5

El día en que Eliana reapareció en Damocaris portaba los últimos ecos de una vida que acababa de dejar a sus espaldas: sobre los hombros, a una hija lactante que no alcanzaba dos años de edad; sobre el rostro y el resto de su cuerpo, la brutalidad de Janto.

—Se lo advertí —confesó aquella noche a Ruth, su madre—. Le dije que no iba a tolerarlo más; que si volvía a levantar la mano contra mí se arrepentiría.

Él prometió protegerla; pero, en lugar de cumplir su palabra y convertirse en su valedor, se transformó en una amenaza. No estaba dispuesta a que el hombre que juró honrarla como esposa la tratase como a un animal.

No era la única. Saúl, habitualmente tan templado, hervía de indignación.

—No me importa que sea su marido. Si ese miserable vuelve a aparecer por aquí buscándola, juro que le arranco el alma. Le creí. Siempre sintió una profunda debilidad por la menor de sus hermanas. También yo, aunque de modo distinto.

Ella fue la primera. El primer asalto, vertiginoso y voraz, de la inexperiencia. Y después, la revelación del infinito; la verdadera iniciación: la del descubrimiento, las bocas extenuadas, el corazón desbordado y mil muertes en el pecho.

Pero su matrimonio ya estaba decidido, y pronto abandonó la casa de mi madre para seguir a su esposo. Yo no esperaba añorarla tanto, con esa ansia infinita que anida en el cuerpo de un hombre que aún alberga un alma de niño.

Sólo al cabo de los años, cuando reapareció, fui consciente de lo mucho que me había esforzado por olvidarla. Al tenerla de nuevo bajo mi techo, intensa y arrolladora como un torbellino, supe que la arrastraría otra vez a mi lecho, al precio que fuera. Ni siquiera sé si hubiera podido resistirme, de haberlo intentado.

Resolví expulsar a Janto de nuestras tierras. Mi madre no puso la menor objeción.

—El hombre que sólo sabe imponer orden recurriendo al látigo no merece presidir una casa, y menos aún gobernar una hacienda —manifestó—. Que abandone mis propiedades; y, si tanto le gusta la vara, que la use en el páramo para ocuparse de las bestias.

Recuerdo el momento en que convoco a Eliana para comunicarle la noticia. Me encuentro en la biblioteca revisando las cuentas del administrador, armado de un ábaco y de un empeño casi obsesivo. Durante los últimos días he intentado mantener la mente ocupada, anegándola en documentos, informes y cálculos.

Al verla aparecer comprendo que ha abandonado alguna tarea fatigosa para acudir a mi llamada. Se presenta ante mí sudorosa, como una amazona después de la lucha. No puedo evitar fijarme en los mechones que escapan de su peinado para adherirse a su nuca y a sus sienes.

Le aseguro que siempre será bien recibida en mi casa, que no hay razón alguna para que se inquiete por su porvenir ni por el de su hija. Me encargaré de criar a la pequeña Casandra como merece. No tendrá que preocuparse por su dote y su educación.

—Ni tampoco —añado— por la de las criaturas que puedas dar a esta casa en el futuro.

Sonríe y se aparta los cabellos de la frente con las yemas de los dedos. Es un gesto turbador, extrañamente familiar.

—Olvidas rápido, mi señor. Soy una mujer casada con un marido ausente. No entraba en mis planes traer más hijos al mundo. Pero hágase tu voluntad. Como siempre.

Se abstiene de mencionar el nombre de su esposo, y yo también lo hago. No quiero que su eco vuelva a resonar entre estos muros, nunca más.

—Ese hombre ya no forma parte de esta casa. No permitiré que vuelva a acercarse a ti ni a tu hija, a menos que así lo desees.

—Algo me dice que tampoco tú lo deseas, mi señor Atanasio.

—Hubo un tiempo en que no me llamabas así, ¿te acuerdas?

Me levanto y camino hasta ella. No retrocede.

—Lo veo en tus ojos. Ellos me aseguran que no lo has olvidado.

—Yo no olvido, mi señor. Recuerdo muchas cosas; por ejemplo, la forma en que me arrinconaste.

También yo he recordado muchas veces, muchas noches, el modo en que se dejó acorralar. Me esperaba, a la vez temblorosa y desafiante, al igual que ahora. No pierdo más tiempo en fingimientos.

—Creo que voy a morir si no te arranco esa ropa.

Reacciona igual que entonces. Opone una débil resistencia, tan poco convincente como sus ruegos.

—Tanis, no. Ahora soy una mujer casada.

—Puedes jurar que te forcé. No te contradiré.

Desde el momento en que recibí la citación del prefecto augustal, me prometí a mí mismo que no permitiría que mis denunciantes tomaran el control de mi vida; que seguiría adelante día a día, sin dar la espalda a mis propias promesas.

No pienso dejar asuntos inconclusos. El día en que acudí a casa de Dorotea para entregarle la misiva de Teria y obtuve como respuesta su desaire tomé la determinación de localizar al retoño que ella pugnaba por ocultarme. Aunque todo lo sucedido desde entonces haya mitigado la intensidad de mi despecho, aún albergo una rabia sorda contra esa mujer. Sin embargo, no puedo afirmar lo mismo respecto a su hijo. No lo conozco y, por ahora, alimenta tan sólo mi reserva.

Las palabras de su madre me permitieron averiguar que se llama Teócrito y que desempeña el cargo de lector en alguna de las parroquias de la ciudad. He necesitado algún tiempo para que mi investigación me guíe hasta San Alejandro, una iglesia situada en un distrito popular, no lejos de la muralla que discurre junto al canal de Esquedia.

A la entrada del templo, los porteros me escudriñan sin molestarse en ocultar su desconfianza. No soy un parroquiano asiduo, pero la calidad de mi túnica y mi anillo me granjean un huraño signo de aquiescencia. Apenas penetro en el interior de la nave, uno de los subdiáconos que vigilan junto a la puerta aprovecha para cerrarme el paso con el pretexto de dirigirme el saludo ceremonial:

—Que la paz sea contigo.

—Y con tu espíritu —respondo.

Mi interlocutor, un hombre menudo de ojos fruncidos y pómulos prominentes, no hace ademán de apartarse.

—Dime, hermano —prosigue, áspero—, ¿cuál es tu parroquia de origen?

Contesto, sin olvidar mencionar mi cercano parentesco con el obispo de Ptolemaida, el venerable Euoptio de Cirene. El religioso me dirige un último gesto de asenso y se hace a un lado con cierta reluctancia. Siento que sus ojos me escoltan como si se hubieran quedado adheridos a mi espalda.

A mi lado, Saúl guarda silencio. El eclesiástico ni siquiera se ha dignado concederle una mirada. Mientras avanzamos hacia los puestos delanteros, reservados a los honestiores y decuriones, masculla entre dientes:

—Vaya un recibimiento cortante.

—Dudo que se trate de una bienvenida. Más bien creo que nuestro amigo desea asegurarse de que no soy uno de esos pecadores a los que se les ha prohibido temporalmente asistir a la misa como acto de penitencia; o, peor aún, un farsante idólatra dispuesto a mancillar la ceremonia con algún tipo de actuación impía.

Inspecciono el edificio a medida que avanzamos. La basílica acoge a una de las feligresías más humildes de la urbe, como demuestran los frescos de la nave: la adoración de los pastores y el sermón de la montaña, episodios en que los Evangelios conceden protagonismo a los más desfavorecidos. Entre la muchedumbre de ambas escenas se distinguen aguadores y herreros, junto a bataneros, tintoreros o curtidores; por tanto, la mayoría de las cofradías del vecindario, que sufragan el templo mediante sus donaciones, deben de pertenecer a profesiones relacionadas con el negocio textil.

Sin embargo, pese a la categoría de su congregación y a su modesto tamaño, el templo exhibe detalles de inesperada suntuosidad. Las columnas, talladas en granito rojo de Siena, sostienen un imponente clerestorio cuyos vanos bañan la nave en una luz tersa. Un grandioso mosaico preside el ábside principal. Representa a un pantocrátor de soberbia factura que juega a desdoblar la llama de los candelabros en una miríada de reflejos dorados.

Según he oído decir, en Alejandría las parroquias gozan de una autonomía excepcional. Esto provoca una rivalidad que suele degenerar en pugnas violentas entre los incondicionales de las distintas iglesias, sobre todo si sus predicadores defienden doctrinas discrepantes. Ahora constato que también propicia una competición desenfrenada para que el propio templo aventaje a sus vecinos en esplendor.

Poco importa su cuna o el dios de sus altares. Existe un lenguaje común a todos los ciudadanos de Alejandría: el de la fastuosidad.

No tenemos que esperar mucho antes de que dé comienzo la ceremonia. Nos encontramos en el tercer domingo de Adviento, y los celebrantes ofrecen un aspecto solemne con sus vestiduras blancas. En contraste, la asamblea exhibe una bulliciosa animación, que atribuyo a la cercanía de la Navidad. Según la costumbre, la mitad de los diáconos se ha distribuido en la nave, la zona de los varones; la otra mitad pasea frente al recinto lateral, en donde se acumulan las mujeres. Observo cómo uno de ellos desaloja con discreción a una madre cuya criatura ha estallado en un llanto irrefrenable; al poco, otro hace lo propio con un par de fieles que han debido de mostrarse demasiado lenguaraces.

En el momento de las lecturas, desvío mi atención de los fieles para concentrarla en el presbiterio. Dos hombres ataviados con una sencilla alba se alzan de los asientos de los celebrantes para encaminarse hacia los ambones. Uno de ellos roza el umbral de la vejez; difícilmente puede tratarse del hijo de Dorotea. El otro es un varón de algo más de veinte años, con una envergadura digna de un coloso de la antigua mitología. Camina algo encorvado, con indudable desmaña, como si le resultara imposible regir las formidables dimensiones de su cuerpo.

De repente, percibo que el murmullo de la congregación se ha acallado por completo. En medio del intenso silencio, los lectores inician el canto de la antífona. Bastan las primeras notas para encadenarme al sortilegio. Teócrito posee una voz prodigiosa que vuela sobre las notas musicales y, al igual que la de Orfeo, comunica toda la conmovedora profundidad de los misterios sagrados.

Proclama el canto gozoso de Isaías: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad. Es un poema célebre. Pero, en sus labios, las palabras deslumbran; parecen renacer con un nuevo significado.

En comparación, la homilía del presbítero produce una sensación desvaída, aunque desborda grandilocuencia e ilaciones efectistas. Tras la ceremonia, los fieles abandonan el templo con la parsimonia de una marea que se retira y el estrépito propio de una jornada de mercado. Saúl me dirige una mirada indagadora, a la espera de una orden.

—Esperaremos —me limito a indicar.

Cuando la iglesia ha quedado casi desierta, me dirijo hacia uno de los ostiarios.

—Mi querido hermano, soy pariente de vuestro insigne lector Teócrito. Me sentiría muy agradecido si alguien me condujera hasta él para poder presentarle mis respetos.

La conducta suspicaz del portero se transforma en deferencia al sentir en la mano el tacto de las monedas. Su actitud me garantiza que en poco tiempo estaré tras las puertas de la sacristía. Imagino que para entonces Teócrito se habrá despojado del alba litúrgica y que lo hallaré ataviado con la jactancia y el exceso en los que con tanta maestría se arropa su progenitora.

Me alegra comprobar que me equivoco. Por partida doble.

Si bien exterioriza cierta reserva, del todo lógica al dirigirse a un desconocido, su primer saludo trasluce interés, si no cordialidad. Pero lo que más me asombra es el hecho de que me reciba con el hábito de los monjes del desierto, sobrio y oscuro, que, unido a su corpulencia, le confiere un aspecto imponente.

Apenas menciono mi nombre y mi parentesco con Teria, su prudencia inicial se desvanece en una amplia sonrisa de bienvenida.

—¿Es eso cierto? ¿De modo que traes noticias de mi querida tía? Espero que sepa lo mucho que la recordamos, tanto en nuestro corazón como en nuestras humildes plegarias. Rezamos por ella día y noche, con la esperanza de que su fe la ayude a sobrellevar con dignidad todos los infortunios que se han abatido sobre ella.

—Si hay algo que Teria siempre ha conservado, es la dignidad. Y, junto con ella, un afecto inmenso hacia la familia que dejó en Alejandría.

Su expresión se vuelve aún más radiante. Observo su rostro unos instantes; acto seguido, mis ojos regresan a su hábito monacal.

—Tan negro como la celda de un anacoreta, tan áspero como las arenas —comenta ante mi escrutinio—. He pasado los dos últimos años en el sagrado retiro de Nitria, estudiando las Escrituras. Mi madre estima que el ejemplo de nuestro venerable obispo Cirilo debe inspirarme y guiar mi marcha en la vía de ascenso hacia el Altísimo.

Me pregunto si lo que Dorotea persigue para su hijo es la vía hacia el Todopoderoso o un atajo, más tangible, hacia el episcopado. Pero me abstengo de pregonar mi reflexión.

—Ignoraba que el reverendísimo Cirilo hubiera adquirido sus conocimientos de exégesis bíblica en los monasterios de Nitria —comento, en cambio.

Lo que sí sé es que fue elegido patriarca cuando detentaba tan sólo el oficio de lector. Hace dos años se elevó desde el cargo más ínfimo de la jerarquía eclesiástica hasta el trono de san Marcos vadeando toda la cadena de ministerios litúrgicos, desde el subdiaconato hasta el protopresbiterado. Hoy son muchos los que alegan que la inspiración que traslucen sus discursos es prueba fehaciente de que las anomalías en su proceso de designación expresan la voluntad del Creador.

No soy quién para poner en duda esta afirmación. Pero tampoco considero desatinado ponderar otros factores. Por ejemplo, que el flamante obispo de Alejandría era sobrino carnal de su predecesor, el difunto Teófilo, el que fuera mentor de mi querido Sinesio.

—No es de extrañar. También yo desconozco muchas cosas sobre nuestro reverendísimo patriarca. Sin embargo, mi madre acude sin falta a la Iglesia Mayor para escuchar sus homilías y se mantiene al tanto de las noticias procedentes del Palacio Episcopal.

Detecto un fervor muy semejante a la veneración en el modo en que menciona a su progenitora. Como si deseara refrendar mi impresión, añade:

—Estoy pensando que sería un honor que acudieras a cenar a nuestra casa, Atanasio de Cirene. No sólo somos parientes lejanos, sino que además nos traes noticias de nuestra queridísima Teria. En cuanto le mencione tu visita, mi madre estará ansiosa por conocerte. Te abrirá las puertas de par en par, y te recibirá como sólo ella sabe hacerlo: no sólo con gestos y palabras, sino también con el corazón.

Durante un momento, dudo si buscar en sus frases la impecable comedia de un maestro de las apariencias o la más absoluta sinceridad. Me decido por esto último. Aunque eso signifique aceptar que su madre no le ha mencionado mi visita ni, por asomo, la carta de Teria.

No llego a responder. De improviso, estalla una algarabía en la iglesia. Mi interlocutor mira con inquietud hacia la nave, donde una colisión de voces airadas anuncia un altercado.

—Disculpa, Atanasio. Voy a ver qué sucede.

Se dirige hacia el altar con zancadas tan vehementes que parecen a punto de rasgar su hábito. Al instante, Saúl vuelve a situarse a mi lado, ineludible como la propia sombra.

—No puedes evitarlo, ¿verdad? Te encantan los problemas.

Está en lo cierto, una vez más. Es posible que acabe arrepintiéndome de lo que estoy a punto de hacer. De hecho, es más que probable. Pero, con todo, sigo al hijo de Dorotea hasta el presbiterio.

Me basta una ojeada para abarcar la escena. Un joven de porte distinguido profiere órdenes a voz en grito desde el centro de la iglesia, con una furia digna de un poseso. El causante de su ira es apenas un niño, cuyo desharrapado aspecto lo delata como uno de los innumerables mendigos que infestan el ágora. Serpentea entre las columnas escurridizo como el aceite, intentando escapar de dos soldados que, posiblemente, conforman la escolta del vociferante aristócrata. En uno de los giros, finge apoyarse en la peana de una estatua que representa a una Magdalena penitente; y deja caer un pequeño envoltorio en un hueco casi invisible, entre los tarros de ungüentos cincelados en mármol que se amontonan a los pies de la estatua.

En un abrir y cerrar de ojos, Teócrito se interpone entre el muchacho y sus perseguidores. Levanta los brazos. Las amplias mangas de su hábito se despliegan como alas admonitorias.

—¡Hermanos! ¡Hermanos! ¡Calma, os lo imploro! No olvidéis que nos encontramos en la sagrada mansión del Señor. —Su voz, grave y potente, no transmite el tono de un ruego.

El pequeño fugitivo se lanza a sus pies y se aferra a la túnica monacal, en un gesto tan resuelto que, más que un impulso, semeja una coreografía.

—Venerable padre —recita—, no soy más que un pobre pecador que suplica el auxilio de nuestro Redentor y la protección de este lugar sacrosanto.

Simulo retirarme hacia el ala del templo para dejar el camino expedito a los soldados. En realidad, me dirijo a la estatua de la Magdalena penitente. Nadie repara en mí; a excepción, claro está, del raterillo, que me sigue de reojo con disimulo. Cualquiera que sea el sentimiento que mis gestos le inspiran, no me cabe duda de que dista mucho de la satisfacción.

El patricio lo señala con el dedo y vocifera:

—¡Ni hablar! ¡Vas a pagar por tu crimen, miserable ladrón! Prelado, exijo que te apartes ahora mismo.

—En la casa de Dios no hay lugar para las exigencias; tan sólo para Su misericordia. —Teócrito ha bajado los brazos. Resulta evidente que no alberga el menor propósito de hacerse a un lado.

Mis dedos encuentran su trofeo en el seno del mármol: una bolsa repleta de monedas, de una seda azul véneto a juego con las franjas bordadas en la túnica del noble. La introduzco bajo mi manto.

—¿Misericordia? —El joven aristócrata parece escupir la palabra—. Eso es cosa de mujeres y afeminados. Yo hablo de justicia.

—El Señor dispensa ambas. Y se las concede a todo aquel que se acerca con arrepentimiento en el corazón. —El hijo de Dorotea posa una mano sobre la cabeza del ladronzuelo—. Aquí veo la humildad de la contrición, honorable hermano. Pero no puedo decir lo mismo cuando busco dentro de ti.

—Ya te daré yo contrición —ruge el acusador, fuera de sí—. ¡Soldados! ¡En nombre del excelentísimo Orestes! ¡Lleváoslo a él también!

Su cólera se ha transformado en un arrebato irracional. Sólo ahora reparo en que sus escoltas portan el uniforme de los protectores, la guardia del prefecto augustal. Por tanto, el joven debe de ser un alto oficial al mando del vicario.

Los dos hombres manifiestan un breve instante de duda. Pero, al fin, el temor a las represalias de su superior acaba imponiéndose, como en todos los soldados que poseen uniforme de combatiente y alma de siervo. Avanzan hacia el hijo de Dorotea con una determinación creíble sólo a medias.

Miro en derredor. En toda la basílica no restan más que dos ostiarios, quienes no parecen dispuestos a inmiscuirse en el enfrentamiento. A todas luces, su pánico supera a su indignación. Los diáconos y presbíteros han desaparecido en las estancias interiores. Para cuando reciban la noticia y se decidan a intervenir, será demasiado tarde.

No puedo permanecer de brazos cruzados. Un día juré no volver a consentir que una alimaña rabiosa arrollara a una presa más débil; no ante mis propios ojos.

De soslayo, percibo la mueca reprobadora de Saúl. Con todo, mueve la mano bajo el manto, hacia su daga, de la que no se separa ni siquiera en el interior de un recinto sagrado. Debo agradecérselo. Hay hombres que fían sus decisiones al poder de un talismán. Él sólo confía en la pericia de su brazo y en la firmeza de un buen acero damasceno.

La prudencia aconsejaría que me mantuviera al margen. El excelentísimo Orestes tiene en sus manos mi futuro, tal vez incluso mi vida. Y aunque no fuera así, ningún individuo en su sano juicio osaría plantar cara a un acólito del prefecto augustal.

Al menos eso me concede la ventaja de la sorpresa.

Los escalones del presbiterio se hallan custodiados por dos candeleros que alcanzan la altura de mi pecho. Uno de los ellos está a apenas dos pasos de distancia. Lo agarro con ambos puños, arrojando al suelo la vela flotante. El estrépito del vidrio roto resuena en la nave. Los soldados, sorprendidos por la violencia del movimiento, dan un paso atrás y desenfundan a medias sus espadas.

Saúl ya se encuentra frente a ellos, con el manto sobre los hombros. Me sitúo a su flanco esgrimiendo cien libras de bronce labrado.

—No vas a llevarte a nadie, honorable hermano. Sólo irá contigo quien quiera acompañarte por propia voluntad.

El aristócrata queda estupefacto durante breves instantes, como todo hombre que no acostumbra a encontrar oposición a sus deseos. Mas, de inmediato, su ira estalla igual que una riada.

—¡Traédmelos a todos! —aúlla, como un perro rabioso—. ¡A todos!

Leo una imprecación en los ojos de los protectores, junto a un rencor que podría ir dirigido tanto a mí como a su oficial.

No necesito volverme hacia Teócrito para saber que observa la escena con espanto. Ciertos grupos de creyentes no son ajenos al uso de la piedra o el garrote en su afán por defender el Mensaje. De hecho, algunos monjes egipcios descuellan entre los especialistas de este arte. Pero las amenazas pronunciadas bajo la mirada del acero cobran una magnitud aterradora.

—Tal vez debieras reconsiderarlo, señor —advierto—. Me pregunto si el excelentísimo Orestes planeaba inaugurar su mandato con un derramamiento de sangre en el sagrado recinto de una iglesia.

Le oigo lanzar una maldición.

—¡Deteneos! —ordena a sus hombres. Presumiblemente, no había considerado las consecuencias que su acción podría acarrear al prefecto augustal.

Pero eso no implica que pueda permitirme bajar la guardia. A nadie le agrada que se le abran los ojos a su propia estolidez; y menos aún si el encargado de evidenciarla es un adversario.

—¿Qué horrenda transgresión piensas imputar a tu acusado, respetable hermano? —prosigo—. Para que la plebe considere que su prefecto ha obrado con justicia, el causante de todo este tumulto ha de ser responsable de un crimen espeluznante.

Mi interlocutor desvía la vista. Casi puedo jurar que se sonroja. El peso de la fechoría perpetrada por su ladronzuelo callejero no excede al de la bolsa que oculto bajo mi túnica.

—Pues, de no ser así, responderá a un delito insignificante con una atrocidad. Y tanto en las calles de Egipto como en los palacios de Constantinopla considerarán que, además de como un déspota, también obra como un sacrílego. Pues no merece otro nombre aquel que viola el sacrosanto derecho de asilo y, por añadidura, ataca a un ministro de Dios en su propia iglesia.

Las puertas de la basílica están cerradas desde el interior. Imagino que, tras entrar en el templo a la carrera, el joven oficial se ha encargado de clausurarlas para evitar que su presa escapara. Sin embargo, ha quedado preso de su propio lazo. Es más que probable que su persecución haya atraído a decenas de curiosos. Salir de aquí equivale a hacerles frente.

Por primera vez, el perseguidor se vuelve hacia la entrada de la iglesia y le dirige una ojeada inquieta. Más allá de los batientes espera el pueblo de Alejandría. Y la historia demuestra que sabe actuar como un verdugo implacable.

Vuelve la vista hacia nosotros. Se coloca la caída del manto con un gesto de indiferencia tan excesivo como debe de serlo la frustración que se oculta bajo él.

—Esa cría de rata apestosa ni siquiera merece el esfuerzo que he hecho para seguirla hasta aquí. Seguro que pronto acabará ahogada en una cloaca sin que yo tenga que levantar un solo dedo —gruñe—. Con respecto al monje... Tal vez mande a uno de mis subordinados a hablar con su superior, para que le enseñe a comportarse con la debida humildad. Es una vergüenza para toda su comunidad. Estoy seguro de que algo de flagelo y una caminata de varios días por el desierto obrarían maravillas.

Extiende hacia mí un dedo acusador.

—A ellos los dejaré aquí. Pero tú... —exclama triunfal—. Tú has alzado la mano contra un representante del prefecto augustal, y debes pagar por ello. Vendréis conmigo, tú y tu esbirro.

El pueblo le espera fuera, ansioso por dispensar humillaciones. Pero en el tablero de la política un buen jugador puede transformar una derrota menor en una victoria parcial. Con todo, el único modo de atenuar el fracaso consiste en no salir de aquí con las manos vacías. Necesita al menos un prisionero.

—¡Eso es inadmisible! —se indigna Teócrito, como si la mera idea constituyera una blasfemia—. Mi pariente, el caballero Atanasio de Cirene, es, ante todo, un fiel siervo de Dios, que se acoge con humildad a Su misericordiosa protección. Ni tú ni el poder al que representas tenéis potestad en la casa del Altísimo.

No le falta razón. Al igual que el ladronzuelo, también yo puedo reclamar ese derecho. El instinto me apremia a hacerlo así. Sin embargo, si examino la situación desde la perspectiva que sólo se brinda al ojo de la mente, vislumbro otros factores que merecen mi consideración.

Es inevitable que la noticia trascienda. Un oficial que dice actuar en nombre del excelentísimo Orestes y que porta consigo hombres armados irrumpe en una basílica con intención de violar el sagrado derecho de asilo; y huye del lugar rechazado por un eclesiástico inerme, sin otro escudo que el vigor de su fe ni otra espada que la fuerza de la divina Palabra. Los presbíteros de San Alejandro y el propio patriarca de Alejandría convertirían el episodio en una victoria sobre el poder civil. La reputación y la autoridad del vicario se verían gravemente perjudicadas.

El prefecto augustal sólo tendrá acceso a una interpretación de los hechos: la del hombre que se alza ante mí. Y tengo pocas esperanzas en salir favorecido por su versión. Si, siguiendo la lógica del poder, el excelentísimo Orestes exige un chivo expiatorio, el desenlace de la historia no ofrece lugar a dudas. El miserable raterillo sin nombre cuenta con la protección que le brinda el anonimato de las calles; Teócrito, con el respaldo institucional del obispado de Alejandría. Eso me convierte en el único culpable accesible.

Aquí y ahora, la venerable protección de este templo me permite eludir la ira de las autoridades imperiales, pero mi vida no discurre entre estos muros. El vicario ordenará apresarme en cualquier otro lugar; podría tratarse de la villa de Aristónico, o la academia de la ilustre Hipatia. No puedo permitir que esta afrenta mancille la morada de un amigo que me honra con su hospitalidad, ni la de la sublime maestra cuya única falta ha sido demostrar la grandeza de perdonar mis errores.

Por añadidura, eso me granjearía la ira del hombre destinado a convertirse en mi juez. No, no puedo consentir que eso suceda. Mi única opción reside en presentarme ante el excelentísimo Orestes y ofrecerle mi versión del suceso.

Deposito el candelabro en el suelo. Dirijo un gesto apaciguador hacia Teócrito, que ha avanzado para situarse junto a mí.

—Mi venerable pariente está en lo cierto —anuncio al joven patricio—. Sin embargo, iré contigo. Por voluntad propia, como ciudadano libre y como decurión; y sólo bajo juramento de que se me tratará como a tal.

Mi interlocutor entorna los párpados con suspicacia. Acto seguido realiza un gesto displicente. Aunque lo ignora todo sobre mí, parece conceder un gran crédito a sus posibilidades. Personalmente, nunca cometería el desatino de menospreciar a un rival al que desconozco.

—Así será. Tienes la palabra de Dión de Adrianópolis.

Abre la marcha sin volverse hacia nosotros. Ni siquiera me concede tiempo para despedirme.

Reconozco que Teócrito ha actuado con valor, lo que me ha sorprendido gratamente. Pero la valentía alcanza la misma profundidad que sus raíces. Y temo que el hijo de Dorotea haya procedido por los motivos equivocados: misericordia, conciencia o alguna otra razón insensata.

Incluso rodeado por su escolta, Dión de Adrianópolis recorre las calles como un rastreador inexperto que buscara abrirse paso en territorio hostil. Ahora dudo que sobrepase los diecinueve años de edad; en realidad, es más joven de lo que había calculado. Posee la complexión delgada y nerviosa de un potro de carreras; y un rostro que podría resultar agradable de no estar convertido en un espejo de indiferencia.

Me ha dado su palabra, y no me queda otra opción que confiar en él. Al menos, nada en su comportamiento me inclina a atribuirle un solo ápice de habilidad política, tan hermanada con la mentira.

Por cuanto he podido comprobar, su mayor talento reside en el ardor de sus impulsos. Nunca comprenderé por qué ciertos hombres eligen depositar su confianza en sus defectos en lugar de en sus virtudes.