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Tsaac abandona su ciudad natal antes del alba, refugiándose en las sombras igual que un criminal. Le acompañan su esposa y la criatura recién nacida. Ayer recibimos un mensaje de su padre, Leví; el resto de la familia ha alcanzado a salvo Hermópolis. Si el pulso del río le es favorable, nuestro hermano hebreo se reunirá con ellos en un par de días.
Mientras Nico comprueba que Raquel y el niño se han acomodado en la barca, Isaac dedica una última mirada a las calles que acechan agazapadas en la penumbra.
—Nunca pensé que acabaría huyendo a otro lugar —confiesa con voz estrangulada—. En esta ciudad vibraba el mundo entero como en un maravilloso acorde.
—Encontrarás otra música, hermano —le aseguro—. Y aprenderás a escucharla y a sentirla como parte de ti.
Nos abrazamos con la congoja de una despedida definitiva, que estrangula el corazón y la garganta con todas las palabras aún por decir, condenadas eternamente al silencio. Sé que, con el tiempo, los judíos regresarán, como lo han hecho siempre, en todos los lugares. Pero yo ya no estaré aquí para recibirlo.
Mientras permanecemos aferrados, Isaac me susurra al oído:
—Aprende, Tanis. No se puede luchar contra las estrellas.
Lo estrecho aún más contra mí.
—Te equivocas; se puede luchar contra ellas. Pero es más difícil hacerlo contra el fanatismo de los hombres.
Con el transcurso de los días la ciudad se va aplacando. La disciplina del entrenamiento siempre me ha proporcionado una especie de descargo, una extraña sensación de desagravio. No soy el único. También la plebe alejandrina se obstina en cicatrizar sus heridas escudándose en la familiaridad de sus ejercicios cotidianos. La urbe regresa a su vida de ayer como si nada hubiera ocurrido. Se refugia en el bullicio del ágora, en las calles atestadas de transeúntes, en los barcos que crujen en el puerto acunados por la marea, en el primer fulgor del Faro al anochecer.
Siempre he pensado que Cirene vive en el recuerdo. Ahora sé que Alejandría vive en el olvido.
Pero yo no me permito olvidar. Los idus de abril se acercan; y, con ellos, el litigio que decidirá mi futuro. Siento en el ánimo una opresión que aumenta día a día, pues no me atrevo a confiar en la indulgencia de la Fortuna. La Diosa Velada me ha tratado con malevolencia desde que desembarqué en esta ciudad. Cada vez que me tiende la mano y me invita a avanzar, descubro que en realidad me atrae hacia una trampa disimulada bajo mis pies. Y cada uno de sus ardides se revela más nefasto que el anterior.
Durante mi infancia descubrí que el único modo de vencer la desazón de una espera angustiosa consiste en cosechar otros triunfos. Y no hay mayor victoria que derrotar las voluntades ajenas desenterrando lo que éstas se obcecan en ocultar.
Me juré que conseguiría el nombre del individuo responsable de que Thais porte su máscara. Hace tiempo que intuyo que el procurador de su compañía podría proporcionarme esa respuesta si yo poseyera el medio adecuado para extraérsela.
He sugerido a Dión que tal vez resultara conveniente recabar informes detallados sobre los grupos teatrales de la ciudad, sus integrantes y sus principales benefactores. No sólo ha aceptado, sino que me ha encargado supervisar esa tarea.
Reviso el expediente de Basilio en busca de algún detalle con el que pueda convencerlo de mostrarse receptivo a mis demandas. En vano. Sin embargo, y por mucho que sus faltas ni siquiera se insinúen en estos documentos, me niego a creer que carezca de algo que ocultar. Todos tenemos las manos manchadas.
Sólo consigo encontrar un asunto algo confuso. Durante varios años confió en cierto Metodio, un asistente personal que hace unos meses —por motivos bastante ambiguos y coincidiendo con el período en que Aspolia desapareció— optó por trasladarse a Babilonia. Debe de existir una causa poderosa para que un alejandrino abandone su incomparable metrópolis a fin de asentarse a orillas del Nilo, en un discreto municipio a ciento cincuenta millas de distancia.
Por desgracia, mi situación actual no me permite abandonar la ciudad del delta. He de actuar como la sombra de Dión, al menos hasta que el prefecto tome una resolución relativa a mi caso.
Pero cuento con alguien para hacerlo en mi lugar. Aunque ya imagino que no acatará la orden con entusiasmo.
Saúl parte al amanecer, con pertrechos en su montura y una protesta en los labios. Si las circunstancias le son propicias, el viaje le exigirá no menos de diez días.
—Espero que te mantengas lejos de los problemas hasta mi regreso —me previene con ceño torvo.
Muestro mi bastón a modo de coartada.
—¿Qué quieres que haga en estas condiciones?
—Ya. Como si eso fuera una garantía.
En realidad, Saúl no es el único en sentirse inquieto. Temo que no hayamos llegado a la conclusión de los disturbios, que las calles sólo permanezcan aletargadas hasta la aparición de un nuevo detonante. Desde la carnicería de San Alejandro porto una daga oculta bajo el manto. Al hacerlo contravengo las leyes; pero he de asegurarme de que, si estallan nuevos tumultos, esta vez no me sorprendan indefenso.
El vicario Orestes ha enviado a Constantinopla un extenso informe sobre los últimos sucesos. Sé, a través de Teócrito, que el patriarca Cirilo también lo ha hecho así. Imagino que ambas declaraciones presentarán enormes discordancias, cuando no versiones irreconciliables. Ignoro si la prefectura del pretorio o la cancillería imperial se pronunciarán sobre lo ocurrido. Aunque, dadas las tensiones que resquebrajan la corte de Bósforo, no espero una respuesta contundente ni, mucho menos, inmediata.
Dión ha reaccionado a lo ocurrido con una indignación virulenta. Su rabia revela todo el ardor de una inexperiencia que aún no ha aprendido a sufrir reveses.
—Esto no puede quedar así —clama—. Hemos de hacer algo de inmediato.
Nos encontramos en sus dependencias oficiales. La partida de los ciudadanos hebraicos ha desalojado gran cantidad de inmuebles. De entre ellos, los más codiciados han pasado a manos de la prefectura, el patriarcado y los potentados de la ciudad, en la mayoría de los casos a precios irrisorios. El tribunado de los espectáculos ha instalado su nuevo gabinete en una villa familiar de dimensiones modestas, aunque proyectada y decorada con un gusto mucho más refinado del que nadie osaría reclamar a su actual ocupante.
Dión acaba de despedir al último peticionario del día, el gerente de una compañía teatral de cierto renombre, que ha acudido a exponer los detalles de su nuevo espectáculo de mimo y danza; y, de paso, a lamentarse de que su benefactor no le proporciona fondos suficientes. Una letanía tan manida merece una respuesta igual de trillada. Se ha marchado con las manos vacías.
—Tienes que pensar en algo —me espeta—. No permitiré que ese Cirilo de pacotilla crea, ni por un momento, que puede salirse con la suya.
Al menos ha mostrado el buen criterio de esperar a que el visitante saliera antes de lanzar su invectiva. Debo sentirme satisfecho ante tal progreso. Al fin y al cabo, es imposible prever dónde acechan los ojos y oídos del obispado.
—Tus desvelos dicen mucho en tu favor. Pero estoy convencido de que el excelentísimo Orestes está ponderando todas las posibilidades —respondo—. Además, tendría que consultar si el supervisor de los escenarios cuenta entre sus atribuciones con el veto a las decisiones patriarcales.
Lanza un bufido desdeñoso.
—No haces más que maldecir los escenarios. ¿Qué te crees? ¿Que tus clases de filosofía te colocan sobre un pedestal? Pues que sepas que por las gradas del teatro pasan cada día decenas de miles de personas. Y ahora haz las cuentas de los que acuden a las conferencias públicas de tu maestra. ¡Si hasta las homilías del obispo y sus presbíteros llegan a más público que las charlas de tu sabia Hipatia!
—El valor de un discurso no se mide por la cantidad de oídos a los que alcanza.
Sin embargo, reconozco que tiene algo de razón. Desde que Dión detenta su nuevo cargo, no transcurre una mañana sin que el atrio de Nico acoja a solicitantes que acuden a que yo, el asistente del supervisor, transmita sus peticiones a oídos de mi patrón. Y todos ellos recompensan con prodigalidad mis gestiones. Pues la escena congrega a un público masivo; algo que la convierte en un instrumento de propaganda poderoso y eficaz para cualquier patrocinador capaz de costear su precio.
—¡Qué sabrás tú, Tanasio! Eres igual que un perro sarnoso, estás demasiado ocupado lamiéndote las heridas. —Señala mi bastón—. Pues te diré algo: si la Justicia ha huido de las calles, al menos yo la arrastraré hasta el escenario. Sólo necesito encontrar el argumento adecuado.
—Mira a tu espalda y aprende. ¿Ya no recuerdas cómo hemos llegado hasta aquí? A partir de ese Hierax, ese espía del patriarca flagelado en el proscenio. Todo comenzó cuando la Justicia subió al escenario.
Esperaba que el ejemplo le indujera a desistir de su insensatez. Surte el efecto contrario.
—¡Exacto! ¡Es precisamente el espectáculo que busco! ¡Que Alejandría recuerde quién es el verdadero culpable! Reviviremos la escena. Haremos que las gradas entreguen a un hombre y lo azotaremos en público. Criminales no faltan. Bastará con elegir a uno de ellos...
—¡De ninguna manera! —lo atajo con aspereza—. Porque antes de añadir una sola palabra más, irás a dar parte al prefecto augustal. Y te aseguro que él no consentirá que prosigas con ese disparate.
Sé que no es la técnica idónea para tratar con él. Pero, por las colinas hermanas, mi paciencia ha sobrepasado sus límites. En el estado actual, una provocación semejante podría reavivar los focos de la sublevación, instigar a las milicias episcopales a sumir la ciudad en el caos.
Se apoya en el escritorio para ponerse en pie. Muestra las aletas de la nariz dilatadas y los nudillos blancos de indignación.
—¿Quién te has creído que eres, gusano libio? Ya es hora de que aprendas quién manda aquí. —Extiende hacia mí una mano amenazante—. ¿Así que te consideras mejor que yo? Pues yo puedo convencer a todo el mundo de lo contrario.
Contengo mi réplica. Su tono revela que me he adentrado en un territorio de arenas movedizas y debo moverme con cuidado.
—¿Qué significa eso?
—Seguro que piensas que ya queda poco. Que en los idus de abril el vicario Orestes revisará tu caso, te absolverá y todo volverá a ser como antes. Pero yo puedo lograr que no sea así.
Me observa como si intentara abofetearme con sus pupilas.
—¿Qué quieres decir? —repito.
—Que no eres el único que se juega algo en ese juicio. Las aguas andan revueltas en Constantinopla.
Es cierto. Corren tiempos de profunda inestabilidad política. La lucha entre Pulqueria y el patricio Antemio —nuestro ilustre prefecto del pretorio— amenaza con causar estragos entre los altos cargos imperiales. El vencedor despojará de poder a los partidarios de su contrincante y, posiblemente, también a quienes no se adhieran a su propia ideología.
El único punto en común entre ambos radica en sus férreas convicciones religiosas. Dadas las circunstancias, la baza más segura para cualquier alto cargo consiste en demostrar la profundidad de sus creencias cristianas. Sólo así se mantiene la posibilidad de integrarse en las filas del vencedor... sea quien sea.
—En estos momentos a nuestro prefecto le conviene mostrarse como defensor de la fe y perseguidor de la heterodoxia. Dudo mucho que exculpar a un acusado de hechicería sea el mejor modo de lograrlo. Esta sentencia podría influir muy negativamente en su carrera política... y no sé si tú vales lo suficiente para correr ese riesgo.
Mantengo su mirada con la mía, pero no replico.
—Aún hay más —prosigue—. El excelentísimo Orestes se ha encargado de llevar a cabo una investigación exhaustiva. ¿Quieres que te diga qué ha descubierto?
Lo intuyo sin necesidad de respuesta: un pasado desfigurado por la calumnia, que se ha encargado de suplantar a mi vida real.
—Tus contrincantes tienen una gran ventaja a su favor, y se están asegurando de explotarla. El individuo que te denuncia ha procurado buenos negocios a muchas personalidades importantes. Eso le ha reportado una reputación de ciudadano probo y honorable. Tu caso es bastante distinto. —Descansa su peso sobre las manos, apoyadas en el tablero, para inclinarse hacia mí. Está disfrutando—. Y, dada tu fama, las imputaciones de tu acusador no resultan difíciles de creer. ¿Qué otra cosa podría esperarse de alguien que maltrata a su propia madre, o que destripa por placer a sus campesinos? ¿Quién querría correr el riesgo de pronunciar una sentencia a favor de un indeseable así y en perjuicio de un hombre de probada honestidad?
Lo sé. El miasma de una pésima reputación no sólo infecta a quien lo emana, sino también a quien se acerca para abogar por él. Por eso un buen político no aplica justicia a quien la reclama, sino a quien la merece.
—No soy un monstruo. Y mi acusador tampoco es un hombre íntegro.
—Tú no serás ni más ni menos que lo que los demás vean en ti, Tanasio. Pese a toda tu inteligencia, ese Gabriel lo ha comprendido mejor que tú.
Nunca he concedido importancia a las maledicencias. Debiera haberlo hecho. Las difamaciones arraigan porque el hombre anhela tanto el homenaje del prójimo como los laureles de la propia estima; para conquistar ambos, pocas cosas hay tan eficaces como creer en la indignidad ajena.
—¿Y quieres sabes algo más? Tu abogado me ha pedido que testifique a tu favor. —Se deja caer de nuevo sobre su silla, con aspecto satisfecho—. Pero ¿qué sucedería si declarara que tú mismo me has confesado que esas acusaciones son ciertas? ¿O que me has revelado datos que me inducen a sospechar que en este proceso la razón asiste a ese tal Gabriel?
Estoy a punto de atragantarme.
—¡No puedes hacer eso!
—¿Estás seguro? Ya veremos si puedo o no.
Tengo un don. La gente cree en mis amenazas, sobre todo en aquellas que deseo no verme obligado a cumplir. Ahora comprendo por qué.
Dión me acuchilla con la mirada. No puedo permitirme dudar de sus advertencias, ya que brotan de su orgullo herido. Sólo puedo ofrecerle por respuesta mi silencio. Sospecho que es justo lo que él esperaba.
—Perfecto. Te diré lo que va a suceder. A partir de ahora, no volverás a olvidar que estás a mis órdenes. Organizarás personalmente ese espectáculo. Pero antes me asegurarás que, mientras lo haces, no revelarás nada a nadie; menos aún, al vicario Orestes. Y, por tu propio bien, te cerciorarás de mantener tu palabra.
—Así lo haré —respondo con voz sofocada. La frase se me atora en el pecho—. Porque siempre cumplo mis promesas.
—Lo sé. Y cuento con eso.
Cruza los dedos sobre el regazo mientras se arrellana en su silla.
—Pobre Tanasio, debes de sentirte tan insignificante... —comenta con una arrogante mueca de complacencia—. En el fondo, resulta muy triste que tu futuro dependa en tal medida de una estúpida historia de venganzas provincianas.
El carácter de un hombre se mide a través del camino que toma ante una disyuntiva. He jurado a Dión no revelar su propósito. Pero también he prometido a Teócrito evitar nuevos motivos de discordia entre la prefectura y el patriarcado. En cuanto a mí, lo único que deseo es no volver a vivir un combate en las calles. Sea en un campo de batalla o en los pasadizos de un suburbio, la guerra siempre pone a prueba la humanidad del combatiente. Y muchas veces vence sobre ella.
Sólo el vicario puede detener el proyecto de su protegido antes de que éste desestabilice la frágil tregua establecida en la ciudad. Dicho en otros términos: alguien debe avisar al excelentísimo Orestes. La responsabilidad habrá de recaer en la única persona —aparte de Dión y de mí mismo— que está al tanto de estos preparativos; el hombre que trabaja conmigo para organizarlo todo: Basilio.
Para asegurarme su colaboración, sólo puedo confiar en que Saúl no regrese de Babilonia con las manos vacías. No sólo necesito que vuelva con respuestas, sino también que lo haga antes de que sea demasiado tarde.
Al abrir los ojos esta mañana he tomado una resolución. Nico es el primero en notarlo. Cuando ingreso en la sala, comenta:
—Veo que has decidido prescindir del bastón sin la recomendación del médico.
—Y yo veo que no te sorprende.
—Por supuesto que no. Si te soy sincero, me extraña que hayas esperado tanto. Nunca he conocido a nadie tan hostil a todo lo que coarte sus movimientos.
Tomo asiento frente a él. Ojalá resultara tan sencillo.
—Los bastones no coartan, al contrario; ayudan al hombre a recorrer su camino. Lo que realmente nos restringe son los compromisos adquiridos.
Ya ha consumido su desayuno. Disfruto del mío mientras observo cómo afina su cítara con ayuda de un monocordio. Siglos atrás, cuando el divino Platón recorría las calles de Atenas, la música era compañera ineludible de todo hombre bien instruido. Hoy está degradada a las infames manos de los histriones. Se considera un estigma, como todo lo que guarda relación con los escenarios.
Al principio creí que mi hermano tracio cultivaba el arte de Euterpe como una más de sus muchas muestras de indisciplina. Hoy sé que le consagra una pasión sincera; al igual que Isaac se deleita en los ritmos de los astros, él lo hace en la armonía matemática de los intervalos musicales.
Mientras lo contemplo pienso en cuánto añoro esos entrenamientos que me he visto obligado a suspender a causa de mi lesión. Tal vez el maestro de maestros no errase al afirmar que la música representa para el alma lo que la gimnasia para el cuerpo.
—¿Sabes? Yo también he decidido algo —comenta—. Se acabaron las veladas dedicadas al silencio. Esta ciudad no merece tanto. Voy a volver a celebrar ágapes y a regar las noches de canciones y vino.
Me limpio el aceite de los dedos en la servilleta.
—Para ser sincero, me extraña que hayas esperado tanto —lo remedo con ironía—. Nunca he conocido a nadie tan hostil a todo lo que coarte su diversión.
Sonríe manteniendo la vista sobre el plectro con que pinza su monocordio.
—Los dioses nos hablan, querido: hoy es un día propicio para tomar grandes resoluciones. —Desliza el soporte sobre la escala graduada en busca, imagino, de los intervalos pitagóricos—. Espero que Friné lo aproveche para decidirse a volver a casa.
Su perra lleva dos días desaparecida en las calles. Aprovechó un descuido de Rufino para evadirse del atrio, sin duda constreñida por la llamada acuciante del celo.
—Yo que tú no me preocuparía por ella. Seguro que está disfrutando más que nosotros. Te apuesto lo que quieras a que regresa complacida y con el vientre repleto.
Rufino entra en la estancia para retirar los restos del desayuno. En la mano izquierda porta una bandeja vacía y, bajo el brazo derecho, un cesto de juncos con una cubierta trenzada.
—Durante la noche alguien ha dejado esta canasta ante la puerta de casa —informa, al tiempo que la deposita sobre la mesa—. ¿Qué hago con ella?
—Ábrela. —Nico si siquiera levanta la vista de su instrumento—. ¿No ves que estamos ocupados?
Su intendente obedece. Retira la tapa y estudia el interior.
—Hay algo envuelto en una tela. Y un mensaje.
Nico me indica mediante una seña que lea el escrito. Lo desenrollo mientras, de reojo, compruebo que el sirviente se encarga de apartar el lienzo.
El recado es descarnado como la muerte.
ALÉJATE DE ESA PERRA.
Intento alertar a Rufino, pero es demasiado tarde. Grita y retrocede con el rostro desencajado.
En su conmoción derriba el cesto. El contenido rueda sobre el suelo dejando un rastro de sangre. Se trata de la cabeza de Friné, acuchillada hasta quedar reducida a un amasijo casi irreconocible.
—¡Por todos los dioses! —Nico salta de su triclinio, espantado. Sus instrumentos musicales se estrellan contra el mármol del pavimento con una estridencia de cuerdas atormentadas.
Rufino sigue observando los macabros restos diseminados sobre el suelo, demasiado aterrado para acertar a reaccionar. Dejo el mensaje sobre la mesa, me acuclillo y agarro el cesto. En su fondo hallo trapos rociados de sangre; y algo más: una máscara teatral apuñalada con saña.
Me apresuro a devolver la cabeza de Friné a la canasta, la cierro y se la entrego al intendente, que aún permanece en el mismo sitio, temblando despavorido.
—Llévate esto de aquí. ¡Muévete!
Nico ha recuperado algo de color. Apoya ambas manos sobre la mesa e inspira una bocanada tan profunda como si respirara por primera vez.
—Arrójalo al fuego —ordena, con voz aún trémula—. No quiero volver a ver ese engendro en mi casa.
Acompaño al sirviente hasta la puerta, evitando pisar los borrones rojizos del pavimento. Al volverme hacia mi hermano, compruebo que sostiene la nota de amenaza con el puño crispado.
—¿Te encuentras bien? —inquiero.
—Ni mucho menos. Pero me sentiría aún peor si el mensaje estuviera dirigido a mí.
Lo sabe, por las colinas hermanas. Tal vez desde hace tiempo.
—¿Por qué dices eso?
—Mierda, Tanis, ¿qué te crees? ¿Que no sé usar los ojos? ¿Que no veo lo que sucede en mi propia casa? ¿Piensas que ignoro adónde fueron a recogerte mis porteadores la noche en que llegaste medio desangrado?
Querría decirle que se equivoca, al menos en parte. Pero, después de haber traído la muerte hasta su puerta, carece de sentido alegar inocencia.
—¿Qué quieres que hagamos ahora?
—Lo que ambos debimos haber hecho desde el principio —sella—. Esa mujer huele a sangre, maldita sea. No quiero volver a tenerla cerca. Y tú también deberías apartarte de ella.
Debería, es cierto. Pero no lo haré.
—¿Sabes quién es el responsable de esto? —Comienza a serenarse. Camina hacia el rastro de sangre y lo observa con detenimiento.
Niego con la cabeza.
—Pues averígualo, ¿a qué esperas? —Sigue la estela del flujo con la puntera de su bota—. Quiero conocer el nombre de ese bastardo. Y, cuando lo sepa, te aseguro que pagará por lo que ha hecho.
Las jornadas junto a Dión siempre se me antojan largas como una penitencia, pero la de hoy parece interminable. Apenas logro liberarme, me dirijo a casa de Thais.
En su barriada las calles desprenden olor a pescado asado, a lentejas, leche agria y almendras tostadas. Los hombres regresan a sus hogares con los hombros cansados en busca de comida, tibieza y un refugio contra el agotamiento. El atardecer cubre las calles con un manto de fatiga.
La puerta de Aspolia sigue mostrándose reacia a franquearme la entrada, pero no pienso desistir. La tenacidad de mis llamadas logra captar la atención de unos cuantos vecinos antes de que el batiente se entreabra y la cabeza de Zoe asome al exterior.
—Ella no está aquí —susurra—. Es mejor que te vayas.
Reconozco en su voz el timbre del temor. Retrocedo un paso.
—Si es así, volveré en otro momento. ¿Dirás a tu señora que he venido?
Aliviada, asiente en silencio y se dispone a cerrar. Aprovecho su distracción para arremeter contra el batiente.
La hoja de madera cede bajo mi carga. La sirvienta grita. Ignoro su protesta, atravieso el patio a grandes zancadas y penetro en la cocina.
Ella está allí, apartada del fuego. Se refugia en la penumbra, como un vergel bañado por el crepúsculo. La sorprendo con los brazos alzados y las manos tras la cabeza mientras termina de atarse las cintas de la máscara.
—Fuera —exige—. Tienes que marcharte.
—¿Y qué sucederá si no lo hago? ¿Me encontraré con un cesto a la puerta de casa?
—¿Cómo sabes...? —comienza, pero se interrumpe—. ¡Oh, Dios mío!
Se lleva las manos a la garganta, como si intentara contener un grito. Ni siquiera su máscara impertérrita puede encubrir la angustia del gesto.
—Dime la verdad. ¿También tú has recibido una canasta?
Realiza un signo afirmativo.
Siento que me agarran del brazo y tiran de mí hacia atrás; la sirvienta ha irrumpido en la cocina e intenta apartarme a la fuerza de su señora. La aferro de la muñeca.
—Déjanos a solas. Tu patrona y yo tenemos asuntos que tratar.
Tras un instante de vacilación, Thais corrobora mis palabras con un asentimiento. Su criada se libera de mi presa sin ocultar su reprobación y, a regañadientes, desaparece en la estancia contigua.
—¿Piensas seguir así mucho tiempo? —increpo— ¿Vas a continuar permitiendo que un malnacido te intimide así, que te avasalle a placer?
—Cállate, cireneo. No sabes de lo que estás hablando.
Su voz sabe a dolor y reproche. Se aparta de mí y camina hacia el hogar, frotándose los brazos como si buscara entrar en calor.
—No sé lo suficiente porque tú te empeñas en mantenerme ignorante. ¿Me vas a decir que ese hombre no te impone su despreciable voluntad?
—Está bien —me ataja—. ¿Quieres saber cuál es su voluntad?
Dirige la mirada al fuego. Su tono destila una frialdad capaz de congelar las llamas.
—«Aprende, puta, tú te lo has buscado». Eso dijo, a través de su esbirro. Y luego: «No quiero volver a verte pisar un teatro». Así que responde: ¿de verdad crees que cumplo su voluntad? Ya me la impuso una vez. Ahora soy yo quien le obliga a aceptar la mía; cada vez que subo al escenario.
La observo en silencio. En un hombre, el coraje reclama respeto; en una mujer resulta subyugador.
A diferencia de lo que sucede entre los varones, la fortaleza femenina no rechaza convivir con la fragilidad. Siempre he sentido que esta paradoja encierra una belleza fascinadora, un hechizo que hiere las entrañas.
—Tienes razón, lo admito. Ahora comprendo que no estás dispuesta a sacrificarte a los antojos de un miserable. No me pidas que yo lo haga.
Se vuelve hacia mí. La mitad de su careta refulge como la luna al resplandor del hogar; la otra mitad permanece en tinieblas.
—No. Eso es distinto. Debes marcharte. No sabes de lo que es capaz.
—Lo sabré si tú me lo dices.
No contesta de inmediato. Todos necesitamos tiempo para reunir el valor de abrir las puertas que preferimos mantener cerradas.
—Me avisó que no permitiría que existiera ningún otro hombre. Rehusé creer en sus advertencias. Hubo otro. Cuando se enteró, lo buscó, lo encontró y... — Sus manos se crispan sobre los antebrazos—. No volveré a pasar por eso. No.
Niega con tono categórico. Conozco esa vehemencia; es el lamento de un corazón que intenta protegerse de sí mismo.
—¿No me has oído? —repite—. Quiero que te vayas.
—Sabes que no lo haré.
Avanzo un paso hacia ella. Retrocede, al tiempo que se protege la máscara con las manos. Cuando las mujeres desean mostrar pudor cubren su cuerpo; ella se protege el rostro.
Comprendo que no está dispuesta a desprenderse de su careta. No tendrá que hacerlo. Yo me encargaré.
—¿Adivinas lo que leo en tus palabras? —continúo—. Una decisión demasiado rotunda; como la de alguien que necesitara persuadir a quienes le rodean antes de convencerse a sí mismo.
Deja de jugar a eludirme. En lugar de eso, me frena posando las manos sobre mi pecho.
—No me hagas esto. Tú no.
Me empuja hacia atrás, en un ataque carente de convicción. No me supone demasiado esfuerzo aferrarla de las muñecas. Se debate con escaso brío, sin fuerza suficiente para evitar que la voltee y la inmovilice contra mí. La mantengo así, con los brazos cruzados sobre el regazo, la espalda apretada contra mi torso.
Sus forcejeos se frenan poco a poco, aceptando la rendición. Mi pulso se ha disparado, ebrio de anticipación, del calor de su cuerpo, de su aroma invitador y apremiante como el pecado.
—Ya basta de combatir contra ti misma. Confiesa que anhelas tenerme en tu cama.
Sin duda percibe mi urgencia. Mi cuerpo ha despertado al estrecharse contra el suyo y me exige acometerla de inmediato. Sé desplegar una voracidad que se hermana con la rudeza; decenas de mujeres pueden atestiguarlo. Pero en Thais no busco el estertor de un desahogo. Ansío explorarla, saborearla, componer poesía sobre su piel; ansío consumar en ella todas las promesas.
—No te resistas, admítelo —susurro en su oído—. Aunque tus labios guarden silencio, tu cuerpo acabará confesando lo mucho que me deseas.
Mantengo sus muñecas inmovilizadas con la mano izquierda. Con la derecha recorro su cuello, que responde a mis caricias con un estremecimiento; repaso esa garganta en que atesora jadeos de placer aún sin expresar; sus pechos, capaces de satisfacer la sed más insaciable; finjo resbalar hacia su cadera, cuando en realidad busco la mía.
Desenvaino mi daga y, palmo a palmo, levanto la hoja hasta su nuca. Basta un movimiento certero, sin previo aviso. Ahora. Giro la muñeca. Mi acero secciona la cinta de su careta.
La máscara se desploma a sus pies, por su propio peso, como todo fraude insostenible.
Lanza un grito descarnado y forcejea para zafarse. La libero. En un gesto instintivo, aferra el punzón de acero que mantiene recogidos sus rizos, lo arranca y lo blande ante mí. Recuerdo haberla visto esgrimir esa misma arma contra un adversario muy distinto.
Pese a su gruesa túnica de lana, pese a que su mano izquierda mantiene velada la mitad de su semblante, por primera vez se encuentra desnuda. Más que cuando aparece sin ropa sobre el escenario.
—¡Hijo de perra! —exclama mientras dirige su punzón hacia mi rostro. Su tono se quiebra, a medio camino entre la amenaza y el sollozo.
No respondo. Ni siquiera insinúo el menor movimiento. Me limito a recibir el primer embate de su rabia y a esperar a que el relámpago se disipe.
—¡Hijo de perra! Debería marcarte de por vida.
—Tal vez ya lo hayas hecho.
Vuelvo a enfundar la daga, despacio. Con la misma lentitud, me desprendo del cinto y lo dejo caer al suelo.
Avanzo hasta tenerla tan cerca que nada puede interponerse entre ambos; nada excepto el espectro del pasado. Ella mantiene el acero apretado contra mi pómulo. No intento apartarlo.
—¡Atrás! —me advierte—. Te prohíbo que me mires. Me niego a verme reflejada así en tus ojos. No busco tu conmiseración.
—Haces bien en no buscarla, porque no vas a encontrarla.
Su espléndida cabellera oscura se vierte sobre sus hombros. La retiro a un lado, con delicadeza. Ahora intento apartar la mano que cubre su rostro. El punzón tiembla y amenaza con hundirse en mi mejilla.
—Déjame mirarte —murmuro— y tú podrás ver las cicatrices que no he mostrado a ninguna otra mujer.
Muy lentamente, como si luchara contra una barrera intangible, me permite retirar su mano, aún renuente. Ciertas acciones, en apariencia leves como una pluma, pueden provocar el auge o el cataclismo; pesan más sobre nuestro destino que las evoluciones de los astros.
La luz del hogar perfila en su rostro sombras cambiantes. Su mejilla izquierda alberga una horrenda cicatriz sellada a fuego, como la señal al rojo vivo con que el amo marca a sus reses, a sus cabalgaduras, a sus esclavos; un rastro abierto en la carne mediante una daga candente, que remeda, con la brutalidad de una carnicería, un grosero crucifijo.
—Me dijo que Lucifer me había legado un alma repugnante y depravada —revela con voz quebrada—; que era una corruptora impúdica destinada a propagar la inmundicia.
Repaso su mandíbula con las yemas de los dedos. Su mano se mantiene sobre el dorso de la mía, sin permitirme ascender hacia su mejilla.
—Me dijo que... —Las palabras brotan con dificultad de su garganta—. Que sólo la huella salvadora de la cruz podría redimirme.
Acaricio sus labios, intentando borrar de ellos la monstruosidad de estas últimas palabras.
He visto la inmundicia de este mundo y tú no formas parte de ella. Puedo reconocerla porque he respirado sus efluvios en más de una ocasión.
—Créeme —comienzo—. He visto...
Me silencia tapando mi boca en un ademán imperativo.
—Cállate. Necesito tu lengua para otras tareas.
Su mano se desliza hacia abajo. Recorre mi cuello, explora mi torso por encima de la túnica, con creciente sed, con una exigencia voraz y apremiante, como la reclamación de un veredicto largo tiempo postergado.
—Llévame a mi alcoba.
Ciño sus muslos con los brazos y la alzo del suelo. Se aferra a mí igual que el último superviviente de una batalla atenaza su espada al verse cercado de enemigos: con toda la fuerza de su pulso, con toda la furia de su alma; con toda su desesperación.