CAPÍTULO 06

«Existe una razón por la que le llaman el Duque Diablo.»

Anotación en el diario de la señorita Tess Blanchard

Ian despertó a la gris luz del amanecer, dolorosamente endurecido. Yacía sobre su costado adaptándose a la espalda de Tess, con el brazo rodeando su estrecha cintura, y su latente erección acurrucada contra la suavidad de sus nalgas.

Durante unos momentos saboreó el dulce dolor. «Tormento», era la palabra que le acudía a la mente. Había sido una pura tortura dormir junto a Tess durante toda una noche sin ceder a su anhelo por ella. Evidentemente, tampoco lo había conseguido por completo. Traicionado por sus instintos primarios, tentado por la potente sensualidad de su cuerpo, la había atraído hacia él mientras dormía.

«Ha sido algo condenadamente necio», se dijo en silencio.

Procurando no despertarla, se apartó de ella. Tess se removió protestando y se volvió hacia él, como si buscara su abrazo. Ian se quedó paralizado, pero ella siguió durmiendo apaciblemente.

Contra su voluntad, yació allí observándola a la tenue luz de la mañana. Sus cabellos, gloriosos e intensamente negros, le caían en torno al rostro y los hombros en un desorden encantador y sensual. Siempre se había preguntado por su textura, qué se sentiría hundiendo las manos en aquellos rizos. A decir verdad, podía recordar noches pasadas en que había yacido despierto preguntándose cómo sería su piel, cómo sabría su boca. También se había imaginado complaciéndola, bajo su cuerpo, retorciéndose en medio del deseo que había despertado en ella...

Ahora ya lo sabía. Y aquel sorprendente descubrimiento le dificultaría aún más resistirse a su atractivo. Tocarla, saborearla, le había dejado ardiendo con ese apetito desesperado reservado a los jóvenes inexpertos.

Tampoco se le escapaba a Ian la ironía de todo eso. Se había pasado la mayor parte de los últimos cuatro años aprendiendo a reprimir sus fantasías sobre Tess, conteniendo implacablemente sus impulsos. Sin embargo, a pesar de que, por fin, la tenía en su lecho, y de que podía legalmente imponer todos sus derechos como esposo, no iba a satisfacer sus fogosos apremios cuando había prometido demorar la consumación hasta que ella estuviera deseándola.

Reconocía que su inexorable deseo por Tess todavía irritaba al diablo que había en él.

Su lujuria era comprensible. Pero lo que más le preocupaba era la extraña agitación que sentía en el pecho.

Movió la cabeza, atónito. Le sorprendía poder sentir tan desconcertante ternura por una mujer. Se suponía que era un desgraciado tan despiadado como su padre.

Pero ahora no se sentía despiadado en absoluto, al contemplar a Tess despeinada y dormida.

Le acarició el cabello, sintiendo aquella seda deslizársele por los dedos. Desvió la mirada sobre su rostro, admirando la elegante curva de sus mejillas y la plenitud de su boca en forma de corazón. Aquella boca tan apetitosa. Su sabor le quedaría para siempre grabado en la memoria.

Deseaba volver a saborearla...

Reprimiéndose, Ian retiró la mano. Esforzarse por abandonar su lecho conyugal exigía mucha fuerza de voluntad. Sin embargo, había conseguido ocultar su debilidad por ella durante todos aquellos años. Podía seguir haciéndolo así durante algún tiempo más.

Mientras se levantaba de la cama, Ian pensó que le servía de cierto consuelo que Tess no fuera tan insensible a sus relaciones sexuales como quería aparentar. Ella había dicho que no le deseaba, pero su cuerpo se había expresado de modo diferente. Y él se sentía agradecido de que su inocencia e inexperiencia no fuesen simulados.

Durante algún tiempo había temido que Richard hubiese conducido su compromiso más allá de los límites de la cortesía.

Trasladó en silencio sus ropas de noche al vestidor y se puso pantalones, botas y chaqueta de montar. Cuando escapó del dormitorio, descendió por la escalera y fue directamente a los establos. Tras ordenar que ensillaran su montura preferida, se permitió un largo galope. Era una fresca mañana de otoño, con brumas grises y azuladas que cubrían las colinas verdes y los valles. Montar le ayudó en cierta medida a aliviar su frustración y desasosiego.

Regresó a Bellacourt de mejor talante, hasta que fue a la sala donde se servía el desayuno y se encontró con que Tess había llegado antes que él. Se detuvo momentáneamente en el umbral. No estaba acostumbrado a compartir la mesa. De hecho, le gustaba la soledad de su vida de soltero.

Desde luego, sus costumbres tendrían que cambiar. Ahora era un hombre casado y tenía una esposa cuyos intereses debería considerar, además de los propios.

Tess se veía lozana y encantadora, algo que caldearía a cualquier hombre. Su figura femenina estaba ataviada con una bata de manga larga de muselina de color verde jade, mientras que su piel mostraba un rubor encantador, que le recordaba el estremecimiento durante el clímax de la noche anterior.

Con el deseo de hacerle el amor aguijoneando su cuerpo, Ian entró en la sala. No obstante, fue la indecisa sonrisa de Tess la que acabó por hacer que se abrasara. Por un momento, el corazón le latió de modo extraño cuando sus miradas se cruzaron.

Juró para sus adentros. Deseaba sentirse distante; y no era así... No, en absoluto. Y menos cuando pasó cerca de su silla y se inclinó para besarla en la mejilla, en consideración a los sirvientes.

—Buenos días, mi amor —dijo, mientras ocupaba el asiento dispuesto junto a ella.

Tess murmuró «Buenos días» a su vez, pero Ian notó que el color florecía en sus mejillas.

Mientras sus lacayos procedían a servir café y llenar su plato, él inició cortésmente una conversación neutral:

—¿Te gustaría dar una vuelta por la finca esta mañana?

—Sí, gracias —repuso ella con igual cortesía—. Y también confío en que me presentes al servicio doméstico.

A Ian le cabía poca duda de que Tess desempeñaría el papel de duquesa a la perfección. Había sido educada para ser la señora de una casa refinada, y sus tratos con sus diversas organizaciones de caridad habían hecho que aumentara su experiencia en dirigir personal.

Sin embargo, a él no le apetecía nada que tuviera más obligaciones. Por lo que sabía,

Tess se permitía poco tiempo para sí misma, y dedicaba la mayor parte de sus horas de vigilia para ayudar a otros. Desde la muerte de su primo, rara vez se había entregado a la diversión.

No obstante, quizá no acogiese bien la sugerencia de que debería pensar más en sí misma para variar, en lugar de en sus numerosas responsabilidades. Por eso aguardó un rato, hasta que despidió a los sirvientes, para decir de forma despreocupada:

—No corre ninguna prisa que asumas tus obligaciones como señora de Bellacourt.

—Lo sé, pero me gusta mantenerme ocupada.

Pensó que para ocupar el tiempo él podía darle otras cosas que hacer, mucho más agradables, aparte del trabajo, pero se abstuvo de decírselo así.

—Deberíamos quedarnos en Bellacourt durante algunos días más, pero tengo negocios en Londres que debo atender. ¿Te gustaría acompañarme allí en algún momento de esta semana?

Ella le miró con entusiasmo.

—Sí, muchísimo. Me aburriré aquí, sin nada que hacer.

—Si quieres, puedes invitar a alguna de tus amigas a Bellacourt o a todas ellas, desde luego. Su visita podría hacer que tu exilio en el purgatorio fuese menos penoso.

Ante el recuerdo de su queja, Tess volvió a sonrojarse, pero respondió con un atisbo de humor:

—Podría serlo, milord.

—Quizá quieras llamarme por mi nombre de pila —sugirió Ian—. Con frecuencia utilizas «milord» como un epíteto. Y cuando te diriges a mí como «Rotham» en ese tono de voz especial que reservas estrictamente para mí, siempre me pregunto si lo que vas a hacer es desafiarme en duelo.

Entonces la risa curvó la boca de Tess. Por un momento, mientras le devolvía la mirada, sus ojos expresaron un calor genuino, nada de frialdad o cautela, como era habitual.

Al ver que no le respondía inmediatamente, Ian insistió:

—Siempre puedes reservar mi título para cuando estés enfadada conmigo, cosa que, probablemente, sucederá a menudo. Sin embargo, podemos establecer una tregua temporal durante el desayuno.

Ella siguió sonriendo al oír aquello y se recostó en la silla, relajada, como si, de momento, hubiera aceptado.

—Muy bien... Ian. Una tregua temporal. Aunque dudo que dure mucho más allá del desayuno.

Él se relajó asimismo y, durante un rato, su tregua pareció durar. Por tácito acuerdo, ambos realizaron un esfuerzo para minimizar la discordia existente entre ellos.

No obstante, el momento de armonía concluyó brusca e inesperadamente, antes de que estuvieran a mitad del desayuno.

Un pequeño, que casi no sabía andar, entró corriendo en la sala y se dirigió directamente a Ian.

—¡Milord... milord... Ian! —canturreó el niño con voz monótona—. ¡Has regresado de Londres!

Al ver a Tess sobresaltarse, sorprendida, Ian sofocó una maldición ante lo inoportuno del momento. Se alegraba de veras de ver al pequeño, pero no quería que su flamante esposa se enfrentase con aquello tan pronto.

Sin embargo, el pelirrojo chiquillo levantó los brazos pidiendo que lo cogieran, por lo que él echó atrás su asiento y acogió a Jamie en su regazo.

En aquel momento la niñera encargada del muchacho entró de forma apresurada en la sala y se detuvo, consternada, al ver a Tess.

Con aspecto triste y confundido, la señora Dixon hizo una reverencia y comenzó a disculparse:

—Le ruego que me disculpe, milord. Jamie se me escapó cuando estaba de espaldas.

Estábamos desayunando en la cocina, pero él quería verle. Apenas ha podido dormir esta noche, sabiendo que usted había llegado a casa.

—No tiene ninguna importancia, señora Dixon. Sé lo trasto que puede ser este pequeño tunante.

Jamie, sonriendo, le echó los bracitos al cuello estrechándole con todas sus fuerzas, mientras Ian observaba a Tess. Ella había caído claramente en la cuenta de la similitud que había entre ambos. Relampagueó en sus ojos un asomo de conmoción, seguido por una expresión de tristeza aún más fugaz.

Sin embargo, ocultó con rapidez su reacción e intentó mantener su expresión como si nada, enarcando tan sólo una ceja con aire interrogador y pidiendo en silencio una explicación.

Pero la atención de Ian se vio reclamada de inmediato por el niño.

—¿Me traes mi regalo, milord?

Jamie era incorregible, sincero y confiaba en el lugar que ocupaba en el cariño de Ian.

—Desde luego. La señora Dixon te lo dará en seguida. Pero tendrás que aprender modales, muchacho. Ya sabes que está mal que no la obedezcas.

Ian dirigió su mirada a Tess.

—Éste es mi pupilo, Jamie Mortimer, y su nodriza, la señora Dixon.

Tess dirigió a la mujer una sonrisa cortés, pero volvió a enfocar su atención en el niño.

Jamie, tímido, hundió el rostro en el hombro de Ian, pero luego se volvió para mirar a

Tess con atención.

—No te morderá, tunante —dijo Ian, añadiendo en voz baja—: Reserva sus mordiscos para mí.

Tess se tragó una réplica ante su provocación y le tendió la mano.

—¿Cómo está, señorito Jamie? Encantada de conocerle.

El muchacho lanzó una risita y le asió la mano. Luego, volvió a ocultar su rostro en el pecho de Ian.

—Dile buenos días a la señorita Tess, Jamie. Ella es mi duquesa. A partir de ahora vivirá aquí, en Bellacourt.

Él levantó la cabeza para mirar a Ian lleno de adoración.

—¿Con nosotros?

—Sí, con nosotros. Sería muy amable por tu parte que le dieras la bienvenida.

Jamie la miró con seriedad y luego la señaló.

—Es muy guapa.

—Sí, lo es —convino Ian—. Pero un caballero no llama la atención sobre el aspecto de una dama si sabe lo que le conviene. —Su tono se volvió más firme mientras sostenía la mirada en los ojos azules del chiquillo—. La señora Dixon te dará pronto tu regalo.

Pero ahora debo tratar algunos asuntos con la señorita Tess. Hoy, más tarde, iré a verte a tu habitación.

—Entonces, ¿podemos dar de comer a los patos? Quiero echarles comidita, Ian.

Ian vio por la ventana el gris día otoñal.

—Quedan pocos patos en esta época del año, diablillo. Pero si no vuelve a llover, te enseñaré cómo construir un fuerte con hojas. Los jardineros han guardado un montón para ti.

Jamie chilló y dio palmadas con sus manitas.

—¿Lo prometes?

—Sí. ¿He roto alguna vez mis promesas?

—No. —El pequeño sonrió y luego, de pronto, cambió de tema—. Tengo una nueva amiga que se llama Sheila y tiene un cordero. Su piel es muy suave cuando lo acaricias, deberías acariciarlo, Ian, y verás qué suave es.

—Vaya, quiero saberlo todo acerca de tu nueva amiga y su cordero, Jamie, pero, de momento, deberías regresar a la cocina para desayunar.

—¡Sí, milord!

Ian disfrutó con el fuerte abrazo que le dio el pequeño. Luego, todavía sonriente, Jamie bajó al suelo apresuradamente y corrió hacia su niñera, que le condujo fuera de la sala tras hacer otra reverencia y dirigirle al duque una humilde mirada de disculpa.

Cuando se quedaron solos, reinó un profundo silencio.

Tess se quedó mirando su plato, para evitar los ojos de Ian. Transcurrieron unos instantes hasta que por fin habló:

—¿Por qué no me hablaste de Jamie?

Ian vaciló, pues sabía que tenía que escoger las palabras con cuidado:

—Pensaba hacerlo, pero apenas ha habido tiempo durante los dos últimos días.

Ella levantó la mirada, inquisitiva.

—¿Es hijo tuyo?

Él eludió la pregunta mientras cogía su taza de café.

—¿Por qué supones que es mío?

—Se parece mucho a ti.

Aunque él no replicó, respondió con una verdad a medias. No quería mentirle:

—Jamie no es ningún hijo secreto, Tess. Cuando nació, su madre estaba casada con uno de mis lacayos de Londres. Jamie era sólo un bebé cuando la perdió por la misma epidemia de gripe que se llevó a la tuya. Le convertí legalmente en mi pupilo para darle una vida mejor.

A Tess le enterneció la historia de un bebé indefenso que iba a crecer sin su madre, pero él pudo darse cuenta de la angustia que se reflejaba en su rostro. Cualquier dama refinada estaría enfadada y herida pensando que su esposo hubiera engendrado un hijo fuera del matrimonio, que era precisamente lo que ella había supuesto.

—Nunca me habían llegado rumores de que tuvieras un pupilo, bastardo o no —murmuró.

—Mis sirvientes se muestran protectores con Jamie y evitan las habladurías todo lo posible.

—¿Cuántos años tiene?

—Tres, casi cuatro.

Vio que ella hacía cálculos mentales... deduciendo que Jamie había nacido un año después de su estancia en Londres y que había perdido a su madre en diciembre del año 1814, el mismo duro invierno en que ella había perdido a la suya.

—No sé por qué me he sorprendido —añadió quedamente—. Richard siempre me dijo que eras un libertino.

A Ian le fastidió que ella supusiera que era él quien había pecado. Aún le fastidió más que Tess siempre hubiera confiado en lo que su primo contaba, en su versión, para formarse un juicio sobre él. Pero no dijo nada. No se proponía mentirle, ni tampoco echar por tierra sus ilusiones. Sin embargo, no decir la verdad la heriría mucho menos que conocerla.

—¿Piensas reconocer a Jamie como hijo? —le preguntó Tess.

—No —repuso Ian cuidadosamente—. Tiene un padre, aunque sea alguien que no le quiera.

—¿Quién es Sheila, la propietaria del cordero favorito que él menciona?

—Creo que es la hija menor de uno de mis granjeros arrendatarios. Encargué a la señora Dixon que buscase compañía normal para Jaime. Está solo aquí en Bellacourt, es muy pequeño, y quiero que otros niños de su edad jueguen con él.

—¿Es por eso por lo que estaba desayunando en la cocina esta mañana?

—Sí, suele comer allí. Las habitaciones de los niños están demasiado aisladas. Mi cocinera y sus ayudantes están locos por él, así que le parece que comer en la cocina es algo especial.

Tess se mordió el labio y agitó la cabeza, como si aún tratara de aceptar la existencia de Jamie.

—Tu amabilidad hacia él me sorprende, milord —observó, retornando mordaz aquella enojosa forma de dirigirse a él—. No se te conoce habitualmente por tu bondad.

No sólo era la bondad la que había hecho que Ian se hiciera cargo del niño, pero no podía decírselo así.

Tess recuperó su tenedor para seguir con el desayuno, pero sólo jugueteó con la comida. Observándola, Ian sintió un agudo dolor en el pecho. No quería sentir aquella necesidad de consolarla, pero así era.

Aunque no estaba siendo muy noble al desear proteger a Tess y ahorrarle cualquier dolor. Ella era la clase de mujer a la que los hombres respetaban y protegían de modo instintivo.

Al pensar en eso, Ian contuvo una sonrisa triste. Tess siempre había despertado impulsos contradictorios en él, pues le resultaba paradójica su fortaleza y su vulnerabilidad a la vez.

No obstante, sabía que podía cuidar perfectamente de sí misma, y Jamie no. Ian estaba decidido a proteger al pequeño y a proporcionarle un verdadero hogar, algo que él nunca había tenido. No permitiría que Jamie creciese como lo había hecho él.

—Supongo que tus vicios, simplemente, te han dominado —comentó Tess al ver que guardaba silencio.

—Nunca he pretendido ser un santo —señaló, más secamente de lo que se proponía.

—Lo sé. Y lo que hagas con tu propia vida es asunto tuyo. Pero me preocupa que los inocentes sufran por ello.

—Jamie no sufre, ni mucho menos, Tess.

—Pero no tiene ni siquiera una familia que le reconozca.

Ian apretó la mandíbula. Conocía perfectamente la opinión de Tess sobre él. Ella le consideraba egoísta y perverso, un noble disoluto que había desperdiciado toda su vida. Y no se alejaba mucho de la verdad. Él era conocido por sus numerosas e intencionadas indiscreciones juveniles. Siendo joven, había pasado los días en pos de aventuras imprudentes y las noches de juerga en juerga. La mayoría de las veces, se merecía su condena.

Intentó digerir su frustración, sabiendo que su joven pupilo sólo era un cargo más contra él a los ojos de Tess. Cualquier progreso que hubiera realizado la noche anterior con sus propuestas hacia ella había desaparecido de un plumazo.

Desde luego, el aire entre los dos parecía poder cortarse por la tensión reprimida mientras ella le examinaba.

—¿Qué esperas de mí con respecto a Jamie? —le preguntó—. ¿Quieres que lo acepte como si fuera mi propio hijo?

—No, no espero eso de ti —repuso con franqueza—. Me gustaría que siguiera viviendo en Bellacourt, aunque entendería que tú quisieras que se fuese.

—No deseo que él se vaya. Ésta es su casa. Un niño es inocente de los pecados de sus padres.

Ian sintió un intenso alivio. Debía haber sabido que ella no descargaría su orgullo herido y su resentimiento contra una criatura. Tess era demasiado bondadosa y amable. Nunca desterraría a un muchachito del único hogar que tenía.

Le cabía poca duda de que Jamie le cogería cariño rápidamente. Tess siempre había atraído a la gente por su calidez. Eso dejaba ver la clase de madre que sería cuando tuviese hijos propios.

Ian reprimió aquel pensamiento, pero no trató de disimular su sarcástico humor. Era poco probable que ellos tuvieran hijos en un futuro próximo, cuando todavía estaba incluso en duda la consumación de su matrimonio. Al parecer, su lecho conyugal resultaría tan controvertido como el resto de su relación.

Pero no podía cambiar el pasado. Su rumbo se había fijado años atrás, cuando asumió la responsabilidad de Jamie. El pupilo de un duque sería mucho mejor tratado que el hijo no deseado de un lacayo londinense. Y lo más importante, el muchacho contaría con calor y afecto en su vida.

Se dio cuenta de que había llegado a querer a Jamie como a un hijo propio. Él había tenido que luchar con tesón por conseguir el amor y la atención de su propio padre y no lo había conseguido. Se maldeciría a sí mismo antes de condenar a Jamie a un destino tan amargo como el suyo.

Sin embargo, por ahora pensaba reservar para sí los detalles acerca del nacimiento del niño. Había algunos secretos que, sencillamente, no podían ser compartidos.

Y como le había dicho al propio Jamie, haría honor a sus promesas.

Tess consiguió seguir tomando su desayuno, pero necesitó toda su fuerza de voluntad para mantener una apariencia de compostura, pues se sentía totalmente confundida.

Aquella mañana se había despertado optimista. La muestra de deseo que Rotham le había dado la última noche había sido total, mientras que las secuelas emocionales de su relación la habían dejado llena de entusiasmo. Sabía que tendría dificultades para simular que él no le había hecho ansiar llegar hasta el final.

Su proximidad en la mesa del desayuno confundió aún más sus desordenados pensamientos. Y cuando Rotham le había ofrecido visitar la finca con ella aquella mañana, Tess había empezado a confiar en que, con el tiempo, podrían por fin, por lo menos, disfrutar de un matrimonio amistoso, si no amoroso.

No debía haberse engañado. Su optimismo se había frustrado en el momento en que su pupilo se había precipitado en la sala.

No debía haberle molestado aquella prueba viviente del libertinaje de Rotham. Ella siempre había sabido qué clase de hombre era. Richard siempre había dicho que su primo era el noble más perverso que había sobre la faz de la Tierra.

Rotham no había negado realmente que el niño fuese hijo suyo. Simplemente, había matizado sus palabras para insistir en que Jamie no era un bastardo en el sentido legal.

Pero si el muchacho no era hijo suyo, ¿por qué no lo había dicho así, sin más, para evitar que ella pensara tan mal de él? ¿Y por qué convertiría a Jamie en su pupilo si no fuera porque debía aceptar su responsabilidad ante un desliz? Tess se prometió a sí misma que no era el propio Rotham quien le importaba. Lo que ocurría era que la había pillado desprevenida al ver aquella parte de él, una parte que era a un tiempo sorprendente y atractiva. Existía claramente un profundo afecto entre el duque, generalmente arrogante, y aquel pequeño adorable.

El silencio de la sala de desayuno resultaba ahora cargado y tenso. La expresión de Rotham era implacable, casi como si estuviera enfadado con ella. Lo que le resultaba tan desconcertante como mortificante, pensó Tess, enfadada.

Tal vez ella no debía haberle provocado sacando a colación sus tendencias hedonistas.

A decir verdad, era admirable que hubiese acogido a un bebé huérfano para criarlo como pupilo. Su generosidad casi le había fundido el corazón, al igual que su evidente afecto por Jamie, una instintiva e involuntaria respuesta que la exasperaba y consternaba. Ella no quería que se le ablandara el corazón en lo que respectaba a

Rotham. Bastante difícil le resultaba ya resistirse a la deplorable debilidad que sentía hacia él.

Una cosa estaba quedando clara. Necesitaba escapar de aquella espiral opresora, y pronto. Pasar la siguiente quincena o incluso más tiempo allí, en Bellacourt, con él, sería desastroso para su fuerza de voluntad. Enterarse de la existencia de Jamie había hecho que viera aún más claro el peligro en que se encontraba. Tenía que alejarse de

Rotham antes de que sucumbiera a su pasión.

Decidió que su mejor recurso era partir hacia Cornualles tan pronto como le fuera posible. Se llevaría a Fanny consigo, y también a Basil. Sus amigos no sólo le harían compañía y la apartarían de su irresistible esposo, sino que, además, Fanny y Basil tendrían por fin la oportunidad de estar juntos y enamorarse.

Sin embargo, convencer a Rotham para que la dejase ir iba a resultarle difícil.

Mientras sorbía su último trago de café, Tess pensó en lo que sería mejor y decidió, sencillamente, anunciar sus intenciones sin darle la oportunidad de discutir.

Depositó la servilleta en la mesa y se levantó.

—Creo que voy a declinar tu invitación para visitar Bellacourt esta mañana, milord.

Debo subir y hacer el equipaje ahora mismo.

Él alzó bruscamente la cabeza mientras la observaba.

—¿Equipaje? ¿Qué quieres decir?

Tess se encogió de hombros con despreocupación.

—Pienso salir para Cornualles esta tarde.

Rotham apretó los labios.

—Te has enfadado al enterarte de la existencia de Jamie.

—No estoy enfadada —mintió Tess—. Simplemente deseo llevar a cabo mi plan de ayudar a mi amiga Fanny y a Basil Eddowes. Me he dado cuenta de que no existen razones para esperar. Por favor, ¿me escribirás una carta de presentación para tus sirvientes en el castillo de Falwell? No quisiera presentarme ante ellos de manera inesperada.

Rotham frunció el cejo y sus grises ojos se volvieron intensos y penetrantes.

—Me temo que no puedo apoyar tu plan, querida. Es un viaje demasiado peligroso para que lo hagas tú sola.

—No estaré sola. Fanny me acompañará. —«O con suerte lo hará, una vez le escriba y le ruegue que me acompañe»—. Ella sabe perfectamente cómo cuidar de sí misma. Y mi cochero y mis lacayos me protegerán de cualquier peligro. ¿Sabías que uno de mis lacayos había sido boxeador y que estuvo empleado como matón en un club de juego?

—Por casualidad, sí.

Antes de que pudiera pedirle a Rotham que le explicase cómo lo sabía, él formuló otra objeción:

—Tampoco quiero que te expongas a ningún peligro en Falwell. Podría haber problemas si eso de las visiones de fantasmas fuera cierto.

Tess asintió:

—Ojalá los haya. Como te dije, un castillo encantado le facilitará a Fanny la perfecta ambientación e inspiración para que pueda escribir su próxima novela.

—Aun así, no me apetece que viajes hasta allí mientras yo no haya investigado el asunto.

Su negativa le sentó fatal.

—No puedes impedirme que vaya, Rotham.

—En realidad sí puedo, amor.

Cuando sus miradas chocaron, Tess reprimió su réplica. No permitiría que él la convirtiera en una arpía. Ella siempre había sido amable y ecuánime. Lo cierto era que nunca le había levantado la voz a nadie más que a Rotham. Permitir que la provocara no era el mejor modo de ganar aquella discusión. No, se proponía mantenerse a la ofensiva.

Respiró hondo para tranquilizarse, y se esforzó por decir con dulzura:

—¿De modo que piensas actuar como un tirano y negarte?

Rotham vaciló antes de que un leve enfado cruzara sus rasgos.

—No estoy actuando como un tirano.

—¿No? ¿Cómo calificas entonces esta manera de comportarte despótica y autoritaria?

¿De veras crees que puedes intimidarme para que siga tus órdenes?

Rotham abrió la boca para replicar, pero volvió a cerrarla. Le sostuvo la mirada, y en sus ojos brilló la burla, incluso la exasperación.

Evidentemente, había entendido cuál era su estrategia, puesto que adoptó una táctica diferente.

—¿Qué crees que parecerá si sales disparada de Bellacourt tras sólo un día de matrimonio? ¿Quién creerá que nos hemos casado por amor?

Tess arqueó una ceja.

—De modo que es eso lo que te preocupa. La alta sociedad creerá que tú me has echado y te considerará un villano.

—¡Oh, sí!, vivo temiendo parecer un villano —repuso él muy secamente. En un tono más suave, añadió—: Reconozco que preferiría que todo el mundo no pensara que he hecho huir a mi flamante esposa, pero mi preocupación por tu seguridad es la razón principal de mi objeción.

Ella le sonrió con frialdad.

—Esto ya lo hemos discutido antes, Rotham. Tu preocupación es absurda.

—No estoy de acuerdo. Prometí a Richard que cuidaría de ti.

La sonrisa de Tess se desvaneció y le dirigió una mirada perpleja. Luego, entornó los ojos.

—¿Es de eso de lo que ha tratado tu reciente interferencia en mis asuntos? ¿Porque le prometiste a Richard que me vigilarías?

Rotham bajó los párpados ensombreciendo sus atractivos ojos.

—En parte. Yo fui quien le compró a Richard su nombramiento en la Armada. Le debía que tú permanecieras intacta.

—Así pues, ¿te sientes culpable por haberle enviado a la guerra?

Rotham no replicó, pero Tess comprendió que había tocado una fibra sensible en él... y también en ella.

Nunca había reconocido de modo consciente sus sentimientos acerca del papel que el duque había desempeñado en el servicio militar de su prometido pero, a decir verdad, siempre se había resentido un poco contra Rotham por haber comprado el nombramiento de Richard, aunque sabía que tal sentimiento era absurdo. Sin embargo, ¿cómo podía sentirse de otro modo cuando su destino se había visto truncado tan cruelmente por aquella decisión? Richard había planeado vender su nombramiento después de su boda, pero entonces fue llamado de nuevo a filas y perdió su vida en el campo de batalla.

Con un esfuerzo, Tess se tragó el repentino dolor que sentía en la garganta y consiguió seguir hablando:

—Nunca dejas de asombrarme, Rotham. Y pensar que realmente tienes corazón...

Su pulla provocó en él una mueca de dolor. Pero, por lo menos, ella había logrado su objetivo inicial. Rotham profirió un profundo suspiro de enojo.

—Muy bien, no me opondré a que vayas a Cornualles.

No obstante, antes de que Tess pudiera celebrarlo, añadió en tono severo:

—Sin embargo, pienso acompañarte.

Tess negó con la cabeza. ¿Cómo iba a combatir su atracción hacia él si se iba con ella?

—Eso no será así —repuso de manera apresurada.

—¿Por qué no?

—En primer lugar, hoy le prometiste a Jamie que le enseñarías a construir un fuerte con hojas, ¿recuerdas? Ahora no puedes decepcionarle. Y, por otra parte, está el orgullo de Basil. Lo discutimos anoche, Rotham. Para que Basil esté en condiciones de casarse con Fanny, debe ganar un salario mejor que el que ahora tiene, pero la oferta de un empleo bien remunerado debe proceder de ti para que él no lo considere caridad por mi parte. Por consiguiente, es preciso que te quedes aquí para contratar a Basil y que él deje a su actual patrono. Tú, desde luego, le enviarás a Cornualles en cuanto se haya cerrado el trato. Incluso puedes acompañarle si crees que debes hacerlo, pero yo viajaré antes con Fanny. Saldré inmediatamente, esta tarde, si puedo solucionarlo.

Era evidente que él no estaba nada contento con su proyecto. Aunque algo en su tono debió de advertirle de que, tras el trastorno emocional que le había supuesto casarse con él y la impresión de ver a su joven pupilo, Tess había llegado al límite de su resistencia.

—Como gustes —aceptó Rotham por fin—. Escribiré una carta de presentación para

Falwell y haré que sea enviada por correo ahora mismo.

Tess le miró con cautela, sorprendida de que hubiese accedido sin batallar más. Por si las moscas, no iba a darle tiempo para que cambiase de idea.

—Gracias —dijo rápida, graciosa y sinceramente—. Ahora, si me disculpas, debo enviarle un mensaje a Fanny y exponerle mi plan.

Se volvió y escapó de la sala, sintiendo en todo momento la mirada de Rotham. Al llegar al pasillo, respiró aliviada y disgustada.

Aliviada porque pronto estaría camino de Cornualles, muy lejos de su peligroso esposo, y disgustada por sus sentimientos tan contradictorios, tumultuosos y enloquecedores hacia él.

Discutir con Rotham siempre le encendía la sangre. Sin embargo, ahora habían aparecido otras barreras a las que enfrentarse como, por ejemplo, su inesperado vínculo de afecto con su pequeño pupilo. También sentía un sordo dolor en el pecho inducido por aquella nueva prueba de la perversidad de Rotham.

Murmuró un juramento. Había deseado introducir en su vida chispa, ardor y pasión, y era innegable que lo había conseguido con un matrimonio no deseado. La condenada verdad era que, por primera vez en dos años, se sentía realmente viva. Había estado viviendo la vida a medias, sacrificando la alegría y la emoción por la libertad y el dolor.

Y tras tan larga parálisis, ansiaba experimentar de nuevo sensaciones distintas de la pena y conocer la alegría, la excitación y la pasión.

Sin duda, la última noche con Rotham había sido estimulante, emocionante y asombrosa. Y eso sólo le había dado a probar un poco de lo que podía esperar si se hacían amantes.

Pero la enfurecía —incluso la irritaba— que entre todos los hombres, fuese precisamente el perverso duque de Rotham quien agitara su sangre y la hiciera de nuevo vulnerable al dolor.