15
Nico aguarda la llegada de la litera con una angustia similar a la que Egeo debió de experimentar mientras acechaba las velas que revelarían si su hijo Teseo regresaba con vida de la expedición contra el Minotauro. Cuando los porteadores nubios me depositan sobre mi lecho, me increpa con un alivio tan inmenso que raya en la indignación.
—Por todos los dioses, Tanis, ¿cómo lo logras? Una de las ventajas de una gran metrópolis es que siempre ofrece espacio para mantenerse alejado de los problemas.
Se sienta a mi cabecera. Por una vez ha olvidado blindarse en su frivolidad. Tendré que suplir esa carencia.
—Me lo dice el hombre que, allá donde vaya, encuentra el modo de liderar todos los escándalos contra la moral —respondo, propinándole una palmada sobre el muslo—. Además, no me negarás que sería un sinsentido mantenerme sin un rasguño en la ciudad que cuenta con la mejor escuela médica del imperio.
Aunque Nico apunta una sonrisa, Saúl permanece sombrío como un sepulcro. Dudo haber sentido nunca una alegría comparable a la que me ha invadido al verlo aparecer a la carrera en casa de Thais, precediendo al palanquín. Me atenaza los hombros en un potente abrazo, con un gemido de júbilo que casi semeja un sollozo.
—Maldito inconsciente entrometido, no vuelvas a hacerme esto —me susurra con voz estrangulada—. ¿Sabes cuántos cadáveres he tenido que registrar, rezando por que no estuvieras entre ellos?
Prefiero no calcularlo. La parroquia de San Alejandro ha sido testigo de una espeluznante carnicería. Los zelotas de la ciudad han reaccionado a las amenazas del patriarca como una manada de lobos azuzados por la rabia; y han decidido clavar los colmillos en las ovejas del rebaño episcopal. Propagaron el falso rumor de que la iglesia se había convertido en pasto de las llamas. Los cristianos que corrieron a apagar el incendio se encontraron cercados por una trampa letal.
Saúl tuvo mejor fortuna. Pugnaba por mantenerse a mis talones y actuar de escudo ante nuestros asaltantes. Pero, en un momento en que él vigilaba a los perseguidores por encima del hombro, realicé uno de mis giros imprevistos y perdió mi estela. Los perros de presa se dividieron en dos grupos para seguir hostigándonos a ambos. Al comprobar que la jauría se reducía a tres adversarios, decidió plantarles cara.
Cuando los atacantes lo vieron volverse, con la daga desenvainada y el manto enrollado en el brazo, se detuvieron amedrentados. No les agradaba encontrar resistencia. Esos instantes de vacilación ofrecieron a Saúl la oportunidad de convencerles de que no se hallaban ante un nazareno, sino frente a uno de sus correligionarios.
—Nunca me había sentido tan agradecido de que mi padre me obligara a recitar de memoria las tres oraciones diarias —me asegura. La demostración resultó tan incontestable a los ojos de sus perseguidores que uno de ellos incluso le entregó su anillo, la consigna que le mantendría a salvo de futuros ataques por parte de sus condiscípulos. Al parecer, habían acordado que todos llevarían una sortija confeccionada con la corteza de una rama de palmera, lo que les permitiría reconocerse entre sí.
Entonces Saúl siguió recorriendo las calles en mi busca. Tuvo que caminar sobre las víctimas, escarbar entre ellas, apartar a los saqueadores de cadáveres; tuvo que reprimir los escalofríos y engullir su angustia, su rabia y su repugnancia.
—Hasta que al fin no me quedó otro remedio que regresar aquí y confiar en que encontrarías un camino de vuelta a casa. Fue entonces cuando el aprendiz de ese matasanos vino a informarnos de que estabas a buen recaudo.
Sé que planea permanecer junto a mi lecho para obligarme a mantener el reposo que mi sutura exige. Pero pronto queda claro que no podré permitirme ese lujo. Es ilusorio buscar descanso entre las convulsiones de un terremoto.
Al amanecer, cuando los ecos de la masacre nocturna comienzan a acallarse, renacen los gritos de la ferocidad encarnizada. Los muertos son los únicos que permanecen tibios; los vivos hierven como un caldero burbujeante.
Una inmensa multitud, con el patriarca a la cabeza, se abalanza sobre las sinagogas de la ciudad con el mismo ensañamiento con que las hordas del general Tito arrasaron para siempre el templo de Jerusalén. Al final de la tarde todos los santuarios hebreos han sido saqueados. El báculo episcopal ha consagrado sus restos humeantes como iglesias cristianas.
Tras concluir su brutal rito de purificación, las iras de la multitud inician otro tipo de batida. Ahora los amotinados no se limitan a los edificios religiosos. Con el anuncio del crepúsculo comienzan a asaltar las primeras viviendas civiles.
La semilla de la provocación engendra múltiples brotes. Un solo hombre, uno solo, esgrimiendo por acero su prosa incendiaria, ha desbocado a toda una secta hebraica. En la misma progresión, la reacción de la comunidad zelota ha provocado el estallido de las multitudinarias legiones cristianas. Pues pocas cosas hermanan tanto a los seres humanos como el odio compartido.
El clamor de la multitud invade la casa, trepando enfebrecido desde la Vía Canópica. Tengo la sensación de que esos aullidos se clavan en mi carne como aguijones.
No puedo seguir soportándolo. La tarde está declinando. Los gritos, aún no. Me alzo de la cama y, pese a las protestas de Saúl, desciendo hasta el salón. Encuentro a Nico sentado sobre el triclinio, con los codos en las rodillas y el rostro entre las manos. Se recompone apenas oye el sonido de mi bastón sobre las teselas del pavimento.
—Deberías estar descansando —protesta. Tal vez sea la única vez que oigo su tono desprovisto de toda convicción.
—Te aseguro que me es imposible. —Me instalo a su lado, hombro con hombro—. Así que, ¿qué puedes contarme sobre este tumulto?
Según parece, la turba no sólo arroja palos, piedras y teas encendidas, sino también una riada de acusaciones. Imputan a los judíos su impiedad, los tratan de «miasma», de «deicidas», de «foco de lepra». Las mismas palabras que el patriarca lanza desde su púlpito cada domingo.
—Tu reverendísimo obispo se ha empeñado en remedar a su tío, ¿es eso? —comenta, con un despecho disfrazado de sarcasmo—. En tiempos de mi maestro Heladio, el obispo Teófilo arrasó todos los templos paganos de la ciudad y los rebautizó con agua bendita. Ahora su sobrino Cirilo abraza el propósito de hacer lo mismo con las sinagogas hebreas.
—En este instante, la motivación de nuestro patriarca es lo que menos me interesa. Dime tan sólo si has recibido noticias de Isaac.
Niega con la cabeza.
—Intenté ponerme en contacto con él en cuanto el motín comenzó, pero Rufino no pudo llegar a su casa. A estas alturas hay zonas del distrito judío cercadas por completo.
—¿Crees que habrá tenido tiempo para salir de allí?
—No sé qué responderte. Recemos a mis dioses y al tuyo para que haya sido así.
Al caer la tarde han sido asaltados los primeros edificios privados. Los negocios de la comunidad judía, sus calles, sus viviendas empiezan a sufrir la cólera de la multitud desencadenada. Las agresiones a civiles aún no son demasiado numerosas, pero nos hallamos tan sólo ante los primeros vagidos de la bestia.
A lo largo de la jornada, una multitud de ciudadanos hebreos ha comenzado a abandonar la urbe. Es más que probable que aquellos que mañana permanezcan todavía en sus hogares sufran las acometidas de la muchedumbre fanática.
Recuerdo las últimas frases que oí pronunciar al patriarca desde el púlpito de la Archibasílica: palabras pavorosas extraídas del libro de Ezequiel.
Porque ha hablado el fuego de mi ira: habrá gran temblor sobre la tierra de Israel; y se desmoronarán los montes, y los vallados se derrumbarán, y todo muro caerá a tierra. Y yo castigaré al pueblo de Israel con pestilencia y con sangre; y haré llover sobre él impetuosa lluvia, y piedras de granizo, fuego y azufre.
Y las hordas furibundas convertirán la profecía del Libro en realidad. Volverán al amanecer para concluir lo que han comenzado; y, si no pueden concluir su obra, regresarán pasado mañana; y al día siguiente. Hasta limpiar la ciudad de toda impureza.
Tras el anochecer subimos a la azotea. Los rumores afirman que gran parte de los habitantes del barrio hebraico ha abandonado sus hogares ante la llegada de la turba. Entre las luces que cada noche pueblan las ventanas de la ciudad hoy se constata un terrible vacío. Casi todas las viviendas al sur del Gran Puerto y al oeste del canal permanecen sumidas en la más profunda oscuridad.
Casi todas.
—¡Por todos los malditos dioses, no puedo creerlo! —oigo renegar a Nico.
En efecto, en la casa de Isaac parpadea una lámpara vacilante. El piso superior y los inferiores —donde residen sus padres, sus abuelos y la familia de su hermano— parecen vacíos.
Alrededor del sector emerge un reguero de puntos luminosos: los fuegos de los saqueadores, que, no contentos con su rapiña de la jornada, han decidido montar guardia en torno al botín de mañana.
—¿Cómo es posible que esté aún ahí? Tenemos que sacarlo como sea.
Dios sabe que es cierto. Una retirada a tiempo puede significar la diferencia entre la vida y las letales tijeras de la Parca. Contra toda esperanza, e incluso a riesgo de nuestra propia indemnidad, tenemos que intentar traspasar ese cerco.
En esta ocasión no es recomendable que Saúl me acompañe. No se distingue por su piedad ni por su querencia a acudir a la sinagoga; pero, aun así, alguien podría reconocer sus raíces judías. Es un riesgo que no pienso correr.
También la inmoderada ostentación de Nico actúa en su contra. La ciudad tiene un millar de ojos para el extranjero de Constantinopla que gusta de pasearse en su aparatoso carro frigio, con su teatral séquito de esclavos nubios y sus macacos con collares de oro macizo. Nadie ignora su condición de discípulo de Hipatia y de fervoroso defensor de la religión ancestral. Desde su llegada a Alejandría se ha esforzado tanto por no pasar desapercibido que dudo que ahora pueda recurrir al anonimato.
Así pues, elijo a Rufino. Sé que sus mayores talentos residen en el campo de la intendencia y que resulta un pésimo compañero de armas, e ineficaz ante el peligro de las calles. Pero, de entre los que están a mi alcance en este momento, es el acompañante que ofrece mayores garantías.
Antes de que concluya la primera vigilia nos hallamos en los aledaños del barrio. Hemos pertrechado un carro de transporte cubierto con una lona. Apenas puedo creer que sólo haya transcurrido una semana desde que Teócrito apareciera en Bruquión con un vehículo igual a éste. Entonces debía de existir en un sueño, pues veía a mi alrededor un espejismo de vida. Ahora he abierto los ojos y sólo encuentro muerte.
Los rescoldos de la destrucción asoman por doquier: allí donde la furia del vulgo ha privado de hogar a una familia hebrea; o incluso donde el rencor de un vecino se ha excusado en el caos de la marejada para saldar viejas cuentas con uno de sus correligionarios cristianos.
El acceso al núcleo del distrito judío está custodiado por grupos de individuos armados con bastones, palos y una notable provisión de piedras. Se congregan alrededor de fuegos, algunos de ellos alimentados con pergaminos y despojos del mobiliario de las casas circundantes.
Compruebo que Rufino se santigua despavorido.
—Que Dios nos asista. Son parabolanos.
No es la primera vez que le oigo referirse con aprensión a los temidos asistentes de los hospitales eclesiásticos. Ciertos de entre ellos son ciudadanos generosos y sacrificados que expresan su fe ejerciendo como voluntarios en los dispensarios del obispado. Entre sus filas se cuentan incluso aristócratas. Pero, por desgracia, la corporación se compone en su mayoría de individuos de baja extracción social, ignorantes y de una devoción fanática.
No es de extrañar que despierten temor entre la población. Cuando los intereses del patriarca se ven amenazados, no dudan en lanzarse a las calles para defenderlos mediante el empleo de la fuerza más brutal. Sus bastones son tan implacables como sus convicciones. Confiaría más en la clemencia de una horda hambrienta de asaltadores de caminos.
Permanecemos a una distancia prudente, amparados en el silencio y la penumbra. A mi lado, mi acompañante se agita con inquietud.
—¿Y ahora?
No tengo la menor idea. Sospecho que el tiempo es nuestra única baza.
—Por el momento, sólo podemos apelar a la paciencia y observar.
Así lo hacemos. Al cabo de lo que parece una eternidad percibo cierta agitación. Enseguida hace su aparición un grupo de individuos a caballo. A la cabeza de los mismos distingo un rostro conocido; un rollizo jinete de unos cuarenta años, de cara ancha y calvicie incipiente. Es el arconte Pedro, uno de los invitados con los que tuve el placer de coincidir en casa de Dorotea.
—Conozco a ese hombre —musito.
—Gracias sean dadas al cielo. Bastará con acercarnos y pedirle que nos deje pasar.
Se equivoca. Temo que mi aparición surtiría el efecto contrario. Pero tal vez, si la Fortuna se muestra propicia, su reputación logre proporcionarme el resquicio que necesito.
—Dudo que el decurión me tenga en gran estima —aclaro—. Aunque los hombres con quienes habla no tienen por qué saberlo.
Aguardo hasta que los jinetes se alejan. Es el momento. Tomo las riendas y me encomiendo a la clemencia de los astros. Sé que no dispondré de otra oportunidad.
Dirijo el carruaje hacia los centinelas, que, al verme aproximarme, empuñan sus garrotes.
Uno de ellos se adelanta al resto. Es un individuo corpulento e hirsuto que exhibe una poblada barba negra y una notable cantidad de vello en el dorso de las manos. Imagino que se trata del cabecilla.
—Que la paz sea contigo —saluda con visible suspicacia cuando detengo el vehículo frente a él.
—Y con tu espíritu.
Me estudia de arriba abajo. Su mirada se detiene en el bastón, que descansa a mi lado en el asiento. Se apoya en el pescante con gesto amenazador.
—Por cosas como ésta viene la ira de Dios sobre los hijos de la desobediencia —advierte.
Noto que Rufino, apretado contra mi costado, no logra reprimir un escalofrío. Sólo puedo confiar en que los hombres que nos cierran el camino no lo hayan advertido.
—Por cosas como ésta viene la ira de Dios sobre los hijos de la desobediencia —repito, y añado—: No seáis, pues, partícipes suyos.
Es el versículo que completa la cita. Espero que mis palabras disipen cualquier recelo, tanto respecto a mi credo como a la profundidad de mi compromiso con Sus preceptos. Ningún judío sabe citar la epístola de Pablo a los efesios. Dudo, de hecho, que la mayoría de los fieles que se congregan cada domingo en torno a las Sagradas Escrituras puedan hacerlo.
—Veo que eres un creyente temeroso de Dios —replica—. Así, pues, te diré que no has tomado un buen camino, hermano. Me temo que tus pasos te guían en la dirección equivocada.
Sus acólitos aún cierran filas a su espalda, ansiosos como leopardos al olor de la sangre. No me cabe duda de que, si sospechan que estoy aquí por razones erróneas, probaré sus colmillos.
—Ruego al cielo por que no sea así. El decurión Pedro me indicó que buscara aquí la lámpara que no se apaga en la noche. Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su amo, cuando venga, halle velando; en verdad os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles.
Esperaba que el nombre del arconte me franquease la vía. La expresión de mi interlocutor me atestigua que no será así.
—Nada más cierto —responde—. El ojo debe permanecer siempre alerta, pues son innumerables las asechanzas del enemigo, y múltiples sus disfraces. El Señor nos previene: si supiese el padre de familia a qué hora había de venir el ladrón, sin duda velaría, y no dejaría minar su casa.
Comprendo que aún estoy lejos de vencer su desconfianza.
—El hombre justo sabe diferenciar entre el ladrón que llega en la oscuridad y el prójimo necesitado que llama a su puerta, con hambre de justicia y las manos vacías. Nuestro Salvador aseguró que este último sería escuchado. Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá.
—Entonces examina tu alma antes de responder, extranjero. ¿A qué puerta llamas? ¿Qué pides? ¿Qué buscas?
Su mano velluda apuntala mi propio bastón sobre mi pierna, junto a la sutura de mi muslo. Me encuentro en el punto sin retorno. Si avanzo, ya no habrá marcha atrás.
—Venerable hermano, escucha. Me llamo Atanasio de Cirene. Por la gracia del Altísimo, mi tío Euoptio se sienta sobre el trono episcopal de Ptolemaida. Llego hasta ti no sólo por mediación del reverente arconte Pedro; sino también por intercesión de mi pariente, la señora Dorotea.
Oigo un ligero murmullo entre los parabolanos. La madre de Crito es conocida en la ciudad por su devoción extraordinaria; que se traduce, entre otras cosas, en incesantes y cuantiosas donaciones a los dispensarios del obispado.
—Virtuoso hermano —continúo—, el Señor hace recaer Su ira sobre Sus enemigos, pero no busca la ruina del hombre piadoso. Tan sólo te pido que me dejes llegar a lo que me pertenece, a lo que Él me ha entregado como fruto de mi esfuerzo —señalo un punto indistinto a sus espaldas—. No lejos de aquí se alza un almacén que guarda mis ganancias. Permíteme vaciarlo antes de que, a la luz de la mañana, sea abierto por los mismos creyentes que buscan destruir el fruto de la impiedad. No perjudiques la hacienda de un condiscípulo devoto. Tus manos sostienen el pan de mi familia y el de mi casa.
Su expresión conserva toda su aspereza implacable.
—El hombre que guarda su pan junto al hogar del leproso lo expone a su influjo infecto —afirma—. Si lo come, también él quedará contaminado por su miasma.
—No hay miasma que no pueda ser borrado por la voluntad del Señor. Pues Él, extendiendo la mano, tocó al leproso, diciendo: «Quiero; sé limpio». Y al instante la enfermedad se fue de éste.
Devuelve mi bastón a su lugar en el pescante y se apoya con ambas manos sobre el suyo.
—Y el Señor le ordenó que no lo contase a nadie; sino que le dijo: «Ve, muéstrate al sacerdote, y realiza una ofrenda por tu purificación». —Deja flotar un silencio opresivo como una amenaza—. Esos valedores a los que has nombrado son creyentes piadosos que conocen el significado de la Sagrada Escritura. Pero a ti no te conozco, extranjero. Y, por ahora, nada me demuestra que seas como ellos.
Inspiro profundamente. Sobre mis hombros se abate un fardo abrumador. Por supuesto que comprendo el Mensaje del Evangelio; más de lo que las hordas del fanatismo —con su servilismo sectario, su violencia ciega y sus convicciones inflexibles— puedan llegar a imaginar.
El Cristo de la cruz no ha venido a proclamar la imposición ni el abuso de la fuerza. Pregona la inmolación, el sacrificio de cargar sobre sí el peso de la salvación ajena.
Bajo la mirada hacia mi anillo. Es la única ofrenda que puedo brindar. Representa mucho de lo que he sido, y todo lo que me queda.
Isaac no se merece menos.
Aprieto los dientes mientras lucho por extraerlo. El desgastado metal parece adherirse a mi dedo con angustia, con toda la presión del pasado. Con las grandes pérdidas ocurre lo mismo que con la visita de la muerte. El cuerpo se niega a aceptar las separaciones que el alma sabe inevitables.
Me tomo unos instantes. No puedo permitir que el lamento de mis entrañas se transmita a mi voz.
—Mi espíritu se regocija en el Señor y se inclina ante aquellos que hacen realidad Sus designios y traducen en obras Sus palabras. —Alargo el brazo—. Por eso deseo contribuir al mantenimiento de vuestros venerandos hospitales. Te lo ruego, acepta esta ofrenda.
Extiende la mano hacia mí. El umbral está a punto de quedar despejado. Por fin podré tomar la senda que conduce hacia mi hermano. Porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan.
Tras asegurarse de que nuestros huéspedes están bien instalados, Nico regresa a mi habitación.
—Veo que tu sutura no ha logrado resistir la agitación de la velada —comenta. Su médico, inclinado sobre mi pierna, se esfuerza por gobernar su disgusto con tanta habilidad como su aguja.
Mi amigo espera a que el galeno se retire para sentarse a mi lado.
—Entre nosotros —confiesa—, aún no puedo creer que lo hayas logrado.
—Para serte sincero, yo tampoco.
Isaac se nos une poco después. Su esposa permanece en su estancia, alimentando a la inocente criatura que a punto ha estado de cobrarse la vida de sus padres como pago a la suya.
—Raquel sostiene que eres un enviado de los cielos —declara mientras toma asiento junto a Nico—. No voy a afirmar lo contrario.
En ocasiones, la naturaleza arrolla los proyectos humanos con su avance inexorable. Los allegados de Isaac ya habían aprestado una embarcación con el propósito de abandonar la ciudad. Su intención era remontar el canal de Esquedia hasta el brazo Canópico del Nilo y, desde allí, navegar hasta su hacienda de Hermópolis. Pero el Destino había urdido otros planes. El niño que aguardaba en el vientre de Raquel no estaba dispuesto a esperar tanto para iniciar su recorrido hacia la luz.
Ante la imposibilidad de trasladar a la parturienta, Isaac decidió que sus hijos embarcaran con el resto de la familia. Él permanecería junto a su esposa. Y, una vez que ella estuviera en condiciones de emprender el viaje, ambos buscarían la forma de partir hacia Hermópolis con el recién nacido. Pero cuando el alumbramiento concluyó, era, por desgracia, demasiado tarde.
Nuestro hermano hebreo posa una mano sobre mi brazo. Hay gestos que poseen el significado de mil discursos, y roces que alcanzan lugares mucho más profundos que la piel.
—Tanis, no sé qué decir. Todos portamos nuestra carga. Te aseguro que nunca he querido imponer la mía sobre tus hombros.
Niego con la cabeza. Entre nosotros no hay lugar para las disculpas ni necesidad de agradecimientos.
—Nada de esto ha sucedido por tu causa —respondo—. No somos dueños del tiempo. Cuando las estrellas eligen el momento, la voluntad humana nada puede hacer para postergarlo.
Su semblante, que siempre ha estado abierto a la sonrisa, muestra una aflicción tan profunda que amenaza con dejar una huella indeleble.
—¿Sabéis, hermanos? No voy a negar mi parte de culpa. No sólo realicé vuestros horóscopos. Miré en las estrellas y vi la sombra de la destrucción sobre mi familia.
Entierra el rostro entre las manos, con los hombros hundidos. No vuelve a alzar la vista hasta encontrar las fuerzas necesarias para proseguir:
—Pero no supe evitarla, porque hubo una parte de la lectura que no quise entender. Me negué a reconocer que el golpe fatal provendría de mi propia ciudad. No estaba dispuesto a aceptar que tendría que dejar a mis espaldas la Alejandría en que nací.
Intercambio una mirada con Nico. Suspira y rodea con su brazo los hombros de Isaac:
—Y no lo harás, hermano. Ésta ya no es la Alejandría que te vio nacer.