9

Por si no había tenido un día lo bastante complicado, Meara añadió a la lista una frenética y llorosa llamada de su madre que la hizo ir en busca de Boyle.

Estaba sentado en su despacho, enfrascado en las cuentas con el ceño fruncido, algo a lo que era propenso.

—Boyle.

—¿Por qué las cifras no coinciden a la primera? ¿Por qué será?

—No sabría decirlo. Boyle, siento pedírtelo, pero tengo que irme. Ha habido un incendio en casa de mi madre.

—¿Un incendio? —Se levantó de su mesa como si fuera a apagarlo él mismo.

—Un incendio en la cocina, creo. Era difícil conseguir sacarle algo, ya que estaba casi histérica. Pero sí he conseguido que me dijera que no estaba herida y que no ha quemado toda la casa. De todas formas desconozco la gravedad, así que…

—Vete. Vamos. —Rodeó su mesa, cogiéndola del brazo y sacándola del despacho—. Hazme saber qué ha pasado en cuanto puedas.

—Lo haré. Gracias. Mañana recuperaré las horas.

—Vete ya, por Dios.

—Ya me voy.

Se subió a su camión.

No sería nada, se dijo. A menos que sí fuera algo. Uno nunca sabía con Colleen Quinn.

Y su madre había sido casi incoherente; tan pronto gimoteaba como se ponía a balbucear. Sobre la cocina, sobre el humo, sobre el fuego.

Quizá estuviera herida.

La imagen de Connor, la negra y burbujeante quemadura en su brazo parpadeó en su mente.

Un incendio.

Cabhan. El miedo la dominó solo de pensar en que él pudiera haber tenido algo que ver. ¿Habría atacado a su madre porque al final se había resistido a su llamada?

Meara pisó el acelerador, tomó las curvas como un cohete y, con el corazón desbocado, realizó el trayecto a la casita encastrada entre otro grupo de viviendas justo a las afueras de Cong.

La casa estaba en pie; no se apreciaba ningún daño en las blancas paredes, el tejado gris o el cuidado jardín vallado. Cuidado, muy cierto, ya que el pequeño jardincito delantero y trasero era el único interés real de su madre.

Cruzó la puertecita, que había pintado ella misma la primavera anterior, y corrió por el camino al tiempo que rebuscaba las llaves, pues su madre insistía en echar el cerrojo a las puertas de día y de noche por temor a los ladrones, violadores o aducciones alienígenas.

Pero Colleen salió de forma apresurada, agarrándose las manos contra su pecho como si estuviera rezando.

—¡Oh, Meara, gracias a Dios que has venido! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?

Se arrojó a los brazos de su hija, como un lloroso y trémulo manojo de desesperación.

—¿No estás herida? ¿Seguro? Deja que compruebe que no estás herida.

—Me he quemado los dedos.

Como una niña pequeña, levantó la mano para enseñarle la herida.

Y, con gran alivio, Meara no vio nada que un poco de ungüento no pudiera curar.

—De acuerdo, de acuerdo. —Para tranquilizarla, Meara le dio un beso en la pequeña quemadura—. Eso es lo más importante.

—¡Es espantoso! —insistió Colleen—. La cocina está destrozada. ¿Qué voy a hacer? Oh, Meara, ¿qué voy a hacer?

—Vamos a echar un vistazo y veremos, ¿vale?

No le costó hacer que Colleen diera media vuelta y entrara en la casa. Meara había salido en la altura a su padre, ausente desde hacía tanto tiempo. Colleen era una cosita bonita; menuda y delgada, siempre iba acicalada, un hecho que con frecuencia hacía que Meara se sintiera un corpulento oso con un perrito faldero con un pedigrí exquisito.

La habitación no había sufrido daños, otro alivio, aunque pudo oler y ver el humo.

Humo, no niebla, pensó aún más aliviada.

Solo necesitó tres pasos para entrar en la reducida cocina independiente, donde el humo flotaba en el aire.

No estaba destrozada, pero sí era un desastre. Y nada de aquello había sido provocado por un malvado hechicero, decidió en el acto, sino por una mujer descuidada e inepta.

Sin dejar de rodear a su madre con un brazo, hizo inventario.

La bandeja de horno con la carne quemada, ahora desparramada por el suelo junto a un paño chamuscado y empapado, contaba la historia.

—Se te ha quemado el asado —dijo Meara con cautela.

—Se me ocurrió hacer cordero asado, ya que Donal y su chica iban a venir a cenar. No puedo aprobar que se vaya a vivir con Sharon antes de casarse, pero sigo siendo su madre.

—Cordero asado —murmuró Meara.

—A Donal le gusta un buen asado, ya lo sabes. Solo he salido un momento. He tenido orugas en el jardín y fui a cambiar la cerveza. —Alterada por la angustia, Colleen hacía aspavientos con las manos señalando la puerta de la cocina, como si su hija se hubiera olvidado de dónde estaba el jardín—. Han ido a por mis alegrías, así que tuve que ocuparme de ellas.

—De acuerdo. —Meara se aproximó y comenzó a abrir las ventanas, ya que Colleen no lo había hecho.

—No estuve fuera tanto tiempo, pero ya que lo estaba, se me ocurrió cortar unas flores para hacer un bonito centro de mesa. Necesitas flores frescas si tienes gente a cenar.

—Mmm —murmuró Meara, y recogió las flores diseminadas sobre el suelo mojado.

—Entré y la cocina estaba llena de humo. —Haciendo aspavientos todavía, Colleen miró alrededor de la habitación con los ojos llorosos—. Corrí al horno y el cordero se estaba quemando, así que cogí ese paño para sacarlo.

—Entiendo. —La joven apagó el horno, buscó un paño húmedo y recogió la bandeja y la carne carbonizada.

—Y no sé cómo el paño se prendió y comenzó a arder. Tuve que soltarlo todo y llevar la bandeja hasta allí, donde tenía el agua para las patatas.

Meara recogió las patatas mientras su madre se retorcía las manos y las echó al fregadero para ocuparse de ellas más tarde.

—¡Está destrozado, Meara, destrozado! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?

La familiar mezcla de irritación, resignación y frustración la atravesó. Aceptando que ese era su sino, Meara se secó las manos en los pantalones de trabajo.

—Lo primero es abrir las ventanas de la sala de estar mientras yo arreglo el estropicio.

—El humo ensuciará la pintura, Meara, y mira el suelo, está chamuscado por el trapo ardiendo. No me atrevo a decírselo al casero, o me echará de aquí.

—No hará nada semejante, mamá. Si la pintura está sucia, lo arreglaremos. Si el suelo se ha dañado, también lo arreglaremos. Abre las ventanas y luego ponte un poco del ungüento de Branna en los dedos.

Pero Colleen se quedó mirando, agarrándose las manos y con sus bonitos ojos azules húmedos.

—Donal y su chica vendrán a las siete.

—Vamos por partes, mamá —dijo ella mientras recogía.

—No podía llamarlo para hablarle de esta catástrofe. No mientras está en el trabajo.

Pero a mí sí que podías llamarme porque nunca has comprendido que una mujer puede trabajar, que trabaja, que quiere o necesita trabajar, lo mismo que un hombre, pensó Meara.

—Las ventanas. —Fue cuanto dijo.

No era mala, se recordó la joven mientras limpiaba el suelo, que no estaba chamuscado, sino tan solo sucio por la ceniza del paño. Ni siquiera egoísta en el sentido estricto de la palabra; solo era una mujer inútil y dependiente.

¿Tenía ella la culpa de eso cuando habían cuidado de ella y la habían protegido toda la vida? Sus padres, su marido y ahora sus hijos.

Nunca le habían enseñado a arreglárselas sola. Ni a preparar un puñetero asado de cordero, pensó Meara mirando la bandeja de horno con severidad.

Después de ponerlo todo en orden, se tomó un momento para enviarle un mensaje de texto a Boyle. No tenía sentido que siguiera preocupado.

No era un incendio, sino un asado de cordero quemado

y un estropicio. No ha pasado nada.

Meara recogió la calcinada carne para tirarla al cubo de la basura, restregó las patatas y las puso a escurrir, ya que aún estaban crudas porque su madre, gracias a Dios, se había olvidado de encender el fogón.

Dejó la bandeja de horno en el fregadero para que se ablandaran los restos pegados y puso la tetera para preparar el té mientras Colleen se desesperaba pensando que iban a desahuciarla.

—Siéntate, mamá.

—No me puedo sentar; estoy muy disgustada.

—Siéntate. Te vas a tomar un té. —Meara recitó de cabeza la tabla de multiplicar; la del siete, que siempre la fastidiaba. Aquello impidió que gritara cuando se volvió hacia su madre—. Primero, echa un vistazo a tu alrededor. La cocina no está destrozada, ¿no?

—Pero yo… —Como si la viera por primera vez, Colleen miró, agitando las pestañas como si fueran mariposas—. Oh, ha quedado muy limpia, ¿verdad?

—Así es, sí.

—Todavía huelo a humo.

—Mantén las ventanas abiertas un rato más y se irá el olor. En el peor de los casos, tendremos que frotar las paredes. —Meara preparó el té, puso un par de galletas de chocolate en uno de los bonitos platos de su madre y, como era su madre, añadió una servilleta de lino blanco—. Siéntate y tómate el té. Vamos a echarle un vistazo a tus dedos.

—Están mucho mejor. —Sonriendo ya, Colleen se los enseñó—. Branna tiene un don para preparar lociones, cremas, velas y esas cosas, ¿a que sí? Me encanta comprar en La Bruja Oscura. Siempre encuentro algo bonito. Es una tiendecita encantadora.

—Lo es.

—Y ella viene a verme de vez en cuando y me trae muestras para que las pruebe.

—Lo sé.

Para que así Colleen tuviera cosas bonitas sin gastarse mucho; Meara era consciente de ello.

—Branna es una chica preciosa y siempre va muy elegante.

—Así es —convino Meara, y sabía que Colleen deseaba que su hija vistiera de forma elegante en vez de llevar la ropa para trabajar en el picadero.

Tendremos que seguir decepcionándonos la una a la otra, ¿no es así, mamá?, pensó, aunque no lo dijo.

—La cocina ha quedado muy limpia, Meara; te lo agradezco. Pero ahora no tengo nada, ni tampoco tiempo, para preparar una buena cena para Donal y su novia. ¿Qué va a pensar Sharon de mí?

—Pensará que has tenido un percance en la cocina y que por eso has llamado al hotel Ryan y has reservado mesa para tres.

—Oh, pero…

—Yo me ocuparé, y me enviarán la cuenta a mí. Disfrutaréis de una agradable cena y volveréis aquí para tomar el té y el postre, que yo iré a comprar a la cafetería Monk dentro de unos minutos. Lo servirás en tu maravillosa vajilla de porcelana y te sentirás bien. Todos disfrutaréis de una agradable cena.

Las mejillas de Colleen se tiñeron de rosa a causa del placer.

—Eso suena estupendo, simplemente estupendo.

—Bueno, mamá, ¿recuerdas la forma correcta de ocuparte de un incendio en la cocina?

—Se le echa agua al fuego. Eso he hecho.

—Es mejor sofocarlo. Hay un extintor en el armario junto con la fregona. ¿Te acuerdas? Fin lo trajo y Donal lo colgó para que siempre estuviera ahí, en la pared del armario pequeño.

—Oh, pero como estaba tan disgustada ni siquiera me acordé. Y ¿cómo iba a acordarme de cómo usarlo?

Claro, claro, pensó Meara.

—Si eso falla, puedes arrojar bicarbonato o, mejor aún, puedes ponerle la tapa y cortar el suministro de oxígeno. Lo mejor es no abandonar la cocina cuando estás cocinando. Puedes poner un temporizador en el horno para que no tengas que estar todo el rato en la cocina mientras horneas o asas algo.

—Quería hacerlo.

—Seguro que sí.

—Siento las molestias, Meara, de veras.

—Lo sé, y ya está todo solucionado, ¿no es así? —Posó una mano con ligereza sobre la de Colleen—. Mamá, ¿no serías más feliz si vivieras más cerca de tus nietos?

Meara pasó algo de tiempo alimentando la semilla que había plantado y luego fue a la cafetería a comprar una rica tarta de nata, unos pastelitos y algunas pastas. Se pasó por el restaurante, lo organizó todo con el gerente —un amigo del colegio— y luego volvió a casa de su madre.

Dado que tenía jaqueca, se fue derecha a su casa desde allí y telefoneó a su hermana.

—Maureen, es hora de que te ocupes tú de mamá.

Después de discutir durante una hora entera, de negociar, gritar, reír y compadecerse, sacó las pastillas para la jaqueca y se las tomó con agua en el lavabo del cuarto de baño.

Y se miró con atención en el espejo. La falta de sueño había dejado huella en sus ojerosos ojos. La fatiga a todos los niveles posibles añadía tensión alrededor de los mismos y una arruga entre las cejas, que se frotó con irritación.

Otro día como ese, y necesitaría todas las cremas y lociones de Branna —y también una ilusión— o parecería una vieja bruja.

Necesitaba dejarlo todo a un lado durante una puñetera noche, se dijo. Connor, Cabhan, su madre, toda su familia. Una noche tranquila en pijama, con una gruesa capa de una de las cremas de Branna en la cara, decidió. A eso le sumaría una cerveza, unas patatas fritas o cualquier comida basura que tuviera a mano, y la televisión.

No deseaba nada más.

Optando por empezar con la cerveza —no sería la primera vez que se había tomado una cerveza bien fría metida en una bañera caliente para olvidarse del día—, se encaminó hacia la cocina, cuando alguien llamó a la puerta.

—Lárgate —farfulló—, quienquiera que seas, y no vuelvas.

Quienquiera que fuera llamó de nuevo, y lo habría ignorado de no ser porque habló:

—Abre, Meara. Sé perfectamente que estás ahí.

Connor. Alzó la vista al techo, pero fue hacia la puerta.

La abrió.

—Me dispongo a pasar una noche tranquila, así que vete a otra parte.

—¿Qué es eso de un incendio en casa de tu madre?

—No ha sido nada. Lárgate, ya.

Connor la miró con los ojos entrecerrados.

—Tienes un aspecto espantoso.

—Y eso era justo lo que necesitaba para que el día se jodiera del todo. Gracias.

Se dispuso a cerrarle la puerta en las narices, pero él lo impidió con el hombro; cada uno de ellos empujando en la dirección contraria. Meara solía olvidar que ese hombre era más fuerte de lo que parecía.

—Vale, vale, pues entra. De todas formas ya he perdido el día entero.

—Te duele la cabeza y estás cansada y de mal humor.

Antes de que pudiera esquivarlo, él le puso las manos en las sienes, las desplazó sobre su cabeza y bajó por la base del cráneo.

Y el punzante dolor se esfumó.

—Ya me había tomado algo.

—Esto hace efecto más rápido. —Además le frotó con suavidad los hombros, aliviándole la tensión—. Siéntate, quítate las botas. Voy a traerte una cerveza.

—No te he invitado a una cerveza y a charlar. —El mal genio impreso en su voz después de que él le hubiera aliviado todos esos dolores la avergonzó. Y la vergüenza solo hizo que se pusiera de peor humor.

Deseaba apoyar la cabeza sobre su hombro y respirar sin más.

—No has comido, ¿verdad?

—Acabo de llegar a casa.

—Siéntate.

Fue hasta la cocina, si se le podía llamar así. Había un fogón con dos fuegos, una rechoncha nevera, un roñoso fregadero y una encimera encastrados en el rincón de su salón, y satisfacía sus necesidades.

Masculló ordinarieces entre dientes, pero se sentó y se quitó las botas mientras lo observaba trajinar con los ojos entrecerrados.

—¿Qué buscas ahí?

—La pizza congelada que siempre tienes será lo más rápido, y a mí tampoco me vendría mal comer algo.

La sacó del envase y la metió en el horno. Y a diferencia de su madre, se acordó de poner el temporizador. Sacó un par de botellines de Harp, los abrió y volvió con ella.

Luego le pasó una cerveza antes de sentarse a su lado y poner los pies sobre la mesa de centro, como si estuviera en su propia casa.

—Vamos a empezar por el final. Tu madre. Un incendio en la cocina, ¿no?

—Ni por asomo. Quemó un asado de cordero y, a juzgar por su reacción, cabría pensar que hubiera provocado un incendio que, de no extinguirse, hubiera acabado con el pueblo.

—Bueno, a tu madre nunca se le ha dado bien cocinar.

Meara sofocó una carcajada y tomó un trago de cerveza.

—Es una cocinera pésima. No puedo entender por qué se le metió en la cabeza preparar una cena para Donal y su chica. Porque es lo adecuado —repuso en el acto—. En su mundo, es lo adecuado, y ella debe ser adecuada. Tiene piezas de Belleek, Royal Tara y Waterford por todas partes y finas cortinas de encaje irlandés en las ventanas. Y te juro que se viste para arreglar el jardín o hacer la compra como si fuera a comer en un restaurante de cinco estrellas. Nunca tiene un pelo fuera de su sitio y jamás se le corre el pintalabios. Y no sabe cocer una patata sin armar un desastre. —Cuando hizo una pausa para beber, él le dio una palmadita en la pierna, pero no dijo nada—. Vive en una casa de alquiler apenas mayor que el cobertizo que había en la propiedad en que vivía con mi padre y echa la llave como si fuera una caja fuerte para protegerse de las bandas de ladrones y villanos que imagina que andan al acecho… y ni siquiera se le ocurre abrir una maldita ventana cuando tiene la casa llena de humo.

—Entonces te llamó a ti.

—A mí, por supuesto. No podía llamar a Donal, claro, porque él estaba en el trabajo y yo solo me dedico a jugar con los caballos. Cuando me viene en gana. —Exhaló un suspiro.

»Sé que no tenía eso en mente, pero es lo que parece. Nunca ha tenido un trabajo. Se casó con mi padre cuando no era más que una cría y él se la llevó, le dio una bonita casa con servicio para atenderla y la colmó de lujos. Lo único que ella tenía que hacer era ser un bonito adorno para él y criar a sus hijos; recibir invitados, desde luego, pero eso también es ser un adorno bonito, y tenía a la señora Hannigan para que cocinase y a las criadas para ocuparse del resto.

Cansada una vez más, contempló su cerveza.

—Y entonces su mundo se derrumbó a su alrededor. No es de extrañar que sea una inútil con las cosas más prácticas.

—Tu mundo también se vino abajo.

—Es diferente. Yo era lo bastante joven como para adaptarme a las cosas, y no sentí la vergüenza que sintió ella. Os tenía a Branna, a Boyle, a Fin y a ti. Ella lo amaba. Amaba a Joseph Quinn.

—¿Tú no, Meara?

—El amor puede morir. —Bebió de nuevo—. El suyo no lo ha hecho. Tiene su foto en un marco de plata en su dormitorio. Cada vez que la veo me entran ganas de gritar a pleno pulmón. Él jamás volverá con ella; así que, ¿por qué habría de aceptarlo si lo hiciera? Pero lo haría.

—No se trata de tu corazón, sino del suyo.

—El suyo se aferra a una ilusión, no a la realidad. Pero tienes razón. Es el suyo, no el mío.

Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.

—¿La has tranquilizado otra vez?

—He arreglado el estropicio…, el suelo de la cocina estaba empantanado con el agua de las patatas y con las patatas…, y ya puedo dar gracias de que se olvidara de encender el fogón en que las tenía puestas, porque así no he tenido que bregar con un segundo estropicio. Así que ahora irá a cenar al hotel Ryan con Donal y su novia.

Connor le acarició el muslo.

—A tu costa.

—El dinero es lo de menos. Después he telefoneado a Maureen y me he desahogado con ella. Joder, le toca a ella. Mary Clare vive demasiado lejos. Pero desde casa de Maureen mi madre podría ver a Mary Clare y a sus nietos, así como volver por aquí de visita. Y mi hermano… Su mujer es estupenda, pero creo que a mi madre le resultaría más fácil vivir con su propia hija que con su nuera. Y Maureen tiene una habitación libre y un marido afable y tranquilo.

—¿Qué es lo que quiere tu madre?

—Ella quiere que vuelva mi padre, quiere la vida que conoció, pero como eso no va a pasar, será feliz con los niños. Se le dan bien los niños, los adora y tiene una paciencia infinita con ellos. Al final Maureen ha entrado en razón, al menos para hacer la prueba. Creo…, y te juro que es la pura verdad…, creo que será bueno para todos. Ella será una gran ayuda para Maureen con los chicos, y ellos la adoran. Será feliz viviendo allí, en una casa más grande y mejor, y lejos de donde hay demasiados recuerdos del pasado.

—Por si te sirve de algo, creo que tienes razón.

Meara suspiró de nuevo, tomando otro trago de cerveza.

—Sí que me sirve. No es una persona que lleve bien el vivir sola. Donal necesita empezar con su vida. Yo necesito tener la mía. Maureen es la respuesta, y solo le reportará beneficios tener a su propia madre cuidando de los niños cuando quiera salir por ahí.

—Es un buen plan para todos. —Le dio unas palmaditas en la mano, levantándose cuando sonó el temporizador—. Ahora pizza para todos, y tú puedes contarme qué es todo eso de Cabhan.

No era la velada que había imaginado, pero sintió que se relajaba a pesar de todo. La pizza que se tomó sentada en el sillón del salón llenó el agujero en el estómago que no se había percatado que tenía hasta que no dio el primer bocado. Y la segunda cerveza le entró sin problemas.

—Como le conté a Branna, todo era tenue, como un sueño. Ahora entiendo a qué se refería Iona cuando le pasó a ella el invierno pasado. Es como si flotaras y no estuvieras del todo dentro de tu cuerpo. El frío —murmuró—. Se me había olvidado.

—¿El frío?

—Antes, justo antes. Se levantó frío de repente. Hasta saqué los guantes del bolsillo. Y el viento arreció. La luz cambió. Habíamos tenido una mañana soleada, tal y como habían pronosticado, pero se volvió plomiza. Creo que las nubes taparon el sol, pero… —Volvió la vista atrás, con la mente despejada, para intentar ver cómo había sido—. Sombras. Había sombras. ¿Cómo podía haber sombras sin sol? Se me había olvidado y no se lo he contado a Branna. Supongo que estaba demasiado tensa.

—No pasa nada. Me lo estás contando a mí ahora.

—Las sombras se movían conmigo y dentro de ellas tenía calor…, pero no era verdad, Connor. Me estaba helando a pesar de que yo pensaba que estaba caliente. ¿Tiene sentido?

—Si lo que quieres decir es si lo entiendo, sí que lo entiendo. Su magia es tan fría como negra. El calor era un truco dirigido a tu mente, lo mismo que el deseo.

—El resto fue como ya te he contado. Él dijo mi nombre y yo estaba allí de pie, a punto de apartar las enredaderas con la mano; deseaba entrar con todas mis fuerzas, deseaba responder a la llamada de mi nombre. Y Roibeard y Kathel acudieron en mi auxilio.

—Si te apetece volver a casa del trabajo dando un paseo, o cuando salgas de visita guiada con tus clientes, mantente tan alejada como puedas de esa zona.

—Lo haré, por supuesto. Es la fuerza de la costumbre lo que me lleva allí, y las costumbres pueden abandonarse. Branna me ha hecho un amuleto, igual que Iona. Y luego Fin me ha dado otro más.

Connor se metió la mano en el bolsillo y sacó una pequeña bolsa.

—Lo mismo que yo.

—A este paso voy a tener los bolsillos a reventar de bolsas mágicas.

—Haz lo siguiente: coloca una cerca de tu puerta aquí y una en tu camión, otra cerca de tu cama; mientras duermes eres vulnerable. Y la última llévala en el bolsillo. —Le puso la bolsa en la mano y le cerró los dedos sobre ella—. Siempre, Meara.

—De acuerdo. Es un buen plan.

—Y lleva esto.

Del bolsillo sacó un largo cordón de cuero que tenía ensartadas cuentas pulidas.

—Es precioso. ¿Por qué he de llevarlo?

—Lo hice cuando no tenía más de dieciséis años. Es calcedonia azul, algo de jaspe y algo de jade. La calcedonia protege de la magia negra y el jade es útil para protegerse de un ataque psíquico, que es justo lo que tú acabas de sufrir. Es bueno tener jaspe a mano como piedra protectora. Así que póntelo, ¿quieres?

—De acuerdo. —Se lo metió por la cabeza—. Te lo devolveré cuando le hayamos puesto fin a esto. Está muy bien hecho —agregó, estudiándolo—. Pero siempre has sido hábil con las manos. —Hizo una mueca para sus adentros en cuanto las palabras abandonaron su boca—. Bueno, eso resume las luces y las sombras de mi día, y agradezco la pizza…, aunque sea de mi propio congelador.

Se dispuso a levantarse para recoger los platos, pero él le puso la mano en el brazo y la hizo sentarse de nuevo.

—Aún no hemos llegado al principio, ya que hemos ido de atrás hacia delante. Y eso nos lleva a la noche pasada.

—Ya te dije que no tenía importancia.

—Lo que me dijiste era una sandez.

El tono tranquilo, casi alegre, de su voz hacía que Meara sintiera ganas de despotricar contra él, de modo que mantuvo el suyo firme adrede.

—Ya he tenido bastante agitación por hoy, Connor.

—Pues vamos a quitárnoslo de encima de una vez. Somos amigos, ¿no, Meara?

—Lo somos, y eso es justo lo que quiero dejar claro.

—No te di un beso de amigo cuando me sobrepuse a la sorpresa inicial.

Ella se encogió de hombros para demostrar lo poco que significaba todo… y deseó dejar de sentir ese aleteo en el estómago. Daba la sensación de que se había tragado una colonia de mariposas en vez de media pizza precocinada.

—De haber sabido que un beso iba a hacerte perder el sueño de esa manera, no habría pasado.

—Un hombre que no pierda el sueño después de un beso así tendría que llevar muerto seis meses. Y apuesto a que, aun así, sentiría algo.

—Eso solo significa que se me da bien.

Connor esbozó una sonrisa.

—No voy a discutir tus habilidades. Lo que digo es que no fue un beso de amigos, ni tampoco fruto de la angustia. No solo de eso.

—Así que también había un poquito de lujuriosa curiosidad. Eso no es ninguna sorpresa, ¿no? Somos adultos, somos humanos, y habíamos vivido una situación muy extraña. Tuvimos un rápido y ardiente roce, y ya está.

Él asintió como si reflexionara acerca de su argumento.

—Eso tampoco te lo discutiría si no fuera por un detalle.

—¿Qué detalle?

Se movió tan rápido que Meara no tuvo ni un instante para prepararse. La levantó para cambiar la posición y reclamó su boca.

Otro ardiente roce, rápido, profundo y letal para los sentidos. Una parte de su mente decía que le diera un puñetazo y pusiera las cosas en su sitio, pero el resto estaba demasiado ocupado devorando lo que él le daba.

Entonces Connor le tiró de la trenza, un viejo gesto de afecto, sus labios se separaron y sus rostros permanecieron próximos. Tanto que aquellos ojos que conocía tan bien como los suyos adquirieron tonalidades verdes más profundas y oscuras, con pequeñas motas doradas.

—Este detalle.

—No es más que… —Se arrimó, no pudo resistirse, y sintió que el corazón de Connor latía desaforado contra el suyo—… algo físico.

—¿De veras?

—De veras. —Se obligó a retirarse, luego a ponerse en pie; era un poco menos peligroso si había cierta distancia—. Y, además, Connor, tenemos que pensar, los dos tenemos que pensar. Somos amigos y siempre lo hemos sido. Y ahora formamos parte de un círculo que no puede peligrar.

—¿Qué peligro hay?

—Si tenemos sexo…

—Una idea genial. Yo me apunto.

Aunque Meara negó con la cabeza, no pudo evitar reír.

—Tú te apuntarías a todas horas. Pero ahora se trata de ti y de mí, ¿y qué pasa contigo y conmigo si hay complicaciones y la clase de tensiones que pueden darse, que se dan cuando el sexo entra en escena?

—Si se hace bien, el sexo alivia las tensiones.

—Durante un rato. —Aunque, pensándolo bien, con Connor el alivio sería mayúsculo—. Pero podríamos causar más; entre nosotros, entre los demás, cuando menos podemos permitírnoslo. Tenemos que concentrarnos en lo que hay que hacer y dejar las complicaciones personales a un lado todo lo posible.

Tan relajado como siempre, Connor cogió su cerveza y la apuró de un trago.

—La que habla es tu ajetreada cabecita, que siempre está pensando qué va pasar a continuación y no deja descansar al resto de tu persona.

—Un momento da lugar a otro.

—Exacto. Así que, si no lo disfrutas antes de que pase, ¿qué sentido tiene nada?

—El sentido es pensar con claridad y estar preparado para el siguiente… y el siguiente después de ese. Y tenemos que pensar en todo esto y hacerlo bien. No podemos irnos a la cama porque a los dos nos pique. Os aprecio demasiado a ti y a los demás como para hacer eso.

—No hay nada que puedas hacer, nada de nada, que haga que mi amistad se tambalee. Ni siquiera decirme que no a esto cuando quieres decir que sí más que… Bueno, aún más que yo. —Él también se puso en pie—. Así que vamos a pensarlo bien, a darle un poco de tiempo y a ver qué sentimos.

—Es lo mejor, ¿verdad? Solo necesitamos tiempo para que esto se enfríe, para pensar con claridad y así no precipitarnos siguiendo un impulso que podríamos lamentar. Los dos somos demasiado listos y formales.

—Pues entonces eso haremos.

Le ofreció una mano para sellar el pacto. Meara la aceptó y se la estrechó.

Entonces se quedaron allí de pie, sin apartarse, sin acercarse ni soltarse la mano.

—Ay, joder. No vamos a pensar nada, ¿verdad?

Connor se limitó a sonreír de oreja a oreja.

—Esta noche no.

Y se abalanzaron el uno sobre el otro.