18

Meara despertó en la cama de Connor. Sola. Tres velas blancas brillaban en transparentes campanas de cristal sobre su cómoda. Supuso que se trataba de alguna cosa mágica para la salud, ya que lo más seguro era que el olor a lavanda —que se desprendía de unas ramitas colocadas debajo de la almohada junto con más cristales— estaba indicado para la salud y los buenos sueños.

Al hacer memoria lo último que recordaba era que la habían tumbado en el sillón de abajo, que Fin la había arropado y que estaba esperando a que los demás llegaran para tomar el té.

Se preguntó si lo habían hecho.

Le molestó haberse quedado dormida otra vez como una niña enferma. Y le molestaba todavía más verse sola en la cama.

Cuando se levantó descubrió que las piernas le temblaban un poco, lo cual fue motivo de mayor irritación. Se había sentido tan fuerte antes de beberse el caldo que le resultó deprimente darse cuenta de que no estaba recuperada del todo.

Alguien le había puesto el pijama, y eso también resultaba deprimente.

Fue hasta el baño, un tanto mareada, y se echó un vistazo en el espejo sobre el lavabo. Bueno, no cabía duda de que había tenido mejor aspecto, pero también peor.

Frunció el ceño al ver su cepillo de dientes, las cremas que usaba y otros artículos de aseo metidos de forma ordenada en una cestita sobre la estrecha encimera.

Le habían hecho la mudanza mientras dormía. Habían recogido sus cosas y la habían instalado sin tan siquiera pedirle permiso.

Luego recordó por qué, y exhaló un suspiro.

Se lo merecía, y no tenía nada que argumentar. Los había puesto a todos, y a sí misma, en peligro, y los había tenido muertos de preocupación durante horas. No, no iba a cuestionar la decisión; no iba a quejarse.

Pero sí podía buscar a Connor.

Entreabrió la puerta que llevaba a la habitación de Iona. Si Boyle e Iona se habían ido a casa de él, tal y como hacían casi todas las noches, Connor estaría usando su habitación. Aunque debería estar ocupando la suya propia, con ella.

La lluvia repicaba, y sin un solo rayo de luz de luna, esperó a que sus ojos se adaptaran a la oscuridad antes de entrar de puntillas en la habitación. Oyó una respiración, de modo que se acercó. Solo tenía ganas de meterse en la cama con Connor, y a ver qué tenía él que decir al respecto.

Entonces, cuando se inclinó para echar un mejor vistazo, distinguió a Iona, acurrucada junto a Boyle, con la cabeza apoyada en su hombro.

Una imagen muy dulce, pensó…, e íntima.

—¿Te sientes mal? —preguntó Iona antes de que Meara pudiera dar marcha atrás.

—Oh, no, no, lo siento —se disculpó en susurros—. Lo siento mucho. Me he despertado y he entrado buscando a Connor. No era mi intención despertarte.

—No pasa nada. Connor está en el sillón de abajo. ¿Necesitas algo? Puedo prepararte un té que te ayude a dormirte de nuevo.

—Y algunos no dormimos anoche, joder —farfulló Boyle—. Lárgate, Meara.

—Ya me voy. Ya me voy.

Salió por la puerta que daba al pasillo y oyó el murmullo de la voz de Boyle y el de la risa de Iona antes de cerrar.

Bien por ellos, acurrucaditos y calentitos los dos, pensó, y ahí estaba ella, merodeando en plena noche, intentando encontrar a su hombre.

Había bajado la mitad de la escalera cuando se dio cuenta.

¿Su hombre? ¿Cuándo había empezado a pensar en Connor como en «su hombre»? Estaba un poco aturdida, nada más, solo un poco aturdida a causa de la magia negra y blanca. No estaba pensando, no con claridad, y sin duda debería volverse a la cama.

Dormir hasta que se le pasara.

Pero lo deseaba, y era un fastidio. Quería apoyar la cabeza sobre su hombro igual que hacía Iona con Boyle.

Se dirigió abajo.

Connor se había arropado con la manta del sillón, que era demasiado corta para él, de modo que sus pies asomaban sobre el brazo y su cara estaba medio aplastada contra la almohada ladeada en el otro brazo.

La única forma de que un hombre pudiera estar mínimamente cómodo en tales circunstancias sería que antes se hubiera emborrachado hasta quedar inconsciente. Meara meneó la cabeza, plantó los brazos en jarras y se preguntó cómo lograba parecer tan adorable en semejante situación.

Habían alimentado el fuego de manera que se mantenía encendido, con carbones al rojo vivo en el palpitante corazón. La luz titilaba sobre él, añadiendo un sesgo diabólico a su aire adorable.

Pese a todo tenía unas cuantas cosas que decirle, y él iba a escucharlas.

Avanzó con la vista fija en su cara y se tropezó con las botas que él había arrojado a un lado.

Aterrizó encima de él con fuerza, recibiendo un codazo en el abdomen por las molestias. Así que la primera palabra que salió de su boca fue «uf».

Y su respuesta fue un «¡Qué cojones pasa!» entre dientes mientras se incorporaba y la agarraba de los hombros como si se preparara para sacudirla.

—¿Meara? —dijo, y le apartó el pelo de la cara.

—Me he tropezado con tus gigantescas botas y me he caído sobre tu huesudo codo.

—Puede que me hayas aplastado un pulmón. En fin. —Hizo que se moviera, y consiguió sentarse con ella en su regazo. Aquello no se parecía en nada a cómo Meara había querido que fueran las cosas—. Entonces ¿te sientes mal?

Le apartó la mano cuando la acercó a su frente para comprobar si tenía fiebre.

—¿Por qué todo el mundo cree que estoy enferma? No estoy enferma. Me he despertado, eso es todo. Me he despertado porque he dormido casi todo un día y media noche.

—Lo necesitabas —dijo, muy razonable—. ¿Quieres un té?

—Puedo prepararme yo sola el té si me apetece tomarme un maldito té.

—Seguro que te apetece algo.

Las lágrimas luchaban por abrirse paso entre la irritación, y no pensaba consentirlo.

—Me has dicho que me perdonabas.

—Así es. Y he perdonado. Vamos, tienes frío.

Agitó la mano otra vez cuando él se disponía a arroparla con la manta.

—Déjalo, deja de preocuparte por mí. —Esas persistentes lágrimas continuaban insistiendo, ahogándola, avergonzándola y dejándola pasmada—. Déjalo ya.

Trató de apartarse, de bajarse de encima de él, pero Connor la rodeó con los brazos y la estrechó entre ellos con fuerza.

—Tranquilízate, Meara Quinn. Quédate quieta un instante. Quédate callada un instante.

El esfuerzo de intentar apartarse la dejó exhausta, sin aliento y a punto de romper a llorar.

—De acuerdo; estoy calmada.

—Aún no, pero lo estarás en un momento. Toma aire una o dos veces. —La meció con ternura y miró hacia el fuego para avivar las llamas.

—No cuides de mí, Connor. Hace que me entren ganas de ponerme a llorar como una Magdalena.

—Pues llora como una Magdalena. Es una reacción natural a lo que te han hecho, Meara, y a lo que ha sido necesario hacer para contrarrestarlo.

—¿Cuándo parará?

—Estás mejor, ¿no es así? Y aún lo estarás más por la mañana, con más tranquilidad y más descanso. Ten un poco de paciencia.

—Detesto tener paciencia.

Connor rió, rozándole el cabello con los labios.

—Ya lo sé, pero la tienes. Lo he visto con mis propios ojos.

Pero ella tenía que ahondar más y más para dar con ella, pensó. Connor la tenía sin tener que esforzarse, igual que el color de sus ojos, el timbre de su voz.

—No detesto tu paciencia —murmuró.

—Es bueno saberlo, ya que deshacerme de ella para complacerte sería difícil. Dime una cosa, ¿te ha despertado alguna cosa o ha sido algo natural?

—Simplemente me he despertado y tú no estabas ahí. —Meara escuchó la petulancia en su propia voz. Solo podía abrigar la esperanza de que también eso fuera parte de la reacción, o de lo contrario no tardaría mucho en aprender a odiarse a sí misma—. Si me has perdonado, ¿por qué estás durmiendo aquí abajo, con los pies colgando del sillón?

—Necesitabas tranquilidad y descanso, eso es todo. —Dado que confiaba en que estaba tranquila, se las arregló para que ambos se acurrucaran en el rincón del sillón, de cara a la chimenea—. Te quedaste dormida antes de que trajeran el té, y ni siquiera te despertaste cuando te llevé arriba y Branna te puso el pijama. Es sanador, cielo, el sueño es algo sanador, y tu mente y tu cuerpo, incluso tu alma, toman lo que necesitan.

—Creía que no querías estar conmigo, y por eso te he buscado para pelear contigo.

—Entonces me alegro de que te hayas tropezado con mis botas, ya que esto es más agradable que una pelea.

—Lo siento.

—No es necesario que sigas disculpándote. —Trazó con el dedo las piedras que llevaba al cuello.

—Fin fue al picadero y me lo trajo.

—Lo sé.

—No volveré a quitármelo.

—Lo sé.

Confianza, paciencia, perdón. No, no se merecía a Connor, pensó, apretando el rostro contra su cuello.

—Te he hecho daño.

—Así es, sí.

—¿Por qué amar te resulta tan fácil, Connor? ¿Por qué amas con tanta facilidad y desenfado? No me refiero a cómo ha sido siempre entre nosotros ni a cómo es entre Branna y tú.

—Bueno, yo también soy novato en esto, así que no lo sé con seguridad. Puedo decir que es como coger algo que has tenido mucho tiempo y que es otra parte de ti. Entonces inclinas ese algo un poco. Imagina que sujetas un trozo de vidrio y que luego cambias el ángulo un poco y este refleja el sol. Puedes encender fuego de esa forma, inclinando el vidrio. Pues es algo parecido, y lo que ya estaba ahí se ladea y atrapa toda la luz.

—Podría inclinarse hacia otro lado y perderla otra vez.

—¿Por qué cuando la luz es tan bonita? ¿Ves el fuego de la chimenea?

—Pues claro.

—Solo hay que cuidarlo un poco, atizarlo, alimentarlo, y arderá día y noche, noche y día, dándote luz y calor.

—Podrías olvidarte de atizarlo, o quedarte sin leña.

Riendo, le acarició el cuello con la nariz.

—Entonces serías negligente, y tendría que darte vergüenza. Lo que digo es que el amor necesita cuidados. Se requiere un poco de trabajo para mantener la luz y el calor, pero ¿por qué habrías de querer tener frío y estar a oscuras?

—Nadie querría eso, pero es fácil olvidarse de cuidar las cosas.

—Imagino que unas veces ambos se ocupan del cuidado y que otras es uno de los dos el que se ocupa más porque al otro se le olvida un poco, y que luego las cosas pueden cambiar y ocurrir al revés. —Todo era cuestión de equilibrio, pensó Connor, junto con cierta atención y esfuerzo—. Lo que es fácil no siempre es lo correcto, y puede ser necesario que nos recuerden las cosas de vez en cuando. Además, Meara, nunca te he visto optar por lo fácil. Nunca te ha dado miedo trabajar.

—No cuando se trata de cargar con algo, de limpiar y hacer un esfuerzo físico. Pero el trabajo emocional es otra cuestión.

—Tampoco te he visto nunca arrugarte en ese aspecto. No te valoras lo suficiente. La amistad también necesita cuidados, ¿verdad? ¿Cómo has logrado que tu amistad no solo conmigo, sino también con Branna, con Boyle, con Fin y ahora con Iona, siga siendo tan buena y fuerte? Y luego está la familia —dijo antes de que ella pudiera hacer algún comentario—. Y la familia requiere de considerables cuidados. Tú has hecho más que muchos por los tuyos.

—Sí, pero…

—Y da lo mismo que refunfuñes —adujo, adelantándose a ella—. Al final del día lo que cuentan son las obras. —La besó en el ceño—. Confía en ti misma.

—Esa es la parte difícil.

—De acuerdo, pues practica. No aprendiste a montar a caballo quedándote a un lado y preguntándote si ibas o no a caerte.

—Jamás en toda mi vida me he caído de un caballo.

—Vale, pero entiendes lo que quiero decir.

Ahora le tocó a ella sonreír.

—¡Qué listo eres!

—Eso te convierte a ti en la afortunada, porque tienes a un hombre tan listo enamorado de ti. Y que posee suficiente paciencia como para dejarte practicar hasta que te hayas puesto al día.

—Se me estremece el corazón cuando lo dices —reconoció—. Me da tanto miedo cuando lo dices que se me estremece el corazón.

—Entonces ya me dirás cuándo deja de estremecerse y se llena de calor. Y ahora vamos a intentar dormir.

—¿Aquí?

—Estamos aquí, y estamos muy cómodos, ¿no es así? Y el fuego es muy agradable. ¿Ves las historias en el fuego?

—Veo el fuego.

—Hay historias en las ascuas, en las llamas. Te contaré una.

Le habló de un castillo en una colina, y de un bravo caballero a lomos de un semental blanco. De una reina guerrera diestra con el arco y la espada, que surcaba el cielo sobre su dragón dorado.

Todo tan imaginativo y tan bonito que casi era capaz de ver lo que él dibujaba con sus palabras.

Y con una sonrisa en la cara y la cabeza apoyada sobre su hombro se sumió de nuevo en el sueño.

Tuvieron que transcurrir tres días antes de que pudiera estar más tiempo despierta y de pie que tumbada y durmiendo. Se pasó el primer día entero en la cama, en el sillón, o haciendo tareas menores que Branna le asignaba. Pero al segundo se sintió capaz de volver al picadero durante parte de la jornada y ayudó a cepillar y a dar de comer a los animales.

Y se disculpó con sus compañeros de trabajo.

Al tercero había encontrado de nuevo a Meara.

Aquello sentaba tan bien que se puso a cantar mientras cargaba excrementos con la pala.

—Mírala, si podría hacerle sombra a Adele.

—Esa mujer tiene una garganta privilegiada. —Meara hizo una pausa, devolviéndole la sonrisa a Iona, que estaba apoyada en la puerta abierta de la casilla—. Te juro que jamás había entendido de verdad ese dicho de que al menos se tiene salud. No había estado realmente enferma ni un solo día en mi vida. Gracias a que tengo una constitución robusta y una amiga con un excepcional poder para sanar. Ahora que he estado abajo, estoy aprendiendo a dar las gracias por estar arriba otra vez.

—Tienes un aspecto estupendo.

—Y me siento aún mejor.

Meara sacó la carretilla de la casilla e Iona intervino para llevarla afuera. Intercambiando las posiciones, Meara miró a derecha e izquierda para cerciorarse de que estaban solas.

—Como ya estoy mejor, ¿vas a decirme ahora cómo fue de grave?

—¿Es que no te acuerdas? Sabías todos los detalles una vez saliste de ello.

—No, sí que me acuerdo. Me refiero a hasta qué punto fue grave, Iona. ¿Cómo de cerca estuvo de destruirme? No me sentía bien preguntándoselo a Branna o a Connor antes —agregó al ver que Iona dudaba—. Pero ya estoy en pie, y te lo pregunto a ti. Creo que saberlo todo es el último paso que necesito dar para sanar del todo.

—Fue muy grave. Nunca antes me he enfrentado a nada semejante. Bueno, no creo que los demás lo hayan hecho tampoco, pero ellos sabían más del tema. Por lo que Branna me dijo, los primeros momentos fueron críticos. Cuanto más te hundieras, más difícil sería sacarte de nuevo y más probabilidades habría de que… pudieras sufrir daños cerebrales.

—Una demencia.

—Algo parecido, creo. Y pérdida de memoria, psicosis. Branna dijo que el hecho de que Connor llegara a ti tan rápido lo cambió todo.

—Así que salvó mi vida y también mi cordura.

—Sí. Después de eso, las dos horas siguientes fueron críticas. Branna sabía qué hacer, o lo fingió muy bien mientras nos daba órdenes a Connor y a mí. No me di cuenta de lo asustada que estaba hasta que habíamos terminado; todo era hazlo ahora, y hazlo ya. Luego llegó Fin, y contar con él fue un valor añadido. Y Boyle. Se sentó y te cogió la mano durante el ritual. Llevó una hora, y tú estabas tan blanca, tan pálida y tan quieta. Entonces comenzaste a recuperar el color, no mucho, solo un poco.

—Te estoy haciendo llorar. No pretendía hacerte llorar.

—No, no pasa nada. —Iona se limpió las lágrimas y juntas cortaron las ataduras de la bala de paja limpia—. Recuperaste el color y Boyle dijo que te había sentido mover los dedos. Y entonces me di cuenta de lo asustada que había estado; cuando lo peor, según dijo Branna, había pasado.

—Me golpeó bien —dijo Meara mientras ahuecaba la paja con la horca—. Eso ha sido un punto a su favor.

—Puede, pero te trajimos de vuelta y aquí estás, esparciendo paja limpia en la casilla de Spud. Esto es un punto mayor a nuestro favor.

El aspecto positivo, pensó Meara. Iona siempre podía encontrar uno. Y quizá era hora de que ella también empezara a buscarlo.

—Me propongo que siga siendo así. Voy a dedicarle algo de tiempo a la espada. Necesito practicar.

Necesitaba practicar con muchas cosas, pensó mientras pasaban a la siguiente casilla.

Connor también hizo limpieza, aunque él lo consideraba trabajo al final de la jornada. Había que dar de comer a las aves, y al igual que sucedía con los caballos, había que retirar los excrementos de su área con regularidad. De acuerdo con su calendario personal era momento de limpiar y desinfectar el baño de los halcones.

Necesitaba el trabajo. Había necesitado su aspecto físico y mecánico durante el último día mientras Meara se recuperaba. Le costaba mantener la calma, que tanta falta le hacía y que le permitía a ella aportar algo de alegría para mantenerla animada mientras se encontraba débil y cansada, algo nada normal en ella.

A algunas mujeres se les regalaba flores o bombones. Y si bien unas flores y unos dulces no estaban fuera de lugar, Meara prefería algunas habladurías del pueblo, historias del trabajo, de la gente que había pasado por la escuela de cetrería o por el picadero.

Había hecho todo lo posible por tenerla al tanto, por sentarse con los pies en alto y una cerveza en la mano y entretenerla con historias, algunas de las cuales había adornado y otras se había inventado.

Y lo que él había deseado hacer era perseguir a Cabhan, desafiar al muy cabrón para que se dejase ver. Deseaba levantar un viento tan feroz que le desgarrara los huesos y le congelara la sangre.

La sed de venganza era tan intensa que estaba sediento en todo momento.

Y sabía que no debía, por Dios bendito, sabía que no debía, pensó mientras frotaba la bañera, observado por las aves en sus perchas. Pero saber y sentir eran cosas muy distintas. Solo podía abrigar la esperanza de que la tarea física le liberara de la sed.

Entonces la vio, cruzando el amplio patio de grava. Lo dejó todo para salir a su encuentro.

—¿Qué haces dando vueltas por ahí tú sola? —exigió.

—Yo podría preguntarte lo mismo, pero como sé lo que me responderías a eso, no lo haré y lo evitaré. Iona y Boyle me han traído antes de irse a Cong a comer y a tomarse una cerveza, así que no he estado sola, como tampoco lo estoy ahora. —Miró a su alrededor—. Vas con retraso, ¿verdad, Connor? ¿Dónde están los demás?

—Terminamos con el último paseo del día y los mandé a casa. Brian tenía que estudiar para ese curso online que está haciendo y Kyra tenía una cita. Y en cuanto al resto, supuse que no les vendría mal otra hora libre.

—Y tú querías pasar un rato a solas con tus amigos… —añadió Meara, señalando a los halcones.

—Eso también. Tengo que terminar esto porque ya he empezado.

—Regresaré contigo, si te parece bien. Luego me llevas a casa.

Connor la acompañó. Las aves se agitaron un poco ante la visita, y le dedicaron una prolongada mirada.

—No he tenido tiempo para venir de visita en los últimos meses —comentó—. Los jóvenes no me conocen, o no muy bien.

—Lo harán. —Se puso manos a la obra para terminar de limpiar—. Bueno, ¿qué tal ha ido el día?

—Como cabía esperar. He tenido dos paseos guiados. —Ladeó la cabeza al ver su mirada severa, y le enseñó las piedras que llevaba al cuello debajo de la bufanda—. Iona ha insistido en que me llevara a Alastar… y le ha trenzado nuevos amuletos en las crines. No he visto nada salvo el bosque y el camino. No voy a ser temeraria, Connor. Por mi propio bien, sí, pero también porque no quiero que ni tú ni los demás paséis por lo que ya habéis pasado. —Hizo una pequeña pausa—. Necesito el trabajo y los caballos igual que tú necesitas el trabajo y los halcones.

—Tienes razón. Espero que te sintiera. Espero que, muy a su pesar, sintiera lo fuerte y capaz que eres.

Comenzó a llenar la bañera y oyó el agua caer.

—Tú crees que no sé que estás cabreado —dijo Meara con calma—. Pero lo sé. Yo también lo estoy. Siempre he querido acabar con él porque es necesario, por ti, por Branna y por Fin. Pero ahora no solo quiero acabar con él; primero quiero causarle sufrimiento y dolor, quiero saber que sufre. No se lo cuento a Branna porque ella jamás lo aprobaría. Para ella solo se trata del bien y el mal, la luz y la oscuridad; el derecho de nacimiento y la sangre. Y sé que así debería ser, pero yo quiero que sufra.

Connor la miró, acuclillado.

—Yo te daré eso y más. Te daré su agonía.

—Pero no podemos. Porque ese derecho le pertenece a Branna y porque eso te cambiaría. ¿Buscar solo venganza? ¿Pretender causar dolor y sufrimiento para pagarle con la misma moneda por lo que me hizo a mí? Eso te cambiaría, Connor. Creo que a mí no me cambiaría, pero eso es un defecto mío.

—No es ningún defecto.

—Yo soy así, de modo que tendremos que vivir con ello. Pero tú eres la luz, y es por un motivo. Debemos acabar con él. Pero hay que hacerlo como es debido. Y si hay dolor, que sea porque haya de ser así, no porque tú lo desees con todas tus fuerzas.

—Le has dado unas cuantas vueltas al asunto.

Connor vertió la dosis justa de aditivos y luego, como de costumbre, removió el agua con las manos sobre la superficie, añadiendo esa luz de la que ella hablaba, para asegurar la salud y el bienestar de sus aves.

—Dios, sí, y muchas. Y al pensar tanto en ello he acabado comprendiendo que necesitas saber que siento lo mismo que tú, pero que no es lo que quiero de ti ni de mí misma. Quiero lo que somos, los seis. Quiero que seamos justos. Y que cuando acabemos con él, y todo haya terminado, sepamos que fuimos justos. No quiero sombras planeando sobre nosotros, no las quiero sobre ti. Esa es suficiente venganza para mí.

—Te quiero, Meara. Te quiero por comprender esto, por verlo claro y por decírmelo. He estado debatiéndome como nunca lo había hecho.

—No lo hagas. Has de saber que te digo lo que hay en mi corazón. Quiero que seamos justos.

—Entonces lo seremos.

Satisfecha, aliviada, Meara asintió.

—Y es hora de hablarlo todo de nuevo. Sé que todos lo habéis dejado estar los últimos días.

—No estabas preparada.

—Ahora estoy más que preparada. —Se levantó y flexionó los bíceps para hacerlo sonreír—. Así que vamos a hablar de nuevo los seis.

—¿Esta noche?

—Esta noche y mañana por la noche si es necesario. Veremos qué dicen los demás.

—Pues entonces voy a terminar. —La miró esbozando una sonrisa.

Para algunas mujeres eran las flores o los bombones, pensó.

¿Para Meara?

—Extiende los brazos.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Porque yo te lo pido. Extiende los brazos.

Meara puso los ojos en blanco, pero hizo lo que le pedía. Connor estiró las manos hacia las aves, hacia las jóvenes, y les transmitió sus pensamientos.

Con el fluido movimiento de sus manos, los jóvenes halcones se elevaron en un suave batir de alas y ascendieron para volar el círculo alrededor de ella y hacerla reír.

—Quédate quieta y no te preocupes ni por tu chaqueta ni por tu piel, que ya he tenido eso en cuenta.

—¿Qué…? ¡Oh!

Todos se posaron con ligereza y elegancia a lo largo de sus brazos extendidos.

—Los hemos adiestrado bien, aunque esto no entra en sus lecciones. De todas formas no parece que les moleste. Y todos te conocerán, Meara, ahora lo harán.

—Son preciosos. Son tan hermosos… Cuando los miras a los ojos piensas que saben más que nosotros. Mucho más.

Meara rompió a reír, y al escuchar su sonido, la terrible sed que la había perseguido durante días por fin cesó.