7

Tras lo sucedido en el Cesareo, el prefecto augustal ha optado por acudir a otra parroquia para las celebraciones eucarísticas. El episcopado ha interpretado este gesto como una grave ofensa y ha emitido una protesta oficial. Las relaciones entre el prefecto Orestes y el patriarca Cirilo nunca habían atravesado una fase tan tensa.

Temo que las circunstancias aún puedan empeorar. En los círculos afines al trono de san Marcos no sólo se comenta la «implacable hostilidad hacia el obispo» del vicario Orestes, sino también su «falta de respeto por la divina Palabra». Su negativa a aceptar el misal ha suscitado las primeras voces que ponen en duda la sinceridad de sus creencias religiosas.

Personalmente no considero imprescindible que todo buen gobernante deba adherirse al credo de Nicea, pero las leyes sostienen una opinión diferente. Nadie puede obtener un cargo público si antes no ha recibido el sagrado bautismo cristiano. Los detractores del prefecto argumentan que éste no aceptó las aguas sacramentales hasta tener noticia de su nombramiento, poco antes de partir hacia Alejandría. El hecho de que la ceremonia fuera oficiada con toda solemnidad por el patriarca Ático de Constantinopla no disipa las dudas sobre la devoción de Orestes.

Otros rumores lo acusan de mantener una «excesiva intimidad» con la filósofa Hipatia y sostienen que ella es la responsable tanto de haberlo apartado de sus creencias cristianas como de fomentar sus discrepancias con el venerando patriarca; pues, añaden, no puede esperarse otra cosa de una impenitente que se obstina en actuar en contra de su condición femenina y que se entrega a prácticas corruptoras, entre las que se incluyen la taumaturgia y la astrología.

Por mucho que nuestra madre y maestra no se deje afectar por estas habladurías, no puedo evitar sentirme preocupado. Hasta hace poco, yo no atribuía ni siquiera la menor importancia a las calumnias malintencionadas, ni a su influjo sobre la reputación. Hoy sé que las difamaciones podrían haberme arrastrado a la ruina, al deshonor y al destierro —incluso a la muerte— de no haberme hallado frente a la integridad de un hombre como el vicario.

No soy el único que aprecia las virtudes del excelentísimo Orestes. Nico me lo señala durante una sesión de ejercicio en la piscina natatoria. Yo la atravieso a brazadas; él permanece sentado en el borde con los pies sumergidos en el agua fresca.

—Es curioso —me dice, cuando me detengo a su lado—. ¿Sabes que tu amigo Dión siente verdadera devoción por el prefecto augustal?

—Dudo que Dión pueda sentir devoción por nadie. —Pero, de entre las pasiones que es capaz de albergar, sí sé que dedica a su protector lo más parecido al respeto.

—¿Sabías que su padre y Orestes son amigos desde la juventud? ¿Y que Dión creció viéndolo frecuentar su casa como un miembro más de la familia?

Lo ignoraba, al igual que los datos que me suministra a continuación: ambos se prestaron el solemne juramento de auxiliarse en caso de necesidad; cuando su amigo obtuvo su nombramiento como prefecto augustal, el progenitor de Dión le pidió que llevara entre su comitiva a su hijo, quien —debido a su temperamento— tenía dificultades para comenzar su carrera política en Adrianópolis; ambos piensan que Dión desconoce la existencia de ese pacto fraternal y, en consecuencia, los verdaderos motivos de su estancia en Alejandría.

—Pero no es así. Y te aseguro que el muchacho está decidido a que «los dos viejos» tengan motivos para enorgullecerse de él —concluye—. Se diría que, para ser el protegido con el que has compartido gran parte de tus jornadas en los últimos meses, no conoces mucho sobre él. ¿No te parece sintomático?

A decir verdad, me resulta sorprendente que Nico y Dión se confiesen tales detalles. Aunque no se frecuentan desde hace mucho, se han convertido en asiduos; todo apunta a que encuentran oportunidad de compartir confidencias además de tiempo, vino y actrices.

—Te felicito —manifiesto—. Tendremos que declararte experto oficial en tan fascinante materia. ¿Hay alguna otra perla de sabiduría que desees revelarme?

Remueve el agua con los tobillos.

—Querido Tanis, tengo algo mucho mejor que eso. Un regalo para el mortal a quien los dioses condenaron con la incapacidad de mostrar asombro.

Sonrío. Mi hermano necesita reclamar la atención ajena casi tanto como respirar. Me consta que experimenta cierto fastidio porque no soy lo bastante expresivo, porque no tiendo a maravillarme ante sus constantes exhibiciones. Algún día, insiste, encontrará algo que me sorprenda de verdad.

—Te escucho.

—Nuestro Dión me ha hecho una confesión de lo más interesante. Mucho tiempo antes de que se celebrara tu juicio él ya estaba al tanto de cuál iba a ser el veredicto del prefecto augustal.

—¿Cómo que estaba al tanto? —pregunto, sin acertar a creerlo.

Nico muestra cierto agrado ante mi reacción.

—Aún hay más, querido. Él sabía que no podía influir en absoluto en esa sentencia. Pese a todo, te hizo creer lo contrario para... ¿cómo lo expresó? Ah, sí: para aplicarte «un buen correctivo». «Tanasio necesitaba aprender quién maneja las riendas», eso me dijo; «y vaya si lo aprendió».

Niego con la cabeza. ¿Cómo es posible? No atino a concebir que Dión haya discurrido por sí mismo una maniobra semejante.

—Ahora viene lo mejor. ¿Sabes quién le inspiró esa idea? Alguien que, en los últimos meses, se ha encargado de repetirle una curiosa máxima: No importa lo que seas capaz de hacer. Importa aquello de lo que los demás te crean capaz.

—Será... —reniego, sin encontrar las palabras—. Maldito gusano tracio, el muy hijo de perra...

Prorrumpe en carcajadas.

—¿Qué esperabas? Ha tenido un buen maestro.

Dicen que el tiempo es el peor enemigo de la pasión. Siempre he creído que es una excusa para quienes no evalúan sus afectos con honestidad. Los hombres tardan poco en abandonar un fuego encendido por capricho.

No obstante, reconozco que el paso de las semanas acarrea algunos cambios. Al principio Thais se esforzaba por abandonar el letargo para despedirme. Ahora se arrebuja en el lecho como un cachorrillo soñoliento y me brinda gemidos de protesta si me visto de forma demasiado ruidosa.

Como de costumbre, al salir de su habitación me reúno con Saúl, que me espera en la cocina sentado en un taburete. Zoe nos acompaña a la calle y atranca a nuestras espaldas la puerta del patio. Si bien actúa con esmero y diligencia, aún no he obtenido de ella la mínima muestra de cordialidad. Hoy la interrumpo tomándola de la muñeca.

—Ya veo que no me aprecias —le digo—. Hay muchas personas que comparten esa misma animadversión, si eso te consuela. Pero en tu caso me gustaría conocer tus razones.

Duda durante un momento, con el candil en la mano. Al fin se decide a responder.

—Tengo miedo por mi pequeña Thais, señor. Nunca la había visto tan feliz. Y temo que vayas a causarle un daño atroz. Presiento que vas a herirla, no con un cuchillo, sino con algo que deje una cicatriz que no pueda ocultarse bajo ninguna máscara.

Sé que muchos se sentirían ofendidos por estas palabras. Pero no voy a fingir indignación. Me conozco. Conozco a la mujer que se rinde ante mí en cuerpo y espíritu, y que me exige a cambio la misma entrega. Se merece algo más que las ofuscadas protestas de inocencia que manan del corazón de los amantes.

—Créeme, Zoe. Espero que te equivoques.

Lo digo en serio. Lo espero desde lo más profundo de mis entrañas.

Crito me informó de que hoy el reverendo Dámaso planeaba visitar el santuario de San Marcos acompañado de una numerosa comitiva. Es comprensible que tome sus precauciones, pues el viaje no se presenta exento de riesgos. El lugar de martirio del evangelista no dista demasiado de Alejandría. Se alza al este de la ciudad, frente a la costa, en un enclave arrancado a los pastos de Bucolia; una región cuya pobreza la convierte en cuna y refugio de malhechores que no dudan en asaltar a los peregrinos desprovistos de escolta.

Reconozco sentirme decepcionado. Esperaba que la tumba del evangelista, el glorioso fundador de la iglesia alejandrina, cuyo rango jerárquico no desmerece a san Pedro o san Juan, mereciera una edificación espectacular. Por el contrario, el conjunto se reduce a un modesto edificio de piedra caliza flanqueado por un vasto cementerio, algunos de cuyos mausoleos resultan más espléndidos que el propio santuario.

Deduzco que, pese al poderoso simbolismo del lugar, existen razones para que los patriarcas alejandrinos no hayan potenciado su crecimiento. Se sitúa fuera de los muros urbanos, demasiado próximo no sólo a los bandidos de Bucolia, sino también a la guarnición de Nicópolis, donde se acantonan las legiones imperiales al mando del duque de Egipto. Sin duda, el historial de enfrentamientos entre el trono de Constantinopla y el obispado alejandrino desaconseja conceder mayor categoría a un santuario cuya ubicación indefendible lo convierte en un perfecto escenario para cualquier represalia oficial.

Con todo, la tumba recibe una notable afluencia de peregrinos. La mayoría proceden de la ciudad; llegan desde el oeste, con la mano sobre la frente para protegerse los ojos de los rayos matinales. Ése, y no otro, es el deseo inconfesado de quienes avanzan sin apartar la vista del resplandor de la fe: que todas las sombras queden a sus espaldas.

Pero si la fe de los visitantes no entiende de cálculos, no puede afirmarse lo mismo de quienes les aguardan: un avispero de aguadores, buhoneros y proveedores de todo tipo de bagatelas bullen entre los puestos de pan, de pescado asado, dátiles y dulces.

Finjo curiosear entre los tenderetes, aunque en realidad vigilo de reojo la ruta de acceso. Un comerciante de terracotas me retiene durante largo rato, decidido a venderme una de las inevitables cantimploras de peregrino. Al ver aparecer una comitiva integrada por varias monturas y un lujoso carruaje, abandono su toldo con las manos vacías, lo que me vale una retahíla de surtidos improperios.

Me abro paso entre el corro de mendigos, curiosos e improvisados peticionarios que se han congregado como por ensalmo alrededor de los recién llegados. Dámaso acaba de desmontar y, tras abrir la portezuela del vehículo, ayuda a descender a una joven ataviada con una elegante túnica brocada sin ceñir, amplia y larga, y un sencillo velo sobre la cabeza. Va seguida de una dama de compañía que sostiene un parasol sobre su señora.

Intento llegar hasta ellos, pero alguien me cierra el camino aprisionándome el antebrazo con la violencia de un cepo. Es el esbirro de cráneo afeitado y barba oscura al que arrojé del camarín de Thais.

—Adelante —masculla en mi cara. Su aliento huele a odio—. Haz un gesto y te rompo el brazo. Dame una excusa, un solo movimiento.

Dirijo una mirada a Saúl para que no intervenga. Dámaso se ha vuelto hacia nosotros, alertado por la brusquedad de la maniobra. Me reconoce.

—Atanasio de Cirene. ¡Qué inesperado placer! —exclama con una sonrisa cordial. Si mi aparición le desagrada, se cuida muy bien de mostrarlo—. Mateo, ¿dónde están tus modales? Libera al decurión.

Su secuaz obedece, pero se mantiene a mi lado, incluso cuando, por indicación de su patrón, el resto de los integrantes de su séquito se apartan unos pasos y empiezan a distribuir limosnas entre la concurrencia, que de inmediato se congrega alrededor de ellos.

Respondo al saludo con toda corrección. Mi interlocutor se adhiere a nuestra función de perfecta urbanidad e inicia la siguiente escena presentándome a su hermana, aunque tengo la convicción de que preferiría que mis pupilas no se hubieran posado jamás sobre ella.

—Tu presencia, señora, completa el esplendor de este día —declaro antes de transmitirle mis mejores deseos, que ella recibe con la frente inclinada, en actitud de recatado decoro.

Posee una tez pálida, como si el sol tuviera vedado descansar sobre ella, y unos rasgos que, sin ser hermosos, resultan conmovedores por su intensidad. Todo en ella transmite un sentimiento de profunda dulzura e indefensión.

—Dichosos los caminos que se encuentran a las puertas de la casa del Señor —responde sin alzar la mirada.

Su hermano ratifica:

—Loado sea. Puesto que, sin duda, Él es quien ha guiado tus pasos hasta aquí justo hoy, para que así podamos encontrarnos.

Pese a la intachable afabilidad de su tono, sé que oculta una admonición. Su enojo no me inquieta; al contrario, constituye una señal inequívoca de que ha captado mi mensaje. Está dispuesto a irrumpir en mi vida a sangre y fuego, incluso si eso implica arrollar a un hermano que me es muy querido. Deseo demostrar que, si persiste en su actitud, puedo pagarle con la misma moneda.

No replico a su insinuación. Intuyo que nada alcanzará a irritarlo tanto como que siga concentrando mi atención sobre su joven hermana. De hecho, hay algo en ella que ha captado mi interés.

—Traes en ti no sólo el reflejo de los astros, señora, sino también la profundidad de los mares —señalo sus pendientes—. El matiz rosado de esas perlas es fascinante. Sólo podría resultar más sublime si el engarce representara la santa cruz.

Por fin Dafne eleva hacia mí sus pupilas a través de sus largas pestañas, sin alzar la cabeza. Es un gesto brevísimo, apenas perceptible, que, sin embargo, transmite todo un torrente de inquietud. No es la única. Constato de reojo que uno de los acompañantes de Dámaso reacciona con sobresalto. Sospecho que acabo de identificar a Simón de Siena.

En contraste, su patrono no capta la alusión contenida en mis palabras; lo que no impide que incluya otra insinuación en las suyas.

—Ciertas perlas no están al alcance de cualquiera —sonríe. Bajo la impecable amabilidad de sus maneras fluyen ríos de acrimonia—. Ese lustre que tanto te admira es de una rareza extraordinaria. Mi familia ha atesorado durante generaciones esas perlas, haciéndolas traer de los más remotos rincones del orbe. Dudo que puedas hallar algo semejante en cualquier otra región del imperio. A decir verdad —recalca—, dudo que vuelvas a ver nunca nada parecido.

Es su forma de advertirme que no piensa tolerar que me aproxime de nuevo a su hermana. Respondo con una afabilidad que en nada desmerece a la suya.

—Sólo Dios sabe lo que el futuro permitirá contemplar a nuestros ojos. Con ayuda del Señor, un hombre puede llegar a tener entre sus manos incluso las perlas mejor custodiadas de la Creación.

Dafne se ruboriza como el horizonte ante las primeras caricias de la mañana. Sé que para ella mis frases contienen un significado muy distinto del que poseen para mi interlocutor.

—Hermano, con tu permiso, preferiría aguardarte en el santuario. No es propio de una mujer honesta informarse sobre ciertas empresas que sólo competen a los varones. —Al recibir la confirmación, se despide de mí con una leve inclinación de cabeza—. Ha sido un placer, caballero Atanasio. Te suplico que recuerdes mis palabras: el que tuviere asuntos sobre mí, acuda a mi hermano, pues él es mi valedor.

Espero que se aleje un trecho prudente para comentar:

—Los muros del Señor no se quiebran ante el empuje de los arietes. Lástima que no pueda decirse lo mismo de los parapetos de este mundo.

Dámaso se encara conmigo. Ya no sonríe.

—El hombre juicioso sabe mantener las distancias. Espero que no lo olvides, por tu propio bien.

—El hombre juicioso predica con el ejemplo. Confío en que también tú lo recuerdes, por nuestro bien común y el de todos aquellos que nos rodean.

Estoy más que dispuesto a mantenerme alejado si él hace lo propio. Sólo pretendo cerciorarme de que lo entiende así.

—Puedo olerlo desde aquí. Exhalas los efluvios de una corruptora, de una mujer impúdica. No permitiré que Dafne se contagie de ese miasma.

—No eres el único que sabe olfatear. Diría que, para proteger por completo a tu hermana de esas emanaciones, también tú debieras mantenerte alejado.

Sopesa mis frases. Imagino que el resto de su entorno ignora las mezquinas verdades de las que yo soy partícipe. Debe percatarse de que no puede mantener ante mí la farsa de la decencia, esa virtuosa máscara de moralidad que exhibe ante los demás.

—Comprendo —declara.

Ha recuperado su sonrisa. Se aproxima y deposita las manos sobre mis antebrazos, en actitud fraternal. Cualquier observador pensaría que se dispone a prodigarme sus bendiciones.

—Esperaba más de ti, Atanasio. Te veía como a un patricio de gusto refinado. —Estrecha aún más mis brazos y su sonrisa se ensancha—. Supongo que me equivocaba. En el fondo, no eres más que una hiena dispuesta a alimentarse de sobras.

A la vista de la modesta tumba de san Marcos comprendí que la capital del delta está privada de un centro de peregrinaje digno de su categoría. Sin duda, el patriarca Cirilo ha percibido la misma carencia. Y se ha encargado de subsanarla.

En los idus de junio, apenas unos días después de mi visita a Bucolia, el obispado inaugura con una grandiosa ceremonia el santuario que acogerá las reliquias de san Ciro y san Juan, dos mártires alejandrinos ejecutados durante las persecuciones de Diocleciano que suscitan una profunda devoción por su capacidad de operar curaciones milagrosas.

El transporte de los sagrados restos da lugar a un magno acontecimiento que congrega a casi toda la población y a la mayor parte de las autoridades. Al igual que cualquier otro espectáculo público, los desfiles despiertan en la plebe alejandrina una pasión entusiasta. He podido comprobarlo en el caso de los criminales y presidiarios que, tras su flagelación, son paseados a lomos de camellos de un extremo a otro de la Vía Canópica.

En esta ocasión, el traslado se realiza en medio de una asistencia multitudinaria, con un boato sólo inferior al de la procesión solemne celebrada tras el nombramiento de un nuevo obispo. Una muchedumbre incontable flanquea la avenida principal; prorrumpen en vítores, arrojan flores, agitan palmas martiriales y lanzan ungüentos ante el patriarca y su séquito, que flanquea el carro en que se transporta la urna.

Asisto al clamoroso espectáculo desde la azotea, en compañía de Nico. Muchos de los presentes escoltarán a la comitiva por la ribera en su recorrido fluvial de doce millas hasta la localidad de Canopo. Los que permanezcan en la urbe darán inicio a unas festividades que se prolongarán hasta mañana al amanecer.

—Esta noche la ciudad estará invadida de antorchas —pronostico—. El vino y los cantos correrán como el agua de los canales.

—Lo sé —suspira—. Ojalá hubiera visto la mitad de esta pompa y este entusiasmo hace siete meses en la recepción al prefecto augustal.

Mastica una ciruela y escupe la semilla hacia el gentío que bulle a treinta pies por debajo de nosotros. Comprendo los motivos de su pesadumbre. Canopo era el único reducto de Alejandría aún consagrado a los dioses antiguos. Pero hoy la supervivencia de los templos de Serapis e Isis ha llegado a su fin.

He aprendido que el patriarca Cirilo se percibe como un cirujano encargado de extirpar de la diócesis toda gangrena, y que realiza este cometido de forma sistemática. Comenzó eliminando a los novacianistas; después llegó el turno de los hebreos. Me pregunto si debo considerar la ceremonia de hoy como la trompeta de batalla que llama a una campaña contra un nuevo adversario, mejor enraizado y con un ramaje más extenso que los anteriores: la herencia de nuestros ancestros, la magnífica cultura asociada a nuestro pasado pagano.

—¿Sabes que el mismo Homero, el padre de todos los poetas, ya menciona la existencia de Canopo? —murmura Nico—. Y ahora tu obispo Cirilo está a punto de enterrar para siempre una tradición milenaria. Ojalá los dioses deparen a la ciudad de Alejandro el mismo destino que a la de Rómulo.

Sé a qué se refiere. Han transcurrido veintidós años desde que Teodosio el Grande convirtiera el cristianismo en la fe oficial del imperio y condenara por decreto la religión tradicional. Además de cobrarse el Serapeo y el Museo de Alejandría, su edicto extinguió también el fuego de Vesta en Roma y desalojó a sus sacerdotisas para siempre.

Hay quien afirma que, sin la salvaguarda de sus dioses ancestrales, el destino de la Urbe Eterna quedó sellado. Hace cuatro años el rey godo Alarico la saqueó hasta los cimientos. Honorio ya había trasladado la capital de Occidente hasta Rávena. Mas la ciudad de Rómulo aún era la sede de san Pedro, el corazón del mundo cristiano.

—Las deidades paganas preservaron a Roma de los saqueos enemigos durante ocho siglos —señala mi hermano, no sin sarcasmo—. Y el Dios cristiano apenas supo defenderla once años.

—La Historia es más compleja que tus repertorios de guarismos. Dudo mucho que puedas reducir el problema a un mero planteamiento aritmético.

—¿Eso crees? Pues déjame mencionarte algunos números más.

Mastica otra ciruela y vuelve a arrojar el hueso a la calle. Una brisa inquieta agita el toldo de lino extendido sobre nuestras cabezas para protegernos del sol.

—Teodosio no logró comprender que sus provincias necesitaban la protección de todas las divinidades a las que pudieran invocar —concluye—. Heredó cien dioses y los redujo a uno. Recibió un imperio milenario y lo desmembró en dos.

He enviado un mensaje al protegido de Dámaso, un sencillo versículo del evangelista Mateo: Al salir hallaron a un hombre de Cirene llamado Simón; a éste obligaron a que llevase la cruz.

Nico no parece muy convencido.

—Un poco críptico. ¿Crees que responderá?

—Tardaremos poco en comprobarlo. Creo que lo hará si desea evitar que el siguiente aviso resulte menos discreto.

Así es. El receptor acepta reunirse conmigo en el descampado de Bucolia. Cuando propongo que Timón lo acompañe hasta el enclave acordado, Saúl realiza una mueca de contrariedad.

—Hace un par de días que el Apestoso no aparece para ponerme al tanto de sus averiguaciones. Espero por su bien que tenga un buen motivo.

Estoy seguro de que así será.

—Si lo deseas, puedo encargar a Cosme o a Miguel que se encarguen de esto —prosigue—. Suponiendo, claro está, que no te importe que uno de ellos abandone durante un rato la puerta de tu actriz.

No me agrada la idea de reducir la vigilancia en casa de Thais, pero no tengo otro remedio que aceptar. Por fortuna, Miguel conduce al secretario de la tesorería episcopal hasta nuestro punto de encuentro sin imprevistos.

Simón es un joven entrado en carnes, de tez pálida, cuidado aspecto y maneras delicadas que exhibe una notoria aprensión por el entorno que nos rodea.

—¡Dios Todopoderoso! Se diría que estas piedras hubieran presenciado su propio Apocalipsis.

—En cierto modo, sí —respondo sin alzarme—. Qué mejor contexto para un hombre que tal vez esté a punto de enfrentarse al suyo.

He observado que mi actitud aumenta su desasosiego. He de aprovechar esa ventaja. Así pues, permanezco sentado sobre los restos de una columna derribada mientras tanteo con una rama una hilera de hormigas, como si dicho pasatiempo mereciera toda mi atención. Y dejo que el silencio se prolongue hasta que le resulte insostenible.

—¿Cómo sé que no me engañas, que posees eso que afirmas tener? —lanza entonces, en un fallido intento de aparentar confianza.

Indico a Saúl que le muestre la joya.

—A partir de ahora, harás bien en creer todo cuanto te diga —aconsejo, alzando por vez primera la vista hacia él—. ¿Cómo la conseguiste? ¿La robaste del cofre de tu señora Dafne?

Palidece ligeramente. Tal vez la indignación sea la causa; mas no podría asegurarlo, puesto que su desasosiego es tan patente que encubre la identidad de cualquier otra emoción.

—No soy un ladrón —protesta, en un alarde de coraje.

—Te creo. De haberlo sido, habrías hallado el modo de pagar tu deuda y no te encontrarías en la presente situación. —Apoyo las manos en mi sucio asiento y estiro las piernas. Mis botas desbaratan sin contemplaciones la columna de hormigas—. ¿Debo entender entonces que ella misma te entregó el colgante?

Entrelaza los brazos sobre el torso en un conato de resistencia.

—Sé quién eres, Atanasio de Cirene. ¿Qué quieres? ¿Por qué me has hecho venir?

—Para empezar, quiero que respondas a mis preguntas. Y no me gusta repetirme, así que te aconsejo que las contestes en cuanto tengas oportunidad.

Durante unos instantes veo luchar la vacilación en sus ojos. Al cabo, vence el temor. Separa los brazos y los cruza a la espalda.

—Ella... Ella sólo intentaba ayudarme —tartamudea—. Es un alma pura y generosa. El Señor la ha enviado para que traiga Su luz a esta tierra de dudas y tinieblas. Te lo ruego, no la involucres en esto.

—Preferiría no hacerlo. Y quizás tú puedas ayudarme a evitarlo.

Hago una pausa. Él ya ha agotado todas sus apuestas. Ha llegado el momento de realizar la mía. Ruego que el Hado me sea propicio.

—Sé que trabajas en la tesorería episcopal a las órdenes de Dámaso. Sé que tienes acceso a las zonas privadas de su residencia; que eres su protegido y él te revela ciertos datos confidenciales... y que posees medios para indagar sobre aquellos otros que te oculta.

Traga saliva con apuro, como si le faltara el aire.

—No. Es mi protector, confía en mí. Él no se merece...

—No se merece que traiciones su confianza donando una inestimable reliquia de familia como fianza de una deuda infame. —Tiendo la mano hacia Saúl para que me entregue la preciada cruz—. No se merece que mezcles a su distinguida hermana en un asunto tan deshonesto. ¿Me equivoco?

No responde. Jugueteo volteando la joya entre mis dedos con modales negligentes que, sin duda, acentúan su sentimiento de indefensión.

—¿Sabes? Tengo el presentimiento de que a tu patrón no le complacerá en absoluto descubrir la prueba de que su virtuosa hermana te ha entregado algo que ninguna mujer honesta concedería...

Palidece aún más. Ahora su tono recuerda sospechosamente a un cadáver.

—No serás capaz de hacer algo así...

—Soy capaz de muchas cosas. Te sugiero que no me pongas a prueba.

A decir verdad, me satisface comprobar que la —en apariencia— insulsa Dafne no carece de iniciativa. Aunque dudo que su hermano comparta mi parecer. En cualquier caso, la expresión de mi interlocutor evidencia algo innegable. Tiene mucho que temer de la ira de su protector. Y lo sabe.

—Tú y yo buscamos lo mismo —recalco—. Ambos preferimos que este pequeño secreto siga oculto, ¿verdad? Aliéntame, Simón, y te confortarás a ti mismo. Dime que tenemos un trato.

Apela a sus últimos residuos de entereza, aunque es una batalla perdida de antemano. Muestra los hombros hundidos y su rostro refleja la confesión de una derrota.

—Sí, decurión. Lo tenemos —confirma con voz desmayada.

Es una noche asfixiante, carente de brisa y de luna. Hoy no siento deseos de regresar a casa. Prefiero permanecer junto a Thais en su lecho, dentro de las mosquiteras, respirando junto al mío su cuerpo acogedor, tostado y sudoroso.

Si Nico pudiera adentrarse en mis pensamientos se mofaría de mí sin piedad. Y no le faltaría razón.

Alejandría se ha convertido en un lugar demasiado peligroso para Aspolia. Debo alejarla de aquí, pero ignoro cómo. Ella no me pertenece. Conozco desde mi niñez esa ley implacable que prohíbe a cualquier hombre de rango desposar a una actriz, o a la hija de una de ellas, e incluso reconocer a las criaturas concebidas con una mujer del escenario, so pena de adquirir su misma marca de infamia y verse despojado de todas sus posesiones.

Si se tratara tan sólo de una plebeya, incluso si su padre ejerciera la más indigna de las profesiones, la llevaría conmigo a Damocaris y haría de ella mi concubina. Pero es una cómica; eso la convierte en propiedad del emperador, al igual que los aurigas y los caballos de carreras; al igual que los esclavos de las minas...

Algo interrumpe el curso de mis pensamientos. Los dedos acuciantes de Thais tamborilean sobre mi torso y me traen de regreso.

—¿Dónde estás? Tengo la impresión de que has huido muy lejos de aquí.

Sonrío y beso el dorso de su mano.

—¿Y tú? ¿Nunca has sentido deseos de huir?

—¿Huir? —Frunce el ceño—. ¿Adónde?

—No lo sé. Lejos de Alejandría. Lejos de los teatros... A cualquier parte.

Se estrecha más contra mí.

—Cuando se me acercó el primer hombre yo aún era una niña, pero me hizo sangrar como una mujer. Él no debía temer ningún tipo de represalia; podía hacer conmigo lo que quisiera, siempre que no me impidiera salir a escena en el momento de recitar mis líneas. Y no fue el único. Después vinieron otros.

Inspira profundamente, como si necesitara de un aliento renovado para seguir hablando.

—Por los cielos, llegué a odiar a mi madre por condenarme a los escenarios, por legarme esa marca de infamia imborrable sin que yo lo deseara ni pudiera hacer nada para evitarlo —murmura—. Luego comprendí que debía comenzar a fingir que valoraba mi profesión. Era el único medio de despertar el entusiasmo del público en las gradas; y, aún más, de conseguir su admiración fuera del escenario y, con suerte, que me reconocieran algún tipo de valía personal. Lo simulé con tanta habilidad que llegué a persuadir a muchos, y casi a convencerme a mí misma...

Calla. Tampoco yo digo nada. Tan sólo acaricio su hombro, insinuando apenas mis dedos sobre su piel. Me impresiona que sea capaz de mirar a su espalda con tanta frialdad.

—Ésa no es la mujer que yo conozco —musito—. Ella no finge. Reconoce su verdadera valía; es más, la exhibe con orgullo.

Aparta sus cabellos y deja al descubierto la horrenda marca de su mejilla.

—Mírame —reclama.

Obedezco. Thais busca en mis ojos y, al fin, esboza una sonrisa.

—Me gustas por muchas razones, Atanasio de Cirene: porque, a diferencia de los demás, tus manos no tienen la delicadeza de un aristócrata, sino la aspereza de un soldado; porque eres un espléndido semental; porque eres fuerte y luchas por seguir siéndolo; porque nunca te apartas de tu camino. —Toma mis dedos y los guía hasta su cicatriz—. Pero, ante todo, porque no desvías nunca la mirada.

Acaricio su pómulo. También yo sonrío, en un gesto profundo que no arranca de los labios.

—¿Quieres saber una cosa? —continúa—. En cierto modo, Dámaso es el responsable de todo. A veces hasta me gustaría que tuviera conciencia de ello. Logró lo contrario de lo que se proponía. Ahora, cada vez que salgo a escena me siento resucitar. Él me trajo a la única ciudad del imperio que antepone el teatro a cualquier otra ceremonia, que se entrega a él con verdadera devoción. Y yo he logrado que este público se rinda a mis pies.

Es una de las verdades más duras de aprender. La vida no acostumbra a conceder victorias. Aquel que desee caminar con la frente erguida debe aprender a forjar sus propios triunfos.

—Por fin estoy viva, Tanis. No permitiré que nadie vuelva a hacerme sentir como una inmundicia. No. Nadie me alejará del escenario. Nadie me apartará de Alejandría.

Apoya la barbilla sobre mi pecho y me propina un ligero pellizco.

—¿Y tú? —pregunta, incisiva—. ¿Alguna vez has sentido deseos de huir? ¿De abandonar la lucha?

—No. La vida es lucha, lo sé desde que tengo uso de razón. —Es una realidad ineludible, y la acepto con todo lo que conlleva—. Aunque a veces desearía que todo fuera más fácil.

La mañana amanece como cualquier otra. La ciudad inicia su jornada antes de la salida del sol, dispuesta a aprovechar las horas que preceden al mediodía abrasador. Saúl me espera en el atrio meridional, disponiendo las armas negras. Tras el ejercicio disfrutaré de un merecido baño antes de comenzar a recibir a los solicitantes, que para entonces harán cola en la puerta principal, que se abre al bullicio de la Vía Canópica.

Mientras me ato el faldellín y las sandalias de entrenamiento, oigo un grito proveniente del embarcadero. Salgo al corredor para asomarme a la ventana. La hija mayor de Rufino llora aferrada a su madre, entre chillidos desgarradores. Saúl se inclina sobre el canal. Intenta extraer algo del agua.

—Tráeme una manta —ordena con sequedad en dirección al intendente, que acaba de asomar por la puerta.

A continuación alza la vista hacia las ventanas del piso superior, sin duda buscándome. Al ver la expresión de su rostro, siento una punzada de angustia en la boca del estómago. Desciendo los escalones a la carrera. Atravieso las estancias de servicio y el gran peristilo, e irrumpo en el amarradero antes de que el sirviente acierte a regresar con su encargo.

Ahora veo el objeto que Saúl pugnaba por sacar de las aguas. Es un cuerpo infantil, enjuto y desnudo, que flota boca abajo al vaivén del oleaje. Una de sus piernas está atada a un pilón del atracadero, para evitar que la corriente lo arrastre hacia el puerto. Le han cercenado la mano derecha.

Sé quién es. Dios misericordioso. Me falta el aire. Saúl me toma del brazo y me aparta a un lado.

—Reponte —susurra—. Aún hay más. Venía con un mensaje. Lo han dejado en el suelo, bien envuelto, para asegurarse de que lo recibieras.

Tengo que luchar para desenrollar el pergamino. Mis dedos parecen de piedra. En el interior encuentro una sola línea, sucinta y despiadada:

SOBRAS PARA LAS HIENAS.