CAPÍTULO 16
«Es terrible enterarse de por qué Ian me ha ocultado la verdad durante todo este tiempo.»
Anotación en el diario de la señorita Tess Blanchard
Desde el momento en que comenzó a sospechar el subterfugio de Ian, Tess se sintió con los nervios de punta. Sin duda, era una necia por desear su retorno, pero estaba ansiosa por conocer cuáles habían sido sus motivos. No, se dijo con firmeza. También le echaba mucho de menos.
Tal vez su desasosiego se debiera en parte al hecho de que tenía que instalarse en la magnífica mansión ducal de Ian en Cavendish Square. Ella pidió sus propias habitaciones, pero sin que Ian estuviera resultaba incómodo establecerse allí, con tantos sirvientes, mucho más formales que los de Falwell.
Por lo menos tenía a Dorothy para hacerle compañía. Cuando Ian llegó por fin a casa el viernes por la tarde, Tess se hallaba ausente realizando visitas con la anciana dama. Al ser informada de que el duque se encontraba en su estudio, Tess se disculpó con Dorothy y entregó sus prendas de abrigo al arrogante mayordomo para ir en busca de su marido.
La puerta del estudio estaba cerrada, pero cuando ella dio unos ligeros golpecitos, fue invitada a entrar de inmediato. Encontró a Rotham sentado tras su escritorio. Su expresión seguía siendo sombría cuando la saludó, aunque dejó cortésmente a un lado su pluma y se levantó.
Como no quería parecer demasiado ansiosa por verle, Tess le dijo como si nada:
—Confío en que tus asuntos en Falmouth hayan salido como esperabas.
—Sí, Banks y sus secuaces están en prisión a la espera de juicio.
—Bien —respondió ella.
—¿Cómo está Crutchley? —preguntó Ian.
—Creo que su estado mental parece haber mejorado un poco. Ya no tiembla ante su propia sombra. Y ahora que cuenta con los cuidados adecuados, confío que se recupere lo suficiente para encontrar algún día un empleo provechoso. Ganarse su propio sustento puede ayudar a Ned a recobrar su dignidad y darle una razón para vivir.
Al ver que Ian asentía con la cabeza, Tess vaciló. La severa formalidad de su conversación le resultaba sumamente incómoda. Sin embargo, debería alegrarse por la fría barrera que se levantaba entre ellos. Aquello era precisamente lo que había deseado, ¿no era así?
—¿Deseas algo en particular de mí? —la instó Ian.
—Bien... —Al distinguir el vacilante temblor de su voz, Tess se reprendió. No tenía ninguna razón para sentirse tan incómoda. Tenía todo el derecho a interrogar a Ian sobre su posible implicación en sus asuntos de beneficencia.
No obstante, no estaba segura de querer conocer la respuesta si eso significaba que él había sido, durante todo aquel tiempo, su anónimo benefactor. No le gustaba pensar que tenía una deuda tan grande con él, ni que le había juzgado tan mal. Respiró hondo y comenzó a hablar con calma.
—Me he dado cuenta hace poco de que el señor Daniel Grimshaw es tu abogado
—comentó.
—¿Y?
—Durante los últimos años ha sido mi mayor contribuyente para con mis dos obras de caridad más importantes.
Al principio, Ian no le dio ninguna respuesta. Cuando, por fin, enarcó una ceja, como si deseara que prosiguiera, ella le dijo lo que sospechaba:
—Creo que has sido tú el responsable de esas contribuciones y que Grimshaw simplemente actuaba siguiendo tus instrucciones.
El silencio de Ian resultaba elocuente, pero Tess quería asegurarse.
—¿Lo niegas?
—No.
Ella frunció el cejo.
—¿Por qué permitir que Grimshaw se llevara todo el mérito de tu filantropía?
Él retardó su respuesta, reacio a dar una explicación acerca de su implicación.
—En aquellos momentos me pareció prudente. Si hubiese utilizado un alias, hubiese despertado una curiosidad excesiva. De este modo, hice que Grimshaw efectuase las donaciones para que pudieras poner rostro a un nombre.
—Eso explica cómo ocultaste tu altruismo, pero no por qué.
Al ver que Tess mantenía implacable la mirada, Ian, por fin, le dio una justificación:
—Eres tan tozuda que podrías haberte sentido obligada a rechazar mis donaciones si hubieras conocido su origen.
Ella enarcó las cejas, incrédula.
—¿Pensaste que era tan cerrada de miras y mojigata que rechazaría fondos para alimentar y vestir a mujeres y niños indigentes porque me molestaba tu perversa reputación?
Ian guardó silencio.
—Creo que tenías otra razón —dijo Tess con lentitud—. No deseabas que supiera que tenías corazón.
—Eso es —convino él con una sonrisa irónica, carente de humor.
—Y no fue tampoco sólo apoyo monetario el que facilitaste —añadió Tess—. Has intervenido de otros modos, ¿verdad?
—¿Por qué lo crees así?
—Ayer hablé con Patrick Hennessy.
Ian endureció su mirada.
—Hennessy debería aprender a hacer honor a su palabra.
—Lo hizo. Se negó a decirme nada. Tuve que presionarle implacablemente para que él reconociese tan sólo la posibilidad de que tú estuvieras detrás de la generosidad de tu abogado.
Ian retorció con cinismo la boca ante su afirmación.
—No me sorprende que dedujeras mi papel, Tess. Siempre has sido demasiado lista e inquisitiva.
—En este caso no lo he sido en absoluto —replicó—. Me has engañado durante años.
Y me gustaría saber por qué.
—Te he dicho el porqué, querida.
—No, no me lo has dicho. En realidad, no. —Avanzó un paso hacia él tendiendo sus manos en un gesto implorante—. ¿Por qué has sido siempre tan protector para conmigo, Ian? Desde el momento en que nos conocimos, siempre hemos sido más enemigos que amigos, y dejaste bien claro tu desdén por mí y por mi inútil idealismo.
—Estabas prometida a mi primo.
Seguía siendo una explicación poco convincente, y Tess tensó los labios, frustrada.
—Pero nunca he sido un miembro de tu familia.
Los ojos se le ensombrecieron aún más a Ian.
—Como te dije, Richard me pidió que cuidara de ti en el caso de que le sucediera algo.
Tess vaciló, sabiendo que él tenía razón.
—Aun así, eso no explica las enormes sumas que has entregado. Cien libras hubieran bastado. Has entregado miles a mis organizaciones.
Ian suspiró débilmente y desvió los ojos, como si quisiera evitar su penetrante mirada.
—Hemos discutido esto antes, Tess. Yo fui quien envió a Richard a la guerra, por lo que no debería sorprenderte que deseara compensar ese hecho con algo. En cierto modo, mis contribuciones pretendían ofrecerte una reparación por la pérdida de tu prometido.
—Tú financiaste el ingreso de Richard en el ejército, Ian, pero no fue culpa tuya que muriese.
—No, no causé directamente su muerte —convino él, solemne.
—Entonces no había ninguna necesidad de que te sintieras culpable. Richard estaba ansioso por servir en algún regimiento. Tú no le obligaste a ir.
De mala gana, Ian volvió a fijar en ella su atención.
—En realidad, le obligué.
Tess frunció el cejo, perpleja.
—¿Por qué?
La gravedad que vio en sus ojos era, en cierto modo, inquietante.
—En algún punto de su vida, pensé que necesitaba madurar y asumir la responsabilidad de sus acciones.
—¿Qué acciones?
La expresión de Ian siguió siendo cautelosa, enigmática, al tiempo que se encogía de hombros.
—Ahora ya no importa.
—A mí sí —le instó Tess.
Transcurrieron varios segundos hasta que él reunió el valor suficiente y respondió por fin:
—Richard cometió un grave error hace algunos años.
—¿Qué error? ¿Cuándo fue eso?
—Durante la primavera de tu presentación en sociedad.
Tess pensó retrospectivamente, tratando de recordar. La primavera de 1813 fue cuando Richard había comenzado a cortejarla y cuando ella conoció a Ian. Se adelantó, de modo que se quedó plantada frente a su escritorio.
—Entonces, ¿cuál fue el gran error de Richard?
Los ojos de Ian estaban ensombrecidos.
—Él no quería que te enterases. Quería esforzarse y compensar su falta antes de que tú lo supieras, y yo accedí a no revelar su secreto.
Tess apretó las manos ante su enigmática respuesta.
—Estoy muy cansada de que todos me estéis envolviendo siempre entre algodones
—exclamó frustrada—. ¿Por qué tanto secreto? ¿Qué es lo que Richard no quería que yo supiera?
Ian hizo una mueca, y luego volvió a suspirar.
—Creo que deberías sentarte, Tess.
—Gracias, seguiré de pie.
Ante su sorpresa, él salió de detrás de su escritorio y cruzó el estudio hacia la ventana.
De espaldas a ella, se quedó contemplando las elegantes residencias de la plaza de Mayfair. Cuando habló, se expresó con voz queda:
—Jamie no es hijo mío, sino de Richard. Él nunca reconoció al niño porque no quería decepcionarte.
Tess se quedó boquiabierta. ¿El hijo de Richard?
¿Richard había tenido un hijo del que nunca le había hablado?
Su incrédulo silencio llenó la habitación, pero no porque pensara que Ian estaba inventándose la historia. Permaneció sin habla mientras trataba de asimilar el impacto de tal revelación.
Comprendió que aquello explicaba por qué los rasgos de Jamie le parecían tan familiares. Porque el niño era el vivo retrato de Richard cuando era pequeño. Pero ¿por qué le había ocultado la verdad? ¿Y por qué Ian había sido su cómplice?
Se llevó la mano al corazón, como si le doliera.
—Debería habérmelo dicho —murmuró con voz ronca—. No puedo creer que me ocultara algo así.
—Deseaba ahorrarte ese dolor —le explicó Ian—. Y temía que si conocías la verdad, le rechazarías cuando acababa de empezar a cortejarte.
—¿Richard pensaba que yo le rechazaría si me enteraba de su comportamiento? ¿Por haber engendrado un hijo fuera del matrimonio?
—No era sólo por la criatura —respondió Ian.
—¿Qué más podía haber?
Él la miró por encima de su hombro.
—También por cómo había sido concebido el niño.
—No comprendo.
—Aquella primavera... Richard sedujo a una de sus jóvenes sirvientas. Una joven empleada de su propio servicio doméstico.
Tess lo miró con fijeza.
—Seguramente te equivocas.
Sin embargo, en su corazón sabía que él nunca le imputaría tal cargo si no era cierto.
—No es ningún error —respondió Ian—. Se llamaba Nancy y entonces sólo tenía quince años.
Tess se asió al escritorio para sostenerse. ¿Cómo podía el dulce, risueño y encantador amigo que ella había conocido durante gran parte de su vida haber cometido un acto tan lamentable? Ningún hombre honorable se comportaría de una forma tan deplorable...
Al ver que permanecía muda, implorándole con la mirada que lo negase, Ian prosiguió:
—En su defensa, Richard alegaba que estaba borracho cuando sucumbió a la tentación, y que la muchacha estaba deseosa de compartir su lecho. Pese a su edad, Nancy era coqueta y trataba de atraer la atención de un caballero guapo y amable como Richard. Ella lo reconoció así cuando yo la interrogué más tarde.
—Pero ¿cómo podía él excusarse por haberse aprovechado de una muchacha tan joven? ¿Una sirvienta indefensa que merecía su protección?
—No podía... y por fin aceptó su culpabilidad. Richard había proseguido con la aventura después de comenzar a cortejarte, pero varios meses después, cuando Nancy descubrió que estaba embarazada, él concluyó la relación y acudió a mí en busca de ayuda.
Con la mente hecha un lío, Tess apenas podía concentrarse en lo que Ian estaba diciendo.
—¿Por qué recurrió a ti? —preguntó al cabo de un rato.
—Porque yo era el cabeza de familia. Él era el tercero en la línea para ser mi heredero, y podría haber sido duque algún día. Yo le di un empleo a Nancy en una de mis fincas más pequeñas, ya que, evidentemente, no podía seguir por más tiempo al servicio de Richard.
—Evidentemente —repitió Tess con amargo sarcasmo.
Ian sostuvo su mirada con atención.
—Richard juró que estaba arrepentido y me rogó que te ocultara la desagradable verdad. Temía cómo responderías a sus pecados, dado tu idealismo.
Pensó, petrificada, que, a ese respecto, no estaba equivocado. Hubiese roto su compromiso de inmediato.
—De modo que accediste a guardarle el secreto —le dijo a Ian en tono acusatorio.
—Sí. Richard no quería perderte, pero tampoco quería que su hijo creciese siendo un bastardo y deseaba portarse bien con la muchacha. De modo que yo organicé la boda de Nancy con uno de mis lacayos. Pero, al mismo tiempo, insistí en que Richard ingresase en el ejército. Se incorporó a su regreso hacia fines del verano, poco después de que tuviese lugar la boda.
Con el corazón retumbando en los oídos, Tess apenas oyó aquella última revelación.
Se sentía mareada y tenía el estómago revuelto.
Debió de tambalearse, porque de pronto Ian se aprestó junto a ella, sujetándola por los hombros, para mantenerla firme.
—Te dije que te sentaras-le advirtió, hosco, aunque sus ojos grises se veían llenos de preocupación.
—Por una vez lamento no haberte obedecido —susurró ella, con la garganta tan seca que las palabras surgieron como en un estertor. Cuando Ian la condujo hacia una silla, prosiguió débilmente.
»¿Cómo acabaste tú con Jamie? —le preguntó tras un silencio prolongado y frágil.
—Nancy murió un año más tarde... el invierno en que tú perdiste a tu madre, durante la misma epidemia, por lo que tomé a Jamie como mi pupilo. Al fin y al cabo era alguien de mi sangre, compartía el linaje de los Sutherland. Y era inocente de los pecados de sus padres. Además, su padrastro no lo quería, y juzgué que le iría mejor como pupilo de un acaudalado duque que como el hijastro rechazado de un sirviente. Lady Wingate logró encontrarme una niñera de confianza para Jamie, lo que resultó de gran ayuda puesto que yo no sabía nada acerca de cómo se cuida un bebé.
Tess se asombró de que su madrina estuviera enterada de la historia de Jamie.
Levantó su afligida mirada hacia Ian.
—¿Sabe lady Wingate que Jamie es hijo de Richard y no tuyo?
—Sí.
—Nunca me dijo una palabra.
—Richard le rogó que no lo hiciera. Y ella accedió porque era mejor para Jamie ocultar su origen. Muy pocas personas saben la verdad, y quiero que siga siendo así.
Ella escudriñó sus grises ojos, que se veían sombríos y solemnes.
—¿Pensabas decírmelo algún día? —le preguntó con tenue voz.
—No lo sé —repuso con sinceridad—. Puede que lo hubiera hecho algún día. No estaba seguro de cómo reaccionarías. Algunas damas castigarían a una criatura inocente por las circunstancias innobles de su nacimiento. Yo he llegado a querer a Jamie como si fuera hijo mío, y quiero que siga en Bellacourt. No me gustaría que creciera como yo, criado por sirvientes e ingresando en un internado a los cinco años —dijo Ian con convencimiento.
Aún aturdida por el golpe que acababa de recibir, Tess se frotó las sienes. Por lo menos ahora comprendía por qué Ian no se había defendido hacía tres semanas, cuando ella se enteró de la existencia del pequeño.
Ahora la estaba observando con ansiedad y preocupación, como si lamentase el dolor que le había causado. Pero era ella la que había insistido en conocer la sórdida verdad.
Aunque casi no podía darle crédito. Sentía una fría y paralizadora conmoción junto con una profunda y dolorosa aflicción al enterarse de que su amado Richard no resultaba ser el hombre honorable que ella siempre había creído que era.
Tess se llevó la mano al corazón. Le resultaba difícil respirar. La persona a quien ella había considerado tan cariñosa, honrada y digna de confianza, había utilizado su encanto para seducir y dejar embarazada a una joven sirvienta.
Además, durante todo aquel tiempo la había engañado. Había simulado respetarla y quererla mientras mantenía un amorío ilícito a sus espaldas. Había engendrado un hijo con otra mujer mientras le declaraba su amor y devoción. Le había mentido intencionadamente y había encubierto su traición.
Ian también le había mentido, pero por lo menos su engaño había tenido motivos altruistas: había estado tratando de protegerla del dolor y también había querido proteger a un niño inocente.
¿Cómo iba a reaccionar ante las revelaciones de aquel día? Jamie era parte de Richard, y ella había amado a Richard. Sin embargo, su amor se había fundamentado en un engaño. Ya no sabía qué sentía por él.
¿Y qué había de su hipocresía? ¿Cuántas veces había despotricado contra su primo mayor, criticando las aventuras de Ian? Richard había sido igual de perverso que el
Duque Diablo, tal vez incluso más. Ian era conocido por su juego escandaloso y por sus juergas, amén de sus implacables tratos comerciales, pero aun en sus peores momentos estaba segura de que no hubiera llegado tan lejos como para seducir a una joven que se hallara bajo su protección.
—¿Estás bien? —le preguntó Ian, apremiante, al ver que guardaba silencio.
Ella asintió con la cabeza, sin decir palabra. No podía hablar. Estaba demasiado aturdida y abrumada. Deseaba buscar consuelo en el amplio pecho de Ian, pero parecía que no podía moverse.
No obstante, al cabo de algunos momentos, se animó lo suficiente como para hablar:
—Creo que deberías habérmelo dicho antes.
—No quería destrozar tus ilusiones —repuso Ian con voz queda—. Richard era un santo a tus ojos, y yo me sentía obligado a proteger su memoria. Además, él parecía sinceramente arrepentido. Reconoció su error y se pasó los dos años anteriores a su muerte tratando de redimirse, de hacerse digno de tu amor. El ejército fue su rehabilitación.
Tal vez sí, pensó Tess, recordando la carta del general Wellington elogiando a Richard por su heroísmo con las armas. Se decía que había sido un soldado valeroso y espléndido, reconocido por sus hazañas heroicas y honorables. ¿Era su heroísmo una consecuencia directa de su deshonroso pasado?
Aún estaba debatiendo la cuestión cuando Ian regresó a su escritorio y sacó un pergamino doblado de un cajón. Fue hacia Tess y se lo entregó.
—Richard te escribió una carta, por si no regresaba a casa y te enterabas de la verdad sobre Jamie.
—¿Una carta?
—Sí.
Advirtió que el lacre aún estaba intacto mientras la aceptaba de las manos de Ian. Al ver su nombre allí escrito con la familiar letra de Richard, cerró los ojos tratando de mantener a raya el dolor. Lo había sentido en lo más vivo por la muerte de su prometido, y ahora, al ver su carta ese mismo dolor volvía otra vez.
Con los ojos nublados por las lágrimas, rompió el lacre y abrió la carta.
Mi encantadora, querida Tess:
Si estás leyendo esta carta, entonces ya te habrás enterado de la existencia de Jamie y de su madre, la muchacha a la que yo engañé, tal como lo hice contigo. Por favor, debes saber que, desde entonces, me he esforzado por ser cada día un hombre mejor.
Sabía que no era digno de ti, que necesitaba ganarme tu amor y respeto.
Confío en que puedas encontrarlo en tu corazón para perdonarme. Y si no es así, entonces pido a Dios que no haya desaparecido el cariño que una vez sentiste por mí.
Tengo un último favor que pedirte: ¿cuidarás de Jamie por mí? Ian ha accedido a criarle, pero un niño necesita una madre y sé que a ese respecto serás maravillosa.
Siempre tuyo,
Richard
Sintiendo que las lágrimas se deslizaban por su rostro, Tess inclinó la cabeza.
Observándola, Ian apretó los puños. Deseaba golpear algo, de haber sido posible a su condenado primo difunto. Ojalá Richard hubiera estado vivo para haber podido estrangular a aquel maldito bastardo por hacer pasar a Tess por ese dolor otra vez.
Sabía, más o menos, lo que decía la carta. Richard estaba rogando que le perdonase.
Pero consideraba que ése era un perdón que no se merecía.
Ver a Tess de aquel modo, sollozando en silencio, le producía un profundo dolor en el pecho.
Por eso le había ocultado la verdad durante todos aquellos años. No había querido ser él quien la hiriera, y destrozar la imagen de Richard se sumaba a la pérdida que ya sufría. Por su afligida expresión pudo discernir que la había vuelto a destrozar una vez más, tal como lo había hecho hacía dos años, cuando le dio la noticia de la muerte d su prometido.
Ian respiró con esfuerzo, luchando contra una oleada de emociones ante su propia impotencia. Le dolía la necesidad que sentía de consolar a Tess, y se le rompía el corazón ante la abrumadora vulnerabilidad que había visto brillar en sus ojos. Quería abrazarla hasta que desapareciera aquella terrible mirada.
—Tess —le rogó, avanzando un paso hacia ella—. Por favor, amor, no llores...
Al oír su voz, ella se puso tensa y se pasó rápidamente la mano por las mejillas. Ian sabía que Tess no aceptaría su consuelo.
Al cabo de un momento, así se lo demostró. Se levantó bruscamente, retorciéndose las manos para que dejaran de temblarle.
—No puedo... perdóname. Tampoco puedo quedarme aquí ahora. Necesito estar sola.
—Muy bien, Tess, te dejaré —convino Ian.
Comenzaba a darse la vuelta cuando Tess le detuvo.
—No, ésta es tu casa, Ian. Prefiero irme a la mía. A Chiswick.
Ian se quedó inmóvil. Ella consideraba que Chiswick era su casa, y no la mansión londinense de él, donde sólo residía para hallarse a la altura de su categoría de duquesa.
Escudriñó el rostro de su esposa, deseando en vano poder borrar de sus ojos aquella mirada perdida y desconsolada.
Luego retrocedió y la dejó marchar. Ésa fue una de las cosas más duras que había hecho en la vida.
Tess salió apresuradamente de la habitación, y al oír voces al cabo de un rato, él advirtió que estaba pidiendo su carruaje. Cuando, por fin, distinguió el sonido de los cascos de los caballos en la calle, fue hacia la ventana y vio cómo la joven bajaba corriendo la escalera de la parte delantera de la casa en dirección al vehículo que la aguardaba.
Le inundó una sensación de vacío, de miedo. La desesperación de Tess había confirmado sus temores: aún estaba demasiado enamorada de su primo como para que pudiera amarle a él algún día.
Deseaba, confiaba, hacerle olvidar sus antiguos y ardientes sentimientos, pero su corazón aún pertenecía a Richard.
Pensó que, con el tiempo, ella perdonaría a su difunto prometido. Tess era demasiado bondadosa para no hacerlo. Pero lo más importante, le perdonaría sus pecados porque le había amado.
Apretó la mandíbula. Su propio pasado perverso era algo totalmente diferente. Dudaba que Tess pudiera pasar por alto sus pecados con tanta facilidad. Y menos en esos momentos, cuando su confianza había sido destrozada.
Y ahí radicaba la dificultad.
Desde el instante en que posó los ojos en Tess hacía cuatro años había sabido que la deseaba, pero ahora, además, la quería como esposa, como compañera de su vida.
Deseaba desesperadamente su amor. Quería que ella le mirase con respeto, afecto y confianza. Deseaba despertar en ella la clase de emoción profunda y apasionada que ella había despertado en él.
El mismo amor que había sentido por su primo.
Sí, Ian por fin estaba dispuesto a reconocerlo, la amaba con pasión. A decir verdad,
Tess había invadido su estéril corazón hacía ya mucho tiempo.
Él siempre había pensado que le sería difícil abrirse al amor, pero no había tenido otra elección que amar a Tess. Ella había arrasado su legendaria frialdad desde el principio.
El temor a perderla le producía dolor... Sin embargo, no podía perder lo que nunca había tenido, se recordó.
Tess no le amaba y probablemente nunca lo haría. Su matrimonio era una farsa. Sin duda, ella querría dormitorios separados: deseaba que ambos llevaran vidas aparte, como él le había prometido que harían.
Y él le permitiría que lo hiciera así si con ello era dichosa.
Se preguntó desde cuándo se había vuelto tan vital para él su felicidad. Tal vez siempre había sido así.
Lanzó, furioso, una maldición cargada de ira, frustración y desesperación. Una vez más, había salido perdiendo con su santo primo. Su santo y difunto primo.
Profirió una áspera y amarga risa mientras veía desaparecer el carruaje de Tess. Tras dos años de verla languidecer por su amor perdido, tendría que haberse enterado ya de que era inútil luchar contra un condenado fantasma.