EPÍLOGO

«Mis amigas han sido, todas ellas, afortunadas en el amor, pero yo soy la más afortunada, teniendo como esposo a mi nada perverso duque.»

Anotación en el diario de la señora Tess Sutherlands, duquesa de Rotham

Richmond, Inglaterra. Diciembre de 1817

Orgullo y gozo inundaban a Tess mientras presenciaba cómo Fanny y Basil eran unidos en santo matrimonio. La novia estaba muy hermosa, con un vestido de manga larga de color verde bosque de lustrina, luciendo un corpiño de cuello alto bordado con hilos de oro. El novio, larguirucho y desgarbado, parecía algo sobrecogido por su buena suerte.

Sin embargo, el amor en sus ojos resultaba inconfundible, así como lo era el amor que Fanny sentía hacia él.

Las parejas de los amigos se habían reunido en la elegante capillita de Bellacourt, tras la casa solariega, para participar en una ceremonia privada, puesto que la sociedad aún no estaba preparada para aceptar públicamente el enlace de una antigua dama del placer.

Aquélla era la última de un aluvión de bodas inesperadas en el restringido círculo de amistades de Tess. Ciertamente, el inverosímil romance de Fanny era la culminación de un excelente año de emparejamientos amorosos, que había comenzado en mayo cuando Marcus, barón de Pierce, había heredado el condado de Danvers junto con la tutela no deseada de las hermanas Loring. Ahora Marcus y Arabella estaban esperando el nacimiento de su primer hijo en primavera.

Pensar en ello confortó el corazón de Tess. Al igual que la proximidad de su apuesto marido, sentado en el banco, junto a ella.

En realidad, había visto poco a Ian desde el desayuno, pues se había pasado la mañana en Danvers Hall ayudando a vestirse y acicalarse a la novia, al igual que las demás amigas de Fanny. Tess había acompañado luego a las damas a Bellacourt donde, siguiendo un tranquilo servicio en la capilla, Ian y ella habían planeado organizar un gran banquete de bodas seguido de un baile para celebrar su propio y reciente matrimonio.

Tess advirtió que los invitados que se hallaban presentes en la capilla formaban una interesante mezcla de plebeyos y gente refinada. Varios amigos solteros de Basil, de su época de pasante de abogado, habían acudido para respaldarle. Y de modo nada sorprendente, las grandes amigas de Fanny, Fleur Delee y Chantel Amour, antiguas cortesanas, habían sido también invitadas y parecían estar disfrutando de veras.

Sin embargo, lo que resultaba del todo insólito era ver a muchos miembros de la alta sociedad en la boda de una cortesana. Además de Arabella, Roslyn, Lily y sus tres nobles esposos, se encontraba allí Damon, vizconde de Wrexham, primo de Tess, con su esposa, que precisamente era la hermana menor de Marcus. También habían asistido el vecino más próximo de Arabella, Rayne Kenyon, conde de Haviland, y su encantadora esposa Madeline, a quien las hermanas habían tomado bajo su protección el pasado otoño.

No obstante, Tess pensó que Fanny se merecía que la honrasen de aquel modo, puesto que ella les había ayudado a todos en sus cortejos, en uno u otro punto.

Winifred, lady Freemantle, también estaba allí, y se hallaba sentada al otro lado de Tess. La rolliza y sencilla viuda de mediana edad, procedía de las clases más bajas, pero la fortuna de su padre, industrial, le había proporcionado el matrimonio con un baronet. Winifred había patrocinado al principio la Academia Freemantle para Señoritas. Fundó la escuela antes de que Marcus la comprase para Arabella como regalo de bodas el verano pasado.

La madrina de Tess no se encontraba en la capilla, aunque pensaba asistir a los festejos posteriores, cuando ya la famosa antigua cortesana y su marido hubiesen abandonado el local y emprendido su viaje de novios por Hampshire. Al fin y al cabo, lady Wingate debía mantener su reputación.

Lady Freemantle no era tan puntillosa. Tras advertir que siempre había llorado en las bodas, Winifred estuvo sentada sorbiéndose las lágrimas de felicidad durante toda la ceremonia. Cuando, por fin, se hubieron pronunciado los votos, ella profirió un suspiro ensoñador mientras se llevaba la mano a su abultado pecho.

—Esto ha sido sencillamente hermoso. Las bodas siempre son un acontecimiento feliz, y ésta en especial.

Tess asintió, enjugándose sus propias lágrimas de dicha con el pañuelo que Ian le había prestado. No obstante, no podía por menos que comparar la boda de Fanny con su propio y apresurado enlace.

Ian debió de albergar pensamientos similares, porque se inclinó para murmurarle al oído.

—¿Lamentas no haber tenido una boda eclesiástica?

Tess le sonrió.

—En absoluto. Poco me importa cómo pronunciamos nuestros votos mientras te tenga ti como marido.

Era, claramente, la respuesta que él había esperado, a juzgar por el tierno brillo de sus grises ojos, una ternura que la confortó por completo. Cuando los invitados salieron en masa de la capilla al frío día gris, los primeros copos de nieve de la temporada empezaban a caer, pero Tess se sentía como si saliera de un invierno sombrío.

Estaba llena de gratitud por haber encontrado a Ian. Sabiendo perfectamente que la felicidad podía ser arrebatada en un abrir y cerrar de ojos, se proponía aprovechar al máximo el momento actual y su tiempo juntos.

La vida era para ser vivida plenamente, y con Ian, ella se sentía constante y gloriosamente viva. Él le había enseñado a volver a experimentar la alegría, haciendo que la hueca y vacía sensación que había en su interior se desvaneciera por sí sola.

Aun antes de su unión, sus batallas le habían dado un enfoque distinto del pesar. Y la chispa que había entre ellos añadía sabor a su animado matrimonio. Sin embargo, sus disputas nunca contenían ira: siempre había mucho amor.

Mirando a Ian mientras aguardaban a que la pareja de novios apareciera tras firmar las actas matrimoniales, Tess se sintió querida, protegida y deseada. ¿Qué más podía pedir una mujer?

No obstante, no tuvo ocasión de mantener una conversación privada con él, puesto que en breve se vio ocupada despidiendo cariñosamente a los recién casados. Para su viaje de bodas, Basil llevaba a Fanny a su casa de Hampshire para visitar a su familia y, con suerte, reunirse con la de ella.

Tras muchos abrazos, risas y compartir buenos deseos, Fanny se dirigió a Tess:

—Nunca podré agradecértelo bastante, querida Tess —dijo con gratitud y sinceridad—. Y a usted, milord.

—Creo que la gratitud es mutua —le aseguró Ian.

Basil añadió su más sincero agradecimiento y luego condujo a su radiante esposa al carruaje que les estaba aguardando y la instó a arroparse y a acomodarse con caloríferos en los pies para que estuviera cómoda durante el viaje. Mientras el carruaje se alejaba, los asistentes a la boda se disolvieron en grupitos con el fin de recorrer la corta distancia existente entre los elegantes senderos de grava de Bellacourt y la residencia principal, con Dorothy Croft y lady Freemantle acompañando a Tess y a Ian.

Nunca partidaria del silencio, Winifred aprovechó la oportunidad para agradecer al duque su generosidad:

—Todas le estamos muy agradecidas por apoyar los intereses de Fanny, milord. Ella nos ha ayudado a muchas de nosotras a encontrar el verdadero amor, así que se merece la misma oportunidad de felicidad.

—Yo no puedo atribuirme el mérito de su felicidad, lady Freemantle —objetó Ian con cortesía.

—Pero usted contrató al señor Eddowes, lo que mejoró de manera considerable sus perspectivas financieras. Ya sabe, uno debe ser práctico cuando se trata del matrimonio. Los amantes no pueden vivir solamente de amor. Y en breve será publicada la segunda novela de Fanny, lo que completará sus ingresos. Desde luego, su obra no puede compararse con genios literarios como lord Byron o sir Walter Scott, pero sus historias me resultan casi igual de emocionantes. Y usted la ayudó en su investigación, milord, creyendo que el fantasma de un antepasado suyo estaba encantando el castillo.

Dorothy Croft, que avanzaba junto a Winifred, sufrió un suave estremecimiento.

—Me alegro mucho de que no me pidieras que te acompañara a Cornualles, Tess —dijo con convicción—. Hubiera desfallecido totalmente ante el primer indicio de un fantasma. A decir verdad, dudo de que sea capaz de visitar aquel lugar por temor a encontrarme con el antepasado de Rotham.

Tess disimuló amablemente su risa ante su pusilánime compañera.

—Creo que no tienes por qué preocuparte, Dorothy. El fantasma de Falwell resultó estar vivito y coleando. La señora Hiddleston, el ama de llaves, me escribió la semana pasada para decir que no había habido más visiones de fantasmas ni tampoco de contrabandistas.

—Confío en que así sea —admitió Dorothy con fervor.

Winifred no era de la misma opinión:

—Bien, a mí me gustaría visitar algún día Falwell, Tess. Creo que una buena noche de apariciones sería estupenda. De hecho, suelo preguntarme si Freemantle Park está plagado de espíritus cada vez que oigo sonidos metálicos por el pasillo. Pero sin duda sólo son las corrientes de aire de las chimeneas. ¿Y qué hay acerca del soldado que simulaba ser el fantasma del duque?

—A Ned Crutchley le está yendo bastante bien —contestó Tess—. La recompensa que recibió por ayudar a recuperar las joyas robadas cubrirá sus necesidades durante mucho tiempo. Y el señor Geary puede emplearle en el hospital para ayudar a los veteranos a enfrentarse a sus traumas.

Dorothy intervino de nuevo en la conversación:

—No me ha sorprendido que eso del fantasma fuese un engaño. Con sinceridad, ni siquiera creo en fantasmas —declaró, contradiciendo con alegría su afirmación de hacía sólo unos minutos.

Tess tampoco había cambiado en lo relativo a apariciones de fantasmas, pero al igual que Winifred, Patrick Hennessy se sentía decepcionado de que el fantasma de Falwell hubiera acabado por ser un simple ladrón. Sin embargo, el actor no admitiría la derrota: sus investigaciones se habían ampliado desde entonces a Derbyshire, en busca de pruebas de que las sombras del más allá eran reales.

—De modo que bien está lo que bien acaba —concluyó Winifred, que sentía una cierta debilidad por espíritus oprimidos como el de Ned Crutchley—. Y el futuro es brillante para todos mis amigos más queridos... Lo que lamento es que Richard pereciera a tan temprana edad. Por fortuna, ahora estás felizmente casada con el duque, Tess.

—Sí —afirmó Tess con suavidad, sintiendo una tristeza familiar y aquel antiguo pesar ante la mención de su difunto prometido. Sin embargo, captó la mirada de Ian intencionadamente para transmitirle tranquilidad en silencio.

Aún lloraba por Richard y siempre lo haría. Pese a sus fallos, él había sido su amigo y primer amor y siempre formaría parte de ella.

Pero sus sentimientos por Ian eran diferentes. Le deseaba como mujer, no con el idealismo romántico de una jovencita. Su amor por Ian era rico y profundo, más que inagotable.

Él pareció leer su implícito mensaje, porque su expresión le pareció relativamente tranquila. No obstante, ella se prometió a sí misma recordarle su devoción en cuanto estuvieran solos.

Tal oportunidad tardaría mucho en presentarse. Cuando llegaron a la casa solariega, a Tess no le sorprendió encontrarse con que ya habían comenzado a llegar una multitud de invitados, y apenas era mediodía. Una invitación a Bellacourt estaba enormemente solicitada, en gran parte por la curiosidad que muchos sentían ante el repentino matrimonio del Duque Diablo. En esa ocasión, él y su nueva duquesa estaban celebrando su buena suerte y mostrando a la alta sociedad que estaban enamorados.

El segundo objetivo de Tess para los festejos era expresar su agradecimiento a los múltiples contribuyentes de sus obras de caridad. Quería elogiar al eminente doctor Geary y presentar a sus patrocinadores a lady Claybourne. Con la ayuda de su esposo Heath, Lily estaba siguiendo los pasos de Tess: había inaugurado recientemente un hogar para mujeres indigentes, engañadas y abandonadas, ayudando a jovencitas a escapar de un destino cruel como busconas y a facilitar a las madres solteras un futuro decente para sus hijos.

Tess había preparado una lista de invitados, pero Roslyn había utilizado su extraordinario talento social para ayudarla a organizar un banquete de bodas y el baile posterior. Aquello prometía ser un acontecimiento espléndido. En los comedores se había servido un verdadero festín en mesas bufé para los invitados, mientras los músicos estaban afinando sus instrumentos en el salón de baile y se habían instalado mesas de juego para los entusiastas del whist.

Tess vio que ya se había reunido una multitud en el salón de baile. Ian y ella se desplazaron por la enorme sala, dando la bienvenida a su hogar a sus invitados. No obstante, tuvo que separarse de su esposo al poco tiempo. Así fue como él quedó fuera del alcance de la audición cuando se le aproximaron Damon y Eleanor para comentarle la felicidad de su matrimonio.

—Me alegro de que Rotham y tú zanjarais vuestras diferencias, Tess —le dijo Eleanor con una mirada divertida a su marido—. Ahora Damon no tendrá que desafiarle.

—Sí —convino él, divertido—. No es que estuviera precisamente ansioso por verter su sangre o la mía.

Satisfecha consigo misma, Tess buscó la mirada de Ian entre el mar de invitados y compartió otra sonrisa íntima con él.

Poco rato después, la nueva lady Haviland se separó del lado de su querido esposo para coger de las manos a Tess.

—Estoy encantada de que tu matrimonio resultara tan maravilloso —le dijo Madeline muy afectuosa—. Mereces ser feliz, Tess, más que nadie que yo conozca. Cuando me enteré de que tenías que casarte con Rotham, temí que aquello no acabara bien.

—También yo —confesó Tess con sinceridad.

Tal vez dos horas más tarde Ian volvió a encontrarse con ella.

—¿Estás dispuesta, mi amor?

—Sí —confesó Tess. Y se disculpó ante sus invitados.

Ian y ella habían prometido darle un capricho a Jamie antes de su siesta.

Se detuvieron junto a las mesas bufé para recoger un plato de merengues horneados con forma de cisne y luego subieron hacia una ala más tranquila de la casa, donde estaban situadas las habitaciones de los niños.

—Me alegro de librarme del intenso escrutinio que se vive ahí abajo —reconoció Ian—. Tus amigas no han apartado la vista de mí durante toda la tarde. ¿Te has dado cuenta?

Sin duda, desean comprobar que te quiero como debe ser.

—Lo sé —repuso Tess con una sonrisa de satisfacción—. Siempre han sido muy protectoras conmigo. Pero están llegando a confiar en que me amas. Y también te están agradecidas de que ayudases a Fanny contratando a Basil.

—Está resultando ser un admirable secretario —dijo Ian, fijando en ella una curiosa mirada—. Nunca entendí qué le había pasado la tarde en que regresé de Cornualles.

Eddowes se ofreció a renunciar a su cargo mientras proclamaba su inquebrantable lealtad hacia ti.

Al recordarlo, Tess le dirigió una mirada algo culpable.

—Le pedí que me dijese dónde podía encontrar tus libros de contabilidad. Esperaba enterarme de si habías hecho tú aquellas generosas contribuciones mientras le atribuías el mérito a tu abogado. Pero Basil no traicionó tu confianza y sugirió que te lo pidiera a ti directamente.

Ian frunció la boca, pensativo.

—Tal vez, después de todo, valga la pena conservarlo.

Tess le miró preocupada.

—No despedirás a Basil ahora, ¿no es así?

Al reconocer el brillo divertido en los ojos de Ian, cayó en la cuenta. Volvía a hacerla rabiar, y disfrutando plenamente con ello.

—Estás tratando de provocarme, ¿verdad, milord?

—Desde luego. ¿Qué esperabas?

Al ver que se extendía por sus labios una simpática y arrogante sonrisa, Tess sonrió a su vez.

—No podía esperar otra cosa.

Encontraron a Jamie en su dormitorio, en compañía de la señora Dixon, su niñera. El pequeño estaba aguardando ansioso su llegada, porque comenzó a saltar en cuanto entraron.

—¡Milady, señorita Tess! ¡Se ha acordado!

—Desde luego que nos acordamos de ti, bribón —dijo Ian revolviendo los rizos rubios del pequeño.

A Jamie se le desorbitaron los ojos cuando Tess le ofreció un cisne. Al principio, no quería comerse el dulce y destrozar el delicado diseño, y al mismo tiempo, manifestó su generosa naturaleza asegurándose de que la señora Dixon también tenía su cisne.

Luego, cerciorándose de que podía reservarse uno sólo para contemplarlo, mordió con avidez el dulce.

Cuando la señora Dixon se lamentó en voz alta de que aquello le echaría a perder el apetito y no se comería la cena, Tess intervino:

—Creo que por esta vez podemos hacer una excepción.

Cuando hubo devorado dos de los regalos, Tess le lavó los churretes. Luego, Ian y ella juntos, acostaron a Jamie.

Antes de acurrucarse bajo las sábanas, el niño les dio primero a Ian y luego a Tess un abrazo, un gesto cariñoso que hizo que a ella se le saltaran las lágrimas.

Sobre la cabeza de Jamie, Tess compartió una conmovedora mirada con Ian mientras la inundaba la felicidad. Ahora eran una familia, y algún día estarían arropando a sus propios hijos para que se durmieran.

Cuando Jamie cerró los ojos, obediente, y la señora Dixon se quedó para observarle, ellos salieron en silencio de la habitación. Ya en el pasillo, Ian se detuvo para reclamar un largo beso de Tess.

—Hacía ya demasiado tiempo que no te había besado —se quejó mientras la conducía de nuevo junto a sus innumerables invitados.

Sinceramente de acuerdo, Tess se abstuvo de mencionar que Ian la había besado de manera apasionada precisamente aquella misma mañana antes de que ella le dejase para reunirse con las damas de honor de Fanny. Tampoco le recordó la ardiente ternura que habían experimentado en su lecho conyugal la noche anterior.

Al retornar al salón de baile, pasaron las siguientes horas cumpliendo con sus deberes de anfitriones, incluido el de abrir el baile con un minué.

Finalmente, echando una mirada a la brillante multitud, Ian agarró de pronto a Tess de la mano y se la llevó con rapidez del salón.

—¿Adónde me llevas? —le preguntó ella.

—A algún lugar donde podamos estar solos. Estoy hambriento, quiero saborearte un poco.

Expectación e impaciencia agitaron a la joven. Se sentía más que dichosa de escabullirse de entre la multitud para compartir un abrazo con su marido.

No obstante, encontrar un lugar donde estar a solas resultó tarea difícil. En todos los pasillos se cruzaron con grupitos de invitados charlando y lacayos ocupados yendo y viniendo con bandejas desde las mesas bufé.

Tras intentarlo en varias habitaciones, que también estaban ocupadas, descubrieron que la biblioteca se hallaba desierta. Una vez se deslizaron en el interior, Ian cerró con firmeza tras ellos. Al instante enmudecieron los alegres sonidos de la reunión.

—¡Al fin solos! —exclamó Ian tomando a Tess en sus brazos.

—¿Cuáles son exactamente sus intenciones, perverso señor? —le preguntó Tess con la risa en los labios.

—Aún tengo que decidirme. ¿Cuán perverso quieres que sea, mi amor?

—Un poco de seducción resultaría gratificante.

—Puedo complacerte si me lo pides bien.

Tess le dedicó una sonrisa pícara.

—Aún existe un grave malentendido, milord. Estaré encantada de que me seduzcas, pero no te lo rogaré, ni bien ni de ningún modo.

Él entornó los ojos con una mirada divertida.

—Creo recordar que has incumplido esa promesa en varias ocasiones... aunque reconozco que a mí me has hecho pedir misericordia una o dos veces.

Ella enarcó las cejas.

—¿Sólo una o dos veces?

—Bien, tal vez alguna más.

—Sí, muchas más. Me temo que te falla la memoria.

—Entonces, por supuesto, debemos remediar mi deficiencia.

Por fortuna, Ian se inclinó para besarla, con la boca ardiente y con sabor a pasión. Tess pensó que aquella boca exquisitamente dura y ávida podía enloquecerla e inundarla de placer, mientras él enredaba la lengua con la suya y se batía en duelo con ella.

También lo conseguían sus manos. Cuando levantó aquellas maravillosas manos para acariciarle los pechos a través del vestido, ella gimió ante las deliciosas sensaciones que la atravesaban.

Sólo fue ligeramente consciente de que la puerta de la biblioteca se abría al cabo de unos momentos.

—Estoy aquí —les interrumpió de repente una altanera voz femenina—. Debía haber sabido que les encontraría así.

Ellos se separaron y se volvieron para enfrentarse a la desaprobadora madrina de Tess.

—Sinceramente, Rotham —se quejó lady Wingate—. ¿No podría reprimir sus pecadores apremios?

Ian, imperturbable, deslizó un brazo por la cintura de Tess.

—Tengo todos los derechos para citarme aquí con mi esposa, en mi propia casa, lady Wingate —replicó con suavidad—. Ya hace más de seis semanas que estamos casados, en gran parte gracias a usted.

—Tal vez sí, pero es deplorable el modo en que hace caso omiso de las formas cuando hay tantos invitados presentes. Y tú, querida —dijo fijando su mirada en Tess—, ¿no te he enseñado nada acerca de cuál es el comportamiento correcto durante todos estos años?

Pese a la consternación manifestada por su madrina, Tess sospechó que la expresión escandalizada de lady Wingate era en gran parte fingida.

Su propio tono se tornó seco cuando respondió:

—Creo que protesta en exceso, milady. Se puso muy contenta al sorprendernos en su fiesta familiar, puesto que así pudo exigirle a Rotham que se casara conmigo. Todo funcionó como esperaba. Vamos, reconózcalo.

El asomo de una agradable sonrisa en los labios de lady Wingate confirmó que sólo estaba simulando sentirse escandalizada.

—Reconozco que fui bastante inteligente para aprovechar la oportunidad que me ofrecían.

Ian respondió por Tess:

—Fue realmente muy inteligente, milady. Y también es bastante astuta para saber cuándo no es bienvenida... como sucede en estos momentos.

Lady Wingate frunció la ceja un momento, pero cedió de buena gana.

—Muy bien, les dejaré con sus vergonzosos flirteos. Deseo un ahijado nieto para que haga compañía al pequeño Jamie. Pero confío en que no se acostumbre a exponer a Tess al escándalo cada vez que se presenten en público, Rotham.

—Cada vez no —se comprometió Rotham—. Sólo de vez en cuando.

Tess sofocó una risita mientras la baronesa agitaba la cabeza exasperada.

Cuando la noble dama hubo salido de la biblioteca y cerrado la puerta tras ella, Ian se volvió a Tess:

—Bien ¿dónde estábamos? —le preguntó, atrayéndola de nuevo hacia sí.

—Creo que me estabas besando locamente.

Tess pensó que él iba a reanudar sus encantadoras atenciones, pero Ian vaciló.

—Ella tiene razón —observó—. Jamie necesita un compañero de juegos o dos.

Tess estuvo totalmente de acuerdo. Estaba llegando a querer al joven pupilo de Ian y sabía que sería un maravilloso hermano mayor para sus propios hijos algún día... con suerte, pronto.

—¿Qué estás sugiriendo, querido esposo? —preguntó con inocencia.

—Que me esforzaré intensamente por engendrar un heredero... desde luego, sólo por complacer a tu madrina.

Tess se rió con suavidad, sintiendo una gran alegría en su interior.

—Desde luego. Pero lo que más me gustaría es dar a luz a tus hijos, mi querido Ian.

Le cogió las manos con las suyas y se las llevó a su pecho, donde su corazón tamborileaba de amor por él.

Naturalmente su gesto le hizo ganarse otro ardiente beso que la hizo estremecerse de placer y la hizo sufrir de anhelo.

—Tenías razón —jadeó cuando él, por fin, levantó la cabeza—. Le debemos a lady

Wingate nuestro agradecimiento por habernos unido.

—No estoy tan seguro —repuso Ian, también respirando con dificultad—. Ella nos dio un decidido empujón, pero yo me hubiera casado contigo de todos modos.

—¿Lo hubieses hecho? —preguntó Tess, encantada.

—Sí, mi corazón hacía tiempo que había sido cautivado por una hermosa mujer romántica que me fascina, me excita, me inspira...

Ian reclamó su boca en otro amante beso, haciéndole sentir el apasionado ardor de su amor.

Tess se deshizo en su abrazo. Su corazón había sido cautivado por un duque fastidiosamente arrogante que encendía emociones ardientes en ella y la desafiaba a llegar a profundidades de pasión que nunca había imaginado que fuesen posibles.

Tras un prolongado intervalo, Tess se echó bastante hacia atrás para murmurar contra sus labios:

—Ámame eternamente, Ian.

—Lo haré, te lo juro —prometió él.

Y entonces procedió a mostrarle exactamente cómo pensaba mantener su promesa.

NOTA DE LA AUTORA

Queridos lectores:

He pasado un tiempo maravilloso enredando a las hermanas Loring y a sus amigas en sus animadas guerras del cortejo y ayudándolas a encontrar sus compañeros perfectos. Gracias por acompañarme en sus románticas aventuras.

Próximamente aparecerá una serie nueva de la Regencia titulada «Amantes legendarios», donde las apasionadas y sensuales primas Wilde competirán por seguir las huellas de los más grandes amantes del mundo.

¡Mis mejores deseos y feliz lectura!

Nicole Jordan

ECHA UNA MIRADA FURTIVA A:

DESEAR A UN DUQUE

Nuevo libro de la serie «Amantes Legendarios»

de Nicole Jordán

Londres, mayo de 1816

El destello de seda ambarina le intrigó, aunque no tanto como la encantadora mujer que la vestía.

Repantigado con negligencia contra una columna de su atestado salón de baile, Ashton Wilde, octavo marqués de Beaufort, entornó los ojos mientras la rubia belleza desaparecía a través de las puertas de cristal en dirección a la terraza.

Maura Collyer, la amiga íntima de su hermana menor. ¿Qué diablos se proponía? La curiosidad pugnaba con cierta decepción mientras Ash especulaba sobre el intento de la joven. Parecía como si la señorita Collyer estuviera citándose con uno de sus nobles invitados, el vizconde Deering.

A pesar de su belleza, él nunca había considerado a Maura como una mujer frívola.

Según tenía entendido, ella ni siquiera gustaba a la mayoría de los hombres, y con veinticuatro años hacía tiempo que parecía haberse quedado para vestir santos. Y, sin embargo, había seguido a lord Deering a una terraza iluminada por la luna en medio de un gran baile para lo que parecía una cita furtiva.

Sintiendo que, de pronto, su aburrimiento desaparecía, Ash se apartó de la columna y avanzó abriéndose paso entre aquel mar de invitados llenos de joyas. Había esperado algo mejor de la señorita Collyer.

Torció la boca con irónica diversión ante aquel singular pensamiento. Que la cabeza visible de la escandalosa familia Wilde pudiera condenar a una dama por burlarse de las convenciones sociales acudiendo a una cita de amantes era el colmo de la ironía.

Los Wilde eran legendarios por sus proezas amatorias, y su apellido, sinónimo de descarada despreocupación por las normas que gobernaban la alta sociedad. Y entre todos los miembros de su familia, Ash era a la sazón el mayor infractor de su familia.

Aun así, no podía desterrar por completo su contrariada punzada de disgusto ante la idea de que la amiga más íntima de su hermana tomase como amante a alguien como Deering.

Las puertas de la terraza estaban totalmente abiertas para aliviar el calor de las arañas de luz y de la multitud de cuerpos perfumados que allí había. Al llegar al umbral, Ash se detuvo para que sus ojos se adaptaran a la escasa luz de la terraza y poder ver a la pareja que se hallaba cerca de la balaustrada.

Aunque no abrazados, estaban bastante cerca el uno del otro... o más bien la dama se encontraba frente al caballero. Su posición le ofrecía a Ash una perspectiva de su perfil.

Por lo que pudo distinguir, su delicada mandíbula se mantenía rígida mientras que apretaba con fuerza los puños.

Pensó que no parecía una cita romántica, sino una confrontación. Él podía percibir su queda y apasionada voz implorando al vizconde, aunque el ruido del gentío que charlaba y bailaba tras él ahogaba la mayoría de las palabras.

Ash avanzó un paso más cuando una momentánea pausa en la música trajo hasta sus oídos la apremiante declaración de la señorita Collyer:

—¡Le digo que Emperador no le pertenecía a ella! ¡No tenía ningún derecho a venderlo!

—Tengo en mi poder una escritura legal de venta que afirma lo contrario —respondió Deering con un acento arrogante que, evidentemente, le crispó los nervios a la dama.

La belleza aspiró con intensidad, como si estuviera tratando de controlar sus emociones.

—Entonces permítame que se lo compre... Por favor.

—No puede permitirse mi precio, señorita Collyer.

—Encontraré de algún modo los fondos. Venderé todos los establos si es necesario.

Deering se rió con su característico estilo arrogante, y Ash sintió la misma crispante irritación.

Conocía bastante bien a Rupert Firth, vizconde Deering. De edades similares, ambos habían estudiado en Cambridge al mismo tiempo. Y como él, Deering tenía cabellos negros rizados, un título noble y una importante fortuna. Pero ahí concluían todas sus similitudes. Lo más notable era que el vizconde se estaba volviendo más pequeño, con un cuerpo que se tornaba flácido por abusar del vino de oporto.

A Ashley nunca le había gustado Deering, sobre todo por su pretendida superioridad.

Aquel sentimiento aumentó a medida que proseguía la discusión.

—Puede convencerme... por un precio —dijo Deering con una sonrisa afectada que provocó que Ash quisiera intervenir.

—¿Qué precio? —preguntó la señorita Collyer con cautela.

A modo de respuesta, el noble le pasó un dedo por la garganta hasta el bajo escote de su vestido.

Al ver que ella hacia rechinar los dientes, Ash sintió cierta satisfacción de que no estuviera ni mucho menos solicitando las insinuaciones del vizconde. Sin embargo, le sorprendió su propia reacción violenta: el apremio de rodear a Deering por la garganta con las manos le traspasó el cuerpo.

Entonces éste profirió una queda y seductora risa que aún incrementó más su ira.

—Veo que entiende mi propuesta, señorita Collyer. Si está realmente interesada en recuperar su propiedad, tendrá que acceder a mis deseos. Es usted encantadora. La deseo casi tanto como deseaba su magnífico semental.

Con una mueca de desagrado, ella retrocedió un paso, lejos de su alcance, con la aversión reflejada en todas las líneas de su rostro.

—Lamento tener que declinar su propuesta, milord.

—Debería entender que los mendigos no pueden ser exigentes.

—Aún no soy una mendiga, lord Deering.

El vizconde se aproximó más, pero ella se mantuvo en su terreno.

Cuando él le cubrió el pecho con los dedos y apretó, Ash avanzó un paso hacia ellos.

Pero Maura Collyer, evidentemente, no necesitaba que la defendieran pues le dio al vizconde un buen pisotón. Aunque llevaba zapatos de noche, el impacto debió de dolerle.

Así fue, a juzgar por el gruñido de dolor de Deering.

—¡Su obstinación me recuerda a la de su condenado padre! —Profirió él entre dientes—. Yo no podía convencerle para que vendiera, pero al final encontré un modo de ganar. Su madrastra resultó mucho más complaciente.

Por un momento, la señorita Collyer se quedó paralizada, destrozada. Sólo entonces recordó Ash los resentimientos habidos entre la familia de la joven y el vizconde.

Deering había acusado hacía dos años a su padre de hacer trampas con las cartas, pero Noah Collyer había fallecido antes de que la cuestión pudiera esclarecerse.

Cuando el aristócrata volvió a ponerle la mano en el pecho, ella superó su paralización con ferocidad. Profiriendo una audible maldición, en voz alta, proyectó la rodilla contra los pantalones de satén del vizconde, hacia un punto en especial vulnerable.

Deering profirió un áspero gemido y dobló el cuerpo, asiéndose los testículos.

Entonces, Maura le propinó un puntapié en su otro empeine.

Ash no sabía cuál de sus emociones era más intensa en aquellos momentos, si la diversión, la admiración o la ira.

Se divertía porque hacía años que deseaba hacerle lo mismo a Deering.

Sentía admiración porque muy pocas féminas, aparte de las de su propia familia, tenían carácter o valor para entablar una reyerta física con un hombre considerablemente más fuerte.

Le invadía la ira porque una señorita había sido abordada en su propia casa. Y en especial aquélla, que era amiga de Katharine y, por consiguiente, merecía su protección...

Deering también estaba claramente enojado, de hecho, estaba hecho una furia.

—¡Lo lamentará... condenada bruja! —jadeó, todavía inclinado.

—¡Lo único que lamento es haber pensado que usted era lo bastante honorable como para permitirme defender mi causa! ¡Quería volver a comprar mi caballo, no venderme a usted!

Ella jadeaba tanto como su doliente adversario, pero su dificultad respiratoria procedía más de la indignación que del dolor. Ash podía ver cómo echaba chispas por los ojos.

Cuando apretó los puños como si fuese a propinar un puñetazo al vizconde en su burlón rostro, Ash creyó que había llegado el momento de intervenir:

—Es hora de que usted se despida, Deering —declaró, avanzando a través de la terraza hacia ellos.

Ante su repentina aparición, la señorita Collyer se sobresaltó, mientras que el noble se enderezó dolorosamente.

—Esto no es asunto suyo, Beaufort —replicó Deering.

—Desde luego que lo es. Usted está avasallando a una de mis invitadas.

—¿Que yo la he avasallado? ¡Fue ella quien lo hizo!

Ash reprimió una sonrisa.

—Si estuviera en su lugar, yo no diría algo así, Rupert. Sólo provocará desdén y le convertirá en el hazmerreír de todos. ¿Necesita ayuda para llamar a su carruaje?

—Por todos los infiernos... no. Puedo hacerlo yo mismo.

—Entonces le ruego que lo haga. Ya no es bien recibido aquí.

—Éste no es modo de tratar a un hombre de mi categoría, Beaufort. No puede ordenarme que me marche mientras toma partido por esa bruja.

—Ahórreme sus protestas. Ha recibido exactamente lo que se merecía. Si ella no lo hubiese hecho, le hubiese atacado yo mismo.

La expresión de Deering aún se ensombreció más, aunque tras otra fiera mirada a la señorita Collyer, salió cojeando en dirección al salón de baile.

A solas en la terraza con ella, Ash se volvió y se encontró fijando la mirada en la encantadora imagen de Maura, erguida y con los puños aún cerrados, con las mejillas sonrojadas por la ira y el pecho palpitando con suavidad. Al resplandor de las velas que se proyectaba desde las ventanas del salón de baile, se la veía encendida y hermosa, con los cabellos de color de miel sólo un poco más claros que la seda ambarina bordada en oro que embellecía su alta y esbelta figura.

No estaba acostumbrado a ver a la señorita Collyer ataviada tan a lo moderno. Su vestido de baile era de elegante confección, con mangas cortas y ahuecadas y un escote bajo que ofrecía escasa cobertura a las atractivas ondulaciones de sus senos.

Habitualmente, ella vestía sencillas muselinas o cachemir o —desde la inesperada muerte de su padre de un ataque al corazón hacía dos años— filosedas negras.

Sus largos y blancos guantes de cabritilla le protegían los brazos del frío aire nocturno, pero aún estaba agitándose, sin duda a consecuencia de la ira más que del frío.

Al verla temblar con tanta intensidad, Ash pudo imaginarla en su cama, estremeciéndose poseída por la pasión.

Consciente de la oleada primaria de lujuria que le invadía, refrenó sus inapropiados apremios al mismo tiempo que advertía que una manga de su vestido se le había caído, dejando al descubierto su blanco hombro.

Se acercó a Maura y le subió la manga, tratando de conseguir que su gesto pareciera despreocupado y fraternal.

Ella se sonrojó todavía más, como si de repente comprendiera que él había sido testigo de todo lo sucedido, así como de las innobles propuestas sexuales del vizconde.

Cuando Ash acabó de recolocarle la manga, ella se volvió rápidamente hacia las puertas de cristal. Pero él la detuvo con un ligero toque en su brazo enguantado.

—Debería quedarse aquí unos instantes. No puede regresar al salón de baile tan despeinada y turbada.

—No estoy turbada, estoy furiosa.

—No emplee subterfugios. Es lo mismo. Está echando fuego. Asustará a todos mis invitados.

Ella hizo una mueca de frustración, pero pareció estar de acuerdo con él, porque tras una breve vacilación, fue hacia la balaustrada y se aferró a la piedra gris.

—¿Por qué está usted aquí, lord Beaufort? Se supone que debe estar ejerciendo de anfitrión junto a su hermana.

Ash se reunió con ella en la balaustrada y respondió con sinceridad.

—Despertó mi curiosidad cuando siguió a Deering aquí. Pensé que podía tener una aventura amorosa con su amante.

—¿Con lord Deering? —Ella pareció horrorizada y asqueada—. Antes tomaría a una serpiente como amante... Aunque no pienso tomar ninguna clase de amante —se apresuró a añadir—. Ni creo que sea de su incumbencia si así lo hiciese.

Ash dejó que su intrigante negación pasara desapercibida.

—Comprendí que le desagradaba cuando oí su conversación por casualidad.

—¿No le han enseñado nunca que no está bien escuchar a escondidas? —murmuró ella.

Él sonrió ante su pregunta.

—Cierto número de personas han intentado enseñarme modales corteses, pero me temo que poco de todo eso arraigó en mí. Sin embargo, en su caso, no fue la grosería lo que me indujo a escuchar a escondidas.

—¿No?

—No. Disfruto con los misterios, y estaba sufriendo un nuevo y fatal caso de aburrimiento. Cuando la vi desaparecer, pensé encantado que iba a suceder algo interesante esta noche. Y entonces me quedé aquí en la terraza, por si usted necesitaba mi protección.

Ella le dirigió una mirada de irritación.

—No necesito su protección. Puedo defenderme sola.

—Es evidente —repuso Ash con una sonrisa. Sus ojos de color avellana aún estaban encendidos—. Si las miradas pudieran matar, en estos momentos Deering estaría ya muerto. Usted le dejó castrado, por así decirlo.

—Ojalá pudiera haber sido de modo permanente —respondió Maura apretando los dientes.

Su agitación resultaba aún visible, y parecía decidida a destrozar sus guantes de cabritilla contra la áspera piedra.

En aquel momento las voces del salón de baile se hicieron más sonoras, fluyendo a través de las puertas abiertas tras ellos. No deseoso de contar con público, Ash, en un inesperado impulso, apartó los dedos de la señorita Collyer de la balaustrada.

—Venga conmigo —le ordenó, cogiéndola de la mano.

Volviéndose hacia los peldaños de la terraza, tiró de ella tras él.

—¿Adónde me lleva? —inquirió Maura tratando de retroceder.

—Sólo abajo, al jardín, para que pueda tranquilizarse. Necesita tiempo para recuperar la compostura.

Ella le acompañó, aunque con bastante desgana.

Mientras la conducía por los amplios peldaños de mármol, Ash trató de analizar por qué se sentía tan protector con ella, y lo que le resultaba más inexplicable, por qué se sentía tan inesperadamente posesivo hacia ella.

Su declaración, hacía unos momentos, acerca de que no deseaba tener ningún amante le producía una singular satisfacción. Nunca había oído decir que Maura Collyer se implicara en ninguna relación romántica. Sin embargo, eso no significaba que no se las hubiese permitido discretamente.

Suponía que su sentido protector era resultado de la estrecha relación de ella con su hermana Katharine y su prima Skye. Las tres muchachas se habían hecho amigas íntimas hacía años mientras estudiaban en un selecto internado.

Al igual que Katharine, Maura era única en el sentido de que disfrutaba más con pasatiempos masculinos de lo que era característico en otras mujeres. Desde luego, tampoco la cría de caballos de carreras era una profesión propia de damas. Tras perder a su padre de manera tan inesperada, Maura se retiró al campo y se dedicó plenamente a mejorar los establos de crianza que había heredado para poder mantenerse.

Ash siempre se había sentido impresionado por su fuerza y su espíritu. No obstante, había mantenido las manos lejos de ella porque la consideraba prohibida.

Pero desde luego que se había fijado en ella. De hecho, ya lo había hecho cuando Maura cumplió los dieciséis. ¿Qué hombre con sangre en las venas no lo hubiese hecho? Hubiese tenido que estar muerto para no sentir la atracción que una belleza como Maura despertaba. Pero un caballero no corría por ahí seduciendo a inocentes colegialas, y menos a una compañera de clase de su hermana.

Maura, evidentemente, ya no era una niña. Ash era plenamente consciente de su cuerpo esbelto y maduro mientras llegaban al jardín que estaba bajo la terraza. Ahora también se había librado del luto de su padre, lo que la convertía en un objetivo oportuno si se decidía a perseguirla.

La idea le intrigó, aunque por el momento la dejó de lado mientras la guiaba por un sendero iluminado de vez en cuando por algún farol.

—Tal vez debería sentarse —le aconsejó conduciéndola hacia un banco de piedra sombreado por una lila.

Ella no hizo caso de su sugerencia, sino que se soltó de su mano y comenzó a pasear de un lado para otro por el sendero enlosado.

La diversión retorció la boca de Ash mientras se sentaba en el banco en vez de hacerlo ella. Dispuesto a consentirla, extendió sus largas piernas ante él y cruzó los tobillos.

Pese a que le gustaba observarla, sabía que sería mucho más galante de su parte si intentaba distraerla para que se le pasaran los nervios.

Por lo tanto, interrumpió el silencio al cabo de unos momentos.

—Permítame ofrecerle mis disculpas, señorita Collyer.

—¿Por qué? —preguntó ella distraída.

—Lamento que haya tenido que sufrir el acoso de Deering.

—Usted no es culpable de su indignante comportamiento.

—No, pero ésta es mi casa, y soy responsable de las acciones de mis invitados.

—Tal vez, pero Deering está muy lejos de ser un caballero. ¡Qué descaro el suyo! —murmuró entre dientes—. Pensar que yo podía tener algún interés en venderme a él.

—Usted lo manejó muy bien. Me admira. ¿Dónde aprendió ese truco para incapacitar a un hombre?

—De Gandy, mi mayordomo. En el mundo de las carreras hay algunos personajes desagradables, y Gandy quería que yo estuviera preparada por si me encontraba con alguno de ellos.

—Creí que Katharine y Skye eran las únicas féminas de buena familia expertas en autodefensa. Yo mismo le enseñé a Kate ese truco.

Al ver que no obtenía respuesta, Ash prosiguió con aire despreocupado.

—Debo agradecérselo. Su altercado le dio sabor a mi noche y me ahorró un aburrimiento insoportable.

Su declaración pareció atraer su atención por un momento, o por lo menos logró que se detuviera para mirarle.

—¿Por qué celebra un baile en su casa si le hastían tanto?

—Ya sabe por qué. Porque Katharine me lo pidió.

—¿Y nunca le niega nada?

—¡Vaya! Pues sí, a menudo, pero en este caso estaba cumpliendo con mi deber de hermano mayor. Ella afirmó que por fin estaba dispuesta a buscar marido, con gran sorpresa por mi parte.

—También a mí me sorprende —reconoció Maura, reanudando sus paseos.

Francamente, a Ash le había sorprendido Katharine hacía dos semanas cuando, de pronto, le anunció su deseo de encontrar marido y solicitó un baile para ayudarla en su búsqueda de candidatos adecuados.

Pero en aquellos momentos, él no estaba interesado en las perspectivas matrimoniales de su hermana. En lugar de eso, deseaba saber qué había conducido a la amiga más íntima de ésta a enfrentarse con uno de sus nobles invitados. Y muy especialmente, por qué Deering había supuesto que los encantos de Maura Collyer estaban en venta...

Título original: To desire a wicked duke

© De la ilustración de la cubierta, Alan Ayers

© De la fotografía de la autora, Wayne Johnson

© Anne Bushyhead, 2011

Publicado de acuerdo con Ute Körner Literary Agent, S. L., Barcelona,

www.uklitag.com, y Books Crossing Borders Inc., Nueva York

© De la traducción, J. G. Monforte, 2012

© Editorial Planeta, S. A., 2012

Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)

Los personajes, eventos y sucesos presentados en esta obra son ficticios. Cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia

Primera edición en libro electrónico (epub): enero de 2012

ISBN: 978-84-08-00330-4 (epub)

Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L.

www.newcomlab.com

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12/12/2013