CAPÍTULO 12

«Ian cree que tengo buen corazón y que soy idealista. Sin embargo, sólo ayudamos a aquellos que se merecen nuestra compasión.»

Anotación en el diario de la señorita Tess Blanchard

Ian prosiguió sus lecciones sobre pasión aquella tarde, aunque haciendo algunas concesiones a la sensibilidad de Tess. Sus sentidos, sobreexcitados, aún estaban al rojo vivo cuando retornó a su habitación, más tarde, para vestirse para la cena. Cosas tan simples como llamar a su doncella o escoger qué vestido ponerse le costaron lo suyo.

Alice estaba arreglándole los cabellos cuando Fanny llamó a su puerta y se paseó por la habitación. Con un gran bostezo, dijo que acababa de levantarse de echar una siesta tras haber estado buena parte de la noche vigilando la cueva, cosa que había resultado del todo inútil.

—Desanima que nuestros esfuerzos no den resultado —se lamentó la cortesana—. Anoche no vimos a ningún contrabandista. No vimos a nadie, de hecho.

Tess se disponía a responder que era demasiado pronto para dar su plan por fracasado cuando la interrumpió un grito repentino.

Las tres mujeres se sobresaltaron ante un ruido tan extraño. Sin embargo sólo Alice parecía estar asustada.

—¿Será el fantasma? —susurró.

Cuando el espeluznante grito surgió de nuevo, procedente de la chimenea —algo que estaba entre un gemido y un grito atormentado— a Tess se le pusieron los pelos de punta.

Alice exclamó «¡Que el cielo nos ayude!», mientras Tess se levantaba del tocador y avanzaba hacia el fuego.

—Milady... por favor, tenga cuidado —le rogó Alice.

—Lo haré —murmuró Tess a su vez—. Creo que era un grito humano y no el de un fantasma.

Cogió un atizador de la chimenea para utilizarlo como arma y se acercó al panel secreto que habían descubierto el día anterior. Echando una mirada tras ella, vio que Fanny también se había armado con una gran estatuilla de porcelana china.

Respirando lentamente para intentar tranquilizarse, Tess presionó el pestillo y deslizó el panel a un lado. Aunque el pasadizo estaba bastante oscuro, sí pudo oír cómo alguien respiraba, fatigado, a su izquierda.

Aferrando con más fuerza el atizador, Tess miró con atención en el interior. Ante su sorpresa, vio el cuerpo de un hombre allí tendido. Se movía, inquieto sobre su espalda.

Era evidente que no estaba muerto, aunque parecía dormido. En aquel momento, volvió a gritar, probablemente en sueños.

Reprimiendo una mueca, Tess llamó a su doncella en voz baja:

—Alice, hay un hombre durmiendo en el pasadizo. Ve a buscar al duque... rápido. Y haz venir a todos los lacayos que puedas encontrar. Creo que hemos resuelto el misterio del fantasma de nuestro castillo.

Tras un instante de vacilación, Alice se apresuró a cumplir sus órdenes. Tess se puso de rodillas y avanzó poco a poco por el pasadizo, aunque manteniendo el atizador de hierro empuñado.

El hombre que allí dormía iba vestido con una chaqueta andrajosa y pantalones y despedía el mismo olor nauseabundo que recordaba de su pesadilla. Dudaba si despertarle cuando él, de repente, abrió los ojos y se esforzó por incorporarse. Al ver a Tess se encogió, alarmado.

Ésta advirtió que la manga izquierda de la chaqueta le colgaba. Había perdido un brazo. Sus rasgos eran enjutos. Estaba mugriento y rojo por la fiebre.

De pronto, el temor de Tess disminuyó. Ya había visto a muchos hombres así durante los dos últimos años. Desesperadas reliquias de humanidad que yacían en camas de hospitales, si es que habían sido lo bastante afortunados como para tener incluso una cama en la que descansar. Eran antiguos soldados y marinos, andrajosos y a menudo tullidos, sucios y en los huesos, con terribles recuerdos que les hacían gritar entre sueños.

Cuando la puerta de su dormitorio se abrió de golpe para dar acceso a un lacayo, el manco chilló y se cubrió el rostro. Era la reacción típica de los soldados que habían visto el horror de la batalla.

Tess levantó con rapidez una mano y el sirviente se detuvo. Con voz tranquilizadora le dijo a aquel asustado individuo:

—No pasa nada, no voy a permitir que nadie le haga daño.

Él parpadeó a la tenue luz.

—Sal, ¿eres tú?

Tess vaciló, preguntándose si debería simular ser otra persona para calmar su ansiedad.

—¿Quiere salir, por favor? —le pidió—. Ahí hace mucho frío. Debe de estar helado.

—¿Eh? —El hombre se volvió hacia Tess—. Estoy un poco sordo de un oído.

Ella repitió la pregunta levantando la voz. Al ver que asentía, Tess retrocedió, pero siguió de rodillas, tratando de no asustarle.

El hombre por fin salió a gatas del pasadizo, pero permaneció encorvado, como un animal cauteloso, lanzando miradas en torno de la habitación hasta que, finalmente, fijó sus ojos en Tess.

—Tú no eres Sal.

—No, me llamo Tess —dijo ella con dulzura.

—Creí que era Sal... mi hija.

—¿Cómo se llama, señor?

—Ned... Ned Crutchley.

—¿Fue usted soldado, Ned?

—Sí, artillero. Serví en la Artillería Real a las órdenes de lord Mulgrave.

Aquello explicaba sin duda que hubiera perdido el oído, pensó Tess. Los cañonazos habían dejado sordo a más de un artillero.

—Parece enfermo, Ned. ¿Tiene fiebre?

—Sí, bastante. Perdí un brazo en Waterloo. Nunca he llegado a curarme del todo. A veces me da una fiebre terrible.

Tess sintió que se le rompía el corazón. Por los terribles relatos que había oído sobre la batalla de Waterloo, en la que los ejércitos aliados habían conseguido derrotar por fin a

Napoleón Bonaparte, el choque había sido un verdadero infierno. Se había vertido muchísima sangre y se habían perdido muchas vidas, incluida la de su amado Richard.

Y los supervivientes a veces sufrían traumas de por vida.

Lo sabía porque había pasado infinitas horas sentada junto a los lechos de heridos y veteranos de guerra mutilados, sosteniendo sus manos frágiles, a veces leyendo en voz alta, otras cantando, otras, simplemente, hablándoles e intentando tranquilizarlos.

Reconociendo la grave situación de Ned, Tess tomó una decisión. Había que hacer que se sintiera a salvo. Más tarde ya resolverían la cuestión de lo que había hecho.

Sin embargo, en aquel momento distinguió unas fuertes pisadas. Al cabo de un instante, Ian irrumpió en la habitación, pistola en mano y con cara de pocos amigos.

Cuando Ned dio un salto y trató de volver a meterse en el pasadizo reptando, Tess le puso la mano en el hombro con suavidad. Luego, le dijo:

—No pasa nada, Ned. Esto es asunto mío, Ian. Él tampoco va a causarle daño, se lo prometo.

Ned se quedó más tranquila al oír aquella voz relajante. Entonces, de pronto, se desplomó en la alfombra. Se acurrucó en posición fetal y yació allí, encogido de vergüenza, cubriéndose un oído con la mano mientras se balanceaba y gemía.

Tess pareció oír un sollozo. La enfurecía pensar que alguien que había dado tanto por su patria se hubiera convertido en una masa temblorosa y llena de temor.

Tragando saliva, se aproximó para acariciar el brazo sano de Ned mientras fijaba los ojos en su marido con determinación.

—Ian —le dijo tranquilamene, como si no se le estuviera rompiendo el corazón—. Éste es Ned Crutchley. Tiene fiebre y sufre heridas de guerra. Voy a ocuparme de él.

El hecho de que su «fantasma» hubiera resultado ser un pobre veterano de guerra herido que sufría problemas mentales pilló a Ian por sorpresa. Lo que no le sorprendió en absoluto era que Tess decidiera defender al intruso. Por su propia seguridad, quería prohibírselo, pero respetó su decisión por la valerosa compasión que implicaba.

Pese a su preocupación, Ian cerró la boca y observó cómo ella trataba de calmar a aquel tembloroso individuo.

Cuando por fin cesaron los quejidos de Ned, se había quedado hecho un ovillo en el suelo, mudo y tiritando. Tess se levantó y fue a buscar un edredón de su cama con el que cubrió su demacrado cuerpo.

Entretanto, ya se había reunido una pequeña multitud en el pasillo. Al distinguir a la señora Hiddleston, Tess la llamó con discreción para que entrara en la habitación.

—¿Conoce usted a este hombre, señora Hiddleston? —murmuró.

—Sí, desde luego, milady. Crutchley regresó de la guerra algo trastornado.

—¿Vive cerca de aquí?

—A decir verdad, no sé donde vive ahora. En otro tiempo compartía una casa con su hija en Fowey, pero ella falleció mientras él estaba en el frente.

Fowey era el pueblo de pescadores más próximo, pero aun así, quedaba a cierta distancia de allí. Tess tensó la boca.

—Entonces esta noche dormirá en Falwell. Prepare un dormitorio, por favor.

El ama de llaves pareció un tanto horrorizada.

—¿Está segura, milady?

—Completamente. Está enfermo y muerto de hambre. Necesita calor, comida y un médico.

La señora Hiddleston frunció el cejo, pero apretó los labios pensativa.

—Hay una habitación pequeña cerca de las cocinas que siempre está caldeada por los fogones cercanos. Podría instalarle una cama allí.

—Perfecto, gracias.

La mujer aún vacilaba, lanzando una mirada crítica a Crutchley antes de formular otra objeción:

—Sin duda tendrá piojos.

—Después quemaremos las sábanas. Cuando le haya preparado una cama, desearía que me trajese algo de caldo y un poco de pan con queso para empezar. Y agua fría y unos paños para que yo pueda tratar de bajarle la fiebre.

Ian se adelantó para dar sus propias órdenes:

—Y dígale a Hiddleston que avise ahora mismo al doctor.

Tess le dirigió una mirada de agradecimiento, volviéndose después hacia Crutchley y arrodillándose junto a él una vez más.

—¿Ned? ¿Me acompaña, por favor?

Él abrió los ojos.

—¿Dónde?

—A la cama. Necesita comer y descansar.

Él escudriñó su rostro durante largo rato. Luego, confiando evidentemente en ella, asintió sin decir palabra.

Cuando Tess se disponía a ayudarle para que se levantase, otro lacayo, Fletcher, se adelantó para ayudarla. Envolviendo con el edredón los hombros de Ned, Tess le acompañó hacia la puerta, encontrándose con la mirada de Ian mientras pasaba. Ella estaba claramente trastornada, aunque no había señales de aflicción ni ira en su voz —sólo dulce consuelo— cuando le explicó a Crutchley dónde le llevaban.

Le condujeron escaleras abajo hasta la cocina, donde aguardaban los Hiddleston.

Haciéndole entrar en una pequeña habitación próxima, en la que había un catre con un montón de mantas, Tess hizo que su paciente se metiera en la cama en seguida.

Tras despedir a los sirvientes para disfrutar de intimidad, Tess se sentó en un taburete junto a Ned y le aplicó un trapo frío y mojado sobre la frente. Ian la dejó hacer, pero ordenó a Fletcher que permaneciera atento en el pasillo. El mismo Ian se quedó en la habitación para vigilarla y custodiarla por si el antiguo soldado se ponía violento.

Cuando por fin los temblores de Ned cesaron, Tess comenzó a hacerle preguntas sencillas mientras le daba cucharadas de caldo de pollo caliente.

—¿Puede decirme dónde vive, Ned?

—Ahora no tengo casa.

Tess hizo una pausa, luchando por ocultar su consternación.

—¿Dónde duerme entonces?

Él frunció el cejo como si tratara de recordar.

—A veces en una cueva.

—¿En la cueva que hay bajo el castillo de Falwell?

—No... en la que queda por encima del camino de Fowey.

Ella le dio otra cucharada.

—¿El pueblo donde vivía con su hija? Eso queda a unos dos kilómetros de aquí, ¿verdad?

—Sí, señora.

—¿Qué le trajo entonces a Falwell?

Al ver que se removía incómodo bajo las mantas, Tess le dirigió una de sus más dulces sonrisas.

—No me enfadaré, Ned. Sólo siento curiosidad por enterarme de cómo acabó usted en el pasadizo secreto que hay tras la pared de mi dormitorio.

Ante su avergonzado silencio, Tess le dijo:

—Usted entró en mi habitación la otra noche, ¿no es así? Y me tocó la cara mientras dormía.

Él bajó la mirada.

—Sí, estaba tan hermosa... Pensé... me recordó a Sal... mi hija. Sal está ahora en el cielo.

Su expresión se tornó contrita mientras volvía a mirarla.

—Le ruego humildemente que me perdone, señora.

Ella suavizó aún más la voz.

—Le perdono, Ned. De verdad, me siento halagada. —Sus preguntas cesaron durante unos minutos mientras le daba de comer—. Bien, ahora se ha acabado el caldo. ¿Le apetecería un poco de pan con queso?

Al ver que sus apenados ojos chispeaban de entusiasmo, Tess dejó a un lado el cazo vacío y dividió el pan en pedacitos pequeños. Mientras Ned se comía el pan y el queso, ella consiguió que le contase por qué había simulado ser el fantasma del castillo. Su paciente cordialidad no sólo le calmó, sino que pareció agradecerle su deseo de ayudar. Ian contuvo su propia impaciencia, ya que los métodos de ella parecían estar dando su fruto.

—¿Era usted quien hacía sonar las cadenas todas aquellas veces, Ned? —preguntó

Tess con aire despreocupado.

—Sí... era yo... pero no era yo el de las voces.

—¿Qué voces?

—Las que yo oía. Había verdaderos fantasmas en aquellas torres.

Tess se tomó su tiempo para responder. No quería desilusionar a Ned, aunque aquello era, lo más seguro, alucinaciones.

—¿Cómo conseguía hacer sonar las cadenas? A mí me parecían las de un fantasma de verdad.

—A veces subía al tejado y golpeaba las cadenas contra la chimenea. Y otras veces lo hacía en los pasadizos.

—Pero ¿por qué?

—Para asustarla y mantenerla alejada. Jolly no quería que usted fisgoneara por ahí. Si pensaba que había un fantasma, quizá se marchase.

—¿Quién es Jolly?

—Jolly Banks. Él me pagaba un chelín por encantar el castillo.

De pronto, Ned apretó los labios, como si comprendiera que había traicionado una confidencia. Cuando Tess le preguntó por qué Jolly querría que ella se fuese, sus rasgos se ensombrecieron.

—No puedo decir más.

Ian intervino entonces.

—¿Cómo consiguió entrar en el castillo? ¿A través de la cueva y luego del túnel?

Ned se sobresaltó, como si hubiese olvidado que había alguien más que Tess con él en la habitación. Observando a Ian con cautela, asintió:

—Sí. El túnel conduce a la torre, y desde allí se puede llegar al tejado.

Tess volvió a dirigir la conversación con voz suave:

—¿Quién más conoce la entrada de la cueva, Ned?

—No lo sé, señora. Supongo que sólo la banda de Jolly. En otro tiempo su bisabuelo era el jefe de los guardas de los jardines.

—Me preocupa que cualquier extraño pueda irrumpir en nuestra casa y causarnos algún daño.

La expresión de Ned se tornó consternada.

—Yo nunca le hubiese hecho daño, señora, lo juro.

Tess sonrió.

—Le creo, Ned. De verdad. Pero eso no significa que Jolly piense lo mismo. Después de todo, él le pidió que nos echase.

Ante su observación, Ned permaneció inmóvil, invadido por el remordimiento. Por fin, permitió que Tess le hiciera más preguntas para saber más sobre aquel asunto, en especial sobre el hecho de que aquel verano Jolly Banks le hubiera pagado para «encantar» el castillo y asustar a los sirvientes para que se mantuvieran lejos de la cueva que estaba bajo el acantilado y para que hiciera lo mismo cuando llegasen los duques.

Cuando Ian le interrumpió una vez más para preguntarle si los tres cofres que había en la cueva pertenecían a Banks, Ned frunció el cejo mientras trataba de recordar.

—Sí, Jolly me dijo que guardase bien esos cofres.

Por las incoherentes explicaciones de Ned, llegaron a la conclusión de que una banda de ladrones dirigida por Banks había utilizado el antiguo escondite de los contrabandistas para almacenar sus artículos robados. Ned llegó hasta el punto de confesar que él estaba relacionado con los ladrones, aunque el papel exacto que había desempeñado resultó menos claro.

Había acabado con las últimas migajas de pan y queso cuando se dejó caer, agotado, sobre las almohadas.

—No puedo decirle más, señora; si no, Jolly me matará.

Tess lanzó una mirada de preocupación a Ian, al tiempo que ponía fin a la charla.

—Discúlpeme, Ned. No debería haberle presionado tanto. Necesita descansar. Parece agotado.

—Gracias por la comida, señora —respondió el hombre.

—Es usted bien recibido. ¿Quiere más?

—¿Podría beber un poco de cerveza? Estoy seco.

—Desde luego que puede tomar cerveza. Debería haber pensado en ello.

Cogió el plato y el cuenco vacíos y se levantó al tiempo que sonaba un golpecito en la puerta.

Un anciano entró en la habitación llevando un maletín médico, y se inclinó primero ante Ian y luego ante Tess.

—Milord, milady, he venido en cuanto he podido. ¿En qué puedo ayudarles?

Tras asegurar a Ned que el facultativo estaba allí para ayudar, Tess siguió a Ian fuera de la habitación para que el paciente pudiera ser examinado. En el pasillo ella le entregó los platos vacíos a Fletcher y le pidió que fuese a buscar una pinta de cerveza para Ned.

—Es terrible —le murmuró a Ian cuando estuvieron solos— que Ned se encontrara sin hogar y vestido con harapos. Era un soldado como Richard. A hombres como ése les debemos más de lo que nunca podremos devolverles. Y pensar que esos ladrones pueden haberle involucrado en sus delitos... ¿Crees que Ned es un delincuente? —le preguntó a Ian con preocupación.

—Todavía no podemos saberlo —replicó él—. Tendremos que seguir interrogándole por la mañana para descubrir más cosas sobre Banks y su banda.

Tess asintió de mala gana.

—Supongo que sí pero, por favor, recuerda, la amabilidad conduce mucho más lejos que las amenazas.

Él curvó la boca de manera irónica.

—No me atrevería a amenazarle, amor, contigo montando guardia para protegerle como una tigresa.

Ella le dedicó una suave sonrisa. Luego empezó a dar vueltas por el pasillo durante unos veinte minutos, hasta que el médico salió de la habitación para darles su informe.

—El muñón del brazo está en carne viva e inflamado, pero no putrefacto del todo. Le he lavado y vendado la herida y le he administrado un somnífero. Dormirá hasta mañana, por lo menos.

Sólo la garantía del anciano convenció a Tess para que dejase dormir a Ned. Ian le hizo jurar que guardaría el secreto y se aseguró de que la puerta quedaba cerrada y con un lacayo montando guardia afuera.

Entonces, antes de acompañar a Tess a su estudio, Ian les pidió a los Hiddleston que se reunieran con ellos, junto con Basil Eddowes y Fanny Irwin.

Discutieron durante un rato las nuevas revelaciones con el mayordomo y el ama de llaves. Hiddleston conocía a Jolly Banks y le identificó como un contrabandista local del pueblo costero de Polperro. El mayordomo tampoco se sintió sorprendido al enterarse de que Banks podía ser el jefe de una banda, puesto que ya conocía su tendencia a la depravación.

—Sin embargo, Banks no contará con mucho apoyo en su nueva profesión —aventuró el sirviente— si él y sus secuaces van perjudicando por ahí a la gente corriente, robando e hiriendo de modo indiscriminado.

Ian, por fin, les dio las gracias a ambos sirvientes y les despidió.

Cuando se hubieron marchado, Tess fue la primera en interrumpir el silencio:

—¿Qué vamos a hacer ahora? Está claro que Banks es peligroso. Alguien tiene que

Poner fin a sus fechorías.

—Lo haré yo —replicó Ian.

—¿Cómo? No nos basta con nuestros lacayos para actuar en contra de una banda de delincuentes, ¿verdad?

—No es preciso que actuemos solos. Probablemente, Hiddleston tiene razón. Podemos confiar en que los criados de la casa no están confabulados con los ladrones. Es hora de hablar con las autoridades locales, tal vez incluso con la milicia del condado. Haré venir al párroco Potts por la mañana. Me gustaría conocer su opinión acerca del mejor modo de proceder. Lo importante es capturar a Banks y a sus compinches con su botín... o, en su defecto, pillarles con las manos en la masa.

—¿Quieres decir atraerles de algún modo con un engaño?

—Sí.

—¿Y qué hay de Crutchley? —Preguntó Eddowes—. Si él ha participado en los robos, entonces es un delincuente común y debería ir a la cárcel.

Ante su lógica pregunta, Tess se puso en tensión y dirigió una mirada implorante a Ian.

—Ya has visto a Ned. Su capacidad mental está claramente dañada. Aunque ayudase a Banks, no debería ser tratado de igual modo que un delincuente.

Observando a Tess, Ian sintió que se le encogía el corazón. Era duro mostrarse cínico ante su sincera preocupación, por lo que decidió ayudarla a defender a su herido veterano.

—No, no debería serlo —convino.

—E incluso si no es inocente, no podemos echarle a la calle sin más. Ya le has oído, dijo que Banks podía matarle por lo que nos ha contado a nosotros.

—Puede quedarse en Falwell algunos días más mientras pensamos en algo.

—Gracias —dijo ella con fervor.

Su promesa pareció tranquilizar a Tess lo suficiente como para poder cenar un rato después, aunque no comió gran cosa y se dedicó a juguetear con la comida. Durante el resto de la velada, ella insistió en ir a ver dos veces a Ned. Sólo cuando le encontró durmiendo apaciblemente en su segunda visita, acompañó a Ian a su dormitorio.

Sin embargo, mientras se preparaba para acostarse, sus pensamientos aún seguían con el veterano.

—¿Qué le sucederá a Ned si es culpable de esos robos?

—Será arrestado y conducido ante el juez de paz local. Si es acusado, entonces se verá legamente obligado a comparecer ante un tribunal para ser procesado.

—Tiene que haber algo que podamos hacer. Aguardar la vista puede tardar semanas, cuando no meses, y él tendría que permanecer encerrado durante todo ese tiempo.

Está enfermo, Ian, y necesita cuidados médicos. No le dejaré sufrir de ese modo y no voy a permitir que vaya a prisión. Podría morir.

Había una obstinada resolución en su tono de voz que Ian reconoció al instante.

—Comprenderás que no puedes salvar a todas las pobres almas que se crucen en tu camino.

—Tal vez no, pero puedo intentarlo. Y tú también puedes.

Le miró, seria.

—Sé que harás lo que es justo y que ayudarás a Ned. Desde luego, tú eres lo bastante listo como para hallar un modo de salvarle.

Ian agitó la cabeza divertido, aunque de mala gana, comprendiendo que Tess estaba utilizando una vez más sus artes persuasivas con él. Pero en ese justo instante no tenía intención alguna de discutir con ella.

—¿Por qué no nos enteramos primero del alcance de su implicación antes de preocuparnos acerca de cómo salvarle?

—No puedo evitarlo —dijo ella con un suspiro—. Estoy preocupada por él.

—Lo sé, querida. Llevas en la sangre el preocuparte por los demás.

Apagó las lámparas y se reunió junto a ella en la cama. Suponiendo que estaría demasiado preocupada para pensar en sexo, la atrajo hacia sí, con la intención de sostenerla. Para su sorpresa, ella levantó el rostro ansiosamente esperando su beso.

La dulce pasión que le mostró durante la siguiente hora no parecía ser gratitud, sino deseo sincero.

Después, ambos consiguieron dormir. Tess se levantó mucho antes de despuntar el día, lo que significó para Ian que también tuviera que levantarse.

La fiebre de Ned había bajado y parecía encontrarse mucho mejor que el día anterior.

Comió unas gachas claras con apetito y pidió más. Aun así, tenía los nervios tan a flor de piel que se sobresaltaba ante cualquier movimiento repentino o sonido. Y se ponía nervioso en extremo si se le hablaba de Jolly Banks.

Aunque, por fin, consiguieron hacerle confesar. Admitía que había actuado como centinela para Banks y su banda cuando robaron más de doce casas durante el verano anterior y el otoño.

Por lo menos, Ned decía saber cuándo planeaba Banks regresar a las cuevas para recoger los cofres del botín. Iba a hacerlo el domingo por la noche, al cabo de tres días, puesto que los domingos los agentes de aduanas no estaban tan vigilantes.

—Jolly hubiera aguardado otra semana más, hasta que se ocultara la luna, pero estaba preocupado por lo que el duque pudiera hacer. —Echó una cautelosa mirada a Ian antes de proseguir—: Por eso había adelantado la operación.

Cuando Tess y Ian salieron de la habitación para que Ned pudiera dormir, ella desahogó su ira.

—¡No hay derecho! —Exclamó con los ojos sombríos por la indignación—. Le utilizaron para sus propios y asquerosos fines, y ahora será encarcelado o incluso colgado.

—No irá a prisión —prometió Ian.

—¿Cómo podremos evitarlo? Puede que Ned declare contra Banks, pero dada su reducida capacidad mental, quizá su palabra no sea suficiente para que se levanten los cargos. Además, Banks puede echar toda la culpa a Ned o dejarle sin defensa alguna.

—Si la información que Ned nos facilita sirve para capturar a los ladrones, entonces los tribunales mostrarán indulgencia.

—Pero ¿y si no puede ayudarnos?

—Deja de preocuparte, Tess. Un duque cuenta con amplios poderes. Los utilizaré todos con buen fin. También tengo una fortuna a mi disposición. Como mínimo, convenceré a las víctimas de Banks para que dejen a Ned fuera del caso. Es probable que se muestren más indulgentes si puedo hacer que recuperen sus propiedades robadas y si me ofrezco a compensarles por cualquier inconveniencia que hayan sufrido como resultado de los robos.

Dejando su ira atrás, Tess miró a Ian esperanzada.

—¿Harías eso por Ned?

—No, lo haría por ti.

Tess se puso de rodillas y le besó en la mejilla con dulzura.

—Sabía que no eras todo lo perverso que siempre has pretendido ser.

Con su habitual optimismo, se volvió y se dirigió hacia la cocina con la bandeja del desayuno del paciente, dejando a Ian con una sonrisa en los labios.

Por lo menos parecía haber conseguido algún progreso para convencer a Tess de que tenía corazón. Y lo más sorprendente: después de que durante los cuatro últimos años se había empeñado en demostrar exactamente lo contrario.