PRÓLOGO
El atardecer es generoso con las tierras de Libia. La atmósfera vespertina proyecta perfiles enigmáticos sobre las colinas y los valles, acaricia sus contornos para devolverles la nitidez con que Dios los concibió en el momento de la creación. La tierra y el firmamento despiertan a una sutil gama de matices condenados a desaparecer bajo el resplandor deslumbrante del mediodía.
Amo el crepúsculo. Los hombres prefieren contemplar el mundo cuando el sol brilla en su cenit, sin comprender que esa claridad cegadora adormece los contrastes; que, al igual que el aliento del desierto, abrasa la verdad. Las sombras forman parte de la luz, tanto en el cosmos que nos rodea como en las simas del alma humana.
—Se hace tarde. Debemos regresar.
Saúl está en lo cierto, como siempre. Es el único que me confía su opinión sin reparos, dura y cortante como los huesos de la madre Gea. Hemos compartido las raíces de la vida. La mujer que lo trajo al mundo y lo crió de su pecho también me amamantó a mí. Es el único varón de Ruth, mi nodriza, la sirvienta predilecta de mi madre. Su hijo no tuvo elección. Desde el día de su nacimiento quedó destinado a convertirse en mi perenne protector, en mi acompañante inseparable, dispuesto a dar su vida por la mía. Aunque su sinceridad resulte tan áspera como un acero bien afilado, sé que se tasa al precio de su sangre, y como tal la acepto.
Hago una seña al resto de mis hombres. —La batida ha concluido. No hay enemigos a la vista. Volvemos al campamento.
Uno tras otro, comienzan a descender la ladera de regreso al valle. Antes de seguirlos consagro una última mirada al horizonte. Las aves de rapiña aún planean en lontananza, saboreando la carnicería de hace dos jornadas. Incluso ahora, en su retirada definitiva hacia el sur, los salvajes de las arenas difunden la devastación a su paso. Y nos obligan a combatir por las vidas de nuestros vecinos.
La guerra marca la piel de Cirenaica, mi patria, pero sé que sus entrañas esperan para resurgir desde su tumba de cenizas. La ayudaré a levantarse y la acogeré con el mismo ardor de antaño, como a una hembra que, pese a haber sido mancillada por mil hombres, aún conmueve el corazón con su belleza cautivadora.
Nuestro acantonamiento está constituido por un hormiguero de tiendas arracimadas dentro de un foso poco profundo. A pesar de que nos instalamos hace apenas cuatro jornadas, el enclave revela un desgaste equiparable al de una larga ocupación. Sólo el ser humano, con su voracidad y su inclemencia, es capaz de asolar con tal rapidez su entorno.
La historia de mi país así lo demuestra. El pasado siglo las dos Libias se contaban entre las provincias más florecientes del imperio, como testimonian los espléndidos edificios de mi Cirene natal. Sus dominios eran los únicos en que crecía el silfio, un preciado condimento dotado asimismo de óptimas propiedades medicinales. La planta alcanzó un precio tan portentoso que, según cuentan las crónicas, cotizaba su peso en plata. En busca de ganancias siempre mayores, los terratenientes —incluidos mis antepasados— exprimieron sus heredades con una desmedida avidez, hasta provocar el desastre: agotaron los recursos de sus suelos y el silfio se extinguió para siempre. Una vez consumida su fuente de riqueza, la Pentápolis se transformó en un espectro condenado a llorar sobre las ruinas de su antiguo esplendor.
Hoy figura en los archivos de Constantinopla como una de las regiones más míseras de Oriente; lo que no le ha impedido convertirse en el objetivo codiciado de un vecino aún más famélico: los ausurianos, las hordas nómadas del desierto meridional, que saquean nuestros hogares con la ferocidad de un carroñero.
En el campamento reina el bullicio previo a la caída de la tarde entre el olor a pan de salvado y el de las parrillas humeantes, sobre las cuales crepitan los pescados para la cena. Guío mi cabalgadura hasta la carpa central mientras los hombres se apartan a mi paso. He reclutado a algunos de entre mis colonos, pero la mayoría son mercenarios pagados con los últimos remanentes de las rentas familiares. Incluso antes de ser devastada por la guerra, Damocaris —la hacienda de mi madre, el hogar en que he vivido desde mi nacimiento— subsistía a duras penas, extenuada bajo el peso de los impuestos imperiales.
Cuando desmonto frente a mi tienda, los centinelas me reciben con el saludo marcial.
—El magistrado Thoas espera dentro —me informan—. Porta un mensaje del excelentísimo supervisor de las Libias.
Reprimo un gesto de fastidio. Conozco la reputación del interfecto. En su juventud ya era denigrado entre los arcontes de Cirene por no acudir jamás a las sesiones de la asamblea. Luego quedó eximido de sus obligaciones como curial al ser nombrado asesor del antiguo gobernador, Andrónico, un individuo abominable para Dios y para los hombres que nació destinado a convertirse en la mayor maldición que haya azotado nuestra Pentápolis.
Compruebo que ahora Thoas ejerce la misma función para el nuevo supervisor. Ciertos insectos hormiguean sobre la carne en descomposición. Del mismo modo, ciertas sabandijas pululan en torno a los más infectos representantes de la autoridad.
Pocos actos protocolarios me resultan tan irritantes como recibir a un funcionario imperial. Entro en la tienda a grandes zancadas y arrojo el manto sobre el arcón. No albergo la menor intención de respetar las fórmulas ceremoniales.
—¿A qué debo esta visita, perfectísimo señor? —inquiero sin más preámbulos. Me niego a disimular lo mucho que me disgusta su presencia.
Es un individuo menudo, enjuto y correoso como los arbustos del páramo. Parece sobresaltado por la rudeza de mi irrupción, pero se rehace de inmediato. Avanza hasta mí y agita el sello oficial ante mi rostro, como un exorcista que pretendiera intimidar a un espíritu invasor.
—Egregio decurión, traigo ante ti la palabra de tu comandante en jefe. El excelentísimo supervisor de las Libias se encuentra profundamente contrariado por tu comportamiento.
—No tanto como yo por el suyo —lo interrumpo sin demasiados miramientos.
Ante la terrible invasión desatada en la Cirenaica, ante las oleadas sin fin de muerte y devastación, la respuesta oficial del Bósforo consistió en enviar a un gobernador extraordinario con plenos poderes militares, encargado de coordinar la defensa en la provincia. Sin embargo, el excelentísimo supervisor de las Libias quedó tan impresionado por las descripciones de la barbarie ausuriana que optó por no desembarcar en nuestras tierras. Capitanea la campaña desde su nave insignia, anclada a una prudente distancia de la costa.
Sin duda se comporta como un digno representante de nuestro augusto Teodosio; un césar cuyos pies penden en su trono de Constantinopla sin alcanzar el suelo. A sus doce años de edad, el hijo del difunto Arcadio puede manejar sus caballos de juguete, pero no cuenta con pulso suficiente para mantener las riendas de un imperio.
Desvaído de indignación, Thoas levanta hacia mí un dedo inculpador.
—Tenías órdenes estrictas. ¡Y las ignoraste!
Por supuesto que sí. La consigna del legado provincial me exigía interponerme en la ruta de un contingente furioso cuyo número habría bastado para aniquilar a mis tropas. Y debía acometer esta maniobra suicida con el único fin de ralentizar el avance de las hordas, posibilitando así que cierto aliado del excelentísimo supervisor dispusiera de tiempo para trasladar sus riquezas antes del saqueo. Me pregunto si es casual que el beneficiario de esa maniobra fuera justo el magistrado que en este instante descarga sobre mí sus recriminaciones.
En lugar de acatar esa orden, permití que los bárbaros continuaran su avance hasta la hacienda del curial. Esa noche, mientras dormían agotados tras la depredación, ahítos tras saquear despensas y bodegas, caímos sobre ellos. Los arrollamos como una riada, pese a su superioridad numérica.
—Dime la verdad, perfectísimo señor —inquiero—. ¿Vienes hasta aquí para transmitirme las quejas de nuestro comandante o las tuyas propias?
Palidece aún más.
—Avergüénzate, decurión Atanasio. Además de ser tu superior, representa al trono del Bósforo. Le debes respeto y obediencia.
Vocifera estas palabras en tono imperativo, con sabor a amenaza. Sostengo su mirada.
Ciertos rostros inspiran ternura, confianza o simpatía. El mío intimida. He comprobado que a mis semejantes les resulta difícil creer en mi cordialidad; sin embargo, sí dan crédito a mis amenazas. Así pues, he aprendido a sacar provecho de mis facciones, duras y coléricas, y de unos ojos inquietantes que pasan del verde al pardo como una fronda devastada por la embestida del invierno. Mi estatura y mi complexión ayudan a reforzar esa impresión alarmante.
Thoas termina por desviar la vista, con evidente nerviosismo. Mantiene alzado el sello oficial, interpuesto entre ambos como un escudo.
—El respeto no se exige; se gana —matizo. En cuanto a la obediencia... Me obligo a contenerme. Mi interlocutor representa al legado imperial. No deseo incurrir en desacato—. En lo relativo a las decisiones tácticas sólo recibo órdenes del reverendísimo Sinesio, obispo de Ptolemaida.
Tal vez si los administradores civiles y militares nombrados desde Constantinopla se hubieran mostrado algo menos incompetentes, la organización de las defensas no habría debido recaer sobre un hombre de iglesia.
Cuando las tribus del desierto irrumpieron en nuestros campos como bestias salvajes, el joven duque Anisio, al mando de una exigua fuerza de cuarenta mercenarios unigardos, los rechazó hasta la frontera y nos restituyó un cuantioso botín a lomos de cinco mil camellos. Pese a sus triunfos, las autoridades imperiales lo depusieron para nombrar en su lugar a Inocencio, un comandante anciano y pasivo. Bajo su calamitoso liderazgo, las hordas ausurianas se rehicieron y devastaron nuestra provincia a placer, como las diez plagas bíblicas; arrasaron las tierras, aniquilaron el ganado, masacraron a los ciudadanos adultos y apresaron a los niños para reducirlos a la barbarie y, en el futuro, arrastrarlos a una guerra fratricida contra su propia cuna.
Fue entonces cuando el obispo Sinesio, en un desesperado intento por preservar al menos el corazón de nuestro hogar, proyectó la defensa de Cirene. Estuve a su lado mientras contrataba mercenarios, revisaba las fortificaciones, disponía la intendencia y pasaba revista a los combatientes como un auténtico oficial. Permanecí junto a él durante el asedio de nuestra ciudad, hasta que los bárbaros, hastiados de estrellarse contra las murallas y castigados por las incursiones del comandante Marcelino, comenzaron a retroceder hacia el sur.
El magistrado me apuñala con una mirada rezumante de rencor.
—El reverendísimo Sinesio actúa como si, en lugar de su hábito religioso, portara un cetro de gobernador y una coraza de estratego. No debiera inmiscuirse en asuntos que no son de su incumbencia.
Reconozco la verdadera causa de su resentimiento. El abominable Andrónico —el alto funcionario en quien Thoas cifraba el éxito de su carrera política— fue expulsado de la administración pública a raíz de una sentencia de excomunión propiciada por el obispo. Pero, en conciencia, su destitución no puede imputarse al sínodo episcopal, sino a la crueldad del propio gobernador y a las incontables atrocidades perpetradas durante su mandato.
—Todo ciudadano que se precie debe luchar tanto por la defensa de sus leyes como por la de sus murallas, pues ambas son igual de necesarias para preservar su municipio —replico—. No creo que tú, perfectísimo señor, estés en situación de plantear reproches.
No cumple ninguno de los requisitos que definen a un hombre como buen ciudadano. Eso es algo que los dos sabemos.
—¿Con qué autoridad proclamas arengas morales, decurión? —bufa—. ¿Debo escuchar sermones de un terrateniente que arrastra hasta su cama a la esposa de uno de sus colonos y después ejecuta al marido agraviado? ¿O los de un hijo que abofetea a la mujer que lo trajo al mundo? Debieras tener cuidado antes de imputar al prójimo un comportamiento despótico, sanguinario y despiadado. No es de extrañar que tu propio padre te abandonara en la infancia para ir a engendrar retoños en los vientres de otras mujeres.
En un arranque instintivo, lanzo mi mano al pomo de la espada. Thoas abandona su expresión mordaz. Retrocede ante mi movimiento, trémulo y alerta como una rata dispuesta a emprender la huida al menor atisbo de amenaza.
Con gran esfuerzo, me obligo a soltar la empuñadura. Desde hace tiempo sospecho que muchos de mis conciudadanos dan crédito a esos infundios. El corazón humano desea creer en la mezquindad ajena para medir por contraste la propia dignidad. No debo permitir que esas calumnias me exacerben; aún menos si provienen de un miserable afecto a las difamaciones.
—Por tu propio bien te aconsejo que te marches, perfectísimo señor —sugiero, no sin cierta tirantez—. Debo interrogar a algunos prisioneros. Y te confieso que su compañía me resulta mucho más apetecible que la tuya.
Se yergue. Aunque intenta fingir serenidad y convicción, es evidente que aún se encuentra sobresaltado.
—¿Cuál es tu respuesta a mi mensaje? —gruñe.
—No acataré órdenes de un comandante que ni siquiera ha puesto un pie en tierra firme. Puedes decírselo a quien te ha enviado. Y asegúrate de que entienda bien el recado.
No se atreve a replicar hasta alcanzar la salida. Sólo entonces lanza su advertencia, sibilante como un arma arrojadiza:
—Algún día lamentarás tus palabras, Atanasio de Cirene. Pronto, muy pronto, alguien te hará pagar por tu arrogancia.
Le doy la espalda. Sólo hay un individuo más funesto que el que porta la guerra en su espada: aquel que la lleva en su corazón.
Apenas nos quedamos a solas en la tienda, Saúl me lanza una amonestación.
—¿Crees que eso ha sido inteligente? El tipo es un gusano de la peor calaña, pero también un magistrado con poder, peligroso y vengativo.
Lo sé. Y odia a mi linaje con toda su pútrida alma. No en vano el obispo Sinesio de Ptolemaida —quien provocó la excomunión de Thoas y de su mentor, Andrónico— es familiar mío.
—Por ahora tengo asuntos más graves de los que ocuparme. Esa sabandija no me inquieta.
—A mí sí. Te encanta buscar problemas. Acabarás encontrándolos.
Me dejo caer sobre una silla y extiendo las piernas. Se arrodilla ante mí para quitarme las botas de montar.
—¿Me estás oyendo? —protesta.
—Con esos bramidos, como para no hacerlo —bromeo—. No es para tanto. Siempre te preocupas en exceso.
—Y tú nunca lo suficiente, Tanis.
Sonrío. Le debo la invención de mi diminutivo. «Tanis» era el sonido que él articulaba cuando en nuestra primera infancia comenzó a balbucear mi nombre, incapaz aún de pronunciarlo. Su madre, Ruth, adoptó ese apelativo. Desde entonces lo usan todos mis allegados... a excepción de mi progenitora.
—Ese miserable y su patrón, Andrónico —realiza un signo para conjurar la mala suerte—, ya causaron un gran dolor en el pasado a toda la Cirenaica y, en especial, al reverendísimo Sinesio. Tratándose de Thoas, no te favorece en absoluto mencionar al obispo de Ptolemaida; sobre todo porque es primo de tu señora madre.
A decir verdad, Sinesio nunca se ha comportado como un pariente lejano. Lo considero mucho más similar a un padre que el hombre que me dio la vida. Durante mi infancia y mi primera adolescencia pasé muchas jornadas en Anquímaco, su hacienda rural, que más tarde sería asolada por las turbas invasoras. Él, su esposa y sus tres hijos me proporcionaron el único reflejo de la calidez que debiera emanar de una familia.
—No olvides nunca —acostumbraba a decirme— que nuestra estirpe desciende del héroe Heracles, a través de los antiguos reyes espartanos. Debes esforzarte por que tu vida sea digna de tan eximios ancestros.
Sinesio fue mi maestro en las artes de la caza; pero, ante todo, me abrió los ojos a los brumosos caminos de las ciencias y la filosofía. En su juventud fue discípulo de la insigne Hipatia de Alejandría, «la maestra de las mil virtudes, en todo similar a la divinidad». Desde entonces, regresa a visitarla siempre que sus obligaciones se lo permiten.
—Algún día —aseguraba— viajarás a la ciudad del delta. Llevarás una carta de mi puño, y nuestra madre y guía te encontrará digno de ingresar en su academia. Y allí, en el jardín de los durmientes, tendrá lugar tu despertar.
La primera vez que pronunció estas palabras yo era un niño que aún tenía mucho que aprender de los pedagogos. Ni siquiera había comenzado mis clases de gramática ni, mucho menos, había asistido a la escuela catequética de Ptolemaida.
Cuando le pregunté por qué me consideraba merecedor de frecuentar la academia de su maestra, sonrió.
—Eres curioso y observador, Tanis. No hay mejor preámbulo a la filosofía que el afán de conocimiento. —Me acarició el pelo—. Aquel que posee el ojo interior deja entrever su potencial incluso en la infancia; el niño aficionado a las fábulas legendarias encierra la promesa de un futuro filósofo.
Procuró inculcarme como paradigma a Dión de Prusa, el pensador sereno, heraldo de la belleza en el lenguaje, defensor del equilibrio entre la teoría metafísica y la vida práctica. Sin embargo, mi ideal es muy otro: mi compatriota Eratóstenes de Cirene, quien, hace más de cinco siglos, fue director de la Biblioteca de Alejandría, y al que la historia ha legado un insuperable sobrenombre: el segundo Platón. No en vano descolló como maestro en todas las ciencias conocidas: tanto en la geometría como en la aritmética, en el estudio de la tierra y los cielos, incluso en el campo de la poesía. Pero lo que resulta aún más admirable es que se distinguió también como campeón en la totalidad de las disciplinas atléticas.
Él es el modelo que aspiro a imitar. Desde la infancia me he esforzado por entrenar con todo rigor tanto mi cuerpo como mi espíritu.
Mi señora madre suele expresarlo de modo distinto:
—La complexión de Aquiles; el ingenio de Odiseo —exige. Soy descendiente de Heracles, heredero de la edad heroica... y víctima de las expectativas de una progenitora que habría encontrado decepcionantes a los propios dioses olímpicos.
Mi primer recuerdo de ella resulta estremecedor. Yo debo de contar cuatro o cinco años de edad. Es una de esas jornadas abrasadoras de pleno estío en que el aire ondula como si la tierra se hubiera convertido en un inmenso brasero. Mi madre ha organizado una excursión hasta el pequeño lago que forma parte de nuestra hacienda Damocaris. Yo juego cerca de la orilla en compañía de mi nodriza, recolectando piedras para formar una muralla a su alrededor.
Al levantar una laja me quedo petrificado. Me encuentro frente a una enorme serpiente dorada y negra que alza su cabeza hacia mí con un siseo amenazador.
—¡Un áspid! —chilla Ruth a mi espalda, transida de pavor—. No te muevas, Tanis. Quédate quieto, por el Todopoderoso, o te clavará los colmillos.
No podría moverme aunque quisiera. Sé que la mordedura del reptil me resultará mortífera. Pero estoy subyugado por sus diminutos ojos y su lengua sibilante, igual de negra que las sombras del tártaro. Apenas soy consciente de que mi aya susurra una de sus plegarias hebreas, de que reza por mi vida. Por primera vez, me encuentro con la muerte frente a frente; aún soy demasiado tierno para plantarle cara.
No distingo que mi madre se acerca, con el viento a su espalda para no llamar la atención del animal, lenta e inexorable como la Parca. Porta en la mano su fusta de montar. Cuando me apercibo de su presencia, se halla apenas a dos pasos de la serpiente.
Descarga su vara con la rapidez del relámpago. El áspid cae al suelo, inerte, con la cabeza hundida. Su tenebrosa lengua cuelga exánime, fuera de la boca.
Sin transición, me encuentro en brazos de Ruth, que me estrecha con todas sus fuerzas, sollozando una oración de agradecimiento. Mi madre aparta al reptil con la punta de la fusta y, a continuación, la dirige hacia mi nodriza.
—Has puesto a tu señor, a mi hijo, en peligro —sentencia—. En cuanto volvamos a casa recibirás tu merecido.
Mi aya sufrió su castigo. La mujer que dio a luz considera que mostrar clemencia es sinónimo de flaqueza.
—Las más graves injusticias del mundo, los grandes males, no se deben a la perversidad humana, sino a la debilidad —me repetía sin descanso—: La irresolución, la cobardía, la languidez de espíritu.
Su hijo —aseguraba— no se asemejaría a uno de los incontables timoratos serviles y pusilánimes que se arrastran sobre la faz de la tierra, blandos como gusanos. Sería fuerte, majestuoso, inquebrantable, al igual que las montañas.
—Nadie te considerará nunca digno de lástima —decretaba—. No crecerás para asemejarte a él. Jamás.
Él es mi padre. Cuando yo tenía tres años, se marchó de nuestro lado para instalarse en la ciudad. Por entonces ya había perdido gran parte de su hacienda a manos de meretrices y hembras del teatro, en la arena del hipódromo, en veladas y festejos desenfrenados. Él constituye el paradigma de todas las flaquezas que mi madre abomina y me enseñó a detestar.
Saúl ha terminado de quitarme las botas. Me alzo para que me desate la armadura. Tengo los pies abrasados, los cabellos y el cuerpo empapados en sudor. Ni siquiera aquí, en esta penosa jornada bajo la canícula estival, a las puertas del desierto, he renunciado a un solo elemento de la panoplia militar. No en los umbrales del enemigo, dirigiendo a una caterva de mercenarios. Lo contrario equivaldría a ceder ante la debilidad.
Tras liberarme de mi peto, Saúl se despoja del suyo.
—¿De veras quieres que llame al verdugo? —inquiere—. ¿Tienes intención de interrogar otra vez a los prisioneros?
—Sería inútil. Ya han confesado todo lo que sabían. —Cuando levantemos el campamento, los devolveremos a las arenas; no sin antes cercenarles las manos para que no vuelvan a empuñar un arma contra nuestro pueblo.
La mayoría de los oficiales opta por ajusticiar a los bárbaros. Yo prefiero convertirlos en un recordatorio perenne para su tribu. Sé que entre la ignara plebe de Cirene hay quien afirma que conservo esas manos como amuleto, para realizar oscuros maleficios o incluso para decorar mi casa, a modo de macabros trofeos.
Me enjuago el rostro en el lavamanos. En estas tierras el agua es un valioso bien que se debe economizar. Por las colinas hermanas, ahora mismo canjearía todas mis rentas por una bañera de agua helada.
—¿Qué quieres entonces? ¿Te traigo una mujer?
Esa pregunta me resulta desgarradora. La única a quien querría entregar mis noches está más allá de mi alcance. Un esposo con las entrañas de una alimaña resentida aferró un cuchillo y la arrastró a los abismos. Todo el mundo piensa que yo lo maté. No es cierto, pero dejé que así lo creyeran.
Se llamaba Eliana. Ni siquiera me aventuro a mencionar ese nombre. A Saúl le resulta tan doloroso como a mí.
—No —respondo—. Por hoy ya has hecho suficiente. Puedes marcharte si lo deseas.
Cuando abandona la tienda, me dirijo a la mesilla para servirme un poco de vino. Apenas lo mezclo con agua. Está caldeado como si lo hubiera mantenido largo tiempo en la boca; aun así, agradezco ese sabor acre y corpulento en el paladar.
He traído en mi equipaje los últimos remanentes de nuestras viñas. Imagino que, tras el paso devastador de los clanes ausurianos, habremos de replantar todas las cepas.
Las hordas del desierto no son la única calamidad que ha asolado nuestra provincia en los últimos tiempos. Poco antes de que los bárbaros aparecieran, Pentápolis se vio cubierta por una espantosa nube de langostas. Nada pudo evitar que arrasaran los cultivos; no hasta que los cielos, apiadados, enviaron vientos que barrieron la plaga hacia el mar.
Mi señora madre se empleó con todo su afán para rescatar nuestras cosechas de la catástrofe. Sus esfuerzos resultaron vanos; no transcurrió mucho antes de que la guerra llamara a nuestras puertas.
Recuerdo que la noticia de que las hordas se aproximan a Cirene me encuentra patrullando la ruta hacia Cidamo. Reúno a parte de mis combatientes y cabalgo hasta Damocaris. Mi madre se niega en redondo a abandonar nuestro hogar, desafiante como una leona que protegiera su territorio.
—He sudado sangre para devolver la savia a estas tierras. Nadie me arrancará ahora de ellas: ni un hatajo de mercenarios ni esos salvajes con alma de hiena. Las defenderé yo sola, si el hombre que se dice mi hijo no tiene agallas para permanecer a mi lado.
Mando a mis soldados salir de la habitación. Lo que voy a expresar no es para sus oídos.
—Madre y señora, durante veintitrés años he aceptado todas tus reglas, pues sólo un espíritu débil rehúye sus obligaciones. Pero no pienso tolerar que intentes contener una riada con las manos desnudas. Esta vez tendrás que obedecerme.
Jamás ha permitido que se me infligieran castigos físicos. Nuestras leyes reconocen que la tortura y el látigo sólo deben aplicarse a los plebeyos. Sin embargo, tengo la impresión de que ahora está a punto de abofetearme.
—Te prohíbo que vuelvas a hablarme en ese tono. ¿Quién crees que eres para darme órdenes en mi propia casa?
Incluso Saúl se ha marchado. Sólo Ruth permanece junto a su señora. Sé que no la abandonaría ni siquiera a las puertas del averno.
—Harás lo que te digo —insisto. Hoy el infierno está más próximo de lo que ambas imaginan, apenas a un par de jornadas de distancia—. Tu carruaje está preparado. Montarás, te dirigirás a nuestra casa de Cirene y te refugiarás en ella, a salvo tras las murallas. Yo me encargaré de enviar allí el contenido de estas habitaciones; al menos, todo cuanto me dé tiempo a salvar.
—Nadie extenderá las manos hacia mi hogar para desmantelarlo. No lo permitiré.
Me vuelvo hacia mi niñera. Su rostro, sus ojos, sus manos repletas de consuelo y caricias... Todo en ella resulta enternecedor. Pero no puedo permitirme flaquear.
—Déjanos a solas.
—Ruth no va a ninguna parte. Tú eres quien se marcha, Atanasio.
Ni siquiera me digno contestar. Acuchillo a mi aya con la mirada, despiadado.
—¡He dicho que nos dejes, mujer!
La anciana titubea. Al fin, baja la cabeza y, en pugna contra su voluntad, se encamina a la puerta con los hombros abrumados.
Mi madre está lívida. Sé que en este instante su corazón respira rencor, como el de toda criatura indómita obligada a afrontar por primera vez una derrota.
—Ahora escúchame —exijo con aspereza—. Juro por la sangre de nuestros ancestros que hoy dejarás atrás estas tierras... aunque para ello tenga que aferrarte de los cabellos y arrastrarte por el cieno ante los ojos de toda la servidumbre.
El resto de las provincias considera a los libios cambiantes, igual que el desierto, modelado a capricho de los vientos. Nada más lejos de mi carácter. Jamás me desdigo de la palabra dada. Al precio que cueste, siempre cumplo mis promesas.
Siempre.
La gente cree mis amenazas. Quizás porque intuyen que tengo intención de cumplirlas.
—Apártate de mi camino. —La señora de la casa clava en las mías sus pupilas estremecedoras e implacables. Pero sus palabras no constituyen un desafío, sino una rendición.
Ese día compré su vida al precio de su orgullo. No me lo ha perdonado.
Ignoro cómo se extendió entre los domésticos —y, más tarde, entre la población de Cirene— la idea de que golpeé a la mujer que me trajo al mundo. Tal vez quienes creen conocerla opinan que ése es el único modo de doblegarla.
Me indigna que lo consideren así. Sé que si debiera enfrentarse a los puños de un varón, la dama Tisbe no reaccionaría como un perro faldero que se encoge bajo la vara de su amo, sino como un guepardo herido por la flecha del cazador.
No dispuse de tiempo para trasladar todos los enseres de la casa, pero al menos logré salvar nuestras más valiosas pertenencias; entre ellas, mi atril de lectura, mis libros y mis instrumentos científicos: mi esfera armilar, mi astrolabio y mi dioptra. Sinesio me obsequió los dos primeros para que pudiera calcular la posición de las estrellas y los movimientos del firmamento en su rotación alrededor de la Tierra.
La tercera de estas posesiones es un proyecto al que consagro grandes dosis de tiempo y esperanza. A partir de ciertos ensayos empíricos, estoy escribiendo un comentario al tratado de Herón sobre la dioptra. Sueño con perfeccionar el instrumento que el maestro dejó descrito en su magnífica obra, con mejorar la calidad de sus mediciones terrestres y astronómicas. Para ello, realizo pruebas con distintos tipos de bases niveladoras, trípodes y limbos que diseño y encargo a un artesano de Cirene. Siempre he pensado que, tras ascender a las más elevadas cimas de la cognición, la mente del sabio debe regresar para ofrecer un fruto útil al mundo terrenal.
—Pedí a la sublime Hipatia que fabricara un hidrómetro y me lo enviara desde Alejandría —me ha asegurado Sinesio en varias ocasiones—. Es un instrumento extraordinario, ya lo comprobarás. No puedo esperar a tenerlo entre mis manos.
Reconozco que me ha transmitido toda su pasión por los ingenios científicos. Poseerlos —y aún en mayor medida, forjarlos— equivale a presenciar una asombrosa plasmación: la materialización de las mentes más prodigiosas en un elemento tangible que, a su vez, abre nuevas vías al intelecto y al espíritu, nuevas aproximaciones al conocimiento.
Incluso Saúl, con toda su reserva y su pragmatismo, es sensible a ese efecto. Cuando por la noche desenvuelvo el astrolabio y abandono el campamento para observar las estrellas lejos de la perturbación de los fuegos, me estudia con una silenciosa concentración.
—Es de lo más extraño —me dijo ayer, tumbado a mi lado bajo el grandioso fresco del firmamento—. Me siento como si nunca hubiéramos salido de casa.
Este ritual formaba parte de nuestras costumbres en Damocaris. De alguna manera, estos instrumentos transmiten el recuerdo de la paz y el equilibrio que se nos ha arrebatado. Tal vez sea ésa la causa de que su presencia y su tacto resulten tan consoladores. En cualquier caso, es la razón de que los haya traído conmigo tan lejos de mi hogar, hasta un sucio acantonamiento a orillas del desierto.
Apuro el vaso de vino, lo deposito sobre la bandeja y me dirijo al arcón ubicado junto a mi cama. Al acuclillarme ante él, reparo en algo. La estera que lo recubre está desplazada.
Abro la tapa sin poder reprimir una punzada de agitación. Compruebo el contenido con premura. Todos los artefactos se encuentran en su lugar, arropados en sus estuches de cuero y sus fieltros... pero no de la forma en que acostumbro a envolverlos.
—Dios misericordioso —musito, consternado.
Aprovechando mi ausencia, alguien ha abierto el arcón e investigado su contenido. No puedo pensar en otro culpable que el magistrado Thoas.
No descartaría encontrar huellas de registro en diferentes rincones de la tienda, si me resolviera a buscarlas. Pero el resto de mi equipaje no me preocupa.
Sin embargo, estos efectos resultan comprometedores. En manos de un juez intransigente o malintencionado, la posesión de un instrumento astrológico se considera una prueba fehaciente de hechicería, un delito castigado con la pena capital.
Desde el exterior me llega el eco de un repentino revuelo. Me apresuro a cerrar el arcón. Apenas me incorporo, Saúl entra a grandes zancadas.
—Ha llegado un mensajero de la capital.
A su espalda ingresa un individuo sudoroso y jadeante. Su aspecto me indica que no porta buenas noticias.
—Habla —lo exhorto—. ¿Qué traes para mí?
—Las calles de Ptolemaida elevan sus más sentidas plegarias al Altísimo. El obispo Sinesio permanece en cama desde hace varios días, aquejado de un grave mal.
Me tiende un billete. Reconozco la caligrafía, pese a estar desfigurada por el sufrimiento.
«MI TIEMPO SE ACABA. NI EL COMBATIENTE MÁS HEROICO PUEDE CONTINUAR LUCHANDO CUANDO SUS FUERZAS SE CONSUMEN. LAS MÍAS ESTÁN AGOTADAS».
Bajo estas líneas hay otra, garabateada con premura, tal vez en un arranque de último momento.
«LA VIDA ME HA HERIDO DE MUERTE. NO LE GUARDO RENCOR».