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Basilio se entrega a la preparación del espectáculo con un esmero que, como él mismo recalca, es un pálido reflejo del enorme interés que nuestro supervisor muestra por la representación.
Lo observo mientras se desplaza por la estancia con sus andares tambaleantes. Al igual que el resto de su anatomía, su rostro posee algo desgarbado: unos labios inmensos, carnosos en exceso, la nariz ladeada y unos ojos vivaces de tamaño desigual. Sus rasgos disienten entre sí, como en un retrato compuesto por un mal artista.
Y, sin embargo, conquistó a la esposa de un aristócrata; a una dama educada, sin duda, en el más exquisito refinamiento. Nunca comprenderé qué suscita el ardor de ciertas mujeres. En ocasiones, las pasiones manan de los pozos más oscuros del alma humana.
Regresa a mi lado arrastrando un enorme baúl. Hoy desea someter a mi consideración varios elementos de vestuario y puesta en escena; entre ellos, el látigo con el que recibirá su correctivo el presidiario que encarnará al espía del patriarca.
—Me permitiría sugerir esta modalidad, de varias cuerdas de cuero con garfios metálicos en sus extremos —propone mientras exhibe el instrumento en cuestión, que, por cuanto parece, incrementa el efectismo de la escena gracias a la eficacia con que desgarra la carne y favorece la efusión de la sangre.
—Dejo en tus manos esos detalles. En lo que a mí concierne, me preocupan más los trámites administrativos. Para obtener la custodia de un condenado a muerte deberíamos dirigirnos al scrinium commentariensis. Pero, en lugar de tratar con el responsable del gabinete, sería preferible contactar con alguno de sus adjutores. En concreto, uno de ellos, llamado Nicasio, estaría más que dispuesto a facilitarnos la labor.
Y, aún más importante, su lealtad al prefecto resulta incuestionable. Sé que transmitirá de inmediato al vicario Orestes cualquier información relevante que llegue a sus oídos.
No me atrevo a afirmar lo mismo de los restantes oficiales empleados en el departamento de justicia. Ignoro si entre ellos se cuenta algún informante del obispado; e incluso en caso contrario, cuántos estarían dispuestos a comunicar al patriarcado tan suculenta noticia a cambio de una recompensa igual de jugosa. Si el trono de san Marcos llegara a sospechar lo que se prepara, las consecuencias podrían resultar catastróficas.
Puesto que prometí no revelar a nadie un solo detalle de la representación, debo cerciorarme de que otra persona lo haga en mi lugar. Por fortuna, Dión ha establecido que el procurador de la compañía realice las gestiones administrativas de las que yo debería encargarme. Mi juramento de silencio no es óbice para que desconfíe de mí. Con razón.
—Acudir a ese adjutor Nicasio, ¿es una orden directa de nuestro supervisor?
—Más bien se trata de una sugerencia mía; y comporta ciertas indicaciones específicas que te explicaré a continuación, y que te agradecería respetaras en sus mínimos detalles.
—Estoy convencido de que esas indicaciones representan un compendio de sutileza, señor. Sin embargo, nuestro supervisor dictaminó que, antes de aceptarlas, le consultara todas tus propuestas.
De modo que Dión no sólo escucha mis consejos, sino que también ha aprendido a aplicarlos. Ya podía haber elegido otra circunstancia para empezar a ser precavido.
—Ambos somos personas razonables, mi buen Basilio. Estoy persuadido de que podríamos llegar a un acuerdo.
—No es mi intención verter palabras rudas, señor. Pero, como persona razonable que eres, supongo que comprendes que, cualquiera que sea tu oferta, el supervisor está en condiciones de superarla. Incluso me atrevería a afirmar que para él eso supondría toda una satisfacción. —Sonríe con fingida benevolencia.
—Lo comprendo, por supuesto. Con todo, no olvidemos que el poder de un individuo no reside sólo en lo que puede ofrecernos, sino también en lo que puede evitar que otros nos arrebaten. —Tomo el látigo de la mesa y finjo estudiar sus espantosos garfios—. Permíteme un ejemplo. Entre los notables alejandrinos que me honran con su amistad se encuentra el arconte Leocadio; un hombre recto, probo y generoso, como tú mismo podrías confirmar. Me disgustaría que llegaran a sus oídos ciertos rumores maledicentes que implican a su honesta esposa y a un conocido empresario teatral.
De repente, parece descubrir alguna minúscula imperfección en el puño de su túnica. A excepción de ese gesto, ni su cuerpo ni su rostro manifiestan reacción alguna. Su control de sí mismo resulta admirable.
—Hablamos, en efecto, de un hombre honorable e íntegro que no tendría razones para conceder crédito a un rumor malévolo; ni siquiera si procede de un amigo que, osaría asegurar, no dispone de pruebas para refrendar esa acusación.
—Dices bien —corroboro—. Pero considera el asunto desde otra perspectiva. Si esa infamia procediera de labios de una sola persona, tampoco yo me preocuparía en exceso, puesto que su eco acabará acallándose como el de una gota solitaria. Pero el rumor podría propagarse igual que una crecida incontrolable que anegara en lodo cuanto encuentra a su paso. Me inquieta pensar que, de no actuar con la cautela necesaria, Alejandría pueda encontrarse frente a una marea de imágenes obscenas y rimas soeces en los pórticos del ágora y en los muros de las tabernas portuarias y de los infectos burdeles del distrito gamma.
Aguardo una reacción de mi interlocutor, pero él se limita a mirarme con una calma afectada. Experimento la certeza de que ésta encubre a un espíritu profundamente calculador.
—A fin de cuentas —prosigo—, nos referimos a una trama que cuenta con grandes alicientes para cautivar al populacho: un aristócrata respetado cuya joven y bella esposa se entrega a todo tipo de depravaciones a manos, y no sólo a manos, de un individuo contrahecho de infame profesión.
No necesito añadir más. Parte de su oficio consiste en cultivar la malsana avidez del populacho por lo grotesco.
—Una mentira repetida por mil bocas no deja de ser una mentira —replica. Sus argumentos saben cada vez más a rendición.
—Ambos sabemos que se trata de una falacia —respondo, no sin mordacidad—, pero ¿quién convencerá de eso al resto del mundo? La gente acepta, ante todo, aquello que desea creer. El marido no tendrá más opción que reaccionar, pues incluso una falsa acusación basta para provocar un ultraje real. Por injusto que resulte, el honor es tan frágil que puede derrumbarse bajo una sospecha infundada; más aún si se trata de un ciudadano de renombre.
—Tu razonamiento se tambalea, y te aseguro que sé de lo que hablo —responde en referencia a sus andares bamboleantes, con más acidez que ironía—. ¿Qué te hace pensar que me preocupa una hipotética reacción del marido?
Soy consciente de que esa inquietud existe. De otro modo, dudo que alguien llamado Metodio se encontrara hoy en Babilonia lamentando la pérdida de una de sus orejas.
—Te lo repito, todo se reduce a algo muy simple: mi único interés consiste en evitar que este pernicioso rumor se propague, y tú puedes ayudarme a contenerlo. No somos adversarios, mi buen Basilio. En el fondo, ambos perseguimos lo mismo.
Repaso la empuñadura del látigo con las yemas de los dedos. Su tacto áspero se asemeja a la piel de un lagarto. No puedo evitar pensar en los cocodrilos que acechan en las riberas, inmóviles, estudiando a sus presas con los ojos entrecerrados, durante el tiempo preciso para completar sus cálculos.
—De modo que, para ayudarte a mantener ese secreto, señor, lo único que he de hacer es ponerme en contacto con el adjutor Nicasio.
—Exacto. —Deposito de nuevo el látigo sobre la mesa—. Y, mientras le expones tu solicitud, cerciórate de que comprende la naturaleza de esta representación. No es necesario que consultes este movimiento a nuestro supervisor. Dime si alguna de estas condiciones se te antoja descabellada.
—En absoluto —es su respuesta, fría y lacónica.
Diría que el reptil ha terminado de sopesar sus opciones. Y que ha decidido que, en este caso, sus dentelladas no le reportarían ganancia alguna.
—No era mi intención verter palabras rudas. —Cruzo los brazos sobre el pecho y lanzo la última estocada—. Pero, como persona razonable que eres, veo que has comprendido que, esta vez, ni siquiera nuestro supervisor está en condiciones de superar mi oferta.
Dos días más tarde un soldado de la guardia del prefecto interrumpe mi desayuno. El excelentísimo Orestes reclama mi presencia.
Me conduce hasta el sector sur de la residencia gubernamental, donde se sitúan las estancias privadas del vicario. Atravesamos un peristilo —que, a diferencia del atrio oficial, apenas se halla concurrido— para adentrarnos en un largo corredor cuyos frescos reproducen los doce trabajos de Heracles. Las imágenes despliegan una extraordinaria calidad; lo percibo con los ojos, mas no con el corazón. Un espíritu desasosegado no alcanza a apreciar la belleza.
Al fondo del pasillo aguarda un doble batiente de cedro con incrustaciones de bronce, custodiado por dos centinelas. Mi escolta me abandona en el umbral. La puerta da paso a una antesala oval de techumbre elevada y discretas dimensiones. Tengo que serenarme y reunir fuerzas antes de penetrar en el interior.
Faltan diez días para los idus de abril. Mi futuro depende de cuanto ocurra en esta habitación, ahora. Ignoro qué sucederá, o cómo. Sin embargo, soy consciente de que no puedo permitirme disgustar al supervisor Dión ni, mucho menos, al prefecto augustal.
El excelentísimo Orestes se inclina sobre un escritorio portátil, flanqueado por dos funcionarios que portan sendos cartapacios. Levanta hacia mí una mirada gélida durante apenas un instante, suficiente para instarme a que me acomode. Mientras me dirijo hacia el lugar indicado, se sumerge de nuevo en sus documentos.
Dión ya se encuentra aquí, en un banco curvo apoyado contra el muro. Lo encuentro encogido, pálido y amedrentado, como un acusado que se sabe culpable a la espera de la sentencia condenatoria del juez. O, más bien, como un niño inconsciente que sólo acierta a calcular la gravedad de su travesura a través de la severidad del semblante paterno. Tomo asiento a su lado.
Tras sellar unos pliegos, el excelentísimo Orestes despide a sus secretarios. Las puertas se cierran con un fragor retumbante. Mi primera impresión me aseguraba que la sala no poseía grandes dimensiones. Ahora, de repente, se me antoja enorme e inmensamente vacía.
—Alzaos —dictamina el vicario con una rotundidad que arranca ecos de los muros de mármol.
Compruebo de reojo que Dión conserva los hombros hundidos y la cabeza gacha. Tampoco yo logro mantener la vista al frente. Pese a que aún no se ha formulado acusación alguna, ambos somos ya la viva imagen de la culpabilidad.
—Ayer la oficina del commentariense me hizo llegar un aviso absurdo; tanto que, al inicio, me negué a creer que fuera cierto. Por orden del tribunado de los espectáculos, un tal Basilio solicitaba la custodia temporal de un condenado a muerte para exhibirlo en los escenarios.
Comienza a exponer los detalles de la representación. Desearía que su tono reflejase ira, decepción, dolor... cualquier emoción de cariz humano. Pero sólo alberga una frialdad devastadora. Resulta escalofriante.
Cuando concluye, el silencio se abate sobre la estancia como un manto asfixiante. Dión permanece encogido y trémulo, a imagen de un cachorro apaleado.
—Yo no envié a ese Basilio —acierta a balbucear en un hilo de voz.
Ante pruebas concluyentes, la negación resulta la más pueril, la más absurda de las estrategias defensivas; únicamente puede acrecentar la irritación del enjuiciador.
—¿No fuiste tú? —Las frases del excelentísimo Orestes se endurecen, como el invierno al alcanzar su máximo rigor—. Me extrañaría. Porque todo este procedimiento parece concebido por alguien con el criterio y la lucidez de un lactante. Alguien que debiera abandonar la redacción de registros para volver a sus tablillas escolares.
Incapaz de alzar los ojos del suelo, mi acompañante se limita a musitar:
—Yo no... no envié a ese Basilio. De verdad.
—¿Tienes idea de los conflictos que habría ocasionado esta noticia de llegar hasta el trono de san Marcos? —Incluso yo me siento zarandeado por la dureza de su tono. Un verdadero magistrado no precisa de estrados ni tribunales; sabe juzgar y condenar con pleno rigor desde una silla plegable, a quince pies de distancia—. ¿Tienes la más remota idea? ¡Responde!
El interpelado niega con la cabeza.
—Yo no... —intenta repetir—, no...
Inspiro una bocanada de aire con sabor a consternación. Mi futuro depende de lo que acontezca aquí y ahora. La audiencia se encamina hacia una conclusión catastrófica. Debo tomar una resolución.
—Mi supervisor dice la verdad, excelentísimo señor —intervengo, pese a que ninguno de mis dos superiores me ha concedido la palabra—. Él no envió a ese individuo. Fue idea mía.
Prefiero no constatar la reacción de mi acompañante. Sé que lo que encuentre en su rostro puede hacer flaquear mi voluntad. Concentro mi mirada en el prefecto, intentando mostrar una contrición convincente.
—Yo lo planeé todo. Mi supervisor lo ignoraba por completo. Pensaba informarle de mi proyecto en cuanto estuviera organizado y empezara a cobrar forma.
El vicario se toma su tiempo para asimilar esta información. No aparta la vista de mí. Me perfora con la aspereza implacable de sus pupilas, manteniendo una expresión indescifrable.
—De modo que todo esto es obra tuya.
—Íntegramente —me fuerzo a responder—. Tan sólo pretendía mostrar iniciativa, adelantarme a los deseos de mi supervisor y sorprenderle con algo que resultara de su agrado, antes siquiera de que lo mencionara...
—¿Cómo te atreves? —Dión estalla a mi lado—. ¿Quién te crees que eres para tomar una decisión semejante? ¿No comprendes todo lo que podría haberse desencadenado por culpa de tu insensatez?
Aprieto los dientes. Por las colinas hermanas, juro que podría hacerle probar mi puño aquí mismo. En lugar de eso, me obligo a engullir mi crispación y a transformarla en humildad.
—Te lo ruego, supervisor Dión, acepta mis más sentidas disculpas. Te aseguro que no pretendía...
—¿Y qué esperas que haga con tus estúpidas disculpas? —me interrumpe—. ¿Crees que van a servir para solucionar este embrollo?
En esta ocasión el prefecto no me permite replicar. Interpone una advertencia en tono concluyente.
—Ya basta, Dión. Actúa como el oficial que eres. Las recriminaciones no te ayudarán a resolver el problema.
—¿Resolverlo? ¿Yo? —protesta—. ¡Es culpa suya!
—En efecto. Y si por esta vez estás dispuesto a perdonar el error de un subordinado demasiado diligente, yo olvidaré que aún tienes algo que aprender sobre cómo controlar a tus subalternos.
El aludido responde con un leve asentimiento. El hecho de haber quedado exculpado no le impide dirigirme una última amonestación.
—Hablaremos luego. Esto no terminará aquí —me avisa. Lo conozco lo suficiente para advertir que, bajo su aparente irritación, en realidad late el alivio.
El excelentísimo Orestes cruza los brazos sobre el pecho.
—Que así sea. Pero ahora centrémonos en cómo borrar todo rastro de este dislate. —Se encara de nuevo conmigo—. Por fortuna para ti, este desatino aún no ha llegado demasiado lejos y puede neutralizarse sin mayores consecuencias.
Hemos recibido una misiva de Isaac. Se ha reunido con sus parientes en la gran propiedad rural que su familia posee cerca de Hermópolis. Todos sus allegados acogieron al recién nacido con sincero regocijo. «Se ha convertido en un símbolo de valor inapreciable, en la encarnación de la nueva vida que comienza para nosotros. Espero que no suponga un peso demasiado grave para sus pequeños hombros». Al octavo día de su nacimiento, fue sometido al rito de la circuncisión. «Decidimos llamarlo Atanasio. Ofrendamos un cordero por él y otro por el amigo que ha quedado atrás y al que tal vez nunca podrá conocer, pese a portar su nombre».
Me aflige comprobar que mi hermano hebreo encuentra ciertas dificultades para acomodarse a su nuevo hogar. «Hay ocasiones en que el silencio me impide dormir. La excesiva quietud de estos campos, que cada atardecer se entregan sin resistencia a la más completa oscuridad, me provoca una inmensa sensación de vacío, mucho más atronadora que el bullicio que reinaba en las calles de mi añorada ciudad».
Sus últimos pensamientos están dedicados a la maestra. «Transmite mis más respetuosos saludos a nuestra madre y guía. Ninguna otra de las armonías del mundo puede compararse a su voz celestial».
Pero también incluye una petición. Nos agradecería que encontráramos a un buen copista capaz de transcribir el tercer libro de la Sintaxis matemática de Ptolomeo. Sé que su espíritu experimentaría un gran consuelo si pudiera retomar los trabajos que la barbarie de sus conciudadanos le obligó a interrumpir. En cierto modo, supondría una victoria sobre las imposiciones del fanatismo.
Tras leer la carta tomo una decisión. Mientras nos encargamos de buscar a un amanuense y él realiza su tarea, me encargaré de copiar en persona la sección del capítulo relativa a las teorías de Hiparco sobre la precesión equinoccial y se la enviaré sin dilación a Isaac. Sé que se trata de un apartado fundamental para su tratado.
Hoy no recibo a ningún peticionario. Me dirijo a la biblioteca de la maestra con las primeras luces. A mi llegada la encuentro sentada bajo la ventana oriental, con los ojos agotados y el aspecto de haberse entregado al estudio durante largo tiempo.
—Con la edad las noches se vuelven cortas —manifiesta—. El tiempo mengua y cada vez son más las preguntas que demandan respuesta.
Sobre su mesa de trabajo distingo una lámpara casi consumida, una jarra de agua y un refrigerio apenas catado. El cuenco presenta un frugal contenido a base de pan sin levadura y frutos secos. El camino de la perfección moral exige abstenerse por completo de probar carne.
Es evidente que se alegra al verme. Cuando le explico el motivo de tan temprana visita, apunta una media sonrisa.
—Tu propósito te honra, querido Tanis, pero mucho me temo que Hiparco resulte aún más confuso si se asocia a tu caligrafía. No te preocupes, se lo encargaré a mi secretario. Isaac recibirá su copia en pocos días.
Dirige la vista hacia la jarra. Me anticipo a su movimiento y lleno casi hasta el borde su vaso de barro.
—Me alegro de que hayas venido. Deseaba hablar contigo. —Ingiere la mitad del contenido, a pequeños sorbos—. Acompáñame a pasear por el jardín. Esta silla me deja entumecida.
La sigo hasta el exterior. Debo hacer un esfuerzo para acomodarme a sus pasos sosegados, tan ajenos al ritmo de las calles.
—Ayer mantuve una interesante conversación con el excelentísimo Orestes —comienza. Pese a sus numerosas obligaciones, el prefecto augustal acude con notable frecuencia a las disertaciones públicas de nuestra maestra—. Me informó sobre cierto incidente que solventasteis el día anterior.
—Como bien dices, está ya solucionado. Dudo que merezca la pena incidir sobre el asunto.
—Tal vez tengas razón. No obstante, he meditado sobre ello. En primer lugar, he de decir que nuestro vicario está convencido de que, pese a tus alegatos, tú no eres el responsable de tan descabellado proyecto.
—No sé qué opinar al respecto. Lo cierto es que me ofreció justo la impresión opuesta.
Replica a esta observación con un dejo de ironía.
—Pensaba que ya habrías aprendido a desconfiar de las impresiones que ofrece un estadista cuando actúa como tal. Verás, Tanis: él conoce tanto tu carácter como el de su protegido; en sí mismo, esto constituiría ya un indicio sólido. Pero, por añadidura, el hombre que acudió a la oficina del commentariense, ese Basilio, portaba una autorización personal de tu querido supervisor.
Esbozo una sonrisa. El método de sus clases me induce a intuir la siguiente cuestión.
—Así pues, responde a una pregunta —prosigue—. Si el vicario conocía de antemano la verdad, si no precisaba de una confirmación tuya, ¿por qué te convocó?
—Imagino que deseaba presenciar mi reacción.
—En efecto. Quería comprobar si, llegado el momento de la verdad, estarías dispuesto a ponerte como escudo ante el hombre bajo cuyo cargo te asignó, y al que recibiste la misión de proteger. Buscaba una muestra de lealtad. Y tú se la ofreciste.
Bajo la vista y finjo concentrarme en no pisar las amapolas nacientes, cuyos pétalos se asemejan al bordado de mis botas. Mi túnica y mi manto brocados, que armonizan con mi calzado según las últimas exigencias de la moda, contrastan con su áspero tribon y sus sandalias de cuero gastado.
—Recapacitemos ahora sobre el protegido del vicario —continúa—. ¿Qué espera de ti?
—Lo mismo que de todo el mundo. Le resulta muy difícil admitir el análisis ajeno. Persigue una entrega ciega e incondicional, cercana a la abnegación.
—Algo, deduzco, que tú no estás dispuesto a entregar; y que, te aseguro, tampoco es lo que el prefecto desea. Ahora bien, ¿considerarías que el modo en que te comportaste hace un par de días responde a su concepto de obediencia?
—Diría que, de hecho, se le asemeja bastante.
—Y dado su carácter, ¿considerarías que por fin ahora, al ofrecerle la primera muestra de tu acatamiento, te resultará más fácil conseguir el suyo?
Asiento en silencio, aunque no ignoro que ya conoce la respuesta. En efecto, la acritud de Dión parece haberse aplacado a raíz de lo ocurrido. Sólo ruego por que el cambio se mantenga, al menos hasta que se celebre el juicio. Una semana; es todo lo que necesito.
—En conclusión, querido Tanis, diría que tú eres quien ha salido más beneficiado de esa audiencia. Y el precio a pagar no ha sido demasiado elevado.
—Si estás sugiriendo que esa entrevista fue una reunión de esparcimiento, te equivocas por completo. Te aseguro que resultó una experiencia terrible.
—No insinúo lo contrario, tan sólo me limito a poner los hechos en perspectiva. —Extiende las manos a imagen de los platillos de una balanza—. Consideremos, por una parte, lo mucho que conseguiste para esta ciudad en esa breve sesión. Añádele lo mucho que lograste para ti mismo... tanto por parte del prefecto como del supervisor. —Su brazo derecho desciende hasta su cintura—. Y todo a cambio... ¿de qué? De una pequeña reprimenda.
Conduce la mano izquierda ante su rostro y sopla sobre la palma abierta. Admito que ha dejado mi estrategia al descubierto con una maestría sublime. El efecto resulta aún más prodigioso al considerar la sencillez y elegancia de su argumentación.
—¿Cómo esperas que responda a eso, sapientísima hermana? —replico sin ocultar mi asombro—. No puedo más que inclinarme ante tu razonamiento.
Se detiene y me mira a los ojos, con inusitada gravedad.
—Respóndeme a una última cuestión. El hecho de que ese individuo, ese tal Basilio, acudiera a presentar su solicitud justo ante un adjutor de commentariense dispuesto a acudir de inmediato al prefecto, ¿es una casualidad?
—No. —Pensaba que, en lo relativo a este asunto, ninguna de sus deducciones podría causarme mayor admiración que la precedente. Me equivocaba—. No es casual.
Suspira y deposita sus palmas sobre mis hombros.
—Escúchame, Tanis. Apuestas a un juego peligroso. Por mucho que seas un jugador excelente, ninguna estrategia te garantiza el éxito.
Sus manos me estrechan con suavidad. Las siento tibias y ligeras, aunque sé que cargan con un peso oneroso: transmitir a las generaciones presentes y futuras una sabiduría que no merece el olvido.
—Esta vez la Fortuna te ha cobijado bajo su égida —concluye—. Pero no siempre será así.