11
Hace unas semanas, el tiempo me abrumaba como las cadenas de un reo. Ahora me arrastra a una carrera desenfrenada, igual que los corceles de Helios bajo las inexpertas riendas de Faetón.
Mis días discurren demasiado rápido para que acierte a saborearlos, aunque no para dejarme en la garganta el regusto amargo de la bilis. Durante gran parte de mis jornadas me veo reducido a la condición de un satélite sin voluntad, condenado a orbitar alrededor de Dión. No hay tiempo más estéril que aquel que se derrocha junto a un individuo aborrecido que, por su parte, detesta igualmente nuestra compañía.
Al menos, mi protegido también posee obligaciones que lo retienen en la residencia del vicario hasta mediodía. Las mañanas me permiten respirar la libertad: sentarme en mi escritorio, concentrarme en mis entrenamientos y, ante todo, asistir a la academia de la sublime Hipatia.
El arconte Heliodoro prepara la defensa de mi caso con notable celo. Mis recientes descubrimientos parecen suscitarle una honda preocupación.
—De modo que el hombre que te incriminó no es el verdadero instigador de este proceso. Ahora se explican muchas cosas.
Por ejemplo, que el ejecutor del prefecto acudiera directo al arcón en que guardaba mis instrumentos científicos. Es más que probable que poseyera su descripción a través de mi denunciante, quien a su vez la habría obtenido de Thoas. Éste y Gabriel son viejos conocidos, por cuanto ha averiguado mi interlocutor. El comerciante egipcio realizó negocios poco claros relativos a la trata de corceles libios en tiempos del gobernador Andrónico.
—Parece ser que esas actividades se llevaron a cabo tras extorsionar a ciertos arcontes cirenaicos con la connivencia de los administradores imperiales, los cuales, con toda seguridad, también se beneficiaron del trato.
No es la primera vez que el arconte Heliodoro oye mencionar a Andrónico y a su esbirro Thoas. En el pasado, Sinesio recurrió a él para que —en su condición de antiguo gobernador de Pentápolis— actuara como valedor de ciertos notables oprimidos por el representante gubernamental.
Desde su toma de posesión, Andrónico no ocultó su propósito de enriquecerse a sí mismo y a sus acólitos a expensas de nuestra comunidad. Elevó despóticamente los impuestos —cuyo cobro dejó en manos de su asistente Thoas, codicioso hasta la saciedad— y abusó de su cargo para extorsionar a los propietarios más pudientes de la provincia, sometiéndolos incluso a espantosos suplicios. Se decía que disfrutaba torturando por el simple placer de hacerlo. Introdujo en nuestra tierra horrendos torniquetes para aplastar diferentes partes del cuerpo; abominaciones que nunca antes se habían visto en nuestros tribunales de justicia.
Thoas actuó como cómplice de este y otros crímenes; por ejemplo, aquella vez en que el gobernador mandó encarcelar a Maximino y Clinias, dos dignatarios que se habían negado a una de sus demandas; y ordenó ejecutarlos —al igual que a los animales que servían como víctimas propiciatorias en los sacrificios de antaño— aduciendo que su muerte purgaría «sus fechorías» y, al mismo tiempo, sanaría al prefecto del pretorio Antemio, por entonces aquejado de graves fiebres. En otra ocasión mandó prender a un notable debido a que éste había contraído un matrimonio opuesto a los intereses de nuestro gobernador. Las protestas de los arcontes y de la curia episcopal sólo consiguieron que se endurecieran las condiciones de su cautiverio y se le retiraran los alimentos para empujarlo a morir por inanición.
Para salvar a una provincia sumida en el terror por la tiranía de su dirigente, Sinesio tuvo que convocar un sínodo, en el que se decidió la excomunión de Andrónico y sus secuaces. Esta sentencia acabó propiciando su caída, junto a la de Thoas y el resto de sus cómplices. Esa serpiente juró que un día me haría pagar por ello. Por lo que veo, tiene intención de llevar a cabo su amenaza. Y sé por experiencia que es capaz de usar cualquier método para alcanzar sus objetivos.
—Pero eso no es algo que deba preocuparte ahora —aduce Heliodoro.
Celebro que prefiera centrar sus esfuerzos en el futuro en vez de en el pasado; eso se logra comenzando por el presente.
—¿Recuerdas que te dije que en un caso como éste tu reputación reviste una importancia primordial? Pues tus adversarios son conscientes de ello y, por desgracia, han tomado sus medidas. Lamento comunicarte que han difundido una imagen de ti que no te beneficia en absoluto.
No lo ignoro. Mi encuentro con ese ladronzuelo de Timón me permitió hacerme una idea bastante aproximada de todo lo que Alejandría comenta sobre mí. Sólo cabe esperar que el prefecto no se haga eco de tales habladurías. Y me consta que mi interlocutor también usa sus armas para contrarrestar el pernicioso efecto de esos rumores.
Sonríe cuando le menciono la cena en casa del excelentísimo Pentadio.
—No fue idea mía, si es lo que estás sugiriendo. ¿Recuerdas haberme dicho, pese a mis consejos, que estabas decidido a no separarte de tu maestra?
Afirmo en silencio.
—Te felicito. Ella tampoco está dispuesta a renunciar a ti.
Deseaba examinar cuanto antes el manuscrito de Isaac, pero ya no soy dueño de mi tiempo; no logro revisarlo hasta concluidas las festividades de Año Nuevo.
Sé que concede un enorme valor a mi opinión; una deferencia que no merezco, pues me encuentro a gran distancia de sus conocimientos, tanto en el terreno de la geometría como en el de los cálculos astronómicos. Pero, incluso en la medida de mis modestas capacidades, no estoy dispuesto a fallarle.
Mi hermano hebreo responde con entusiasmo cuando le comunico mis avances. Lejos de reprocharme mi tardanza, me invita a una velada en su casa, a fin de discutir con calma mis impresiones. Los astros lo han bendecido con la paciencia de los sabios; la misma de la que, por desgracia, yo carezco.
Tampoco muestra urgencia por concluir la cena e iniciar la discusión. Incluso yo me dejo contagiar por su sosiego. Siempre he sentido que estos muros invitan a la serenidad. La esposa de mi amigo ha convertido su hogar en un refugio de armonía frente a las mil disonancias de la ciudad.
—Tendrías que venir a cenar más a menudo, Atanasio —comenta con una sonrisa casi etérea que contrasta con su avanzada gravidez—. Eres el único capaz de agotar a Aarón.
Al parecer, el ritual de acostarlo desemboca casi a diario en una contienda, pues el pequeño rehúsa con testarudez rendirse a la llamada de Morfeo. Hoy, sin embargo, mi sesión de juegos ha obrado el prodigio de dejarlo exhausto. Y, dicho sea de paso, también a mí.
—Deberías buscar cuanto antes una buena esposa y empezar a traer hijos al mundo —añade Isaac.
Río para mis adentros. Nuestro hermano hebreo insiste tanto en esta recomendación que Nico y yo la denominamos ya «su sugerencia favorita». Pero sería injusto no perdonar su porfía. Ningún hombre escapa indemne a cuatro años de matrimonio.
—No creo que sea el momento adecuado —me limito a señalar.
—Quien espera el momento apropiado, espera en vano. Sólo tienes que fijarte en que Aarón te adora. Sin duda conoces la forma de comunicarte con los niños.
—De ninguna manera. Ignoro incluso cómo tratar con los adultos. Pero admito que Aarón es especial. Al mirarlo, siento como si me contemplara en el espejo del pasado. Juro por las colinas hermanas que es el vivo reflejo del niño que fui cuando tenía su edad.
Su madre sonríe.
—¿Por qué no me sorprende?
Nos encontramos ya al cabo de los postres: un delicioso surtido de naranjas en almíbar, pasteles de dátiles y agua de azahar. Esta noche, Raquel ha volcado sus dotes culinarias en un repertorio que porta los aromas de su Menfis natal.
—Lástima que no suceda lo mismo con mi protegido —añado—. Os aseguro que me evitaría más de un disgusto.
Mi anfitriona ladea la cabeza con esa dulzura casi indulgente que la define, incluso en la discrepancia.
—¿Sabes, Tanis? Tal vez no estés enfrentándote a esa situación de la forma más provechosa.
Frunzo el ceño.
—Lo siento, estimada Raquel, pero no comprendo a qué te refieres.
Consulta con la mirada a su esposo, quien la insta a continuar mediante un asentimiento tácito.
—Lamento no haber sabido expresarme con mayor claridad. Sólo intento decir que, si tuvieras mayor confianza en los designios divinos, podrías preguntarte si esta prueba no es en realidad el camino que conduce a superar tus límites.
—Me gustaría que eso fuera cierto, créeme. Pero, por desgracia, las actitudes de Dión no me permiten contrastar ninguno de mis límites.
—Excepto, quizás, el de la paciencia —apunta, con una simplicidad que no revoca en absoluto la trascendencia de su observación.
Tras los postres, nuestra anfitriona posa la mano sobre el antebrazo de su marido:
—Permíteme retirarme. Ha llegado el momento de abordar asuntos que sólo los hombres pueden tratar.
Isaac la ayuda a alzarse y la sigue con la vista mientras ella abandona la estancia, con pasos fatigados por el lastre de la vida que bulle en su vientre. Con frecuencia, el matrimonio encarna un desencuentro entre dos soledades. La mayoría de los cónyuges no llegan a unirse jamás, ni siquiera mediante el enlace de sus cuerpos. Pero mi hermano hebreo parece capturar la presencia de su esposa incluso en el aire que respira.
—¿Sabes? —comenta—, me pregunto si Raquel no posee la mirada de una profetisa. Mientras yo busco respuestas... ella, simplemente, las encuentra.
Respondo a su fervor con una sonrisa.
—No, hermano. No la sentencies a renunciar a eso, ni siquiera en tu imaginación. La búsqueda es lo único que mantiene al espíritu humano con vida.
Aunque sé que en este terreno nunca podré obtener su asenso, como tampoco él logrará conquistar el mío. Para él la incertidumbre resulta devastadora. Para mí, representa una fuerza motriz.
El hombre se equivoca al creer que la duda es un atributo del espíritu. Nada más lejos de la Verdad. A diferencia de muchos de mis semejantes, no me atrevo a afirmar que el alma que preexiste al cuerpo y la que subsiste tras su muerte sean la misma. No me atrevo a garantizar que esta envoltura carnal —que tantos desdeñan como una inmunda prisión transitoria— no contribuya a filtrar la pureza del espíritu que cruza a través de ella, como un valioso tamiz. Pero sí hay algo que puedo asegurar: para el alma en estado puro, consustancial al Tiempo, ajena al cuerpo, no existe la duda. Ésta es hija de la carne, de la efímera condición humana.
Con todo, soy consciente de que para mi hermano hebreo no existe mayor carga que la incertidumbre. No soporta contemplarla frente a frente; y, para evitarla, prende su mirada de los astros.
Ésa es su debilidad: necesita las respuestas más de lo que necesita las preguntas.
Aunque me haya esforzado por ocultarlo ante Isaac, la observación de su esposa me ha producido el efecto de la sal sobre una llaga abierta, sobre uno de esos recuerdos que no se desvanecen.
En Damocaris hay un lago de aguas diáfanas no lejos de la casa que dio cobijo a mi infancia. En su centro flota una isleta cubierta de matas y herbajes, cuyos extremos distarán algo más de cien pies. Recuerdo que, con ayuda de una vieja armadía, arrastraba a Saúl hasta aquel islote, que había decidido convertir en mi dominio personal, fuera del alcance de mentores, domésticos y pedagogos.
Cuando mi madre tuvo noticia de mis escapadas, mandó destruir todas las balsas de la hacienda. Y para que la sentencia resultara ejemplar, me obligó a estar presente durante el proceso. Debía comprender que la huida es el recurso del cobarde. Un hombre fuerte debe permanecer en su lugar, incluso al precio de su propia existencia. Así me lo exigía la sangre de mis antepasados espartanos.
—No sigas buscando un lugar al que escapar —me dijo—. La vida no va a ofrecerte ningún refugio.
Pero no siempre aprendemos la lección que nuestros tutores desean enseñarnos.
Resolví extraer provecho de la nueva situación. La carencia de barcas dejó de representar un impedimento para convertirse en una ventaja, pues ahora los sirvientes no podrían ir en mi busca y traerme de regreso... siempre que encontrara otro modo de llegar hasta mi retiro.
Había decidido que aquel lugar me pertenecía. Busqué la ayuda de Saúl para ejercitarme en un arte que él dominaba y que a mí me resultaba desconocido.
Aprendí a nadar.
La tarde en que volví de mi primera travesía, empapado y exhausto, me condujeron a las estancias de mi madre. Ella me contempló en silencio, con el rostro impasible y enigmático de una esfinge.
—Tendremos que buscarte un preceptor de natación —decretó al fin, antes de mandar que me retirara a mi habitación en busca de una túnica seca.
Fue una de las escasas ocasiones en que no hallé reproche en su voz. En su presencia nunca he vuelto a sentirme tan cerca de un elogio.
Sacudo la cabeza. Cuando el presente no puede mirar al ayer a los ojos, los recuerdos se convierten en remordimientos.
La esposa de Isaac está en lo cierto, lo reconozco. Dado que la compañía de Dión se me ha impuesto como ineludible, he de reconsiderar mis vínculos con él. Al igual que en el pasado, debo encontrar otro camino para lograr extraer alguna cosecha de este terreno baldío.
Sin embargo, Raquel también comete un error de cálculo: la paciencia es un fruto excelso, pero su cultivo requiere perseverancia. En mi situación, eso la convierte en un objetivo inviable. Necesito un beneficio más inmediato y asequible. Más material.
Para obtenerlo debo comenzar mirando a mi alrededor. Estoy en una de las mayores urbes del mundo, la única ciudad digna de su glorioso fundador.
Hace siete siglos y medio, Babilonia poseía la corona de Oriente. Pero cometió la osadía de dar muerte entre sus murallas a Alejandro Magno, y con ello selló su destino. Incluso fallecido, el gran rey macedonio tejió su venganza. Ahora su cuerpo reposa aquí. Y su ciudad ha conquistado la diadema que en otro tiempo lucía la capital del Éufrates.
Sin embargo, la metrópolis de Alejandro también ha heredado las máculas más turbias de su predecesora. Hoy la Gran Ramera ya no reside en Babilonia, sino en estas calles turbulentas y sudorosas, entre el olor salitre de los dos puertos.
Me encuentro en Alejandría. Aquí todo está en venta.
Me levanto temprano, con el cuerpo hambriento del día que comienza y la mente aún saciada por la velada de anoche en casa de Isaac. Mientras surco la piscina natatoria, Saúl permanece junto al brasero apurando un vaso de vino caliente con miel.
—No está mal, sobre todo tras los lanzamientos y la sesión de pesas —evalúa cuando me sitúo a su lado, jadeante—. Empezaba a temer que no volvieras a ser el mismo.
Me concedo unos instantes para recuperar el aliento. Entretanto, tomo una toalla y comienzo a secarme.
—¿Qué quieres decir? —resoplo.
—Que me alegro de que por fin te hayas decidido a recuperar tu furia. —Escupe en el suelo para conjurar la mala fortuna—. Es la ciudad, maldita sea. Como una jodida lamia que te chupa la sangre para luego devorarte.
—No temas. —Le obsequio una palmada reconfortante en el hombro—. Soy demasiado agrio, incluso para el paladar de una criatura como ésa.
Tras vestirme, voy en busca de un merecido desayuno. Pero el oecus me recibe con una sorpresa inesperada. Si fuera más crédulo o más supersticioso, atribuiría a Saúl facultades de nigromante. Le basta con invocar a las lamias para que una de ellas se persone en el salón.
La reconozco de inmediato, pese a que no viene acompañada por su cisne. Yace en una postura histriónica sobre el triclinio más próximo a la ventana oriental, envuelta por los rayos del sol matutino, como si posara en el escenario alumbrada por un juego de antorchas y espejos.
—Egregio Atanasio de Cirene —saluda, con una sonrisa tan amplia como la embocadura del Gran Puerto—. ¿Te acuerdas de mí?
—¿Cómo podría no hacerlo, ardiente Iris? Es difícil olvidar a las mujeres que se muestran tan afectuosas con las aves.
Acaricia insinuante la superficie del diván en un movimiento que me invita a recostarme a su lado. Ignoro su gesto y me reclino frente a ella, de forma que la mesa se interponga entre nosotros.
—Te preguntarás qué hago aquí —insinúa, fingiendo no advertir mi desaire.
—Pues no —reconozco. No preciso un gran derroche de intuición para sospechar que Nico, hastiado de estrellarse contra el desdén de Aspolia, ha optado por perseguir a una presa más fácil.
Unto el pan con aceite y selecciono entre las fuentes de frutas, quesos y frutos secos, hasta llenar mi cuenco. Mi hambre no se ha incrementado. Mi premura sí.
—Es una lástima que no estuvieras aquí anoche —añade—. Presiento que la velada se habría puesto mucho más interesante.
—¿Dónde está Nico? —atajo, con una gentileza digna de una hoja de esparto.
—Durmiendo. Y eso que hasta su perro se ha despertado.
En efecto, Friné ha abandonado su acomodo nocturno en la cama, a los pies de su amo, y asoma el hocico por la puerta del salón. Tras estudiar la situación, opta por trepar a mi triclinio.
—Por desgracia, tu amigo no se ha repuesto aún de las celebraciones de anoche. Es veloz y potente como un caballo de carreras, pero también se fatiga con la misma rapidez. —Iris se estira con indolencia hasta descansar los brazos tras la cabeza. La nueva posición resalta el contundente relieve de su busto—. Sin embargo, tú, egregio Atanasio, desbordas el vigor de un lobo. Apuesto a que tardas mucho más en agotarte.
Intento que no perciba el efecto que me producen sus palabras. Un lobo no. Eso jamás.
—Te revelaré un secreto: el modo más fácil de perder consiste en apostar sobre temas que desconoces.
—Vaya un secreto insulso. Tengo uno mucho más interesante: me aburría, así que te he observado desde el piso de arriba, mientras te ejercitabas en el patio. Luego he intentado ir a los baños para saludarte, pero un criado odioso me ha impedido entrar. Me he visto obligada a esperarte aquí.
Rufino tiende a mostrar un exceso de celo en el desempeño de sus obligaciones. Debo recordar recompensárselo como se merece.
—Ha sido una larga espera. La verdad, estoy un poco harta.
Se alza, rodea la mesa hasta llegar a mi triclinio y, tras expulsar a la perra, se recuesta a mi lado. Exhala un olor penetrante y dulzón que no logro identificar; tal vez una mezcla asiática de flores y especias.
—Seguro que me comprendes. Tú no pareces de los que esperan.
—¿Y qué parezco entonces, en tu experta opinión?
Hunde la mano en mi cuenco y se hace con un puñado de nueces.
—Pareces de los que toman lo que quieren cuando y donde quieren. De los que saben castigar. ¿Qué mujer podría resistirse a eso?
Entorno los párpados; intento que la rabia provocada por esas palabras no se desborde a través de mi mirada.
—Comprendo. A las mujeres les gustan los lobos.
Ladea la cabeza con una sonrisa de aquiescencia. Sus largos cabellos oscuros, sinuosos como culebras, se deslizan tras sus hombros.
—Veo que sabes de lo que hablas.
—Lo sé —respondo, con una voz ronca que refleja mi esfuerzo por contener el resentimiento en mi garganta—. Te lo aseguro, lo sé muy bien.
Su gesto ha dejado al descubierto unos largos pendientes de oro, labrados con la delicadeza de un maestro orfebre; un costosísimo adorno que no concuerda con el resto de su indumentaria.
Repaso la filigrana con las yemas de los dedos. Podría confundirse con la joya de una verdadera aristócrata, excepto por su carencia de piedras preciosas. La condición infame de las actrices les prohíbe portar gemas.
No he olvidado la tarde en que Nico me arrastró al teatro para conocer a una mima. Ese día comprobé que, pese a creerme invulnerable, no soy inmune a todos los hechizos. También recuerdo que mi hermano ofreció a la actriz un estuche de marfil y maderas taraceadas, que ella rechazó. Se despidió con una promesa: «Volveré en otro momento, hermosa Aspolia. Y terminarás por comprender que en esta arqueta sólo puede grabarse tu nombre».
Ella me pidió que regresara. No lo he hecho. Desde el día en que llegué, Nico me ha mostrado el verdadero alcance de la palabra «hermandad». Tengo una deuda de honor para con él. Y, por ahora, sólo puedo hacerle justicia mediante un sacrificio. Él no se merece menos.
Con todo, soy consciente de que para mi hermano la mujer bajo la máscara no representa más que un capricho. Aunque rezo para que llegue el día en que signifique aún menos que eso.
—Te los ha regalado Nico —murmuro en un tono que, más que expresar una afirmación, oculta casi una súplica.
—Así es. ¿Te gustan?
—Estaban dentro de un cofre de madera y marfil.
—Exacto. ¿Por qué lo sabes?
Ha inclinado la cabeza. El dorso de mi mano descansa sobre su cuello.
—Y él te dijo que esa arqueta sólo podía llevar tu nombre. —Por lo que más quieras, confírmame que no me equivoco.
—¿Cómo puedes saber eso?
—Soy adivino.
Sus dedos se han introducido bajo el manto y reposan sobre mi muslo, por encima de la túnica. Comienzan a arrastrarse, como un cazador que busca la mejor posición frente a su presa.
—Entonces, ¿puedes adivinar lo que voy a hacer ahora?
La miro a los ojos y detengo su mano con la mía.
—Claro que puedo: vas a levantarte y a volver a tu triclinio.
No tengo intención de ceder a la vanidad. Por mucho que se proclame víctima de mi atractivo arrollador, intuyo que sus avances obedecen a una causa muy distinta. Desea algo de mí, y dudo que guarde relación con mi cuerpo.
—Te diré por qué —prosigo—. Vas a pedirme algo. De modo que, si aspiras a obtenerlo, empieza por agradarme. Regresa a tu sitio.
Tras unos instantes de vacilación, obedece. Camina con parsimonia hacia su asiento y se recuesta, sin dejar de mirarme. Le agradezco que me ahorre la función de una dignidad herida.
Friné vuelve a ocupar el puesto que le ha sido arrebatado, cerca de mi regazo. Es obvio que no siente el menor aprecio por nuestra acompañante, a la que dedica un gruñido sordo desde el fondo de la garganta. Le acaricio el lomo para tranquilizarla. Nico estaba en lo cierto. Es más perceptiva que la mayoría de los hombres; incluido él.
—No deberías intentar resistirte a los ojos de Isis —advierte la intérprete—. Si incurre en el enojo de la diosa, incluso el hombre al que las mujeres persiguen acabará abrazando a una serpiente, y ésta lo abrazará a él.
Repasa con los dedos la trencilla de lana que ciñe su túnica bajo el busto y practica un nudo en ella. Aun sin estar familiarizado con los rituales de la plebe alejandrina, sospecho que tanto las palabras como el gesto remiten a algún tipo de sortilegio.
No es que deba inquietarme. Los portentos rara vez acuden a la llamada de un ritual aprendido de memoria. He vivido prodigios en las clases de la divina Hipatia, y sé que llegan de la mano del descubrimiento, portando el sello de la revelación.
—No te extravíes, querida, no dispongo de mucho tiempo. Te sugiero que seas concisa.
—Todo lo que tú desees. —Sus dedos finalizan un segundo nudo en el cordón del ceñidor—. Aristónico me ha dicho que tu familia financia espectáculos teatrales en Cirenaica. Estoy segura de que, cuando la ves sobre el escenario, sabes reconocer el tipo de obra que tu ciudad se merece.
—Ahora comenzamos a entendernos. ¿Estás proponiendo que organice una función en la que actúes como protagonista y que te lleve a Cirene?
Ignoro si percibe la ironía de mi voz. Dudo que las ambiciones de una mima alejandrina contemplen trabajar, siquiera como primera actriz, en un teatro de provincias.
—Creo que me he expresado mal, noble Atanasio. No lo pido para mí, sino para una de mis mejores amigas. Creo que tu ciudad se vería engalanada con lo mejor del arte de Talía si contara con una intérprete de la condición de Aspolia.
Realiza un tercer nudo en la trencilla y la deja caer sobre su regazo. Sea cual fuere el encantamiento, se ha consumado.
Al ver aquí a la actriz he concebido la esperanza de que Nico hubiera abandonado su fascinación por la mujer que se oculta bajo la máscara. Iris me demuestra que abrazaba un espejismo.
—Anoche tu amigo se deshizo en preguntas relativas a Aspolia. No me digas que tienes intención de hacer lo mismo.
No me queda más remedio que rendirme a la evidencia. Mi hermano aún no ha desistido de su empeño.
—¿Tú también vas a interrogarme acerca de la provinciana egipcia? —Me ofrece una sonrisa forzada que no logra encubrir su desagrado—. ¿Qué os pasa? ¿Es que os ha lanzado algún hechizo a través de su careta de lino?
—Te irritas sin motivo, dama de los cisnes —replico cáustico—. Yo no voy a pedirte noticias sobre tu compañera.
Pues, en realidad, dudo que pueda relatarme más de lo que ya sé. Timón se ha encargado de traerme las habladurías que corren en boca del populacho. Al fin y al cabo, el que me resigne a no volver a verla no implica que no pueda recabar información sobre ella.
Reside en un barrio que ya he visitado en alguna ocasión, el que se congrega en torno a la parroquia de San Alejandro. Su vivienda se encuentra junto al gran depósito de agua que abastece el distrito. Ocupa la planta baja de una casa de vecinos; una antigua herrería transformada ahora en vivienda que cuenta con un corral privado, donde antaño se hospedaba la fragua. En otras palabras, posee una entrada propia, aparte del acceso al patio comunal.
No me sorprende que su inquilina valore el privilegio de la privacidad. Según Timón, esta entrada mantiene la firma de su antiguo propietario: un yunque y unas tenazas que aún conservan trazas de pintura argéntea esculpidos en el dintel de piedra caliza.
Según se dice, Aspolia es oriunda de Tebaida, la provincia más meridional de Egipto. Llegó a Alejandría hace tres años. Decenas de carteles con su nombre inundaron los aledaños del teatro y los pórticos de la Vía Canópica. Su primera aparición sobre el escenario constituyó un éxito fulgurante que la consagró como intérprete principal de la compañía. Por descontado, esta conquista no contribuyó a granjearle las simpatías del resto de las mimas; en particular, las de Iris, quien detentaba hasta entonces el puesto de actriz principal.
Tanto su traslado desde el meridión como la espectacular campaña de propaganda que la acompañó me inducen a pensar que vino bajo la égida de alguien que goza de notable autoridad. Su mentor, en cualquier caso, permanece en la sombra. La indeleble mácula de infamia que acompaña a toda mima no favorece en absoluto la reputación de aquellos que se aventuran a frecuentarla; menos aún en el caso de personalidades públicas.
El resto de su historia se diluye en el secreto. Desapareció de los escenarios hace unos meses, por causas desconocidas que desencadenaron un sinnúmero de elucubraciones absurdas entre los aficionados y las facciones del teatro. Acaba de regresar junto a su perenne máscara, lo que incrementa aún más el halo de su misterio y la fascinación que ejerce sobre el vulgo.
—¿Qué me dices entonces, noble Atanasio? —insiste Iris, porfiada como un perro de presa—. ¿Puedes ofrecerle el futuro que ella se merece en las doradas tierras de Libia?
—Tu demanda entraña serias dificultades, querida —señalo, aunque dudo que ella las ignore—. Por mucho que me atraiga la idea de que Aspolia resplandezca sobre los escenarios de Cirene, la situación no es tan sencilla.
Las mujeres del teatro no poseen libertad de movimiento. Se consideran una posesión personal del emperador, al igual que los aurigas o los caballos de carreras. Apartarlas del escenario que les ha sido asignado sin contar con el permiso oficial de Constantinopla representa un atentado contra la propiedad imperial y, como tal, se castiga con dureza ejemplar. El simple hecho de reubicarlas requiere toda una serie de farragosas autorizaciones que, en la práctica, convierten el proceso en inviable. A menos, claro está, que se cuente con un aliado entre las altas dignidades de la administración. Aun así, la transacción resulta complicada y exige un precio —sea en el metal de Midas o en la moneda, aún más resbaladiza, de los favores políticos— que no estoy en condiciones de costear.
He comenzado a advertir que, en realidad, las actrices representan una de las mayores paradojas de nuestro régimen jurídico. Portan desde su nacimiento una tara de infamia que les niega ciertos derechos básicos para cualquier ciudadano de la más ínfima condición plebeya. Mas el mismo sistema que las desprecia también las protege como a un caudal de enorme valor.
La explicación posee raíces tan profundas como rancias. El poeta Juvenal lo expuso de forma magistral en sus Sátiras, hace cuatro siglos: Ahora el pueblo ha reducido mucho sus pretensiones y no desea más que dos cosas: pan y circo.
La situación resulta inicua: quienes integramos los consejos municipales sufragamos los espectáculos públicos, mientras el emperador se reserva la propiedad exclusiva de aurigas, corceles y actores. De este modo, se convierte en garante de esos entretenimientos que tanta pasión suscitan entre la plebe. Él derrocha fortunas en los lujos desmedidos de su corte, en sus palacios y sus murallas. Nosotros nos encargamos de comprarle la fidelidad del pueblo.
Pues bien sabe el cielo que en estos tiempos en que las provincias se desangran y la capital se ceba en el festín de la corrupción, Constantinopla necesita asegurarse la lealtad de sus súbditos. Más que nunca.