23 de agosto de 1961
Siguiendo las instrucciones de una carta dirigida a mi, la cual acompañaba su testamento, hecho y certificado en 1956, he obsequiado a Gregorio Fuentes, de la calle Pasuela 209, Cojímar, el yate de Ernest, Pilar, haciéndose saber a Gregorio las instrucciones de que disponga del yate como mejor considere. Ernest obtuvo su licencia de capitán y navegante del Pilar el 26 de abril de 1934. El Pilar y Gregorio lo ayudaron mucho, tanto para trabajar como para la caza de submarinos durante la Segunda Guerra Mundial y para esparcimiento en la pesca y en el estudio de la corriente del Golfo, en los mares de Cuba.
Firmado: Mary Hemingway
Siguiendo las mismas instrucciones descritas, he obsequiado de parte de Ernest a René Villarreal, de San Francisco de Paula, quien fue sirviente personal de Ernest así como jefe de la casa durante 17 años, un fusil Winchester calibre 22, Modelo 62-A 255364, el cual Ernest le había entregado como un regalo personal en 1956, pero que se mantenía fichado entre nuestras armas para correr con el trámite anual de las licencias.
Firmado: Mary Hemingway
Siguiendo las mismas instrucciones descritas, he obsequiado de parte de Ernest a José Herrera [Pichilo], de San Francisco de Paula, las vacas de Finca Vigía. Él ha sido jardinero y ha cuidado de la piscina durante 17 años, y tiene mi permiso para mantener sus gallos de pelea, de los cuales Ernest compartió a veces la propiedad, en los terrenos de la finca.
Firmado: Mary Hemingway
Pedro Buscaron, quien ha trabajado en la casa y cuidado de los animales durante ocho años, tiene mi permiso para traer su caballo a pastar a los terrenos de la finca.
Firmado: Mary Hemingway
Siguiendo las instrucciones de la carta de Ernest citada anteriormente, estoy efectuando las operaciones necesarias para hacer regalías de dinero a varios empleados, por medio de cheques girados contra mi cuenta en la Agencia 4/10/06, Amistad 420, Sucursal del Banco Nacional de Cuba.
Firmado: Mary Hemingway
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En 1957 eran 57 gatos: 43 grandes y 14 pequeños. Vivían en la gatera, en el primer piso de la torre. Hemingway creía que había logrado una raza original a partir de los gatos criollos (cubanos) y de angora. Fomentó la tradición de ponerles nombres que incluyeran la letra ese siempre. Estaba convencido de que a estos animales les atraía esa consonante al ser alargada su pronunciación. De ahí, Boise, Missouri, Spendy.
El más viejo de los gatos se llamó Ambrosy y sobrevivió ocho años a Hemingway, hasta 1969. Vivió 16 años y los empleados cubanos de la finca lo llamaban por su nombre español: Ambrosio. Era un gato blanco y negro, que es recordado por sus ataques de neurosis y su costumbre de registrar la alacena de Finca Vigía.
El más famoso fue Boise, el personaje de Islas en el Golfo; en la novela se dice que fue un regalo del propietario de La Terraza, de Cojímar, pero, en realidad, Gregorio Fuentes se lo obsequió al escritor. Boise era un gato viejo y mal educado. Consentido por su dueño, se subía a la mesa a la hora de las comidas. El cura don Andrés tenía esta imagen fija: al fondo. La Macía, de Miró, Hemingway presidiendo la mesa y dándole comida y vino al gato.
El gato Bigotes tiene también su leyenda en la finca. Ya se ha mencionado su ajusticiamiento. Se había aliado con un gato rubio forastero y agresivo. Una noche, en un rincón de la finca, mataron la gata favorita de Mary. «Ellos han sido», dijo Hemingway cuando René Villarreal trajo al mediodía la noticia de que el cadáver había aparecido. Hemingway almorzó tranquilo. Después fue a su cuarto y regresó con el Winchester 22. En el pasillo, Bigotes se frotaba los pies. «Está ajeno y distante —dijo Hemingway—, pero tengo que hacerlo porque se ha acostumbrado y a partir de ahora seguirá matando. Un crimen es solo el inicio de un asesino.» Desde el umbral de la puerta le apuntó a la cabeza y apretó el gatillo. Bigotes fue proyectado como un balón de fútbol. Con un solo disparo Hemingway cerraba el caso Bigotes.
Después surgieron otros dos rebeldes que fundaron un nuevo sindicato para matar por envidia: Fatso y Shopsky, una abreviatura de Barber Shop. La tragedia comenzó la mañana que Spendy apareció muerto. Luego Ecstasy, sin salvación, el pecho desgarrado y la cuenca del ojo derecho vacía. Hemingway sorprendió a Shopsky mientras este vivaqueaba en el patio, atento a los movimientos de un sinsonte. Hemingway lo llamó a sus pies y Shopsky, obediente, se le acercó. Hemingway apoyó el cañón de Winchester 22 en la cabeza del animal. El plomazo lo aplastó contra la tierra. «Ahora tengo que matar al otro.» Lo vio a lo lejos, bajo el sol. Montó otra vez la carabina y casi al unisono con el estruendo del disparo Fatso dio su última pirueta.
La sangre continúa en este relato. Sangre de gato. Fue en el verano de 1960, cuando una gatita de Hemingway (el nombre no se ha conservado) se enamoró de un felino negro residente en las afueras de la finca. La gata hacía excursiones frecuentes al exterior en busca de su pareja cuando una mañana no tomó el debido cuidado al cruzar la Carretera Central. Un vehículo la atropelló. Herida de muerte, arrastrándose, llegó hasta la puerta de la casa. Hemingway escuchó los maullidos y le dijo a René Villarreal que trajera el Winchester. René se acercó con el arma, la montó y preguntó: «¿Le disparo, Papa?» La respuesta de Hemingway, con los dientes apretados, fue arrebatarle el Winchester de un manotazo y decirle en un español sonoro: «Dame acá, coño, que a los míos los mato yo.»
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Los costos de Finca Vigía ascendían —según cálculos aproximados— a 4 000 pesos mensuales. Este era el precio de la estancia de Hemingway en Cuba. Con ellos cubría los impuestos de su propiedad, el sueldo de nueve empleados (el número podía variar de acuerdo con los trabajos que se realizaran), la compra de víveres y bebidas, abonos y camiones de tierra para las plantas del jardín y el mantenimiento de la piscina, a la que hubo necesidad de instalarle una planta purificadera de agua. Herrera Sotolongo y Juan Dunabeitía, Sinsky, ayudaron muchas veces a preparar los estados de cuentas de la casa, y Herrera Sotolongo afirma que 4 000 pesos es la cifra aproximada de sus gastos mensuales, una suma apreciable. Casi 50 000 pesos al año (el peso cubano a la par del dólar). En los gastos hay que incluir la cuenta del Floridita (se le enviaban mensualmente los vales firmados por él. Hemingway los revisaba someramente y firmaba el cheque), el mantenimiento del Pilar y el pago de los clubes y sociedades a los que pertenecía, como el Club de Cazadores del Cerro y las asociaciones de yatistas.
El dispositivo cubano era extenso. Además del Floridita, había otros lugares de los que era habitué y donde su firma estaba autorizada. Como es de suponer, no era un hombre que llevara dinero encima. Su firma era aceptada en La Terraza de Cojímar, en el Centro Vasco, en La Zaragozana y, según afirman algunos, en La Bodeguita del Medio. Entre los papeles de la finca pueden hallarse remisiones de estos lugares, y, especialmente, las liquidaciones de color amarillo impresas en papel cebolla de la Casa Recalt, donde Hemingway adquiría las bebidas que se consumían en Finca Vigía; y otras cuentas procedentes de la tienda de víveres Morro Castle. (Algunos de estos establecimientos han desaparecido.) Hay montañas de remisiones originadas en la Florida y Nueva York, casi siempre dirigidas a Mary Hemingway, relativas al envío de abonos, semillas y componentes químicos para la siembra. Estos desembolsos pueden confrontarse en parte con algunas libretas de banco vencidas que aún se encuentran en Finca Vigía.
Pudo haber meses de menos gastos, quizás de 2 000 pesos. Pero lo usual era que fueran mayores. Significa aproximadamente un millón de dólares gastados por Hemingway en sus 20 años de estancia en Cuba.
Hemingway —una vez al año, hacia diciembre— dedicaba un tiempo a los cobradores norteamericanos de impuestos. Aunque vivía en Cuba, continuba siendo ciudadano de su país. Pero alimentaba un rencor especial por estos funcionarios y por el desempeño de sus labores. En una carta de 1935 a Ivan Kashkin, confundía las funciones del Estado: «Hasta ahora no ha significado para mí más que impuestos arbitrarios.» En algunas de las biografías de Hemingway se informa que al final de su vida —y como producto de su paranoia o semilocura— la emprendió contra los cobradores de impuestos. Veía a estos agentes por todos lados. Sin embargo, cierta base real alimentaba este delirio de persecución. Según contaba Roberto Herrera Sotolongo, cada año él lo ayudaba a preparar sus estados de cuentas y a aumentarlos artificialmente con el deliberado propósito de burlar el fisco.
La esquina nordeste del hotel Ambos Mundos. En el ángulo superior, las tres ventanas de la habitación de Hemingway.
(René David)
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HEMINGWAY era un poco maniático en cuanto a los papeles, especialmente las cartas. Es increíble la fijación, que podemos considerar como tendencia profesional, de ciertos escritores con los papeles, cualquier clase de papel. Hemingway guardaba todo material impreso, incluso periódicos y revistas. Hay un par de escaparates en su casa repletos de viejas revistas norteamericanas (a pesar de las que Mary quemó en agosto de 1961). En su archivo se pueden encontrar los recortes de las críticas que aparecieron en Estados Unidos cuando se publicó su primer libro. Suman centenares, y a veces es la misma reseña que fue reproducida en una docena de periódicos norteamericanos. Algunas de las pocas personas que tenían acceso a Finca Vigía vieron una misma carta durante años encima de su cama. Herrera Sotolongo, filatelista, tenía la autorización de Hemingway para arrancar los sellos, pero no para mover las cartas del lugar que ocupaban en la cama. De cualquier manera. Herrera Sotolongo no despegaba los sellos. «A él le gustaba tener las cartas como las había colocado en el momento de recibirlas, y algunas podían pasarse años en la cama donde él dormía, donde se supone que él dormía. En realidad no dormía casi nunca en esa cama, sino en la habitación de su esposa.»
Es evidente que había un orden dentro del desorden. La correspondencia llegaba a cubrir la cama, pero estaba colocada de acuerdo con un sistema que solo Hemingway era capaz de entender.
En cierta época la correspondencia llegada a Finca Vigía fue tan numerosa que se creó la necesidad de buscar un secretario. Roberto Herrera Sotolongo era la persona indicada. Roberto organizó el archivo y la correspondencia de Hemingway. Algunos años después de la muerte del escritor, en las últimas semanas de vida del propio Roberto, su máxima preocupación era saber el paradero de la nutrida papelería de Finca Vigía. Faltan muchos documentos y cartas. Pero, lamentablemente, Finca Vigía fue tierra de nadie desde la noticia del suicidio de Hemingway hasta que Mary Welsh hizo entrega oficial de la propiedad al gobierno cubano en agosto de 1961. Amigos y empleados de Hemingway tuvieron libre acceso a la casa y la papelería durante casi un mes. Y, después, Mary Welsh no ofreció detalles de los papeles que se llevaba. El gobierno revolucionario le había autorizado el traslado de documentos y objetos de todo tipo a Estados Unidos. Lo que ha llegado a nosotros es el contenido de un archivo metálico, un baúl de madera y algunas cajas repletas de fotografías, asi como una docena de viejas cuartillas manuscritas.
Hubo pérdidas, al menos temporales, en vida del propio Hemingway. La medalla del Premio Nobel se extravió en cierta ocasión. Estuvo bastante tiempo perdida y los hermanos Herrera Sotolongo, especialmente José Luis, fueron los que más influyeron sobre Hemingway para que tomara medidas. Él decía: «No, vamos a dejarlo, vamos a dejar eso así... eso no significa nada.» Pero la insistencia fue tal, que Hemingway inició algunas gestiones y obtuvo su devolución.
En la actualidad la medalla del Premio Nobel de Literatura concedida a Hemingway se encuentra en la Capilla de los Milagros de la Basílica de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, cercana a Santiago de Cuba. El escritor entregó la medalla al periodista Fernando G. Campoamor en el homenaje organizado por la cervecería Hatuey. Tiempo después llegó a manos del Arzobispo de Santiago de Cuba, monseñor Enrique Pérez Serantes, quien la envió a este santuario. En la Basílica hay una foto tomada de la revista Lite, donde aparecen en el acto de entrega Fernando G. Campoamor, Hemingway y la medalla en su estuche. Ese fue el destino que Hemingway le dio. «Pero ha habido falsas interpretaciones también respecto a este gesto de Ernesto», dice José Luis Herrera Sotolongo. «Él se la regaló al pueblo de Cuba. Hemingway estaba pensando que los gobernantes de Cuba en aquella época eran unas ladrones, y calculó, con razón, que el único sitio seguro donde podía estar la medalla era en el santuario del Cobre.»
Hemingway tenía muy en cuenta ciertos hechos que habían ocurrido en el país, especialmente el robo de un fabuloso diamante instalado en la cúpula del Capitolio Nacional que marcaba el kilómetro cero de la Carretera Central. Había desaparecido y al poco tiempo volvía a aparecer ¡en una gaveta del buró del presidente de la República!
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«Hemingway no tenía religión», dice José Luis Herrera Sotolongo, y añade un elemento curioso: «Mas tenía una protección por parte de los jesuítas. No sé por qué, pero una cosa que, al parecer, venía de los ancestros familiares. De acuerdo con esto, Hemingway estaba bajo el amparo de los jesuítas. Podía contar con la ayuda de esta orden en un momento determinado, o esconderse en uno de sus conventos, o hacer uso de ellos. Hemingway recibía por correo una publicación norteamericana de la orden.»
«Desde luego, aunque no fuera religioso, esto no quiere decir que no fuera supersticioso. Lo era, y bastante. Llevaba una luckystone en el bolsillo. Él mismo la llamaba así. ¿“Tienes la tuya?”, me preguntaba. En realidad, era una piedra cualquiera. En Cuba las llaman chinas pelonas. Para algunos, estas poseen propiedades magnéticas. Yo llevaba una en el bolsillo para complacerlo.»
Hemingway tenía predilección por el número 13, ya que lo interpretaba como de buena suerte (para casi todo el mundo significa lo contrario), y las matrículas de todos sus automóviles llevaban un 13 en algún lugar. Las obtenía con facilidad porque nadie las quería. Pero sus manías iban más allá de su fascinación por el número 13 y de obligar a sus amigos a llevar una china pelona en el bolsillo. En una oportunidad Hemingway quiso ponerse aretes. «Tienes que hacerme los agujeros en el lóbulo de las orejas», le dijo a José Luis Herrera Sotolongo. «Tengo que hacerlo antes de que nazca el muchacho, allá en África.» El propósito de colgarse unas argollas en las orejas era garantizar el feliz nacimiento de un supuesto hijo que Hemingway iba a tener en África de una muchacha wakamba llamada Debba.
Mary le pidió a Herera Sotolongo que no lo hiciera. Un día Hemingway se molestó con el médico por su persistente negativa de hacerle los orificios. «No me da la gana de hacerlo», le contestó tajante Herrera Sotolongo. Hemingway se había «casado», probablemente en 1953 en el transcurso de su segundo safari a África, según los ritos wakamba, que establecen que el padre debe colgarse unos aretes para que el niño nazca vivo.
Es de desear que el niño, que en 1980 tendría 27 años, goce de buena salud, a pesar de que su «padre» nunca llevó aretes para protegerlo.
Hemingway, sin duda, era amigo de blasfemar. Según pueden atestiguar sus antiguos conocidos, sus expresiones favoritas en español eran las blasfemias más retumbantes del idioma. Por ejemplo: «Me cago en Dios y en la puta madre.» Todo junto y de un tirón. A veces solo empleaba la última parte, porque le agradaba su sonoridad: la puta madre. Y si acortaba la frase aún más, se quedaba con la palabra puta. La empleaba como adjetivo: «el puto frío» o «la puta mar». Su gusto por las blasfemias no tomaba en cuenta necesariamente el significado que tenían; lo que le fascinaba era la resonancia.
¿Blasfemo y agnóstico? Hubo una oportunidad en que Hemingway casi clamó por un exorcismo.
En abril de 1947, el hijo mediano de Hemingway, Patrick, sufrió una prolongada crisis nerviosa desencadenada por un accidente automovilístico. El doctor José Luis Herrera Sotolongo calificó su estado de «predemencial», motivado por unos exámenes de ingreso en una universidad para los cuales se estaba preparando y por una crisis de conciencia que, al parecer, surgió cuando comenzó a dudar de las creencias católicas de su madre, creencias que él compartía con ella hasta entonces.
El resultado fue que Hemingway montó un campamento en la finca, con todos los amigos que pudieran servirle para la ocasión: especialmente José Luis, Sinsky y el cura don Andrés. Este sacerdote, que visitaba asiduamente la casa de Hemingway, era un caso especial. Don Andrés era un exiliado español y, como dice Herrera Sotolongo, «tuvo hechos que comprobaron perfectamente la posición tan correcta de este hombre». Don Andrés era un religioso liberal, que se consideraba a sí mismo anticlerical. Pero Patrick los aceptaba a todos, excepto al cura, que le provocaba accesos de histeria, porque decía que don Andrés «era el diablo en la tierra». Por tanto, don Andrés se veía obligado a retirarse de la habitación; después, cuando lograban hacer dormir a Patrick, empezaba la conferencia etílica entre los cuatro amigos habituales. Hemingway, con el rostro preocupado, el médico Herrera Sotolongo, el cura don Andrés y Sinsky, que preparaba los llamados compuestos químicos, casi siempre con ginebra, una especialidad suya. «Creo que va a ser necesario llamar a un exorcista», decía Ernest, mirando de soslayo a don Andrés.
Fachada del Hotel Ambos Mundos como puede verse en la actualidad, con la placa conmemorativa en homenaje a Hemingway. Fue develada con motivo del 65 aniversario del nacimiento del escritor, en julio de 1964. (Celso Rodríguez)
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La mayor parte del tiempo habla en español: su servidumbre no conoce otro idioma; a bordo del Pilar, se comunica en español con Gregorio; en el Floridita, si no se encuentra con alguno de sus compatriotas, lo que escucha es la ruidosa jerga habanera. Tal vez, como máximo, intercambie algunas palabras en inglés con Mary.
«Yudas», decía para pronunciar la palabra española dudas. «Tengo yudas.» Era una de sus equivocaciones habituales. Pero empleaba el español con frecuencia y había algunas frases de este idioma que llamaban su atención. A José Martí, el héroe cubano del siglo xix, lo llamaba «el general Martí», lo cual es inusual en el país. Es cierto que Martí fue nombrado mayor general por un consejo de oficiales revolucionarios en 1895, pero en Cuba se le venera como El Maestro. A Hemingway le gustaba destacar el grado militar de Martí y afirmaba haber leído su obra literaria: —He leído textos martianos, los conozco.» (Sin embargo, el inventario de los libros de Finca Vigía arroja un resultado inquietante: no hay un solo ejemplar de los 28 tomos de la obra martiana.)
También podía repetir de memoria un parte militar español que por alguna razón especial le producía placer: «Nuestras tropas siguen avanzando sin perder una pulgada de terreno.» Lo pronunciaba lentamente y con una ancha sonrisa, cuando, en la práctica de algún deporte, él estaba, desde luego, perdiendo. Es probable que disfrutara de la retórica que intentaba ocultar la verdad contraria. En Por quién doblan las campanas hay una cita de ese parte de guerra extraordinario: —Nuestra gloriosa tropa siga avanzando sin perder una sola palma de terreno», dice Karkov en su español pintoresco.
Otra frase española de origen militar que Hemingway utilizaba era —estamos copados». El verbo estar no tenía importancia, lo que le gustaba era el «copados».
«Estamos copados... Muy copados.»
Otra expresión española de su agrado era «la pepa», que él interpretaba como una forma contundente de referirse a la muerte. Hemingway, irreverente, se expresaba así sobre el fallecimiento del presidente Roosevelt: «A Franklin Delano lo cogió la pepa.»
También había una cancioncilla —el cura don Andrés se la había enseñado— que a Hemingway le complacía cantar:
No me gusta tu barrio
Ni me gustas tú
Ni me gusta tu puta madre
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Finca vigía, a los ojos de Hemingway, asumía el aspecto de un barco veterano cuando se cernía sobre ella una tormenta tropical.
En septiembre de 1950 un ciclón cruzó por La Habana y Hemingway se encontraba en la finca. Las notas que dejó en su libreta demuestran, primero, que había asimilado los frecuentes y violentos cambios de presión en la isla, y, segundo, que había aprendido que el mejor, modo de pasar un ciclón es teniendo el oído atento a un radio de batería y las manos ocupadas con una botella de ron y un martillo, para clavetear un poco las puertas y ventanas. El documento es precioso. Las notas de Hemingway aparecieron entre sus papeles y están escritas en un bloc de tamaño de bolsillo que tiene en el lomo la siguiente inscripción impresa: BLOCK PARA CALCULOS No. 4036 1/2. Hemingway empieza sus notas por la fecha y datos técnicos. Es evidente que apenas ha descorchado la primera botella, aunque no va a tardar mucho en coger vapor La fecha, con la inconfundible caligrafía de Hemingway: «September 1.» Los primeros datos: «0900 Temp 76 F.» Debajo: «Viento ESE Fuerza 5.» Y el resultado de su primera observación: «Cielo nublado hacia el E. Al S. altos cirros con algunos aglomeramientos al N.»
La medalla del Premio Nobel de Literatura de 1954 otorgada a Hemingway. Se conserva en la Capilla de los Milagros de la Basílica de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, institución a la cual él la donó. Junto a la medalla una foto publicada en Life en la que Hemingway aparece en compañía de su amigo cubano Fernando G. Campoamor.
Ernest Hemingway y Martha Gellhorn, en la piscina de Finca Vigía, hacia 1941.
Hay testigos de cómo Hemingway, al mando de Finca Vigía, «capeaba» estas tormentas. El médico José Luis Herrera Sotolongo no recuerda todos los ciclones a los que se enfrentó en aquella colina, aunque afirma que el comportamiento de Hemingway debió ser «por el estilo» casi siempre. «Estas cosas entusiasmaban mucho a Ernesto. Cuando se enteraba que venía un ciclón enseguida el rostro se le iluminaba. Si yo estaba a mano me exigía que me quedara para “organizar juntos la defensa”.» Desde luego, cuando el ciclón pasaba, mientras afuera se hacía el recuento de los estragos, en Finca Vigía Hemingway mostraba estragos de otro tipo. «¡Ese Ernesto...! La casa llena de víveres, y él empeñarse en pasar el ciclón sin alimentos, solo con alcohol. A veces se ponía majadero y decía que la cosa era sin ropa. Desde luego nos quedábamos en short o bermuda. Lo de la ropa era por si había que salir afuera y uno se empapaba. Salir afuera para arreglar algo que el viento o la lluvia hubiera tumbado. De cualquier forma, él, con la botella en la mano, se ponía a dirigir la operación anticiclónica, reunido con dos o tres amigos en la sala de la casa. Parecía un capitán de nave en medio de una tormenta.»
Parecía un capitán realmente, y este texto, humorístico a ratos, sugiere exactamente eso: el cuaderno de bitácora del capitán de un buque de guerra, que se refiere a «enemigos», «capacidad de destrucción» y utiliza otros términos semejantes.
«Presión barométrica 29,45 (no corregida por el nivel del mar).» A partir de esta anotación sus comentarios comienzan a hacerse más nutridos y son el resultado de sus observaciones y de la escucha del radio Zenith de baterías. El Centro de Huracanes de Miami informa —y Hemingway anota— que el huracán debe encontrarse a 24 millas al oeste de Guadalupe, con vientos de 140 MPH en su centro, y un curso oestenoroeste. El final del párrafo: «Otro reporta rumbo O. Avanza a 10 MPH. Distancia de Hab. con este rumbo 1400 M [aquí se refiere a millas geográficas, que eran las utilizadas en el Weather Report del Centro de Huracanes de Miami] a esta velocidad alcanzará Hab. en 140 horas a las 2300 31/8/50.»
A partir de este párrafo —apenas comenzadas las notas— se evidencia el tono que van cogiendo el informe y su autor. Hemingway ha comenzado a jugar. La redacción se torna incomprensible a veces y las fechas pierden su secuencia. Lo que empezó el 1ro de septiembre es ahora el 31 de agosto. Un poco más adelante sera el 3 de agosto —estamos retrocediendo y luego avanzando en el tiempo— y así sucesivamente. Las fechas han perdido su sentido en este errático cuaderno de bitácora. Las próximas observaciones de puño y letra de Hemingway van a saltar hasta casi una semana después (6 de septiembre). Ningún huracán ha estado azotando tanto tiempo en el mismo lugar. Sin embargo, puede que el caos tenga una explicación: Hemingway había estado siguiendo el curso de varios ciclones a la vez (según los mapas del Instituto de Meteorología cubano, entre el 21 de agosto y el 6 de septiembre de 1950 tres ciclones amenazaron e incluso pasaron por Cuba) y no se cuidó de conservar el orden de sus anotaciones ni de verificar las fechas.
El día 1ro de septiembre de 1950 había un ciclón que se acercaba a Cuba desde Islas Guadalupe. Era un meteoro de gran fuerza, localizado por algunos barcos al este de la región central de las Antillas Menores. Amenazaba seguir con rumbo hacia Saint Croix, Islas Vírgenes y Puerto Rico.
El sábado 2 surgió un nuevo y pequeño huracán al sur de Isla de Pinos. Se desconocía su rumbo. El día 1ro se encontraba a 80 millas al suroeste de Isla de Pinos, aproximadamente en la posición de 20 grados de latitud y 83 grados de longitud.
El domingo 3 amenazaba a La Habana, Matanzas y Las Villas. «El ciclón de Isla de Pinos, que iba en camino de salir al Golfo de México dando la vuelta al Cabo de San Antonio, cambió anoche de dirección y planteó una amenaza potencial para esas tres provincias», informó el Observatorio Nacional.
Ernest Hemingway con Juan Dunabeitía —quien prepara una de sus ginebras compuestas—, el cura don Andrés Untzain y el doctor José Luis Herrera Sotolongo, hacia 1947, en Finca Vigía.
Sep 6 1950
Es un bien definido huracán de gran fuerza y gran extensión y el decrecimiento en su velocidad indica un incremento de intensidad. EH.
La firma tiene un doble subrayado hecho por el propio Hemingway. Su observación es inexacta porque la velocidad de traslación de un meteoro es independiente de su intensidad.
0930 La presión barométrica no cambia. Lluvia. Fuertes ráfagas del S.
Capacidades del enemigo: gran destrucción en Haití, costa S o centro de Cuba. Posible recurve al N sobre Ha. EH.
A las 20 horas aparece la primera nota de Hemingway sobre el capitán de corbeta José Carlos Millás, que fue durante años el director del Observatorio Nacional de Cuba. Millás fue objeto de bromas a nivel popular. Se le criticaba haberse equivocado con frecuencia en sus partes sobre el estado del tiempo. Hemingway se hace eco del consenso popular y la emprende contra él en sus notas. Por si fuera poco, aprovecha el parecido de las palabras españolas corbata y corbeta para asignarle un nuevo grado militar.
Sobre el huracán del 1ro de septiembre de 1950, Mario Rodríguez Ramírez recuerda que él trabajó «este cicloncito». Millás no quiso ocuparse de lo que aparentaba ser una tormenta lejana. Pero Rodríguez Ramírez, entonces su ayudante, señaló para un punto en el cielo y le dijo: «Fíjese cómo se mueven los cúmulos. Yo opino que esta perturbación ciclónica viene para arriba de nosotros.» El distinguido meteorólogo respondió con un «no me jodas tú con los cúmulos», y decidió irse a dormir. Seis horas después, al amanecer, Rodríguez Ramírez consideró que a esa altura ya era indispensable despertar a su jefe. Lo llevó fuera del edificio del observatorio y, frente a los ojos aún adormecidos de Millás, encendió un fósforo que mantuvo su llama inalterable. «Estamos en el ojo de la tormenta, capitán», le dijo. «Es evidente. Estamos en el ojo», corroboró Millás. «Vamos a preparar el boletín de alerta.» Un rato después, las primeras ráfagas estaban ahí. «Un meteoro pequeño pero fuerte», recuerda Rodríguez Ramírez. «Las ráfagas abrieron la puerta principal del observatorio y sacaron las ventanas como si fueran corchos de botella.»
Hemingway escribió poco después:
2000 Millás anuncia un nuevo huracán al sur de I (Isla) de P (Pinos) con peligro para Hab y P (Pinar) del R (Río) 220 millas al S moviéndose N o NO 65 MPH.
3/8/50 0807 de la finca [Vigía] 29,35 Borrascas fuertes hacia S Viento ENE Fuerza 3. Teniente Flores Boletín Aviación Cubana a 0800 dice que H (Huracán] está SSO de I de P (no se da dirección) moviéndose más lentamente [subrayado en el original] e incrementando su fuerza. Se recomiendan todas las precauciones. Millás a las 0830 todavía prepara su boletín. Sonidos de martillos en el reparto.
0845 Nada de Millás.
0900 Millás aún prepara su boletín.
0908 Nada de Millás.
0921 Nada de Millás. Continúa repetición del boletín de Flores.
Hemingway ha saltado repetidas veces, de septiembre a agosto, por lo cual ya no sabemos en qué fecha estamos. A las 10:15 reporta la ubicación de su hipotético huracán «a 125 millas SSO del Cabo de San Antonio». Pero el meteoro, dice Hemingway, «se mueve al NO perdiendo fuerza».
Barómetro de la Finca 29,35. Viento E Fuerza 4-Fuerza 5 sin ráfagas.
4/8/50
0310 Bar. 20,02. Viento N Fuerza 10 (Viva Millás) [en español en el original].
Llega Pancho [Francisco Castro, el carpintero] y cierra el cuarto de Mary. Boletín del Observatorio a las 1400. No lo firma Millás (Viva el capitán de corbeta)
0500
Boletín de Millás (hijo de la gran puta y capitán de corbata) [toda la frase en español en el original] dice que el huracán está a 60 millas al S de Batabanó y puede entrar en la costa cubana entre Las Villas y Pinar del Río (el centro de la tormenta sobre Marianao). Presión barométrica 28.90 calma absoluta desde 0410 hasta 0500.
A las 0525 consigna un viento del sur de fuerza 4. A las 0530 Hemingway anota: «Millás anuncia que es imposible dar boletín durante horas de la noche.» Hemingway arremete injustamente contra Millás. Los boletines del Observatorio Nacional eran emitidos siempre a las 6 am y 10 pm. Más adelante anota: «A las 0750 presión barométrica 29,20. Viento SSO Fuerza 7. La tormenta se va al mar. Estábamos en su borde E.» Hemingway está empleando una jerga típica de meteorólogos y pescadores cubanos: irse al mar. También se acostumbraba decir, cuando una tormenta salía de la isla, que «entró en el canal» o que «cruzó de tierra». A las 0850: «Presión barométrica 29,20 (no corregido por el nivel del mar) Viento SSO Fuerza 5 y 6 en ráfagas. Firmado [en español] E. Hemingway General de guerrilleros.»
Sigue la fórmula de los partes meteorológicos cubanos que, al final, decían: «Firmado: Millás, capitán de corbeta».
La nota final, hecha en el reverso de la última hoja del bloc de cálculos, está fechada cuatro años después, pero en el noveno mes, septiembre, y conserva el mismo orden por columna de las anotaciones anteriores sobre el supuesto ciclón que azotó La Habana, o los supuestos y múltiples ciclones, o ese ciclón único y caprichoso que estuvo batiendo la ciudad y el Caribe desde agosto de 1950 hasta septiembre de 1954.
3 PM 11/9/54
Millás —N NNE puede cambiar en cualquier momento.
Miami —Recurvó. Vientos aumentan.
Nada nuevo. Muchas contradicciones.
Es cierto. Muchas contradicciones. Lo que se reportó el sábado 11 de septiembre de 1954 fue calmas y vientos flojos a frescos del sudeste al nordeste. Cielo parte nublado y nublados. Algunas lluvias en el territorio, sobre todo en la mitad oriental. La Habana disfrutó de un sol incomparable.
Un momento de particular interés para Ernest Hemingway a principios de la década del 50 se produjo cuando José Carlos Millás protagonizó lo que pudiera registrarse como uno de los más catastróficos equívocos de todos los tiempos al anunciar que un huracán especialmente peligroso cruzaría a unas 60 millas al este de La Habana. Los habaneros se apresuraron a clavetear puertas y ventanas, limpiar alcantarillas y pegar papel engomado a sus cristales. Pero los matanceros, cuya ciudad se encuentra a 60 millas al este de La Habana, siguieron el curso de su vida normal. El ciclón, en efecto, devastó la ciudad de Matanzas mientras que en La Habana reinó la calma. Las protestas fueron múltiples y Millás obtuvo el permiso del Estado Mayor de la Marina para explicarse en una comparecencia por televisión. Ni corto ni perezoso, Millás dijo que no era su responsabilidad que la gente tuviese tales desconocimientos de geografía y no supieran que Matanzas se halla a 60 millas al este de La Habana. «No es culpa mía que el observatorio se encuentre en La Habana. El punto de referencia de esta institución, como todos debían saber, es la capital.» Esta fue una de las pocas noches que Hemingway se detuvo cerca de media hora delante de la pantalla del televisor.
Otro hecho insólito, al que Hemingway tuvo acceso por medio de la televisión cubana, ocurrió algunos meses más tarde.
Era la época de oro de los platillos voladores, y en los terrenos donde se construía la Ciudad Deportiva —frente por frente a la fuente más pretenciosa de la capital, llamada El Bidé de Paulina por los habaneros, que honraban así a Paulina de Grau, «Primera Dama de la República», esposa del hermano del expresidente Ramón Grau San Martín, amaneció uno de esos artefactos interplanetarios. El ingenio, redondo, plateado y enigmático, alzaba un periscopio escalofriante. Pero no daba otras señales de vida. Movilizó a la policía de la ciudad con su Estado Mayor, a un batallón blindado del Ejército Nacional y al Cuerpo de Bomberos. La isla había sido agraciada— o desgraciada —con la primera visita pública de seres extraterrestres. En presencia de un acontecimiento de esta dimensión, el veterano periodista Hemingway accedió a sentarse delante del Admiral de Finca Vigía. Se armó con una botella más grande que las de costumbre y puso sus ojos incrédulos en la pantalla. De repente, hacia las cuatro de la tarde, luego de medio día de expectación, se abrió una escotilla y, ante el espanto general de los televidentes (a esa hora ya habían huido todos los que estaban en los alrededores, y el jefe de la policía, brigadier Rafael Salas Cañizares, pistola en mano, se parapetaba tras su Mercury de matrícula oficial), surgió una modelo y bailarina muy famosa que mostraba una apacible botella de cerveza Cristal. Por la misma escotilla emergieron los 43 integrantes de una orquesta de música popular que tocaban sus instrumentos y coreaban este estribillo contagioso: «Hasta los marcianos toman Cristal.» Demasiado para Hemingway. Terminó de beberse su litro de ginebra Gordon. Sin hielo, sin agua, sin agua tónica, sin limón. Sus empleados lo estaban observando. Hemingway se levantó y fue directamente hacia su cama, no a la de Miss Mary, y se durmió sobre la montaña de cartas, los ojos tapados con una estrujada edición dominical de The New York Times.
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Los asombros no habían terminado para Hemingway en Cuba. En uno de los pasajes de Islas en el Golfo, Thomas Hudson desciende desde su casa hasta La Habana por la Carretera Central y menciona un suceso inusitado ocurrido en 1939 (la misma época en que Hemingway compró Finca Vigía). Un policía descuartizó en seis partes el cuerpo de su amante; las envolvió en papel de madera y dispersó los macabros paquetes a lo largo de una carretera. En el caso verdadero, los pedazos no fueron tantos, aunque es cierto que el descuartizador era un policía y que la cabeza de la víctima apareció en Batabanó.
José Herrera (Pichilo) dentro de la gallera que él levantara en Finca Vigía. A la izquierda de Hemingway, René Villarreal en sus primeros tiempos en Finca Vigía, hacia fines de los años 40.
En la puerta de su casa, en noviembre de 1954, después de recibir el Premio Nobel. (Hans Malmberg)
Hudson llama la atención sobre la manera curiosa en que los cubanos sentenciaron que la difunta debía ser una turista norteamericana. Uno de los trozos hallados correspondía al pecho, y, «sin duda alguna», una cubana no podía tener senos tan pequeños. Hudson se vio obligado a suspender sus sesiones de trote por la carretera «porque cualquiera que fuera visto corriendo, aun caminando apurado, corría el peligro de ser perseguido por el populacho al grito de: “¡Allí va! ¡Es él! ¡Es el hombre que la cortó en pedazos!”»
Cuando Hemingway escribió este fragmento de Islas en el Golfo, a principios de los años 50, René Hidalgo, antiguo estudiante de medicina y expolicía, guardaba prisión en el penal de Isla de Pinos.
Lo que sigue es el informe sobre el caso redactado por el criminalista cubano Carlos M. Palma, uno de los amigos de Hemingway en el Floridita, quien había ganado celebridad en los años 20 y 30 al reportar desde el paredón de fusilamiento los últimos minutos de una docena de condenados (hay fotografías en las que aparecen el reo, la escuadra de tiradores, el oficial de ceremonias, el cura confesor y Palma, entonces un desenfadado adolescente, libreta y lápiz en mano). Al pie de la barra del Floridita, Hemingway respondía con una sonrisa tímida a los abrazos de este hombre que llegó a ser representante en el Congreso de la república, gerente de tres salones de baile y director de Show, una revista de espectáculos que era ella misma un espectáculo.
Cuatro alistados de la Fuerza Aérea norteamericana obtienen el premio Aircraftsmen-of-the-Month, por buen comportamiento.
Una parte del premio consistía en visitar a Hemingway en su casa de Cuba. Finca Vigía. 1954.
El lenguaje del informe es al uso de la época. Uno solo de sus gerundios está bien empleado. Su sintaxis, aunque sea difícil aceptarlo, debe proceder de algún contacto lejano con la lengua castellana.
EL CASO DE RENÉ HIDALGO, EL DESCUARTIZADOR
René Hidalgo Ramos, que había sido policía, mantenía relaciones concubinarias con Celia Margarita Mena, a la que había conocido en la Academia de Bailes denominada «Galatea», con la que sostenía frecuentes disgustos, a tal extremo que prácticamente estaban ya separados, después de residir en distintos lugares de la Capital y en Batabanó, donde a la sazón el enjuiciado fungía de policía. El 8 de marzo de 1939, viviendo Hidalgo en el Edificio Larrea, Calzada de Máximo Gómez 969 quinto piso, llamó a su concubina que estaba de visita en otra habitación del mencionado edificio, reanudándose las escenas de celos que protagonizaban de ordinario. En medio de uno de esos incidentes, Hidalgo, violento, le dio a Celia un golpe en el cráneo, observando que ésta había muerto. Preso de hondo temor por las consecuencias que le originaría su acción, alimentado por su experiencia de haber trabajado en Clínicas con varios médicos, concibe la idea de hacer desaparecer el cadáver, arrastrándolo hacia el cuarto de baño donde procede al desmembramiento de la muerta, dividiendo su cuerpo en varias secciones hasta confeccionar distintos paquetes. La Audiencia afirma en el Resultado Probado que al considerarla muerta le dio un corte en la parte superior de la rodilla dividiendo con la profundidad de ese corte troncos nerviosos, que le produjeron a la agredida una reacción en su organismo, con la que volvió en sí de su estado exánime. Entonces el autor le asestó un fuerte tajo en el cuello que seccionó importantes vasos vasculares de esa región sobreviniéndole una hemorragia, cuya consecuencia fue la pérdida total de la vida. Trucidado el cuerpo de la difunta, entre el 9 y el 15 de marzo lleva un paquete a un registro del alcantarillado en las Avenidas 7a y calle 2, Buenavista; otro en una cuneta que se halla en la curva del Padre Emilio; otro en una cuneta del Reparto Diezmero y por ultimo otro a un pozo negro en la calle Dificultades, en Surgidero de Batabanó. La Audiencia condena por asesinato calificado por la alevosía, profanación de cadáveres y otro delito de inhumación ilegal de cadáveres a 24 años de reclusión, por el primero y tres años por cada uno de los otros dos.
El Tribunal Supremo descarta la alevosía con una agravante a la propia pena y lo sanciona por un delito completo de profanación e inhumación ilegal a 4 años de prisión. Hay un voto de Tabío y Ochotorena estimando la alevosía.
Hemingway no conoció el final de la historia. René Hidalgo fue puesto en libertad después de cumplir su larga condena. A principios de los años 70 era un anciano que trabajaba en la terminal de pasajeros de Santiago de las Vegas, a unos 30 kilómetros de la capital. Sus compañeros de trabajo aceptaban su grave y retraída presencia. Hidalgo no mostró interés alguno en saber que había sido utilizado como modelo por Hemingway en uno de sus libros. Ya la prensa le había conferido fama suficiente.
En cuanto a Palma, siguió apareciendo en las portadas de su revista, siempre con un soberbio Partagés en la mano y en compañía de «la beldad del mes». Hemingway tampoco conoció el destino del exrepresentante. Al triunfo de la revolución, sus tres salones de baile y su Show fueron clausurados, pero Palmita no pareció preocuparse en absoluto. Decidió quedarse en el país y ganarse la vida en las logias masónicas, dictando conferencias sobre su tema favorito: —La búsqueda de la felicidad».
Había sido amigo de todo el mundo, y en su casa de La Habana, hacia 1980, conservaba una vasta colección de fotos autografiadas: Palmita y Juan Domingo Perón, Palmita y Frank Sinatra, Palmita y la corista Tongolele, Palmita y Fulgencio Batista, Palmita y Kid Gavilán, Palmita y el Supremo Arquitecto, Palmita y Dámaso Pérez Prado, Palmita solo con un retrato de Palmita al fondo y, desde luego, Palmita y Ernest Hemingway. Sostuvieron una amistad que el escritor disfrutaba y que fue creciendo al fragor del whisky y de los daiquiríes del Floridita.
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«EL SEÑOR Ernesto era muy generoso», dice Sergio Anchia González, un plomero clase A que tiene ahora más de 70 años. En su afán de mejorar la imagen del escritor, el viejo obrero cubano habla de un Hemingway de corazón noble, permanentemente preocupado por el destino de los pobres.
Cuenta Anchía que Hemingway le decía a Manolo Asper, dueño del hotel Ambos Mundos: «Manolo, por favor, que ningún pobre se me quede sin medicinas.»
Recuerda que después de concluir algún trabajo de plomería en la finca, Hemingway le decía: «Anchía, tú no sabes cobrar tus trabajos, coge unos pesos más para los tragos.» Según Anchía, Hemingway salía a cazar palomas y después le enviaba todas las presas capturadas para que las repartiera entre los vecinos pobres de la calle Tejadillo, donde aún reside el plomero.
«Un día de invierno crudo me citó en Finca Vigía. Me dijo que había un salidero en la piscina porque se veían unas burbujas. Hacía un frío cortante y era uno de esos días grises que se dan en este país. Me acerqué a la piscina y pregunté: “¿Bueno, dónde está el salidero?” Cuando estaba concentrado mirando hacia el agua, Hemingway me dio un puntapié y me lanzó de cabeza a la piscina. Caí como un ladrillo, con mi maletín de herramientas y mi overol.»
«El señor Ernesto estaba muerto de risa por lo bien que le había salido la broma. Mandarme a buscar con el chofer Juan, solo para tirarme con ropas al agua. Después se lanzó él mismo. Era muy democrático. Al salir, mandó traer dos tragos y dos payamas. Como la ropa era de él, a mí me quedaba enorme, y él se reía muchísimo. El chiste le costó 100 pesos, mis herramientas y la ropa.»
Quizás estos recuerdos de Anchía estén motivados por el agradecimiento. Hemingway le dio al plomero una carta de recomendación para Howard Soler, vicepresidente de la Compañía Cubana de Teléfonos. Gracias a este gesto el pequeño Anchía tuvo trabajo seguro y estabilidad económica para el resto de su vida.
El Hemingway de Anchía no es el mismo que sostiene este diálogo con Scott Fitzgerald:
—Los ricos son diferentes a nosotros —dijo Fitzgerald.
—Sí, ellos tienen más dinero —respondió Hemingway.
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Carteles
11 de julio de 1954
ERNEST HEMINGWAY DE NUEVO ENTRE NOSOTROS
Texto: Lisandro Otero
Al atardecer, el barco italiano enfiló el estrecho canal de la Bahía de La Habana y fondeó en medio de ella un momento más tarde. Alrededor del barco rondaban seis o siete lanchas esperando que el médico ordenara bajar la bandera amarilla de sanidad, permitiendo el acceso a bordo. Arriba, en el puente de mando, junto al capitán, un hombre de anchas espaldas y barba gris saludaba con la mano y respondía gritando estentóreamente a las preguntas que le hacían desde las lanchas...
Ahora Hemingway vuelve a su hogar cubano, «el lugar que más quiero en el mundo después de mi patria»...
Cuando por fin las autoridades portuarias permitieron el acceso a bordo, más de cincuenta personas entre periodistas, fotógrafos y amigos subieron por la escalerilla. Hemingway los esperaba en el comedor del barco. Allí charló con todos, bromeó, rió y tomó varios tragos. Finalmente desembarcó. En el muelle lo esperaba otra ola humana. Abriéndose paso llegó hasta la Aduana donde fue recibido por una nueva batería de fotógrafos y público. Hemingway reía satisfecho del cálido recibimiento.
Su equipaje constaba de más de cuarenta bultos: cajas de madera con animales disecados, enormes baúles, cajas de acero con armas de fuego y largos sacos de tela con cañas de pescar. Todo fue cargado en un camión rápidamente prescindiendo del trámite aduanal. Unos minutos más tarde el camión se alejó rumbo a la finca «Vigía», seguido por el pisicorre del novelista.
Ernest Hemingway estaba de nuevo entre nosotros.
¿Hemingway entre nosotros? ¿De verdad?
Sí, con toda seguridad se sentía a sus anchas en esta isla que siempre se mostró hospitalario con él. Y hasta hubo jolgorios y fiestas frecuentes en su honor, como aquel borrascoso 28 de octubre de 1954 cuando un batallón de cubanos invadió Finca Vigía. Ese día, hacia las once de la mañana, las emisoras de radio habían interrumpido sus programas habituales para anunciar que «un hijo predilecto de Cuba» había ganado una competencia de relieve internacional y se le galardonaba con la medalla de oro, el diploma iluminado y los 36 000 dólares constantes y sonantes del Premio Nobel. Hemingway le dirigió la palabra al nutrido grupo que se reunió en la finca. Su alegría lo hizo adoptar un tono frívolo y ligero, con el cual, no obstante, como Thomas Hudson en el Floridita, dijo algunas cosas agudas:
Señoras y señores:
Como ustedes saben, hay muchas Cubas. Pero, al igual que la Galia, se pueden dividir en tres partes: los que pasan hambre, los que subsisten y aquellos que comen demasiado. Después de este magnifico (y burgués) almuerzo, sin duda pertenecemos a la tercera categoría, al menos por el momento.
En ese mismo tono burlón se refirió a su apoliticismo y a sus amistades cubanas. Afirmó que Antonio Maceo era un general superior a Montgomery (el héroe de la Segunda Guerra Mundial, vencedor del mariscal Rommel, el Zorro del Desierto), le deseó la muerte al dictador dominicano Trujillo y expresó su decisión de entregar la medalla del Premio Nobel a la Virgen de la Caridad del Cobre. Hemingway terminó su discurso explicando que los 36 000 dólares no habían llegado aún, y que por tal razón era improbable que le robaran.
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Hemingway a bordo
El archipiélago cubano está a caballo entre el océano Atlántico y el mar Caribe. Tiene más de 7 000 kilómetros de costas, una plataforma insular de alrededor de 70 000 kilómetros cuadrados que comprende 1 600 cayos, isletas e islas, más de 165 lagunas, 290 ríos y 100 presas o embalses. Sus velocidades medias de viento —de 9 a 19 kilómetros por hora—, sus pequeñas oscilaciones de marea —menos de un metro entre la bajamar y la pleamar—, su flora y fauna marinas, reúnen las condiciones para todas las modalidades de pesca deportiva.
La pesca de altura o pesca mayor (Big Game Fishing) cuenta en Cuba con un escenario ideal. El plato fuerte de este deporte son las especies de pico, conocidas como agujas o merlines. Las aguas adyacentes a la isla se llenan de estos peces en ciertas estaciones del año. Practican hábitos migratorios y se desplazan con las corrientes, acorde a requerimientos biológicos y otros factores. En la costa norte de la zona oriental, en aguas aledañas a Punta Lucrecia se detectan agujas de abanico o voladoras entre octubre y noviembre. En aguas profundas frente a Playa Girón, al sur de la isla, las agujas blancas hacen su aparición alrededor de febrero. Pero las informaciones sobre estas zonas y sus posibilidades para la pesca deportiva son escasas aún. Sin embargo, es tradicional la corrida de la aguja que tiene lugar en aguas de la costa norte, desde Punta Gobernadora, en el extremo occidental, hasta el cayo Cruz del Padre, en el noroeste de la península de Hicacos. Comienza a fines de abril y a veces se prolonga hasta la entrada de las primeras ráfagas del invierno.
Procedente del norte, de su antiguo hogar, Ernest Hemingway exploraba estas costas en 1932. Un contrabandista de Key West le había facilitado la embarcación y había puesto en sus manos tos primeros rollos de pita catalana. Joe Russell, apodado Josie Grunts (Pepe Ronco; durante los duros días de la depresión este pescado fue dieta permanente de los habitantes pobres de Key West), se convirtió en el maestro de navegación y comercio de rescate y en el fiel acompañante que se daba gusto retratándose al lado de su mejor alumno: Ernest Hemingway. No contento de tenerlo de cliente en su barra de Duval Street, Key West, el mítico Sloppy Joe's donde se violaban todas las convenciones de la Ley Seca, lo convenció de la magnificencia de la pesca de agujas a la altura de las costas cubanas y puso su lancha Anita a disposición del escritor (solo 10 dólares diarios, por tratarse del amigo Ernest). Fue él quien le presentó a un enigmático pescador habanero llamado Carlos Gutiérrez, primer patrón del Pilar. Por tanto, el mes de abril de 1932 devino la fecha del inicio de los viajes de Hemingway a Cuba. Una relación que, en el plano literario, proporcionaría tres novelas importantes de la literatura contemporánea, un cuento de carácter político y una docena de crónicas deportivas; en el plano amistoso convirtió a Ernest Hemingway en un residente cubano y en un sólido personaje de su geografía republicana.
En Finca Vigía queda el testimonio de esa amistad. Allí hay varias fotos movidas y gastadas donde aparecen, entre otros, Hemingway y Josie Russell en los muelles habaneros de Luz y San Francisco. Estas fotos son también el testimonio de los primeros viajes de Hemingway a Cuba. A Josie lo veremos complacido, con su apretada sonrisa y sus dientecillos de ratón, y siempre con un recipiente en las manos. No en balde se decía entonces que el señor Russell ingería un alto porcentaje del alcohol que originalmente estaba destinado al contrabando o la venta clandestina en el Sloppy Joe's.
Pero el maestro habría de convertirse en discípulo al cabo de 10 años, y Hemingway llevaría a pasear entonces al jubilado corsario... Un abuelo venerable viajaba a bordo del Pilar a principios de los años 40. Tomaba limonada «con una gotica de ron» y un te «tibiecito» que Gregorio preparaba. Hemingway le preguntaba ocasionalmente: «¿Está viajando cómodo, Mister Russell?», y Josie respondía con una triste sonrisa. Sería devoto a Ernest, su ahijado, hasta el fin.
Mientras el Anita cabeceaba en el muelle aferrado a sus dos cabos rústicos, Harry Morgan bajaba a tierra y se encaminaba directamente hacia el Café de la Perla de San Francisco.
Tener y no tener, la novela nerviosa y dura que presenta el más confuso de los protagonistas hemingwayanos, comienza con un tiroteo frente a este café de La Habana Vieja.
Hemingway había sido testigo de una masacre el 7 de agosto de 1933, mientras esperaba en la bahía de La Habana el buque que lo llevaría a Europa y de ahí a África. Aunque la historia no registra ningún hecho semejante en las inmediaciones del Café de la Perla de San Francisco, el escritor pudo haber sido testigo de masacres similares ocurridas en cualquier punto de aquella ciudad convulsa.
Hemingway eligió un amanecer, un mendigo sediento y el ruido del trasiego inicial de los bares del puerto, para componer el párrafo con que inicia su primera novela cubana:
¿Saben ustedes cómo es La Habana a primera hora de la mañana, cuando los vagabundos duermen todavía contra las paredes de las casas y ni siquiera pasan los carros que llevan hielo a los bares? Bueno, pues, veníamos del puerto y cruzamos la plaza para tomar café, en el Café de la Perla de San Francisco. En la plaza no estaba despierto más que un mendigo que bebía agua en la fuente...
Hemingway, vestido con una guayabera blanca, y Mary Welsh reciben en La Habana la noticia de que el escritor ha sido galardonado con el discutido pero siempre codiciado Premio Nobel de Literatura. Este día solo acepta hablar para la televisión cubana, y organiza rápidamente una tiesta para todos los visitantes.
Es el 28 de octubre de 1954, en Finca Vigía. (UPI)
El señor Antonio Rodríguez murió a los 86 años en 1951. Le llamaban el Káiser Guillermo. No había leído más libros que los de las cuentas de su negocio. Usaba lo que él definía como bigotes asturianos —que lo hacían parecerse al belicoso monarca alemán— y se vanagloriaba del sitio apacible que su talento de comerciante había ofrecido a los habaneros. Era el propietario de un cafetín en el que se vendían horchatas, naranjas y piñas, además de ofrecer un blue plate de 25 centavos. Su establecimiento también contaba con 17 habitaciones, y a los huéspedes se les servía desayuno, almuerzo y comida.
El mostrador del bar era de vitrolite —otro de sus orgullos—, más fino que el mármol, y poseía una nevera de 10 puertas. El negocio valía 30 000 pesos en 1930, pero entró en pérdida y quebró a fines de los años 40. Fue demolido en 1953.
El Káiser Rodríguez nunca,supo que Hemingway había visitado con frecuencia su café y mucho menos que este había aparecido en una novela. Como no se interesaba por la literatura, perdió una buena oportunidad. El propietario de La Terraza de Cojímar actuó con más habilidad. Pero, de cualquier manera, había un hermoso letrero en la fachada del edificio. Fue la última huella del café, lo último que se mantuvo en pie.
Hotel La Perla de San Francisco
Oficios No. 32
Habana
de los Sres. Rodríguez y Fernández
Otras locaciones originales de Tener y no tener, enclavadas en la zona portuaria de La Habana, oponen una resistencia casi femenina al paso del tiempo Solo algunas nuevas capas de pintura y atrevidas y extemporáneas ventanas tipo Miami desafian la autenticidad de las fachadas.
Pero en realidad han cambiado muchas cosas desde que Harry Morgan bebía una cerveza en el bar Donovan. En este escenario se nota, sobre todo, la ausencia de marinos yanquis y de los aventureros del corte del héroe hemingwayano. En lugar de esos personajes se mueven ahora alrededor del puerto marinos soviéticos y griegos, italianos y polacos, mexicanos y panameños que, por lo pronto, hacen más cosmopolita el paisaje.
Además del Café la Perla de San Francisco, había un restaurante chino donde Morgan almorzaba por el módico precio de 40 centavos. Después, una cerveza fugaz en el Donovan y una visita a otro bar, el Cunard, para pagarle a Frankie un par de tragos.
Finalmente, la mujer, Marie, recuerda que la primera vez que se tiñó el pelo fue en un salón del Prado.
El salón de belleza y el restaurante chino no se pueden localizar porque en el libro no aparecen sus señas. El restaurante chino favorito de Hemingway en La Habana era El Pacífico, que estaba cerca de un mercado popular muy barato. Los regalos que Harry Morgan compraba a su mujer los adquiría en unas tiendas que tenían siempre los mismos letreros en inglés: Alligators Goods-Souuettirs. El Prado habanero, versión caribeña del madrileño, está intacto, con su gran parque y su hotel Sevilla. Está en la actualidad lleno de salones de belleza y pizzerias y siempre a punto de encontrar el mar.
El bar Cunard, a tres puertas del Café la Perla de San Francisco, es hoy un taller de reparaciones de automóviles. Ángel Martínez, el antiguo dueño de la Bodeguita del Medio, y César Novoa Esperanza, un mitológico personaje capitalino, cajero de profesión, a quien llaman Varilla, recuerdan que frente al Cunard estaba la vidriera de tabacos del «gran» Generoso.
Allí se especializaban en hacer buen café, afirma Martínez. Lo tostaban a la vista del público.
El bar Donovan era, a juicio de Novoa Esperanza, «un tugurio, un sitio de mala muerte, en el que uno se tomaba nada más que el del estribo». Los habaneros llaman «el del estribo» al trago final de una noche de parranda. El edificio donde estaba el Donovan fue destruido. «Había mucho bisne [negocios sucios], pasaban fleteras. Definitivamente no me gustaba el Donovan», dice Novoa.
Hay un pasaje de Tener y no tener que Hemingway escribió, al parecer, sin el dominio completo del tema. Harry Morgan decide ganar algunos dólares llevando grupos de chinos a Estados Unidos desde Cuba e introduciéndolos de manera ilegal. Convenia con un tal Mr. Sing el traslado a Estados Unidos de una docena de inmigrantes. Al zarpar, en la noche, asesina a Mr. Sing y lo deja caer al mar. Pone otra vez la proa rumbo al litoral cubano y en las cercanías de la playa de Bacuranao les comunica a sus pasajeros que han llegado a la Florida. Los chinos se dan cuenta de todo, pero Morgan los encañona y los hace descender.
Hemingway debe haber tenido noticias de este tipo de contrabando a través de Carlos Gutiérrez. Pero los viejos pescadores cubanos y algunos historiadores afirman que no era tan fácil engañar a los chinos. Los contrabandistas profesionales cobraban entre 200 y 300 dólares por cabeza, pero tenían que cumplir sus tratos. Como los chinos eran los trabajadores más discriminados de esa época, organizaron poderosas organizaciones secretas. Tenían, además otro recurso clave: no pagaban la cantidad completa hasta que no estaban en Estados Unidos. Los patrones que se arriesgaban a engañar a los chinos, estaban siempre en peligro de ser víctimas de la venganza. La cantidad de chinos que alimentaron tiburones o murieron de hambre en los cayos de la costa norte cubana, tiene que ser pequeña, comparada con la de los que lograron instalarse en Estados Unidos. De los 10 000 emigrantes chinos que se trasladaron en esa época de Cuba a las costas norteamericanas, pueden haber sido burlados unos 200 y, de esos, solo 30 ó 40 habrían ido a parar a las aguas del Golfo.
Perc existe un dato que contribuye parcialmente a justificar el relato hemingwayano: frente a los cayos de la Florida, hay una boya llamada Rebeca que, por la época de Harry Morgan, comenzaron a llamarla «la boya de los chinos». Según el recuerdo de algunos prácticos de la zona, el nombre surgió cuando un contrabandista abandonó allí a unos «pasajeros» que cubrían la ruta Cuba-Estados Unidos.
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En la maÑana del lunes 3 de julio de 1961, The Key West Citizen pagó un tributo de agradecimiento. Desplegó en su primera plana este titular nostálgico y poderoso: PAPA PASSES.
Hemingway conoció La Habana desde un Key West exclusivo y casi revolucionario; había llegado, procedente de Europa, una tarde de abril de 1928, con su mujer Pauline, preñada y asustadiza. También tenía el manuscrito de Adiós a las armas a medio terminar.
Hemingway decía que Key West era «el Saint Tropez del pobre», pero fue en este lugar donde su personalidad y sus personajes se endurecieron. Era una isla de nueve millas cuadradas y una población de 11 600 personas, compuesta por los llamados conchs —nativos del lugar—, además de negros de Bahamas y cubemos. Eddy Saunders y Joe Russell, dos personajes importantes del entorno hemingwayano, surgieron de esta población.
En los años 20 Key West era más habanero que norteamericano y los conchos ocupaban el estrato inferior de la sociedad. Casi todo estaba en manos cubanas. Pero a raíz de la gran depresión, la industria tabacalera —que llegó a tener 2 000 obreros— había desaparecido; la base naval fue abandonada, las líneas de vapores cerraron sus oficinas, y la carga marítima se trasladó a New Orleans. El ayuntamiento se declaró en quiebra el 2 de julio de 1934. Un panorama desolador que Hemingway describió en Tener y no tener.
Había vivido allí en una casa de la calle Whitehead, número 907 (que es hoy otro Museo Hemingway), construida en 1851 por un magnate naviero llamado Asa Tift. Un tío de Pauline. Gustav Pfeiffer, la compró en 1931 en 12 500 dólares para el matrimonio. La pareja vivió en esa casa durante nueve años, y desde allí viajó a Wyoming y Sun Valley, a Francia, España, Cuba y Bimini. Allí Hemingway terminó Adiós a las armas, hizo las primeras historias de Tener y no tener, completó Muerte en la tarde, y, según algunos biógrafos, comenzó Por quién doblan las campanas. Allí también escribió «Las nieves del Kilimanjaro». En una visita a Key West en 1955, Hemingway regresó con A. E. Hotchner a la caseta de la piscina de su antigua casa, y dijo: «Aquí fue donde escribí “Las nieves del Kilimanjaro”.»
The Overseas Highway, terminada en marzo de 1938, conectó la isla con la tierra firme de la Florida. Fue como una transfusión de sangre. Ahora cada año más de 450 000 turistas visitan la ciudad, de acuerdo con las cifras de la Cámara de Comercio.
De los antiguos amigos de Hemingway en Key West, solo dos quedaban vivos a finales de los años 70: Charles Thompson, nombrado Old Karl en Las verdes colinas de África, quien acompañó al escritor en su primer safari, y Otto Bruce, Tubby, el antiguo ayuda de cámara. Pero otro personaje que recuerda diariamente a Papa, es Stan Smith, propietario del Sloppy Joe's desde 1962. La presencia remota de Hemingway y Russell en ese local es un reclamo excelente para la prosperidad de su negocio.
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En el ano 1928 Hemingway conocería a un personaje importante de su vida. Nada de piratas ni de contrabandistas. Un mal tiempo de los buenos obligó al Anita a buscar amparo en Dry Tortugas; en algún lugar del improvisado refugio, otro velero aguardaba también el fin de la tormenta. El capitán del velero, un pescador llamado Gregorio Fuentes, observaba ecuánime la maniobra del Anita.
Vestía una camisa de cuadros rojos y negros, que recordaba los banderines de señales que usan los prácticos de puerto a la entrada de las bahías. Tenía el porte y la estampa de un viejo lobo de mar. A Hemingway y sus amigos los agasajó con vino y cebollas. Seis años más tarde, Fuentes se convirtió «en el pilar del Pilar», como Hemingway dijo una vez.
Este es la descripción que aparece en «El Gran Rio Azul»:
Gregorio Fuentes es el piloto del Pilar desde 1938. Ha cumplido los cincuenta este verano [1949], y vino de la isla de Lanzarote a la edad de cuatro años. Nos conocimos en Dry Tortuga en 1928; entonces era patrón de una lancha pesquera; allí corrimos una tempestad con fuerte nordeste. Estuvimos a bordo de su embarcación con objeto de comprarle unas cebollas. No quiso cobrárnosla y nos agasajó con ron. Recuerdo que su embarcación era la más limpia que he visto. Después de haber transcurrido tantos años me doy cuenta de que para él había dos cosas fundamentales: ejercer la pesca y mantener limpia, pintada y barnizada su lancha pesquera.
Anteriormente tuvimos un buen piloto llamado Carlos Gutiérrez; pero me lo quitaron mientras estuve de corresponsal en la Guerra Civil Española. Y fue una gran suerte encontrar a Gregorio, pues sus conocimientos náuticos salvaron el Pilar en el transcurso de tres huracanes. Hasta ahora, el seguro marítimo no ha tenido que compensarnos ninguna pérdida fuera de la avería en el timón. Gregorio fue el único que a bordo de una embarcación chica luchó felizmente al ancla contra el huracán de octubre de 1944, cuya velocidad fue de ciento ochenta millas por hora y llevó las embarcaciones de pesca y otras menores al malecón y al pie de las colinas cercanas a él.
Esta página y las que siguen: esbozo del monólogo que Robert Jordan, protagonista de Por quién doblan las campanas, sostiene en el transcurso de la última noche de su vida. El texto aparece considerablemente ampliado en la versión deiinitiva de la novela.
El hombre descrito por Hemingway es ahora un patriarca apacible, pero se mantiene activo como pescador. Vive en la misma casa de Cojímar que adquirió con el salario que le pagaba Hemingway (250 dólares mensuales). Sentado en la sala de su casa, con una gorra de pelotero en la cabeza, sus manos deformadas por el trabajo, los pies muy limpios, envuelto en un leve olor a alcohol, frente a una mesa de cristal, Gregorio sigue fuerte como un roble. Espera lo que él llama «la última afeitada» en compañía de una familia numerosa que lo venera como su auténtico jefe. Dolores, la mujer, le prepara los copiosos desayunos estilo norteamericano que Hemingway le enseñó a consumir: avena Quaker, grandes cantidades de pan con mantequilla, tortillas y queso, leche y café. Media hora en el portal de su casa basta para entender su relación con los vecinos de Cojímar. Todos lo saludan. Es uno de los verdaderos personajes de la pequeña ciudad pesquera. Lo respetan como al viejo patrón de Hemingway y por su experiencia como pescador.
«Cuando aquello de Dry Tortugas —recuerda Gregorio—, Papa no era Papa, sino un atleta joven y simpático, apenas tenía 27 ó 28 años, muy sonriente y dispuesto, conversador, trigueño y honesto.»
«Estaban allí, atrapados por la tormenta. Querían comunicarse con Key West y entonces yo me lo llevé al faro. Llené las bodegas para lastrar mi velero y poder llegar. Se impresionó con la maniobra.»
«Cuando llegamos, le dije a los fareros que le prestaran a mi amigo el teléfono que se comunicaba por cable submarino con Key West. Él no sabía que eso existía, y se quedó asombrado. Todavía le faltaban algunas cosas por conocer. Tampoco sabía que los fareros eran amigos míos, y que yo siempre que pasaba por ahí les dejaba botellas de coñac.»
Gregorio transportaba pescado fresco de Cuba a Estados Unidos en el decrépito velero Joaquín Cisto. Ninguno de los otros pescadores, también atrapados por la tormenta, se atrevió a llevar a Hemingway hasta el faro situado a tres millas del lugar. Gregorio se decidió.
Años después, Gregorio navegaba en el Atlanta, un barco científico de la Universidad de Massachusetts que estudiaba la flora y la fauna de la plataforma insular cubana. Julio Hidalgo, viejo amigo de Hemingway, práctico del puerto de La Habana, recomendó a Gregorio. Hemingway lo encontró en un cafetín de Casablanca, al otro lado de la bahía. Habían pasado 10 años pero se reconocieron enseguida. Gregorio aceptó trabajar como patrón del Pilar.
En cuanto al ciclón narrado por Hemingway en su crónica, Gregorio dice que la operación le resultó fácil. En aquella ocasión Gregorio fondeó en unos manglares de muy poca agua en un recodo de la bahía habanera y amarró el barco «a cuanto palo tuve cerca; a mangles, troncos y piedras. Cuando lo dejé listo parecía un yate atrapado en una telaraña». Puso a su abrigo a varios pescadores y sus pequeños barcos; a los que estaban en peores condiciones, con botes en mal estado —media docena de pescadores—, los subió a bordo. «Después vino el ciclón y el viento comenzó a soplar y las ráfagas de agua a batirnos y los barcos a querer soltarse de las amarras y las amarras a crujir y las tablas del Pilar a crujir también.» Gregorio Fuentes preparaba un arroz con pollo y tomaba scotch. Animaba a los otros pescadores: «Ahorita se cansa.» Se estaba refiriendo al ciclón. «Amainó por la tarde. Los pescadores que estaban a mi abrigo me ayudaron a sacar el barco de aquel manglar. Para eso los monté, para que me ayudaran.»
Gregorio explica así su destino de marino. Cuando tenía cuatro años su padre lo llevó ante «los jerarcas del puerto», en Lanzarote, España («ante los generales», añade, y señala imaginarios entorchados en el hombro). Allí le preguntaron: «Ven acá, mijito, ¿dónde quieres servir al Rey? ¿Por la vía del agua o de la tierra?» La tierra quería decir soldado y el agua, marinero. «Me caso con la mar», respondió. «Y así me matriculé.»
Gregorio es el único pescador del mundo que posee fotos originales de Robert Capa y de Karsh. En la sala de su casa está el retrato famoso que Karsh le hizo a Hemingway. Las demás fotos las conserva en un sobre.
El expatrón del Pilar tiene cuatro hijas: una soltera, en la casa, Elvira, y otras tres casadas, América, Blanca y Aurora, las cuales le han proporcionado siete nietos. Se casó con Dolores Pérez en 1922; 50 años juntos, y bromea: «¡Cómo le he soportado yo cosas a esta Dolores!» Ella se defiende: «Lo malo es que Gregorio nunca se ha querido ir.» Al viejo marino no le gusta el cine y opina que a su edad la lectura le «trastorna» el cerebro.
Algunas desgracias personales se han abatido sobre los Fuentes pero solo recientemente la muerte ha rondado por esta casa de pescadores. Rafael, un yerno, fue el primero: un infarto lo mató en 20 minutos. Poco después le tocó a una hermana de Dolores. Se roció alcohol y se prendió fuego. Aquí mismo, en el patio de la casa. «Ella estaba mal de la cabeza, pero era muy fuerte», explica Dolores. Hemingway bendijo hijos y nietos y apadrinó todos los matrimonios, en ceremonias ruidosas, llenas de amistad, cariño y cerveza.
«Yo trabajaba a gusto con Papa. Era el patrón del barco, pero también cocinaba y preparaba los tragos. En ese tiempo un buen patrón ganaba un sueldo superior al mío. Pero a mí me complacía andar con él; era un verdadero amigo.»
El Pilar siempre estaba abastecido: algún «fresco», laterías, sopas norteamericanas, puré, frijoles y tamales picantes. En materia de bebidas, Hemingway le había entregado el mando a «Grigorine». Le decía invariablemente al pasar navegando frente al Morro de La Habana: «Capitán Grigorine, hágase cargo del Departamento Etílico.» Gregorio recuerda estas combinaciones y tragos:
• Tónico: dos dedos de ginebra, agua tónica a llenar el vaso, y un poco de limón. Nunca azúcar.
• Whisky con soda, pero White Label, Haig and Haig o Johnnie Walker.
• Vino italiano en garrafas; a veces chileno o español.
• Daiquiríes sin azúcar.
• Bacardí con hielo y limón.
Gregorio advierte que un. vaso puede tenerse en la mano media hora «más o menos». Hay que dejarlo si se pone tibio.
«Papa no repetía una botella. Cada día inauguraba una. La ginebra Gordon era su favorita, pero a bordo había toda clase de bebidas porque él era un hombre de muchas visitas.» Y se tomaba «lo que apetecía cada cual».
Había una patente de uso exclusivo para Gregorio: «Tú coges un vaso limpio y. le pones dos cucharadas de miel de abeja, cucharadas grandes, con una cuchara de sopa, y exprimes dos limones y echas una hojita de hierbabuena, y hielo, dos piedrecitas de hielo, y ron a gusto. Y nunca te entra catarro», afirma el viejo lobo de mar.
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LA ANÉCDOTA cumbre de Gregorio aconteció en 1954. Hemingway trajo a bordo del Pilar al señor Charles Ritz, propietario del Hotel Ritz, de París, Hemingway le dijo: «Yo tengo un cocinero que tú no tienes en el hotel», y, dirigiéndose a Gregorio, le preguntó: «Grigorine, ¿cómo vamos a recibir a este señor?» La respuesta de Gregorio fue que iba a preparar durante tres días consecutivos «tres platos que este paisano nunca ha probado en su vida». Charles Ritz se mostró curioso: «¿Qué clase de platos serán esos?» El patrón del Pilar respondió: «Se llaman come y calla.»
De los espaguetis, según la versión de Gregorio, el señor Ritz dijo:
«No los había comido así antes.»
«Todo tiene su camino», aseguró Gregorio.
«¿Qué quiere decir eso?», preguntó Charles Ritz.
«Pues quiere decir que todo lo bueno tiene su incógnita... cómo se hacen y no se hacen las cosas.»
Pero he aquí una excepción: ahora Gregorio nos revela sus tres secretos:
Yo cogía el espagueti entero; el rollo de fideo [espagueti] lo partía a la mitad antes de echarlo al agua hirviendo. Primero cocinaba el pollo en una cazuela que tenía un caldo especial, un caldo de hueso de res y hueso de puerco. Sacaba el caldo y lo colaba; en el colador quedaba una boronilla que se la ponía al pollo; después le añadía un punto de sal y lo molía en una maquinita. Entonces cogía sobreasada gallega, jamón gallego y un chorizo gallego y los batía bien con lo que había quedado del pollo. Todo eso lo ponía a fuego lento y le echaba un pimentón también gallego. Luego sacaba el fideo del agua, lo servía aparte con una gota de azúcar, y colocaba la paisa en otro plato. Y lo servía. Oiga, mientras más comían, más querían. «Ese es un plato cubano», le decía yo. Y él le advertía a Papa: «Si no fuera tan amigo tuyo, me llevaba a este hombre para el Ritz.»
Al otro día regresaron y yo les dije: «Bueno, ahora viene el otro episodio.» Papa me había puesto por las nubes y para darme aliento por las noches me llamaba a Cojímar y me decía: «Tenemos que ganar la apuesta. Este es un problema moral.»
Pues bien, ese segundo día cogí un emperador fresquecito, le saqué dos ruedas, le eché un poquito de sal y de pimienta molida y las puse a secar con el adobo arriba. Mientras, iba preparando unos traguitos, y ellos pescaban o hablaban de lo lindo. El Pilar estaba fondeado frente a Bacuranao. Al rato, derretí media libra de mantequilla en la sartén y empecé a freír el emperador con candela bajita; exprimí un limón y le fui dando vueltas a las ruedas para que cogieran su color parejo por los dos lados. Pero ellos tenían que estar ya sentados a la mesa para cuando yo llegara con los dos platos acabados de sacar de la sartén. «¿Cómo es esto?», preguntó el señor Ritz. «Fácil», dije yo. «Solo con un poquito de sal.»
La otra salsa que hice fue más sencilla. Había comprado dos o tres dorados en playa Mégano. Cogí el pescado y le saqué su par de filetes. Dorados de invierno, con una masa muy buena. Le hice una salsa verde encojonada. Salsa verde con ají, perejil, mucho perejil, pimienta negra, pasas y alcaparras. Bastante perejil y espárragos, y todo para la sartén, aparte del pescado, para echárselo por arriba. Pero los espárragos tenían que estar bien picaditos. «¿Y esto cómo es?», volvió a preguntar el señor Ritz. «¡Ah! —le dije—, con perejil, el gran asesino de las cotorras.»
Claro, había otros platos de mariscos que yo le preparaba a Papa y que a él le gustaban, sobre todo el pulpo en vino, y también el pulpo en fricasé, pulpitos que pescábamos ahí mismo, desde la borda del Pilar, y sin escala para la sartén. Pero lo que más le gustaba era el cangrejo salcochado con limón. Yo le machacaba las patas al cangrejo y se lo sazonaba con limón y sal. ¡Cómo a Papa le gustaba eso! Y la langosta enchilada. Pero nunca tanto como ese cangrejo que yo preparaba.
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«A PUERTO Escondido fuímos cuatro personas —relata Gregorio Fuentes—, Adriana Ivancich, la madre de ella, un hermano y yo. A mí me atraía la condesita italiana, me llámaba la atención hasta la manera que tenía de hablar en español. Pero yo no me metía con ella porque era la invitada de Papa. Después tuve necesidad de amarrarla, pero lo hice para salvarla de irse al agua por un bandazo del bote auxiliar. Había mal tiempo, estábamos en medio de un ciclón y no quería perder a ninguno de los pasajeros.»
La aventura había comenzado una tarde que Hemingway llamó a Gregorio y le dijo que fuera con el Tin Kid —ese era el nombre del bote auxiliar del Pilar— a buscar a unos invitados en Santa Cruz del Norte:
Mientras Papa nos esperaba a bordo del Pilar, fondeado en Puerto Escondido, yo bregaba a la vez con el bote, los invitados y los primeros golpes de un ciclón. El capitán del puerto de Santa Cruz me lo había advertido: «Ten cuidado con el tiempo que amenaza.» Yo le dije: «Voy a tener el cuidado que haya que tener.» Nos habíamos demorado tomando unos tragos en Santa Cruz. Nos hicimos a la mar y navegamos un par de kilómetros cuando ya teníamos el tiempo arriba y la noche había caído. Les dije a mis tres pasajeros: «Debo amarrarlos para que no se caigan. A lo mejor viene una mar y me los saca por la borda, y después quién se lo explica a Papa.» Empecé por la mamá de la italiana. Le pasé una soguita, le di una palmada y le dije que no se preocupara. «Gracias, gracias, señor», dijo. Al hermano le alcancé un cabo que llevaba allí, un poco grasoso, y le dije: «Amárrate ahí, mi hermano, y no te muevas mucho para que esto no se hunda.» Este hermano sonreía tranquilo, sin entender nada. Cogí una soga nueva que estaba en el cuartel de proa y le dije a la condesita que me permitiera amarrarla para que viajara más segura. La estuve amarrando un rato. Ella dijo: «Yo creo que nos vamos a hundir.» Y yo la calmé: «No te preocupes, fíjate qué bien vamos.»
Pero tuve que abandonar a los invitados para afincarme al timón porque el tiempo se estaba poniendo malo de verdad. Yo veía a lo lejos las bengalas que lanzaba Papa desde el Pilar. Sabía que se iba a tranquilizar si le respondía, pero no podía soltar el timón. Aquello se estaba poniendo feo. Fui acercándome poco a poco al Pilar, pero el viento soplaba tan fuerte que Papa no oyó nuestro motor. Yo lo veía a él en la penumbra, de pie sobre el puente, tratando de localizarnos. Los chubascos habían ido y venido sin dar chance a que la ropa se secara. Ahora nos acercábamos bajo el viento y la lluvia. Tiré un cabo al yate y Papa escuchó el latigazo sobre la cubierta. Dijo: «Ah, qué bueno, Grigorine ha llegado.» Fue a buscar una botella de champán para recibir a sus invitados. Los ayudó a subir al Pilar después que yo los desamarré. Enseguida me alargó la botella. «Ábrela, Grigorine. Ese honor es tuyo.»
Él vio que yo me resistía a entrar en la fiesta. Hicimos un aparte y preguntó: «¿Qué tú piensas hacer?» Le dije: «Estoy pensando en el barco.» Él sabia lo que yo quería decir con eso. Así que me dejó solo y se fue a atender a sus invitados mientras yo movía el barco hacia una zona que ofreciera mayor seguridad y tiraba cuatro cabos, dos a unas boyas, y dos a tierra, y me preparaba a esperar la tormenta.
Se fueron a dormir temprano, excepto yo, desde luego, y Papa, que dejó a todo el mundo y vino a donde yo estaba en el puente; yo solo, con mi botella en la mano, y él me preguntó: «¿Cómo ves la cosa?» «Aquí estoy, con el compás» le dije mostrándole la botella. «Esperando que este cicloncito se canse. Pero no se preocupe y váyase a dormir, Papa.» «No, yo me voy a quedar contigo velando toda la noche.» «No vamos a tener problema.» «Ah, bueno, bueno», decía él.
A los dos les dio el amanecer sentados en aquel puente batido por la sal y el viento. Un amanecer lento, gris y lluvioso.
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Solos, frente a La Habana, esperando el chasquido de los outriggers, con más de media botella entre pecho y espalda, Gregorio y Papa hablaron de la muerte y la amistad. Este es el diálogo que Gregorio relata a quien lo vaya a ver en su casa de Cojímar.
Hemingway: Viejo, ¿tú sabes lo que es un amigo?
Gregorio: Usted y yo somos amigos.
H: Viejo, un amigo es más que un padre y un hermano. Una amistad significa las cosas pasadas. Tú y yo llevamos más de 20 años juntos, a bordo del Pilar. ¿De dónde veníamos los dos? No importa, un día nos encontramos, tú con tu historia, yo con la mía. Dos amigos equivalen a dos historias que se unen.
G: Un amigo es una cadena.
H: Hemos tenido un buen barco, Grigorine. Un barco de gasolina, de los que ya no se fabrican. Pero nunca ha presentado un incendio a bordo. Con este barco enfrentamos las tormentas y capturamos los peces de la corriente del Golfo. Con él estuvimos en la persecución de los lobos alemanes.
G: Ah, yo tengo una idea; vamos a ver quién se muere primero. Si le toca a usted, me hago cargo del barco. Pienso ponerlo en Finca Vigía, en una casa que sea de cristal: el barco lo voy a preparar como siempre, con la caña de pescar, un vaso de ron, un libro abierto y las hojas para escribir y su pluma, y con estatua suya.
H: Está bien. Me gusta esa idea.
En efecto, Papa pasó primero. Le dejó a Gregorio el Pilar, valorado posteriormente en medio millón de dólares, pero con un precio sentimental que no puede pagar ningún barco del mundo. «No hay dinero para eso», asegura Gregorio.
Mantener la embarcación era demasiado para un humilde pescador. Decidió donarlo al gobierno revolucionario. Fidel Castro tuvo conocimiento de la decisión de Gregorio, y ordenó que se le entregara una lancha en la cual pudiera seguir pescando para su disfrute personal. Le entregaron el Hill-Noe, de unos 20 pies de eslora, con un motor soviético de 25 caballos. Gregorio salvó del Pilar los dos outriggers y la cocina de kerosene. Desde mucho antes ya guardaba en su casa la tabla rotulada que emplearon en la Segunda Guerra Mundial y que enmascaraba el Pilar como una embarcación científica.
Una tarde Fidel Castro visitó a Gregorio y le agradeció la donación del Pilar. Pero le dijo que ese yate seguía siendo suyo y que podía reclamarlo cuando quisiera.
Ahora, cuando Gregorio sale a pescar, lo hace en el Hill-Noe, pero con la cocina y los outriggers del Pilar, y una autorización especial que le permite obtener vituallas y artes de pesca a cuenta de una cooperativa. Puede pescar cuando quiere y con las condiciones que él mismo establece. Pertenece a la Cooperativa de Pesca de Cojímar y es considerado allí como un muchacho grande que goza de privilegios merecidos.
Gregorio se encontró con Mary Welsh 17 años después de la muerte de Papa, durante la visita de ella a La Habana en 1977. Fue un encuentro rápido y cordial. Gregorio la recibió en su casa. Después del abrazo, Mary le dijo: «Te conservas igualito. No has cambiado nada.» Gregorio sonrió y tuvo una frase de cortesía tradicional: «Aquí estamos; a su disposición.» No se veían desde 1961 cuando Mary vino a Cuba, semanas después del suicidio de Hemingway. El diálogo había sido entonces bien distinto: el patrón del Pilar había subido a Finca Vigía la noche en que Mary leyó la parte del testamento de Hemingway concerniente a sus empleados cubanos. «Perdimos a Papa», le dijo ella, y agregó: «¿Qué le vamos a hacer?» Aquella noche Mary le propuso a Gregorio que hundiera el Pilar: «No debe caer en manos ajenas.» Después la viuda del escritor le ofreció la alternativa de llevar la embarcación a Key West. Gregorio frunció el ceño y la miró largamente en silencio.
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Inevitablemente los recuerdos de Gregorio se encaminan hacia su última conversación con Hemingway:
Vino a mi casa un día de aquel verano de 1960 como a las 10:30 de la mañana. Estaba vestido como de costumbre, con su bermuda, camisa blanca, sin camiseta, chancletas. Lo recuerdo parado en esa puerta. Esa que esta ahí. Fue la última vez que lo vi. Nos habíamos tomado unos tragos, un jaibolito, un Tom Collins. Él se preparó los suyos. Yo los míos. Con agua mineral, un pedacito de hielo Pero nada de azúcar. No tomaba nada con azúcar. Me dijo: «Mire, viejo, yo estoy bien. Ya me hice un chequeo y tengo la presión bastante regular. Estoy en 190 libras. Eso es un buen peso. Como tengo que decepcionarme del libro que estoy haciendo, voy a España, a eso.»
Así que él se sentía en perfectas condiciones. «Tú cuídate y chequéate», fue su recomendación. «Bueno, hasta la vuelta», me dijo como tantas otras veces. Siempre se despedía así.
Me enteré que había muerto por el periódico. No me sorprendió su muerte. Me sorprendió su enfermedad. ¿Para qué yo quiero seguir en el mundo si soy un estorbo? ¿Para qué si era verdad que tenía leucemia en la sangre? «Ahora peso 140 libras», me escribió. ¿Cómo quedaría? Me informaba que estaba reponiéndose en Sun Valley después de salir de los Hermanos Mayo. Pero no era una carta pesimista. Simplemente me hacía saber en el estado que se encontraba.
Ojalá hubiera podido hacer las gestiones para ir a verlo.
Hemingway recibe en Finca Vigía a los pescadores de Cojímar, que le entregan una medalla conmemorativa por la publicación de El viejo y el mar. Aquí están los grandes pescadores de la costa norte de Cuba: el Sordo, Cachimba, Cheo López. Arsenio, Ova Carnero. Gregorio Fuentes. Tato y Quintín.
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Resulta usual que los antiguos empleados de Hemingway se refieran a él en términos elogiosos; mas Gregorio llega a decir que «Papa era mi hombre», lo cual es una declaración bastante difícil para el machismo cubano.
Pero también se conocieron algunos diferendos. No todo fue camaradería y dulzura entre los curtidos navegantes.
La más destacada de sus desavenencias es la historia del día —el día completo— que Hemingway por poco pierde a Gregorio, porque este había sostenido una discusión con el patrón de otro yate que estaba amarrado a la borda del Pilar, y la intervención de Hemingway, agresiva y desatinada, la consideró Gregorio como «una falta de respeto entre los hombres». Gregorio se sintió ultrajado y le pidió a Hemingway que «arreglara la cuenta», es decir, le liquidara su salario. Hemingway se retiró airado, aunque después volvió con el propósito de solucionar el agravio. Volvió tres o cuatro veces. Cada vez que volvía se tomaba unos tragos con el ofendido Gregorio, quien finalmente decidió quedarse en su trabajo •para que Papa no se fuera de Cuba y no quemara la finca y el yate y todo lo que iba a quemar él». Gregorio hace su relato. Es un recuerdo amargo, aunque fugaz. Como era de esperarse, «el viejo Hemingway de vez en cuando tenía sus cosas». Esta vez se le fue la mano en la amonestación, y provocó una reacción defensiva en Gregorio.
Estábamos atracados en el muelle del Club Internacional de La Habana y yo había regalado unos peces que habíamos capturado. Cuando subió a bordo del Pilar, Papa tenía algunos tragos de más. La cuestión es que al lado había otra lancha, de unos ricachones, tipos de plata, y ellos le habían ido con el chisme a Papa de que yo había regalado esos peces a unos pescadores. Esto es algo que yo hacia habitualmente poique el mismo Papa lo quería así, por filantropía él, y yo por conveniencia, porque esa gente era amiga nuestra.
Los pescadores, me refiero. Pero los de la lancha me vieron regalando la captura y le fueron con el chisme, y Papa viene y me pregunta de mala forma: «¿Tú regalaste el pescado?»
«Sí, y usted sabe que yo nunca he hecho nada en su perjuicio ni en el mío. Así que esto de la única manera que se resuelve es que usted me arregle la cuenta, que yo me voy de este trabajo.» Parece que Papa se irritó y salió del muelle después de decirme que estaba bien, que podía abandonarlo. Se fue a eso de las 11 am, y regresó a la 1 pm, más o menos. «Vamos a tomarnos un trago», me dijo. «Vamos»,, respondí. Yo estaba esperando en el Pilar a que él me trajera la liquidación de mi salario. Bajamos del yate y fuimos a la barra del Club Internacional. Nos tomamos los tragos.
Me preguntó: «¿Tú insistes en tu decisión?» «Insisto.» «Bueno, tú sabes, tú eres responsable...» Y se fue. Regresó a las 3 pm. Otros tragos. Preguntas similares. Vuelve a irse. Regresa a las 5:30. Nos tomamos unos tragos en la barra, sin decirnos nada. Nuevos tragos en el Pilar. «¿Tú te vas definitivamente?» «Mira, Papa, yo me tengo que ir. Me duele lo que me has hecho.» «No me digas así, no me hables más de eso.» Preparamos otros dos traguitos. «Bueno, Papa, estas cosas son pequeñeces», le digo. «Sí, lo son», me dijo. Y agregó: «Fíjate lo que te digo. Te pido perdón. Pero si tú no me perdonas y te vas, entonces yo quemaré el Pilar y quemaré la. finca y me voy de Cuba y no regreso más.»
Hemingway y el famoso fotógrafo canadiense Yousof Karsh bromean en 1958 en el portal de Finca Vigía.
Con Mary Welsh y amigos cubanos y norteamericanos, en 1956 en el comedor de Finca Vigía. (Look Magazine)
De izquierda a derecha, el poeta cubano Nicolás Guillén, una persona no identificada (probablemente la traductora de Alexeiev), el poeta español Rafael Alberti, Hemingway, la esposa de Alberti, Maria Teresa León y el periodista soviético Alexeiev. La foto fue tomada en 1960 en Finca Vigía. Alexeiev fue posteriormente embajador de la URSS en Cuba.
Un florero inusitado en el baño de Finca Vigía. (Paul Radkai)
La correspondencia se acumula. Es un día de los años 50. (Paul Radkai)
En este punto de su relato, Gregorio dice que a Papa se le saltaron dos lágrimas «que parecían dos frijoles». Había llegado el momento en que aquellos dos amigos se reconciliaran y se tomaran otro par de traguitos.
«Siempre nos ponemos de acuerdo, tarde o temprano», le dice Thomas Hudson (Hemingway) a Antonio (Gregorio) en Islas en el Golfo, la más autobiográfica de sus novelas.
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Despues de finca vigía v de la hospitalaria barra del Floridita, el ámbito natural de Hemingway en Cuba era el Pilar. Si el autor de Tener y no tener había comparado su casona colonial de San Francisco de Paula con un barco, con su barco, no hay que poner en duda que Hemingway se sentía mejor en el yate que en ninguna otra parte.
Lo compró a mediados de 1934, cuando regresó de Europa y recibió del banco una agradable sorpresa: 3 000 dólares por sus crónicas africanas en la revista Esquire, que le sirvieron de adelanto para comprar el yate. Contribuyó con el diseño y le pidió a la compañía Wheeler Shipyard de Nueva York que se lo construyera. Se lo enviaron por ferrocarril a Miami. Hemingway rompió una botella de champán contra el casco y lo botó al agua. Tenia matrícula de Key West y estaba registrado en el puerto de La Habana.
El Pilar es de una construcción sólida. Hoy tiene un evidente sabor de antigualla, pero en su tiempo fue un barco extraordinario. Estrecho de proa y espacioso de popa.
La granja, de Joan Miró; el kudú de Las verdes colinas de África y el gato Boise, de Islas en el Golfo, «En la foto —según el comentario de Hemingway— aparecen también dos desconocidos.»
En su interior, entrando por el centro, después del puente de mando, hay tres compartimentos escalonados. El primero, con dos literas, dos closets, gavetas debajo de las literas inferiores y un estante; el segundo es para la cocina y el baño; el tercero tiene otra litera y dos espacios abiertos, llamados el Departamento Etílico, según la clave hemingwayana. Allí se guardaban las bebidas.
La antigua pizarra se conserva con todos sus instrumentos. Detrás del timón hay cuatro relojes y la inscripción siguiente: NORSEMAN POWERED. Dos relojes marcan el nivel de aceite y la temperatura del motor, y los otros dos corresponden al amperímetro y al tacómetro; a la izquierda del timón está la pizarra para las luces, con botones colocados de arriba abajo:
• anchor light
• running lights
• bilge pump
• wiper
• search light
Atrás, en el mostrador, las dos palancas del control de aceleración o cambio de marcha, y una placa de bronce colocada por el fabricante: