otro caudal que sus bocas hambrientas.

—Las bocas hambrientas muerden con más apetito. Cuando encuentres una, cuida de no acercar demasiado la mano.

Sin dignarse responder, me toma del brazo para conducirme hasta su hijo y el resto de los convidados. Incluso a través de la ropa, sus dedos menudos y afilados parecen clavarse en la carne, con una fuerza que nada tiene que envidiar a la mordedura de una serpiente.

Aprovecho para lanzar una rápida ojeada a la sala. El imponente fresco del muro principal reclama mi atención. Representa a una Theotokos entronizada que sostiene en su regazo al Cristo infante. El niño contempla a su madre en actitud suplicante mientras alza las manos hacia ella. Su figura presenta unas proporciones algo menores que las de la Virgen, lo que intensifica la majestad de ésta, que examina con severidad al espectador, ignorando los ruegos de su criatura.

La dueña de la casa realiza las presentaciones de rigor con una precipitación que roza los límites de la cortesía antes de asignarnos nuestros lugares alrededor de la mesa. El puesto de honor está reservado a un varón de unos veinte años, de tez pálida y complexión delgada, que compensa su discreta estatura con gestos rotundos y porte enérgico. El reverendo Atanasio —mi homónimo— resulta ser sobrino del patriarca Cirilo y, a pesar de su juventud, ya ostenta el rango de diácono. En comparación, Teócrito, recostado junto a él en el triclinio, parece poseer la envergadura de uno de los legendarios titanes.

La propia Dorotea comparte el segundo asiento con un hombre maduro, de rostro amplio, incipiente calvicie y cuerpo ligeramente rollizo. Reconozco en él al lector que acompañaba al hijo de nuestra anfitriona en la parroquia de San Alejandro, el día en que lo conocí. Su nombre es Pedro. La señora de la casa lo presenta como magistrado del consejo local y como «un perfecto creyente en Jesucristo, con todo lo que eso conlleva».

El individuo que se recuesta frente a mí en el tercer triclinio —el de menor rango— responde al nombre de Dámaso. Aparenta unos treinta años. Posee una elevada estatura, torso estrecho y semblante alargado. Por lo que he podido colegir, es uno de los gestores subordinados al tesorero mayor de las arcas patriarcales. A imagen de la administración provincial, que separa a las autoridades civiles de las militares, los oficiales del episcopado se diferencian entre oficiantes y administradores. En este aspecto, como en tantos otros, la organización eclesiástica imita a la imperial.

También él recibe calificativos similares a los del resto de asistentes, por ser «una persona de ética y conducta irreprochables». Observo que no hay nada, ni en mi moral ni en mi comportamiento, que la dueña de la casa considere merecedor de esos mismos elogios.

—Dámaso, «el domador»: interesante carta de presentación —le comento mientras nos acomodamos—. Francamente, preferiría que mis padres hubieran optado por un nombre así de contundente.

—El tuyo tampoco carece de rotundidad, Atanasio, «inmortal». Pocos otros cuentan con un significado igual de trascendente.

—Trascendente pero anodino; comparto nombre con la mitad de los ciudadanos del imperio.

Sonríe con franca cordialidad.

—Así que procedes de Cirene. He oído que hubo un tiempo en que los diezmos de tu diócesis no desmerecían a los que recibe el trono de san Marcos.

—Esa época no está tan lejana en los cómputos de la Historia. Sin embargo, hoy parece como si nunca hubiera existido.

Reconozco que me siento cómodo a su lado; me atrevería a asegurar que es recíproco. Su voz proporciona una impresión de sosiego reforzada por los rasgos serenos de su rostro. Sin embargo, esta aparente placidez queda desmentida por la vivacidad de unos ojos redondos, inquisitivos y agudos como los de un ave rapaz.

—Hay quien afirma que Alejandría es la imagen del paraíso; en tal caso, mi tierra natal reflejaría el averno, pues representa la antítesis del delta. Aquí reinan el verdor y la lozanía. Allí todo está modelado en arena y granito, incluidos los corazones de sus habitantes. —Apoya la mejilla sobre el puño cerrado—. Soy oriundo de Siena. ¿Has oído hablar de ese lugar?

—He leído sobre la ciudad. Se levanta junto a la primera catarata del Nilo, a cinco mil estadios de Alejandría.

Levanta su copa hacia mí, a modo de homenaje.

—Reconozco que no esperaba esa respuesta —declara, a la vez asombrado y complacido—. Vas a tener que revelarme tus fuentes de información.

Así lo hago. Conozco esas referencias a través de mi admirado Eratóstenes. Calculó la circunferencia terrestre sirviéndose tan sólo de dos datos: la distancia entre ambas ciudades y las sombras proyectadas durante el solsticio de verano por un gnomon situado en cada una de ellas. El argumento pronto desemboca en un acalorado debate sobre si el genio de Cirene empleó como unidad de medida el pie egipcio o el griego. El discurso de mi interlocutor es fresco, rico y fluyente. No había esperado disfrutar tanto de su conversación.

Al final, incapaces de alcanzar un acuerdo, nos limitamos a brindar por el segundo Platón y por la tierra que le vio nacer. Tras apurar los cálices, me confieso impresionado por la amplitud de sus conocimientos matemáticos.

—¡Qué más quisiera! De ser así, no me limitaría a enterrarme en cuentas y balances. Mas, para mi desgracia, siempre he dominado mejor la aritmética que la geometría. Ésa es la distancia que separa a un mercader de un filósofo.

—Buen símil —reconozco, divertido—; aunque la raíz del problema resulta algo más complicada.

—¿La raíz, eh? ¿De modo que eres de los que prefieren las raíces a los frutos? Ése es otro de los métodos para distinguir a un pensador de un negociante —ironiza—. Está claro a cuál de las dos categorías perteneces.

—No estaría tan seguro, créeme.

—¿Sabes? Mi padre siempre decía: «Cualquier absurdo que puedas llegar a concebir ya habrá habitado antes la mente de un filósofo».

No puedo evitar romper a reír.

—Me temo que no hay nada que pueda argumentar en contra.

—Eso no es todo. También afirmaba: «Desconfía de quienes se empeñan en venderte su propio desinterés por el mundo».

—Es curioso. En mi casa me prevenían de lo contrario: «Desconfía de quienes se empeñan en venderte el mundo a su propio interés».

Sonríe con una contagiosa jovialidad.

—No hay nada más peligroso que un adversario con alma de negociante y lengua de sofista. —Indica con un gesto que vuelvan a llenar nuestras copas—. Casi me dejo engañar, Atanasio de Cirene. Tú también eres un comerciante feroz; de los que no retroceden ante nada hasta conseguir el acuerdo más provechoso.

Desearía que el resto del banquete discurriera del mismo modo; pero, tras los vinos, en la pausa entre la tercera cena y los postres, sucede lo inevitable. Ahora la conversación integra a todos los comensales y, con la fatalidad ineluctable de una pesadilla, se desvía hacia el enfrentamiento entre Teócrito y el representante del prefecto augustal. La anfitriona despliega todos sus recursos para adjudicar a su hijo el mérito de lo sucedido. Pero él, como todos aquellos que se deben a su honestidad, se resiste a enfocarlo del mismo modo.

—A decir verdad, conté con la inestimable ayuda de mi pariente, el caballero Atanasio.

Ciertas palabras instigan más que la llamada de un cuerno de batalla. Dorotea se apresura a contraatacar.

—Sí, es una fortuna para todos nosotros. Tenemos que celebrar que Atanasio de Cirene aún prefiera acudir a la basílica en domingo, y no a la academia de la filósofa Hipatia.

Percibo trazas de disgusto en los rostros de los invitados. El arconte Pedro reacciona con evidente irritación.

—Debería prohibirse a esa mujer que continuara practicando sus escandalosas actividades. Su simple presencia resulta perniciosa para esta ciudad.

No puedo contenerme.

—Disculpa que discrepe, decurión Pedro. No comprendo cómo pueden considerarse perjudiciales las actividades de una de las figuras más eminentes de Alejandría, que goza de merecida fama en todo el imperio; y a la que, por añadidura, el municipio ya ha dispensado honores cívicos en varias ocasiones.

—Es evidente que esa nigromante ya te ha contaminado con su influjo dañino —se indigna—. Pues, de otra manera y como buen cristiano, no tendrías más remedio que reconocer la falsedad de su doctrina.

—Permite que disienta una vez más si afirmo que tu opinión, por fundada y justa que pueda parecer —recalco estas palabras con ironía—, no representa a todo buen cristiano. La docta Hipatia ha sido maestra de dos obispos de Ptolemaida, parientes míos, para más señas. Por lo demás, siempre mantuvo buenas relaciones con el patriarca Teófilo, tío y predecesor de nuestro venerable Cirilo. Y todos los aquí presentes reconocemos que el reverendísimo Teófilo se distinguió por combatir, con vehemencia y sin descanso, cualquier rastro de heterodoxia, proviniera éste de la filosofía pagana o de las propias filas cristianas.

Así pueden confirmarlo los monjes origenistas del desierto egipcio, e incluso el propio patriarca de Constantinopla, el elocuente Juan Crisóstomo; pero también los restos ensangrentados del Serapeo, sobre los que hoy se alza la iglesia de Juan el Bautista y Elías.

Mi interlocutor me señala con el dedo, en un gesto casi amenazador.

—¿Qué mayor prueba de desvergüenza que entregarse en público a actividades contra natura? ¿O acaso no es ofensivo que una hembra cometa la insolencia de instruir a los varones, pese a la subordinación de la naturaleza femenina?

—Reconozco que encuentro ofensiva la insolencia de muchos varones, decurión, pero no puedo decir lo mismo de la ciencia que atesora la sapiente Hipatia.

—Sin embargo —interviene el sobrino de Cirilo—, el Génesis afirma que el Todopoderoso creó a Eva a partir de Adán. Una prueba irrefutable de que la mujer es inferior al hombre, y subordinada a él.

Pedro vuelve a recostarse sobre el diván. Añade:

—Y el Nuevo Testamento proclama: Que la mujer aprenda en silencio, con toda sujeción. Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino callar. Porque Adán fue formado primero, después Eva; y Adán no fue engañado, sino que la mujer, siendo engañada, incurrió en transgresión. Pero se salvará engendrando hijos, si permaneciere en fe, amor y santificación, con modestia.

Asiento.

—Timoteo, primera carta, capítulo segundo. Conozco el pasaje. No obstante, el evangelista Mateo, en el capítulo veinticinco, nos enseña que no debemos sepultar nuestros talentos, sino, por el contrario, emplearlos y multiplicarlos. ¿Debería la eminentísima Hipatia enterrar esa inteligencia preclara que le ha sido concedida por el Altísimo y relegarla al olvido?

—Así debería hacerlo, en efecto —rebate el diácono Atanasio—, puesto que no la ofrenda para mayor gloria de Nuestro Señor, sino para alimentar su orgullo.

—Y para desvirtuar un don divino en el ejercicio de una actividad maléfica —añade el arconte Pedro, cuya argumentación, al igual que el tiro de una noria, posee la virtud de regresar siempre al punto de partida.

Felizmente, Dorotea interviene para proporcionar una vía de escape.

—Sería muy interesante que nuestro reverendísimo Cirilo se pronunciara al respecto en una de sus epístolas festales, como con tanto acierto e inspiración acaba de hacer con los teófobos judíos.

En este punto, mi homónimo Atanasio toma la palabra para lanzar un extenso discurso repleto de referencias a la «ceguera», la «estulticia» y la «impiedad» de los hebreos que —por sus correlaciones con los relatos evangélicos de la Pasión y el libro de Jeremías— imagino extraídos de los tratados de exégesis bíblica de su tío Cirilo. Las acusaciones de deicidio derivan hasta el punto de juzgar su presencia en las calles como un «miasma», y su sinagoga como «un foco de lepra» en la ciudad.

—Parece que nuestro comensal de Cirene no está muy de acuerdo —apunta con malicia la anfitriona, que no ha dejado de observarme durante la disertación.

Ambos sabemos que adentrarme en el terreno de la polémica doctrinal equivale a pisar una trampa mortal. Debo caminar con cautela y orientar la argumentación hacia otros derroteros menos peligrosos.

—No se trata de eso, señora. En realidad, sólo me pregunto si es lícito imputar a nuestros contemporáneos las faltas que cometieron sus antepasados hace cuatrocientos años.

—Los judíos son una raza agresiva y violenta —alega ella—. No hace falta remontarse a cuatro siglos atrás. Nuestra ciudad guarda el recuerdo de atrocidades más recientes, decurión Atanasio. Pero supongo que para los libios es demasiado complejo indagar en los misterios del pasado.

Si conociera la Historia tanto como pregona, sabría que mi tierra ha sufrido el flagelo de los zelotas en más ocasiones y de forma más virulenta que la capital del delta.

En realidad, la última revuelta judía que afectó a los habitantes de esta metrópolis estalló hace tres siglos, durante el decimoctavo año de Trajano; un levantamiento sanguinario y lleno de saña que devastó Cirenaica, Alejandría, Egipto y, a continuación, Chipre, Palestina y Mesopotamia. El emperador reaccionó con una ferocidad brutal, hasta el punto de multiplicar los estragos ya causados por los rebeldes; aunque sí es cierto que reservó una represalia despiadada para los judíos de esta ciudad, por la importancia vital que ésta reviste para la subsistencia del imperio.

Pero mientras unos años más tarde, durante la revuelta de Bar Kojba, Alejandría permanecía en calma, Libia volvía a ser arrasada por la violencia judía y la represión, no menos implacable, del augusto Adriano. La crisis dejó secuelas imborrables en toda Pentápolis. De hecho, la gloriosa Cirene nunca volvió a recuperarse por completo de la catástrofe. Los miliarios cercanos a la ciudad conservan una inscripción indeleble, grabada por orden del emperador: «Éstas son las carreteras hundidas y destruidas en la revuelta de los judíos».

Ciertas injurias regresan contra el rostro de quienes las pronuncian. Nuestra anfitriona debería cuidarse de imputar a los demás una ignorancia de la que ella misma da cumplidas muestras.

—Te equivocas, señora. Nadie mantiene tan viva la memoria de las atrocidades hebreas como los habitantes de Cirene. Pero mantener el recuerdo no equivale a mantener el odio.

La dueña de la casa parece a punto de lanzar otra réplica, pero su hijo se adelanta.

—Madre, nuestro pariente tiene razón. De nada sirve reabrir las heridas del pasado y buscar adversarios que ya no existen. Los libios tienen ahora otros enemigos.

Nuestra anfitriona me dedica una áspera sonrisa.

—Ah, la guerra. Qué oportuno resulta escudarse en ella. Sirve para justificar cualquier cosa.

El reverendo Atanasio niega con determinación.

—Existen cosas injustificables, señora. Los judíos no escaparán a la ira divina. Como tan acertadamente señala nuestro patriarca en su comentario al Evangelio de San Juan: Dejad que los ignorantes judíos, que endurecen sus mentes hasta la completa obstinación, comprendan que ellos mismos están invitando a que la destrucción se abata sobre sus cabezas. La irá divina caerá sobre ellos, y se les despojará de todo lo bueno como pago por su rencor contra Cristo.

De camino a casa, Saúl permanece extrañamente silencioso. Los cascos de nuestras monturas resuenan sobre el empedrado de las calles vacías.

—Espero que al menos tú gozaras de una velada entretenida —comento al fin.

—Seguro. Deberías probar a venir a la cocina y beber cerveza junto a los escoltas, en lugar de recostarte en un lujoso comedor y enjugarte los dedos en los rizos de las camareras.

—¿Ha ocurrido algo? —No preciso de su respuesta. El tono de su voz me confirma que así ha sido.

—Todo iba bien hasta que al esbirro de uno de tus amigos se le fue la cabeza a causa del alcohol. Entonces empezó a jactarse de su forma de tratar a las hembras díscolas y a describir el mejor método para destrozarles la cara. —Aprieta las riendas con tanta rabia que sus nudillos están blancos—. Te juro que estuve a punto de demostrarle que yo también tengo mis métodos.

No respondo. Recuerdo nuestros últimos momentos junto a Eliana. Nos hemos trasladado a Ptolemaida a fin de que yo asista a la escuela catequética. A finales del invierno, ella anuncia que debe regresar durante un tiempo a Damocaris para cuidar de su hermana mayor, que se encuentra a punto de dar a luz.

Se despide de nosotros antes del amanecer. Saúl la estrecha hasta casi asfixiarla.

—Vuelve en cuanto Sara esté bien. No olvides que aquí te necesitamos tanto como ella.

—¡No me digas! Ya hablaremos cuando tengas que cargar con una criatura de nueve meses en el vientre.

Se libera del abrazo de su hermano con una sonrisa levemente recriminadora.

—No espero que lo entiendas. Los hombres se entrenan desde su infancia para dar muerte. Las mujeres, para conceder la vida.

Esas palabras constituyeron su despedida. Nunca alcanzó su destino. Su marido la sorprendió en la ruta hacia la casa de mi madre.

A diferencia de Alejandría, Ptolemaida no emplea velos ni afeites. No es lugar para quien aspire a disimular su rostro ni, mucho menos, su presencia. Un verdugo armado de empeño y odio supo cómo encontrar a Eliana. Tampoco él pudo mantenerse oculto mucho tiempo.

Saúl hizo lo posible para evitar involucrarme. Cuando tuve noticia de sus planes, era demasiado tarde. No me quedó más opción que salir corriendo en su busca, en plena noche. Recuerdo a la perfección el momento en que doblé aquella esquina y lo encontré bañado en sangre tras apuñalar al asesino de su hermana.

Obligué a que mis hombres lo sacaran a rastras de aquella callejuela. Los primeros vecinos comenzaban a abrir los batientes portando sus lámparas. No podía permitir que las sospechas recayeran sobre él. Agarré el cuchillo y me empapé la túnica en el estómago del difunto.

Soy un aristócrata. La justicia no se muestra tan rigurosa con los de mi clase. El caso de Saúl es diferente. Incluso aunque acabe exculpado, probablemente deba de enfrentarse al potro de torturas durante el interrogatorio.

La víctima mató a una de mis domésticas; estaba en mi derecho a exigirle cuentas por ello. No tengo la culpa de que reaccionara con violencia y me obligara a defenderme. Dudo que se me trate con excesiva severidad. Al fin y al cabo, sólo se trata de un plebeyo. Y mi familia, una de las más influyentes de la provincia, mantiene excelentes relaciones de amistad con el gobernador Genadio.