9

Me atormenta pensar que la mayor parte de la existencia humana se construye sobre la espera. Son muchos los que avanzan con la mirada fija sobre algo que ha de ocurrir en el futuro. Y así, caminan sobre el presente sin reparar en él, desdeñando los días que nunca regresarán.

Desde la infancia, quienes me rodean me han acusado de impaciencia. En realidad, soy demasiado consciente de que no hay mayor dispendio que derrochar esos lapsos de la espera que, sumados hora a hora, constituyen la mayor parte de nuestra vida.

He discutido mucho con Isaac a este respecto. Si, al igual que él, yo pudiera escrutar mi futuro en el firmamento, no me sentiría abrumado por el peso del aguardo, pues gran parte de su angustia reside en la incertidumbre.

Pero mi hermano hebreo sostiene que la lectura de las constelaciones no suaviza la espera, sino que, al contrario, al eliminar la incerteza la convierte en un tormento aún más insoportable. Lo que está destinado a suceder acontecerá pese a todos nuestros esfuerzos por evitarlo, ya que las conjunciones de los planetas anuncian un destino irrevocable.

—Entonces, ¿por qué molestarte en crear todos esos horóscopos y cartas astrales? —rebato—. ¿De qué sirve el saber, si no puede aplicarse? No, amigo mío, eres uno de los pocos elegidos capaz de escuchar la voz de los astros. Ellos no te hablan para que permanezcas de brazos cruzados esperando un desenlace ineluctable.

—¿Te das cuenta de lo que dices? Razonas como si se pudieran asir las riendas del universo. No puedes dialogar con el cosmos, sólo escuchar; y no despreciar nunca el poder de su palabra.

Es cierto que siempre lee en las estrellas antes de tomar una decisión trascendental. Ellas le condujeron hasta los brazos de su adorada Raquel, como también a la academia de Hipatia, en lugar de a una de las insignes escuelas hebreas de la ciudad. Y me consta que las consulta antes de emprender negocios importantes.

Pero si yo poseyera la ciencia de mi hermano hebreo —su asombrosa habilidad para escuchar la música de las esferas—, no permanecería inactivo en los períodos que discurren entre las grandes resoluciones. No. Los planetas revelan sus secretos a sus hijos predilectos para que éstos aprovechen el tiempo de la espera.

Yo no sé descifrar el libro del firmamento. Como la mayoría de los hombres, estoy condenado a tomar decisiones a ciegas. Pero sí sé que siento vértigo ante la idea de quedarme en reposo mientras el cosmos al completo gira a mi alrededor, sin vacilación ni descanso, en un avance imparable.

Hoy la casa es demasiado estrecha, demasiado reducida para contener el empuje del tiempo desperdiciado. No puedo soportarlo. Me calzo las botas de calle. Saúl entra en la estancia de improviso mientras me prendo la fíbula del manto.

—Por las colinas hermanas, dime que traes buenas noticias.

—Sí y no —responde—. He encontrado a tu mocoso. Pasa las noches en un nido de ratas del distrito de Bruquión. Pero, a no ser que tengas un ejército a la altura de los godos de Ataúlfo, yo no probaría a sacarlo de ahí a la fuerza.

En ciertos barrios de Alejandría la suerte de un forastero pende de una crin de caballo, como la espada de Damocles. Nadie ignora el riesgo que entrañan los campos de Bucolia —al noreste de la ciudad—, infestados de pastores levantiscos y bandidos de una ferocidad desmedida. Y en el interior de las murallas no hay mayor peligro que las ruinas de Bruquión. El que antaño fuera el floreciente sector oficial de los monarcas ptolemaicos hoy alberga sólo escombros; y la corte palaciega ha cedido paso a lo peor de entre los mendigos y delincuentes. Hay quien dice que sus habitantes tienen tanta hambre de pan como sed de sangre.

—Ya veo. En tal caso, sólo nos queda confiar en que sea él quien acceda a venir a nuestro terreno.

Termino de vaciar la bolsa del oficial Dión, que —como la luna al final de su mes— guarda apenas un recuerdo de su antigua plenitud.

—Quiero que mañana le muestres esto y le digas que, si quiere recuperar su contenido, tendrá que venir a buscarlo aquí.

—¿Crees que morderá el anzuelo?

—No sé qué responderte. Nunca hay que despreciar el poder de la codicia humana.

—Así lo haré. —Se guarda la bolsa y señala mi manto con la mandíbula—. Por cierto, ¿vas a alguna parte?

Sí, aunque aún me resisto a admitirlo. Estoy solo. Nico se ha ausentado al inicio de la tarde para visitar al excelentísimo Pentadio, uno de los principales arcontes de la ciudad, y pasará la velada en un banquete que éste organiza en su residencia. Isaac celebrará la festividad del sabbat en compañía de su familia, como es su costumbre. En cuanto al resto de mis hermanos de escuela, tampoco ellos están disponibles.

A falta de su compañía, existe otro lugar al que encaminar mis pasos; un sitio que siempre he denigrado. Sin embargo, hoy anhelo visitarlo, aunque nunca antes me habría rebajado a considerar que pudiera ayudarme a ahuyentar la soledad.

El teatro saluda la aparición de Aspolia con un rugido monstruoso, digno del mismo Tifón. La actriz surge sobre un carro plateado tirado por dos corceles blancos. Viste una túnica translúcida que se adhiere a su cuerpo, mientras la biga galopa de un lado a otro del escenario.

La escena recrea el mito de Selene y el pastor Endimión. También esta vez la protagonista guarda silencio durante toda la actuación, a pesar de lo cual debo rendirme a la evidencia: pocas mujeres resultarían tan elocuentes al encarnar el esplendor de la diosa Luna. Y pocos hombres se negarían a apacentar cabras en las montañas de Halicarnaso a cambio de convertirse en su amante durmiente.

Me levanto apenas concluye la actuación. No tengo apetito para digerir el resto de la obra. Por el contrario, Saúl continúa en su asiento, estudiando el escenario con una profunda concentración.

Su actitud me sorprende. Tampoco él ha sido nunca un devoto de las musas del teatro. Sin embargo, comprendo la causa de su atención al oírle decir:

—¿Recuerdas al hombre del que te hablé, el que presumía de saber destrozar la cara a las mujeres? Juraría que es ése de ahí.

Me giro para mirar en su misma dirección. En efecto, un individuo camina hacia la puerta conducente a los vestuarios, en el lateral oeste del fondo escénico. Posee la complexión de un luchador: torso y brazos voluminosos y piernas cortas, aunque algo arqueadas. Su cabeza afeitada contrasta con el espesor de la barba oscura que puebla por completo su mandíbula.

Siento una opresión rabiosa en la garganta. En mi mente, vuelvo a ver el semblante ensangrentado de Eliana. Tan espantosa visión me mantiene petrificado junto al cadáver. Esa efigie destrozada es la misma que pocas noches antes jadeaba y reía en mi lecho.

Por primera vez intuyo qué se oculta bajo la máscara de Aspolia: el recuerdo de una bestia que sólo alcanza a sentirse humano al tratar a sus semejantes como si fueran animales. Al igual que Eliana, también ella ha conocido a su Janto.

—Acompáñame —ordeno. Empiezo a descender la escalera de camino al escenario. Los custodios que vigilan el acceso me confirman que el recién llegado ha preguntado por la actriz.

Aprovecho la confusión que reina entre bastidores para atravesar, sin que nadie repare en mí, las tres estancias que me separan de su cubículo. Cuando alcanzo la entrada, oigo una voz masculina, ronca y áspera:

—Sólo quería asegurarme de que no me has olvidado, zorra. Al observarte ahí fuera he recordado lo mucho que disfruté con tus gritos. Y eso me ha hecho sentir deseos de volver a verte.

Abro la puerta sin contemplaciones. Aspolia, sin más coraza que su máscara y su túnica translúcida, retrocede esgrimiendo una aguja de cabello.

No me detengo a examinar el rostro del visitante. Sin darle oportunidad de reaccionar, me interpongo entre ambos y descargo sobre él un violento empellón.

—¡Aléjate de aquí, escoria! —No hago el menor esfuerzo por disimular mi desprecio.

Mi empujón le ha obligado a recular un paso. Con un gesto furioso, aparta el manto sobre el hombro e intenta asir la daga de su cinturón. Pero se detiene al reparar en mi ropa y mi anillo.

—Adelante. Dame la excusa que estoy buscando —le provoco, con una temeridad que roza la ofuscación.

Desde la puerta llega la voz cortante de Saúl:

—Cuando se pone así, no hay manera de razonar con él. Por tu propio bien, te aconsejo que te largues.

Obstruye la salida, con los brazos cruzados y la funda de la daga bien visible sobre la cadera. Sabe interpretar ese papel a la perfección.

El miserable se gira hacia él, antes de volverse otra vez en mi dirección. Por su expresión, es evidente que ha reconocido a mi acompañante y que está empezando a desentrañar el significado de la escena.

Aun sin ser un maestro de la aritmética, sabe calcular que la distribución de fuerzas ya no opera a su favor.

—Sé quién eres, sabandija inmunda —añado—. Si vuelvo a verte por aquí, me aseguraré de hablar con tu patrón. Y te juro que acabarás en un estercolero de Bruquión, como la rata que eres.

El esbirro yergue los hombros con desdén y escupe en el suelo.

—Me voy. Ya he terminado lo que venía a hacer. —Al llegar a la puerta, se encara con mi escolta—. Pero te lo advierto, Alejandría no es tan grande como crees. Seguro que volveremos a encontrarnos.

—Lo estoy deseando. —Saúl se aparta para abrirle paso—. Pero recuerda: tendrá que ser en otro sitio. Éste ya no es lugar para ti.

Lo sigue con la vista hasta que el visitante sale de la estancia contigua.

—No sé si fiarme de ese indeseable. Ve a cerciorarte de que ha abandonado el edificio —ordeno. Asiente y desaparece.

Al volverme hacia Aspolia, compruebo que se esfuerza por recogerse el cabello con la púa de acero.

—Veo que no eres de los que pierden el tiempo en prolegómenos, Atanasio de Cirene. Tendré que recordarlo en el futuro.

Sin duda es una actriz competente. Demuestra talento para aparentar aplomo.

—Sí, me acuerdo de tu nombre —prosigue, en respuesta a una pregunta que no he planteado—. Y estoy segura de que tú tampoco has olvidado el mío.

Por mucho que pretenda fingir lo contrario, está conmocionada. Tanto que intenta recuperar el control de la situación asiendo las únicas riendas que conoce.

—Lo recuerdo —admito. Si es que lo que aúllan miles de desconocidos es su verdadero nombre, y no otra careta para los ojos del público.

Antes de que pueda añadir más, Zoe, la sirvienta, irrumpe a la carrera en la habitación. Porta una capa de lana festoneada de plumas de avestruz.

—¿Querida, estás bien? —jadea espantada—. Me he tropezado con...

Se interrumpe al constatar que su interlocutora no está sola. Sin titubear un instante, Aspolia avanza hasta ella y le arranca el manto de las manos.

—Me estaba muriendo de frío. ¿Por qué has tardado tanto en traerme esto? —le reprocha, con una dureza que, en realidad, va dirigida a alguien que no puede oírla.

Se cubre con premura. La prenda engulle su cuerpo, del cuello hasta los pies y, con él, la melodía de sus formas. Ahora sólo resta su máscara, silenciosa e impasible.

La careta me estudia durante unos instantes. Después, me da la espalda. Ante ese gesto, Zoe se dirige hacia mí.

—Señor... —balbucea sofocada—, debo rogarte...

Afirmo con la cabeza.

—Volveré en otro momento.

Cuando estoy a punto de atravesar la salida, oigo a mi espalda la voz de Aspolia; esta vez, en un tono muy distinto.

—Hazlo, cireneo. Vuelve. En otro momento.

Me acuesto sin apenas probar bocado. Por la mañana despierto presa de la voracidad con que siempre contraatacan los apetitos contrariados.

Desayuno pan blanco con miel y vino, acompañándolo de brevas, queso en aceite, naranjas y pistachos persas. Al poco aparece Nico y —tal vez para dar muestras de su perpetua inclinación a la discrepancia— pide avellanas en miel, pasteles con sésamo y una copa de su indefectible calibonio. Está inusualmente serio.

—Eres un necio testarudo e incorregible —lanza a modo de saludo—, ¿lo sabías?

—Yo sí. Pero esperaba que tú tardaras más en darte cuenta.

No puede evitar soltar una carcajada. Tras propinarme un empellón con el codo, se recuesta a mi lado.

—Está bien, dime —pregunto—, ¿qué pasó anoche para que te levantes tan adusto?

Me mira con malicia mientras toma el primer sorbo de licor.

—Así que es cierto que no estás al corriente. Nuestra madre y guía ya lo insinuó, pero no sabía si creerlo.

—¿Qué significa eso? ¿Hipatia estuvo contigo?

—Así es, querido. Y te aseguro que ni Demóstenes tendría nada que envidiarle en cuanto a oratoria y dotes diplomáticas.

Sé que fue invitado a una velada en casa del excelentísimo Pentadio. El anfitrión es uno de los principales arcontes de la ciudad, que ostentó el cargo de prefecto augustal hace diez años, durante el consulado de Teodosio y Rumoridio. Tanto él como su esposa, Amalia —la mujer a quien confundí con la sapientísima Hipatia durante mi primera visita—, mantienen una estrecha relación de amistad con la maestra.

Además, Amalia profesa un afecto especial a la familia de mi amigo; pues su sobrino favorito coincidió con el hermano de Nico en la época en que ambos ejercieron de adjutores en el gabinete del vicario de Asia.

—Hasta hoy no me habías dicho que tienes un hermano —comento. Fuerza una sonrisa mientras desmigaja uno de sus pastelillos de sésamo.

—Mi querido Filandro ya tiene suficiente con las lisonjas de toda la familia y los elogios de la cancillería imperial. No hace falta que yo lo abrume también con mis alabanzas. —Sin más, retoma la narración—. También estuvo presente el célebre orador Heliodoro. No diré más sobre él, puesto que lo conoces mejor que yo.

Así es. No podría pensar en nadie mejor para defender mi expediente y representarme ante la corte del prefecto.

—Apuesto a que el siguiente comensal tampoco te resulta desconocido. ¿Has oído hablar de Amonio?

—¿Te refieres al arconte que forma parte del consejo municipal?

—El mismo. Y ahora, dime, ¿no te parece curioso que tú, un extranjero nacido a quinientas millas de aquí y que nunca ha residido en Alejandría, conozcas a todos los asistentes?

En cierto modo, sí. Aunque existe una explicación: todos son amigos y admiradores de nuestra maestra, y asisten con frecuencia a sus clases públicas. He coincidido con ellos en las salas de conferencias situadas junto al ágora.

Con todo, ya conocía sus nombres mucho antes de verlos en persona. Tanto Sinesio como Euoptio cultivaron su trato mientras frecuentaron la academia de Hipatia y mantuvieron contacto epistolar con ellos tras regresar a Pentápolis.

—Entonces no te costará trabajo adivinar quién más acudió a la cena —señala con sorna.

Pese a su insistencia, me resulta imposible descifrar el enigma. Cuando mi incapacidad queda patente, se aviene a facilitarme la solución.

—El excelentísimo Orestes, por supuesto. ¿Quién si no?

Esta revelación me deja pasmado durante unos instantes. Nico paladea mi estupor con auténtica delectación.

—¿Estás sugiriendo...?

—En efecto. En realidad tuvimos un convidado más, uno que no estuvo presente: tú. —Tamborilea con los dedos sobre el triclinio—. Apostaría tu mano derecha a que la maestra lo organizó todo. Y fue una maniobra perfecta, ¿sabes? No puede ser casual que todos los comensales fueran importantes arcontes, curiales e incluso miembros del gabinete del prefecto; ni que, a lo largo del banquete, todos sin excepción prodigaran alabanzas sobre tu persona y tu familia. Como comprenderás, no me quedó más remedio que unirme al coro.

—Ya veo por qué estás tan contrariado —respondo en su mismo tono—. Debió de resultarte duro. Sé cuánto detestas no estar en desacuerdo con el resto de la concurrencia.

—Exacto. Así que ahora, como penitencia, vas a contarme con todo detalle en qué lío andas metido, para que pueda sermonearte como te mereces.

Se recuesta sobre el diván sin dejar de observarme. Así sea. Hoy estoy en deuda con él, más que nunca.

El excelentísimo Orestes aseguró que mi caso no constituía una prioridad, y así lo ha demostrado. Se ha tomado su tiempo para madurar una respuesta antes de poner fin al tiempo de la espera. Algo me dice que su decisión ha germinado gracias a la simiente sembrada anoche en casa del arconte Pentadio.

Recibo la orden de manos de un notario escoltado por dos protectores. Tras leer el documento, levanto la vista hacia el funcionario.

—¿He entendido bien? ¿Nuestro vicario ordena que lo acompañe durante el servicio que el obispo oficiará en el Gran Cesareo?

Tendría que ser muy ingenuo para no reconocer el significado de esta medida. Mañana la Archibasílica se convertirá en escenario de algo más que una misa: la primera confrontación directa entre el sitial de san Marcos y el representante del emperador.

Ambos ejércitos me reclaman en sus filas. No ignoro que los dos buscan exhibirme ante el oponente como un trofeo. Sin embargo, no soy un combatiente imprescindible para ninguno de los bandos, y seré el primer escudo que interpongan para ser descuartizado por la hoja rival.

Aunque, por otra parte, el hecho de no decantarme por ninguna de las facciones equivaldría a convertirme en adversario de ambas.

Nunca he experimentado una profunda simpatía por la autoridad imperial. Pero mi futuro está en manos del prefecto augustal y de su disposición a absolverme de las acusaciones que pesan sobre mí.

Es evidente que tampoco el excelentísimo Orestes ha tomado su resolución a la ligera. Sin duda ha recibido noticias sobre el contenido de la homilía de mañana, y ha llegado a la conclusión de que el mejor modo de contrarrestar la agresiva retórica del patriarca Cirilo es mostrar una posición conciliadora. Aunque no suba al púlpito, también él se cuidará de enviar un mensaje inequívoco, al presentar bajo su égida tanto al causante del disturbio como al hombre que se encargó de disuadirlo.

El notario aguarda mi respuesta. Tiene un rostro de pergamino, surcado por los trazos de la indiferencia.

—Allí estaré.

Exhibiré toda la panoplia que el excelentísimo Orestes espera de mí: me envolveré en mis mejores galas y en la máscara de un respeto incondicional —y del todo ficticio— hacia el trono de Constantinopla.

Desde el exterior, la Archibasílica conserva el aura de un antiguo templo pagano. Su majestuoso contorno domina la silueta del Gran Puerto oriental. Estoy seguro de no haber sido el único viajero en quedar fascinado por su aparición deslumbrante sobre las aguas, apenas superado el Faro. Incluso desde la cubierta del barco resultan abrumadoras las dimensiones del recinto, sus muros imponentes y los dos colosales obeliscos que flanquean la entrada.

Sinesio acostumbraba a describir cómo fue ordenado sacerdote en este templo, en una ceremonia oficiada personalmente por el obispo Teófilo. Recuerdo haberle oído alabar la magnificencia del santuario y narrar su agitada historia, que refleja cómo el esplendor y la crueldad comparten protagonismo en los anales de Alejandría.

La reina Cleopatra erigió el complejo en honor a Julio César. Durante tres siglos el Gran Cesareo estuvo consagrado al culto al emperador, hasta que Constancio II lo donó a la Iglesia tras designar para el trono de san Marcos a su protegido arriano Jorge de Laodicea. La masacre de éste a manos de la plebe furibunda no impidió que la diócesis elevara el lugar a la categoría de basílica patriarcal.

Durante el invierno el patriarcado reserva una esquina del recinto para levantar albergues de acogida destinados a quienes carecen de techo. Pero las estructuras de madera se erigen a distancia de los soportales del templo, y la multitud que inunda el patio —en busca de un negocio, de una limosna o, simplemente, de espectáculo— nunca llega a traspasar el umbral.

Ser admitido en su interior representa un honor reservado sólo a unos pocos elegidos, en especial cuando el obispo en persona preside la ceremonia. Un ejército de ostiarios y subdiáconos defiende las entradas con un celo sólo comparable al de los ángeles que custodian las Puertas del Paraíso.

La guardia del vicario se detiene en los batientes del templo. Apenas penetramos en el interior, el excelentísimo Orestes se ve engullido por una jauría de dignatarios que lo asedian mediante apretones de manos, presentaciones y muestras de cortesía. De no ser por el incienso y por la plétora de fastuosos candelabros —que compiten en luminarias con el cielo nocturno— el ambiente no diferiría mucho del que reina en el vestíbulo de unas termas.

El oficial Dión camina a mi lado, tan rígido como si vistiera una coraza. Aprovecha que su mentor se halla sumergido en un océano de peticiones y agasajos para susurrarme:

—Preferiría tener como acompañante a un apestado.

—En eso estamos de acuerdo.

Como cortesano resulta lamentable. Hasta un niño de pecho advertiría que tiene que realizar un esfuerzo sobrehumano para dirigirme la palabra.

—Que te quede claro: esto lo hago sólo por él —rezonga.

En eso estriba otra de las grandes diferencias entre nosotros. Yo no habría acudido por deferencia al prefecto augustal de no mediar mi propio interés.

Cuando las campanillas de los ostiarios repiquetean entre la nube de murmullos, cada uno de los miembros de la congregación se encamina a su sitio. Nos dirigimos al palio reservado al representante imperial, en una posición privilegiada a los pies del presbiterio. El prefecto Orestes se instala en la cátedra de cedro mientras Dión y yo permanecemos de pie a su espalda. El resto de los miembros de su séquito se distribuyen tras las ondulantes columnas de acacia que sostienen el dosel.

La inmensa nave queda sumida en una bruma de incienso. Los rayos de sol que se derraman desde las vidrieras superiores forman senderos que invitan al alma a ascender hacia la contemplación de la esfera celestial.

Aunque todos los fieles se han situado en sus puestos, el patriarca Cirilo retrasa su aparición, dejando que la grandiosidad del escenario opere su efecto. Las teselas del presbiterio centellean bajo el resplandor de los candelabros; y las columnas de mármoles veteados se elevan como troncos bruñidos hacia una bóveda de luz. El santuario es un inmenso recordatorio de la insignificancia humana. Recalca nuestra deuda impagable para con el Divino Creador y nuestra obligación a postrarnos ante Sus designios.

Por fin, el patriarca de Alejandría surge de la sacristía. A pesar de no alcanzar los cuarenta años de edad, exhibe casi el semblante de un anciano, estriado por el sol y el ayuno. El cabello y la barba surcados de canas prematuras le confieren un aura venerable. Los ojos, hundidos en el rostro, amenazan con desaparecer bajo las pobladas y oscuras cejas; no obstante, irradian una energía intensa, que parece capaz de escrutar los más sublimes misterios del paraíso celestial y los secretos más mezquinos del alma humana.

Asciende los escalones del presbiterio con solemnidad, a la cabeza de un séquito de oficiantes que lo siguen por orden de rango. Teócrito marcha entre los últimos, como corresponde a su condición de lector, aunque destaca de entre todos ellos por su colosal envergadura.

Pero, por formidable que su físico resulte, su efecto queda eclipsado cuando la primera nota de la epístola se eleva en alas de esa voz milagrosa que parece fluir en armonía con la música de las esferas. Dudo que algún otro de los lectores asignados al Cesareo sea capaz de irradiar siquiera un pálido reflejo de esos acordes sublimes.

Su madre lo estará observando desde el gineceo —la tribuna del piso superior reservada a las viudas y las vírgenes sagradas— con una soberbia comparable a la de Nabucodonosor al contemplar a sus pies los Jardines Colgantes. Casi la imagino pronunciando las frases que el Libro de Daniel adjudica al rey mesopotámico: ¿No es ésta la gran Babilonia que edifiqué como residencia real, con la fuerza de mi poder, para gloria de mi majestad?

Llega el momento de la lectura del Evangelio. El reverendísimo Cirilo se alza de la cátedra episcopal y asciende al púlpito. Posa sus manos sobre la Biblia y recorre las páginas con las palmas abiertas, en un gesto que sugiere una comunión íntima con el Libro Sagrado. Luego alza la mirada y estudia en silencio a la asamblea de fieles. Sus ojos recuerdan a los de un pantocrátor sentado en majestad, autoritario e inconmovible.

Extiende las manos hacia la audiencia y comienza a recitar el texto de la Anunciación. No puedo negar que es un orador excepcional. Aun sin poseer una voz imponente, sabe modular su tono, recalcar la solemnidad y administrar con maestría las palabras y el silencio. Con todo, intuyo que reserva sus mejores dotes para la homilía.

Así es. El discurso está elaborado de forma ejemplar. El anuncio de la Buena Nueva abre camino a la celebración de la capacidad redentora del Salvador; y ésta, a su condición de valedor de todos aquellos que se postran ante él con actitud humilde y arrepentimiento en el corazón.

El patriarca realiza una pausa durante la cual cambia de posición en el púlpito y gira el torso en un sutil movimiento. Ahora sus frases se dirigen directamente hacia el palio del prefecto.

Observo que el excelentísimo Orestes yergue los hombros, separándolos del respaldo de la cátedra. Al igual que yo, también él percibe que la tormenta está a punto de abatirse con toda su furia.

—Pocos hombres pueden recorrer las veredas de la vida sin sufrir las emboscadas del odio ajeno —afirma la voz del trono de san Marcos—. Y no hay malevolencia más peligrosa que aquella que, además, se arroga el cetro de la justicia.

Pues en tal caso —prosigue—, el único límite a su voracidad son las fronteras del rencor. El Antiguo Testamento declara que ésta fue la razón de que Josué fundara en Canaán seis ciudades de refugio, donde los homicidas recibían protección frente a la venganza de sangre proyectada por la familia de su víctima.

—La Iglesia, la legítima sucesora de los patriarcas, ha heredado el compromiso de ejercer esa misma potestad en nombre de los desfavorecidos de sus diócesis, cuyos gemidos se ahogan en mil mordazas, sin alcanzar los oídos de la autoridad civil.

El comienzo es demoledor. Pero sólo representa las primeras gotas del aguacero. Y, si he de dar fe a cuanto he escuchado acerca de la retórica del obispo Cirilo, no espero clemencia de la tempestad.

Al concluir la ceremonia, el templo vuelve a convertirse en un espejismo del ágora. La dureza del discurso patriarcal no impide que el prefecto se vea asediado por una segunda marea de peticionarios, dispuestos a aprovechar la oportunidad de aproximarse al delegado imperial sin atravesar el intrincado laberinto de la jerarquía palatina, cuyos sucesivos cerrojos permanecen cerrados a las súplicas para abrirse tan sólo ante la infalible llave del soborno.

Represento mi papel con una corrección impecable hasta que abandonamos el recinto. La avalancha de solicitantes ha resultado fatigosa; la homilía episcopal, devastadora. Soy consciente de que no es el momento propicio para presentar mi petición. Pero dudo que disponga de otra oportunidad.

Mientras el vicario se dispone a subir a su cabalgadura, aprovecho para situarme junto a su escolta.

—Excelentísimo Orestes, te ruego que disculpes mi audacia. Pero sé que, pese a las erróneas acusaciones de nuestro patriarca, los salones de Constantinopla no permanecen impasibles a las súplicas de justicia.

No obtengo respuesta. Al menos, no de inmediato. El prefecto se toma su tiempo para acomodarse sobre la silla y asir las riendas. Sólo entonces se digna concederme una mirada.

—La impaciencia, decurión Atanasio, es hermana de la imprudencia. Por cuanto sé, tú y yo aún tenemos una causa pendiente. Considero algo excesivo que en cada una de tus apariciones me obligues a pronunciar un veredicto.

—Excelentísimo señor... —insisto. Al igual que en nuestra primera entrevista, me detiene con un gesto de la mano.

—Aprende esto de una vez por todas. Gran parte del arte de la política consiste en saber cuándo guardar silencio. —Señala hacia mi montura con una indicación de cabeza—. Ahora sígueme. Aún no he acabado contigo.

Parece que se acerca el momento de saldar cuentas. Y algo me dice que las cifras no operan a mi favor.

Regreso a mi caballo y tomo las bridas. Desde lo alto del suyo, Dión de Adrianópolis me dirige una sonrisa jactanciosa, sin disimular su satisfacción.