9
Nico afirma que la política consiste en el arte de revestir la propia casa con lo mejor del patrimonio ajeno. De ser así, debo concluir que el aposento que me han asignado se reserva a invitados expertos en tales técnicas; en otras palabras, a huéspedes oficiales del más alto rango.
Es una amplia estancia columnada, con un espléndido pavimento de mosaico cuyos motivos representan escenas marinas. Un mirador inmenso contempla los puertos, el Heptastadio y el Faro, y permite la entrada a la refrescante brisa del litoral. La decoración mural incluye un zócalo labrado de jaspe bajo paneles en mármol de África y pórfido rojo. Al examinarlos con las yemas de los dedos compruebo que no se trata de materiales pintados; su tacto los delata como auténticos.
Cualquier ciudadano desconocedor de los ritos palatinos consideraría paradójico que el prefecto augustal ofrezca su techo a alguien que reside en la ciudad. En realidad, su invitación reviste un profundo simbolismo. El excelentísimo Orestes, el hombre que detenta uno de los cargos más poderosos del imperio, me reconoce como su nuevo protegido.
Antes de la cena recibo una visita inesperada. Dión se persona en mi aposento so pretexto de interesarse por mi estado. La excusa resultaría más verosímil si se dignara aproximarse al lecho en lugar de darme la espalda para ubicarse frente al balcón.
—¿Cómo te encuentras?
—De maravilla. Casi tan bien como si me hubiera coceado una manada de onagros furiosos. Te animo a que lo pruebes por ti mismo.
No responde. Por primera vez se muestra inmune al sarcasmo ajeno. Tras un prolongado silencio comienza a narrar que el prefecto Orestes ha ordenado comparecer a los guardias de la escolta para sancionarlos con la dureza que su deserción merece. Tan sólo los custodios de mi interlocutor han quedado eximidos de castigo, al explicar que actuaron bajo mis órdenes, declaración que su asignado se ha encargado de confirmar.
—De modo que debo reconocer a tu querido Atanasio un mérito aún mayor del que creía —ha comentado el vicario antes de despedir a su protegido.
Dión cae de nuevo en el mutismo. No comprendo adónde pretende dirigirse. En lugar de contestar, espero a que prosiga. Al cabo, se gira hacia mí con los brazos a la espalda y la vista baja.
—¿Aún quieres trasladar a tu famosa actriz?
—Por supuesto que sí. Y cuanto antes.
Parece concentrarse en el empeine de su sandalia.
—De acuerdo, veré lo que puedo hacer —masculla—. Lo consultaré con el arconte Heliodoro y averiguaré si es viable iniciar un procedimiento de urgencia.
—Una cosa más. Si quieres cerciorarte de que llega sana y salva al día de su marcha, te convendría mantenerla bien protegida hasta entonces.
Lanza un sonoro bufido.
—Tendrás que acompañarme a plantear ese tema ante el tribuno Herenio. Tras lo sucedido hoy, toda la escolta que acompañaba al vicario será degradada. Me consta que buscan para ellos los destinos más demeritorios. Así que tal vez estés de enhorabuena.
—Dices bien. Está claro que hoy es mi día de suerte. Nada como una buena paliza pública para demostrarlo.
Aunque no le falta razón. Para cualquier soldado perteneciente a la guardia de la prefectura, pocas asignaciones resultan tan deshonrosas como escoltar a una actriz.
La historia demuestra que el pueblo de Alejandría es amante de los espectáculos cruentos. Hoy puede darse por satisfecho. Ha sido testigo de un veredicto sin paliativos.
He presenciado el suplicio desde la terraza de los tribunales, sentado junto al prefecto augustal. El procesado ha recibido su punición sobre un enorme estrado, en el mismo escenario en que perpetró su crimen; en un ágora rebosante de público que jaleaba con entusiasmo al verdugo. Aunque éste ha aplicado todos sus recursos para mantener vivo al condenado, no ha tenido éxito en su intento. El tormento ha resultado excesivo para el reo, que presentaba una constitución frágil, sin duda a causa de sus prácticas ascéticas. Ha expirado sobre la tarima.
Reconozco que no he encontrado en mi interior cobijo para la piedad. Estuve cerca de morir en su lugar. Hoy lo afronto con el cuerpo dolorido y el orgullo aún lacerado. Sólo puedo dedicarle la inclemencia de un corazón agraviado que exige justicia.
Con todo, soy consciente de cuanto implica lo ocurrido. Ciertamente, el tal Amonio era un criminal. Fue culpable de un intento de magnicidio, responsable de amenazar y agredir al representante imperial. Sin embargo, también era un eremita de Nitria: una comunidad que despierta una profunda veneración entre el pueblo alejandrino y a la que muchos atribuyen un halo de santidad. El propio patriarca Cirilo perteneció durante un tiempo a esa congregación. Sin duda buscará el modo de presentar el episodio bajo un prisma provechoso para el trono de san Marcos.
Me consta que el obispado ha remitido un informe a Constantinopla, al igual que lo ha hecho el prefecto augustal. No me atrevo a asegurar que el incidente genere una reacción oficial desde el Bósforo. Lo que sí parece evidente es que ciertos sectores alejandrinos no están dispuestos a darlo por concluido.
Hoy me cruzo con Néstor en el peristilo que comunica el ala oficial de la residencia con las estancias privadas. Por primera vez, se detiene a saludarme por propia iniciativa, sin importarle que nos hallemos a la vista de todos. Su cambio de comportamiento evidencia que mi situación ha variado perceptiblemente.
—Aún habremos de esperar un tiempo para conocer el pleno alcance de estos sucesos —me dice—, pero no querría perder la oportunidad de presentar mis respetos a uno de nuestros futuros oficiales.
Su comentario me resulta sorprendente. Sé que muchos hombres de mi posición se sentirían halagados ante el pronóstico de encontrarse a las puertas de una carrera administrativa; pues ésta no sólo exime de las penosas liturgias públicas, sino que, por añadidura, puede abrir el camino de acceso al rango senatorial.
—Agradezco tu cortesía; aunque, para ser sincero, creo que tus expectativas resultan algo exageradas.
—En absoluto —replica—. Permaneciste junto al representante imperial cuando todos los demás le habían abandonado. Muchas personas recordarán tu nombre.
Atestigua que la cancillería imperial recibirá elogios de mi actuación, tanto por parte del prefecto augustal como de la Escuela de Agentes Confidenciales.
—Puedes estar seguro de que en breve tu nombre se mencionará en la corte del Bósforo. Alguien en tus circunstancias puede labrarse un brillante porvenir en la administración imperial si sabe pulsar los resortes adecuados y permanecer asido a ellos. —Se acaricia la barbilla—. Y algo me dice que no ignoras cómo mantener los dientes bien hincados cuando la presa merece la pena.
Sabe Dios lo mucho que siempre he denostado a los funcionarios imperiales; tanto que jamás he albergado la menor intención de convertirme en uno de ellos. Pero ése no es un asunto que en estos momentos me preocupe en demasía. Cuento con prioridades mucho más acuciantes.
Confiaba en que Simón de Siena me transmitiría información relevante sobre su protector Dámaso, pero hasta ahora todos sus informes se han revelado insustanciales. Mi paciencia ha alcanzado su límite. Le advierto que, si no me proporciona resultados en breve, deberá atenerse a las consecuencias. Su respuesta consiste en convocarme el miércoles a mediodía en la iglesia de San Miguel.
La parroquia se sitúa no lejos del Gran Puerto oriental y la zona comercial del Emporio, cercana a la casa de Nico. El barrio, en general bastante concurrido, experimenta un notable vacío en las horas estivales de la canícula. Muchos establecimientos cierran sus puertas hasta mediada la tarde. En contraste, las oficinas del Emporio permanecen siempre abiertas, incansables y vigilantes, recolectando impuestos sobre cada libra de las mercancías que fondean en los puertos.
Al menos, el calor sofocante no es mal compañero para mis músculos, aún embotados de dolor. Saúl me sigue por las calles casi desiertas, sudoroso como un caballo de las postas imperiales. A pesar del bochorno, se niega a renunciar a su inseparable peto de cuero, del que sólo se desprende en el interior de casa.
—Nunca se es lo bastante precavido —asegura—. El adversario puede surgir de improviso desde detrás de cada esquina.
No obstante, todo me induce a creer que hoy cualquier posible rival manifestará el buen juicio de permanecer en casa. Apenas nos cruzamos con unos pocos transeúntes. Bajo el sol inclemente, este sector de la ciudad pertenece a los perros, que dormitan bajo los pórticos sin molestarse en espantar los enjambres de moscas, y a los graznidos de las gaviotas, que picotean ruidosamente los desperdicios.
La iglesia de San Miguel conserva casi intacta su apariencia de antiguo santuario. Saúl se adelanta para asegurarse de que nadie acecha oculto entre la imponente columnata frontal. Mientras aguardo a unos pasos de distancia, estudio el edificio. Nico me ha informado de que se fundó hace casi siete siglos, como un santuario dedicado a Cronos. Hoy los relieves originales del frontispicio han sido sustituidos por escenas que representan al arcángel como patrón del río Nilo y protector de las crecidas. Me consta que mi hermano tracio aborrece este lugar.
—Fue el primer santuario dedicado a las divinidades tradicionales en ser arrastrado al culto cristiano —me comentó en cierta ocasión—. ¿Sabes?, en la antigüedad albergaba una estatua del dios tiempo que gozaba de fama en todo el imperio.
Saúl me indica que el camino se encuentra expedito. Penetramos en la basílica. En contraste con la claridad deslumbrante de la calle, el interior parece sumido en la penumbra. Cuando mis pupilas comienzan a acostumbrarse, percibo que una hermosa cruz de mármol preside la nave.
—Por alguna razón, a los egipcios les entusiasmaban los dioses con cráneos de animales —me reveló Nico—. Así que ese formidable Cronos poseía cuerpo humano y una cabeza de león... que, según parece, le confería un aspecto aterrador. Pero ni su imponente presencia pudo salvarlo.
Así fue, en efecto. El obispo Alejandro ordenó destruir la estatua y utilizó el torso para labrar la magnífica cruz que ahora se alza ante mis ojos.
Pero la pulcritud de su tallado no basta para retener mi atención. Busco a Simón entre los escasos visitantes del templo, sin encontrarlo. Sin embargo, sí distingo a una mujer alta y delgada que se dirige hacia mí. Reconozco a la dama de compañía que descendió del carruaje junto a la hermana de Dámaso, sosteniendo el parasol sobre su señora. Su actitud recogida y el ritmo pausado de sus pasos no la distinguen del resto de los fieles que pasean por la nave entregados a la oración.
Al pasar frente a mí susurra en un tono apenas audible:
—Caballero Atanasio, te ruego que me sigas hasta el jardín.
Ni siquiera se detiene. Continúa su recorrido con perfecta calma, hasta alcanzar una puerta lateral. La empuja y desaparece tras ella. Espero un tiempo prudencial antes de imitarla.
Saúl abre el camino. No necesito observar su rostro para saber que su frente está fruncida. No ignoro cuánto le disgusta el hecho de que un encuentro que se preveía público se desvíe hacia un escenario apartado.
El patio, de notables dimensiones, se encuentra rodeado por una esbelta galería de columnas. Nuestra guía espera en el otro extremo del pórtico. Al vernos aparecer retoma su recorrido y, manteniendo la distancia, nos conduce a través de una larga crujía que desemboca en una puerta cerrada. Se detiene allí y nos aguarda, en compañía de una mujer ya entrada en años ataviada con una sencilla túnica blanca, un cinturón trenzado y un velo sobre la cabeza.
Sin duda se trata de una virgen sagrada. Me examina con detenimiento de arriba abajo. Su porte rebosa autoridad. Tal vez se trate de la superiora de su congregación.
—Dispensa, caballero —apunta en un tono perentorio que nada tiene de disculpa—, pero debo pedir a tu acompañante que no atraviese este umbral.
Tras un breve momento de hesitación, accedo. Sólo entonces abren el batiente y me ceden paso a otro jardín interior de tamaño mucho más modesto. Apenas logro entreverlo, puesto que tanto la entrada como su puerta adyacente se encuentran separadas del recinto mediante unos cortinajes.
Imagino que la estancia se consagra a ciertos invitados especiales que deben ocultarse a los ojos de las vírgenes sagradas, al igual que ellas han de permanecer invisibles para los visitantes.
La habitación es sobria y reducida, no muy distinta —imagino— a una celda monacal. En su interior me espera un modesto taburete situado frente a una cortina. Espero a que la puerta se cierre a mis espaldas para tomar asiento.
—Sé bienvenido, caballero Atanasio —me saluda una suave voz desde el otro lado de la colgadura.
La reconozco, pese a haberla escuchado tan sólo en una ocasión. Es Dafne, la hermana del reverendo Dámaso.
No es la primera vez que me encuentro en una situación semejante. En el barco que me trajo a Alejandría, las mujeres permanecieron en todo momento tras un espeso velo, separadas de los miembros de la tripulación y los viajeros masculinos.
—Me alegro de que volvamos a encontrarnos, señora, aunque confieso que esperaba reunirme con Simón.
—Él no está aquí. Los varones no tienen permitido penetrar en este sagrado retiro.
Sonrío con ironía, consciente de que ella no puede observar mi gesto.
—Dime entonces, señora, ¿qué puedo hacer por ti?
—Recuerda cuán breve es mi tiempo, canta el salmo. Así pues, no te entretendré en demasía. Ha llegado a mi conocimiento que custodias algo que me pertenece, una joya de familia que en su día entregué como garantía de un pago. Al fin he reunido la cantidad convenida y deseo recuperarla.
Me tomo unos instantes para contestar. No comprendo por qué Simón no ha realizado esta oferta en persona, ni por qué mi interlocutora corre tantos riesgos para encontrarse conmigo; desconozco incluso cuánto sabe de la presión que ejerzo sobre su protegido. Ignoro demasiadas cosas. Debo ser cauto.
—Para ser sincero, señora, no acostumbro a realizar negocios con quien se obstina en ocultarme su faz.
Sigue un largo mutismo, bajo el cual adivino la inquietud de la renuencia.
—Tal vez me he equivocado al juzgarte; tal vez no eres el caballero que tu título sugiere.
—El pecado no mora en los ojos, sino en el espíritu, y no hay velo que sepa contenerlo —disiento—. Pero ninguno de nosotros ha acudido aquí con el desenfreno en el corazón. El salmo que acabas de mencionar reza también: Misericordia y verdad van delante de tu rostro. Necesito leer la sinceridad en tu semblante; a cambio, tendrás la del mío. Ni tú ni yo podemos exigir menos; no en vano el asunto que nos ocupa es de vital importancia para ambos.
Tras otro prolongado silencio, oigo cómo se alza. Su mano aparece sobre el extremo de la cortina y la aparta hacia el muro. Acto seguido, regresa a su silla y toma asiento en actitud recatada, con las manos sobre las rodillas. Todo en ella emana fragilidad.
—Te lo agradezco, señora. Ahora, hablemos.
No sin esfuerzo, levanta la vista hacia mí. Compruebo que las contusiones de mi rostro la sobresaltan. No obstante, lucha por mantener la mirada firme.
—Visito a las hermanas casi a diario. Sé que sus corazones se complacen en difundir la generosidad de nuestro Padre Celestial. Te reciben hoy aquí a petición mía y en contra de su código. No deseo que ni tú ni yo seamos para ellas motivo de recriminaciones.
—Secundo tus palabras —certifico. Comprendo que ambos nos hallamos en una situación tan irregular como arriesgada. Tampoco yo tengo interés en prolongarla más de lo necesario.
—Estamos en la casa del Señor. Así pues, encomendémonos a Él y hablemos con el corazón sincero, en plena certidumbre de la fe y purificados de toda mala conciencia.
Su voz desprende candor, al igual que su tez, inmaculada como una azucena. Su cercanía ejerce un influjo difícil de resistir. No sólo apacigua; también desarma.
—Así sea. Y bajo ese auspicio, señora, he de insistir en algo. Desearía conocer las razones de que tu protegido no acuda a esta reunión.
—Es un hombre temeroso de Dios —confiesa con toda sencillez—; pero, por desgracia, también teme a los hombres, como todos aquellos que no buscan su valentía en la infinita misericordia del Señor. Asegura que nunca consentirás en devolver esa joya. Pero yo percibo que no aíslas tu corazón bajo un manto de oscuridad. Quiero demostrarle que se equivoca.
Comienzo a vislumbrar los motivos de Simón. La fianza que conservo en mi poder es demasiado valiosa; no hay alma en el mundo capaz de inducirme a renunciar a ella. Mas, si tal persona existiera, no diferiría mucho de la joven sentada ante mí.
—Suscribo tus argumentos, créeme. Pero nos enfrentamos a un problema complejo. Comprendo por qué precisas recuperar ese objeto. Por desgracia, también yo lo necesito.
—No alcanzo a entender para qué.
Muestra una extrañeza demasiado espontánea para no ser genuina. Debo concluir que desconoce las razones de mi interés por esa prenda y, por tanto, los detalles de mi trato con su protegido. Parece que éste ha creado una ficción diferente para cada uno de sus dos benefactores; una estrategia concebida para su provecho que quizás pueda redundar también en el mío.
—Simón cometió algunas faltas —admite—. Pero errar es humano. Por eso Cristo afirmó: No he venido a llamar al arrepentimiento a los justos, sino a los pecadores. Si el Señor le concedió Su redención, no hay razón para que tú se la deniegues.
—Nada más lejos de mi intención. Sin embargo, convendrás en que cada cosa tiene su precio. El Altísimo lo afirmó así en las leyes de Moisés: Si le fuere asignado precio de rescate, dará entonces cuanto le fuere impuesto.
Inclina la cabeza con suavidad.
—Temo entonces que toda esta discusión haya sido superflua. Como he dicho al principio, he reunido el importe convenido y estoy dispuesta a pagarlo.
—Si esa afirmación proviniera de cualquier otra persona resultaría ofensiva. Pero ninguna de tus palabras, señora, puede suponer un agravio. No soy un prestamista de baja estofa. El precio que tu protegido acordara con sus antiguos acreedores no guarda relación con el mío. Como bien sabrás, no todas las deudas pueden ser satisfechas con dinero.
—Temo no comprenderte. ¿De qué precio estamos hablando?
—En realidad, no deseas recuperar oro ni perlas, sino algo mucho más elevado, de inestimable valor: tu sosiego. Tu tranquilidad, señora, sólo puede comprarse al precio de la mía.
—Sigo sin entenderlo. —En su rostro el desconcierto resulta enternecedor—. La paz que buscas mora sólo en tu alma. ¿Cómo es posible que yo pueda ayudarte a recuperarla?
—Te lo diré. Entre los sirvientes de tu casa se cuenta uno llamado Mateo. ¿Sabes a quién me refiero?
Baja las pupilas hacia su regazo.
—El hombre de quien hablas vive muy lejos de mí, aunque reside bajo el techo de mi hermano. Dámaso posee un corazón recto y generoso. Pero a veces, junto al trigo, también crece la cizaña.
Conozco la metáfora; la parábola del Evangelio afirma que, en el día de la siega, ambas plantas serán separadas. El trigo se almacenará en el granero; la cizaña acabará arrojada al fuego. Entonces vendrá el llorar y el crujir de dientes.
—¿Ese individuo responde a tus órdenes o sólo a las de tu hermano?
—Prefiero no tener trato con él. Cuando me veo obligada a transmitirle algún encargo, lo hago a través de mis sirvientas, si es que eso responde a tu pregunta.
Medito el siguiente paso durante unos instantes. Al fin decido correr el riesgo. En mi actual situación puedo ganar mucho más de lo que me expongo a perder.
Aún siento un estremecimiento al recordar el último mensaje:
TÚ SERÁS EL SIGUIENTE.
No pienso permanecer de brazos cruzados. Ese malnacido se equivoca si piensa que puede encadenarme recurriendo al miedo. Voy a salir a la caza de alimañas. Para ello debo comenzar preparando el cebo.
—Déjame revelarte algo, señora. Alguien de tu casa está en deuda conmigo. En realidad, el rescate de ese débito que tanto te preocupa no te atañe a ti, ni a Simón, sino a ese individuo. —El solo hecho de pensar en ese miserable me llena la voz de hiel. No obstante, intento desechar toda aspereza de mi tono—. Si pudieras encargarle ir a un sitio determinado sin prevenirle de que le estaré esperando, con mucho gusto daría nuestro asunto por zanjado. Es cuanto necesito: apenas una frase, una orden precisa en el instante justo.
En su semblante leo un profundo rechazo. No es de extrañar. Un brote tierno sólo es capaz de ofrecer dulzura; incluso al animal que está a punto de triturarlo entre sus fauces.
—¿Por qué no puedo prevenirle? ¿Qué tipo de deuda ha contraído contigo?
—Créeme, señora. No deseas conocer la respuesta a esa pregunta. Envíamelo y sabré agradecértelo. Ambos recuperaremos lo que en justicia nos pertenece.
Su silencio deja oír el fragor de una dura batalla. Le concedo su tiempo. Pues la mujer que se debate ante mí, sencilla y conmovedora, merece mi respeto; algo muy distinto a lo que me inspiran su hermano y, sobre todo, el faldero asustadizo al que ambos honran como protegido.
—Medítalo con detenimiento, señora. Sé que tomarás la decisión adecuada. Así lo dice la Escritura: «Muchos pensamientos hay en el corazón del hombre; mas el consejo del Señor prevalecerá».
Intenta una réplica, pero las palabras se estancan en su garganta. La veo vacilar, como una flor embestida por vientos contrarios. Al cabo, se alza y, con un movimiento decidido, vuelve a desplegar la cortina que se extendía entre nosotros.
La oigo liberar un suspiro apenas audible.
—Cuando desees enviarme tu mensaje, entrégalo aquí, a las hermanas —murmura en un hilo de voz—. Ellas me lo transmitirán.
Sólo queda concretar el lugar en el que habré de encontrarme con el esbirro de su hermano. Conviene que se trate de un destino al que acostumbren a enviarlo, de forma que la orden no despierte sus sospechas. Tras una breve indagación localizo el destino adecuado: un discreto almacén de carga que la familia posee a pocas millas de la villa en que habitan, en la orilla del lago Mareotis.
—¿Estamos de acuerdo entonces, señora? Una vez que nos despidamos no habrá marcha atrás.
—Lo estamos —concede, con tono trémulo. Realiza una pausa, frágil y efímera como la inocencia—. Ahora vete, caballero Atanasio. Nuestros caminos no se cruzarán de nuevo. Comprenderás que prefiera no volver a verte.
Dión se ha encargado de poner a Aspolia bajo escolta. Se ocupa de las gestiones relativas al traslado de «mi actriz» con el mismo interés que consagra a la supervisión de los espectáculos teatrales. Hoy lo acompaño a consultar al arconte Heliodoro, quien ha aceptado encargarse de los trámites legales.
—Nos enfrentamos a una transacción que, como poco, podría calificarse de ambigua —nos explica.
Mi acompañante arruga el ceño.
—¿Y eso qué significa?
—Que dependemos de los cónsules de Constantinopla.
No es que me sorprenda. La voluntad política de los altos cargos suele condicionar su interpretación de las leyes imprecisas; e incluso de las que no lo son tanto.
El magistrado abre un volumen y nos muestra un documento redactado en latín y estampado con el sello imperial. Se trata de un edicto promulgado en la capital del Bósforo hace cinco años, durante el octavo consulado de Honorio y el tercero de Teodosio, que prohíbe a los funcionarios imperiales trasladar de ciudad cualquier elemento relacionado con los espectáculos hípicos, incluidos los caballos de carreras y a los aurigas.
—Dado que la ley vincula en muchos aspectos el hipódromo y el teatro, la mayoría de los jueces y magistrados consideran que esta normativa es aplicable a las representaciones escénicas y, por tanto, a las actrices. Tramitaré tu petición, aunque yo mismo no estoy convencido de su legalidad.
—Pero acabas de comentar que ese texto no se aplica a actrices —apunta Dión, algo confuso.
—Así es. Sólo deseaba aclarar que, en lo relativo a este asunto, no puedo asegurar un resultado favorable.
No me extraña. Un criminal puede suplicar un indulto y obtenerlo. Lo paradójico es que, a menudo, también el ciudadano asistido por la ley debe implorar la merced de su juez.
Con frecuencia la balanza de la justicia requiere el incentivo del oro para inclinarse del lado correcto. Bajo las cubiertas de los códigos legales y tras los batientes de los tribunales, rara vez existen las garantías. Sé que debo considerarme muy agradecido de que mi caso cayera en las manos ecuánimes del vicario Orestes.
Me alojo como huésped del prefecto unos veinte días, hasta que su médico asegura que mis lesiones han desaparecido sin dejar secuelas a su paso. Durante ese tiempo compruebo que no sólo el excelentísimo Orestes asiste con cierta frecuencia a las conferencias de la maestra; también ella lo visita con asiduidad.
Mañana regreso junto a Nico. Hoy contemplo por última vez el frenesí de Eunosto desde el mirador de mi habitación. Nuestra hermana y guía se sienta a mi lado. A esta distancia se aprecia toda la fatiga de los estibadores, que se encaraman a los navíos con las espaldas arqueadas bajo los costales, afianzándolos mediante largos garfios para evitar que resbalen al agua desde las pasarelas.
Nuestra madre contempla en silencio el mar, que, más allá de los puertos, entona una melodía apacible bajo la caricia de la tarde.
—La Fortuna te sonríe, Tanis —manifiesta—. En este mundo son demasiadas las personas dispuestas a responder a la valía ajena con el odio y el desprecio.
Reconozco en sus palabras una alusión al vicario Orestes y al reconocimiento con que me honra. En los últimos días he podido comprobar que él y la maestra se profesan una mutua y profunda admiración.
—Sé que soy afortunado —admito—, y nunca cometería la necedad de afirmar lo contrario. Aunque es justo reconocer que he buscado la suerte hasta encontrarla. En cierto modo, es el resultado de mi perseverancia.
Responde a esta observación con una sonrisa nostálgica.
—Mi padre acostumbraba a repetirme una reflexión relativa a sus alumnos: «Los jóvenes no saben apreciar lo que les es dado por la vida. Creen que su mérito personal justifica cualquier triunfo». Entonces no estaba de acuerdo con él. Con el paso de los años he aprendido a valorar sus palabras.
Permanezco pensativo. Algo me dice que esta confesión encierra un mensaje que no alcanzo a descifrar.
—No sé si lo comprendo. —Realizo un movimiento de brazos que abarca el mirador, los puertos, el Faro, el mar al completo—. ¿Estás afirmando que no soy digno de esto?
—Lo que digo es que no debes menospreciar tus logros sólo porque creas que has obtenido algo que en justicia te correspondía recibir —matiza—. Cada edad comete sus propias equivocaciones. La del anciano consiste en juzgar el hoy con los criterios del ayer. La del joven, en creer que el universo que lo rodea está en deuda con él.
Posa su mano, cálida y maternal, sobre la mía.
—Déjame decirte algo, Tanis. Tal vez sí merezcas que el mundo te admire. Pero, aun así, no debes esperar que lo haga; y, mucho menos, exigírselo.
Llevo demasiado tiempo lejos de Thais. Hoy irrumpo en su cocina a grandes zancadas, sin dar tiempo a que Zoe me alcance. Cierro de un portazo y atranco el batiente. Ella se sobresalta ante mi entrada, pero de inmediato su alarma cede paso al júbilo.
—¡Tanis, por fin! Me alegro tanto...
Se interrumpe. Al posar la mirada sobre mí, su expresión cambia por completo.
—Traes los ojos de un saqueador —jadea—. Veo en tus pupilas que esta noche no vas a tener piedad de mí.
—Ni la más mínima.
La arrincono contra el muro y desgarro su túnica. La tela queda colgando de sus brazos, revelando la desnudez generosa e indefensa de una ninfa acorralada. Es un manjar de curvas espléndidas, una delicia digna de un dios.
Y es mía. Mía por completo. Despejo la mesa de un manotazo y la arrastro sobre el tablero.
—No te resistas. No te servirá de nada.
Sus muslos me sumergen en un caudal de aguas tibias, en el jardín del Edén, regado por mil manantiales. Sé cómo le gusta ser explorada. Mis dedos resbalan entre sus valles y se abren paso hasta las profundidades.
Del muro adyacente cuelga un anaquel con utensilios de cocina. Estiro el brazo libre y agarro la mano de un mortero. Ella responde con un estremecimiento.
—Eso es, soldado, registra a fondo. Utiliza todas tus armas.
Así lo hago. Su interior me recibe ungido con los óleos del deseo más intenso. Me introduzco en sus hondonadas sin encontrar resistencia. Su cuerpo al completo se abre a mis avances, ansioso por ser conquistado desde varios frentes. Recibe mis acometidas con voracidad desenfrenada, con urgencia, entregada por entero.
Todo en ella me arrastra al delirio; sus formas, desplegadas y rendidas ante mí, su olor, sus gemidos enardecedores. Tengo que esforzarme para contener mi descarga. Resisto hasta provocar la suya, que al fin se desencadena igual que una riada, impetuosa y arrasadora. Sólo entonces estallo en sus entrañas incandescentes, me libero como una tormenta largo tiempo encadenada.
Me aparto con el aliento aún entrecortado. Busco una jarra de agua fresca, bebo de ella a borbotones y vacío el resto sobre mi cabeza. Estoy ardiendo. Thais se ha puesto en pie. Los jirones de su túnica cuelgan a sus costados, dejando al descubierto su espléndida piel reluciente, perlada por el ardor del arrebato.
—Voy a la alcoba a ver si encuentro algo de ropa intacta —dice—. Deberías abrir a Zoe, no creo que le agrade pasar el resto de la noche en el patio.
—Ve al cuarto, pero no para vestirte. Aún no he acabado contigo.
—Me alegra saberlo —sonríe.
Extrae una toalla del arcón y me la arroja a la cara, con una mueca maliciosa.
—A propósito —añade—, ha sido una larga espera. Pero puedo asegurarte que ha merecido la pena.
No soy el único cuya posición se ha consolidado tras los convulsos sucesos del ágora. El reverendísimo Cirilo ha oficiado la imposición de manos a Teócrito, que ahora, como flamante diácono, se ha visto elevado a la condición de asistente del patriarca.
Tan fulgurante ascenso me induce a sospechar que el metropolitano de Alejandría se encuentra más que satisfecho con las acciones protagonizadas por los monjes. El que éstos hayan regresado a su retiro de Nitria no impide que el episcopado actúe con toda su tenacidad para que los recientes sucesos no caigan en el olvido.
Como era de esperar, el obispo Cirilo no está dispuesto a mantenerse de brazos cruzados. El cuerpo de Amonio fue velado en una iglesia con todo boato, e inhumado en el templo en un acto solemne. Durante la ceremonia el difunto fue rebautizado como Taumasio, «admirable». Su nombre original, derivado del dios pagano Amón, no se adecuaba a la perspectiva que el patriarcado defiende oficialmente; una interpretación adoptada por vez primera en el elogio fúnebre del fallecido —cantado por boca del propio obispo— y retomada con enorme fervor en el Cesareo durante las dos últimas homilías dominicales.
El reverendísimo Cirilo está haciendo todo lo posible por convencer a sus fieles de que lo ocurrido no representa una sublevación contra el poder imperial protagonizada por un puñado de fanáticos, sino una trascendente batalla entre la impiedad y la verdadera fe. En ese contexto, Taumasio ha dejado de ser un criminal acusado de intento de magnicidio para convertirse en un mártir que ha entregado su vida por la Palabra.
—¿Quién puede creerse algo así? —Dión se indigna al conocer la noticia, como es su costumbre—. Todo el mundo estaba allí, todos lo vieron. Nadie podrá convencerles de que las cosas significan algo distinto, ni de que sucedieron de otra manera.
Sospecho que, en realidad, el patriarca intenta crear una correlación entre este estallido de violencia y los sangrientos sucesos del Serapeo, ocurridos en tiempos de su tío y predecesor, Teófilo. En aquel momento, el emperador Teodosio concedió el rango de mártires por la fe a los cristianos muertos a manos de los defensores paganos.
Pero esta vez, y sin que sirva de precedente, Dión ha demostrado estar en lo cierto. Las calles de Alejandría han reaccionado con disgusto ante las maniobras de Cirilo y han vuelto a dar la espalda a su patriarca. Hasta en el Cesareo la claque dominical del obispo ha quedado reducida a unos pocos seguidores incondicionales. La mayoría de los ciudadanos de rango y de los arcontes asistentes a la ceremonia han respondido a las prédicas con un silencio sepulcral, en lugar de con el coro habitual de aplausos y vítores.
Se diría que, por primera vez, Alejandría opina que su obispo ha sobrepasado los límites de lo permisible. Queda por ver si el patriarca insistirá en su empeño o si aceptará con humildad la silenciosa recriminación de su rebaño.
Sospecho que Simón albergaba la esperanza de que mi entrevista con Dafne lo liberara de sus obligaciones para conmigo. De ser así, se equivocaba por completo. Me aseguro de aclarárselo mediante el envío de un segundo aviso. No he obtenido ningún resultado y mi paciencia se agota. Si en el plazo de tres días no recibo una respuesta satisfactoria, tendrá que atenerse a las consecuencias.
El tono es tajante como la hoja del verdugo. Esta vez el receptor no se atreve a ignorar mi mensaje y me responde proponiendo un encuentro para explicarme las «innumerables dificultades que jalonan su tarea». Asegura que, cuando éstas lleguen a mi conocimiento, sabré disculpar el retraso.
Leo el billete en voz alta ante Saúl. Tras escucharme, tuerce el gesto.
—Tu amigo no sabe con quién tiene que vérselas.
—Eso me temo. Tendremos que cerciorarnos de que lo averigüe.
No es la primera vez que trato con un informador reacio. He extraído declaraciones a prisioneros ausurianos mucho más irreductibles que un medroso contable egipcio.
Nos reunimos en Bruquión, en las ruinas de un antiguo templo bajo la advocación de algún dios hoy desdeñado. Lo espero a la sombra de una palmera, con la espalda apoyada sobre un muro a medio derruir. A mis pies se acumulan varios cántaros cerrados.
Tal y como esperaba, Simón se presenta con un nutrido inventario de excusas. Dejo que las desgrane mientras mantengo un silencio adusto. Su agitación inicial poco a poco va cediendo paso a una notoria inquietud.
Dudo que la actitud de nuestros acompañantes contribuya a sosegarlo. Tanto Saúl como Miguel se mantienen a la espalda de mi interlocutor, cuyos ojos se desvían con creciente nerviosismo en todas direcciones. Abandonan mi rostro para acechar por encima del hombro a los dos escoltas y después dirigirse hacia las vasijas apoyadas contra el muro.
Llega un momento en que la angustia le impide proseguir. Traga saliva y se enjuga el sudor del rostro con el dorso de la mano.
—Pareces acalorado —observo—. ¿Te gustaría beber algo?
Mi pregunta lo hace palidecer aún más.
—Decurión Atanasio —balbucea—, ¿qué hay en esos jarros?
—¿De verdad quieres saberlo?
Antes de que alcance a responder, Saúl y Miguel se abalanzan sobre él y lo sujetan por la espalda. Sus forcejeos no pueden resistir la brutalidad del asalto, ni impedir que acabe arrastrado y tendido a la fuerza sobre las ruinas del muro.
Berrea como un cordero ante el cuchillo de desollar, hasta que Saúl lo retiene por el cuello y cubre su boca con la mano.
—Chilla cuanto quieras. Aquí nadie vendrá en tu ayuda.
Lo mantienen inmovilizado con absoluta firmeza. Agarro el cántaro más cercano y me aproximo.
—¿Me tomas por estúpido? ¿Quién crees que soy? ¿Un aldeano ignorante al que es fácil engatusar con excusas y burdas evasivas? ¿Piensas que puedes venir aquí, tratar de embaucarme y salir indemne?
Es imposible que logre responder. Ni siquiera es capaz de negar con la cabeza, aunque lo intenta desesperadamente.
—Eso es lo que opinas, ¿verdad? —continúo—. Pues te diré qué creo yo. No mereces ser llamado hombre, puesto que envías a una mujer a realizar tu trabajo en tu lugar.
Saúl libera la boca de su presa, que jadea con ansiedad y logra balbucir:
—Ella se ofreció...
—Se ofreció, sí. Primero a garantizar tu deuda y después a rescatarla por ti. No sólo se lo permitiste; además pensaste que, gracias a eso, podrías ignorar nuestro trato y permanecer de brazos cruzados. —Destapo la vasija—. Me das náuseas. Aunque pronto será recíproco, créeme.
Esta vez su agresor le ocluye la nariz, lo que le obliga a mantener la boca abierta. Derramo en su interior el contenido de mi cántaro: aceite para candil, oscuro y espeso. Se convulsiona como a las puertas de la agonía, con los ojos desencajados. El líquido rebosa de los labios y se vierte sobre su mentón y su cuello.
Su cuerpo reacciona. Comienza a vomitar, en un intento desesperado por liberar espacio para el aire en la garganta. A la primera arcada, sus asaltantes lo voltean hasta dejarlo cabeza abajo.
Antes de que recupere el aliento, indico que lo devuelvan a su posición inicial y coloco otra vez la vasija sobre su rostro.
—No, señor, basta, te lo ruego —solloza—. Te diré lo que quieres saber.
Me detengo.
—¿De modo que sí sabes lo que hay en esos barcos?
—Trigo. Es sólo trigo. Trigo.
—¿Y cuál es su procedencia?
Gimotea como un niño en pañales.
—Los depósitos —revela—. Los depósitos del patriarca.