8

Me dejo caer sentado sobre el lecho y entierro el rostro entre las manos. El cuerpo de Timón acaba de salir de casa por la puerta de las caballerizas, en un carro perteneciente a la cofradía de enterradores. Recibirá sepelio en el cementerio occidental, más allá de la Puerta de la Luna.

—Debes sobreponerte. —Saúl está de pie ante mí, con los brazos cruzados sobre el torso y una nota de reprensión en su tono—. No puedes permitir que esto te afecte así.

Lo sé, pero siento sobre los hombros un peso insoportable. Aunque el universo que me circunda parece abrumador, esa carga no proviene de nada de cuanto me rodea, sino de mi propio interior.

—Era un pordiosero, ¿lo has olvidado? Su destino resultaba inevitable, con o sin tu intervención.

No estoy tan convencido. Tendría que haber escuchado la voz de la razón. Un gato se basta para acechar ratones, pero no es rival para los lobos. Debería haberle apartado de Mateo, pese a sus protestas.

—¿Qué te dijo Timón la última vez que hablasteis? —pregunto.

—Ése fue tu primer error. Ni siquiera tendrías que dirigirte a él por su nombre. —Camina hacia el muro y se asoma a la ventana—. ¿Y sabes otra cosa? Tú no eres responsable de lo ocurrido. Todos sabemos quién es el culpable. Ve en su busca y hazle pagar; o bien olvida lo sucedido. Sólo cuentas con esas dos opciones.

Levanto la vista hacia él y yergo el torso, con las manos apoyadas en las rodillas.

—Déjate de peroratas y contesta de una vez a mi pregunta. ¿Qué te dijo Timón la última vez que hablasteis?

Se vuelve hacia mí.

—Así está mejor. Empieza por exigir respuestas. —Avanza hacia mí—. Tú mismo me lo enseñaste, Tanis, ¿recuerdas? «Tendrás que volver la vista atrás para aprender del pasado y vigilar tus espaldas; pero debes caminar siempre hacia delante».

Está en lo cierto. No puedo permitir que ningún lastre me impida seguir avanzando. Encontraré el modo de cargar con él.

—Déjame decirte algo, Tanis: te estás volviendo blando —me advirtió Saúl. Tenía razón. No debí permitir que Timón me convenciera. Si hubiera sabido imponerme, el pequeño no se habría visto arrastrado a las tinieblas del Hades.

El niño será la última víctima de ese carnicero, lo juro por Dios. Esta ciudad no es segura para Thais, ahora menos que nunca. Debe marcharse. Saqué a mi madre de Damocaris en contra de su voluntad; hoy vive para continuar castigándome con sus recriminaciones. Alejaré a Aspolia de Alejandría. Si eso significa ganarme su rencor eterno, que así sea. Al menos su odio será la prueba irrefutable de que sigue viva.

Cuando Dámaso adquirió su cargo en la tesorería patriarcal, pulsó los resortes necesarios para lograr que una actriz de Siena fuera transferida a la capital del delta. Hasta hace poco me hubiera resultado imposible realizar esa misma gestión, pero hoy cuento con recursos para intentarlo.

Encuentro a Dión en sus oficinas. Ha ordenado que instalen un toldo y un escritorio portátil junto a la fuente del atrio, entre el aroma de los alhelíes y los susurros de las datileras, que orean su cabellera de palmas ante la brisa marina.

Cuando le planteo mi pregunta despide a sus dos secretarios. Luego despliega los brazos sobre el respaldo de la silla y me observa con interés.

—¿Trasladar a una mima hasta Constantinopla? Sí, imagino que es algo de lo que podría encargarme... suponiendo, claro está, que tuviera buenos motivos para ello.

—En tal caso no habrá problema. Cuando se trata de justificarte, sabes dónde encontrar tus razones.

—Cierto, pero no siempre son buenas, como con tanta insistencia tienes a bien señalarme. —Ladea el cuello—. Dime una cosa: ¿a qué actriz nos referimos?

Sin duda conoce la respuesta. No puede ser de otro modo después de las numerosas veladas compartidas con Nico. Pero, puesto que busca obtener una confesión de mis labios, tendré que proporcionársela.

Sonríe con mordacidad al recibir mi contestación.

—¿Aspolia? De ninguna manera. Es la cómica más aclamada de la ciudad. Según tus propias palabras, representa poco menos que «un objeto de veneración para el público y la claque». En cierta ocasión me dijiste que me arriesgaba a «provocar las iras de sus incontables admiradores», o incluso a «infligir un ultraje al pueblo de Alejandría» sólo por pedirle que se quitara la máscara en privado. ¿Y ahora quieres que se la arrebate a sus encendidos seguidores?

—Mira hacia delante. Siempre dices que abandonarás esta ciudad dentro de poco. Tal vez no puedas predecir cuál será tu próximo destino, pero sí sabes con certeza que siempre dependerás de la cancillería capitalina. Créeme cuando te digo que si cedes a Aspolia ahora te granjearás las simpatías de uno de los cónsules de Constantinopla. Tal vez incluso de ambos.

Este año los dos magistrados supremos —sobre los que, entre otras responsabilidades, recae la organización de los espectáculos celebrados en la capital— son los ilustres Constancio y Constante. He oído afirmar que el primero de ellos mantiene desde hace años una relación de patronazgo con el padre de mi interlocutor.

—¿Y si, pese a todo, opto por no hacer nada?

—Acabarás perdiéndola de todos modos.

Se acaricia el mentón, simulando meditar mis palabras. Si no lo conociera, el gesto resultaría casi convincente.

—Déjame recordarte algo, Tanasio. Tú y yo estamos aquí en representación del prefecto augustal, como tantas veces me has repetido. Los dos sabemos lo mucho que se esfuerza por mantener satisfecha a la plebe de esta ciudad. No voy a autorizar una acción que cause tal descontento como el que sin duda provocará la desaparición de esa mima. ¿Queda claro?

Inspiro aire. Sólo los cielos saben la vergüenza que me supone doblar la rodilla ante alguien como él.

—Lo consideraría como un favor personal, perfectísimo señor. Si me concedieras esta merced, contraería contigo una deuda inmensa.

Se encoge de hombros.

—¿De qué me serviría esa deuda? Dentro de unos meses volverás a Cirene junto a tus salvajes del desierto y tus camellos. Dime: ¿de verdad crees que si en el futuro necesito algún tipo de ayuda tú vas a poder hacer algo por mí?

Sé que no espera réplica. Pese a todo se la daré.

—Nadie puede asegurarte que no vaya a ser así. El futuro resulta impredecible. No duermas en el mañana con las certezas del hoy.

Se echa a reír.

—¡Qué sabrás tú! Ni tu futuro ni el mío me quitan el sueño. No, Tanasio. Mi respuesta es definitiva.

Hoy Thais me recibe desnuda sobre el lecho, con los brazos doblados bajo la nuca, exuberante e invitadora como la tierra prometida. Sus pechos, su vientre y sus valles más sabrosos me esperan envueltos en un baño de crema fresca.

—Bienvenido, soldado —me sonríe—. Pareces hambriento. Pasa y sírvete.

No necesito más invitación. Pero apenas comienzo a paladear las delicias de tan prometedor banquete, escucho gritos a la puerta de la calle.

Salto de la cama al instante. Me enfundo la túnica sin ceñirla, entre reniegos, extraigo la daga y corro a la salida con los pies descalzos. Saúl se me ha adelantado. Lo encuentro en la calle, codo a codo con Miguel. Frente a ellos hay dos individuos con teas en las manos que intentan apartar a los defensores para aproximarse a la puerta.

Pero al verme aparecer y verificar su inferioridad numérica, optan por alejarse a la carrera. Ni Saúl ni su acompañante hacen ademán de seguirlos. Sus órdenes son estrictas: mantener vigilada la entrada en todo momento.

Sólo cuando los asaltantes se han alejado soy consciente del extraño tacto del suelo. Bajo la vista hacia mis pies desnudos. El umbral está cubierto de paja reseca, al igual que los intersticios del batiente y las ventanas.

—Querían prender fuego a la casa —confirma Miguel. A pocos pasos de distancia distingo un par de costales a medio vaciar, arrojados precipitadamente al suelo.

—Buen trabajo. Se te recompensará como mereces —le aseguro—. Ahora vuelve a tu puesto y mantente alerta.

Los vecinos comienzan a asomar la cabeza a la calle para indagar las causas del bullicio. Indico a Saúl que se apresure a recoger los sacos, así como la incendaja de puertas y ventanas, y lo transporte todo al interior.

Zoe me espera en el patio de entrada, estremecida.

—¿Qué ocurre?

Me limpio las plantas de los pies restregándolas contra el suelo.

—Los batidores se han visto superados por su presa. Espero que eso baste para mantenerlos alejados del coto de caza en los días venideros.

Abre los ojos de par en par; su siguiente pregunta transmite tanta alarma como la expresión de su rostro.

—¿Y después?

No respondo. Normalmente agradezco que el tiempo me conceda la razón; excepto cuando confirma que poseo buenas razones para inquietarme.

Incluso tras el incidente, Thais se reitera en su negativa a abandonar la casa. Aunque en esta ocasión los ruegos de Zoe se suman a los míos, su señora se mantiene inamovible.

Sólo queda confiar en que los atacantes nos concedan una tregua mientras ultiman una nueva estrategia. No me cabe duda de que Dámaso no alberga la menor intención de cejar en su empeño. Ahora menos que nunca.

—Thais, hay algo que debes saber —rezongo cuando nos quedamos a solas—: Tu testarudez resulta desesperante.

Me dedica un mohín burlón.

—Lo mismo puede decirse de la tuya.

Por segunda vez en un plazo de veinte días Crito me ha pedido que nos reunamos. Esta vez el recado llega a manos de un sirviente de su casa. Por el momento prefiero no revelarle los detalles más horrendos de lo ocurrido a Timón.

Su mensaje me induce a temer la aparición de un problema acuciante. Así es, más incluso de lo que temía. Cada vez se oyen en mayor medida voces que acusan al prefecto augustal de no ser un creyente cristiano, sino un pagano encubierto. Estas afirmaciones han tardado poco en atravesar el lago Mareotis y llegar hasta los monasterios de Nitria. Se diría que cuarenta millas no son suficientes para enfriar un rumor. Al contrario.

—La información ha indignado a muchos de los hermanos en el sagrado retiro. Una delegación se dirige hacia Alejandría para defender los intereses de nuestro venerando patriarca y de la verdadera fe.

—¿Una delegación? ¿De cuántos?

No intenta ocultar su inquietud.

—Unos quinientos. Con armas.

Por todos los santos, ese contingente equivale a uno de cada diez monjes del complejo de Nitria. Y su propensión a la protesta armada nos asegura que se trata de los más violentos. La guardia del prefecto no puede hacer frente a semejante fuerza.

—El reverendísimo obispo se encuentra preocupado —prosigue. No es para menos. Tanto el ocupante del trono de san Marcos como mi interlocutor saben bien qué cabe esperar de sus compañeros de cenobio.

El desierto de Nitria alberga ciertos monasterios de merecido renombre por la calidad de sus estudios en exégesis bíblica. De hecho, sus intelectuales se contaban entre los más ardientes defensores de Orígenes, por lo que el lugar siempre ha suscitado mi simpatía y mi admiración. Sin embargo, su inmenso complejo acoge a religiosos cuya devoción sólo resulta equiparable a su ignorancia. La mayoría de ellos precisa de una provocación mínima —real o imaginaria— para dar rienda suelta a su feroz fanatismo.

El propio patriarca Cirilo puede atestiguarlo. Hace quince años su tío y predecesor estuvo a punto de perecer a manos de una horda de monjes exaltados que llegaron desde Nitria a la capital del delta para manifestar su indignación ante ciertos planteamientos del obispo.

En su carta pascual, el reverendísimo Teófilo había condenado el antropomorfismo, por interpretar con excesiva literalidad ciertos pasajes del Antiguo Testamento y concluir que Dios posee rasgos humanos. Cuando la furiosa turba de eremitas lo rodeó y amenazó de muerte por su «impiedad», él comprendió que sólo su habilidad dialéctica podría salvarle la vida y acertó a responder: «Al miraros, veo el rostro de Dios».

Aunque su tío lograra apaciguar a sus atacantes, no existen garantías de que el reverendísimo Cirilo lograra el mismo éxito en el caso de que sus supuestos aliados desataran todo su fervor. Una ciudad como Alejandría ofrece mil motivos de agravio para un practicante con exceso de celo, y las tormentas del desierto pueden resultar incontrolables. Ciertamente, los impredecibles rebaños de Nitria no representan una coalición aconsejable como fuerza política, ni siquiera como fuerza de combate.

—Créeme, comparto sin reservas esa preocupación—respondo—. ¿Hay alguna medida que el trono de san Marcos planee tomar al respecto?

—Nuestro venerando patriarca me ha encargado que actúe como mediador.

Es una elección más que acertada: por su apariencia imponente, su apacible temperamento, su sobriedad y sus dotes persuasivas; pero también porque regresó del desierto hace poco más de un año y se resiste a desprenderse del hábito monacal. Sin duda, sus antiguos compañeros de cenobio se sentirán más identificados con él que con cualquier otro oficiante del episcopado que acuda a recibirlos exhibiendo sus maneras ampulosas y sus recargadas vestimentas.

Estoy convencido de que su señora madre se sentirá exultante ante este nombramiento provisional, que instala a su hijo más cerca del obispo y, de completarse con éxito, tal vez incluso logre abrirle las puertas a nuevos ascensos en la jerarquía diocesana. Pero lo cierto es que esta distinción sitúa a Crito que en una posición notablemente arriesgada.

—Ruego que el Señor te conceda la paciencia y la habilidad necesarias para sosegarlos. Porque si tú no lo logras, puede que nada acierte a contenerlos.

—Hágase Su voluntad —suspira—. En cualquier caso, el reverendísimo Cirilo ya ha alertado a los parabolanos.

Dudo mucho que las milicias episcopales se presten a auxiliar al prefecto en caso de necesidad. Imagino que intervendrán exclusivamente si los eremitas de Nitria desvían su celo combativo hacia el patriarcado u otros objetivos cristianos.

De cualquier modo, espero que no sea necesario movilizarlos. Pocas cosas me desazonan tanto como la perspectiva de contener a los lobos liberando a los leones.

De regreso a casa, Rufino sale a recibirme con el semblante demudado.

—Han dejado un paquete, señor. Tras los últimos sucesos, tuve miedo de que el contenido pudiera afectar en demasía a mi señor Aristónico. Por eso se lo oculté...

Me conduce hasta la cocina y me muestra una tela mugrienta que parece contener algo de pequeño tamaño. Al aproximarme percibo que desprende un olor inmundo. Todo apunta a que el intendente de mi hermano ha obrado con buen juicio. Le indico con un gesto que permanezca apartado y me aproximo al objeto.

Lo desenvuelvo con una mano mientras con la otra me cubro el rostro. Noto una contracción en la boca del estómago.

Maldito hijo de perra.

Se trata de una mano infantil que ya ha empezado a descomponerse.

El puño cerrado sujeta un papiro enrollado. Tengo que realizar un gran esfuerzo para extraerlo de entre sus dedos, contraídos para siempre en el rigor de la muerte.

El mensaje es parco en palabras.

TÚ SERÁS EL SIGUIENTE.

Siento que me falta el aire. Basta. Basta, por Dios.

Arrugo el billete en la palma de la mano. Esta pesadilla no puede continuar. No lo permitiré.

Según Néstor, la Escuela de Agentes Confidenciales relaciona a Dámaso con ciertas irregularidades relativas a la annona alejandrina. Así pues, indago sobre el proceso que posibilita el reparto gratuito de trigo, remontándome hasta sus raíces.

El traslado del grano hasta la capital del delta requiere de una coordinación y un esfuerzo extraordinarios. Tras la siega, la trilla y el proceso de criba, el cereal se almacena en multitud de graneros situados a lo largo de las riberas del Nilo. Desde aquí, toda una flota de barcazas se encarga de descender las aguas a través del curso principal y los brazos del delta para llevarlo hasta los gigantescos depósitos levantados al sur de Alejandría, a orillas del lago Mareotis.

Estos sacos, a su vez, navegan a través de los canales hasta el puerto de Eunosto, donde se embarcan en dirección a la ciudad imperial. El procedimiento se completa con diversos controles a cargo de los oficiales del prefecto de la annona alejandrina, con el fin de comprobar que los cargamentos no arriben adulterados con tierra o cebada y que el trigo se presente correctamente tamizado.

Un procedimiento tan cuidadoso y complejo requiere su tiempo. Los costales provienen de las tres provincias egipcias y tardan en confluir en los muelles del delta. Comienzan a acumularse mediada la primavera, por lo que los meses estivales se conviertan en los de mayor actividad. En esta época el tráfico marítimo desde el puerto de Eunosto alcanza la intensidad de un corazón desbocado. No en vano el grano bombeado desde sus fondeaderos representa un aporte de sangre vital para la ciudad del Bósforo.

En los últimos tiempos Alejandría al completo parece desquiciada. Durante el estío la actividad en el puerto de Eunosto alcanza cotas frenéticas. A lo largo del período de navegación anual parten de estos muelles más de setecientas naves en dirección a Constantinopla. En conjunto transportan cinco millones y medio de costales de trigo; un total de treinta y seis millones de modios.

Los barcos levan anclas repletos de cereal, con el casco sumergido, graves y parsimoniosos. Regresan al cabo de las semanas raudos y ligeros, trayendo las bodegas vacías y las velas henchidas de novedades.

Esta última semana ha llegado un raudal de noticias desde Constantinopla. Elia Pulqueria ha sido proclamada Augusta; un título honorífico que la tradición reserva a aquellas mujeres que no sólo son esposas, sino también madres de emperador. En breve, según se cuenta, su efigie se mostrará en las monedas junto a la de Teodosio. El gesto evidencia que ahora ejerce un férreo dominio sobre su hermano; su influjo, de hecho, ha de ser arrollador para que éste haya consentido en asociarla al más universal símbolo de la autoridad imperial.

También se afirma que las discrepancias entre la nueva Augusta y el prefecto del pretorio, el ilustre Monaxio, se incrementan día a día, fomentando aún más la inestabilidad en la corte del Bósforo. Pero no es la única información inquietante. Por influencia de su hermana, el joven Teodosio va a formalizar la expulsión definitiva de los escasos creyentes en la religión tradicional que aún sobreviven entre las filas de la administración civil.

—Vivimos en una época más oscura de la que nunca vieran nuestros padres —me comenta Nico al recibir la noticia—. Ahora tu patriarca Cirilo y todos los que son como él tienen el camino expedito para deshacerse de quienes no se adhieran a sus postulados; les bastará con esgrimir una simple acusación de impiedad.

Como en todas nuestras conversaciones relativas a este argumento, tiende a exagerar. Pero no niego que la cuestión carezca de interés. Por lo que sé, suscita encendidas discusiones incluso entre la plebe, que la debate en las tabernas, en las gradas del teatro y el hipódromo, en las tiendas y los pórticos del ágora.

Por descontado, la polémica más ardua se desarrolla en el entorno del prefecto. Alcanzo a deducirlo en los rostros y la actitud de quienes hoy me rodean. Como cada domingo, formo parte de la comitiva que acompaña al excelentísimo Orestes al servicio eucarístico. Por desgracia, Dión se mantiene fiel a sus costumbres, sin mostrar el menor interés por la controversia general. Prefiere incidir en temas de mayor trascendencia.

—Vamos, Tanasio, ¿aún estás disgustado por lo de tu estúpida actriz? —se regodea.

—No creas que influyes tanto en mi ánimo —miento. No siento el menor deseo de prolongar esta conversación. Pero él ríe entre dientes e insiste, provocador.

—Mírate. Tanto dártelas de ecuánime e inalterable y ahora me montas una pataleta infantil...

Si bien no resulta fácil, intento que sus burlas no desvíen mi atención de cuanto sucede en la avenida, a nuestro alrededor. El prefecto ha reforzado su escolta, pero, incluso así, disto mucho de sentirme sereno. No hay mayor invitación a un asalto orquestado que seguir un itinerario previsto, ya conocido por toda la población.

Como cada domingo, a lo largo de nuestro recorrido estallan esporádicos vítores y aplausos. Es evidente que nuestro vicario se ha ganado la aprobación del vulgo alejandrino, por tradición tan reacio a los nominados imperiales. Poco importa que éstos se destinen a la administración civil o a la eclesiástica. Ser foráneo y recibir un nombramiento de Constantinopla basta para suscitar una animadversión inmediata en estas calles; conquistar su beneplácito no puede considerarse un logro insignificante.

Nos encontramos ya cerca del ágora. Un individuo sudoroso con una túnica oscura se abre paso entre los viandantes y se aproxima a la carrera.

—¿Atanasio de Cirene? —pregunta entre jadeos.

Afirmo con la cabeza. El recién llegado se toca el lóbulo auricular con la yema del dedo índice y desaparece entre los asistentes con la misma celeridad con que llegó. Sé lo que implica el gesto. Peligro.

Crito y yo lo acordamos como señal de alarma. «Si todo se desbarata, te lo comunicaré», me dijo. Aunque ambos sabíamos que, probablemente, no tendría oportunidad de hacerlo.

La vanguardia de nuestra comitiva está a punto de ingresar en el ágora. Ignoro si estamos a tiempo o si ya es demasiado tarde. Sólo una cosa resulta innegable: no hay un instante que perder.

En cierta ocasión el vicario Orestes me aseguró que en una situación de riesgo yo dispondría de autoridad sobre los escoltas de su pupilo. Ha llegado el momento de comprobarlo.

Me vuelvo hacia ellos.

—Lleváoslo de aquí ahora mismo. Dad un rodeo y dirigíos a la iglesia sin pasar por el ágora.

Un verdadero soldado sabe mostrarse inmune al desconcierto. Ambos reaccionan con la urgencia que la situación exige. Asienten y se sitúan a los flancos de su asignado.

—Así se hará, señor. ¿Algo más?

—Sólo una cosa. Si en cualquier momento la situación se complica, conducidlo a casa de inmediato.

Si la Fortuna fuera mi aliada me permitiría girar sobre mis talones y alcanzar al prefecto sin más dilación. Pero Dión no está dispuesto a permitírmelo.

—¿Qué? —se zafa de sus hombres y se encara conmigo—. ¿Quién te crees que eres? Yo soy el único que da órdenes aquí. ¿Te enteras?

Me propina un empellón sobre los hombros. Lo encajo, negándome a retroceder.

—Las órdenes no son mías, sino de nuestro prefecto —respondo—. Si valoras en algo la integridad del excelentísimo Orestes, no me hagas perder más tiempo.

Su expresión cambia con brusquedad ante mis palabras. Leo en él sorpresa, temor y, por primera vez, algo que podría interpretarse como respeto. Sus hombres vuelven a flanquearlo.

—Perfectísimo supervisor —reclaman. En esta ocasión su protegido asiente, da media vuelta y se deja conducir por ellos.

Rezo por que el tiempo aún esté de mi parte. Intento avanzar hacia la cabeza del séquito, pero me veo frenado por el gentío que bloquea la entrada del ágora. Incluso desde aquí se percibe el fragor de la multitud congregada más allá del tribunal y el gigantesco arco del triunfo. Es domingo y los puestos del mercado permanecen cerrados, pero aun así se oyen los gritos de los vendedores ambulantes, los mendigos, los filósofos y pedagogos itinerantes que luchan por reclamar la atención por encima del estrépito general.

Antes de alcanzar a la escolta del prefecto percibo algo inusual. El abigarrado océano de la muchedumbre está dominado por grandes sombras de azabache que ocupan tanto los pórticos como la explanada. Los hábitos negros de los monjes han tomado la plaza.

En un abrir y cerrar de ojos una marea sombría se congrega alrededor de nuestra comitiva, asfixiante e implacable como un asedio. No hay salida posible para escapar del cerco.

Uno de los sitiadores se destaca de entre los demás. Es un individuo delgado, casi descarnado, de larga cabellera y barba poblada, con ojos relampagueantes como una tormenta.

—Tú, hombre impío —clama en dirección al prefecto—; tú, que insultas con tu existencia a Dios Todopoderoso. Arrepiéntete o paga por tus pecados.

Observo que los integrantes del séquito comienzan a filtrarse entre la multitud. Los asaltantes no intentan retenerlos. Su objetivo se reduce al excelentísimo Orestes, que ahora alza las manos en una desesperada llamada a la calma.

—Piadosos hermanos, sin duda nos enfrentamos a una terrible confusión. Pero estoy dispuesto a escuchar vuestras quejas y, con la ayuda de Nuestro Señor, os demostraré que son infundadas.

—¡Que la ira del Altísimo se abata sobre aquel que menta Su nombre en vano! —ruge su interlocutor. La imprecación es coreada por el resto de sus cofrades, que blanden sus bastones y elevan hacia el cielo un ejército de manos armadas con piedras. No parecen dispuestos a dejarse aplacar.

—Yo, Amonio —prosigue el inculpador—, te acuso a ti de sacrílego, de albergar el corazón inmundo de un idólatra, de mancillar Su nombre con tu comportamiento blasfemo. Y el Señor habló a Moisés diciendo: «Saca al blasfemo fuera del campamento y apedréelo toda la congregación. Pues el que blasfemare el nombre del Señor ha de ser muerto».

Sin esperar respuesta, arroja una enorme piedra que alcanza al vicario en plena frente. Sus hermanos aúllan e imitan su gesto. Una lluvia de roca se abate sobre Orestes, que intenta cubrirse de la agresión sin renunciar a defenderse de las acusaciones.

—¡Os equivocáis...! También yo estoy bautizado, como vosotros. ¡El propio obispo Ático me administró el sacramento...!

Los bramidos de Amonio ahogan sus protestas.

—¡Justicia, hermanos! ¡En el nombre de Dios! ¡El santo Pablo lo ordenó! No os acerquéis a ninguno que, llamándose hermano, fuere en realidad un idólatra. ¡Eliminad a ese perverso de entre vosotros!

El diluvio arrecia. Los soldados del prefecto huyen en desbandada sumergiéndose entre los agresores. Al igual que antes, tampoco éstos intentan detenerlos.

Por las colinas hermanas, si fuera sensato, los imitaría. Pero no puedo apartar la vista del vicario, que, con el rostro cubierto de sangre, lucha por mantenerse en pie. No soy capaz de abandonarlo, de entregar a un hombre merecedor de mi admiración a un ciego estallido de intolerancia; ni de permitir que lo aniquilen como a un criminal de la más baja estofa, como una alimaña.

Intento apelar a la serenidad, con las manos abiertas y las palmas desnudas.

—¡Deteneos, hermanos! Recordad la profecía de Zacarías: Jesucristo vino a anunciarnos el perdón de los pecados, a guiar nuestros pasos por la senda de la paz.

No me permiten acercarme. Los más próximos a mí me señalan con sus báculos.

—¡Teófobo! Muerte al impío que se opone a la justicia divina. ¡Muerte al defensor del blasfemo!

Antes de que acaben de escupir sus injurias, recibo una andanada de proyectiles. Sin transición, siento el primer palo en la espalda. Logro volverme, aferrar a mi agresor, desarmarlo... No puedo hacer más. De inmediato me encuentro anegado por una lluvia de bastones. Intento cubrirme, ignorar el dolor... mantenerme en pie, defenderme... de cualquier forma... No debo desplomarme. Si me abaten, será mi fin.

Oigo un estrépito más allá de los gritos de mis verdugos, como si el ágora al completo jaleara la ejecución. ¡Malditos bastardos! Me debato con todas mis fuerzas. No voy a morir aquí. No en esta odiosa ciudad. No a la vista de todos, apaleado como un perro. ¡No!

Las piernas me fallan y caigo al suelo. Sólo acierto a cubrirme la cabeza. Es inhumano. ¡Dios Todopoderoso, haz que se detengan!

El tumulto decrece. Sin previo aviso, cesan los golpes, mis agresores se dispersan. Me encuentro postrado, con una rodilla sobre el pavimento. Ya no estoy acorralado. Noto aire en derredor, aire y luz. Intento respirar. ¡Dios! El dolor es atroz.

—¿Estás bien, perfectísimo señor?

Levanto la vista. Hay gente a mi alrededor; una multitud de desconocidos, jóvenes sudorosos y ancianos de rostros ajados, casi todos con túnicas bastas y abalorios baratos. Uno de ellos me tiende la mano. Es un individuo fornido, de hombros algo arqueados; bien podría tratarse de un estibador.

Me incorporo con su ayuda. El vicario está en pie, apenas a unos pasos de mí, con el rostro ensangrentado. El cuello y la pechera bordada de su túnica muestran amplias salpicaduras granates.

El ágora se ha transformado en un campo de batalla. La mayoría de los monjes han desaparecido; los últimos intentan huir acosados por la multitud vociferante. Aquí y allá, un círculo de vecinos ha acorralado a un individuo de hábito negro y le propina un correctivo furioso con ayuda de los puños y los pies.

Empiezo a comprender qué ha sucedido. La plebe alejandrina se ha enfrentado a los atacantes y los ha repelido. La ciudad ha acudido en auxilio de su prefecto.

Ante nosotros, muy cerca, un clamor de gritos e insultos se aproxima poco a poco. La multitud se abre para dejar paso a un grupo, que arrastra a Amonio. Lo han golpeado para reducirlo. Ya no se asemeja al cabecilla encendido e iracundo que hace muy poco se erigía en árbitro de los veredictos divinos.

Sólo es un perturbado de la peor calaña. Un miserable ofuscado por el odio y la ignorancia cuyo orgullo lo hace creer destinado a guiar a un tropel de indeseables tan cegados como él.

—Aquí lo tienes, excelentísimo Orestes —declaran sus captores—. Recíbelo y haz justicia.

No puedo contenerme. Vencido de dolor, avanzo hacia el prisionero, lo aferro de sus sucios cabellos y lo obligo a alzar el semblante hacia mí.

—Así dice el Señor —mascullo—: Son ciegos guías de ciegos. Y si el ciego condujere al ciego, ambos caerán en la fosa.

Miro a través de la ventana mientras el excelentísimo Orestes se somete al examen de su médico personal. El vulgo ha escoltado al vicario hasta su residencia y ahora espera nuevas acerca de su estado. La explanada de acceso se ha convertido en un hervidero.

El galeno limpia la herida abierta en la cabeza de su paciente, la examina durante largo rato y asiente con satisfacción.

—Ciertamente es un corte aparatoso, pero no reviste gravedad. —Se lava las manos en una palangana limpia, mientras manda retirar el agua teñida de sangre—. Mi consejo profesional para el prefecto es que se retire y descanse hasta mañana. Pero si aspira a lograrlo, convendría que saliera a la galería para calmar el avispero.

—Lo haré enseguida. Sin embargo, antes quiero conocer el estado del decurión Atanasio.

—A simple vista diría que el joven caballero se ha llevado la peor parte. Necesitaré algo de tiempo para examinarlo. No es necesario que esperes, excelentísimo Orestes. Los alejandrinos son un pueblo impaciente. Y nosotros aún estaremos aquí cuando regreses.

El vicario se levanta de su silla y se dirige al vestidor adyacente, donde le aguardan dos sirvientes encargados de proporcionarle vestimentas limpias.

A una señal del médico, me tumbo a mi vez sobre la camilla. Me palpa el cuerpo con minuciosidad, sin olvidarse de ejercer una presión feroz en los puntos más dolorosos.

Al cabo de un rato se interrumpe.

—Acabo de recordar algo, caballero Atanasio. Cuando asistía a la escuela de medicina tuve un profesor que acostumbraba a decirnos: «Existen dos tipos de pacientes capaces de confundir al propio Asclepio: aquellos que simulan dolencias de las que carecen y aquellos que ocultan las molestias que sufren».

Mantengo los dientes apretados.

—Mi dolor es mío.

—Cierto. Y sé que la sinceridad no suele ser el tratamiento más adecuado para un hombre sano. Pero en el caso de un enfermo, siempre facilita su curación.

Sus dedos se detienen sobre mis costillas, a la espera de una señal. Tiene razón, lo reconozco; soy un pésimo paciente.

—De acuerdo. —Cierro los ojos—. Intentaré no contener mis muestras de dolor.

Presiona. Esta vez dejo escapar un profundo quejido.

—Te lo agradezco —murmura.

De la explanada exterior se alza un clamor de vítores y aplausos. Alejandría manifiesta su júbilo ante las palabras de su prefecto. La ciudad se expresa con estallidos de vehemencia, tanto en el consentimiento como en la reprobación.

Al poco, Orestes regresa a la sala. Tal y como su médico pronosticó, nos encuentra aún en pleno reconocimiento.

—¿Qué puedes decirme, Porfirio?

—La situación empeorará durante los próximos dos o tres días, antes de experimentar mejoras. Recomendaría prestar atención durante todo el proceso por si acaso se manifiestan lesiones internas. Aunque, en mi opinión, no es probable que aparezcan. —Me agarra de la barbilla y gira mi cabeza hacia el lado contrario—. Tiene inflamado el ojo derecho y una contusión en el mismo lado del rostro, pero no hay heridas en el cráneo. Por lo que respecta al cuerpo, el decurión es joven, fuerte y posee una musculatura vigorosa que probablemente absorberá las magulladuras y evitará daños más profundos.

—De todos modos, quiero que lo mantengas en observación. —El vicario se vuelve hacia mí—. Considérate mi huésped durante las próximas jornadas.

—Excelentísimo prefecto, no sé qué decir. Tu amabilidad representa un honor inmenso que no creo poder llegar a agradecer...

—Soy yo quien tiene mucho que agradecerte a ti, Atanasio. Ahora, si no tienes nada que añadir, te dejaré descansar.

—Tengo una última pregunta —señalo a la ventana—. Los ciudadanos de ahí fuera, ¿por qué vitoreaban con tanto entusiasmo?

—He leído en sus corazones y les he prometido lo que deseaban: un espectáculo.

No comprendo.

—¿Qué tipo de espectáculo?

—El miserable que atacó al delegado imperial tendrá lo que merece. Y ya que perpetró su crimen en público, recibirá su castigo del mismo modo.